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2.

LA ESTRUCTURA DE LA OBRA TEATRAL

La estructura es el orden, composición y relación entre las partes de un todo. Es

el orden inmanente de la obra creado conscientemente por el autor. La estructura es lo

que transforma la obra en una totalidad con sentido: “A través de la estructura, en tanto

que principio integrador, los componentes individuales se organizan mutuamente en sus

respectivas valencias específicas y en sus relaciones, con arreglo a una totalidad

superior”(Junker, 1977: 29).

Si consideramos a la obra teatral como un todo, la dificultad inicial del análisis

de su estructura consistirá en definir sus “partes”. Podemos partir del supuesto de que la

obra teatral, como totalidad, es una sucesión de acciones, hechos o sucesos. Lo

importante en este caso sería analizar “la composición de los hechos”, la “fábula”.

El modelo actancial intenta analizar la obra teatral desde este supuesto. Nacido

para el análisis de la obra narrativa, se ha aplicado con escaso éxito a la obra teatral.

Supone que la estructura profunda de la obra narrativa y de la teatral es la misma. Pero

al reducir la obra teatral a su estructura narrativa, en realidad dejamos fuera del análisis

la estructura teatral propiamente dicha, es decir, describimos sólo cómo se organizan o

suceden narrativamente los hechos, no cómo se organizan y suceden dramáticamente

esos mismos sucesos. Una prueba de lo que decimos podemos encontrarla en K.Spang,

por ejemplo, cuando aplica este modelo de análisis a la obra de Calderón El Alcalde de

Zalamea. Después de mostrarnos un esquema en el que aparecen los actantes de la obra,

K.Spang resume el contenido de este análisis del siguiente modo:

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Formulada como una relación sintáctica este esquema presentaría las siguientes

interrelaciones: movido por el orgullo de su condición de rico labrador y su afán de

justicia, Pedro Crespo defiende el honor de su hija y del estamento de los labradores en

general. En esta tarea es socorrido por su hijo Juan y por la gente de Zalamea y

encuentra sus oponentes en los militares, sobre todo en el capitán y don Lope de

Figueroa [1991: 114].

No parece esto más que un resumen del argumento de la obra, lo que resulta muy

pobre como análisis de su estructura dramática. No se nos dice nada realmente

significativo para una mejor comprensión de la obra o la forma específica como está

construida. Aquí aparecen destinador y destinatario, sujeto y objeto, ayudantes y

oponentes. El modelo actancial acaba convirtiéndose en un método para estructurar el

argumento; uno, además, entre otros posibles, como el propio K.Spang nos dice.

El establecimiento de los actantes es una interpretación esquemática de la fábula

de un drama; en algunos casos, y con el mismo modelo, podrán realizarse

interpretaciones discrepantes. Este mismo autor aplica el modelo al estudio de La casa

de Bernarda Alba y nos ofrece dos interpretaciones muy distintas, una en la que el

sujeto actante es Bernarda y otra en la que es Adela. El esquema y la interpretación

cambian por completo. Así que, además de realizar una operación reduccionista del

texto dramático al texto narrativo, el modelo actancial puede resultar confuso en su

aplicación. P.Pavis, aunque no lo rechaza, reconoce la escasa operatividad teatral del

modelo narratológico: “Si la narratología se ha desarrollado especialmente bien en los

ámbitos del análisis del relato y del filme, ha sido en cambio infructuosa en el terreno

del teatro” [2000: 37].

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Francisco Ruiz Ramón, después de asistir a una ponencia sobre el “Actante y el

Personaje”, de Jorge Urrutia [1985b], en el que éste aplicaba el modelo de V.Propp,

Greimas y Ubersfeld al estudio de El mejor alcalde, el Rey, de Lope de Vega, durante el

coloquio posterior mostró sus dudas sobre la utilidad general del esquema actancial,

sobre todo aplicado al teatro, ya que, según él, sólo conducía a “decir lo obvio, lo que

todo lector, sin necesidad de esquemas, entiende perfectamente”, “a describir lo que ya

está en la obra” (García Lorenzo, 1985: 169).

