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Los libros no son simplemente hojas impresas llenas de texto o ilustraciones. Los libros
están compuestos de partes y cada una de ellas tiene un nombre y una función
específica. Aunque no todos los libros poseen todas las partes enumeradas aquí, estas se
pueden encontrar en unos y otros
Contiene los nombres completos del autor o autores, el título completo del libro, la casa
editorial (en la mayoría de los casos el logotipo de ésta), el lugar y el año de impresión,
nombre del prologuista, méritos del autor, etc
ANTEPORTADA O PORTADILLA
LOMO
CONTRAPORTADA
CUERPO DE LA OBRA
GLOSARIO
CUBIERTAS
Son la tapa del libro; los planos y el lomo de papel con que se forma la parte exterior del
libro. En la cubierta anterior, también llamada portada exterior, es donde se imprime el
título del libro, el nombre del autor y la casa editorial que lo publica.
ÍNDICES Y LISTADOS
APÉNDICES O ANEXOS
CAMISA O FORRO
La camisa es una cubierta suelta de papel con la cual se protege el libro. En ella se
imprime, generalmente a color, la portada del libro o el nombre de éste.
SOLAPA
GUARDAS
Hojas de papel en blanco que unen el libro y la tapa (en algunos casos) y sirven para la
protección de las páginas interiores.
PRELIMINARES
Hojas en blanco que se colocan al principio y al final del libro. En ediciones de lujo o
especiales se colocan dos o más hojas de cortesía.
FRONTISPICIO O FRONTIS
Página anterior a la portada, que suele contener algún grabado, fotografía o viñeta.
Página legal o de derechos
Es la página que está en la cara posterior a la portada, donde se anotan los derechos de
la obra: el número de la edición y el año, número de reimpresión, el nombre del
traductor (si es una obra originalmente escrita en otro idioma), el año en que se
reservaron los derechos, representados por el signo © (copyright), el lugar de impresión,
la casa editorial, el International Standard Book Number (número internacional
normalizador de libros) conocido como ISBN, etc.
AGRADECIMIENTOS
Es la página en la cual el autor del libro da las gracias a quienes colaboraron de alguna
forma con la publicación, investigación o elaboración del libro.
COLOFÓN
EPÍLOGO O ULTÍLOGO
Parte añadida al final de una obra literaria en la que se hace alguna consideración
general acerca de ella o se da un desenlace a las acciones que no han quedado
terminadas.
BIBLIOGRAFÍA
ADVERTENCIA
Palabras con las que se advierte o se pone de manifiesto algo que debe tenerse en cuenta
antes de empezar a leer el libro. Cuando se trata de una reimpresión, el autor o el editor
aclaran si la obra conserva la estructura de la anterior o si hay alteraciones o
ampliaciones notables.
PRÓLOGO
Es una relación organizada del contenido del libro. Si se pone al principio se llama
"contenido" -generalmente en las obras científicas- y si va al final se llama "índice"
-generalmente en las obras literarias-.
EPÍGRAFE
Es la página reservada para la expresión, frase, sentencia o cita que sugiere algo del
contenido del libro o lo que lo ha inspirado.
DEDICATORIA
Es el texto con el cual el autor dedica la obra a alguien en especial, se suele colocar en
el anverso de la hoja que sigue a la portada.
2. Historia del libro
Orígenes
En la Antigüedad, la forma del libro era de rollo. Sobre una de las caras se escribía el
texto en columnas sucesivas. El lector iba desenrollando un extremo y enrollando la
parte ya leída con el inconveniente de que todo el libro debía ser desenrollado de nuevo
antes de que otro lector lo usara. Este sistema ocasionaba un gran deterioro del material
que solía ser el papiro. La base para preparar el papiro eran finas tiras del tallo fibroso
de una planta que crecía a orillas del Nilo. Se superponían perpendicularmente dos
capas de estas tiras fibrosas, se secaban al sol y se prensaban hasta formar hojas que se
unían más tarde entre sí hasta formar el rollo. Se usó en toda la zona mediterránea
durante milenios pero apenas ha llegado alguna muestra hasta nuestros días. Toda la
producción de papiros estaba bajo el monopolio de los egipcios. En momentos de
escasez se buscaron nuevas soluciones.
El papel llegó a Europa en el año 1150 cuando los árabes establecieron el primer molino
de papel en Játiva, Valencia, pero su invención se remonta al año 150 a.C. en China.
Para su fabricación se empleaban fibras de cáñamo y algodón, de bambú, morera, lino,
caña, etc. El papel proporcionó una base mucho más barata que el pergamino. La
historia del papel muestra que su producción no ha dejado de aumentar en ningún
momento desde entonces. Cada región ha aspirado a autoabastecerse y el mercado del
papel se convirtió pronto en una fuente económica de gran poder. La demanda de papel
aumentó considerablemente tras la invención de la imprenta y de manera inusitada con
la aparición de los periódicos.
A finales del siglo XVII, los avances tecnológicos permitieron mejorar la calidad del
papel y se comenzó a experimentar con materias primas diferentes. La fabricación de
papel se mecanizó desde mediados del siglo XVIII. En 1797, Nicolás-Louis Robert
inventó la máquina continua.
La creación de una biblioteca universal era una aspiración olvidada desde los tiempos
de la biblioteca de Alejandría. La imprenta hizo renacer la ambición de humanistas y
hombres del Renacimiento: reunir todo el conocimiento humano apareció como una
posibilidad factible por fin. El nuevo invento propició el enriquecimiento de las librerías
particulares, que pronto llenaron sus anaqueles con obras de todo tipo y vino a
responder a las necesidades de una minoría letrada que demandaba más y mejores
libros. La imprenta hizo posible que una misma biblioteca poseyera distintas obras,
comentarios y estudios en torno a un mismo tema. Elisabeth Eisenberg ha afirmado que
la posibilidad de consultar varios textos y compararlos supuso que se descubrieran más
fácilmente contradicciones o distintos puntos de vista en diversos terrenos científicos.
La información se hizo cada vez más accesible y dejó de ser necesario viajar por toda
Europa porque el mercado librario se expandió y agilizó. El intercambio cultural se
convirtió en algo habitual para ciertos grupos sociales y profesionales. En total, se cifran
en 20 millones los ejemplares impresos en el siglo XV y en unos 200 millones los que
salieron de las imprentas europeas durante el siglo XVI.
El libro xilográfico
Los primeros en imprimir imágenes o signos sobre el papel fueron los chinos en el año
594 a.C. La técnica empleada fue la xilografía, que consistía en tallar en una plancha de
madera las palabras o figuras que se querían imprimir, tras lo cual la plancha se cubría
de tinta y se colocaba el papel. En el año 770, la emperatriz Shotoku ordenó que se
estampara un millón de copias de una cita de las escrituras budistas. El primer libro
xilográfico de que se tiene noticia fue impreso en China por Wang Chieh el 11 de mayo
del 868 según nuestro calendario. Se le conoce bajo el título de Sutra del diamante y
está compuesto por siete hojas unidas en forma de rollo.
La primera xilografía europea de la que se tiene noticia se data en torno a 1370. Es una
imagen hallada en la abadía de Le Ferte-sur-Grosne y que es conocida como ?El
centurión y los dos soldados?. A partir de esa fecha se imprimieron naipes y grabados
religiosos que fueron en aumento durante la primera mitad del siglo XV. Las figuras
solían llevar breves leyendas formadas por letras que se tallaban en la misma plancha.
La xilografía de San Cristóbal de Buxheim, del 1423, que se conserva en la Biblioteca
John Rylands de Manchester, revela una gran experiencia por parte del maestro
artesano. El perfeccionamiento de la xilografía en el futuro dio vida a libros manuscritos
que intercalaban estampaciones y que serían el primer y firme paso hacia el libro
impreso.
Estos libros no solían superar las cincuenta páginas y estaban destinados a personas de
escasa cultura. Pretendían difundir nociones básicas de cultura, gramática o religión. En
ellos lo fundamental eran las imágenes y se ha pensado que podrían haber sido
utilizados por el clero en su labor de enseñanza y evangelización. El Donato, por
ejemplo, es un manual de gramática que toma el nombre de un célebre gramático que
vivió en Roma alrededor del 350. Escribió una Ars minor y una Ars maior. La tercera
parte de esta última recibía el nombre de Barbarismus y fue muy estudiada en las
escuelas medievales hasta el punto de que con el nombre de ?Donato? se llegó a
designar cualquier manual de gramática.
La invención de la imprenta
Se conservan fragmentos de sus primeros trabajos impresos con una prensa de uvas
modificada: un poema alemán, Welgericht a Sibylen Buch (El Juicio Final, ca. 1445-
47), del que se conserva una sola hoja en el Museo Gutenberg de Maguncia; un
Calendario astronómico (ca. 1445-47), un Donato y algunas bulas papales. En 1450, se
inició la producción de impresos tras recibir el apoyo financiero de Johann Fust, quien
vislumbró un buen negocio en el nuevo invento. De esta fecha, se conservan tres
ejemplares del Misal de Constanza. En 1452, comenzaron los trabajos para la que es
considerada la primera gran obra impresa, la Biblia de 42 líneas, también llamada Biblia
mazzarina ya que se encontró un ejemplar en la biblioteca del cardenal Mazzarino. Parte
de esta primera impresión de la Biblia se hizo sobre pergamino, para clientes de un
mayor poder adquisitivo, y el resto en papel. Se puso finalmente a la venta, tras un
litigio entre Fust y Gutenberg, en 1456.
Peter Schöffer, que había comenzado trabajando para Gutenberg como fundidor de tipos
e impresor, se asoció con Fust y se casó con su hija. Schöffer tomó las riendas del taller
que Gutenberg había perdido por motivos económicos y sacó su primera publicación, el
Psalterium o Salterio de Maguncia, en 1457. Este libro aporta grandes novedades: por
primera vez se indica de manera impresa el año de publicación y el lugar; lleva la marca
del impresor; emplea iniciales grabadas en lugar de dejar el espacio en blanco para
completar a mano; se utilizan tintas de varios colores ya que las iniciales se imprimen
en negro, rojo o azul.
La difusión de la imprenta
Anton Koberger fundó en Nuremberg una gran imprenta con más de cien empleados
que manejaban veinticuatro prensas. Sus libros no sólo eran perfectos tipográficamente
sino también obras de arte. Alberto Durero fue su asesor y trabajó estrechamente con
Koberger en las ilustraciones del Apocalipsis en 1498. Anton Koberger acaparó todas
las fases del comercio del libro, desde la producción en la imprenta, la distribución,
exportación y venta ya que era propietario de librerías en París, Lyón y Tolouse.
La primera ciudad no alemana que contó con una imprenta es Subiaco, en Italia, donde
se establecen Konrad Sweynheym y Arnold Pannartz. Bajo el patrocinio del cardenal
español Juan de Torquemada, Swynheym y Pannartz imprimieron un Donato del que no
se conserva ningún ejemplar, De oratione de Cicerón TULIO (1465), De divinis
institutionibus de Lactancio y De civitate Dei de San Agustín (1467). Fue a instancias
del cardenal Torquemada como los dos impresores alemanes fueron a asentarse en la
pequeña localidad de Subiaco y tras las paredes de este monasterio del que Torquemada
era abad. Ya se ha comentado en líneas superiores la relación entre ciertas órdenes
religiosas y el nacimiento de la imprenta en Maguncia; esta relación se repite
nuevamente en Italia.
El gremio de copistas era fuerte y estaba bien organizado, su trabajo era de alta calidad
y el comercio de libros manuscritos un negocio pujante. Los primeros impresores que se
establecieron en Roma tuvieron que enfrentarse a la hostilidad del gremio. Algunos
puristas rechazaron los libros impresos como objetos indignos pero ya en 1470
humanistas y bibliófilos florentinos recurrieron a libros ?de molde? para sus bibliotecas
y sus estudios. Los libreros que decidieron permanecer fieles al manuscrito se vieron en
serias dificultades económicas como Vespasiano quien, fiel al manuscrito de alta
calidad, se vio obligado a cerrar su negocio en 1478.
También en Roma se estableció Ulrich Han quien imprimió las Meditationes del
cardenal Torquemada con fecha 31 de diciembre de 1467, el más antiguo incunable
romano. De este modo fue el cardenal español el primer autor que vio su obra impresa y
bajo su dirección. Los grabados de esta edición reproducen las pinturas murales de la
Iglesia de Santa María sopra Minerva cuyo claustro había sido construido a expensas de
Torquemada. Hoy han desaparecido los murales de este convento dominico pero, según
las descripciones de la época, en el ángulo inferior de cada pintura la imagen de un
orator se dirigía al espectador-lector con el texto del correspondiente capítulo de las
Meditaciones constituyendo de esta manera una auténtico ?libro mural? que se terminó
en torno a 1453. Se conservan cuatro ejemplares de la edición príncipe, en Viena,
Nuremberg, Manchester y Madrid. Se reimprimió en dos o tres ocasiones sin grabado y
siete ediciones más con grabados antes de 1499, lo que da muestra de su éxito.
Numerosas obras españolas salen del taller de Ulrich Han, establecido en Roma durante
doce años, la Compendiosa Historia Hispaniae (1470) de Sánchez de Arévalo, la
Expositio super Psalterio (1470) de Torquemada y el Scrutinium Scripturarum (1471) de
Pablo de Santa María.
