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P ara la intervención, lo social es

campo de acción. Es decir, la


intervención se sitúa en las tramas
vinculares que constituyen el tejido
social y cobra su sentido a partir de la
actuación sobre ellas, lo que reclama
entonces algunas puntuaciones espe-

I
cíficas sobre la manera en la que lo
social se presenta en su configuración
como campo de acción. La expresión
Intervención y campo social “denso, oscuro y complejo” no es sólo
la invocación retórica de algunos adje-
denso, oscuro, complejo* tivos, sino que constituye un esfuerzo
por contribuir a consolidar los argu-
mentos que sostienen la imposibilidad
y sinsentido de un pretendido conoci-
miento positivo sobre lo social, dada
CLAUDIA M. SALAZAR VILLAVA la indeterminación de los procesos
sociales.
PALABRAS CLAVE: intervención, densidad,
oscuridad, complejidad.

DESDE HACE ALGÚN TIEMPO he venido trabajando acerca de la intervención


social en un sentido amplio, así como de las polémicas que deben darse para
establecer si existe la posibilidad de intentar experiencias de inter-vención
psicosocial en procesos colectivos, dirigidas a favorecer la autono-mía. Aunque
en este artículo no dedicamos espacio a presentar con amplitud lo que
entendemos por autonomía, que se basa fundamentalmente en el concepto
que desarrollara Cornelius Castoriadis y que remite a la fuerza instituyente
como capacidad social de crear sus propios marcos normativos, es preciso
abordar la explicitación de algunas consideraciones respecto de lo social
mismo. Dado que éste no es el espacio para intentar la imposible tarea de
definir lo social, nos atendremos aquí al sentido que cobra esta noción respecto
de la intervención.
* El presente artículo forma parte de la investigación desarrollada para la tesis doctoral de la
autora.

ANUARIO DE INVESTIGACIÓN 2006 • UAM-X • MÉXICO • 2007 • PP. 775-797


INTERVENCIÓN Y CAMPO SOCIAL DENSO, OSCURO, COMPLEJO

Para la intervención, lo social es campo de acción. Es decir, la intervención


se sitúa en las tramas vinculares que constituyen el tejido social y cobra su
sentido a partir de la actuación sobre ellas, lo que reclama entonces algunas
puntuaciones específicas sobre la manera en la que lo social se presenta en su
configuración como campo de acción. Desde hace algunos años he venido
utilizando como forma de caracterizar lo social —en tanto campo de
intervención—, tres categorías que conjuntamente nos aproximan a definir
el tono de las preocupaciones e intereses respecto del asunto, que inspiran el
trabajo de investigación que desarrollo.
La primera es la complejidad, trabajada inicialmente desde la incitación
de Edgar Morin, quien la define como “el tejido de eventos, acciones,
interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen nuestro
mundo fenoménico” (Morin, 1990:32); la segunda es la idea de densidad
simbólica, inspirada en los trabajos de Clifford Geertz, que hacen referencia
a la forma en que se presentan las producciones simbólicas que conforman
la cultura, y en tercer término, lo oscuro como alusión a las necesarias zonas
de invisibilidad en la comprensión de lo social, marcadas por la presencia de
lo pasional, pensado desde los trabajos freudianos y, también, como la
obnubilación que la emoción produce sobre los procesos del conocimiento,
según la expresión de Norbert Elias.
La complejidad, densidad y oscuridades de lo social desafían no sólo a la
comprensión de la intervención, sino a la posibilidad misma de construcción
tanto teórica como metodológica en las ciencias sociales. La expresión
“complejo, denso, y oscuro” no es sólo la invocación retórica de algunos
adjetivos, sino que constituye un esfuerzo por contribuir a consolidar los
argumentos que sostienen la imposibilidad y sinsentido de un pretendido
conocimiento positivo sobre lo social, dada la indeterminación de los procesos
sociales. Así, este trabajo se hace acompañar por quienes han señalado la
fragilidad de todas las vías de formulación de saberes sociológicos que apelan
a los recursos de una epistemología y metodología cercanos a la perspectiva
experimentalista de la ciencia. Con los tres rasgos señalados como comple-
jidad, densidad y oscuridad, no se pretende —lo que sería absurdo— agotar
alguna descripción de las características de lo social, sino organizar tres vías
de provocación que alteren la confianza en las formas del saber consagrado

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como “ciencia y tecnología” que se traspolan injustificadamente sobre el


conocimiento de lo social.
Esto es particularmente significativo por cuanto las formas dominantes
de intervención en nuestros días, que se ubican bajo el paradigma del
management —caracterizado por el control de procesos como fuente sentido
de la acción sobre los procesos sociales—, quieren justificar sus estrategias
de acción como modalidades científicas, que estarían “experimentalmente
probadas” y serían “objetivas y eficaces”, ya que se basarían en unos supuestos
principios generales, rectores de ciertos procesos relacionados con la acción
colectiva en la sociedad, derivados de ciertas aplicaciones estadísticas y
“experimentos de laboratorio” que explicarían zonas del comportamiento
humano como la toma de decisiones, la cooperación, etcétera. La confron-
tación argumentativa con esos modelos, no sólo de intervención sino de
concepción de lo social y, por ende, con sus consecuencias tanto éticas como
políticas, representan uno de los intereses centrales de esta investigación.
Desde luego que la dificultad para abordar el conocimiento del mundo
humano desde el mundo humano mismo, no es una novedad sino una
discusión epistemológica añeja que cobra especial relevancia en la modernidad
reciente, dado el auge de la tecnología y otras formas de la ciencia aplicada
que se han entronizado como referentes de validez y de verdad para toda
otra producción de saber. Por ejemplo, en las décadas que señalan la mitad
del siglo XX, encontramos pensadores como Popper, Kuhn y Feyerabend, lo
mismo que Adorno, Horkheimer y, más recientemente, Lyotard, en su
“Informe sobre el saber”, una elaboración acerca de las formas de producir
ilusión de verdad en nuestro tiempo. Toda esa polémica bordea además el
debate en torno a la interpretación, suscitado por la reflexión sobre el lenguaje.
Volveremos a ello una y otra vez a lo largo de este trabajo.
La discusión, pese a la amplitud del debate y la fuerza de los argumentos
expuestos, sigue dando de frente contra el muro que representa una
expectativa de conocimiento positivo de lo social y de la consiguiente
aplicabilidad de sus resultados en el control total de los procesos humanos.
Esa expectativa, que pulsa incesante en toda institución, conduce inexora-
blemente a formulaciones totalitarias de configuración social que ignoran la
cuestión de la autonomía.