No creemos que exista un modelo único de análisis de la estructura de la obra

dramática, en la medida en que existen también muchos tipos de estructuras dramáticas

posibles y no sólo uno. Cada obra, o al menos cada género teatral, establece su propia

estructura. La tragedia griega responde a un tipo de estructura, que es la que Aristóteles

analiza. Podríamos incluso tomar esta estructura como modélica, pero nada más. El

teatro moderno ha utilizado eficazmente estructuras muy distintas. El análisis de

Aristóteles, sin embargo, contiene algunas afirmaciones de sumo interés teórico general:

La tragedia es imitación de una acción completa y entera, de cierta magnitud. […]

La belleza consiste en magnitud y orden. […]

Así como los cuerpos y los animales es preciso que tengan magnitud, pero ésta debe ser

fácilmente visible en conjunto, así también las fábulas han de tener extensión, pero que

pueda recordarse fácilmente. […]

La fábula, puesto que es imitación de una acción, es preciso que lo sea de una sola y

entera, y que las partes de los acontecimientos se ordenen de suerte que, si se traspone o

suprime una parte, se altere y disloque el todo; pues aquello cuya presencia o ausencia

no significa nada, no es parte alguna del todo [1974: 1450b 25-1450b 35-1451a 5- 1451a

30-35].

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Aristóteles defiende lo que luego se ha llamado unidad de acción, o sea, que la

obra represente “una sola” acción y que esa acción sea “completa y entera”. “Acción”

aquí es sinónimo de “fábula”, “argumento” o “acción de acciones”, como dijimos más

arriba. El argumento está compuesto de “episodios”, “acontecimientos” o “hechos”, que

deben guardar un orden y una magnitud o extensión apropiadas, de tal manera que la

fábula sea “visible en conjunto” y “pueda recordarse fácilmente”. La estructura de una

obra dramática, por tanto, ha de responder a los siguientes principios:

-Unidad: que las acciones, episodios o sucesos formen un conjunto, un todo.

-Orden: que las partes (acciones, hechos, episodios) guarden una continuidad o

secuencia adecuada.

-Necesidad: las partes no puedan suprimirse o alterar su orden sin que se disloque

o altere el todo.

-Comprensión: el argumento o “composición de los hechos” debe ser visible,

recordable y, por lo tanto, fácilmente comprensible para los espectadores.

La razón última por la que Aristóteles defiende estos criterios es, como aclara

García Yebra, porque las obras así elaboradas producen mayor placer estético, gustan

más que las obras que no tienen unidad; es decir, por un motivo pragmático: “Es porque

prestamos más atención y escuchamos con más gusto las cosas más comprensibles. Y es

más comprensible lo definido que lo indefinido. Ahora bien, lo uno está definido,

mientras que lo plural participa de lo ilimitado” (García Yebra, 1974: 273).

Lo importante del análisis aristotélico creemos que no reside tanto en el requisito

de que la obra deba presentarnos una acción “única y completa”, sino en la necesidad

de que la obra (el argumento o sucesión de los hechos) tenga un orden y una magnitud

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apropiada, que las partes en que se dividan los acontecimientos sean todas necesarias y

que el conjunto sea comprensible para captar nuestra atención e interés. El punto de

vista del espectador y el placer de la recepción es, en último término, lo que de verdad

importa.

La estructura es el modo como se componen, disponen y desarrollan los hechos.

Esa estructura ha de estar ordenada de forma coherente, visible y comprensible para la

mayoría de los espectadores. La forma concreta de esa estructura, sin embargo, puede

variar mucho, desde un desarrollo lineal y cronológico a otro que dé saltos hacia delante

o hacia atrás en el tiempo; que presente grandes elipsis temporales o se suceda sin

solución de continuidad; transcurra en varios espacios o en uno solo; con una sola línea

argumental o con varias, pero que confluyan en un todo; con la acción fragmentada o

continua, etc. Todo eso es posible y ésta es la razón por la que creemos que no es

posible establecer un único modelo de análisis estructural. Lo único que podemos

señalar es la necesidad de que cada estructura se acomode a los principios generales

señalados.