(Véase Humanismo)
Los primeros libros impresos llegados a América son los que llevó Cristóbal Colón en
su primer viaje. Los libros fueron los inspiradores del proyecto colombino: la Biblia, la
Imago Mundi de Pierre d?Ailly, la Historia Rerum de Eneas Silvio Piccolomini, futuro
Pío II, y posiblemente el Liber de Marco Polo, de consetuedinibus et conditionibus
orientalium regionum que fue impreso en Amberes en 1485. La carta al "Escrivano de
Ración", Luis de Santángel, fue escrita durante el viaje de retorno de América. Al llegar
a Barcelona, Colón se la entregó al impresor Pere Posa, pero de la primera edición, en
castellano, solo queda un ejemplar conservado en la New York Public Library.
La primera imprenta llegó a México desde Sevilla en 1539 por iniciativa de Juan
Cromberger a instancias del obispo de Zumárraga. Ese mismo año salió a la luz la Breve
y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana.
Los incunables
Aldo Manuzio inició su actividad editora e impresora a finales del siglo XV. Introdujo
novedades importantes en el mundo editorial y en la manufactura de los libros. Fue el
primero en editar a los clásicos latinos en formato pequeño para cuya impresión hubo de
crear una tipografía especial que se ha dado en llamar ?aldina?, consistente en caracteres
estrechos e inclinados hacia la derecha a fin de poder incluir más texto en cada página.
Editó las obras completas de Aristóteles en griego para lo cual tuvo que perfeccionar la
tipografía griega.
Los primeros impresores que trabajaron en España eran alemanes y ellos dominaron el
panorama de la imprenta española hasta el siglo XVI. Hasta el año 1477 todos los
impresores fueron alemanes que ya han ejercido su labor en Italia o en Francia y de allí
trajeron las tipografías redondas, no góticas como cabría suponer. Su itinerario por la
Península es continuo en busca de nuevos mercados o una ciudad sin competencia
donde poder establecerse. En sus talleres se formaron los españoles que comenzaron a
trabajar a finales del siglo XV y que fueron ocupando su lugar en el siglo XVI.
El pionero en España fue Johann Parix quien, tras su corta estancia en Segovia, se
trasladó a Tolouse donde publicó, hacia 1480, la obra del segoviano Rodrigo Sánchez
Arévalo, Speculum vitae humanae, reproduciendo la edición que en 1468 habían
impreso Sweynheym y Pannartz. Tras Johann Parix llegaron otros impresores a otras
ciudades españolas: en Barcelona, Henricus Botel de Embich, Georgius vom Holtz de
Hoeltingen y Johannes Plank de Halle quizás en 1473; en Valencia, Lambert Palmart de
Colonia posiblemente en 1473; en Zaragoza, Matheus Flander, 1475; en Sevilla,
Alfonso del Puerto, Bartolomé Segura y Antonio Martínez, en 1477; en Tortosa, Pedro
Brun de Ginebra y Nicolaus Spindeler de Zwickau en 1477; en Lérida, Henricus Botel
en 1479; en Montalbán, Juan de Lucena, antes de 1481; en Zamora, Antonio de
Centenera en 1482; en Burgos, Fadrique de Basilea en 1482; en Guadalajara, Salomo
ben Moise Levi Alkabiz en 1482; en Gerona, hubo un primer impresor desconocido en
1483; en Toledo, Juan Vázquez posiblemente en 1483; en Tarragona, Nicolaus Spindeler
en 1484; en Huete; Álvaro de Castro en 1484; en Murcia, Alfonso Fernández de
Córdoba en 1484; en Mallorca, Nicolaus Calafat en 1485; en Híjar, Eliese Alantansi en
1485; en Coria, Bartholomeus de Lila en 1489; en Pamplona, Arnao Guillén de Brocar
en torno a 1490; en Mondoñedo, impresor desconocido posiblemente en 1495; en
Granada, Meinardus Ungut y Johannes Pegnitzer de Nuremberg en 1496; en Monterrey,
Johann Gherlinc en 1496; en Montserrat, Johann Luschner en 1499.
Joan Rosembach, uno de los mejores impresores del momento, inició su producción en
Valencia pero la mayor parte de su vida profesional se desarrolló en Barcelona con
breves desplazamientos a Tarragona y Perpiñán. A su primera etapa en Barcelona se
atribuye el Memorial del pecador remut (ca. 1495), un tratado ascético escrito entre
1419 y 1424. La Pasión de Cristo es el tema central de meditación a través de una serie
de visiones alegóricas. Ésta es una edición rarísima en la que no consta el lugar, el
nombre del impresor ni la fecha; sin embargo la letra, el papel y sobre todo las iniciales
son idénticas a las del Eiximenis del Libre de les dones, impreso por Rosembach en
Barcelona el año de 1495. Continuó trabajando en Barcelona, tras una breve estancia en
Perpiñán, durante el primer tercio del siglo XVI.
Las imprentas salmantinas fueron de las más importantes del momento. Resulta lógico
pensar que una ciudad eminentemente universitaria sería un lugar propicio para el
establecimiento de muchos y buenos impresores. Se da el caso curioso de que todos los
impresos omiten el nombre de los impresores aunque sí indican que el libro está
impreso en Salamanca y la fecha. En dos de las imprentas de la ciudad fueron
publicadas la mayor parte de sus obras. Las dos más conocidas sirven habitualmente
para designar las anónimas imprentas donde fueron publicadas: las Introductiones
Latinae (1481) y la Gramática castellana (1492), ambas en tipos góticos.
Al llegar el siglo XVI al menos unos 20.000.000 libros habían sido ya impresos. La
imprenta se difundió de un modo rápido por toda Europa. Entre 1500 y 1550 se produjo
un desarrollo enorme de la industria editorial. El mercado inicial fue la clase culta, los
lectores de latín, pero ese era un mercado amplio geográficamente pero muy escaso en
número, que se saturó en poco tiempo. Tanto impresores como libreros necesitaban
lograr beneficios económicos; no se trataba de mecenazgo cultural sino de una actividad
mercantil. El hecho determinante era que los lectores de latín eran bilingües y
dominaban a la vez alguna de las otras lenguas vernáculas. El mercado de las lenguas
vernáculas era mucho más amplio y estaba aún sin explotar.
Los impresores se limitaron a reeditar pliegos sueltos, sin ambición tipográfica alguna,
en papel de baja calidad y en busca de beneficio económico inmediato aunque escaso.
Un amplio grupo de composiciones poéticas nacidas ?para? los pliegos son de tono
satírico, gracioso y burlesco. Estas composiciones son las que más han sufrido los
estragos del tiempo. Sus títulos pueden dar una idea de los temas preferidos: Romances
del marqués de Mantua y la sentencia de don Carloto, Coplas como una señora no
consentia que su marido tubiese parte con ella sin lumbre, Cobles dels engans de les
dones y Coplas sobre la yda de su muger de Joa el pobre son sólo una pequeña muestra
de la poesía más leída de la época y más olvidada hoy.
En la segunda mitad del siglo XVI, Plantino, desde Flandes, revoluciona el estilo
tipográfico con la publicación de la Biblia Regia (1568-1572). Ante la demostrada
superioridad de Plantino, Felipe II le encargó la impresión de los textos litúrgicos
revisados según las nuevas normas del Concilio de Trento. Las prensas españolas no
estaban capacitadas para una empresa de tal magnitud. En las últimas décadas, la
decadencia ya era manifiesta.
En general, se puede afirmar que los textos escritos en lengua vernácula buscaban más
la devoción que la discusión teológica, que quedaba reservada para el latín, al igual que
toda la liturgia. La devoción a santos locales se fomentaba desde las altas instancias
eclesiásticas. Muchas de estas obras tomaron la forma de pliego; otras aparecieron en
cancioneros elaborados al calor de los concursos y certámenes literarios. La devoción a
María fue predominante y se conservan muestras literarias en forma de laudes, milagros,
vidas, gozos, horas y coplas. A continuación, se encuentra el grupo relativo a los santos
milagreros y protectores.
Ya desde época manuscrita, las mujeres participaron en alguna medida en los procesos
de producción del libro. Algunos conventos femeninos se habían dedicado a la copia de
manuscritos en una tradición que se extiende hasta el siglo XVII, pese a que suele
considerarse exclusiva de los monjes. Sin embargo, se conservan algunos códices
copiados e iluminados por religiosas y, tan pronto la imprenta hizo su aparición, las
monjas del convento dominico de San Jacobo Ripoli en Florencia se dedicaron a la
producción de libros a finales del XV, aunque parece ser que bajo la dirección de un
monje.
En la Corona de Aragón, la primera mujer de la que tenemos noticia que entrara en los
negocios editoriales fue Francisca López, viuda de Lope de Roca, quien se asoció con
Sebastián de Escocia y Joan Jofré para alquilar letrería de imprenta, pero no se conoce
ninguna publicación que saliera fruto de esta sociedad. Hasta bien mediado el siglo XVI
no apareció ningún nombre femenino en el mundo de la imprenta. Hay que tener en
cuenta que, para dirigir una imprenta, se requiere no sólo conocimiento de las técnicas
artesanas de impresión, sino que además hay que tener un pequeño número de
trabajadores bajo su mando, poseer ciertas habilidades para los negocios y la suficiente
cultura y visión comercial para decidir qué imprimirán.
Entre las viudas de impresores, pocas fueron las que utilizaron su propio nombre en los
colofones; lo más habitual era que figuraran como ?viuda de...?. Seguían apareciendo de
cara a la sociedad ligadas al hombre que les daba entidad. Hasta donde se sabe, ninguna
de ellas contrató aprendizas; sus hijas no siguieron sus pasos, aunque sí lo hicieron sus
hijos; sus publicaciones, en fin, pretendían buscar un amplio público que diera
beneficios económicos inmediatos. Estas mujeres fueron excepciones que se movieron
en una esfera masculina.
Pocos datos son los que se disponen en general sobre los impresores. En algunos casos
son artesanos ligados a la orfebrería que aprovechan su capacidad de fundir los tipos
personalmente para cambiar de oficio. Nada se suele saber de sus orígenes o de su
formación. Los colofones pueden dar información de gran interés: nombres de los
impresores, fechas y lugares que dan constancia de los cambios de lugar en busca de un
mejor mercado, de asociaciones que se rompen, pero son escuetos; se dispone, por otra
parte, de una variedad de documentos legales como testamentos y contratos. Muchos
impresores pasaron grandes dificultades económicas y se conservan documentos de
préstamos y denuncias por impago.
Cuando llegó la imprenta a España hacía ya varios siglos que los artesanos se
organizaban en gremios y cofradías. A diferencia de otros oficios, nada empujaba a los
impresores a entrar en estas organizaciones ya que el número de impresores en cada
ciudad rara vez superaba dos o tres. En Barcelona, los impresores fundaron en 1491 la
cofradía de San Juan de la Puerta Latina, pero estaba más orientada a oficios piadosos
que a temas comerciales. Los impresores quedaban fuera de la protección gremial.
Dentro del mundo de la imprenta fueron muy comunes las familias que se dedicaron a
este oficio durante generaciones, creando un espacio liminal entre lo público y lo
privado, ya que el lugar de trabajo y la vivienda se confundían, los aprendices eran los
propios hijos que, con los años, sustituyeron a la generación anterior. La familia
Cromberger, de origen alemán y asentada en Sevilla, monopolizó la imprenta más activa
del sur peninsular. Jacobo Cromberger comenzó siendo oficial en el taller de Meinardo
Ungut y Estanislao Polono. A la muerte de Ungut en 1499, su viuda se casó poco
después con Cromberger. Hay que recordar que, según las normas de los gremios, sólo
las viudas de un maestro que hubiera estado ya en el gremio podían seguir atendiendo el
negocio, y no siempre. Para mantener su derecho al taller o tienda en caso de segundas
nupcias, el nuevo marido debía tener el mismo oficio que el anterior. Las viudas que
entraban en estas cofradías y gremios estaban sometidas a los mismos reglamentos y
obligaciones, pero no disfrutaban de los mismos beneficios ni derechos.
Sevilla era, en el siglo XVI, una ciudad muy próspera, puerto de entrada y salida hacia
América. Jacobo Cromberger estableció su imprenta con una fuerte base económica y le
dejó a su hijo Juan un negocio sin competencia en el Sur. El mayor logro de Juan
Cromberger fue la fundación en 1539 de la primera imprenta en Ultramar. Fray Juan
Zumárraga, obispo de México, solicita su colaboración para establecer un taller de
imprenta en Nueva España. Tras su muerte, en 1540, su viuda, Brígida Maldonado, se
hizo cargo del negocio y de la imprenta, manteniendo su prestigio y la calidad de sus
impresiones que decayó cuando éste pasó a manos de su hijo Jacome. Tipográficamente
los libros de la familia Cromberger son conservadores y mantienen los tipos góticos.
Medina del Campo mantuvo durante todo el siglo XVI dos ferias anuales en las que se
centralizó el comercio de libros. Medina importó libros ya impresos y papel. Las
novedades europeas llegaron a España a través de los mercaderes y comerciantes que se
reunían en dicha ciudad. Muchas imprentas extranjeras mantuvieron una librería en
Medina que funcionaba a modo de sucursal de sus trabajos. Un pequeño número de
editores controló la producción y monopolizó el comercio decidiendo qué se imprimía:
Juan de Espinosa, Juan Pedro Museti, Antonio de Urueña, Adrian Ghermart. Junto a los
editores, hubo impresores importantes como Pierres Tovans, francés, que recorrió
diversas ciudades con su imprenta: Medina, Zaragoza o Salamanca. De sus prensas
salieron libros como La Segunda Comedia de Celestina (Medina: 1534) de Feliciano de
Silva y El Cortesano de Castiglione (Salamanca: 1540) en la traducción de Boscán.