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La caracterización del campo social como complejo, denso y oscuro,


colocada en la vertiente contraria al paradigma de control —que se vincula al
determinismo causal—, presupone la consideración de la dimensión histórica
inherente a lo social, así como la historicidad del pensamiento mismo y de sus
frutos concebidos generalmente como “progresos” del conocimiento. Es
decir, nos situamos desde el reconocimiento de la dimensión temporal como
crucial para la configuración del mundo humano en su devenir, para los
procesos de la memoria y la narrativa; de la experiencia, del proyecto y del
sentido, todas cuestiones nodales para pensar la intervención.
Colocamos la temporalidad como apertura a lo porvenir y no como
variable en un entorno experimental, nos colocamos en el vértigo de un
mundo humano entendido en su devenir constante, en la inestabilidad de
todo lo que en él existe como forma social, como significación y, por ende,
asumimos la mutabilidad de la teoría en sus presupuestos de validez.
Ya que argüimos que para pensar el campo social como campo de la
intervención es posible evocar la complejidad, la densidad y la oscuridad del
mismo, es preciso abundar entonces en el sentido que aquí cobra cada una
de estas tres expresiones.

Campo complejo

Edgar Morin configuró hace algunos años el planteamiento del paradigma


de complejidad como la alternativa imprescindible para proponer una forma
de comprensión del mundo que debe producirse en nuestro tiempo. Su
experiencia de trabajo e intercambio con distintos ámbitos disciplinarios lo
llevó a sintetizar en la noción de complejidad, una preocupación característica
de muchos pensadores de la segunda mitad del siglo XX, periodo en el que
los límites disciplinarios que organizaban el saber a partir de especializaciones,
mostraron brutalmente sus insuficiencias, producto de la desarticulación
del mundo en campos específicos del conocimiento. Morin desarrolló esa
idea y fue siguiendo sus consecuencias hasta mostrar un panorama general
del progreso de lo que llamó la inteligencia ciega, es decir, del modo en el que
el desarrollo de un vasto conocimiento sobre un mínimo fragmento de la

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realidad, al desarticularse de su contexto, se transforma en un no saber nada


sobre la realidad misma.
Para Morin, esta desarticulación tiene consecuencias no sólo en la pérdida
de sentido del desarrollo de la ciencia como conocimiento de la realidad,
sino en la manera en que este saber, en su carácter fragmentario, hace posibles
los usos irreflexivos, cuando no irresponsables, de sus descubrimientos y
creaciones. Con ello, Morin ha procurado reintroducir la necesidad del
diálogo de lo científico y lo tecnológico, con lo filosófico y lo político.
No obstante, hay que decir que el apasionamiento de Morin por la idea
de complejidad lo ha llevado a desarrollar una intensa militancia en favor de
una educación mundial, inspirada en el paradigma de complejidad, al que
ha convertido ya en una especie de panacea epistemológica, a la que atribuye
la potencia para imprimir un nuevo rumbo a la sociedad que concibe como
planetaria. Si bien no comparto esa esperanza, la idea de complejidad en su
primer sentido, es decir, antes de la aspiración mesiánica que hoy tiñe sus
textos y sus acciones, me parece que se trata de una idea interesante para
hacer alguna apoyatura a la posibilidad de establecer límites a las esperanzas
desmesuradas de la ciencia que pretende transparentar el mundo y que ofrece
una ilusión de verdad y validez, amparada en la experiencia de eficacia que
se origina en la tecnología aplicada, profusamente difundida en el planeta.
De hecho, obtengo de la idea de complejidad consecuencias que quizá
contradicen las actuales formulaciones del mismo Morin respecto de lo que
él denomina antropo-política. O quizá Morin mismo contradice el núcleo
de su primer planteamiento de la noción de complejidad, por cuanto los
procesos de organización del mundo serían, según él mismo, lo bastante
complejos como para pretender la transformación intencional, unívoca y
coherente de las formas epistemológicas y las prácticas políticas dominantes,
desde la élite que en la humanidad constituyen los académicos. Una
inclinación, platónica quizás, por el gobierno de los sabios.
Reconocer la complejidad es reconocer la imposibilidad de controlar la
realidad compleja. Algunas de las recientes propuestas de acción de Morin
parecen olvidar ese principio inspirador de su quehacer. A mi juicio,
Morin ha pasado de una idea descriptiva provocadora e interesante, a un
planteamiento programático —negado en tanto tal—, al que llama
“estrategia”, fundado en algunos lugares comunes inobjetables en cuanto a

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su buena intención, en lugar de producir una reflexión rigurosa de las


consecuencias de su primera descripción de la realidad como compleja.
Así, en un uso sesgado y parcial del texto moriniano, en este trabajo la
complejidad alude a la enorme diversidad y la dinámica incesante, no sólo
de los elementos que componen lo que es propiamente social, es decir, el
orden de las interacciones humanas, sino considerando otros órdenes de la
vida y de la existencia material, de los que la humanidad no puede abstraerse
en su esfuerzo por comprender su propio acontecer como sociedad. En este
sentido, el ámbito natural no es sólo el escenario donde se desenvuelven las
sociedades, sino que ellas implican la transformación de ese entorno, sin
poseer casi ningún control sobre el mismo, en lo que respecta a las conse-
cuencias de su acción sobre él, tanto sobre la manera en que las distintas
sociedades lo afectan, como sobre las impotencias de éstas respecto de la
magnitud de las fuerzas que constituyen eso que denominamos naturaleza.
Esta idea no es sólo una resonancia simple de las banderas ecologistas de
nuestro tiempo, si bien se relaciona en su formulación con el desarrollo de
los planteamientos ecológicos, en la medida en que la noción de complejidad
tiene en cuenta la interrelación de todos los elementos que conforman nuestro
hábitat en la perspectiva de un “sistema abierto”. “Hábitat” y “sistema” consti-
tuyen formas simbólicas para representar la extensión cada vez más amplia
de la forma en la que concebimos el mundo en el que comprendemos nuestra
existencia. Desde ahí, el hábitat humano contemporáneo se extiende más
allá de nuestro planeta, no sólo por cuanto el planeta forma parte del cosmos,
y el cosmos forma parte de un conjunto de significaciones que nos dan un
lugar de residencia, sino aún más inmediatamente, por la incidencia del
orden material y natural en las sociedades humanas y por la acción humana
contemporánea, dentro y fuera del entorno del planeta Tierra. Por poner
algunos ejemplos, evocamos la existencia actual de estaciones espaciales en
actividad permanente con habitantes humanos; los efectos de las tormentas
solares en los sistemas de comunicaciones y de abasto de energía eléctrica
para las urbes o el “espacio exterior” concebido como basurero ilimitado,
entre otros fenómenos.
La línea divisoria entre el mundo social y el natural o material, aunque
puede trazarse con cierta claridad, no logra mediante esa frontera nominativa,
salvar la imposibilidad de cualquier consideración respecto del devenir socio-

