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A propósito de Shakespeare
ISBN: 9788417103057
E-book: 9781524303341
―Nivel ESCRITOR/A:
Grado Edgar Allan Poe de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Vladimir Nabokov de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Lorrie Moore de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado William Faulkner de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Juan Rulfo de la Orden Literaria William Shakespeare.
―Nivel LITERATO/A:
Grado Jane Austen de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Franz Kafka de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Dante Alighieri de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Samuel Beckett de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Virginia Woolf de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Johann Wolfgang de la Orden Literaria William Shakespeare.
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―Nivel MAESTRO/A:
Grado Antón Chéjov de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Philip Roth de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Pedro Calderón de la Barca de la Orden Literaria William
Shakespeare.
Grado Homero de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado James Joyce de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado William Shakespeare de la Orden Literaria William Shakespea-
re.
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cada texto es libre; sin embargo, por motivos de operatividad, en las
reuniones únicamente se leerán las 2.500 primeras palabras, seguidas,
si fuera oportuno o requerido, de un breve resumen sobre su deve-
nir/conclusión formal o argumental. Al término, todo asistente poseerá
un único turno de palabra para exponer su valoración, sin interrupción
ni réplica del autor o autora ponente.
Las votaciones de cada escrito se harán en papel y de manera indi-
vidual y secreta al terminar los comentarios o, si no los hubiere, la lec-
tura de cada uno de ellos. El voto en blanco o la abstención serán con-
tabilizados comos votos negativos.
Un/a Notario/a Discreto/a procurará que se aborde un único texto
por autor/a y reunión, así como cuestiones de carácter organizativo. El
cargo de Notario/a Discreto/a tendrá una duración de 1 año.
Los textos aprobados por los votos requeridos para ascenso de
Grado sólo serán conocidos por el/la Notario/a Discreto/a, quien infor-
mará de ello cuando tres o más miembros hayan obtenido tal benepláci-
to.
Para oficializar el ascenso de Grado se realizará un sencillo cere-
monial con unas palabras de felicitación a cargo de algún miembro del
Grado más alto o, en su defecto, por el/la Notario/a Discreto/a, escritas
por él/ella o por cualquier otro miembro de la Orden. En este sencillo
ceremonial se hará entrega al graduado de un diploma.
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por el sistema de ascensos. Cada Grado, si decidiera reunirse por sepa-
rado, deberá nombrar a un/a Notario/a Discreto/a propio/a.
A mayor Grado, mayor prestigio, pero también mayor RESPON-
SABILIDAD y COMPROMISO con la Orden y su funcionamiento
(orientar a los nuevos miembros, constituir las reuniones, discursos
para las entregas de diplomas, etc.).
El Reglamento de esta Orden Literaria William Shakespeare, tras
permanecer en elaboración de manera flexible durante el pasado curso
2013-14, queda cerrado y aprobado de manera oficial. Cualquier miem-
bro puede presentar propuesta de modificación, la cual, para hacerse
efectiva, deberá ser aprobada por el 80 % de los asistentes a la reunión
inmediata, permitiéndose el voto delegado.
Astarloa, Clara.
Camacho Marco, Irene.
Carmona Sarmiento, José Carlos.
Cruz-Contarini Ortiz, Rafael.
García Granados, María Dolores.
Iglesias Blandón, José.
Romero Martín, Concepción.
Ruiz Poo, Miguel.
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ESCRITO AL DEFENSOR UNIVERSITARIO
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José Enrique Cabrera Valente
Profesor Titular de Universidad
Facultad de Periodismo
Universidad Nacional
Estimado Sr.:
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Esta información no constó en el acta y no debió de salir de aquella
sala pues la calificación final que apareció en el acta y firmé fue de “7,
notable”.
Solicito que se amoneste a la profesora Dª Luisa González Ferrín
por filtrar el contenido de unas deliberaciones que deben ser secretas;
Asimismo, solicito que se conmine a la Comisión de Docencia de la
Facultad de Periodismo, presidida por Dª María del Mar García López-
Corchado, que luego ha dado por válidas todas las acusaciones de la
alumna (aunque la Presidenta del Tribunal no las ha confirmado), a
que recapacite sobre su resolución pues venía viciada de partida por
esta filtración y por su consiguiente estímulo a la alumna por parte de
esta profesora para ver en mi actuación en ese tribunal indicios de inju-
rias, cuando lo que hice fue analizar el trabajo, la memoria y su exposi-
ción de manera rigurosa y exponer de manera educada pero firme la
pobreza de dicho trabajo.
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orgullosa de él”. Aportaciones que sólo pude entender dentro del ámbi-
to académico como fruto de los consejos que acababa de recibir.
Después intervinimos los miembros del tribunal, yo razoné las defi-
ciencias del trabajo, que se aportan más abajo, y tras las respuestas de
la alumna, ella y las dos personas que había en el público salieron del
Aula de Grados para que el Tribunal deliberara. Yo expuse sucintamen-
te que mi calificación era, efectivamente, de 3; y ante mi sorpresa, la
Presidenta del Tribunal le puso un 8 y Dª Luisa González un 9. Se sumó
y se vio que el resultado de 20 dividido entre 3 no daba para un nota-
ble. Entonces la profesora Luisa González decidió subirle a 10 para que
la media le diera notable. Ni que decir tiene que en ese momento yo
podría haber bajado a 2, pero no lo hice, ya que todo aquello me pare-
cía infantil. Y acepté que se le pusiera un “7, Notable”. Fue entonces
cuando le dije a la profesora Dª Luisa González que lo aceptaba pero
que me molestaba que quien menos sabía de la disciplina (ella es pro-
fesora de publicidad, experta, según su currículum, en el ámbito del
diseño de espacios comerciales, el merchandising, el retail y la distri-
bución comercial, ¡y se estaba juzgando la creación de una obra de
teatro!) fuera quien en definitiva estableciera la calificación final a su
antojo. Hubo miradas de reproche, pero se llamó a la alumna, se leyó
su calificación, yo le di la mano y la felicité, salieron del aula y yo me
quedé porque tenía que participar en el siguiente tribunal (en el que la
calificación, por cierto, fue de 10 por unanimidad. Especifico esto para
que conste que no es mi tendencia ser estricto más allá de lo razona-
ble). Yo tengo 53 años, soy dramaturgo con obras estrenadas en Berlín,
Madrid, Bilbao, Santander y Las Palmas; soy candidato a los Premios
Max como dramaturgo este año; he trabajado como actor en el Centro
Nacional de Teatro, he actuado en películas de producción nacional, he
sido durante doce años Secretario General de la Unión de Actores, he
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estudiado Arte Dramático y tengo el Premio de Novela Universidad
Nacional y novelas publicadas en Alfaguara-Random House y Planeta.
Llevo 19 años impartiendo el Curso de Creación Literaria del Centro de
Formación Permanente de la Universidad Nacional; fui creador de este
Máster y soy Doctor en Filosofía y Profesor Titular de esta Universidad.
Creo que mi crítica a la obra fue perfectamente razonada y que esta
profesora no debió de haber cambiado su calificación ni, por supuesto,
animar a la alumna dándole información reservada a que recurriera y
reclamara contra mi actuación.
La alumna, Dª Rosario López Gálvez, puso una reclamación contra la
calificación el día 29 de diciembre de 2016, pero puso una reclamación
contra mí por presuntas “descalificaciones injuriosas” en aquel tribunal
el 27 de enero de 2017. ¿Qué pudo pasar para que mediara un mes en-
tre una reclamación de calificación y una acusación de injurias?
En ese mes han ocurrido cosas graves en nuestra Universidad y más
concretamente en nuestra Facultad, con la sentencia por acoso al anti-
guo Decano. Creo que, a raíz de esos terribles hechos, se ha despertado
una especial sensibilidad con relación al acoso y al machismo. Rogué a
la Comisión de Docencia de la Facultad que fueran exquisitamente
objetivos ante esta queja de la alumna en estos momentos donde po-
dríamos llegar a pagar justos por pecadores en este ambiente de mecha
fácil. En aquel tribunal no levanté la voz, no estuve especialmente ten-
so. Mi tono fue, por el contrario, de cierta tristeza ante el pobre trabajo.
El mes pasado, en la Asamblea de Profesores de la Universidad Nacio-
nal, un profesor llegó a decir: “La situación de la Universidad está lle-
gando a ser tan penosa que sabemos que nuestros alumnos no saben y
los dejamos pasar y los aprobamos para no tener problemas. Esta se-
mana” ―continuó―, “un Catedrático ha llegado a decir que había deci-
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dido aprobar a todos los alumnos para no tener problemas. ¿Qué Uni-
versidad podemos tener si hemos dejado de lado el rigor y nos da mie-
do la exigencia?”. Y añado: ¿Qué Universidad ―y qué Sociedad-
podemos tener si permitimos que el alumnado tenga una hipersensibi-
lidad por la cual no es capaz de aceptar una crítica argumentada a su
trabajo?
Yo le he dado a esa alumna sólo cuatro clases (4) (imparto sólo un cré-
dito en este Máster ahora) y hace más de dos años, porque no presentó
su trabajo en todo este tiempo; no la he tratado nunca fuera del grupo
de clase; no he tenido el más mínimo contacto personal con ella; no
tengo, por tanto, ninguna animadversión ni desavenencia personal con
ella. Y aunque sólo imparto un crédito, dirijo cuatro Trabajos Fin de
Máster y en esa convocatoria estuve hasta en tres tribunales. Trabajo
con buen ánimo y amo la materia que imparto y que juzgué ese día.
Las acusaciones contra mí son infundadas, pero la Comisión de Docen-
cia las ha dado por buenas porque la alumna y los dos miembros del
público más la profesora Dª Luisa González han confirmado que yo
llegué a decir “Su trabajo es de deficiente mental”, pero la Presidenta
del Tribunal no. ¿Cómo se puede dar pábulo a los dos miembros del
público que, obviamente, eran amigos de la estudiante? ¿Cómo no se
puede dudar si la Presidenta del Tribunal no corrobora que yo dije esas
terribles e indignas palabras?
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Por toda esta indefensión en este momento tan delicado por el que
pasa la Universidad, me dirijo al Defensor Universitario, porque no sé a
quién le puedo pedir que analice la situación con objetividad y que
detenga cualquier nuevo procedimiento contra mi persona.
En el escrito se me acusó de usar un “lenguaje pernicioso y ofensivo”
que “derivó en la alusión personal e insulto”. Niego absolutamente
estos términos. Dije que el trabajo estaba mal y que era pobre. Y que la
presentación del trabajo también había sido deficiente. Y que en razón
de ello la calificaría con una nota baja. Quizás estamos en unos tiem-
pos en los que la crítica razonada y argumentada no se soporta con
facilidad porque hay cierta tendencia al refuerzo positivo. Pero creo
que a un alumno que está terminando los estudios, ya el refuerzo posi-
tivo le llega tarde, es hora de ser claros, racionales y metodológicos. El
trabajo tuvo muchos problemas graves, que ahora desarrollaré y lo
advertí durante mi intervención pública para que la alumna no se lle-
vara una sorpresa con la calificación final que, no obstante, le dije en
público, sería de aprobado o más (como así fue finalmente).