Valencia fue una de las pocas ciudades españolas que mantuvieron varios talleres
abiertos simultáneamente. A finales del siglo XV, Joan Jofre se asentó en la ciudad de
Turia y allí imprimió obras en valenciano y en castellano: la Vida de santa Magdalena
en cobles, escrita por Jaume Gassull en 1497 y financiada por fray Gabriel Pellicer, fue
llevada a cabo por Joan Jofre en su taller, y terminada el 15 de marzo de 1505; traducida
del latín al catalán por Joan Carbonell, la edición más temprana que se conserva de la
Vinguda del Antecrist es la de 1520 salida de los talleres de Joan Jofre; Contemplació de
la vida de Crist de Vicent Ferrer carece de indicaciones tipográficas, pero se atribuye a
Jofre, y únicamente se conserva un ejemplar en la biblioteca del Patriarca, aunque se
había dado por perdida. Las obras publicadas por Joan Jofre destacan por su profusión
de grabados.
Otros impresores valencianos fueron Jorge Costilla que trabajó desde principios del
siglo XVI hasta 1531; Francisco Díaz Romano, nacido en Guadalupe, que imprimió en
Valencia hasta el 1541, año en el que se trasladó a su tierra natal; Juan de Oces, alias
Navarro, cuyo nombre aparece en los colofones desde 1532 hasta el 1583. Cabe
destacar, entre todos, los impresores ligados a Valencia a la familia Mey. Joan Mey,
natural de Flandes, se estableció en Valencia en torno a 1535. A partir de 1544 son
muchas las obras estampadas por Mey, de gran novedad tipográfica, pese a lo cual, se
vio obligado a emigrar a Murcia en busca de un mercado más amplio y mejores
perspectivas económicas. Dada su importancia y la calidad de sus publicaciones, el
Jurado de la Ciudad de Valencia le concedió una paga de quince libras anuales como
ayuda para el alquiler de una casa, que le sería aumentada posteriormente a condición
de que mantuviera una prensa trabajando, pese a lo cual parece que se trasladó a Alcalá
de Henares durante algún tiempo y mantuvo ambos talleres a la vez; publicó siete libros
en las prensas de Alcalá de Henares en el año 1553 y, ese mismo año, publicó en
Valencia, que se conozcan, siete obras. Joan Mey murió a finales de 1555 y su viuda se
hizo cargo de la imprenta.
Sólo en ese primer año que Jerónima de Gales tuvo el taller a su cargo, 1556, sacó a la
luz cinco libros, todas ellas eran publicaciones con un mercado asegurado dentro del
mundo humanista y universitario de la ciudad de Valencia. En 1557 salió de las prensas
de Jerónima de Gales la Cronica del Rey En Jaume, ?el modelo más perfecto y
magnífico de la tipografía española del siglo XVI? en palabras de Salvá. Con el escudo
de la Diputación Valenciana, y por tanto a sus expensas, la viuda de Mey publicó, en
1558, la Chrónica del Rey don Jaume escrita por Ramón Muntaner. Se puede comprobar
que las publicaciones de Jerónima de Gales son de gran envergadura. No se trata de una
producción mínima para sobrevivir económicamente, sino de auténtico trabajo
profesional de alto nivel. El 19 de junio de 1559 estaba ya casada con Pedro de Huete,
pero su nombre no figuró hasta 1568.
Los colofones siguieron haciendo referencia a la ?casa de Ioan Mey? y a veces ?Ex
officina Ioannis Mey?. En agosto de 1581, tras la muerte de Huete, se reiteró el apoyo
económico a Jerónima que hizo su reaparición en los colofones bajo el nombre de ?
viuda de Pedro Huete?. Comenzó entonces la colaboración con su hijo Pedro Patricio
Mey, quien la sucedió en el negocio a partir de 1587. Pedro Patricio continuó su trabajo
durante las primeras décadas del siglo XVII. El otro hijo de Jerónima de Gales, Felipe,
estableció su primera imprenta en Tarragona y, más tarde, trasladó su imprenta a
Valencia hasta su muerte en 1612.
Los impresores de mayor renombre que trabajaron en Barcelona fueron Joan
Rosembach y Carles Amorós. Rosembach, de origen alemán, inició su labor a finales
del siglo XV, pero continuó trabajando hasta bien entrado el XVI. De sus prensas salió
en 1518 El Llibre del Consolat de Mar, primera recopilación de textos de derecho
marítimo que engloba usos y costumbres del mar, regularizaciones legales de la
navegación y el comercio, con especial atención a la regulación de los contratos
marítimos. Carles Amorós, provenzal, desarrolló su actividad en Barcelona y durante un
corto periodo de tiempo en Perpiñán. De su taller salió la obra de Pere Tomich, Històries
de les conquistes de Aragó, y la primera edición de Las obras de Boscán y algunas de
Garcilaso de la Vega en 1543. Ese mismo año publicó Les obres de Ausias March. Un
grupo de importancia lo componen las obras de Derecho que se refieren a la legislación
catalano-aragonesa. Durante el reinado de Carlos V, las Cortes se reunieron con harta
frecuencia formando todo un conjunto de constitucions, ordenacions y costums relativas
al derecho civil que fueron publicadas por Carles Amorós.
El sucesor de Guillén de Brocar en las prensas alcalaínas fue su yerno Miguel de Eguía
quien trabajó en esta ciudad de 1523 a 1537. Hombre de gran cultura, su taller se
convirtió en el centro del humanismo erasmista en Alcalá. Los libros salidos de su taller
son muestra de la mejor tipografía humanista. Adornó las portadas con iniciales y orlas
de gusto renacentista. En 1530 fue procesado y encarcelado por la Inquisición por sus
ideas erasmistas. Tras su absolución a fines del 1533 se trasladó a Estela, su ciudad
natal, donde siguió trabajando hasta su muerte. Juan de Brocar, hijo de Guillén de
Brocar, le sustituyó al frente de la imprenta en Alcalá (1538-1552) y mantuvo el nivel
de calidad de su padre y cuñado.
E) El ideal de una biblioteca universal
Llegó a poseer más de 15.000 títulos catalogados, aunque muchos de ellos son piezas
muy pequeñas, pliegos sueltos. Sus viajes por Europa, acompañando a la Corte de
Carlos V, le dieron la oportunidad de recorrer librerías e imprentas de toda Europa. En
torno a 1516 maduró en él la idea de crear una magnífica biblioteca y comenzó entonces
la transcripción de los fondos en los primeros catálogos o repertorios, absolutamente
novedosos en la época. Para su confección, a cada libro le era asignado un número por
orden de registro, aparentemente no había ningún intento de clasificación por autor,
título o tema. La inclusión del íncipit en su catálogo muestra su minuciosidad en el
sistema biblioteconómico que ideó. De esta manera, se evitaba comprar el mismo texto
reeditado con distinta portada, como advierte uno de sus ayudantes, Juan Pérez, quien
relató una anécdota ocurrida a Colón ilustrativa de la picaresca de impresores y libreros:
?ansí le acaeçió a mi señor don Hernando Colón que, andando a buscar estos libros,
unos libreros le querían vender un libro de Derechos que era de Juan Andrés por otro, y
él miró el prinçipio y vido que era de Juan Andrés y díxoselo al librero el cual dixo que
era verdad y aun le suplicó que no lo dixese porque no lo vendería si tal se supiese [...]?
Hacia 1521 tenía registrados 5.881 volúmenes pero la pérdida en un naufragio, en aquel
mismo año, de todos los libros conseguidos en Italia, del número 925 al 2.562,
desbarató toda la estructura del catálogo y Colón prefirió empezar de nuevo. El
concepto del nuevo sistema permaneció igual, pero con significantes mejoras en la
calidad y extensión de las descripciones, así como los números que establecían
correspondencias con los otros repertorios, con las guías temáticas y con los íncipits. Se
sigue basando en el orden cronológico de compra para la numeración y reflejando
fechas y lugares de adquisición.
Tras la muerte de Cristóbal Plantin, las prensas continuaron trabajando bajo la dirección
de su yerno, Jean Moretus, y sus descendientes hasta la segunda mitad del siglo XIX. El
ayuntamiento de Amberes compró el edificio, las prensas, los tipos, las herramientas, los
libros de cuentas y los fondos editoriales que la casa había reunido a lo largo de
trescientos años, y lo convirtió en el Museo Plantin-Moretus. A finales del siglo XVI, se
abrió la imprenta de la familia Elzevier, Elceviros en la versión españolizada de su
nombre. Se especializaron en libros de pequeño formato y en la creación de un nuevo
tipo de letra itálica. Dispusieron de diversos establecimientos abiertos en ciudades
holandesas hasta principios del siglo XVIII.
Las novedades de la imprenta francesa, parisina, fueron imitadas por otros países
europeos. El número de impresores asentados en París permitió el establecimiento de
gremios que regularan la producción y que protegieran a sus miembros. Los
profesionales del libro establecieron unas normas que les beneficiaran y evitaran las
injerencias. Por otra parte, crearon un nuevo modo de comunicación, la Gazette de
France. Esta publicación periódica, aparecida en 1631, supone el inicio de la actividad
periodística (véase Periodismo).
Más de cien impresores trabajaron en Madrid durante este siglo. Luis Sánchez fue uno
de los impresores de formación humanística que a principios del siglo dieron muestra de
su saber hacer. Su padre había sido impresor, Francisco Sánchez, y con él aprendió el
oficio. Destacó por su esmerado cuidado en todas las fases de impresión, desde la
selección del papel, transcripción sin erratas y fiel al original, composición tipográfica
sin tacha en la que juega con redondas e itálicas, adornos de orlas y grabados
lujosísimos en algunas de sus obras. Su edición de los Proverbios morales de Sebastián
de Covarrubias y Orozco está ilustrada con 300 xilografías. Con frecuencia escribía
versos laudatorios en latín para las obras que publicaba.
Juan de la Cuesta fue el impresor que tuvo la fortuna de publicar la edición príncipe de
la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en 1605, costeada
por el librero Francisco Robles, habitual colaborador de Cuesta. La edición salió llena
de erratas y confusiones que no se subsanaron en las otras dos ediciones que sacó ese
mismo año. Juan de la Cuesta imprimió otras muchas obras de Cervantes, Las Novelas
ejemplares, en 1613; La Segunda Parte del Quijote, en 1615, y Los trabajos de Persiles
y Segismunda, en 1617. No obstante, su calidad tipográfica es inferior a la de Luis
Sánchez.
En Valencia continuó la saga de la familia Mey. Pedro Patricio Mey, que se había
iniciado con su madre Jerónima de Gales, la sucedió en el negocio cuando ella murió en
1587. En 1605 imprimió dos ediciones de la primera parte del Quijote y en 1616 la
segunda edición de la segunda parte. El otro hijo de Jerónima de Gales y Joan Mey fue
Felipe, catedrático de Prosodia, Griego y Retórica en la Universidad. Estableció su
primera imprenta en Tarragona bajo la protección del arzobispo de la ciudad, Antonio
Agustín, y a la muerte de éste, trasladó su imprenta a Valencia. Tras su muerte en 1612,
uno de sus hijos, Francisco Felipe Mey, siguió trabajando en la imprenta y firmó con el
mismo nombre que su padre, por lo que se han producido confusiones en la atribución
de algunas obras.
Pamplona contó con unos veinte talleres abiertos a lo largo del siglo XVII. Dos nombres
destacan entre todos ellos por la calidad de sus trabajos: la familia Labayen y Nicolás de
Asiaín. Carlos Labayen se estableció en Pamplona en 1607 e, inmediatamente, le
designaron ?impresor de la ciudad y Reino de Navarra?. Entre sus mayores aciertos
consta la primera edición de las Noches de invierno (1609) de Antonio de Eslava; dos
obras históricas de Fr. Prudencio de Sandoval, Historia del Emperador Carlos V (1614)
y la Historia de los Reyes de Castilla y León (1614). Editó cuatro obras de Quevedo y
algunos de sus trabajos de traducción como el Rómulo de Virgilio Malvezzi en 1632, ya
con el pie de imprenta de su viuda.
Nicolás de Asiaín fue impresor y mercader de libros durante poco más de una década,
pero sus libros destacan dentro del panorama general por la calidad de su papel y la
excelente tipografía. Destacan las dos impresiones de las Novelas ejemplares de
Cervantes (1614 y 1615) y Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) además de una
colección de comedias de Lope de Vega. Pese a la crisis económica y su reflejo en el
mundo libresco, se conservan tratados de la segunda mitad del XVI y del XVII que
teorizan sobre la necesidad de fundar bibliotecas, su disposición y orden; entre ellos,
contamos con Conrad Gesner, Antonio Possevino, Diego de Arce, Francisco de Araoz,
Juan Bautista de Cardona, Juan Páez de Castro, Claudio Clemente, De la Croix du
Maine, Antonio Agustín, Justo Lipsio y Benito Arias Montano.
La crisis que afectó a la industria del libro a lo largo del siglo XVII se superó, y el siglo
de la Ilustración supuso un renacer de las artes ligadas al mundo del libro. Las
encuadernaciones se enriquecieron y simplificaron a un mismo tiempo; las portadas
prescindieron de toda ornamentación inútil; mejoró la calidad del papel, de la tinta y de
los tipos. El tamaño de los libros se redujo a fin de hacerlos más cómodos al lector y
más fáciles de trasladar. Estas nuevas dimensiones favorecieron el uso de viñetas como
medio de ilustración. Las grandes orlas y frontispicios barrocos se redujeron o
desaparecieron frente a las viñetas que ocupaban gran parte del espacio.