Pero unidad estructural no es lo mismo que unicidad y simplicidad de la acción.

Ya lo advirtió V.Hugo:

Evitemos la confusión entre la unidad y la simplicidad de la acción. La unidad de

conjunto no repudia de ninguna manera las acciones secundarias sobre las que debe

apoyarse la acción principal. Sólo es preciso que estas partes, sabiamente subordinadas

al conjunto, tiendan constantemente hacia la acción central y se agrupen a su alrededor

en los distintos niveles, o más bien en los distintos planos del drama. La unidad de

conjunto es la ley de la perspectiva del drama [1989: 56].

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La unidad se logra cuando existe un principio generador que va seleccionado y

jerarquizando todas las partes y contenidos de la obra hasta constituir un todo

diferenciado y único. A ese todo se le suele llamar macroestructura. La macroestructura

se expresa mediante una o unas pocas macroproposiciones que el lector o espectador

construye para dar sentido y coherencia a la obra: “La noción de macroestructura se

basa en la idea de que el empeño primario del lector, a la hora de enfrentarse a un texto

es reinterpretar un mensaje que cumpla un requisito básico: su exigencia de sentido, de

unidad temática, de coherencia lógico-semántica” (Ryan, 1988: 279]. La

macroestructura no es algo que el espectador tenga que interpretar o inventar, ya que es

algo que la obra ha de contener y manifestar de manera explícita y no ambigua; es lo

que permite, por lo mismo, que las interpretaciones y “lecturas” del sentido de la obra

de los diversos espectadores no sean totalmente divergentes: “La representación

semántica que es captada en la macroestructura debe ser igualmente aceptable para

todos los lectores del texto. Siendo una ‘lectura necesaria’ la macroestructura es un

núcleo común de todas las interpretaciones con pretensión de ‘validez’ o ‘legitimidad’”

(Ryan, 1988: 279).

Se suele distinguir entre estructura interna y externa. La estructura externa de la

obra viene determinada por recursos gráficos en el texto (partes, actos, escenas, títulos,

etc.) y en la representación por pausas, cortes o “bajadas del telón”, transiciones, nexos,

rupturas, y en general por una multitud de recursos escénicos como la música,

proyecciones, intervenciones de los actores, etc. que señalan tanto cambios temporales

como de la acción o del espacio escenográfico.

La estructura interna es el modo como se nos presenta el argumento, que

responde al desarrollo dramático de los hechos, a las relaciones de “causalidad interna”.

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Tradicionalmente, la estructura interna presentaba tres grandes divisiones: presentación,

nudo y desenlace, que iban marcando el desarrollo del conflicto básico de la acción. El

teatro moderno ha encontrado otras formas de construcción de la estructura interna, pero

en general es difícil sustraerse a este modelo. De las tres partes señaladas, la primera y

la última son las que pueden sufrir mayores transformaciones. El comienzo in media res

prescinde de la presentación de los hechos. Muchas obras dramáticas comienzan in

media res. Es no sólo un recurso para captar la atención del público, sino una necesidad

dramática, dado que no es posible construir todos los antecedentes de la fábula, lo que

requeriría largos e inútiles preámbulos, al mismo tiempo que se busca introducir cuanto

antes al espectador en el drama. Otras obras quedan sin final, “abiertas”: el conflicto no

alcanza ninguna solución. (Abierta, como veremos, no significa lo mismo que

“inconclusa”). De lo que no se puede prescindir es del conflicto, independientemente de

cómo se estructure su presentación dramática.

Aclaremos el problema de la conclusividad o inconclusividad de la obra teatral,

directamente relacionado con la “completitud” o “incompletitud” del mundo posible

creado por esa misma obra. Por un lado hemos dicho que toda obra teatral es completa,

en la media en que crea una realidad aparte, autónoma y ficticia (tiempo, espacio,

personajes, acciones) que sólo puede interpretarse y comprenderse desde los supuestos

que ella misma construye. Por otro, decimos que el argumento de una obra con

frecuencia empieza in media res, y que no puede partir ex nihilo. Ambas afirmaciones

no son incompatibles. La representación no parte ex nihilo porque presupone el mundo

real (escénico y extraescénico) y resultaría imposible construirla sobre el supuesto de un

mundo enteramente vacío que exigiera la actualización o realización exhaustiva de

todos sus componentes. El mundo escénico sólo puede construirse tomando prestado y