Análisis del trabajo:
A). El trabajo de creación titulado “Kate Percy. Figura poética de Wi-
lliam Shakespeare en el espacio dramático”, se enmarca en la forma
literaria “Teatro” y sin embargo, la obra que se defiende en este TFM
no es prácticamente representable en un teatro. Por las siguientes ra-
zones:
a.1). Cuenta con nueve personajes para una obra de apenas 30 mi-
nutos.
a.2). En la platilla inicial de personajes se escribe que hay nueve
pero se olvida poner a una “Narradora” (ni que decir tiene que las
obras de teatro no usan “narrador”). La narradora aparece exigua-
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mente en dos momentos, lo que demuestra que es un recurso que
se utiliza porque no se sabe cómo resolver la situación para cubrir
necesidades argumentales.
a.3). El personaje llamado Fred tiene sólo 4 líneas de texto.
a.4). El personaje llamado Madre tiene sólo 1 línea de texto.
a.5). El personaje llamado Niña (tiene sólo una intervención).
No creo que sea necesario explicar que una obra de teatro, para
que sea teatro con vocación de ser representado, debe tener una cohe-
rencia mínima de ejecución. Si fuera otro “tipo” de teatro (teatro para
ser leído o experimental, v. gr.) tendría que haber sido especificado
como tal en la Memoria que se adjuntaba a la obra de creación.
Por todo esto dije que como obra de teatro no tenía la más míni-
ma consistencia.
B). Con respecto a la obra dije (y mantengo) que estaba muy desequili-
brada en las intervenciones de los personajes porque, además de lo ya
dicho en el apartado A), la obra tiene un par de monólogos extensísi-
mos (uno de ellos de 44 líneas), cuando el ritmo y estructura de la obra
ha sido de diálogos fluidos y cortos.
Sé que hay grandes obras de teatro con parlamentos igual o más
largos. De lo que hablo es de la necesidad de una coherencia formal (y
en cierto sentido, rítmica), donde si no ha habido grandes parlamentos
durante la obra, es muy difícil justificar uno al final.
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Entiendo, y así lo repito en clases y tribunales, que estamos reali-
zando trabajos academicistas que deben tener una cierta estructura (o
una justificación de la falta de estructura si es que se pretende de ma-
nera consciente). Este trabajo no lo tiene y así lo expliqué y lo valoré.
Este monólogo largo del final, además, no conllevaba aportación
ninguna por parte de la estudiante, pues se limita a hacer decir al per-
sonaje (William Shakespeare) uno de sus largos poemas íntegros.
D). Con relación a la Memoria, debo decir que la normativa interna del
Máster en Creación Literaria establece que el Trabajo Fin de Máster
debe contar con seis puntos, y la Memoria de Dª. Rosario López cuenta
con sólo cinco de ellos, dejando sin redactar el más importante de to-
dos “Resultados”.
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conclusiones”, una lista exigua y sin desarrollo (por tanto, desaprove-
chando una oportunidad para la reflexión) de las dificultades. Luego
cinco líneas para describir las soluciones, que dice que le llegaron gra-
cias al tiempo y al entusiasmo. Y concluye con un párrafo de diez líneas
meloso y autocomplaciente, muy alejado de lo que, al menos para mí,
debe ser un trabajo intelectual y científico propio de un Máster Univer-
sitario.
G). Por todo ello, considero que trabajo, memoria y defensa fueron
pobres y merecían una calificación baja. No obstante, firmé la califica-
ción de “7, Notable”.
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6 de marzo de 2017
Prof. Dr. José Enrique Cabrera Valente
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NOTAS PARA UNA COMEDIA EN CINCO ACTOS
«Y tú, sueño, que a veces vienes a cerrar los ojos del dolor».
El sueño de una noche de verano. W. Shakespeare
21 de junio.
22 de junio.
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tras, él se queda en casa, escribiendo. Ahora está desarrollando un rela-
to basado en la obra El sueño de una noche de verano. Su Asociación
Literaria sin Ánimo de Lucro va a reunir una antología conmemorativa
sobre William Shakespeare y él quiere participar, necesita participar,
establecerse, dice, dentro del «campo de batalla». Pues nunca ha publi-
cado nada. Y está oxidado. Sin luz. Sus musas andan abatidas por falta
de vitamina D. Inspira, espira. Antes de arrancar tu coche, mira por el
retrovisor y obsérvale, ahí, plantado frente a la ventana del salón, sacu-
diendo los brazos en señal de despedida, o de socorro.
23 de junio.
24 de junio.
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dinera, sacas la basura, recoges la ropa tendida. «Escribir debe suponer
una búsqueda constante», te explica, pausado, recalcando cada palabra
como en uno de esos vídeos didácticos del canal Cosmopolitan para
aprender a cuidar tu zona íntima. «Escribir es viajar a lo más profundo
de la conciencia». Cuéntale que tú también, de adolescente, atravesaste
una etapa artística. Dibujabas tiras cómicas sobre animales sin rostros,
humanizados. Una manera conceptual de expresarte contra el sistema.
«Ya, cariño, pero no es lo mismo», te dice, reposando sus pies descal-
zos sobre los cojines. Tiene unos dedos bonitos, firmes como teclas,
con pelillos. Aunque las lúnulas de sus uñas están demasiado oscureci-
das, y eso a veces provoca que apartes la mirada. «No, guapetona, lo
tuyo y lo mío es, en esencia, algo completamente diferente». Aparta la
mirada. Ponte ropa cómoda. Ve desnudándote por el pasillo, moviendo
las caderas al ritmo tarareado de cualquier canción de Shakira. Saca
bíceps, colócate el sujetador sobre la frente, saca pecho, siéntete pode-
rosa, Wonder(bra) Woman. «Escribir no es buscar respuestas, sino
preguntas», te grita desde lejos.
25 de junio.
*****
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13 de septiembre.
28
14 de septiembre.
15 de septiembre.
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Pregúntale si te quiere. Si daría un órgano vital, cualquiera, por ti. Si
escarbaría un océano de cemento para sacarte a la superficie. Si doma-
ría un cocodrilo, si lamería un cactus, si abriría cocos con los dientes
por tu amor. Pregúntale si te quiere tanto como tú a él. «¿De verdad?».
Insístele: «¿De verdad de la buena?».
16 de septiembre.
17 de septiembre.
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rotuladores de diversos colores para agrupar cada enunciado por blo-
ques temáticos: rojo, fortaleza; naranja, constancia; verde, seguridad;
azul, superación; rosa, erotismo. ¡ESE CUERPO! ¡BOMBÓN! ¡TE VOY A
COMER ENTERO! Cuida que no se te escape una «h» o «v» de más, una
tilde de menos, porque, ya sabes, él es especialmente sensible con estos
temas. EL ÉXITO ES INTENTARLO, NO CONSEGUIRLO. Palabras que
puedes usar tú después como estado de WhatsApp, con fotos de Paulo
Coelho.
18 de septiembre.
¿Qué es un relato?
Conoces su definición favorita al dedillo, aprovecha cualquier oportu-
nidad para repetírtela. Dice así: cuando hayas escrito tu primera histo-
ria, déjala en un lado del escritorio. Así, haz lo mismo con la historia
número dos, tres, cuatro…, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y sie-
te…, ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa… Al llegar a la noventa
y nueve, cógelas todas y rómpelas. Después escribe la cien. Ésa, la his-
toria número cien, es un relato.
«Esta hazaña merece un relato», te comenta él tras completar su pri-
mera serie de flexiones matutinas a una mano. «Sabes qué es un relato,
¿no?».
19 de septiembre.
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Pídele que te deje leer algo de su nuevo proyecto. Si continúa negándo-
se, cuenta hasta tres y deja de respirar, gime, derrúmbate sobre él, pa-
talea, retuércele los pezones, perfora su nariz con tu lengua, gruñe,
resopla, engánchate a su cuello y balancéate, que sienta tu peso, el
mismo peso que debes soportar tú cada día.
20 de septiembre.
Ningún perjuicio,
encanto o maleficio
a nuestra amada dueña se aproximará;
así, pues, buenas noches con lalará.
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21 de septiembre.
*****
16 de diciembre.
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niño de las plastilinas, pequeño Dedos de Plata, capaz de modelar hasta
la mismísima Venus de Milo». Claro, te acuerdas, y de aquella canción
que le compusisteis: Deditos de Plata, moldéame una casa con porche,
jardín y flores de jazmín. Pídele que la cante contigo: Deditos de Plata,
moldéame un gran juguete, para que nunca pueda irse por el retrete.
Échale una mano al hombro y balancéate junto a él como dos borra-
chos de cantina. Su timbre posee alma soul, un racimo de gorjeos en
falsete, estirando demasiado las vocales, como si por momentos se
ahogara con su propia saliva, una agonía armónica preciosita. Tú desa-
fina a propósito, voz en grito o «en grillo»: saca a relucir la impudicia
de los años. Deditos de Plata, moldéame un perrito sin pulgas, moquillo
ni pelos en el pito. «Apoteósico», te dice, con los calzoncillos aún por
las rodillas, «¿me los subo ya?». Baja tu mirada. ¡Álzala, álzala! Respón-
dele sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, por supuesto, y discúlpate entre titubeos, con
una lluvia de onomatopeyas inquietas como orgasmos. «Bueno, lamen-
to muchísimo que nos hayamos reencontrado en estas circunstancias»,
te comenta, «desnudo decaigo siempre un par de tonos». Es una bro-
ma estúpida, pero te hace gracia. Prescríbele el uso de calzoncillos ajus-
tados y un seguimiento médico periódico. Ofrécete como uróloga de
cabecera: dile que, para cualquier cosa, ahí te tiene a su disposición.
«Mil gracias. Trabajo por aquí cerca. Anota mi teléfono. Podríamos
tomar café algún día. ¿Qué opinas?».
17 de diciembre.
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la ventana de tu dormitorio, del salón, de la habitación de invitados,
del estudio, de la cocina, del lavadero, de la claraboya de ambos baños.
Tu casa, desde fuera, parece el abordaje de un barco persa.
18 de diciembre
19 de diciembre.
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20 de diciembre.
21 de diciembre.
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Esta grotesca farsa ha acelerado
el paso perezoso…
22 de diciembre.
23 de diciembre.
24 de diciembre.
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No te estreses.
No opines de temas políticos.
No entres en debate sobre la maternidad.
No menciones la palabra «religión».
No dejes de parecer inmensamente satisfecha con tu vida.
No bebas tanto vino.
No hables de tu relación de pareja.
25 de diciembre.
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Tu regalo para él es un álbum artesanal, forrado de papel charol y go-
ma eva, con un montón de fotografías vuestras.