El inicio del siglo prolongó la decadencia de la tipografía que se venía arrastrando desde
el siglo XVII. Uno de los problemas que se vieron obligados a enfrentar fue la
concesión hecha en tiempos de Felipe II a las imprentas de Amberes para imprimir
todos los misales y libros de rezo oficiales. Una vez que el Tratado de Utrecht había
separado definitivamente a los Países Bajos de la Corona Española, los impresores
españoles iniciaron los trámites para devolver a las prensas españolas los encargos
eclesiásticos, con la oposición de los jerónimos de El Escorial que no deseaban
renunciar a su monopolio de venta. Antonio Bordázar de Artazu envió al rey Felipe V su
obra Plantificación de la imprenta de el rezo sagrado (1732).
Bordázar demostraba que las imprentas españolas estaban capacitadas para asumir un
encargo de tanta responsabilidad, incluía un muestrario de los diversos tipos que podían
utilizarse y un estudio económico de los gastos de instalación y producción. José de
Orga, discípulo de Bordázar, continuó su empeño y se dirigió a Fernando VI pidiendo
autorización para montar una imprenta en Madrid que imprimiera estos libros.
Finalmente, durante el reinado de Carlos III se anuló el encargo de imprimir los libros
eclesiásticos a la casa Plantin-Moretus de Amberes.
Entre las obras más logradas de Ibarra destacó la edición bilingüe de La Conjuración de
Catilina y la Guerra de Jugurta (1772) traducidas por el infante Gabriel Antonio, el
segundo de los hijos de Carlos III. La traducción del infante está en cursiva y al pie de
la página, en dos columnas, figura el texto latino en letra redonda de cuerpo inferior. Se
hizo una tirada de 120 ejemplares para miembros de la familia real, personalidades e
instituciones. Las ilustraciones fueron dibujadas por el pintor de cámara Mariano Maella
y grabadas por Manuel Salvador Carmona; los caracteres fueron fundidos, ex profeso
para esta edición, por Antonio Espinosa; Francisco Pérez Bayer añadió un epílogo sobre
el idioma de los fenicios.
La Academia de la Lengua encargó a la prensa Ibarra una edición especial del Quijote.
La obra salió a la luz en 1780, en cuatro volúmenes y cumpliendo todos los requisitos
que la Academia había acordado en sus actas: respeto al texto original, presentación
lujosa en papel de marquina y los mejores ilustradores posibles. Los artistas encargados
fueron los profesores de la Academia de San Fernando, quienes se documentaron en los
trajes y armaduras de la época. Se fundió nueva letrería para la ocasión en el taller de
Jerónimo Gil; el papel se encargó al catalán José Florens; de la encuadernación se hizo
responsable Antonio Sancha.
Hasta finales del siglo XVIII los incunables permanecieron olvidados en conventos y
monasterios sin que despertaran el interés de críticos y estudiosos. La Typografia
española o historia de la introducción, propagación y progresos de arte de la imprenta en
España (1796), del Padre Méndez, fue el primer trabajo en España que se ocupó de
estudiar la primera época de la imprenta. Es un estudio aún válido hoy día y en su
momento fue la piedra de toque para que algunos eruditos enfocaran su atención y sus
trabajos a un tema que se les brindaba nuevo y lleno de posibilidades. Los estudios de
Nicolás Antonio se publicaron en el taller de Ibarra bajo el título Bibliotheca Hispana
Vetus en1783. El segundo tomo de esta magna obra, Bibliotheca Hispana Nova, se
publicó en 1788, una vez que su viuda se había hecho cargo de la imprenta.
Antonio Sancha es el otro gran impresor español del siglo XVIII. Nació en Torija,
Guadalajara, en 1720 en una familia de labradores acomodados y se trasladó a Madrid
de joven para aprender el oficio de encuadernador. Trabajó en casi todos los oficios
ligados al libro: impresión, edición, encuadernación y librería. El papel de hilo utilizado
en sus ediciones resulta de una gran elegancia, reforzada por la amplitud de márgenes.
Sus publicaciones no se limitaban al aspecto comercial del negocio sino que eran fruto
de la labor de un ilustrado: buscaba facilitar el estudio de los grandes escritores,
proporcionar antologías comentadas, ediciones correctas de obras inéditas o poco
conocidas, el desarrollo de la educación, etc.
Sancha participó como editor del Parnaso español. Colección de poesías escogidas de
los más célebres poetas castellanos, de los cuales Ibarra imprimió los cinco primeros
tomos y el propio Sancha los cuatro últimos. Para completar esta obra Tomás Antonio
Sánchez preparó la Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV (1779-1790)
en cuatro tomos. En esta colección se publicó por primera vez el Mio Cid, las obras de
Gonzalo de Berceo, el Libro de Alexandre y el Libro de Buen Amor. Hay que añadir, a
éstos, las colecciones de clásicos españoles que inauguró con 21 tomos dedicados a
Lope de Vega (1776-1779), 11 con las obras de Cervantes (1781-1797) y otras tantas
con las de Quevedo (1790-1794).
En España, la Real Biblioteca pasó a ser de uso público por el decreto de 2 de enero de
1716. La expulsión de los jesuitas en 1767 trajo consigo la desaparición de sus
bibliotecas que se dispersaron en subastas y saldos. Algunos pasaron a las bibliotecas
universitarias, pero otros muchos salieron de España y pasaron a enriquecer colecciones
extranjeras. La elite ilustrada pretendía posibilitar la lectura de un espectro más amplio
de la población y facilitar el acceso a los libros. Algunos nobles y órdenes religiosas
abrieron sus bibliotecas a los estudiosos. Las Sociedades Económicas de Amigos de
País abrieron pequeñas bibliotecas encaminadas a fomentar el gusto por la lectura y
elevar el nivel cultural de la población.
A lo largo del siglo XIX el libro dejó de ser exclusivo de una minoría. Un sector cada
vez más amplio de la sociedad tuvo acceso a los libros, que aumentaron sus tiradas. La
industrialización tuvo mucho que ver en ello, junto con las revoluciones que ?
democratizaban? el poder y la cultura. Por una parte, la emigración rural ocasionó el
aumento demográfico de las ciudades que se convirtieron en receptores de las
novedades editoriales mientras los pueblos quedaban desasistidos; por otra, la
fabricación del papel a máquina y el uso de la pasta de madera en lugar de trapos para la
fabricación del papel, permitió el aumento de la producción y el abaratamiento del
precio. Desde la invención de la imprenta apenas se había modificado el modo de
producción.
Cada hoja de papel se fabricaba a mano y cada una de ellas pasaba por la prensa que
accionaba un obrero. Se hacía a mano la composición tipográfica y la recolocación de
cada letra a su cajetín una vez utilizada. En 1798 Nicolás Louis Robert inventó una
nueva máquina para la fabricación del papel que permitía aumentar la producción hasta
los 1.000 kilos diarios, en lugar de los 100 que se conseguían por el procedimiento
tradicional. Otro de los avances en la fabricación del papel fue la sustitución de los
trapos por pasta de madera.
Los editores alemanes tuvieron una gran influencia en este siglo. El taller de la familia
Tauchnitz se estableció en Leipzig y comenzó publicando ediciones baratas de clásicos
greco-latinos y de autores ingleses. El fundador de la saga, Karl Tauchnitz, publicó
ediciones de la Biblia y del Corán para lo cual fundió en su taller tipos hebreos y árabes.
Durante el siglo XIX continuaron su trabajo en España las grandes imprentas del XVIII
como la Imprenta Real que servía a las necesidades de la Corona y la administración,
además de ocuparse de obras por encargo y otras de mayor envergadura. Los talleres de
Ibarra y Sancha permanecieron abiertos y en plena actividad bajo la dirección de sus
herederos. A Antonio Sancha le sucedió su hijo Gabriel, y más tarde su nieto Indalecio.
Fernando Roig fundó en Madrid una editorial en colaboración con José Gaspar. Su
Biblioteca Ilustrada puso a disposición de un público amplio obras literarias e históricas
que pasaron a enriquecer bibliotecas privadas. Iniciaban todos los libros con un grabado
de incitación a la lectura: alusión a las Bellas Artes, a la imprenta, un jardín con damas y
caballeros leyendo. Entre los autores publicados destacan Ercilla, Antonio Solís,
Mesonero Romanos, Víctor Hugo, Chateaubriand, Washington Irving, Walter Scott.
La figura del editor se consolidó durante el siglo XIX. El editor era el encargado de
escoger las obras, firmar los contratos, diseñar el formato y las ilustraciones y financiar
la edición. Manuel de Rivadeneyra se destacó como el más importante editor del siglo.
Trabajó en la imprenta de Bergnes en Barcelona tras lo cual se fue a Chile donde fundó
dos imprentas que le dieron el dinero suficiente para volver a España e iniciar su
proyecto de la Biblioteca de Autores Españoles en 70 volúmenes bajo la dirección de
Buenaventura Carlos Aribau. Su intención era poner a disposición de los lectores los
grandes escritores españoles. La editorial más importante de finales del siglo fue la de
Saturnino Calleja, que empezó a trabajar en 1876. Su fama se debe a las colecciones de
cuentos infantiles que perpetuaron sus herederos quienes confiaron la dirección de la
editorial a Juan Ramón Jiménez.
El folletín
A principios del siglo XIX surgió en el panorama francés el ?folletín?, que llevaba
consigo la aparición de un nuevo género literario denominado folletinesco. En
ocasiones, el folletín se publicaba en la parte inferior de alguna publicación periódica de
modo que pudiera recortarse y coleccionarse hasta completar la novela. El desarrollo de
la industria editorial que se había alcanzado a mediados del siglo XIX favoreció la
búsqueda de nuevos mercados de ventas. Madrid disponía de 184 imprentas y
Barcelona, 41, tras ellas Valencia, Cádiz, Zaragoza, Sevilla, etc. Los editores
necesitaban encontrar un nuevo público lector que comprara de manera regular aunque
fuera a muy bajo precio. La venta por ?entregas? suponía la compra de cuadernillos que
correspondían a capítulos de la novela que debían coleccionarse. La clase popular y
pequeño-burguesa accedieron de este modo a la lectura sin la necesidad de invertir
demasiado dinero y entraron en el circuito comercial del libro. Las mujeres fueron el
público más fiel de estas eternas historias que se fragmentaban semana a semana. El
folletín o novela por entregas fue el sustento de muchos escritores españoles y
enriqueció a muchos editores.
Autores de primera fila se dedicaron a escribir novelas de folletín como modo de vida:
François-René Chateaubriand, Honoré de Balzac, Eugène Sué, Charles Baudelaire,
Alejandro Dumas, Theophile Gautier, George Sand, Victor Hugo, Emile Zola y otros
muchos. La moda folletinesca llegó a España, a Alemania, Inglaterra y Estados Unidos.
En España se hicieron muy populares autores como Wenceslao Ayguals de Izco, Manuel
Fernández y González, Torcuato Tárrega y Mateos, Julio Nombela, Florencio Luis
Parreño y otros muchos que han quedado olvidados en la actualidad. Es obligado
distinguir entre aquellos que escribían su obra y la publicaban por entregas, y aquellos
otros que escribían por entregas. Los grandes especialistas del género folletinesco
firmaban un contrato con el editor por el que se comprometían a entregar un cierto
número de páginas cada semana. El sueldo que recibían era muy alto para la época y por
ello hubo escritores por entregas que dictaban sus obras a taquígrafos, que componían
varias obras a la vez, que reelaboraban la misma historia una y otra vez.
El papel de los folletines era de mala calidad. En ocasiones, las primeras entregas eran
más cuidadas en su aspecto externo e iban empeorando cuando ya tenían a su público
asegurado. Los tipos de imprenta eran excesivamente grandes. Cada página tenía de 20
a 25 líneas, dos columnas, grandes títulos y subtítulos en un esfuerzo constante de
ocupar más y más páginas. La forma folletinesca condicionaba el modo de escritura: el
lenguaje había de ser fácil y efectista; los diálogos largos, formados por intervenciones
cortísimas en las que los personajes se intercambiaban simples saludos y
exclamaciones; los personajes ya conocidos se dividían claramente entre buenos y
malos.
Mientras tanto, en España, Gallardo, Salvá, Asensio, Aguiló y Gutiérrez del Caño entre
otros, publicaban artículos haciendo resaltar el valor del incunable dentro de nuestras
propias fronteras. El Ensayo de un catálogo de impresores españoles desde la
introducción de la imprenta hasta finales del siglo XVIII, de Marcelino Gutiérrez del
Caño, contabiliza 711 impresores. El Diccionario de las Imprentas que han existido en
Valencia (Valencia: F. Domenech, 1898-99) de Serrano y Morales reseña por orden
alfabético las imprentas de Valencia desde su establecimiento hasta 1868. Es una obra
fundamental para la historia de la imprenta en Valencia. Serrano y Morales escudriñó de
manera atenta los impresores y las obras salidas de la ciudad del Turia de manera tan
meticulosa que sigue siendo de gran utilidad para el investigador actual.
Todos estos estudios sentaron las bases necesarias para que, a finales del siglo XIX, un
filólogo alemán, Konrad Haebler, pudiera publicar la Bibliografía ibérica del siglo XV
apoyándose en nuevos métodos científicos y sistemáticos. Esta obra supuso un hito para
los estudios sobre las imprentas y los incunables. Al calor de la obra de Haebler surgen
a lo largo del siglo XX, estudios y monografías como las de Sanpere y Miquel,
Tremoyeres, Miquel y Planas, Lambert o Millares Carlo. Al mismo tiempo, los
organismos oficiales comenzaron a interesarse en la catalogación de sus bibliotecas más
importantes.