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histórico que no tenga en cuenta los ámbitos que son otros respecto de lo
estrictamente social. Se dice que Napoleón fue derrotado por el invierno.
Esto es aún más evidente en épocas como la nuestra, en la que prolifera
la preocupación por fenómenos como el calentamiento global, el cambio
climático, la contaminación genética de los cultivos, la mutabilidad de
los virus que se transmiten de especies animales al hombre y viceversa, los
mismos virus como entidades capaces de afectar dramáticamente la salud y
la existencia, así como la preocupación por la extinción de especies animales
o vegetales a consecuencia de la ilimitada propagación de comunidades
humanas por el planeta. La intrincada relación de estos universos distintos
que el social, van produciendo formaciones estrictamente sociales como
modalidades jurídicas del derecho, modalidades de producción económica,
etcétera. En los días que corren incluso existen no sólo las sociedades
protectoras de animales y de los entornos naturales que proliferaron desde
principios del siglo XX, sino modalidades legislativas que hacen de ciertas
especies verdaderos sujetos de derecho, lo cual no es una transformación
insignificante en la forma de considerar las fronteras de lo social. Lo mismo
ocurre cuando surge la agricultura orgánica, el eco-turismo, las “barreras
sanitarias” aplicadas a poblaciones migrantes, humanas o de otras especies.
Si bien los seres humanos tendemos a concentrarnos en la forma en que
afectamos a la naturaleza, lo que muestra una vocación por centrarnos en
nuestra propia acción como factor determinante, sin duda las propias fuerzas
de la naturaleza desencadenan una serie de efectos sobre la humanidad no
necesariamente atribuibles al quebrantamiento por el ser humano, de un
supuesto equilibrio ecológico precedente.
Cabe decir que para este trabajo, la idea misma de equilibrio es una
creación imaginaria que no necesariamente tiene su correspondencia inequí-
voca, en el sentido de adecuación entre concepto y realidad, con el modo de
ser de lo natural y mucho menos en relación a la idea de “sistemas abiertos”,
que constituye parte crucial de la argumentación de Morin sobre la necesidad
del paradigma de complejidad. Antes bien, la posibilidad de decir algo sobre
el mundo natural —como el equilibrio que lo caracterizaría—, se encuentra
ya a la vez limitada y potenciada, es decir, mediada por la creación de la
dimensión simbólica que da lugar a la noción de equilibrio.

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Por tanto, nos interesa la idea de complejidad principalmente para intentar


eludir las separaciones tajantes entre la realidad social y el entorno biológico
y físico, tanto humano como no humano; separaciones producto de pensa-
mientos simplificadores fragmentarios y órdenes disciplinarios en las ciencias.
Usamos esa idea para mostrar que mediante la concurrencia de esa diversidad
de universos fenoménicos en la experiencia humana, dada la relación de
mutua e impredecible afectación, se produce un contexto para la acción que
sólo puede abordarse para su consideración desde una perspectiva local, es
decir, situada no sólo en el tiempo, sino en un espacio específico, sin que
ello signifique ni posibilidades de control, ni posibilidades de transparencia
en el conocimiento de los procesos locales.
De hecho, colocar aquí la noción de complejidad para caracterizar el
campo social como campo de intervención, significa una renuncia de entrada
a las aspiraciones totalizantes de cualquier acción o reflexión en sus
aspiraciones de determinar o de comprender.
Por otro lado, la relación con el entorno no humano constituye un factor
de inquietud que con gran frecuencia desata acciones de intervención e
impulsa procesos de organización que paulatinamente pueden extenderse
hacia diferentes campos problemáticos. Muchos autores sitúan justamente
en la relación con el entorno no humano y sus fenómenos, el origen de la
organización social, la creación de mitos y rituales, es decir, la creación del
orden simbólico. Freud mismo hace alusión a esta circunstancia primigenia
en “El porvenir de una ilusión”, cuando coloca la necesidad de humanizar la
naturaleza como la primera función de las creencias religiosas, si bien
consideraba que la razón permitiría, a medida que la civilización avanzara,
dar con explicaciones racionales —léase formas de control simbólico— para
los fenómenos de la naturaleza. Podemos tomar como ejemplo los sismos
de 1985 en nuestro país, que suelen considerarse como el elemento que
disparó la multiplicación de procesos de organización ciudadana, posterior-
mente caracterizados bajo la denominación de “organizaciones de la sociedad
civil”, que más adelante se involucrarían en la lucha por el respeto al voto. La
manera por demás compleja en que están intrincados allí fenómenos de
distinto orden, algunos claramente no humanos, permite colocar nuestra
comprensión del campo social, como campo que tiene por fuerza un lugar,
condiciones materiales específicas y acontecimientos del orden no humano