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dando por supuesto un mundo real, con sus individuos y propiedades. Este mundo

preconstituido se puede modificar (incluso radicalmente), pero nunca anular por

completo. En este sentido, cualquier mundo teatralmente posible no es enteramente

autónomo respecto al mundo real. Este mundo real (MR), por otro lado, tampoco es, o

nunca se nos presenta, como totalmente completo. No existe, en este sentido,

conclusividad en el mundo real. La conclusividad sólo es posible en el arte. Más aún,

ésta es una condición esencial del arte:

Una obra de arte aparece como un todo cerrado en sí mismo, y cada uno de sus

aspectos no adquiere su importancia, en relación con algo que sea exterior a la obra

(naturaleza, realidad, idea), sino dentro de la estructura autosignificante de la propia

totalidad. Esto quiere decir que cada elemento de una obra artística tiene, ante todo, una

importancia puramente constructiva dentro de la obra en cuanto estructura cerrada

centrada en sí misma. Cuando algún elemento reproduce, refleja, expresa o imita algo,

sus funciones “transgresoras” aparecen subordinadas a su tarea constructiva principal: la

de construir una obra global y cerrada en sí misma.

La tarea principal de un investigador del arte consiste, justamente, en descubrir antes

que nada esta unidad constructiva de la obra y de las funciones puramente estructurales

de cada uno de sus elementos (Bajtín, 1994: 94-95).

En la vida, las acciones y actos humanos nunca están sometidos a la ley de la

conclusividad (salvo la muerte individual). Los finales son siempre relativos y

comienzos de algo. Así ocurre también con el conocimiento, aunque sea científico, que

nunca es definitivo ni concluso, sino provisional y condicional. El arte y el teatro, en

cambio, decimos que es siempre concluso, porque es creación pura, no existe como tal

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en el mundo real, empieza y acaba en sí mismo. No hemos de confundir conclusión con

terminación, con final resuelto o acabado. En el teatro existe siempre terminación

temporal (duración limitada) y conclusión, pero el argumento y el conflicto pueden no

resolverse en escena, quedar externamente inacabados:

En la literatura, la clave del asunto está justamente en esta conclusión sustancial,

objetual y temática, pero no en una superficial conclusión discursiva del enunciado. La

conclusión en la composición artística, que tiende hacia la periferia verbal, precisamente

puede estar ausente a veces en la literatura. Existe el recurso de no terminar de decir las

cosas. Pero esta inconclusión externa hace que destaque aún más la conclusión temática

profunda (Bajtín, 1994: 208).

Estructura externa y estructura interna van unidas: la estructura externa ha de

adecuarse a la interna. La tendencia actual a que las obras duren menos que antes (en

torno a una hora y media), fuerza muchas veces a romper violentamente la estructura

externa de las obras, estableciendo enlaces forzados, fragmentaciones y elipsis que no

tienen para nada en cuenta la estructura interna o dramática de la obra. No es fácil

“desestructurar” un texto para hacerlo coincidir con estructuras externas que no le son

propias. El trabajo dramatúrgico, en este caso, es imprescindible.

Lo importante, en todo caso, será siempre que la obra posea una estructura

coherente. La relación entre coherencia/estructura nos obliga a retomar y completar el

problema de las unidades de análisis de la obra dramática. Nuestra tesis general, ya lo

dijimos, es que no creemos que sea posible establecer una unidad mínima propiamente

dicha y común a todas las obras teatrales. Los intentos de Kowzan en este sentido no

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parecen haber dado resultados prácticos satisfactorios. P.Pavis resume bien nuestra

posición:

No es posible transportar el modelo lingüístico de los fonemas y morfemas al plano

de lo que metafóricamente llamamos, desde Artaud, el “lenguaje teatral”. Es inútil

buscar en el continuum de la representación unidades mínimas que se definan como la

más pequeña unidad localizable en el tiempo y en el espacio [2000: 30].