La imprenta en el siglo XX
Cambios técnicos
La producción española en los primeros años del siglo es escasa, de no muy alta calidad
y de interés local. La industria editorial apenas existe y el comercio del libro está en
manos de los libreros. El público lector no es demasiado numeroso aunque crece poco a
poco. El reinado de Alfonso XIII perpetuó las formas decimonónicas de la Restauración
en los medios de producción aunque de gran importancia intelectual. La Segunda
República concentró sus esfuerzos educativos en la mejora de las escuelas y de los
sueldos de los maestros y en la creación de bibliotecas públicas. El Patronato de
Misiones Pedagógicas logró establecer cerca de cinco mil pequeñas bibliotecas, muchas
de ellas en el ámbito rural.
Durante la Guerra Civil el libro fue politizado por ambos bandos en un intento de
concienciación. Abundan los panfletos y folletos con los discursos de los políticos,
consejos para la lucha armada y la autoprotección en caso de ataque. El Partido
Comunista creó la Distribuidora de Publicaciones y las editoriales Nuestro Pueblo y
Estrella, bajo la dirección de Rafael Giménez Siles, además de la editorial Europa-
América fundada antes de la Guerra Civil. Publicaban libros a precios populares en los
que, por una parte, divulgaban la ideología comunista y, por otra, difundían la obra de
grandes escritores. En la zona Nacional la industrial editorial fue menor y sus
publicaciones eminentemente políticas. La editorial más importante fue la Librería
Santaren de Valladolid en las que destacan las crónicas de guerra y los relatos de
hazañas militares. El editor José Ruiz Castillo fundó en Segovia la Editorial
Reconquista que publicó obras de Manuel Machado, Pemán, Concha Espina.
Los editores catalanes crearon diversos premios de narrativa que estimulaban las ventas
posteriores: Nadal, Planeta, Herralde, Plaza y Janés. Las editoriales asentadas en
Barcelona se dedicaron a obras de gran volumen y a la narrativa contemporánea. José
Manuel Lara estableció el mayor grupo editorial español; comenzó en 1949 con la
Editorial Planeta y las ventas le permitieron adquirir otras editoriales como Destino,
Ariel, Seix-Barral, Deusto y la mejicana Julio Mortiz. Este célebre empresario se ha
especializado en novedades para el gran público, obras políticas, historia reciente de
España, etc.
Víctor Seix y Carlos Barral, herederos de los fundadores de Seix y Barral, se dedicaron
a publicar las últimas novedades de la narrativa de alto interés literario. Otra editorial
barcelonesa que siguió esta línea fue la fundada por José Herralde en 1969, Anagrama,
que se hizo portavoz en España de las nuevas corrientes de pensamiento europeas a
partir de mayo del 68. Tusquets editores apareció en el panorama editorial español en
1969 y se hizo popular con su colección erótica "La sonrisa vertical" que acaba de
cumplir 20 años de existencia.
Los estudios en torno al libro y la imprenta se vieron favorecidos por las disputas entre
catalanes y valencianos por demostrar su prioridad en el establecimiento de la imprenta,
y en el ímpetu que les llevó a escudriñar en sus bibliotecas en busca de la prueba
definitiva, razón por la cual sus incunables y fondos antiguos fueron los mejor
estudiados y clasificados. Los innumerables y exhaustivos trabajos de Vindel o los de
Palau y Dulcet dieron paso a un periodo más sosegado en lo que se refiere a obras
magistrales en torno a esta materia. F. J. Norton, en A descriptive catalogue of printing
in Spain and Portugal 1501-1520 (Cambridge: Cambridge UP, 1965) ofrece una obra
fundamental porque contiene nuevos datos y minuciosas descripciones de las obras de
Spindeler, Pedro Posa, Rosembach o Amorós. Norton proporciona datos biográficos,
listas anotadas de los caracteres que emplearon, marcas, escudos y otros datos de
importancia. Por su parte, los trabajos de Antonio Rodríguez Moñino culminan con la
publicación póstuma del Diccionario bibliográfico de pliegos sueltos poéticos (S. XVI)
(Madrid: Castalia, 1970; 2ª ed. 1997).
El año 1974 trajo consigo todas las consabidas celebraciones de V Centenario y con
ellas, multitud de artículos, tanto en revistas especializadas como en las dedicadas al
gran público que divulgan la estima por el incunable. En los últimos años se ha vuelto a
un relativo reposo. Los catálogos de la bibliotecas son empresas subvencionadas por el
Estado en la mayoría de los casos y gracias a ello se logró el Catálogo de obras impresas
en los siglos XVI a XVIII existentes en las bibliotecas españolas, el Catálogo General
de Incunables y otros catálogos parciales patrocinados por las Comunidades Autónomas
o los propios municipios. Es ésta una labor ímproba pero necesaria, ya que sólo
conociendo las existencias reales de nuestras bibliotecas se podrá comenzar a establecer
la historia del libro y la imprenta, la evolución en los gustos, la mayor o menor demanda
de una obra y las relaciones entre diversas ediciones.
En 1467, Ulrich Hahn imprimió en Roma las Meditationes de Juan de Torquemada, con
treinta grabados xilográficos tomados de pinturas murales de la iglesia romana de Santa
María sopra Minerva, hoy desaparecidas. En el ejemplar que se conserva en la
Biblioteca Nacional de Madrid, se han coloreado a mano los grabados y se han añadido
las iniciales que el impresor había dejado en blanco. En 1471, Günther Zainer imprimió
en Augsburgo la Legenda Aurea de Jacobus de Voragine, con 131 xilografías. En esta
obra se presentan las vidas de los santos de acuerdo con el año litúrgico y adecuando las
historias al gusto "popular" en su afán de inclinar el corazón a la devoción divina. Se
usó en las escuelas para la enseñanza y también como fuente de ejemplos morales para
los sermones en el púlpito.
Asimismo, el Contemptus mundi de Jean Gerson fue el libro más popular en Europa a
principios del siglo XVI, y fue manual básico de aprendizaje de la "devotio moderna".
El teólogo reformista francés recomendaba las pinturas y grabados en los libros de
devoción para estimular la oración mental, espiritual. Las estampas eran la mejor forma
de acercar el mensaje al lector y los textos religiosos las emplearon más en este sentido
que en su aspecto decorativo. Un buen ejemplo de su función es la estampa del Infierno
que ilustra el Cordiale quattuor novissimorum de Dionisio el Cartujano (Zaragoza:
Pablo Hurus, 1476), con la boca de Leviatán y, dentro de ella, los pecadores que están
sufriendo tormentos por cada uno de los pecados capitales. Hay incunables
insuperablemente ilustrados como el Apocalipsis impreso en Nuremberg en 1498, con
15 grandes grabados obra de Alberto Durero.
El primer libro impreso ilustrado del que tenemos noticia data de 1461. Se trata de una
obra de Ulrich Boner, Edelstein, impresa en Bamberg por Albrecht Pfister. En España el
primer libro impreso ilustrado copió una edición veneciana anterior y salió de los
talleres sevillanos de Alfonso Puerto y Bartolomé Segura en 1480: es el Fasciculus
temporum de Rodewinch. En España la ilustración depende casi por entero de la escuela
alemana y de sus planchas, pero la ornamentación cuenta con un estilo peculiar
inspirado en las corrientes orientales, en la formas geométricas árabes.
De la época incunable destacan las orlas e ilustraciones creadas para el Tirant lo Blanc
de Martorell en el taller de Spindeler. Nicolaus Spindeler empezó trabajando en
colaboración con Pedro Brun en Tortosa y más tarde en Barcelona. Una vez separado de
Brun, Spindeler trabajó en Tarragona y en Valencia donde firmó un contrato con el
librero alemán Johannes Rix de Cura para la impresión del Tirant lo Blanc de Joanot
Martorell. Esta obra es de gran belleza tipográfica. Consta de 388 hojas formato folio,
impresa a dos columnas con caracteres góticos como es habitual en los libros de
caballerías. Las letras iniciales y capitales están grabadas en estilos diferentes. La orla
grabada es de inspiración hispano-mudéjar.
Representa una escena de caza en el margen externo, animales entrelazados y dos leones
que sostienen el escudo con la marca del impresor en el margen inferior, y motivos
vegetales en los márgenes interior y superior. Los continuos cambios de lugar de
Spindeler revelan lo que va a ser una constante entre los impresores, la precariedad
económica les obliga a buscar nuevos mercados, a asociarse con libreros y mecenas que
corran con los gastos de las ediciones, a empeñar en ocasiones sus herramientas de
trabajo.
El primer libro impreso en Zamora que se conoce tiene la fecha de 25 de enero de 1482
por lo que cabe suponer que su impresor, Antonio de Centenera, se instaló en la ciudad
al menos en 1481, donde trabajó hasta 1492. Los doce trabajos de Hércules es una
buena muestra de la calidad alcanzada por la imprenta española respecto a la influencia
germana. Las ilustraciones, creadas ex profeso para la edición zamorana, ocupan medio
folio y representan un estilo plenamente hispano. Cada una de ellas complementa el
texto.
El nivel y la calidad alcanzados por las obras impresas durante el siglo XVII se ven
seriamente mermados a medida que avanza el siglo. La crisis económica y las guerras
empobrecen al país. Los impresores no pueden renovar su material, experimentar con
nuevos tipos y el papel es cada vez de peor calidad. Se emplean dos tipos de papel: el de
la ?tierra?, hecho en España y de mala calidad, y el de Génova o ?del corazón?,
reservado para ediciones más cuidadas. La tipografía gótica desaparece a lo largo del
siglo XVI, aunque perdura algo más en las ediciones de libros de caballerías; se
sustituye con la tipografía romana o redonda. Se juega en la composición alternando
esta letra con la cursiva para portadas, epígrafes y citas. La calidad disminuye en el
siglo XVII y las erratas son cada vez más frecuentes. Los tipos se usan hasta que están
completamente gastados. Algunos nombres mantienen el nivel de calidad: Luis Sánchez
a principios de siglo en Madrid, la Imprenta Real, Antonio Vázquez en Alcalá y
Tabernier en Salamanca.
Hasta principios del siglo XX los ex-libris no pretendían otra cosa que identificar al
poseedor del libro y evitar que se extraviase o fuese robado. A principios del siglo XX
estas marcas se convierten en objetos de arte por sí mismos. Emblemas, divisas y
símbolos animales o vegetales caracterizan al dueño del libro que desea dejar su
impronta en cada ejemplar. Alegorías y emblemas ocupan el centro y aparecen orladas
por motivos geométricos o vegetales. La moda de los ex-libris surge simultáneamente
en Francia, Inglaterra, Alemania y España, donde destaca Cataluña gracias a la labor
llevada a cabo por Alejandro Riquer y José Triadó, además de Corominas, Moyá y
Pascó. La Revista Ibérica de Ex-libris se funda en 1903 y perdura hasta 1906, lo que
sirvió para difundir el gusto por el ex-libris.
El arte de la encuadernación
Durante la Edad Media el libro era un objeto lujoso que muy pocos podían permitirse
poseer. En la península ibérica confluyeron las influencias gótico-europeas junto con las
encuadernaciones árabes y las mudéjares. Las ricas encuadernaciones de orfebrería
pretendían proteger, pero también decorar, aunque la mayoría de los libros se
encuadernaban en cuero o piel vuelta. Las encuadernaciones árabes eran de cartera, es
decir, una de las tapas se prolongaba en una solapa que cubría la otra tapa, y se
decoraban con hierros en seco. El curtido de pieles que se había desarrollado en el
mundo musulmán perduró en las tierras reconquistadas donde artistas árabes se
especializan entre los siglos XIII y XVI en la encuadernación decorada. La abundancia
de libros gracias al desarrollo de la imprenta obliga a los encuadernaciones a buscar
soluciones más rápidas y baratas. La solución la encuentran los encuadernadores
alemanes y flamencos: la "rueda" era un pequeño cilindro metálico en cuya superficie se
grababa el motivo elegido y se aplicaba a la piel dejando marcada la orla deseada. Otra
de las novedades fue el empleo de oro en las decoraciones. Los árabes la habían
empleado antes pero era una técnica difícil. A partir del XVI se generaliza su uso y
desde 1560 se aplica sistemáticamente.
La portada, excepcional en los primeros incunables, se hace habitual en los últimos años
del siglo XV. A lo largo del siglo XVI, los impresores prestan una mayor atención a la
portada que se decora con orlas grabadas, los títulos se simplifican y se añade el pie de
imprenta. A partir de 1558 se hace obligatorio que figure el nombre del autor, el del
impresor y el lugar de impresión. La decoración de las orlas se fue complicando y
adaptando a las diversas modas y los gustos de la época y público. No se decora del
mismo modo un pliego suelto que relata un caso ?espantable? que un texto humanista.
Artistas grabadores se fueron haciendo cargo de la decoración de las portadas.
La ilustración y ornamentación barroca ocupan las portadas del siglo XVII con
profusión de frontispicios, letras iniciales, cabeceras, remates, escudos nobiliarios,
emblemas, alegorías, retratos. La complicación de los elementos de la portada llega a su
culmen en el siglo XVII. Se abandona la técnica xilográfica a favor de la calcografía. El
grabador comienza a salir del anonimato y a firmar sus obras. Al igual que con la
difusión de la imprenta, los primeros grabadores proceden del norte de Europa y ellos
formarán en sus técnicas a la siguiente generación. La influencia de los Países Bajos, a
través de las obras de Plantin, favorece a los artesanos grabadores flamencos que se
instalan en España: Pedro Perret, Diego de Astor, Juan Schorgens, Alardo de Popma,
Juan de Noort. Entre los españoles destacan Pedro de Villafranca, Matías de Arteaga,
Marcos de Orozco y Diego de Obregón. Importantes pintores probaron su maestría en el
grabado como Murillo, Valdés Leal, Claudio Coello.