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con consecuencias sobre éste, y sobre las que lo humano opera y otorga
significado.
Por el lado de la construcción del conocimiento, aunque no suscribo el
conjunto de sus afirmaciones, una de las consecuencias que parecen más
interesantes —si bien no exclusivas— del paradigma de complejidad
propuesto por Edgar Morin, se expresa en la crítica que desarrolla contra las
formas del conocimiento por especializaciones, que al mantenerse desarticu-
ladas unas de otras, desconocen de hecho las intrincadas relaciones que se
dan entre los diversos fenómenos y se convierten en lo que él denomina
“inteligencia ciega”, como se dijo antes, un conocimiento que en el conjunto
de la realidad y en tanto conocimiento de ella, se muestra en un sentido
insignificante y en otro, peligroso. Recoge desde allí una grave interrogante
sobre la responsabilidad ética de los científicos y tecnólogos respecto de las
aplicaciones de sus descubrimientos, ilustrada en el horror de Hiroshima y
Nagasaki, donde quedó emblemáticamente demostrado su potencial de
destrucción total del mundo humano. Este cuestionamiento que continúa
incesante, ha sido incapaz hasta ahora de orientar la actividad científica y
tecnológica mediante parámetros éticos y políticos mínimos que trasciendan
los intereses particulares más inmediatos, entre otras cuestiones, por la presen-
cia dominante de dinámicas mercantiles alrededor de todo descubrimiento
científico. De hecho la única dinámica integradora del progreso científico
hasta ahora es la del mercado, pero no produce articulaciones entre los diversos
conocimientos, sino que los articula parcialmente en la concreción de
productos, cuya dinámica es propia de su configuración como mercancías.
Para efectos de nuestra tesis, lo social no puede hacer abstracción de la
materialidad del entorno y no puede encararla solamente desde la lógica del
trabajo, como objeto de transformación según el concepto marxista, que en
la ilusión del dominio final de la materia por el hombre y de la consideración
de todas las demás especies como subordinadas al interés de éste, no ha
podido deslindarse del mismo anhelo con que se realizan los rituales mágicos
para contener el poder de lo natural.
La perspectiva de complejidad en nuestra tesis demanda además la
inclusión de los apuntalamientos biológicos del sujeto, como no separado
de su corporeidad y de la dinámica vital de su organismo, apuntalamiento
de las formas de simbolización de su cuerpo y de sus percepciones sensoriales,

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del mismo modo que reclama el apuntalamiento de lo social, en la base


material de sus experiencias históricas.
La intervención, cuando se sitúa frente al campo social, se entendería
aquí como situada también en una apoyatura biológica y un entorno material
y natural imbricados de manera compleja y no coherente, en los aconteci-
mientos sobre los que quiere elucidar e incidir, lo que supone hacer distancia
respecto de formulaciones paranoides o mágicas del acontecer, donde todo
tendría su razón de ser y sería susceptible de mostrar su lógica interna
—logon didonai—, lo que haría posible hallar las relaciones de determinación
causal de un acontecimiento social, especialmente analizando las operaciones
intencionadas a las que pueda relacionarse, sean humanas, divinas o naturales.
El uso que hacemos de la noción de complejidad implica entonces una
interrogación respecto del pensamiento causal y racionalista.
Ya se han producido poderosos argumentos críticos sobre la forma de
concebir la razón en la tradición occidental del pensamiento expresada por
la famosa afirmación hegeliana enunciada como “Lo que es racional es real,
y lo que es real es racional”, que se halla sustentada en un pensamiento
teológico, suponiendo una razón inherente a todo lo que existe, y que resulta
refractaria a la posibilidad de considerar la incoherencia del mundo.
Cuando nos referimos a la noción de complejidad apelamos a la
posibilidad de considerar la participación del caos, el desorden, el desequi-
librio, la contradicción y la incoherencia, no solamente en el mundo que es
creación humana, sino en el mundo material y en las interrelaciones de
ambos. Pretendemos también materializar la subjetividad arraigándola a su
corporeidad y eludir una cierta inclinación idealista que sobreviene al
considerar entidades inmateriales como las relaciones, la experiencia y los
procesos simbólicos, entre otros, apartándolas de los sujetos que les dan
existencia.

Campo denso

El antropólogo Clifford Geertz, partiendo de la formulación muy diseminada


que había elaborado Tylor, de la cultura como “un todo sumamente
complejo”, plantea que se ha llegado a un punto en el que ese concepto de

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cultura, habiendo tenido su fecundidad, ha llegado a oscurecer más de lo


que esclarece. Emprende así la tarea de proponer una especificidad delimitada
del concepto de cultura que arroje nueva luz sobre una definición que en su
amplitud ya sirve de poco. Dado que nos hallamos en una situación semejante
al haber encarado previamente la idea de complejidad, nos vemos en la
necesidad de emprender similar tarea, toda proporción guardada, y hacer
ciertas precisiones que abonen a una concepción de lo social en sus especi-
ficidades y que con ello haga contrapunto a la apertura infinita que antes
hemos colocado mediante la noción de complejidad.
Es precisamente mediante el trabajo de Geertz que intentamos este
contrapunto. Dice Geertz:

El concepto de cultura que propugno [...] es esencialmente un concepto


semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal
inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero
que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser
por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una
ciencia interpretativa en busca de significaciones [1973:20].

A nuestro juicio, lo social humano propiamente dicho se encuentra


configurado justamente a partir de tramas de significación que se instituyen
como parámetros ordenadores del mundo y de la acción humana que se
transforman continuamente, sea mediante procesos sutiles, sea mediante
grandes rupturas.
La intervención psicosocial, que intenta comprender algún aspecto de
cierta colectividad humana y su inserción en la realidad social, opera mediante
un trabajo interpretativo de ese proceso. Y esa interpretación es a su vez
expresión de los universos de significación que rigen la intervención misma.
En esa perspectiva adquiere relevancia la idea de densidad simbólica que sirve
de apoyatura al pensamiento de Geertz.
Geertz toma la idea de descripción densa planteada por Gilbert Ryle, para
explicar la complicada tarea del etnógrafo, al toparse con la dificultad de
establecer en su registro y por ende ser capaz de transmitir, no solamente lo
que observa, como en las descripciones de fenómenos que se hacen en las
ciencias naturales o exactas, sino el sentido que el hecho tiene para los sujetos