Cada obra, pensamos, establece sus propias unidades “mínimas”, siempre

relativas, más o menos integradas en unidades mayores. La escena ha sido la unidad

estructural tradicional más visible y manejable en el análisis de un texto teatral, así

como la de acto (jornada en el teatro clásico). El criterio de división en escenas era el

de la entrada o salida de los personajes; es decir, un cambio en el número de personajes

presentes en escena marcaba al mismo tiempo un cambio de escena. Aunque parezca un

criterio externo y arbitrario, creemos que señala algo importante: la presencia o ausencia

de un personaje (sobre todo si se trata de un personaje no secundario) hace cambiar la

situación dramática. El concepto de situación es difícil de definir, aunque en la mayoría

de las obras no es complicado el encontrar los elementos que provocan cambios de

situación. La situación no tiene marcas escénicas ni textuales definidas, ya que depende

de las acciones o hechos dentro del desarrollo dramático. Lo importante es detectar ese

cambio de situación y el elemento que lo provoca, al que se suele llamar incidente.

Además de escena, situación y acto, podemos hablar también la secuencia como

otro tipo de unidad estructural distinguible dentro del argumento de una obra. La

secuencia es una sucesión de acciones que configuran una unidad “narrativa” (una serie

de acciones, de actos o de sucesos), y que se puede expresar mediante una proposición.


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Parte es una división pragmática y externa que trata de acomodarse a los gustos y la

duración más común de las obras actuales (divididas con frecuencia en dos partes) y que

puede responder también a una división estructural o argumental.

Como vemos, no se puede definir de antemano la forma como cada obra ha de

organizar las partes de su estructura. Puede usarse una gran variedad de modelos. Lo

único que parece rechazable es el azar o la arbitrariedad. Un principio general pudiera

ser el que cada obra ha definir sus unidades o partes de tal modo que su orden de

relación interna produzca un sentido global y coherente de la obra.

Quizás todo sea más sencillo y baste, para analizar la estructura de una obra,

definir las acciones principales y establecer entre ellas vínculos significativos.

Entendemos por acciones principales aquéllas que de ningún modo pueden suprimirse

sin que la obra pierda su sentido. Podemos a continuación agrupar las acciones

principales en hechos determinantes. Hecho es un conjunto de acciones que tienen una

finalidad común o que producen conjuntamente un resultado. Las acciones deben

relacionarse entre sí por una razón de necesidad para constituir un hecho. Los hechos

determinantes, a su vez, han de relacionarse entre sí para constituir una historia

coherente. Decimos coherente y verosímil, pero esto no significa que las relaciones de

necesidad establecidas entre los hechos determinantes hayan de ser de causalidad lógica.

Toda historia contiene un argumento, un conjunto de sucesos o hechos que tienen una

finalidad común, que producen conjuntamente unas consecuencias concretas y que

comparten un mismo sentido e intención. Ya hemos dicho que el teatro es “acción de

acciones”. La estructura es una organización apropiada de acciones y hechos que

transforman una historia en argumento. Para descubrir la estructura de una obra lo

primero que hemos de hacer es distinguir estas unidades, empezando por las más

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simples y concretas: las acciones. Una acción es un movimiento escénico (de un actor,

un objeto, un sonido, una luz…) que tiene un comienzo y un final, que guarda relación

con otra u otras acciones, anteriores y posteriores, y a la que podemos dotar de un

significado. Un hecho (conjunto de acciones) tiene también un comienzo y un final,

establece relación con otros hechos y posee un significado. Un argumento es un

conjunto de hechos significativos unidos por una finalidad común y que adquieren un

significado global relacionado con el tema de la obra. Es pertinente, llegado a este

punto, diferenciar argumento y trama, distinción que ya establecieron los formalistas

rusos:

La fábula es el esquema fundamental de la narración, la lógica de las acciones y la

sintaxis de los personajes, el curso de los acontecimientos ordenado temporalmente. No

tiene por qué ser necesariamente una secuencia de acciones humanas: puede referirse a

una serie de acontecimientos relativos a objetos inanimados o, incluso, ideas. La trama,

en cambio, es la historia tal como de hecho se narra, tal como aparece en la superficie

con sus dislocaciones temporales, sus saltos hacia delante y hacia atrás (Eco, 1999:

145)158.