Su regalo para ti es un libro electrónico con pantalla HD y wifi.
«¡Feliz Navidad, guapa!».
*****
2 de abril.
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tas. Una niña en chándal que corretea por la acera se detiene de repen-
te y pone su mano sobre la cristalera.
Cuando la camarera te pregunte si vas a tomar algo, dile que sí, en
cuanto llegue el amigo con quien has quedado.
Acomódate y proyecta un modelo de conversación distendido.
Dedos de Plata no debe tardar ya mucho. Llegará aclarándose la gar-
ganta con delicadas tosecillas, doblará la chaqueta sobre el respaldo de
la silla y te dirá: «Bonito día».
Y tú le comentarás que eso esperas, pues hoy tienes por delante una de
esas insufribles jornadas con horario intensivo.
Y te compadecerá, poniéndose en tu pellejo como crema hidratante:
«Pobrecita. Qué vas a contarme, yo también me dedico al maravilloso
mundo del sector sanitario, soy higienista dental».
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mejorado al mundo con su boca nueva, un soplo de autoestima para
que puedan seguir recibiendo amor».
Y tú le dirás que por la boca vive el pez o cualquier tontería del estilo.
Y apostillará: «El ser humano necesita sentirse querido».
Y nadie dirá nada durante un instante, ese período exacto entre una
ráfaga de suspiros y un cruce de brazos, para que el silencio desempeñe
su escandaloso cometido, durante el cual tú lamentarás no conocer
ningún chascarrillo sobre higienistas dentales.
Y te dirá: «Me encantaría salir una noche contigo a cenar».
Y ahí tú aprovecharás para contarle que tienes novio.
Y manteniendo el tipo, inalterable, se disculpará: «Creo que me has
malinterpretado. Sólo me gustaría no perder el contacto contigo tras
este grato reencuentro. Como amigos, claro. Me caes genial».
3 de abril.
En la radio del coche suena una canción de la banda Garbage que repi-
te «Sólo soy feliz cuando llueve».
La puerta mecánica del garaje de casa no funciona: aparca en el único
hueco disponible, cuatro calles más abajo, y sube la pendiente cami-
nando.
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El abultado felpudo de entrada entierra tus zapatos como un campo de
centeno.
Las paredes del pasillo albergan sombras, churretes paranormales de
grasa y polvo con las formas de un test de Rorschach.
Los plafones del lavadero titilan como un club de carretera: tras la ter-
cera copa, un centrifugado gratis.
Alrededor de la lavadora hay una extensa romería de hormigas con sus
tutús negros, con su laboriosidad negra, que cargan pulidas cáscaras de
pipas como sarcófagos. Baila la danza de la lluvia sobre ellas.
4 de abril.
5 de abril.
Mendigos.
Pequeños animales ultrajados (moscas, cucarachas, hormigas).
Mi novia Mary Poppins: prácticamente-perfecta-en-todo.
Libros de autoayuda.
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Realismo sucio.
Mercado editorial.
Mi novia géminis: ¿dos caras?
Personalidad común.
Pobreza cultural.
Falta de compatibilidad.
Soledad en compañía.
Relojes.
Mi novia sistemática.
6 de abril.
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7 de abril.
Pregúntale por qué piensa todas esas cosas feas sobre ti. «Vaya tela,
uno ya ni puede conservar su propia intimidad en esta puta pareja», te
espeta él. Le da un sorbo al enjuague bucal y se golpea los dientes con
la boquilla de cristal. «Joder… Esa lista no es mía, sino del protagonista
de mi relato», te explica. El líquido rojo mentolado para bocas limpias y
sanas rebosa por la comisura de sus labios. «Autor y personaje son dos
entidades completamente distintas», te aclara entre gárgaras. «Queri-
da, como escritor sólo selecciono piezas infinitesimales de pensamien-
to para desarrollarlas en una estructura literaria, con su ritmo, su tono,
sus puntos de tensión». Exígele que deje de hablarte como si estuviera
ante un tribunal académico, ¿acaso tienes tú cara de poder concederle
la matrícula de honor? «La condición humana resulta demasiado com-
pleja para definirla a través de la ficción», te insiste, «la realidad es
otra». Dile que te explique cuál es vuestra realidad. «Aun así, la que se
pica, ajos come».
*****
13 de junio.
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14 de junio.
15 de junio.
16 de junio.
17 de junio.
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galaxias. Río breva. Imagínate una estatuilla de los Oscars con forma de
berenjena. Para ti, los premios al mejor guion adaptado, montaje y
actriz de reparto. Te hace entrega de todos ellos un manojo de uvas.
18 de junio.
19 de junio.
Tu casa proyecta esa calma tensa de las salas de espera. Todos los des-
pertadores analógicos palpitan demasiado rápido, arrítmicos, como
campos de batalla. La luz del porche sigue encendida: déjala así, una
bengala de salvamento marítimo. La puerta de su estudio permanece
abierta. Él está sentado frente al ordenador, a oscuras. La pantalla per-
fila una mascarilla acuosa sobre su rostro. No entres; quédate apoyada
sobre el quicio, como una aspiradora. «Lamento mi comportamiento»,
te dice él frotándose los ojos. Respóndele que no pasa nada, que todos
decimos cosas y luego nos arrepentimos.
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20 de junio.
21 de junio.
Búscate un mechero. Sal al jardín. Recoge unas cuantas ramas secas y
échalas en algún macetero de barro vacío. Prende el clínex que llevas
usando todo el día. Haz una pequeña hoguera. Acuclíllate al lado. Pon
las manos sobre las llamas, nota el hormigueo en los dedos. Cierra los
ojos. El fuego alumbra, protege, purifica. Y, para colmo, ésta es la no-
che más corta del año. Siéntete afortunada.
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INFIERNO CHICO
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desconsoladamente mientras mamá y yo le gritábamos ya desde la
galería que saliese del cuarto mientras el humo seguía desprendiéndo-
se y podía, con el paso del oxígeno, avivar otra vez la llama.
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y fresca con ventanales inmensos que traslucían un jardín ancho y lar-
go, lleno de plantas y flores.
En el salón, los cuadros neo-impresionistas pintados por mi tío abuelo,
que papá atesoraba como oro de la herencia familiar, estaban prácti-
camente perdidos. Una capa de hollín los cubría y los confundía en la
maleza de humo y quemaduras de paredes y estantes. Mi padre cami-
naba entre ellos y entre los sillones tapizados, entre los portarretratos y
entre los pájaros de porcelana, herencia de mis abuelos, ahora conver-
tidos en cuervos azabaches hollinados y hoscos. La enciclopedia britá-
nica, los escudos de la insignia familiar, la platería y la roseta sobre la
mesa estaban impregnados de capas indelebles de ceniza negra. Papá
caminaba entre ellos en un silencio atroz. Sólo esbozó la primera pala-
bra cuando encaró el pasillo que daba a las habitaciones y la humareda
lo llevó directo a mi habitación y hasta el colchón de mi cama que aún
desprendía humo como un volcán desbocado.
Con mamá lo seguíamos algunos pasos detrás mientras tosíamos, es-
pantando el humo con las manos. Después, ya en mi habitación, frente
al colchón humeante, mi padre solemnemente auguró la primera sen-
tencia sobre el origen infernal del incendio, y yo supe, casi en ese ins-
tante, que algo ya no tendría vuelta atrás, que algo entre él y yo se
rompía o se revelaba ante nosotros, de una vez para siempre.
Cuando dejamos la casa sola esa tarde para irnos al velorio de mi abue-
lo y cerrábamos puertas y ventanas de par en par con cerradura, cerro-
jo y puerta corrediza, no sabíamos que lo que era ya una costumbre
casi obsesiva de papá ―el hecho de cerrar herméticamente la casa para
preservar mejor sus reliquias― salvaría la casa de prenderse fuego al
impedir que la llama inicial absorbiera mayor oxígeno. En ese momen-
to, como es lo normal, no teníamos ni la más remota idea de lo que
51
realmente pasaría ese día y si bien salimos apurados, con mamá aún
planchando su vestido y sin pintarse, mi padre preguntando por
enésima vez a qué hora empezaba la misa, y yo persiguiendo al gato
por toda la casa (porque mi madre exigía que se quedara en el jardín
mientras no estuviéramos) el velorio se convertía en una de esas tantas
salidas alocadas en las que salíamos los tres más exasperados que con-
tentos.
Pero la realidad era que mi abuelo no había muerto esa mañana. Tam-
poco el día anterior ni días antes. Mi abuelo había muerto hace bastan-
tes años, sólo que a mi familia le gustaba conmemorar los aniversarios
de las muertes de familiares como si fueran la muerte misma. Mis tías
(mi madre y sus tres hermanas) y mi tío Carlos, bien a la usanza de la
tradición italiana, preparaban con mucha antelación la reunión: lo que
comeríamos, cómo lo celebraríamos, dónde nos reuniríamos, entonces
le encargaban a un cura amigo una misa en alguna iglesia cercana al
cementerio y luego de la misa, tremendamente emotiva, en la que se
nombraba a mi abuelo repetidas veces y se rezaba por el descanso de
su alma con aplausos, cantos y loas, como si se hubiera muerto ayer
mismo, nos íbamos todos a la casa de alguna de mis tías y allí nos
reuníamos en una gran comilona festiva donde no faltaban las charlas,
las anécdotas, los juegos y las bromas. Y poco a poco, a decir verdad,
todos nos olvidábamos un poco del muerto y de la razón de la reunión,
y mis tíos se deleitaban en recordar historias de su niñez y de su juven-
tud, en las que el vino potenciaba las carcajadas estruendosas, y mis
primos mayores prendían sus cigarrillos y hablaban de novedades o de
política, mientras sus hijitos pululaban por la casa agarrando todo lo
que pudieran, y los adolescentes vagábamos de acá para allá escuchan-
do música, comiendo y bañándonos en la pileta.
52
La familia de mamá siempre encontraba una razón para reunirse y
celebrar algo. Si ese año no había nacido ningún integrante nuevo en la
familia, si no había ningún bautismo, comunión o casamiento, además
de los clásicos cumpleaños, los Galiardi sacaban el haz de la manga y
festejaban la muerte de algún muerto, o sino el aniversario de su naci-
miento, siempre con cantos de feliz cumpleaños, torta, velitas, y guir-
nalda incluidas. La cuestión era reunirse por alguna razón, sea la que
fuese, y festejar algo.
A mi padre estas reuniones no le hacían mucha gracia. Siempre trataba
de no ir, esbozando que ese mediodía jugaba Racing y que estaba por
clasificar en la copa Libertadores, que jugaba River y no podía perderse
la semifinal contra Independiente, o que a la Sabatini le quedaba el
último set y estaba por descalificar a la Navratilova. A veces mamá se le
ponía firme, con brazo de hierro, y no le quedaba otra que ir, y caía en
lo de mi tía con una mueca medio hosca que intentaba pasar por sonri-
sa, hasta que el vino, la carne en escabeche, los ravioles y las charlas de
mis tíos lo aflojaban y lo devolvían luego a casa hecho un blandengue,
ya más allá de todo argumento deportivo, con una sonrisa floja, y así se
iba derechito a la cama, a soñar el triunfo de Racing y el ascenso de la
Sabatini.