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observados, lo que sumerge al etnógrafo en una trama por demás compleja


que va mucho más allá de lo que el hecho observado parecía mostrar a
simple vista, trama sin la cual un hecho específico y puntual carece de sentido.
Geertz lleva esta problemática hacia la comprensión misma de la cultura
como fenómeno y define la cultura, según hemos citado, como esas tramas
de significación que estarían constituidas por complejos de símbolos. Para
este autor, el rasgo de mayor importancia de los sistemas de símbolos o complejos
de símbolos “es que sean fuentes extrínsecas de información —que a diferencia
de los genes— están fuera del organismo individual y se encuentran en el
mundo intersubjetivo de común comprensión en el que nacen todos los
individuos humanos” (1973:91).
Símbolo es para Geertz “cualquier objeto, acto, hecho, cualidad o relación
que sirva como vehículo de una concepción” (1973:90). De esa forma “son
símbolos o por lo menos elementos simbólicos porque son formulaciones
tangibles de ideas, abstracciones de la experiencia fijadas en formas
perceptibles, representaciones concretas de ideas, de actitudes, de juicios, de
anhelos o de creencias” (1973:90).
Así, para el caso que nos interesa, consideramos que lo social, como
campo de la intervención, se presenta como un conjunto denso de tramas
simbólicas que permiten que un hecho o un acontecimiento, sea del orden
del discurso o de la acción, se produzca siempre dentro de tramas de sentido
cuya interpretación convoca una heterogeneidad de elementos constitutivos
del complejo simbólico en cuestión, así como sus articulaciones con otras
formaciones culturales implicadas.
De hecho, consideramos que el sujeto deviene tal, justamente porque
nace y se desenvuelve dentro de esos universos simbólicos que le otorgan la
posibilidad de sentido para su vida. La matemática, la estadística y la econo-
mía, como la ciencia en general, forman parte de esos sistemas simbólicos
que, en tanto expresan conceptos e ideas, pueden otorgar sentido a los hechos
y aún más, pueden, en su condición paradigmática, ser fuente de sentido
para la acción. De forma tal que, por ejemplo, una investigación sobre los
comportamientos racionales en el juego, puede devenir en una esperanza de
aplicaciones prácticas de esas reflexiones, para encaminar la acción social en
cierta dirección.

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Si ciertas producciones o creaciones simbólicas orientan la acción, de


ello no se deriva su verdad científica en el sentido de verificación positiva de
la creación simbólica en cuestión, ni siquiera en términos de su racionalidad,
sino que muestran la potencia que poseen esas ideas como articuladoras de
una compleja y densa multiplicidad de experiencias, en una comunidad
humana en condiciones sociohistóricas específicas, donde la dimensión de
la razón no es la única presente en el universo simbólico. No obstante, esas
mismas construcciones son capaces de conducir a la comunidad en cuestión
hacia la debacle más absoluta, por muy poderosa que sea su capacidad de
“hacer sentido”, o quizás en buena medida a causa de ella misma. Así, la
humanidad ha sido testigo de cómo ciertos complejos simbólicos a lo largo
de la historia han llevado a comunidades enteras a su desgracia.
La intervención se coloca entonces frente a universos simbólicos especí-
ficos, de donde proviene el sentido que posee la acción de los colectivos
intervenidos. La densidad simbólica de esos universos constituye un aspecto
fundamental en las consideraciones para la interpretación que sobre la
narrativa, el proyecto y las modalidades de organización con las que se
desenvuelve cada colectividad, que no pueden ser vistas como conjuntos
sencillos, de fácil descripción, sujetos a ciertos principios racionales.
La consideración que hacemos respecto de esta densidad simbólica del
campo social no atiende a la pregunta por las características humanas que
hacen posible atenerse con mucho más fuerza a estas “fuentes de información
exógenas” que a aquéllas que están genéticamente determinadas. Para ello y
para una cierta comprensión acerca de sus modos de creación, puede acudirse
al concepto de pulsión en la formulación del psicoanálisis y al trabajo de
Cornelius Castoriadis sobre el imaginario radical. Pero aquí nos limitamos a
señalar que la manera de aparecer y de transformarse de estos sistemas simbó-
licos densos, excede el orden de la racionalidad, si bien ellos poseen una
lógica interna, que es ella misma, a su vez, una forma de creación simbólica.
Extraemos de ello que la idea de contexto, situada antes en el orden de la
complejidad, aquí aparece ahora como construcciones culturales específicas,
a las cuales se atiene toda posibilidad de interpretación de los hechos, las
acciones y los acontecimientos de lo social humano, lo que nuevamente nos
coloca frente a lo local, por oposición a lo general o como se estila decir
ahora, lo “global”. Lo local en este sentido describe circunstancias

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sociohistóricas específicas que son condición de posibilidad para cualquier


complejo simbólico, sin que una cultura pueda extrapolar sus símbolos en
su significación particular, hasta un orden universal abarcador del conjunto
humano y trascendente en el tiempo.
Los universos simbólicos son relativos a culturas sociohistóricas, dadas
en momentos y lugares determinados, en tiempo y espacio siempre
específicos. Como ejemplo citemos el caso de los zenka, una comunidad
sudafricana en la que el uso de la vestimenta formal de occidente —traje,
camisa y corbata en combinación con calcetines, cinturones, zapatos y algunos
otros accesorios más bien clásicos—, por parte de los varones adultos, ha
tomado el sitio de una práctica ritual que agrupa a los varones en logias que
compiten en algo parecido a desfiles de moda y que han establecido regula-
ciones morales estrictas para los competidores que abarcan aspectos íntimos
de sus vidas como la fidelidad conyugal y la abstinencia en el consumo de
alcohol, y cuyos triunfos en esas competiciones, si bien significan ganancias
económicas por la vía de ciertas modalidades de la apuesta, redundan princi-
palmente en la obtención de prestigio. Evidentemente para ellos, “vestir con
elegancia”, más allá de las formas peculiares en que combinan colores y
accesorios, es decir, más allá de su propio concepto de elegancia, en el
momento de acudir al concurso —único momento en el que usan esas
ropas, además de las bodas y los funerales— remite a significados comple-
tamente distintos de los que corresponderían al uso de esas vestimentas en
alguna ciudad europea.
Podemos observar cómo un mismo elemento, colocado en un contexto
cultural o simbólico distinto, puede muy bien tener un significado
radicalmente distinto. Esta consideración obliga pues a plantear, para la
intervención, similares desafíos a los que se presentan al antropólogo y al
etnógrafo en la comprensión de su campo de estudio, o bien, debiéramos
considerar las prácticas de campo antropológicas, formas de intervención,
como ya lo ha hecho Raymundo Mier.1
De cualquier forma se trata de tener en cuenta que el campo social, en
sus configuraciones culturales diversas, se presenta como denso y esa densidad
impide la operación metodológica de aislar variables como una vía posible