En las primeras décadas del XIX reina el estilo imperio, que no es sino una continuación
del neoclásico. Cabe destacar en el arte de la encuadernación del siglo XIX el desarrollo
de las técnicas valencianas, desarrolladas por la familia Mallén, que estaba asentada en
Valencia desde que saliera de Francia; allí establecieron su taller, que sirvió de escuela a
muchos artesanos y artistas. José Beneyto descubrió el efecto del agua sobre los ácidos
de la piel y logró las multicolores pastas valencianas.
Entre 1840 y 1845 se ponen de moda los terciopelos, rasos y moarés. Durante el reinado
de Isabel II aparecen las encuadernaciones románticas creadas por el francés Joseph
Thouvenin, creando el estilo a la catedral que se inspiraba en los elementos decorativos
de las catedrales góticas. A partir del romanticismo se pretende que la decoración de la
portada esté en consonancia con el texto. Entre los nombres de grandes encuadernadores
del siglo XIX es obligado mencionar a Pedro Domenech, que quiso restaurar el arte de
encuadernación catalana.
La estética modernista, por fin, llega a las encuadernaciones que hacen uso de adornos
florales, lirios, crisantemos, nenúfares, y azucenas. La estilización permanente le
permite decorar a base de animales y plantas que por su exotismo se adaptan al gusto
por el arabesco: libélulas, lagartos, mariposas, ranas; además, hay dibujos simples de
colores planos, sin sombras. En nuestro siglo, los nombres de los dos grandes
encuadernadores son los de Brugalla y Palomino.
A fines del siglo XV y principios del XVI, la iglesia controlaba aún la producción de
libros. La llegada de la imprenta modificó esta situación. La Iglesia no sentía, en un
principio, la necesidad de tomar precauciones cuando algunos impresores del sur de
Alemania comenzaron a imprimir en alemán no sólo obras edificantes sino también la
Biblia. Este movimiento de traducción y difusión de la Biblia en las lenguas vulgares se
extendió por Italia, Francia, los Países Bajos y España. Una lujosa edición de la Biblia
ilustrada sale de las prensas de Anton Koberger desde Nuremberger. Los dominicos, que
dominaban la universidad, se alarmaron y pidieron ayuda a Roma.
En marzo de 1479 el Papa estableció la censura previa de todos los libros puestos a la
venta. La censura inquisitorial quedó establecida como tal a partir de 1485 cuando el
arzobispo de Maguncia, Berthold von Honneberg exigió que se suprimiesen los libros ?
peligrosos? de la feria de cuaresma. Denunció el mal uso que se estaba haciendo de la
imprenta tanto en las traducciones de textos litúrgicos, misales, libros de leyes y
también en lo que respecta a autores clásicos. En su escrito, se especifica que todos los
libros han de ser autorizados por una comisión de cuatro miembros que incluyan
profesores universitarios de Erfurt.
La censura llegó a las distintas ciudades y países a medida que el número de imprentas
aumentaba y que su producción comenzaba a ser significativa. Venecia era por entonces
la ciudad más importante de la época y controlaba el comercio del Mediterráneo. Pronto
se convirtió en el principal centro impresor de Europa. El arzobispo Niccolò Franco
prohibió la publicación de cualquier libro de tema religioso sin la autorización del
obispo o del vicario general. En 1487, Inocencio VIII publicó la Bula contra
impressores librorum reprobatorum. La intervención del Papa se hizo sistemática a
partir del 1501, cuando Alejandro VI reforzó las medidas existentes y prohibió, bajo
pena de excomunión, cualquier publicación sin licencia del obispo correspondiente.
La imprenta fue muy bien recibida en un principio por Isabel y Fernando, que
protegieron de tasas aduaneras a los impresores y tratantes de libros ofreciéndoles
beneficios de los que no disfrutaban otros artesanos. El apoyo a las letras a través del
nuevo invento es la explicación que los propios reyes ofrecen al promulgar estos
privilegios en documentos oficiales pero además, deciden aprovechar la posibilidad de
multiplicar las copias de sus propios edictos y leyes. Una pragmática de los Reyes
Católicos de 1502 obliga a someter todos los libros que vayan a ser impresos a la
autorización y licencia del Consejo Real o su equivalente en los distintos reinos. El
control abarcaba tanto a los libros impresos en sus reinos como a los importados. Esta
pragmática no sólo pretendía controlar los ?libros de molde? sino asegurar la calidad al
recomendar a ?libreros e imprimidores y mercaderes e factores que haygan e traygan los
dichos libros bien hechos e perfectos y enteros y bien corregidos y enmendados y
escritos de buena letra e tinta e buenas márgenes y en buen papel y no con títulos
menguados, por manera que toda la obra sea perfecta y que en ella no pueda haver ni
aya falta alguna.?
A medida que se vislumbraba la repercusión cultural y política del libro, los monarcas
dieron forma a un cuerpo legislativo cada vez más complejo y la iglesia decidió
intervenir de modo que se requiriera su aprobación para cada impresión. La cultura y el
mundo de las ideas pronto fueron identificados con la imprenta. En 1478, se imprime en
Valencia una traducción catalana de la Biblia que se conoce como la Biblia de Valencia.
En 1498, la Inquisición da orden de que se quemen todos los ejemplares en la plaza del
rey de Barcelona. Consiguió salvarse un solo ejemplar que se conservó en la Biblioteca
Real de Estocolmo hasta que ésta quedó destruida en un incendio en 1697.
En 1517, se inicia la rebelión de Lutero, que hace uso excepcional del poder de difusión
de la imprenta. Las prohibiciones aumentan y los controles se hacen más férreos. Carlos
V ordena la censura previa de todos los textos y en 1523 prohíbe la publicación de las
obras de Lutero; un año más tarde el papa Clemente VII siguió su ejemplo. Las
universidades establecen los primeros Índices de Libros Prohibidos. El Concilio de
Trento (1545-1563) presta una gran atención a los libros y la imprenta. Establece la
Vulgata como la única versión de la Biblia aceptada y prohíbe todas las demás. En 1554
Carlos V y el príncipe Felipe centralizan el control y la censura de libros que ha de pasar
necesariamente por su Consejo.
En 1558, recién coronado Felipe II, se promulga una ley aún más severa y restrictiva: se
prohíbe, bajo pena de muerte y confiscación de bienes, la entrada de libros en romance
impresos fuera de Castilla a menos que lleven licencia expresa del Consejo Real.
Ningún libro, ni en romance ni en latín, se puede imprimir sin la consiguiente licencia.
La pragmática de 1558 establece la configuración externa del libro. El Consejo autoriza
un original que debe ir adecuadamente foliado y paginado, el texto se imprime junto con
el colofón en el que deben figurar todos los datos del impresor. Una vez impreso el
texto, el Consejo lo cotejaba con el original que él había aprobado previamente tras lo
cual, se imprimían la portada y los preliminares, donde se daba cuenta de la obtención
de la licencia. De ahí derivan las divergencias de fecha entre el colofón y la portada, ya
que podían transcurrir varios meses hasta que se concluían los trámites. A lo largo del
siglo XVI, los impresores decoraron la portada con orlas grabadas, simplificaron títulos
y añadieron el pie de imprenta en el que constaban, obligatoriamente, el nombre del
autor, el del impresor y el lugar de impresión.
Amadises y libros del mismo género llegaban a los puertos americanos en grandes
cantidades alentados por las grandes ganancias que suponían para los editores y libreros
sevillanos. Por lo demás, los libros en el Nuevo Mundo estaban sujetos a la misma
legislación que la castellana. Se necesitaba una licencia otorgada por el Consejo Real y
el visto bueno de la Inquisición. Los libros que se enviaban a través del puerto sevillano
pasaban la censura inquisitorial en dicha ciudad antes de embarcar. Los métodos para
burlar el control eran de lo más variado: desde el cambio de la portada para ocultar una
obra prohibida bajo el nombre de un autor fuera de toda sospecha, la encuadernación de
un libro herético junto con otras que no lo eran o la falsificación de datos.
En 1559, Paulo IV promulgó el primer Index librorum prohibitorum aunque apenas tuvo
vigencia a causa de las muchas erratas que contenía y por tener obras escritas por
obispos y cardenales. En 1564, impreso por Manuzio, Pío IV lo reformó y publicó
nuevamente. Se estableció una comisión especial, la Congregación del Índice,
encargada de vigilar y llevar a cabo las sucesivas ediciones del Índice. La última es la
de 1948 y su supresión completa llegó en 1966, bajo el papado de Pablo VI. La
Inquisición española mantuvo su independencia respecto a la legislación emanada de
Roma y publicó sus propios Índices de Libros Prohibidos. A lo largo del siglo XVI, la
Inquisición sacó a la luz tres índices, en 1551, 1559 y 1583-84.
Estas normativas siguen vigentes en el siglo XVII y condicionan tanto la forma como el
contenido de los libros y dificultan extraordinariamente su difusión. Se grava con
impuestos especiales a las imprentas que hasta entonces y desde tiempos de los Reyes
Católicos, habían disfrutado de exención de impuestos. La censura eclesiástica se ve
reforzada por la censura política que había sido más benevolente hasta este momento.
Las nuevas disposiciones vienen a endurecer las condiciones para la producción y venta
del libro. Castilla y la Corona de Aragón mantenían ciertas diferencias legislativas que
hacían posible la publicación de ciertos textos en un reino pero no en el otro. En 1610,
Felipe III dictó una pragmática por la que los autores castellanos no podían imprimir en
Aragón ni ningún otro reino sin una licencia especial. Los libros importados eran la
principal fuente de preocupación de los censores encargados de que las ideas que
recorrían Europa no penetraran en España. En 1612 se exigió a los importadores una
lista anual de todos los libros importados, con el nombre del autor y la fecha y lugar de
impresión. Del mismo modo, los libreros debían presentar una lista de los fondos que
poseían en sus depósitos.
En 1754, Fernando VI promulgó la Ley 22 sobre impresores y libreros que exigía una
licencia especial para las obras de autores españoles en romance e imponía tasas extra a
cualquier libro impreso fuera de España que se quisiera comercializar. Las medidas
contra la importación de libros tienen dos propósitos: proteger la producción nacional y
dificultar la entrada de ideas extrajeras. Los libreros eran los más perjudicados
económicamente ya que les impedía beneficiarse de su labor de intermediarios. El
gremio de libreros, siempre mejor organizado que el de impresores, recurrió en último
extremo a Malesherbes, Director de la Libraire en Francia, a fin de hacerle ver lo
perjudicial de esta norma para el comercio francés y logrando de este modo que se
revisara esa parte de la Ley.
Carlos III publicó una cédula en 1788 sobre "Privilegios que se han de conceder para la
impresión y reimpresión de libros, distinguiéndose la Real Biblioteca, Universidades,
Academias y Reales Sociedades". Se intenta potenciar el crecimiento del comercio del
libro, proteger los derechos de autor y evitar la subida de precio de los libros
indispensables para la formación como el Catón Cristiano, Espejo de cristal fino, los
Catecismos del padre Ripalda y Astete que mantienen sus precios fijos. También se
ocupó Carlos III de la incipiente producción de periódicos. Una Ley de 1791 prohíbe su
publicación a raíz de los acontecimientos ocurridos en Francia. Se permite editar
únicamente el Diario de Madrid, Gaceta de Madrid y el Mercurio Histórico y Político de
España (véase periodismo).
En 1918, los editores catalanes se unieron en la Cámara del Libro de Barcelona a fin de
solucionar la crisis de exportaciones ocasionada por la Primera Guerra Mundial. A
semejanza de la Cámara de Barcelona, nació la Cámara Oficial de Libro por decreto del
gobierno de Antonio Maura. Estas Cámaras no desaparecieron al llegar la Segunda
República y siguieron ejerciendo su función, pero a ellas se sumó, en 1935, el Instituto
del Libro, que debía formar una bibliografía en lengua española, confeccionar
estadísticas de producción, el registro de contratos y la planificación anual de las
publicaciones de interés cultural además de organización de ferias y exposiciones de
libros españoles. Este Instituto del Libro pasó a depender de la Subsecretaría de Prensa
y Propaganda tras la Guerra Civil. Fue rebautizado en 1941 como Instituto Nacional del
Libro Español (INLE), al desaparecer las Cámaras del Libro de Barcelona y Madrid
cuya labor asume el INLE, dividido ahora en tres secciones: política cultural,
ordenación bibliográfica y política comercial.
La portada, excepcional en los primeros incunables, se hace habitual en los últimos años
del siglo XV. A lo largo del siglo XVI, los impresores prestan una mayor atención a la
portada que se decora con orlas grabadas, los títulos se simplifican y se añade el pie de
imprenta. A partir de 1558 se hace obligatorio que figure el nombre del autor, el del
impresor y el lugar de impresión. La decoración de las orlas se fue complicando y
adaptando a las diversas modas y los gustos de la época y público. No se decora del
mismo modo un pliego suelto que relata un caso ?espantable? que un texto humanista.
Artistas grabadores se fueron haciendo cargo de la decoración de las portadas.