Papá, por el contrario a los Galiardi, era un clásico representante de la
estirpe vasca. No le gustaba salir de casa. Con sus hermanos no se veía
prácticamente a pesar de los reproches de mi madre y al hecho de que
no vivían lejos de casa. Le gustaba la vida austera, solitaria y silenciosa.
Amaba su jardín, su taller y las tardes de deportes televisivas. No tenía
amigos, ni llamaba a nadie. Tenía una visión compacta de la vida: algu-
nas verdades a las que se aferraba inflexivamente y una visión descreí-
da y desinteresada del resto de las cosas y del mundo. Su catolicismo
era tan elemental como intransigente: no había variado ni evoluciona-
53
do respecto a lo que le habían enseñado de chico, las cosas debían ser
como siempre habían sido y todo lo que innovara, alterara o discurriera
de lo establecido, simplemente no podía aceptarse. Papá no solía ar-
gumentar sus opiniones. Simplemente las imponía. Creaba una especie
de castillo en el que vivía solitariamente y en el que rara vez alguien
podía inmiscuirse o atisbar a entrar. Sólo mi madre tenía algún tipo de
acceso, pero era como un puente levadizo de paso restringido.
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tiones tanto de mecánica como de electrónica, lo suyo eran las aplica-
ciones electrónicas pero para autos de carrera.
―No creo. La instalación eléctrica estaba perfecta.
―Podría haber tenido un desperfecto.
―Yo mismo instalé ese circuito eléctrico y sé que andaba bien.
―La hiciste hace más de veinte años, José María ―dijo mi madre.
―La instalación estaba bien.
―Por lo menos no se hizo el corto mientras yo dormía en el
cuarto ―agregué y me estremeció comprobar que efectivamente po-
dría haberme muerto asfixiada de estar acostada en esa cama mien-
tras todo se quemaba y ardía silenciosamente. Pero a mi padre no
parecía alterarlo tanto esa reflexión sino la cuestionada inocencia de
la instalación eléctrica, y rascándose la cabeza entró a la casa de vuel-
ta, a mirar otra vez la casa cuasi perdida, a cerciorarse que todo pare-
cía ser efectivamente lo que era: un mal trago, una broma de dios,
una pesadilla, o en el peor de los casos, un castigo divino.
Esa noche dormimos en la casa de mi tía Isabel. Al día siguiente mis
tíos Galiardi fueron los primeros en llegar y los primeros en ponerse
manos a la obra. Mi tío Carlos empezó removiendo los hilos y redes
de hollín de los techos y paredes con escobas mientras mis tías abrían
estantes y muebles para sacar utensilios y adornos ennegrecidos.
Mamá se había instalado en la cocina. Allí comenzó a vaciar armarios
y cajones. Se comenzaron a hacer pilas de platos, bandejas, ollas y
demás artilugios en el jardín que luego serían clasificados en “recupe-
rables” o “perdidos”. Para su desesperación, la pila de lo perdido reba-
saba por lejos la otra. Mi madre la miraba crecer y se agarraba la ca-
beza.
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Papá prefirió centrarse en su taller. Los transistores, cables, pinzas,
bujías y demás herramientas eran pequeños forúnculos en un mar
ennegrecido, flotando sobre las dos mesas de trabajo. El desorden
original se había convertido en un laberinto de artilugios electrónicos
casi indistinguibles bajo las capas de hollín. Mamá me había sugerido
que me centre en mi habitación y vacíe el ropero y la biblioteca. Apilé
mis libros y cuadernos salvados, y luego al remover el escritorio y la
cama de lugar, dejé al descubierto el toma corriente. Tanto la mesa de
luz, como las lámparas y mi teclado yamaha habían desaparecido,
habían sido consumidos totalmente.
Durante los días siguientes, mis padres no fueron a trabajar ni yo al cole-
gio. Mis tíos y mis primos vinieron a casa y ayudaron con la gran faena
de la limpieza y la recuperación del incendio. Cuando le preguntaban a
mi padre qué lo habría originado, él negaba con la cabeza y contestaba:
―Pregúntenle a ella ―señalándome de reojo. Y volvía a desente-
rrar las herramientas de las cenizas en su taller. Mamá prefería cambiar
de tema y mientras le daba un sorbo al mate que mi tía le alcanzaba,
volvía a meter las manos en el armario o en el cajón hollinado.
Después de las dos primeras semanas de limpieza, papá contrató una
empresa que con hidro-lavadoras intentaron sacar la capa negruzca
impregnada en suelos, techos y paredes. La casa y el jardín parecían un
descampado edilicio después de un terremoto, lleno de restos desbas-
tados y esparcidos. Papá seguía negándose a ahondar en las causas del
incendio, pero me miraba siempre de un modo bastante intenso, y
mamá, de hecho, no en vano me decía:
―Mejor no traigas más a este chico a casa, ¿sabés? Mejor que no
venga por un tiempo.
Leonardo, en sí, no era el tipo de chico que les gustaba. Era músico,
algo desalineado y de pelo largo. Me buscaba por casa algunas tardes y
me llevaba flores que robaba de los canteros del vecindario. Un novio
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que me tenía embelesada completamente, y que ante la estupefacción
de mis padres, comenzaba a encerrarse con la pequeña hija en el cuar-
to quien sabe a hacer qué y la traía en su moto a casa algunas veces
muy tarde, después de llevarla a sus recitales.
Entonces fue un mediodía mientras comíamos, justo antes que los pin-
tores empiecen a repintar toda la casa, y los albañiles comiencen a ins-
talar los suelos nuevos, cuando les dije:
―Esa tarde, la del incendio, encendí una vela en el cuarto. Ahora
me acuerdo.
―¿Qué hiciste qué? ―dijo mi padre y el tenedor se le cayó de
la mano.
―¿Y la apagaste? ―chilló mi madre soltando la mano de la jarra―
¿Qué hacías con una vela encendida? ¿Rezabas? ¿Volviste a rezar otra
vez?
―Seguro la dejó encendida ―dijo mi padre negando con la cabe-
za, tranquilo que la cuestión del corto en la instalación eléctrica queda-
ra totalmente fuera de discusión―. Primero, encerrada en el cuarto
con el novio y encima con una vela encendida, ¿me querés explicar qué
carajo hacías con una vela encendida?
Mamá me llevaba de chica a reuniones eclesiales en las que tenía siem-
pre un papel dirigente. A veces eran encuentros formativos en los que
ella coordinaba y preparaba a nuevos catequistas. Por supuesto era
amiga de varios curas y era figurita repetida en toda misa o evento pa-
rroquial que se organizara. Muchas veces me llevaba con ella, y yo me
quedaba dibujando o jugando a un costado callada. Pero muy pronto,
además de comenzar mi preparación para la primera comunión, em-
pecé a tener revelaciones místicas. Una vez durante un encuentro,
cuando tendría unos cinco años, me levanté de mi rincón e interrum-
piendo la reunión comencé a repetirle a cada catequista mirándole a
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los ojos: “Dios es amor”, “Dios es amor”, “Dios es amor”. Mi madre tuvo
que sacarme fuera tras la admiración estupefacta de los catequistas.
Otra vez me acerqué a una señora, mientras que mamá les hablaba en
otro encuentro catequístico, y tomándole las manos le dije: “Dios está
contigo”. La señora irrumpió a llorar desconsoladamente porque al
parecer su marido la había abandonado hace poco tiempo.
Después de hacer la comunión, conocí a un cura que decidió accionar y
tomar las riendas de mi devenir espiritual. Se llamaba Giorgio Cosetti y
era el obispo de la diócesis donde mi madre trabajaba. Cosetti estaba
seguro acerca de mi presunta precoz vocación y me citaba todos los
meses en su despacho para que le describiera detalles de mi vida, deta-
lles que siempre conducían a una única hipótesis: Dios me quería mon-
ja. Cuando yo le hablaba, él bajaba la cabeza en señal de aprobación,
constatando la revelación que él había recibido: yo iba a ser monja e
iba a serlo muy probablemente en la congregación de hermanas que él
mismo había fundado unos pocos años antes: las hermanas consagra-
das diocesanas, más conocidas como las “hermanas cosetianas”. Lo veía
en mis ojos, en mi carácter contemplativo y reflexivo, lo veía en mis
actos, en mis deseos de ausentarme del mundo, en mis deseos de llevar
una vida austera, y pasarme los días leyendo, cantando, meditando,
lejos de todo y de todos. Yo asistía a sus encuentros por orgullo. Él me
decía que yo era especial, que era distinta al resto de las chicas.
―Dios te eligió, ¿sabés? Dios espera de vos grandes cosas. ―Dios
labraría mi interior poco a poco y pronto daría sus frutos si yo era fiel a
su llamado. Me decía que no debía dejar de hacer ejercicios espirituales
y rezar diariamente para que Dios aclare mi llamado, que él, Giorgio
Cosetti, a pesar de mí, veía claramente.
―¿Qué hacía con la velita? Rezaba, mamá. Como me dijo el padre
Cosetti. Por eso encendí la vela.
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Mi padre soltó un gruñido y se levantó de la mesa enfurecido. Se puso
a caminar por el jardín, maldiciendo, soltando palabrotas y levantando
los brazos. Mamá se quedó mirándome estupefacta.
―No podés rezar con una vela y dejarla encendida. ¡Santo Dios!
―El padre Cosetti me sugirió que lo haga. Yo tuve cuidado. Me di-
jo que la vela creaba un ambiente mejor para rezar.
Pasaron los días y las semanas y con el tiempo, las otras posibles ver-
siones sobre la causa del incendio quedaron solapadas bajo la más ri-
sueña versión de la velita. Al poco tiempo mis salidas con Leonardo
volvieron a reanudarse. Ya no se quedaba en casa, nos veíamos fuera,
pero a veces me buscaba en la moto y me traía de vuelta muy tarde.
Mamá veía que mis prácticas piadosas comenzaban a espaciarse, inclu-
so el obispo vio su revelación mística desengañada, y perdió toda espe-
ranza. Mi padre, con el tiempo, dejó de hablar del incendio, pero yo
sabía que en su fuero interno seguía agradecido a la clemencia divina
por habernos salvado la casa del fuego y de la tremenda velita.
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TRES MUERTOS DE POR MEDIO
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pegan, destruyendo el orden y la paz del interior deshumanizado de las
revistas de casas.
―Pues bien, Mercedes, mucho jaleo con la familia, ya sabes. Oye,
¿Te has enterado de lo que le ha pasado al marido de María?
En ese instante entra Sofía en la tienda.
―Sí que lo he oído, Concha. Pero esperaba que fuese mentira, la
verdad. ¿De qué ha muerto ese hombre, si estaba tan sano?