1
En su artículo “El acto antropológico. La intervención como extrañeza” (2002).

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para su comprensión, en la medida en que los elementos del universo


simbólico que lo componen no pueden ser separados de su contexto, sin
perder con ello su sentido y significación.
Cuando se pretende, por ejemplo, estudiar el comportamiento racional
de los sujetos bajo condiciones supuestamente controladas —reglas conocidas
y acatadas por los jugadores y un comportamiento racional—, como hace la
teoría de juegos, la propia definición de comportamiento racional entraña ya
una operación de escisión de la racionalidad, como quiera que se la com-
prenda, respecto de otros elementos que no pueden ser juzgados como
racionales pero que sin embargo tienen un papel en el comportamiento
humano, en el que cada acción constituye una expresión densamente
compleja en la que se articulan órdenes diversos como la tradición, la
ritualidad, las creencias, los deseos, las pasiones, etcétera.
Si bien hay un trabajo sumamente actual respecto del comportamiento
racional proveniente de la teoría de juegos, la preeminencia de la razón en el
estudio del comportamiento humano ha sido fuertemente cuestionada al
menos desde el siglo XVIII y puesta en duda por importantes corrientes de
pensamiento como el psicoanálisis.
Esta relativización del poder de la racionalidad como ordenadora del
comportamiento humano nos conduce hacia el tercer término que propo-
nemos para pensar lo social en tanto campo de intervención, y que deno-
minamos como “oscuro”.

Campo oscuro

Lo oscuro aparece aquí como el tercer término que usamos para caracterizar
lo social en tanto campo de intervención. Oscuro por oposición a lo trans-
parente y luminoso, que correspondería a la ilusión de transparentar por la
vía del desarrollo adecuado de conocimientos, los aspectos que se nos aparecen
incomprensibles en determinado objeto de elucidación. Definimos el campo
social como oscuro para subrayar la imposibilidad de su esclarecimiento
total. Esta oscuridad, característica del trabajo en ciencias sociales, ha sido
abordada por diferentes autores a lo largo del siglo XX y ha dado lugar a
importantes reflexiones epistemológicas, de las que por su vastedad, no

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daremos cuenta en este trabajo. No obstante, abordaremos algunas de las


consecuencias que derivan de esa condición de oscuridad del campo social,
para el asunto de la intervención.
Si equiparamos el trabajo elucidativo con arrojar un haz de luz sobre una
zona de penumbras, el propio haz luminoso, por la relación entre la posición
de quien lo dirige y la posición de los objetos sobre los que se dirige, producirá
a su vez zonas de luminosidad y zonas de penumbra. Al hacer movimientos
para intentar abarcar esas zonas, lo que se producirá son distintos oscure-
cimientos a la par que se producen visibilidades, que aunque otras, resultan
precarias. Esta imagen ilustra nuestro interés por destacar la dependencia
directa que se da entre lo que es posible observar, la posición del observador,
la posición de lo observado y los instrumentos de observación de los que se
hace uso. Es preciso entonces hacer notar que el campo social es un campo
en movimiento, se encuentra en devenir constante, lo que, siguiendo con
nuestra imagen, supone que perseguimos incesantemente objetos en
movimiento.
Pero sobre la posición del observador hay que considerar que ésta se
produce en virtud de órdenes de la experiencia que no son controlados
desde la voluntad ni desde la razón exclusivamente. En su mirada se producen
obnubilaciones que proceden de respuestas profundamente vinculadas con
las tensiones internas que caracterizan la experiencia humana. Para el sujeto
de la intervención, su campo parece oscurecerse cuando su mirada se revela
incapaz de hacer frente a ciertas imágenes. Esto no es una condición particular
del sujeto interviniente sino de la ausencia de distancia entre el investigador
y el campo social sobre el que trabaja; es una condición de las ciencias sociales,
de la que podemos derivar algunas reflexiones cruciales para nuestro trabajo.
Por un lado, el aporte psicoanalítico de la noción de inconsciente, pone
de manifiesto que es imposible controlar consciente y voluntariamente
aquello que es registrado y aquello que es omitido de cuanto se presenta
delante de nosotros. El aporte psicoanalítico al que nos referimos ciertamente
no consiste en el reconocimiento de que no se percibe todo —¿qué sería
“todo”?—, sino que se establecen relieves y borramientos que permiten
percibir algo que no sea el caos que produciría la percepción del mundo sin
matices, diferencias, relevancias; el trabajo de Freud lo que permite es colocar
allí la dimensión del deseo y de la represión inconsciente que éste suscita.

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No hay un sujeto, capaz de hacer frente a la observación y a la reflexión