La ilustración y ornamentación barroca ocupan las portadas del siglo XVII con
profusión de frontispicios, letras iniciales, cabeceras, remates, escudos nobiliarios,
emblemas, alegorías, retratos. La complicación de los elementos de la portada llega a su
culmen en el siglo XVII. Se abandona la técnica xilográfica a favor de la calcografía. El
grabador comienza a salir del anonimato y a firmar sus obras. Al igual que con la
difusión de la imprenta, los primeros grabadores proceden del norte de Europa y ellos
formarán en sus técnicas a la siguiente generación. La influencia de los Países Bajos, a
través de las obras de Plantin, favorece a los artesanos grabadores flamencos que se
instalan en España: Pedro Perret, Diego de Astor, Juan Schorgens, Alardo de Popma,
Juan de Noort. Entre los españoles destacan Pedro de Villafranca, Matías de Arteaga,
Marcos de Orozco y Diego de Obregón. Importantes pintores probaron su maestría en el
grabado como Murillo, Valdés Leal, Claudio Coello.
En las primeras décadas del XIX reina el estilo imperio, que no es sino una continuación
del neoclásico. Cabe destacar en el arte de la encuadernación del siglo XIX el desarrollo
de las técnicas valencianas, desarrolladas por la familia Mallén, que estaba asentada en
Valencia desde que saliera de Francia; allí establecieron su taller, que sirvió de escuela a
muchos artesanos y artistas. José Beneyto descubrió el efecto del agua sobre los ácidos
de la piel y logró las multicolores pastas valencianas.
Entre 1840 y 1845 se ponen de moda los terciopelos, rasos y moarés. Durante el reinado
de Isabel II aparecen las encuadernaciones románticas creadas por el francés Joseph
Thouvenin, creando el estilo a la catedral que se inspiraba en los elementos decorativos
de las catedrales góticas. A partir del romanticismo se pretende que la decoración de la
portada esté en consonancia con el texto. Entre los nombres de grandes encuadernadores
del siglo XIX es obligado mencionar a Pedro Domenech, que quiso restaurar el arte de
encuadernación catalana.
La estética modernista, por fin, llega a las encuadernaciones que hacen uso de adornos
florales, lirios, crisantemos, nenúfares, y azucenas. La estilización permanente le
permite decorar a base de animales y plantas que por su exotismo se adaptan al gusto
por el arabesco: libélulas, lagartos, mariposas, ranas; además, hay dibujos simples de
colores planos, sin sombras. En nuestro siglo, los nombres de los dos grandes
encuadernadores son los de Brugalla y Palomino.
En marzo de 1479 el Papa estableció la censura previa de todos los libros puestos a la
venta. La censura inquisitorial quedó establecida como tal a partir de 1485 cuando el
arzobispo de Maguncia, Berthold von Honneberg exigió que se suprimiesen los libros ?
peligrosos? de la feria de cuaresma. Denunció el mal uso que se estaba haciendo de la
imprenta tanto en las traducciones de textos litúrgicos, misales, libros de leyes y
también en lo que respecta a autores clásicos. En su escrito, se especifica que todos los
libros han de ser autorizados por una comisión de cuatro miembros que incluyan
profesores universitarios de Erfurt.
La censura llegó a las distintas ciudades y países a medida que el número de imprentas
aumentaba y que su producción comenzaba a ser significativa. Venecia era por entonces
la ciudad más importante de la época y controlaba el comercio del Mediterráneo. Pronto
se convirtió en el principal centro impresor de Europa. El arzobispo Niccolò Franco
prohibió la publicación de cualquier libro de tema religioso sin la autorización del
obispo o del vicario general. En 1487, Inocencio VIII publicó la Bula contra
impressores librorum reprobatorum. La intervención del Papa se hizo sistemática a
partir del 1501, cuando Alejandro VI reforzó las medidas existentes y prohibió, bajo
pena de excomunión, cualquier publicación sin licencia del obispo correspondiente.
La imprenta fue muy bien recibida en un principio por Isabel y Fernando, que
protegieron de tasas aduaneras a los impresores y tratantes de libros ofreciéndoles
beneficios de los que no disfrutaban otros artesanos. El apoyo a las letras a través del
nuevo invento es la explicación que los propios reyes ofrecen al promulgar estos
privilegios en documentos oficiales pero además, deciden aprovechar la posibilidad de
multiplicar las copias de sus propios edictos y leyes. Una pragmática de los Reyes
Católicos de 1502 obliga a someter todos los libros que vayan a ser impresos a la
autorización y licencia del Consejo Real o su equivalente en los distintos reinos. El
control abarcaba tanto a los libros impresos en sus reinos como a los importados. Esta
pragmática no sólo pretendía controlar los ?libros de molde? sino asegurar la calidad al
recomendar a ?libreros e imprimidores y mercaderes e factores que haygan e traygan los
dichos libros bien hechos e perfectos y enteros y bien corregidos y enmendados y
escritos de buena letra e tinta e buenas márgenes y en buen papel y no con títulos
menguados, por manera que toda la obra sea perfecta y que en ella no pueda haver ni
aya falta alguna.?
A medida que se vislumbraba la repercusión cultural y política del libro, los monarcas
dieron forma a un cuerpo legislativo cada vez más complejo y la iglesia decidió
intervenir de modo que se requiriera su aprobación para cada impresión. La cultura y el
mundo de las ideas pronto fueron identificados con la imprenta. En 1478, se imprime en
Valencia una traducción catalana de la Biblia que se conoce como la Biblia de Valencia.
En 1498, la Inquisición da orden de que se quemen todos los ejemplares en la plaza del
rey de Barcelona. Consiguió salvarse un solo ejemplar que se conservó en la Biblioteca
Real de Estocolmo hasta que ésta quedó destruida en un incendio en 1697.
En 1517, se inicia la rebelión de Lutero, que hace uso excepcional del poder de difusión
de la imprenta. Las prohibiciones aumentan y los controles se hacen más férreos. Carlos
V ordena la censura previa de todos los textos y en 1523 prohíbe la publicación de las
obras de Lutero; un año más tarde el papa Clemente VII siguió su ejemplo. Las
universidades establecen los primeros Índices de Libros Prohibidos. El Concilio de
Trento (1545-1563) presta una gran atención a los libros y la imprenta. Establece la
Vulgata como la única versión de la Biblia aceptada y prohíbe todas las demás. En 1554
Carlos V y el príncipe Felipe centralizan el control y la censura de libros que ha de pasar
necesariamente por su Consejo.
En 1558, recién coronado Felipe II, se promulga una ley aún más severa y restrictiva: se
prohíbe, bajo pena de muerte y confiscación de bienes, la entrada de libros en romance
impresos fuera de Castilla a menos que lleven licencia expresa del Consejo Real.
Ningún libro, ni en romance ni en latín, se puede imprimir sin la consiguiente licencia.
La pragmática de 1558 establece la configuración externa del libro. El Consejo autoriza
un original que debe ir adecuadamente foliado y paginado, el texto se imprime junto con
el colofón en el que deben figurar todos los datos del impresor. Una vez impreso el
texto, el Consejo lo cotejaba con el original que él había aprobado previamente tras lo
cual, se imprimían la portada y los preliminares, donde se daba cuenta de la obtención
de la licencia. De ahí derivan las divergencias de fecha entre el colofón y la portada, ya
que podían transcurrir varios meses hasta que se concluían los trámites. A lo largo del
siglo XVI, los impresores decoraron la portada con orlas grabadas, simplificaron títulos
y añadieron el pie de imprenta en el que constaban, obligatoriamente, el nombre del
autor, el del impresor y el lugar de impresión.
Amadises y libros del mismo género llegaban a los puertos americanos en grandes
cantidades alentados por las grandes ganancias que suponían para los editores y libreros
sevillanos. Por lo demás, los libros en el Nuevo Mundo estaban sujetos a la misma
legislación que la castellana. Se necesitaba una licencia otorgada por el Consejo Real y
el visto bueno de la Inquisición. Los libros que se enviaban a través del puerto sevillano
pasaban la censura inquisitorial en dicha ciudad antes de embarcar. Los métodos para
burlar el control eran de lo más variado: desde el cambio de la portada para ocultar una
obra prohibida bajo el nombre de un autor fuera de toda sospecha, la encuadernación de
un libro herético junto con otras que no lo eran o la falsificación de datos.
En 1559, Paulo IV promulgó el primer Index librorum prohibitorum aunque apenas tuvo
vigencia a causa de las muchas erratas que contenía y por tener obras escritas por
obispos y cardenales. En 1564, impreso por Manuzio, Pío IV lo reformó y publicó
nuevamente. Se estableció una comisión especial, la Congregación del Índice,
encargada de vigilar y llevar a cabo las sucesivas ediciones del Índice. La última es la
de 1948 y su supresión completa llegó en 1966, bajo el papado de Pablo VI. La
Inquisición española mantuvo su independencia respecto a la legislación emanada de
Roma y publicó sus propios Índices de Libros Prohibidos. A lo largo del siglo XVI, la
Inquisición sacó a la luz tres índices, en 1551, 1559 y 1583-84.
Estas normativas siguen vigentes en el siglo XVII y condicionan tanto la forma como el
contenido de los libros y dificultan extraordinariamente su difusión. Se grava con
impuestos especiales a las imprentas que hasta entonces y desde tiempos de los Reyes
Católicos, habían disfrutado de exención de impuestos. La censura eclesiástica se ve
reforzada por la censura política que había sido más benevolente hasta este momento.
Las nuevas disposiciones vienen a endurecer las condiciones para la producción y venta
del libro. Castilla y la Corona de Aragón mantenían ciertas diferencias legislativas que
hacían posible la publicación de ciertos textos en un reino pero no en el otro. En 1610,
Felipe III dictó una pragmática por la que los autores castellanos no podían imprimir en
Aragón ni ningún otro reino sin una licencia especial. Los libros importados eran la
principal fuente de preocupación de los censores encargados de que las ideas que
recorrían Europa no penetraran en España. En 1612 se exigió a los importadores una
lista anual de todos los libros importados, con el nombre del autor y la fecha y lugar de
impresión. Del mismo modo, los libreros debían presentar una lista de los fondos que
poseían en sus depósitos.
En 1754, Fernando VI promulgó la Ley 22 sobre impresores y libreros que exigía una
licencia especial para las obras de autores españoles en romance e imponía tasas extra a
cualquier libro impreso fuera de España que se quisiera comercializar. Las medidas
contra la importación de libros tienen dos propósitos: proteger la producción nacional y
dificultar la entrada de ideas extrajeras. Los libreros eran los más perjudicados
económicamente ya que les impedía beneficiarse de su labor de intermediarios. El
gremio de libreros, siempre mejor organizado que el de impresores, recurrió en último
extremo a Malesherbes, Director de la Libraire en Francia, a fin de hacerle ver lo
perjudicial de esta norma para el comercio francés y logrando de este modo que se
revisara esa parte de la Ley.
Carlos III publicó una cédula en 1788 sobre "Privilegios que se han de conceder para la
impresión y reimpresión de libros, distinguiéndose la Real Biblioteca, Universidades,
Academias y Reales Sociedades". Se intenta potenciar el crecimiento del comercio del
libro, proteger los derechos de autor y evitar la subida de precio de los libros
indispensables para la formación como el Catón Cristiano, Espejo de cristal fino, los
Catecismos del padre Ripalda y Astete que mantienen sus precios fijos. También se
ocupó Carlos III de la incipiente producción de periódicos. Una Ley de 1791 prohíbe su
publicación a raíz de los acontecimientos ocurridos en Francia. Se permite editar
únicamente el Diario de Madrid, Gaceta de Madrid y el Mercurio Histórico y Político de
España (véase periodismo).
En 1918, los editores catalanes se unieron en la Cámara del Libro de Barcelona a fin de
solucionar la crisis de exportaciones ocasionada por la Primera Guerra Mundial. A
semejanza de la Cámara de Barcelona, nació la Cámara Oficial de Libro por decreto del
gobierno de Antonio Maura. Estas Cámaras no desaparecieron al llegar la Segunda
República y siguieron ejerciendo su función, pero a ellas se sumó, en 1935, el Instituto
del Libro, que debía formar una bibliografía en lengua española, confeccionar
estadísticas de producción, el registro de contratos y la planificación anual de las
publicaciones de interés cultural además de organización de ferias y exposiciones de
libros españoles. Este Instituto del Libro pasó a depender de la Subsecretaría de Prensa
y Propaganda tras la Guerra Civil. Fue rebautizado en 1941 como Instituto Nacional del
Libro Español (INLE), al desaparecer las Cámaras del Libro de Barcelona y Madrid
cuya labor asume el INLE, dividido ahora en tres secciones: política cultural,
ordenación bibliográfica y política comercial.
Durante la Edad Media el libro era un objeto lujoso que muy pocos podían permitirse
poseer. En la península ibérica confluyeron las influencias gótico-europeas junto con las
encuadernaciones árabes y las mudéjares. Las ricas encuadernaciones de orfebrería
pretendían proteger, pero también decorar, aunque la mayoría de los libros se
encuadernaban en cuero o piel vuelta. Las encuadernaciones árabes eran de cartera, es
decir, una de las tapas se prolongaba en una solapa que cubría la otra tapa, y se
decoraban con hierros en seco. El curtido de pieles que se había desarrollado en el
mundo musulmán perduró en las tierras reconquistadas donde artistas árabes se
especializan entre los siglos XIII y XVI en la encuadernación decorada. La abundancia
de libros gracias al desarrollo de la imprenta obliga a los encuadernaciones a buscar
soluciones más rápidas y baratas. La solución la encuentran los encuadernadores
alemanes y flamencos: la "rueda" era un pequeño cilindro metálico en cuya superficie se
grababa el motivo elegido y se aplicaba a la piel dejando marcada la orla deseada. Otra
de las novedades fue el empleo de oro en las decoraciones. Los árabes la habían
empleado antes pero era una técnica difícil. A partir del XVI se generaliza su uso y
desde 1560 se aplica sistemáticamente.