―Mercedes se quedó perpleja cuando el día anterior otra clienta le
comentó la muerte del marido de María. Fue algo tan inesperado que
no pudo dar crédito a la noticia. Todo el mundo espera que se mueran
los viejos. Es ley de vida, dicen. Pero que se muera alguien de tu edad y
encima de una muerte inesperada impresiona. Tenía la esperanza de
que todo fuese un malentendido y el muerto, de haberlo, algún lejano
desconocido. El marido de María era cincuentón y gozaba de buena
salud.
―Ha sido terrible, a mí me llamó mi hija para decírmelo y ella
tampoco podía creerlo. ―Sofía está oyendo la conversación. No le gus-
tan los cotilleos, pero tiene curiosidad por saber quién ha muerto. No
sabe a qué María se refieren, probablemente ni la conozca, pues tanto
Mercedes como Concha son mayores que ella. Podrían ser sus madres.
Se siente incómoda. Para disimular coge un candelabro y lo observa
detenidamente.
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―De un infarto. Resulta que fue durmiendo. Me pasé todo el día
de ayer en el tanatorio. ―A Concha le gustan los marcos, los tiene de
todas las formas y colores, pero todos de estilo rústico. A veces ni si-
quiera les pone una foto, sino que deja la que viene con el marco. Su
casa es de esas, con chimenea y muebles de madera, con sofá tapizado
con tela de flores y cortinas provenzales. Coge un marco de madera
tallada toscamente y lo mete en la cesta.
»Me dijo María, que estuvieron hasta las dos de la mañana viendo
la tele, tan felices. Y luego, tras haberse acostado, estando dormidos,
María escuchó un ronquido. Y eso fue todo. ―Concha, levanta una
lamparilla metálica. Tiene los cristales con hojas talladas.
―¡Válgame Dios! ―exclama Mercedes.
―¿Qué precio tiene la lamparita? Es preciosa. Me vendría bien pa-
ra la mesita de noche del dormitorio pequeño. ―En su casa hay cinco
habitaciones, pero sólo la suya está habitada. Hace tiempo que sus
hijos se fueron de la casa y ella pudo deshacerse de la molestia de las
horribles cosas ajenas con la que invadían sus habitaciones, cosas que
atentaban contra el gusto. Ahora, conserva todas las habitaciones per-
fectamente montadas. Ha pintado las paredes con coronas de flores, ha
comprado unas camas con cabeceros de madera tallados y los ha pin-
tado de blanco envejecido, ha vestido las camas con telas caras y her-
mosas, y ahora sólo le falta vestir las mesitas de noche. Mercedes lo
sabe. Ella misma visitó la casa de Concha antes de la navidad. Suele
invitar a sus amigas a merendar de vez en cuando y con ese pretexto les
enseña las novedades en la decoración. Como en las revistas. Si ella
pudiera, haría una revista nada más que con su casa.
―Pues está en oferta y sólo me queda esa. Te la dejo a veinte eu-
ros porque eres mi mejor clienta. Pero costaba mucho más cara. Es
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muy rústica, preciosa, en tu casa seguro que queda genial. Con el gusto
que tienes, no dudo de que la coloques en el lugar donde más vistosa
resulte. ―Mercedes se apoya en el mostrador y mira disimuladamente
a Sofía. No es clienta de su tienda. Nunca antes la había visto.
―¿Verdad que es muy mona? ―Concha se dirige a Sofía levan-
tando la lámpara en alto para que pueda verla.
―Sí, es preciosa. ―A Sofía no le gusta la decoración. Está allí por-
que se olvidó de hacerle un regalo de navidades a la tía de su madre. Se
dio cuenta el mismo día y ya no tenía tiempo de comprarlo, así que no
la visitó con la excusa de que no le daba tiempo. “Voy a verte esta se-
mana, tía. Y ya te llevo el regalo que papá Noel dejó por aquí”, le dijo.
―Pero, entonces, ¿fue un infarto? ¡Qué horror! ―dice Mercedes.
―Sí, un infarto. María, (me lo contó en el tanatorio) comenzó a
llamarlo (al oír el ronquido), porque no le parecía que ese ronquido
fuese normal. Encendió la luz y cuando le vio la cara lo supo. Entonces
lo tiró al suelo. Lo puso de lado. Le hizo un masaje cardíaco y el boca a
boca. Ella sabe esas cosas. Trabajó mucho tiempo en el hospital.
―Concha despliega un mantel. Es rojo con flores en dorado, de estilo
navideño, para una mesa grande. Lo hecha en la cesta. Da igual que
hayan pasado las navidades, lo guardará para las siguientes. Es una
buena oferta y salió en la portada de la revista Casa Rústica del mes de
diciembre.
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―Ante cosas así, se da una cuenta de lo que es la vida. ―Concha
observa a Sofía. Es una chica joven, no le suena su cara.
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―Sí, Concha. Estaba precioso en esa revista. La debo de tener por
ahí. Pero si la chica busca algo clásico... Ya sabemos cómo son las per-
sonas mayores. Mejor podrías mirar los juegos de tazas, que además
son muy útiles. ―Sofía cree que es buena idea. Un juego de tazas qui-
zás le guste a la tía de su madre. Pero uno barato. Mercedes ha comen-
zado a sacar los juegos de tazas y colocarlos sobre el mostrador y está
pensando que seguro son caros.
―Oye, Concha, y entonces ¿ya se ha enterrado y todo? Pobre
hombre... ―Sofía comienza a observar uno por uno los juegos de tazas
con platos. Unos llevan teteras. Los descarta. Deben de ser los más
caros. Se concentra en los de platos y tazas. ¿Cuatro platos y cuatro
tazas o dos platos y dos tazas?
―Recién jubilado que estaba. Lo poco que ha podido disfrutar.
―Concha vuelve a desplegar el mantel que antes había cogido Sofía y
que Mercedes había vuelto a doblar.
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»Por cierto, ¿Sabes quién está en Jerez, en la misma sección de on-
cología que mi marido? ―Acaba de recordar que Mercedes conoce a
Araceli, pues han coincidido en las meriendas de su casa varias veces.
―No, ¿Quién? ―Mercedes coge la cesta que Concha ha dejado en
el suelo. Pesa demasiado. Se la lleva al mostrador y le saca otra cesta
vacía.
―Pues Araceli. Resulta que a su hija le han diagnosticado una leu-
cemia galopante. Están allí esperando el trasplante. ―Concha coge la
cesta vacía.
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―Sí que son bonitos. Pero la tía de mi madre vive sola. Cuatro ta-
zas y cuatro platos es demasiado.
―Pues entonces, mira estos juegos de dos. Son preciosos y se
quedan a muy buen precio. Este sale a quince euros y este a diez, por
ejemplo. ―dice Mercedes. A Sofía le parece un buen precio. Comienza
a observar uno de diez euros. Las tazas tienen cuadros escoceses im-
presos, rojos y verdes. No está mal. Mercedes comienza a sacar otros
juegos de tazas de los de diez euros. Ha comprendido que Sofía no se
gastará mucho más.
―Lo injusta que es la vida ―dice Concha. Arrastra el juego de
cuatro tazas por el mostrador.
»Lo mal que lo debe de estar pasando Araceli. Yo sólo hago recor-
dar los meses que pasé allí, en oncología, con mi marido. ―Concha ha
vuelto a la entrada de la tienda. Ahora mira las cosas del escaparate.
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―Terrible. La pobre Araceli. ―añade Mercedes. Ella no sabe lo
que es la viudedad. Su marido sigue por ahí con la otra. Hasta tuvo
otros hijos. Pero si sabe lo que es ser madre.
―A mí me dijo, “Se me ha pasado lo del luto de mi marido y todo.
Ahora sólo puedo pensar en mi hija”. ―Concha habla dirigiéndose a
Sofía. Hace rato que se siente incómoda con esa chica tentona que oye
la conversación sin aportar nada.
―Debe de ser terrible. ―comenta Sofía. Se ha decidido. Se llevará
un juego de tazas de diez euros. El de las tazas de cuadros escoceses. Le
parece bonito y más o menos útil. A la tía de su madre le gusta tomar el
té todas las tardes.
―Y ahora que la chica había encontrado otra pareja. Estaba co-
menzando una vida nueva. ―Concha extiende otro mantel, es de ca-
chemiras, en tonos ocres. No le gusta demasiado y lo suelta.
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―¿Te lo envuelvo para regalo? ―Mercedes introduce en su caja
las tazas. Es una caja muy bonita, estampada con cuadros escoceses
como el juego de tazas. Apunta en la libreta “10 eu”.
―Sí, mejor envuelto. ―Sofía no es buena envolviendo regalos.
Siempre le sale mal, un lado más corto que el otro. Y lo peor: cuando
pega el celo levanta arrugas.
―Pues el muy cretino del marido se fue con otra. Le estaba po-
niendo los cuernos desde hacía años. Y después de todo, la chica había
encontrado ahora a un muchacho. ―Mercedes recuerda las habladu-
rías cuando su marido se fue de la casa. Al principio sentía que había
hecho algo mal, como le dijo su madre “no te has hecho querer”. Pero
luego se dio cuenta. Él, su exmarido, era el que había hecho algo mal, el
que la había traicionado. Comienza a envolver el regalo.
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plante de médula. ―Concha no para de pensar en esto desde que se
enteró. No puede dejar de recordar los meses que pasó en oncología.
Mercedes ha colocado junto al mostrador una serie de cajas de
madera, unas son cuadradas y otras redondas, como sombrereros. Es-
tán pintadas a mano por una artesana del pueblo. Les saca muy poco
dinero, pero las tiene allí puestas por hacerle un favor a la artesana.
Concha comienza a mirar las cajas. Levanta una redonda y la pone a la
luz, para apreciar el dibujo.
―¿Cómo se llama esa chica? ―A Sofía le suena desde hace rato
esta historia, pues su compañero de trabajo, amigo desde la infancia, se
ha echado una novia a la que diagnosticaron leucemia hace poco y que
además tiene un hijo.
―Creo que se llama Ana. ―dice Concha. La caja redonda, que sir-
ve de sombrerero tiene dibujadas guirnaldas de flores. Son flores inven-
tadas, inespecíficas, con mucho colorido.
―Son diseños exclusivos, Concha. Las hace una artesana de aquí.
María de las Flores, no sé si la conoces, que vive en la barriada de San
Pedro. ―Mercedes piensa en lo contenta que se pondrá María si se
entera de que ha vendido alguna caja. Enero es siempre una época de
declive económico.
―Sí. María de las Flores daba clase de manualidades en el Círculo
Mercantil. Ya decía yo que me sonaba el estilo. ―María maneja bien
los colores, pero es muy mediocre pintando. Concha piensa en el rato
tan grande que habrá pasado pintando la caja. “Estas cosas no están
pagadas”. Mira a Sofía, quizás conozca a la hija de Araceli y por eso le
ha preguntado su nombre. Deben de ser de la misma edad. Mete la caja
redonda en la cesta.