sobre el fenómeno humano, que no sea perturbado en su reflexión por sus
propios condicionamientos que actúan desde una enigmática síntesis de su
experiencia, particularmente de su experiencia de vínculos con otros sujetos
y de los impulsos deseantes que en él se suscitan. No hay tábula rasa, no hay
apertura ilimitada frente al objeto, cuando lo que se enfrenta allí no puede
ser sino de alguna forma, una imagen de uno mismo y una presencia de otro
que siendo también humano, me incita pasional, ética, políticamente. Esto
pone en cuestión la pretensión de objetividad si ella supusiese que ha de
borrarse todo este poderoso bagaje que presiona en el investigador mirada,
escucha, atención, perspicacia. Sin sujeto que observa no hay observación y
no hay forma de prescindir del mundo de referencias que constituye la
subjetividad misma del observador.
Es común escuchar que las ciencias sociales deben procurar ser objetivas,
lo que implica una recomendación por demás ingenua, dado que los actores
del conocimiento —el investigador y su campo— no son otra cosa que
sujetos. ¿Cómo ser objetivo, cuando no hay objetos sino sujetos allí? Pretender
condicionar la validez de un saber, al borramiento de las especificidades en
la mirada de aquel que mira, constituye un absurdo que por evidente que
sea, prolifera en las discusiones metodológicas de nuestras disciplinas. El
que haya alguien allí no significa que es ciego o delirante, significa que ha
trabado una relación de no fácil discernimiento entre él y su campo, y que
sus preguntas sobre éste se vuelven hacia él mismo. Es esa relación justamente
la que arroja alguna luz sobre el campo.
Pero debemos agregar aún otro elemento, que es el hecho de que los
sujetos observados son también sujetos del inconsciente, como gusta decirse
en ciertos círculos. Es decir, actúan —como campo en movimiento— pero
no pueden explicar sus acciones, ni el sentido de éstas se circunscribe a la
racionalidad, y no es ni lejanamente transparente u ordenado por alguna
coherencia o funcionalidad absoluta. Ciertamente hay allí alguna coherencia
y por cierto hay alguna funcionalidad, pero ellas no bastan para comprender
las acciones, su devenir, sus desenlaces y los nuevos inicios que ellos
desencadenan.
En algunos ámbitos en los que la complejidad del pensamiento psicoana-
lítico se ha degradado a fórmulas estereotipadas y simplonas, se suele suponer

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INTERVENCIÓN Y CAMPO SOCIAL DENSO, OSCURO, COMPLEJO

que una buena interpretación de los contenidos inconscientes convocados


en el observador por las acciones observadas, puede dar en el clavo y permitir
la comprensión de los actos, pasiones y significados de los sujetos y sus
acciones, discursivas o no. Para peor, se suele creer que por la vía de un buen
psicoanálisis —cualquier cosa que ello signifique— puede depurarse la
escucha, la mirada del que analiza y lograr así la tan anhelada objetividad.
Estas posiciones pueriles que no hacen sino exhibir una patética mal compren-
sión de las reflexiones freudianas, están muy lejos de la problematización
rigurosa que el solo planteamiento de una dimensión inconsciente del
psiquismo supone. Éste se encamina mucho más hacia la renuncia irrevocable
a la esperanza expresada por cualquier promesa de desaparición de lo
inconsciente y deja abierta la reflexión sobre lo que Freud vio como una
confrontación irresoluble entre el hombre y la sociedad, sociedad que él
mismo instituye y que a la vez le configura. Nada simple, nada resuelto,
ninguna promesa de solución. Siempre parcialmente ciegos, parcialmente
incontrolables, parcialmente extraviados en la experiencia del sinsentido y
del caos; para Freud, los seres humanos en tanto humanos, quedamos así,
parcialmente expulsados de la racionalidad que hemos creado.
El fundador de la etnopsiquiatría, Georges Devereux, que intentó en sus
trabajos poner en relación el saber y los dispositivos del psicoanálisis por un
lado, con el trabajo etnográfico por el otro (Devereux, 1967), parece haber
caído en la ilusión que arriba señalábamos, presionado por dos fuerzas muy
presentes en el tiempo en el que desarrolló su conocida obra De la ansiedad
al método en las ciencias del comportamiento: por un lado compartió el anhelo
de alcanzar una objetividad —que creía posible y necesaria— para las ciencias
sociales y, por otro, tuvo una fe imperturbable en que el psicoanálisis “bien
llevado” por parte de los investigadores de las ciencias del comportamiento,
—es decir, el haberse psicoanalizado correctamente—, podía permitirles eludir
las distorsiones que su mirada hacía sobre el campo observado y esperaba
que mediante el trabajo con lo que se daba en llamar la contratransferencia,
es decir, la perturbación que lo observado producía en el investigador, ésta
podría ser fuente de valiosa información sobre los sujetos observados y sus
comportamientos. Esto último es lo que resulta interesante, por cuanto
considera la relación con lo observado como forma de producción de saber.
No obstante, deja de lado el sesgo de su propia mirada sobre los investigadores

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que toma como objeto de estudio, donde su entusiasmo por abrir paso al
psicoanálisis en el campo de la etnología le hacía ver, por todas partes, la
ratificación de los supuestos establecidos en su arsenal teórico.
En su obra, Devereux ilustra profusamente con ejemplos los efectos
inquietantes que ciertas experiencias de campo producían en variedad de
investigadores. Estos numerosos ejemplos ciertamente permiten poner en
evidencia la fuerte resonancia que lo observado produce sobre los investi-
gadores. Además, este autor aporta un intento por clasificar el tipo de
reacciones que se producen frente a escenas perturbadoras que se presentan
en el campo, pero quizá lo más valioso de su trabajo es su reflexión respecto
de la metodología como defensa frente a las ansiedades que produce el
encuentro con el otro. Si bien él establece con prudencia que en algunos casos
puede ser que el aparato metodológico del investigador sea el producto de su
ansiedad frente al campo, podemos afirmar aquí que no hay diseño metodo-
lógico para el trabajo de campo en ciencias sociales que no sea, al menos
parcialmente, un intento de protegerse anticipadamente frente a la amena-
zante ambigüedad de la identificación y la extrañeza que todo encuentro
con otro convoca. Ansiedad que como se demuestra en el texto devereuxiano
sólo puede abatirse al precio de ignorar o eludir la presencia del sujeto
observado, con lo cual toda elucidación significativa sobre el mismo quedaría
abortada, dando paso a la sustitución de la reflexión a la que ese encuentro
podía haber abierto camino, por elaboraciones prejuiciosas que no hacen
sino repetir lo que ya se pensaba, antes de haber intentado “ir al campo”.
En la intervención, ese encuentro es ineludible, pero no así la posibilidad
de negarse a mirar, de enceguecerse en virtud de las angustias convocadas,
haciendo uso para ello de toda la parafernalia metodológica e incluso teórica,
imaginable.
¿Quiere esto decir entonces que el campo social es absoluta y permanen-
temente oscuro e impenetrable para todo esfuerzo elucidativo? No lo
pensamos de esta forma. Queremos establecer —como otros ya lo han
hecho— que la ilusión de transparentar el sentido de las acciones sobre las
que elucidamos, no es sino eso, ilusión. Que el proceso de elucidación se
compone de manera intrincada por lo que puede apreciarse del campo, que
es siempre parcial y penumbroso, con la creación de sentido que corresponde
al trabajo elucidativo en cuestión y que ello es justamente la producción de