La portada, excepcional en los primeros incunables, se hace habitual en los últimos años
del siglo XV. A lo largo del siglo XVI, los impresores prestan una mayor atención a la
portada que se decora con orlas grabadas, los títulos se simplifican y se añade el pie de
imprenta. A partir de 1558 se hace obligatorio que figure el nombre del autor, el del
impresor y el lugar de impresión. La decoración de las orlas se fue complicando y
adaptando a las diversas modas y los gustos de la época y público. No se decora del
mismo modo un pliego suelto que relata un caso ?espantable? que un texto humanista.
Artistas grabadores se fueron haciendo cargo de la decoración de las portadas.
La ilustración y ornamentación barroca ocupan las portadas del siglo XVII con
profusión de frontispicios, letras iniciales, cabeceras, remates, escudos nobiliarios,
emblemas, alegorías, retratos. La complicación de los elementos de la portada llega a su
culmen en el siglo XVII. Se abandona la técnica xilográfica a favor de la calcografía. El
grabador comienza a salir del anonimato y a firmar sus obras. Al igual que con la
difusión de la imprenta, los primeros grabadores proceden del norte de Europa y ellos
formarán en sus técnicas a la siguiente generación. La influencia de los Países Bajos, a
través de las obras de Plantin, favorece a los artesanos grabadores flamencos que se
instalan en España: Pedro Perret, Diego de Astor, Juan Schorgens, Alardo de Popma,
Juan de Noort. Entre los españoles destacan Pedro de Villafranca, Matías de Arteaga,
Marcos de Orozco y Diego de Obregón. Importantes pintores probaron su maestría en el
grabado como Murillo, Valdés Leal, Claudio Coello.
En las primeras décadas del XIX reina el estilo imperio, que no es sino una continuación
del neoclásico. Cabe destacar en el arte de la encuadernación del siglo XIX el desarrollo
de las técnicas valencianas, desarrolladas por la familia Mallén, que estaba asentada en
Valencia desde que saliera de Francia; allí establecieron su taller, que sirvió de escuela a
muchos artesanos y artistas. José Beneyto descubrió el efecto del agua sobre los ácidos
de la piel y logró las multicolores pastas valencianas.
Entre 1840 y 1845 se ponen de moda los terciopelos, rasos y moarés. Durante el reinado
de Isabel II aparecen las encuadernaciones románticas creadas por el francés Joseph
Thouvenin, creando el estilo a la catedral que se inspiraba en los elementos decorativos
de las catedrales góticas. A partir del romanticismo se pretende que la decoración de la
portada esté en consonancia con el texto. Entre los nombres de grandes encuadernadores
del siglo XIX es obligado mencionar a Pedro Domenech, que quiso restaurar el arte de
encuadernación catalana.
La estética modernista, por fin, llega a las encuadernaciones que hacen uso de adornos
florales, lirios, crisantemos, nenúfares, y azucenas. La estilización permanente le
permite decorar a base de animales y plantas que por su exotismo se adaptan al gusto
por el arabesco: libélulas, lagartos, mariposas, ranas; además, hay dibujos simples de
colores planos, sin sombras. En nuestro siglo, los nombres de los dos grandes
encuadernadores son los de Brugalla y Palomino.
En marzo de 1479 el Papa estableció la censura previa de todos los libros puestos a la
venta. La censura inquisitorial quedó establecida como tal a partir de 1485 cuando el
arzobispo de Maguncia, Berthold von Honneberg exigió que se suprimiesen los libros ?
peligrosos? de la feria de cuaresma. Denunció el mal uso que se estaba haciendo de la
imprenta tanto en las traducciones de textos litúrgicos, misales, libros de leyes y
también en lo que respecta a autores clásicos. En su escrito, se especifica que todos los
libros han de ser autorizados por una comisión de cuatro miembros que incluyan
profesores universitarios de Erfurt.
La censura llegó a las distintas ciudades y países a medida que el número de imprentas
aumentaba y que su producción comenzaba a ser significativa. Venecia era por entonces
la ciudad más importante de la época y controlaba el comercio del Mediterráneo. Pronto
se convirtió en el principal centro impresor de Europa. El arzobispo Niccolò Franco
prohibió la publicación de cualquier libro de tema religioso sin la autorización del
obispo o del vicario general. En 1487, Inocencio VIII publicó la Bula contra
impressores librorum reprobatorum. La intervención del Papa se hizo sistemática a
partir del 1501, cuando Alejandro VI reforzó las medidas existentes y prohibió, bajo
pena de excomunión, cualquier publicación sin licencia del obispo correspondiente.
La imprenta fue muy bien recibida en un principio por Isabel y Fernando, que
protegieron de tasas aduaneras a los impresores y tratantes de libros ofreciéndoles
beneficios de los que no disfrutaban otros artesanos. El apoyo a las letras a través del
nuevo invento es la explicación que los propios reyes ofrecen al promulgar estos
privilegios en documentos oficiales pero además, deciden aprovechar la posibilidad de
multiplicar las copias de sus propios edictos y leyes. Una pragmática de los Reyes
Católicos de 1502 obliga a someter todos los libros que vayan a ser impresos a la
autorización y licencia del Consejo Real o su equivalente en los distintos reinos. El
control abarcaba tanto a los libros impresos en sus reinos como a los importados. Esta
pragmática no sólo pretendía controlar los ?libros de molde? sino asegurar la calidad al
recomendar a ?libreros e imprimidores y mercaderes e factores que haygan e traygan los
dichos libros bien hechos e perfectos y enteros y bien corregidos y enmendados y
escritos de buena letra e tinta e buenas márgenes y en buen papel y no con títulos
menguados, por manera que toda la obra sea perfecta y que en ella no pueda haver ni
aya falta alguna.?
A medida que se vislumbraba la repercusión cultural y política del libro, los monarcas
dieron forma a un cuerpo legislativo cada vez más complejo y la iglesia decidió
intervenir de modo que se requiriera su aprobación para cada impresión. La cultura y el
mundo de las ideas pronto fueron identificados con la imprenta. En 1478, se imprime en
Valencia una traducción catalana de la Biblia que se conoce como la Biblia de Valencia.
En 1498, la Inquisición da orden de que se quemen todos los ejemplares en la plaza del
rey de Barcelona. Consiguió salvarse un solo ejemplar que se conservó en la Biblioteca
Real de Estocolmo hasta que ésta quedó destruida en un incendio en 1697.
En 1517, se inicia la rebelión de Lutero, que hace uso excepcional del poder de difusión
de la imprenta. Las prohibiciones aumentan y los controles se hacen más férreos. Carlos
V ordena la censura previa de todos los textos y en 1523 prohíbe la publicación de las
obras de Lutero; un año más tarde el papa Clemente VII siguió su ejemplo. Las
universidades establecen los primeros Índices de Libros Prohibidos. El Concilio de
Trento (1545-1563) presta una gran atención a los libros y la imprenta. Establece la
Vulgata como la única versión de la Biblia aceptada y prohíbe todas las demás. En 1554
Carlos V y el príncipe Felipe centralizan el control y la censura de libros que ha de pasar
necesariamente por su Consejo.
En 1558, recién coronado Felipe II, se promulga una ley aún más severa y restrictiva: se
prohíbe, bajo pena de muerte y confiscación de bienes, la entrada de libros en romance
impresos fuera de Castilla a menos que lleven licencia expresa del Consejo Real.
Ningún libro, ni en romance ni en latín, se puede imprimir sin la consiguiente licencia.
La pragmática de 1558 establece la configuración externa del libro. El Consejo autoriza
un original que debe ir adecuadamente foliado y paginado, el texto se imprime junto con
el colofón en el que deben figurar todos los datos del impresor. Una vez impreso el
texto, el Consejo lo cotejaba con el original que él había aprobado previamente tras lo
cual, se imprimían la portada y los preliminares, donde se daba cuenta de la obtención
de la licencia. De ahí derivan las divergencias de fecha entre el colofón y la portada, ya
que podían transcurrir varios meses hasta que se concluían los trámites. A lo largo del
siglo XVI, los impresores decoraron la portada con orlas grabadas, simplificaron títulos
y añadieron el pie de imprenta en el que constaban, obligatoriamente, el nombre del
autor, el del impresor y el lugar de impresión.
Amadises y libros del mismo género llegaban a los puertos americanos en grandes
cantidades alentados por las grandes ganancias que suponían para los editores y libreros
sevillanos. Por lo demás, los libros en el Nuevo Mundo estaban sujetos a la misma
legislación que la castellana. Se necesitaba una licencia otorgada por el Consejo Real y
el visto bueno de la Inquisición. Los libros que se enviaban a través del puerto sevillano
pasaban la censura inquisitorial en dicha ciudad antes de embarcar. Los métodos para
burlar el control eran de lo más variado: desde el cambio de la portada para ocultar una
obra prohibida bajo el nombre de un autor fuera de toda sospecha, la encuadernación de
un libro herético junto con otras que no lo eran o la falsificación de datos.
En 1559, Paulo IV promulgó el primer Index librorum prohibitorum aunque apenas tuvo
vigencia a causa de las muchas erratas que contenía y por tener obras escritas por
obispos y cardenales. En 1564, impreso por Manuzio, Pío IV lo reformó y publicó
nuevamente. Se estableció una comisión especial, la Congregación del Índice,
encargada de vigilar y llevar a cabo las sucesivas ediciones del Índice. La última es la
de 1948 y su supresión completa llegó en 1966, bajo el papado de Pablo VI. La
Inquisición española mantuvo su independencia respecto a la legislación emanada de
Roma y publicó sus propios Índices de Libros Prohibidos. A lo largo del siglo XVI, la
Inquisición sacó a la luz tres índices, en 1551, 1559 y 1583-84.
Estas normativas siguen vigentes en el siglo XVII y condicionan tanto la forma como el
contenido de los libros y dificultan extraordinariamente su difusión. Se grava con
impuestos especiales a las imprentas que hasta entonces y desde tiempos de los Reyes
Católicos, habían disfrutado de exención de impuestos. La censura eclesiástica se ve
reforzada por la censura política que había sido más benevolente hasta este momento.
Las nuevas disposiciones vienen a endurecer las condiciones para la producción y venta
del libro. Castilla y la Corona de Aragón mantenían ciertas diferencias legislativas que
hacían posible la publicación de ciertos textos en un reino pero no en el otro. En 1610,
Felipe III dictó una pragmática por la que los autores castellanos no podían imprimir en
Aragón ni ningún otro reino sin una licencia especial. Los libros importados eran la
principal fuente de preocupación de los censores encargados de que las ideas que
recorrían Europa no penetraran en España. En 1612 se exigió a los importadores una
lista anual de todos los libros importados, con el nombre del autor y la fecha y lugar de
impresión. Del mismo modo, los libreros debían presentar una lista de los fondos que
poseían en sus depósitos.
En 1754, Fernando VI promulgó la Ley 22 sobre impresores y libreros que exigía una
licencia especial para las obras de autores españoles en romance e imponía tasas extra a
cualquier libro impreso fuera de España que se quisiera comercializar. Las medidas
contra la importación de libros tienen dos propósitos: proteger la producción nacional y
dificultar la entrada de ideas extrajeras. Los libreros eran los más perjudicados
económicamente ya que les impedía beneficiarse de su labor de intermediarios. El
gremio de libreros, siempre mejor organizado que el de impresores, recurrió en último
extremo a Malesherbes, Director de la Libraire en Francia, a fin de hacerle ver lo
perjudicial de esta norma para el comercio francés y logrando de este modo que se
revisara esa parte de la Ley.
Carlos III publicó una cédula en 1788 sobre "Privilegios que se han de conceder para la
impresión y reimpresión de libros, distinguiéndose la Real Biblioteca, Universidades,
Academias y Reales Sociedades". Se intenta potenciar el crecimiento del comercio del
libro, proteger los derechos de autor y evitar la subida de precio de los libros
indispensables para la formación como el Catón Cristiano, Espejo de cristal fino, los
Catecismos del padre Ripalda y Astete que mantienen sus precios fijos. También se
ocupó Carlos III de la incipiente producción de periódicos. Una Ley de 1791 prohíbe su
publicación a raíz de los acontecimientos ocurridos en Francia. Se permite editar
únicamente el Diario de Madrid, Gaceta de Madrid y el Mercurio Histórico y Político de
España (véase periodismo).
En 1918, los editores catalanes se unieron en la Cámara del Libro de Barcelona a fin de
solucionar la crisis de exportaciones ocasionada por la Primera Guerra Mundial. A
semejanza de la Cámara de Barcelona, nació la Cámara Oficial de Libro por decreto del
gobierno de Antonio Maura. Estas Cámaras no desaparecieron al llegar la Segunda
República y siguieron ejerciendo su función, pero a ellas se sumó, en 1935, el Instituto
del Libro, que debía formar una bibliografía en lengua española, confeccionar
estadísticas de producción, el registro de contratos y la planificación anual de las
publicaciones de interés cultural además de organización de ferias y exposiciones de
libros españoles. Este Instituto del Libro pasó a depender de la Subsecretaría de Prensa
y Propaganda tras la Guerra Civil. Fue rebautizado en 1941 como Instituto Nacional del
Libro Español (INLE), al desaparecer las Cámaras del Libro de Barcelona y Madrid
cuya labor asume el INLE, dividido ahora en tres secciones: política cultural,
ordenación bibliográfica y política comercial.