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―¡Claro! Ana, yo la conozco. Su novio actual es amigo mío de to-
da la vida. Lo están pasando fatal. Él está allí en Jerez, con ella. Hasta
ha dejado el trabajo para poder estar allí. ―Ella conoce esa historia. Su
amigo es divorciado. Hace unos días le dijo “Pensaba que lo peor que
me había pasado en la vida era mi separación, pero me he dado cuenta
de que esto es lo peor”. Le impresionaron sus palabras, no supo que
decirle. Siente alivio de que no vaya a trabajar. Cuando se lo encuentra,
no sabe qué decirle.
―¡Pues vaya casualidad!, así que eres amiga del novio de la hija de
Araceli. ―Dice Mercedes. Mete con cuidado en una bolsa el regalo
envuelto.
―Sí, y también es compañero del trabajo. ―Concha sonríe alivia-
da. Al final la chica ha participado en la conversación. No soporta a la
gente que oye y no dice nada.
―Aquí está. El regalo de su tía. ―Mercedes lo extiende sobre el
mostrador dentro de la bolsa.
―Esperemos que les vaya bien en oncología y que el trasplante
sea un éxito. ―Dice Concha. Lleva días pensando en el trasplante. Su
marido no llegó al trasplante. Por las noches cuando se acuesta tiene la
cama para ella sola, es más cómodo, pero también más frío.
―Eso espero. ―Sofía quiere salir de la tienda. La historia de su
amigo le parece incómoda, embarazosa.
―Bueno, pues espero que a tu tía le guste el regalito. ―Sofía tiene
ya la bolsa. Concha piensa en la gente joven, en cuando ella era joven y
llevaba pantalones de campana y minifaldas. “La gente joven no tiene
que esforzarse por estar guapa”.
―Muchas gracias. Hasta luego. ―Sofía sale de la tienda. Un plás-
tico arrastrado por el viento se le enreda en los pies un momento y
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luego vuela por la calle chocando contra las rejas de las ventanas de las
casas. Sofía mira al interior de la tienda y alcanza a ver a Concha intro-
ducir otro marco en la cesta. Luego camina por la calle. Respira pro-
fundamente.
―Fíjate, cómo son las cosas. ―Mercedes termina de anotar los
precios de los objetos que Concha metió en la primera cesta. Coloca la
calculadora sobre el mostrador y empieza a sumar las cantidades. “Han
tenido que pasar tres muertos de por medio para que hubiese una co-
nexión entre nosotras”, piensa. Apunta cuidadosamente los resultados
en su libreta.
Concha, cerca del escaparate, con la segunda cesta medio llena, extien-
de una manta de pelo sintético. Es muy suave. La acaricia. Cree recor-
dar que aparecía sobre una cama en la sección de dormitorios de la
revista Casas con Encanto. Quedará muy bien sobre su cama y quizás,
sólo quizás, pueda evocar el calor que le falta. La dobla y la introduce
en la cesta.
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SILENCIO, POR FAVOR
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perficie de Atacama. Los ruidos se agolpan. Tú te has ido. Te lo pedí. Te
rogué que te fueras.
Otra vez el vacío.
El aparato de aire acondicionado está funcionando, si lo dejo, en media
hora el salón estará aclimatado. Pero suena, y lo escucho, y persiste.
Esa brega de mecanismos constante. Luego para y vuelve de nuevo,
expide su aire fresco.
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bras. Últimamente, NO doy crédito a lo que oigo… ¿Qué es eso Gra-
ciano? Anoto en el margen: ¡Calla, calla!
Otra vez el compresor, respiro, me siento aliviada.
Shakespeare, William, y el mercader Antonio, cuatrocientos años atrás,
Venecia, no pudieron prever la oportunidad del silencio, en cualquier
parte del mundo globalizado. El privilegio terapéutico del silencio. Tal
vez Shakespeare lo supo y Antonio lo supo y esa era su tristeza, o el
amor, o tener en la vida lo que nunca quisiste. Sublime.
Silenciar el verdadero diagnóstico para enfrentar el vacío. Silencio, para
dejarte vencer o dejar que una parte de ti se deje caer, y así relajarte… Si
pienso en una parte de mí –de mi cuerpo, por ejemplo―, las piernas
con su altivez, su alternancia: estoy sentada al borde... Dos piernas
penden al filo de un precipicio. Sería fácil. Noto la atracción, el peso
que ni siquiera es mío. Cincuenta kilos de líquidos, músculos, vísceras
y huesos, que no me pertenecen, y ni sería consciente de ellos ―ni
siquiera yo― si no fuera por la fuerza que los atrae. ¿Cincuenta años
dije? ¿Por qué me distrae cualquier cosa? Necesito dejar de pensar,
soltarte, a ti, también a esta emoción que se me vuelve sufrimiento. Es
mi cerebro. Libertar un cráneo que perece.
El compresor vuelve a soplar. Su aire fresco roza mis brazos por un par
de segundos como una risa irónica. El libro, abierto, cae al suelo. Tres
páginas se han doblado. Tengo que dejar esta costumbre de leer tum-
bada. Miro por la ventana. Es la cuarta vez esta tarde, aunque sé que no
vendrás. En esta ocasión es un llanto nuevo, unos gritos escondidos e
imparables, llenos de furia, desesperados. Son frescos, principiantes y a
la vez, vetustos y lejanos. Por undécima vez: ningún coche aparcado en
nuestra puerta. Levanto los ojos para mirar al balcón de enfrente en la
primera planta del Núm. 55. La persiana está completamente bajada, sé
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que de ahí llegan los gritos. Me oigo decir Juan I. Y Juan II, la segunda
vez: el primer hijo de Juan I y el tercero de su chica, Aurelia. Otra vez
su llanto. No voy a pensar, esta vez no, ¡ni pensarlo! ese olor dulzón a
colonia, leche agria y baberos…
Su nombre es bonito. Aurelia (Iwoa). La chica de Juan I es joven, de pelo
lacio y media melena rubia platino, luna y sol, ni tan dorada ni tan plata,
‹‹olvida conseguir ese rubio en casa›› ¿Cómo la habrá conocido? Sus
hijos, los de la chica, son rubios y callados. Antes hubo otras. Y hasta
dónde yo sé, Juan I disfrutaba su soltería una vez que ellas abandonaban
la casa. Lo hacía de la misma forma que se enorgullecía de una bien es-
tablecida calvicie masculina, y de una incipiente madurez: diciéndolo. Es
verdad, él conoce a mucha gente (“¿¡yo… conozco a to el mundo por
aquí!?”) o casi: nació, creció y estudió aquí y, aquí, trabaja. Su pequeña
localidad del sur. Situada a escasos kilómetros de la gran ciudad, donde
tú y yo llegamos a los 25. Toda mi vida pasa aquí, me dijo una mañana (o
tal vez, fuera una tarde. Eso no lo recuerdo). Me hizo perder el tren: Lí-
nea C1, RENFE Cercanías. Llegué tarde, a donde quiera que fuese y al
lugar al que debía ir ese día. Tus viajes cada vez eran más frecuentes y el
tiempo que ocupaba yo en tu vida se reducía cada vez más, así que me
dedique a conocer la gran ciudad. A Juan I le gusta hablar, creo que ha-
bla tan solo para escucharse. He de aprender a decir NO. Pero ¿Él? está
encantado con esta ciudad pequeña, eso se nota. A mí no me gusta. Así
que no se lo dije.
Vía Aurelia, calzada romana. A quién diablos se le habrá ocurrido po-
ner VILLA ANA MARÍA DE VALME ¿En una casa adosada? ¡¿Por… favor?!
78
frente. Recuerdo a los propietarios anteriores, los del Núm. 55, eran
una pareja de intelectuales de izquierdas. Tenían un hijo y una hija,
debían contar las mismas edades que A y B ahora. Estaba lloviendo, tan
fuerte, que de ninguna manera me hubiese atrevido a salir con B (a
pesar del plástico protector para carritos), si no fuera porque ya pasa-
ban minutos de la hora de salida del colegio, A podría estar solo. Debía
recogerlo. Esa fue la primera vez que la vi, mirando hacia afuera ¿llo-
ver?, a través de los cristales del balcón. Bajé. Senté a B en el carrito con
sumo cuidado para que no despertara. Ajusté el plástico protector.
Cogí el paraguas. Pensé en abrirlo después de pasar el porche, una vez
en la calle. Por fin. Cuando intentaba girar la llave para cerrar la verja
de hierro, noté su mano, la de ella, me dijo:
―Anda déjamela. ―Tenía una piel muy cuidada y fina en extre-
mo, con algunos surcos e incipientes marcas de color marrón. Asía mi
mano, que sujetaba el carro de B. Y sostenía un paraguas con estampa-
do de rosas, nos cubría a las dos―. Vete tranquila, ―me dijo― que yo
me quedo con la niña.
No supe decir NO. No recuerdo un mayor sentimiento de culpa. Ni,
por supuesto, haber corrido más en toda mi vida (bueno, hasta ese
verano en que A resbaló por las escaleras, y se abrió el labio de arriba).
¿Cómo lo pudo saber? Mi recelo, esa sensación de alerta ante un peli-
gro imaginario. Dejó de llover. Nos hizo entrar adentro. Primero pasa-
mos por un pequeño camino de cuatros metros, estaba bordeado de
rosales sin rosas. B seguía dormida en su carrito. El interior era cálido.
A hacía esfuerzo para soltarse de mi mano. Entonces me lo dijo. Se
marchaban, venderían la casa. Ahora era un buen momento. Irían a
vivir a la gran capital, a un piso reformado en su casco antiguo (“¿Sabes
que es uno de los tres más grandes de Europa, junto a Venecia y Géno-
79
va?”). Esta pequeña ciudad tiene sus ventajas pero los chicos necesitan
echar a volar. Pensé: ¿Ahora, cuando empezaba a conocerla?
Durante dos años vi las hierbas crecer en el jardín de la casa vacía. De
vez en cuando alguna rosa florecía entre el ramaje. Y aunque siempre
me sorprendían, yo procuraba encontrar las plantas más adecuadas, y
acordes, a la orientación totalmente opuesta de mi jardín. Ya sé, no es
mío, ni tuyo. Pero tampoco será de ING Direct. Antes de la subroga-
ción solo era una promoción más de Caja San Fernando. Fusionaría
―desapareció― con Banco Popular. Luego firmamos con el Deusche
bank, por ese orden. Intereses variables. Reforma, ampliación de hipo-
teca por reforma, y otra vez traspaso. Banca on-line (Euribor más un
uno por ciento, y sin comisiones). Luego, Juan I se mudó.
Silva ronco, penetrante, monótono.
Demasiado grande para un soltero, pensé. Pero desarraigó todas los
hierbajos del jardín y lo soló. Entonces pensé en las rosas. Ya no ten-
drán oportunidad de florecer. Pero, ahora, también sé que a partir de
cierta edad nunca puedes saber hasta qué punto puede virar todo en
una vida. Ni lo relativo de nuestras percepciones presentes.