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saber en el campo social. Se trata más bien de la renuncia a una pretensión


inútil, dado que desde ella se coloca la validez del conocimiento y su potencia
de verdad en la fidelidad descriptiva con el fenómeno, y quizá en la explicación
de los procesos de causación que le dieron lugar.
Desde nuestra perspectiva, no es el caso ni pretender la transparencia de
nuestros objetos de elucidación, ni establecer relaciones causales para explicar
nada.
La ilusión que nos parece constituye una de las zonas de penumbra de
Devereux, no es otra sino la del positivismo que promete mediante un método
adecuado, la depuración de todo lo que de parte del investigador “contamina”
su mirada, es decir, la pretensión de objetividad que considera al investigador
como un estorbo para percibir la verdad que supone, yace en los fenómenos
observados.
Ciertamente las perturbaciones del observador informan, pero no sobre
la verdad de lo observado sino sobre el régimen de afecciones recíprocas que
se inaugura en el momento de la intervención, es decir, del encuentro entre
el interviniente y los intervenidos.
Norbert Elias, impactado también por las propuestas psicoanalíticas,
abordó el problema epistemológico de las ciencias sociales formulando la
relación entre compromiso y distanciamiento respecto del objeto de estudio
—en nuestro caso, de intervención— y trabajó con profundidad el dilema
de la relación entre el individuo y la sociedad. Para Elias, los matices de la
obnubilación que se produce en el estudio de fenómenos sociales, pueden
considerarse como mayor o menor distancia respecto del fenómeno. Llama
distancia a una cierta desafección, un grado de indiferencia que revela la baja
intensidad de las identificaciones jugadas en el vínculo imaginario o concreto
con los sujetos y el problema en estudio. Coloca la diferencia o alteridad
como una posibilidad de abordar con mayor serenidad algún aspecto de lo
social y hace uso de la comparación con las ciencias de la naturaleza en las
que el fenómeno estudiado bien puede no convocar una reacción emocional.
Cuanto más diverso de lo humano es el fenómeno, más posibilidades de
imperturbabilidad tiene el científico y su razonamiento será más claro. Si se
trata de una piedra, se podrá juzgar con mayor racionalidad acerca de sus
características y las de su comportamiento, mientras que si se trata de un
chimpancé, la evocación de lo humano primitivo tendrá mayores posibili-

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dades de complicar el razonamiento del investigador. Ni qué decir si se trata


de comunidades humanas.
Así se explica Elias la imposibilidad de asentar como ciertas, algunas
afirmaciones respecto de lo humano, lo que él considera un pobre desarrollo
científico sobre lo social. Reconocerse en el otro constituirá el motivo de la
obnubilación de la razón, será presencia incrementada de la emoción y ésta
aparecerá como interferencia para el juicio claro. A eso le llama compromiso
o implicación dado que se encuentra comprometida una mayor heteroge-
neidad de elementos de la experiencia del investigador. En ese punto, como
en muchos otros, Norbert Elias reflexiona con lucidez respecto de los dilemas
del conocimiento social, sin caer en la tentación de proponer salidas fáciles.
De ahí que nos apoyemos también en su trabajo para abonar a la idea de
oscuridad del campo social. Cuanto mayor es la intensidad del compromiso,
es decir, cuanto más dimensiones de la experiencia vital del investigador
resuenan frente a su objeto de estudio, el papel de la razón pierde preeminencia
y queda relativizado dentro del amplio conjunto de órdenes que reaccionan
a su objeto de indagación.
A las ideas que tomamos de Elias, hay que agregar la condición histórica
del conocimiento, por cuanto revela la limitación en la visibilidad de ciertas
problemáticas, visibilidad determinada por las condiciones históricas en las
que se desarrolla la reflexión. Existe así una dimensión de lo impensable
producida por los límites que las condiciones históricas nos imponen.
En síntesis, proponemos que para efectos de un intento por elucidar el
problema de la intervención en el campo social, podamos considerar a éste
como un campo que resiste tenazmente a todo intento por conocerlo objetiva-
mente, a todo esfuerzo por prescindir de las modulaciones presentes en
quien intenta intervenir o elucidar algunos de sus aspectos, a toda posibilidad
de controlarlo para desarrollar en él una intervención cuyos efectos puedan
calcularse, a menos que se trate a los sujetos sociales como cosas, se detenga
el transcurrir del tiempo y se pueda repetir una experiencia un número de
veces suficientes como para establecer relaciones de causalidad tan claras
que garanticen la eficacia de la intervención para manipular el campo, lo
cual es a todas luces imposible.
Este posicionamiento que considera la densidad, la complejidad y la
oscuridad del campo social, define una de las discrepancias principales con

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los criterios de la intervención gerencial que aspira a calcular efectos, a medir


impactos aislando variables en la construcción de sus indicadores, y a proponer
modelos estables de relación costo-beneficio en los procesos organizativos
humanos, en sus acciones solidarias o de confrontación, es decir, en sus
modalidades de acción en general. El factor de discrepancia refiere a la
incertidumbre, puesto que en nuestro planteamiento debe estar siempre
considerada y es justamente ella la posibilidad de considerar el futuro o,
como dijera Derridá, “lo porvenir” que constituye el límite infranqueable
de todo esfuerzo elucidativo, que al tiempo que impulsa y se impulsa en una
prefiguración construida desde el deseo y la consideración ética por los otros
en el futuro, buscando construir un mundo mejor para ellos, no intenta
predestinarles y se abstiene, cauto e impotente delante de lo porvenir, siempre
inimaginable, siempre fuera de alcance. Mientras que las modalidades de
intervención gerencial contemplan la incertidumbre, no como la posibilidad
de que lo nuevo aparezca, sino como una amenaza contra la que pelean
interminables e inútiles batallas, queriendo garantizarse aquello que ni siquiera
existe todavía.

Bibliografía

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