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org/content/69284-San-Luis-Maria-de-Montfort--El-primer-apostol-de-los-ultimos-tiempos
Unos días más tarde, al presentir la muerte que ya había previsto para ese año, pidió
que cuando lo pusieran en el ataúd le mantuvieran en el cuello, en los brazos y en los
pies las cadenas que usaba como signo de esclavitud de amor a la Santísima Virgen. El
27 de abril, el enfermo dictó su testamento y legó su obra misionera al padre René
Mulot.
Su doctrina mariana está muy difundida. No obstante, menos conocida es su vida, tan
fecunda a pesar de corta, de la cual vamos a ver unos breves rasgos.
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Nació el 31 de enero de 1673, en la ciudad bretona de Montfort-La Cane -actualmente
Montfort sur Meu- , en el seno de una numerosa familia de 18 hijos. "El pueblo de
Bretaña se entregaba por completo; es una raza de una sola pieza",4 y Luis heredó ese
vigor de espíritu. Sus padres, Juan Bautista Grignion y Juana Robert, lo llevaron a la pila
bautismal al día siguiente de haber visto la luz, en la iglesia parroquial de San Juan.
A los 12 años, sus padres lo mandaron a Rennes para que estudiara en el colegio
Santo Tomás Becket, dirigido por los jesuitas, famoso por su curso de humanidades y
por formar a sus educandos en el auténtico espíritu cristiano. La enseñanza era
gratuita y sus más de mil estudiantes no eran internos, por lo que Luis María fue a
hospedarse en casa de su tío, el abad Alain Robert de la Vizuele.
Allí conoció a Juan Bautista Blain y Claudio Francisco Poullart des Places, de los que se
hizo gran amigo. Más tarde, vendrán a ser un valioso apoyo en sus fundaciones.
Pertenecía a la Congregación Mariana del colegio y, con Poullart des Places, organizó
una asociación en honor de la Santísima Virgen, con vistas a aumentar la dedicación a
Ella, "animar a sus compañeros al fervor y hacer brillar a los ojos de las almas jóvenes
las bellezas del sacerdocio y del apostolado". 6 Blain, después de la muerte del santo,
escribió sus recuerdos personales y memorias, convirtiéndose en una de las
principales fuentes históricas sobre su vida.
Muy caritativo, numerosas veces hizo de limosnero para ayudar a algún condiscípulo
más pobre que él; actitud que se repitió, a menudo, a lo largo de su vida misionera.
"Sólo hablaba de Dios y de las cosas de Dios; sólo respiraba el celo por la salvación de
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las almas; y, como no podía contener su corazón inflamado en el amor de Dios, sólo
trataba de aliviarlo a través de testimonios efectivos de caridad en relación con el
prójimo".7
A pesar del intenso trabajo al que se dedicaba, San Luis encontraba tiempo para
desarrollar su vena artística: esculpía con talento, sobre todo imágenes de María,
pintaba, componía melodías y poemas.
En París, el seminario
En 1693 se dirigió a París con el fin de prepararse para el sacerdocio. Dejaba atrás su
tierra natal y su familia, y quiso recorrer a pie los más de 300 km que lo separaban de
la capital francesa. Éste será su invariable modo de viajar, sea en peregrinación, sea en
misión.
Ya en aquel remoto siglo XVII, París ejercía sobre sus visitantes una fascinante
atracción. Al entrar en la ciudad, el primer sacrificio que hizo fue el de la mortificación
de la curiosidad: estableció un pacto con sus ojos, negándoles el lícito placer de
admirar las incomparables obras de arte parisienses. Así que cuando se marchó, diez
años después, no había visto nada que satisficiera sus sentidos.
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Sus primeras misiones se remontan a esa época. Algunas las hizo internamente, para
aumentar la devoción de sus hermanos; otras consistían en clases de catecismo o
predicaciones para personas de fuera del seminario. "Poseía un raro talento para tocar
los corazones":10 a los niños les hablaba de Dios, de la bondad de María, de los
sacramentos que necesitaban recibir; a los adultos les pedía que santificasen sus
labores con la mente puesta en el Cielo.