La trama, en cierto modo, es el conjunto de acciones y hechos que el espectador

recibe directamente; el argumento o fábula se debe, en cambio, elaborar a partir de la

trama, mediante conexiones lógicas y el establecimiento de macroproposiciones

temporales definitivas o sintéticas. Trama es urdimbre, contextura, ligazón, por eso se

158
J.M.POZUELO YVANCOS [1997: 228-260] hace una interpretación en la que invierte el uso de estos
dos términos y llama, siguiendo a Tomachevski, trama al orden lógico-temporal de los hechos y
argumento al orden artístico observado en la obra. Esta divergencia terminológica creemos que carece de
importancia.

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puede alterar el orden natural de los hechos, producir elipsis y construir una trama con

enredo, suspense o intriga. Estos recursos tienen que ver con el mantenimiento de la

atención y el interés del espectador, más que con la historia o argumento en sí.

Para poder realizar esta síntesis argumental a partir de la trama, necesita el

espectador organizar un desarrollo posible y coherente de los acontecimientos, o sea,

establecer la hipótesis de un mundo posible. Fábula y trama se construyen siempre

sobre la base de un mundo posible (y teatralmente verosímil). Un mundo posible no es

otra cosa que un desarrollo de acontecimientos que alguien considera posible; en este

caso, la mayoría de los espectadores.

Cuando insistimos en la necesidad de que la obra posea una estructura coherente

estamos señalando una de las características propias del arte teatral, que construye una

realidad distinta a la realidad de la vida. La vida no está sometida a ninguna coherencia,

por más que las acciones humanas siempre respondan a cierta previsión o plan. La vida,

por más que lo intentemos, y por más que el desorden y la imprevisión nos produzcan

malestar e inquietud, siempre nos parece caótica, incontrolable, compleja y sin sentido.

El arte, en cambio, fruto de la voluntad creativa, necesita poseer una estructura con

sentido, incluso en el caso frecuente de que con esa estructura lo que se nos quiera

transmitir es la desazón y la angustia existencial ante un mundo sin sentido, incierto,

imprevisible y caótico. Un desorden superficial de la trama no es lo mismo que falta de

estructura o estructura incoherente. Existe también un desorden justificado y con sentido

pleno. Haciendo un juego de palabras podríamos decir que, en estos casos, es coherente

lo incoherente, y tiene sentido el sinsentido.

Las vanguardias, en su afán por romper la distinción entre arte y vida, forzaron

la coherencia y el orden de la estructura para integrar el desorden de la vida: creyeron

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así revitalizar y dar mayor autonomía al arte. El futurismo fue quizás el movimiento que

teorizó de modo más radical esta posición:

Es estúpido querer explicar con una lógica minuciosa todo lo que se representa,

cuando tampoco en la vida podemos nunca aferrar enteramente un acontecimiento, con

todas las causas y consecuencias, porque la realidad vibra en torno nuestro

sobrepasándonos con ráfagas de fragmentos de hechos combinados entre sí,

incrustados los unos en los otros, confusos, enmarañados, caotizados (Marinetti, 1999:

121).

La defensa radical de esta posición lleva necesariamente a la idealización del

artista subjetivo, encarnación, en el caso del futurismo, de la fuerza, la vitalidad, la

energía y la pasión frenética: “Ninguna lógica, ninguna tradición, ninguna estética,

ninguna técnica, ninguna oportunidad puede ser impuesta a la genialidad del artista,

que únicamente debe preocuparse por crear expresiones sintéticas de energía cerebral

que tengan VALOR ABSOLUTO DE NOVEDAD” (Marinetti, 1999: 125). Este

rechazo de toda estructura, sin embargo, no dio sus frutos, ni durante el período

histórico de las vanguardias ni durante todo el siglo pasado, pese a los numerosos

intentos que, con distintos nombres y modas, se han llevado a cabo reiteradamente bajo

el reclamo retórico de la “novedad”.

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