Al contrario que nosotros, Juan I siempre anda haciendo algo distinto,
innecesario, en la casa. Por ejemplo, al año siguiente de mudarse pintó
las rejas de un color distinto a todas la demás (en realidad, esto ha lle-
gado a ser Costumbre, práctica, muy extendida en urbanizaciones de
casas adosadas, sobre todo, las que no tienen piscina ni ningún tipo de
servicio común, o un estatuto que prohíba alterar la estética de la Pro-
piedad Horizontal). Pintar las casas, diferenciarlas, son Usos de la vida
cotidiana de una ciudad como ésta, tal vez, la consecuencia lógica del
modo de entender el Derecho de Propiedad Privada. Los usos y costum-
80
bres que nos diferencian, y nos identifican como colectivo. Nos hacen
pertenecer a la colectividad, bla, bla, bla… Nunca me gustó Derecho.
Ahora tú y yo somos los únicos que la mantenemos igual, a veces pien-
so si nos deben ver algo raros. Algunos nos vinieron a ver. Nuestra úni-
ca reforma supuso ampliación de la cocina, eliminación de tabiques y
acristalamiento para atrapar la luz del patio interior. Pero en el exte-
rior, solo algunas ramas trepadoras y bolas de plantas aromáticas cam-
bian el aspecto original de la casa.
Justo hace dos semanas, Juan I me vio al llegar, me preguntó por ti.
Muchos días sin ver tu coche. Sabe que viajas. Temió que te hubiese
pasado algo y se ofrecía de veras para cualquier cosa que yo necesitara.
Aurelia salió en ese momento con Juan II en los brazos. Los saludé y
sonreí amable a Juan II. Nada Juan pero gracias, dije, demasiado estrés
en el trabajo y anda desbordado. Solo nos hemos dado un tiempo. Juan I
siempre anda buscando conversación. No entiendo el origen de esa ne-
cesidad.
―Sshi lo hablamos, pero tu shabes… ―dijo Aurelia, voz dulce, y
pausada al pronunciar las eses―. Cada casha esh un mundo. ―¿Cómo
supo de la expresión? Aunque en aquel momento no conseguí recordar
su nombre sentí una simpatía especial, la necesidad de darle datos im-
portantes de mi vida. Como que solo el amor me trajo aquí. No solo
eso, también el sexo, ya sabes... Aquella sensación de libertad, de ha-
cerlo en cualquier momento. Lo demás solo fue una formalidad, una
manera de precipitarlo todo. También para evitar escenas que me de-
jaban exhausta, sin energía. Ese dramatismo de mi madre en todo lo
que a su hija menor afectaba.
―Claro… por supuesto ―dije con media sonrisa a Aurelia.
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¡No, no eso! Ni siquiera lo pensé. Para pensar necesitas silencio. El pro-
blema es que pasas a ser un mecanismo más del engranaje, produces
mano de obra barata a cambio de nada. Responsabilidades, contractua-
les y no contractuales.
Cuando Juan I no sé cómo, empezó a hablarme de la crisis económica
no sospeché nada. Le había cambiado su vida, nada más. Una sola tira-
da. Sonreí. Pañales, pediatras, termómetros marcando 40 grados, ba-
ños templados para bajar la fiebre, Dalsy. Todo lo recuerdo. Las noches
interminables porque te despiertas a cualquier gimoteo. El tiempo se
detiene o pasa lento. Y luego un llanto, un grito ¡Mamá!, una pesadilla,
y te acurrucas en su cama, te quedas escuchándolo respirar hasta que,
sin darte cuenta, tú también te quedas dormida, sin darte cuenta. Las
tardes esperándote, jugando en el sofá con ellos, midiendo el tiempo.
La felicidad a tu regreso…
―Bueno, no sé si lo sabes. Nos hemos casado ―dijo Juan I. Aure-
lia había entrado con Juan II dormido en sus brazos―. ¡En las vacacio-
nes, vamos hace un mes!
―¡Ah! No, no sabía nada. Me alegro mucho. Familia numerosa,
¿no Juan? ―dije.
―¡Claaaro…! por eso, es que ya… si a mí me pasa algo, ella… La co-
sa está muy mal.
Nada sospeché.
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Luego fui plantando las enredaderas. Jazmín blanco, bignonia jazmí-
nea, jazmín moruno, jazmín azul…. aunque de vez en cuando plantaba
alguna diferente en maceta no podía dedicarle tiempo y acababa mu-
riendo. Allí. Tú y yo, como dos pasmarotes mirando entre un seto de
brezo seco y el hierro, sonriendo, para evitar a Juan I.
Pasaba la Línea C1 RENFE, Cercanías y saltó.
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sus propietarios, ha tenido la precaución de mantener la estética co-
mún de la calle. Cada muro tiene una altura diferente, un color diferen-
te, una calidad diferente. Y hasta imagino que, llegado el caso, cada
casa se venderá por un precio diferente. Unos tapiaron solo hasta una
altura media, otros cubrieron la verja con algunas plantas, y dejan ver
el interior también diferente. Y hasta hay quien se fortifica como en
una especie de castillo y se encierra dejando pequeñas aberturas en los
ladrillos a modo de ventanas.
¿Por qué no ponían brezo? o ¿Por qué lo habían quitado? El brezo seco
es sucio, se desprende con la lluvia y los pájaros. Nunca llegué a pre-
guntarles porqué siempre decían pájaros. Son gorriones. Un excelente
indicador de nuestra calidad ambiental. Gorriones. Hacen sus propios
nidos con ramitas de brezo. A veces caen del nido. Juveniles gorriones
de plumas desteñidas y manchas grises que intentan volar se caen por
las inclemencias del tiempo. Siempre me pregunté el motivo en las dos
ocasiones. Incapaces de volar. La primera vez, vimos la mancha de
marrón grisáceo apagado, en el porche. Conseguimos resguardarlo del
frio darle amor y calor. Tú buscaste una caja de cartón estupenda. Le
miré el babero gris oscuro. Preparé un pequeño recipiente con agua
donde le puse algunos trozos de pan mojado. Y A corrió a cortar ramas
de brezo. Y B lo seguía todo el tiempo. Tú colocaste las que más se
ajustaban a la caja.
Nos despertó un trinar insistente, la llamada. Colocamos la caja en la
mesa del jardín. La gorriona ya no estaba, supongo que se asustó. Subí
todo lo rápido que pude. Entré en nuestro dormitorio. Bajé la persiana
hasta un nivel que me permitiese ver todo el jardín y parte de la calle. Y
me quede observando. La mama regresó y Pibet ―así lo llamamos―
saltaba, saltaba y aleteaba fuerte, saltaba y sus alas daban en la caja de
cartón y la madre, muy cerca muy fuerte, con esa llamada distintiva,
84
hasta que Pibet salió de la caja y cayó sobre la mesa y siguió dando
saltos. Ambos consiguieron salir, no recuerdo muy bien cómo. Por
encima del brezo y las enredaderas. Cómo.
―¡Aprisa, aprisa venid! Pibet se va. Seguro que es la madre
―grité―. Ha venido a buscarlo y vuela, se va… ¡Se os va escapar!
―Grité más, todo lo que pude. A estaba recostado en su habitación
jugando a Assasin creed, Xbox 360. B jugaba a ser pintora. Pero vinis-
teis. Los cuatro mirábamos a través del balcón, escondidos para no
asustarlos o no asustarnos. Pocas cosas recuerdo vivir con esa ilusión
precipitada, esa sensación del corazón que se sale de felicidad, la exci-
tación, de estar viviendo algo fantástico.
―¡Ojú…, mamá! estaba a punto de pasar de fase ―dijo A, el últi-
mo en llegar―. El pájaro se morirá. Los gorriones que se caen del nido,
no saben volar. Anoche lo leí en internet, se va a morir.
―Sí claro. ―Pues, os lo perdisteis. Bajé la cabeza (sentí rabia, de-
cepción). Volví a subir la persiana. B me miraba con las manos abier-
tas―. Ya no. Salió de la caja… y los dos se han ido volando ―le dije.
―¡Noo!... ―gritó y dio un zapatazo fuerte en el suelo que apenas
se oyó. Luego aporreó el cristal con las manos abiertas. Me quedé mi-
rándola unos segundos. Manchas azules como mariposas―. ¡Miira,
miira! ¡Allí! ¡Allí!
―¿Sí, dónde? ―Me giré y miré junto a ella―. Lo sabía, los vi salir.
―Bajo aquel árbol ―dijiste tú. Los cuatro miramos arriba, luego
abajo y al frente. Un gorrión ―la gorriona― volaba muy bajo, casi roza-
ba el suelo y otro más pequeño, una bolita de color de plomo lo seguía:
tres saltos, alzaba el vuelo pero volvía a caer, y volvía a saltar y a agitar
sus alas.
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―¡Allí, allí…! ¡Pi, Pibet! Está dando saltitos, junto a su mamá. ―B
levantaba los talones, apenas se sostenía, solo con la punta de sus pies,
(una y otra vez). Me agaché a su lado. La cogí por la cintura y ella pasó
su pequeño brazo alrededor de mi cuello, con la punta de sus dedos
cosquilleaba mi nuca―. ¡¿Miras, mami!?
***
86
El tiempo pasa lento.
―Es lo que debes hacer ―dijiste.
―No es solo por mí, es por ella... Sus buenas notas. Se lo merece.
Ella también lo está pasando mal.
―¿Te ha dicho algo? A mí no me llaman. Ninguno de los dos.
―No. Solo lo sé ―dije―. Me encuentro débil. He de pensar en
mí. ―Noté la humedad en mis mejillas, detenida en los bordes de las
gafas de sol EMPORIO ARMANI que me regalaste―. Ahora veo mejor,
todo más nítido. Puedo leer aquellos letreros, la matrícula del coche…
―Y era verdad. Sin necesidad de usar lágrima artificial.
―Por supuesto, vete ―dijiste―. En la cuenta hay dinero. Y me
deben unas horas extras.
―Ayer llamó A. Ésta contento, aunque dice que trabaja mucho.
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―¡No es eso…! Tampoco puedo leer.
―Tranquila... ―Me acariciaste el pelo con una mano como quien
consuela a una gata en el lomo, con la otra seguías conduciendo.
El coche se detuvo frente a la estación de San Bernardo: Renfe MD,
Cercanías y Línea uno de Metro. El cantante de MUSE se marcaba un
solo de guitarra.
―¡Cuídate! Me ha gustado verte. ―Nos besamos, nos miramos.
―Por supuesto. Eso hago... ―dije. Sonó el teléfono. Cerré la puer-
ta. Y No me volví para mirarte.