"A medida que la aurora del sacerdocio despuntaba en el horizonte, Luis María sentía
más que nunca la necesidad de alejarse de la tierra para recogerse completamente en
Dios".12 Fue ordenado el 5 de junio de 1700, día de Pentecostés, y quiso celebrar su
primera Misa en la capilla de María Santísima, situada detrás del coro de la iglesia de
San Sulpicio, tantas veces adornada por él durante los años de seminario. Blain, su
amigo y biógrafo, resumió en pocas palabras sus impresiones sobre aquel espectáculo
sobrenatural: era "un ángel en el altar".13
De Nantes a Poitiers
El espíritu sacerdotal del P. Montfort sentía insaciable sed de almas y las misiones en
tierras lejanas lo atraían sobremanera. Se preguntaba: "¿Qué hacemos aquí [...]
mientras hay tantas almas que perecen en Japón y en la India, por falta de
predicadores y catequistas?".14
Pero Dios tenía otros planes en aquel momento para su misionero. Se dirigió hacia
donde la obediencia lo mandaba: fue designado a ejercer su ministerio en la
comunidad de eclesiásticos de San Clemente, en Nantes, en la que se predicaban
retiros anuales y conferencias dominicales para el clero de la región. Su corazón, no
obstante, estaba dividido entre el deseo de la vida oculta y recogida y el llamamiento a
las misiones populares, que tanto le atraían.
La acción misionera de San Luis Grignion acabó despertando celos, intrigas e incluso
persecuciones por parte de los que lo deberían defender, obligándolo a regresar a
París. Se iniciaba, así, un largo camino de dolor que continuaría en las siguientes
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misiones emprendidas por él. La autenticidad de sus palabras y de su ejemplo
despertaba tantas incomprensiones y calumnias que el misionero decidió peregrinar a
Roma, a pie, a fin de procurar junto al Papa una luz que marcara el rumbo de su vida.
"Tanta dificultad en hacer el bien en Francia y tanta oposición por todas partes"15 lo
llevaron a creer que tal vez fuera el caso de ejercer su ministerio en otro país.
Recibido con extrema bondad por Clemente XI, éste lo animó a continuar ejerciendo su
labor misionera en la misma Francia. Y para "conferirle más autoridad, le dio al P.
Montfort el título de misionero apostólico".16 A instancias del santo, el pontífice
concedió indulgencia plenaria a todos los que besasen su crucifijo de marfil en la hora
de la muerte, "pronunciando los nombres de Jesús y María con contrición de sus
pecados".17
Fortalecido por la bendición papal y con el crucifijo fijado en lo alto del cayado que lo
acompañaba en las misiones, Grignion volvió a tierras galas e, impertérrito, sin recelar
en absoluto las persecuciones o contrariedades, continuó sembrando por todas partes
el amor a la Sabiduría eterna y a la Virgen, y la excelencia del Santo Rosario. Convirtió
poblaciones enteras, cambió costumbres licenciosas en el campo, en las ciudades y
aldeas, levantó calvarios, restauró capillas y combatió el espíritu jansenista, tan
extendido en esa época.
Sin embargo, fue poco comprendido por muchos eclesiásticos contemporáneos suyos
y vio desatarse sobre él una ola de prohibiciones. Proseguía su misión, sin
desanimarse, siendo acogido por los obispos de las diócesis de Luçon y La Rochelle, en
Vandea, región que reaccionaría, a finales de aquel mismo siglo, contra la impiedad
difundida por la Revolución Francesa, sin duda como fruto de su siembra.
Con ímpetu profético, predijo la llegada de misioneros que, por su completo abandono
en las manos de la Virgen María, satisfarían los más íntimos anhelos del Corazón de su
divino Hijo: "Dios quiere que su Santísima Madre sea ahora más conocida, más amada,
más honrada como nunca lo ha sido".19 Con todo, se preguntaba: "¿Quiénes serán
esos servidores, esclavos e hijos de María?".20 Serán, afirmaba, "los verdaderos
apóstoles de los últimos tiempos, a quienes el Señor de las virtudes dará la palabra y la
fuerza para obrar maravillas". 21 Veía que serían enteramente abrasados por el fuego
del amor divino: "sacerdotes libres de vuestra libertad, desapegados de todo, sin
padre, sin madre, sin hermanos, sin hermanas, sin parientes según la carne, sin
amigos según el mundo, sin bienes, sin estorbos, sin cuidados, y hasta sin voluntad
propia".22
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San Luis María Grignion de Montfort no fue sino el precursor de esos apóstoles de los
últimos tiempos. Modelo vivo de los ardorosos misioneros que pronosticaba, mantuvo
la certeza inquebrantable de que, cuando se conociese y se practicase todo lo que
enseñaba, llegarían indefectiblemente los tiempos que preveía: "Ut adveniat regnum
tuum, adveniat regnum Mariæ",23 para que tu reino venga, Señor, que venga el reino
de María. Reino éste que, en germen, ya habitaba en su alma, convirtiéndose en el
primer apóstol de los últimos tiempos.
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