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RUINAS JESUÍTICAS DEL PARAGUAY.

Las misiones o reducciones jesuíticas-guaraníes fue el proyecto y la realización de

misioneros de la Compañía de Jesús, llamados jesuitas, que formaban parte de la

Orden fundada en 1540 por San Ignacio de Loyola. Su objetivo primordial era

predicar el Evangelio y ganar almas para Dios y realizar sus actividades, como decía

su lema o divisa: “Ad Majorem Dei Gloriam” o “Para la mayor gloria de Dios”. Los

restos o remanentes de las misiones jesuíticas que se establecieron entre los siglos

XVII y XVIII, en territorio del sur del Paraguay, entre otros de Sudamérica, aún

pueden contemplarse como majestuosos y silentes testigos de una época histórica

de gran relevancia en la cultura hispánica-guaraní.

En 1604, Roma estableció la Provincia Jesuítica del Paraguay en una zona del

territorio que se encontraba bajo dominio de la Corona española, específicamente

de la Corona de Castilla, que terminaron por albergar a miles de indígenas que se

constituyeron en pueblos bien organizados, autónomos y autosuficientes, con una

peculiar manera de vivir, una especie de sociedad utópica o paraíso social de

connotaciones religiosas. En1744 la Compañía de Jesús realizó un censo

poblacional que dio como resultado un total de 84.000 indígenas, cifra que continuó

en franco aumento hasta la expulsión de los jesuitas. En 1767, el Rey Carlos III de

España ordenó la expulsión esgrimiendo varias razones para hacerlo. El poder que

ostentaban los jesuitas, inclusive comercial, y cierta tendencia a responder

exclusivamente al Papado tal vez estén entre ellas. Después de un tiempo los

pueblos fueron saqueados, quemados o abandonados. En menos de 15 años


desaparecieron 22 de las 30 comunidades misioneras y, con ellas, muchas de sus

iglesias, construcciones y objetos artísticos. Quedaron sus ruinas y con los vestigios

artísticos se erigieron Museos sobre el arte de la época, que siguen siendo un gran

atractivo y punto de referencia histórica y cultural para los visitantes y turistas. La

citada expulsión de los jesuitas en 1767 resultó fatídica. Privadas de la dirección de

los jesuitas, las treinta misiones iniciaron un proceso inatajable de decadencia. Los

edificios acabaron todos en ruinas, las plantaciones desaparecieron, la artesanía, la

agricultura y la ganadería llegaron a su final. En la segunda década del Siglo XIX,

las Reducciones implicadas en las guerras de frontera fueron repetidamente

devastadas, inflamadas y saqueadas, hasta que del gran experimento misionero

sólo quedaron destrucción y ruinas.

En una reducción, como regla general, los edificios principales eran la iglesia, el

cementerio y la escuela. Había también una casa comunal a la que se denominaba

“koty guasú” que servía para alojar a las viudas, huérfanos y mujeres solteras.

Fueron agricultores por excelencia, y fundamentaban su economía en el trueque.

Hubo también especializados en oficios, trabajando materiales como el hierro y la

plata, la madera con la carpintería, orfebrería o trabajo en oro, telas; y la elaboración

de instrumentos musicales. Fueron creados hermosos tallados, magníficas

esculturas, pinturas y música barroca guaraní.

Los misioneros jesuitas de las Reducciones del Paraguay eran celosos de su tarea:

la formación integral del hombre. Estos indígenas “salvajes” eran criaturas de Dios,

hijos del mismo Padre, que puso al hombre sobre la tierra. Ayudar al hombre a
descubrir y desarrollar sus potencialidades no es anular su cultura, pero si realizar

el deber humano de ayudarles a realizarse a sí mismos.

Las numerosas Reducciones contaban con un lugar de gran espacio en el que se

elevaban los edificios públicos: la iglesia y la vivienda de los misioneros, las

escuelas, los depósitos o almacenes para guardar los productos cosechados y las

herramientas de trabajo, la casa para las viudas y las personas ancianas. Al inicio el

material de construcción era arcilla mezclada con ramas, y de follaje para el tejado.

Posteriormente fue sustituido por la piedra y los ladrillos, y las tejas para el tejado.

Se daba a cada familia una parcela llamada Ava mbaé, es decir, la “propiedad del

Indio”. El resto del terreno cultivado, la Tupa mbaé, o sea, la “propiedad de Dios”,

pertenecía a la comunidad. Se confiaba la gestión a algunos habitantes elegidos por

sus capacidades, todos los hombres sanos debían contribuir a cultivar el terreno. La

cosecha se distribuía a todas las familias, sin descuidar a los más necesitados. El

modelo económico era una especie de colectivismo agrario de tinte comunitario,

autónomo y autosuficiente.

Existían también en zonas adyacentes las estancias o territorios donde el ganado

vivía en libertad. Los misioneros habían importado las primeras cabezas de ganado.

En 1768 el inventario de la Reducción de S. Ignacio Miní contaba: 30.000 vacas,

1.409 caballos, 7.356 ovejas.

De las Reducciones ya no quedan más que ruinas. Son testigos silenciosos y

majestuosos de una realidad histórica sorprendente y única en su especie.


Los vestigios que quedan, aún imponentes en su decadencia y estado ruinoso, son

el testimonio de una época única que no volverá a repetirse, una era que coincidió

con las grandes exploraciones de América, el nuevo continente, su colonización, la

fusión de culturas, el mestizaje, el sincretismo religioso, la evangelización y

educación de los aborígenes.

Algunas de las misiones jesuíticas han sido declaradas PATRIMONIO DE LA

HUMANIDAD por la UNESCO. En 1993, merecidamente, han sido declaradas como

tales las de Jesús de Tavarangué y la de Santísima Trinidad del Paraná, ambas

ubicadas en territorio paraguayo. También las que están en territorio argentino y

brasileño han sido declaradas PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD.

Los lugares siguen siendo visitados frecuentemente por turistas extranjeros y

connacionales, por gran el atractivo y el misterioso magnetismo que contienen.

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