***
88
tiempo, a veces, se clavan. Los muebles son feos, no porque sugirieran
mal gusto, sino porque están colocados, ahí, sin ningún sentido de la
belleza. Una mesa de jardín hace las veces de mesa de trabajo y de co-
medor. De la lámpara de mesa hay una cinta colgaba (es una de esas
que portan al cuello todos los asistentes a un Congreso). “HACIENDO
EQUIPO” escrito en letras blancas sobre un fondo de nylón rojo. En un
extremo, enganchada, una tarjeta identificativa plastificada, con tu
nombre. ¿Concluyo? corresponde al último seminario. Por eso lo de tu
viaje a Madrid.
Todos tus objetos personales, por minúsculos que sean, están perfec-
tamente ordenados: una Tablet, algunas tarjetas de visita con tu nom-
bre, una antena para wifi, un cubo de Rubit (resuelto), un smarfhon
conectado a un enchufe, y un pequeño altavoz sin cable. Suena nuestra
música. Quiero decir que ¿físicamente la música? está en el PC de casa.
El loof tiene dos bonitos balcones decimonónicos. Junto al sofá, donde
he estado tumbada, la pequeña cajonera de Ikea marrón chocolate, y
sobre ella, una figura caricaturizada de “El gran Lewoski” ¿Había cam-
biado de estancia? No me había dado cuenta que el señor Lewoski lleva-
ra casi seis meses fuera de nuestra librería. Y al lado de la figura cuatro
libros colocados en horizontal. Estos dos: sobre la carrera musical de…
grupos desaparecidos, colocarlos igual. Te recuerdo que en nuestra libre-
ría Nueva Línea, también, hay libros, sobre todo de literatura. Yo, los
puse en horizontal, sobre otros verticales. Algunos inclinados. Al princi-
pio nos pareció una librería grande. Al principio tú los ordenaste por
orden alfabético, según nombre del autor. Después se acumularon y
entre apuntes de universidad, libros de Ingeniería y Economía, textos
jurídicos, compact-disc y DVDs, se había quedado pequeña para mis
libros de literatura. Pero siento profundamente el vacío que estos cuatro
libros han dejado.
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A veces recuerdo a Juan I, nuestra última conversación. Y cómo yo
había pasado la primera ola de calor fuerte. El verano más triste de
nuestra historia. Amor. Lorazepan y Paroxetina las alternaba con algu-
nas clases matutinas de Pilates, dos días en semana, y alguna hora de
natación. No era nada rutinario, podía alterar las clases en cualquier
momento. El resto de horas, las pasaba en la cama leyendo, en el sofá
leyendo, o mirando por la ventana y, luego, otra vez a la cama o al sofá
a leer. En silencio. Siempre tenía el libro que había empezado varias
veces.
Al final lo conseguí terminar.
Alzo la voz:
―¿Te acuerdas cuando llegamos a esta ciudad? ¡A la capital! ¡Me
había olvidado! ―Me miro, poso en diferentes posturas. ¿Esa del espe-
jo situado encima del sofá soy yo? Los techos son de madera de caoba,
extremadamente altos―. Parezco más bajita. ―Digo, esta vez apenas
oigo mi voz. Me gusto. Imagino a Proust. Y a su Albertine subiendo por
aquellas mismas escaleras. Está escribiendo sentado en su escritorio, en
esta mesa de jardín, a la luz media que entra por los balcones.
Oigo a SECOND con lacerados acordes de guitarra: “…desdeaquella ha
bitación / desdeaquel rincón tanescondido / mandamosunmensaje, para
/ todoel univeeee e, er so…”
El agua ha parado.
Gritas:
―¿Has dicho algo? ¡No puedo oírte!
―No… Nada. A veces me siento bien ―me oigo decir. Otra vez,
en voz baja.
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―¿Me hablabas? ―Apareces con una toalla pequeña en las ma-
nos, el pelo todo revuelto, me das un beso y yo te correspondo. Noto
algunas gotas de agua fresca bajar por los labios, resbalarme en la bar-
billa. Me seco con los dedos unas gotas en el escote.
―NO.
Me marcho.
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LA MIRADA DE OTELO
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ESCENA 1
Los ojos color esmeralda de Otelo observan con cierto desdén a Rodri-
go Revuelta, quien se incorpora parsimonioso de la cama y gira la vista
a su derecha. Margarita Corrales sigue dormida y ronca levemente.
Segundos después, Rodrigo y Otelo unen sus pasos por el largo pasillo
que separa el dormitorio de la cocina. Les espera el desayuno. Café solo
corto, sin azúcar, y tostadas integrales con aceite para el bípedo, y un
puñado de pienso compuesto “esterilizados, bolas de pelo” para la
mascota de la casa. Son las siete menos cuarto de la mañana de un
caluroso lunes de finales de septiembre.
―Otelo, joío. ¡Qué fácil es tu vida! Siempre tienes la comida por
delante y, si no, te basta un miau, o un golpe con la manita y esa carita
de pena engatusadora que tienes para que alguien corra a reponértela.
Sí, ya sé que no puedes salir del piso. Que hay rejas en las ventanas
para que no te escapes ni te caigas al vacío. Que no has llegado a cono-
cer a hembra y los placeres que ello supone porque te esterilizaron
cuando comenzaste a ser fértil. Por delante te aclaro que no fue deci-
sión mía. Pero lo cierto es que el olor que dejabas por la casa era inso-
portable y luego estaba la tensión que creabas al escaparte nada más
abrirse la puerta. Pese a tu rapidez y agilidad, siempre cometías la tor-
peza de huir hacia arriba y quedarte paralizado, con semblante de sus-
to y tembloroso frente a la puerta cerrada que da acceso a la azotea.
Pero desengáñate, fuera sólo hay peligros emboscados. El personal es
95
mucho más cabrón en el exterior. Es como esa realidad filmada que tú
miras conmigo a la hora de la siesta en los documentales. El pez grande
suele devorar al pequeño y el león o el cocodrilo siempre terminan
dando caza al ñu. Tú lo tendrías complicado fuera de casa. Tienes cara
de buena persona. Eres demasiado tierno y dulce. Te faltan agallas, y,
¡qué cabronada!, también testículos para la pelea. Fuera de estas pare-
des hay que fajarse tanto para comer, como para follar.
96
―Marga, siento no poder seguir esta interesante conversación. Ya
es la hora y me tengo que ir. A ver qué novedades me encuentro hoy en
el trabajo y con qué marrón me toca lidiar.
―Tranquilízate, cariño, y tómate las cosas con filosofía. No te al-
teres, que ya sabes lo que te ha dicho el cardiólogo. ―Margarita besa
de manera mecánica a Rodrigo, que se limita a poner la cara como
quien presenta un escrito para que le estampillen un sello. Luego se
asoma a la ventana para ver cómo sale su marido del garaje dispuesto a
embutirse en el rutinario atasco de todas las mañanas.
Otelo, recostado, mira la escena con cierta pereza desde uno de los
sillones del comedor, que está cubierto por una toalla vieja en el vano
empeño de que su abundante pelo color canela no se haga más visible
en el mobiliario de la casa.
Instantes después, Margarita coge el móvil y teclea nerviosa un núme-
ro.
―¿Bea...? Necesito verte con urgencia. ¿Podemos quedar a las
diez para desayunar? No, en la cafetería del club, no. En un sitio más
discreto y alejado. Sí, en el café del centro comercial me parece mejor.
Luego te cuento. Adiós.
Otelo no ha dejado de mirar a su dueña mientras llamaba y parece
esperar que ésta le dé una explicación. Margarita lo mira y lo coge en-
tre sus brazos. Lo acuna, como si fuera el bebé que nunca tuvo. Le pasa
con parsimonia la mano por el lomo, de la cabeza a la cola, y luego se
detiene en acariciarle por debajo de su barbilla, ante la complacencia
del animal que cierra los ojos y se deja hacer.
―Otelo, ya ves. A las personas nos gusta complicarnos la vida. El
aburrimiento y la desidia, que son muy dañinos. Tú estás habituado a
97
la rutina. A la seguridad que te da tenerlo todo resuelto. Te sientes
protegido y querido aquí, ya no sientes la llamada del sexo. Tampoco te
falta sustento. Pero el ser humano es más complejo y dentro de él, la
mujer lo es aún más. Ahí tienes al simple de Rodrigo, al que sólo le
preocupa el trabajo y el equipo de su alma. No le veo leer más allá de
prensa deportiva, no le gusta oír música, ni ir a un concierto, ni a una
obra de teatro, y, de novios, cuando se decidía por ir al cine conmigo
siempre proponía películas ajenas a mis gustos. A veces me pregunto
que qué vería yo en él para quererlo a mi lado. Ni siquiera era lo que
entonces llamábamos “un buen partidito”... No sé qué te contará él de
su vida, de sus inquietudes y preocupaciones, pero hace mucho tiempo
que me aburro a su lado.
Margarita, que se dispone a arreglarse para verse con su amiga y confi-
dente, suelta a Otelo, que de un salto se encarama a la cama de matri-
monio aún desecha y se adueña de ella. Durante la ducha, la mujer de
Rodrigo va pergeñando la estrategia ideada para el fin de semana y la
forma de hacer partícipe y cómplice a Beatriz Salcedo de su plan.
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ESCENA 2
99
un poco en contestar, pero luego estuvimos más de una hora chatean-
do.
―Y qué, ¿está dispuesto a aprobar con nota la asignatura que de-
jasteis pendiente hace treinta años?
―Bea, hija, qué directa eres.
―Bueno, Marga, al grano. ¿Qué te dijo, está dispuesto a follar
contigo, o os vais a quedar en mandaros mensajitos románticos por
Facebook y por Whatsapp?
―Deja que te explique. Me comentó que está casado desde ha-
ce veinte años, que tiene dos hijos, un varón de quince y una niña
con diez, pero que su relación con su mujer es bastante fría y distan-
te. Según él, nunca le ha sido infiel, pero confesó que se lo ha plan-
teado más de una vez.
―Marga, eso es que está deseando tener un rollo contigo, pero
vamos, que yo no me creo eso de que no le ha sido infiel. Si lo ha pen-
sado, seguro que ya ha picado. ¿Él era de nuestra edad, no?
―Un año mayor. Acaba de cumplir los 48.
―Con esos ojazos que tenía, si además conserva algo de la figura y
la labia que gastaba, seguro que habrá tenido muchas oportunidades
de pasarse la fidelidad por el arco del triunfo.
―No lo dudo, pero yo sólo te cuento lo que él me dijo. El caso es
que hemos quedado para vernos este fin de semana, aprovechando que
su mujer estará fuera visitando a sus padres, con sus dos hijos.
―¿Y dónde será el encuentro?
―Él me ha hablado de un hotel en las afueras, uno de esos fun-
cionales que muchas parejas ocasionales utilizan, pero a mí eso me
100
parece muy frío y nada romántico. Había pensado ―añadió Marga
bajando la mirada y el tono de voz― que me podrías dejar las llaves de
tu apartamento de la playa.
―Vaya con la mosquita muerta de Marga. Ya veo para lo que te
sirvieron diez años en un colegio de monjas y de pago...
―Pues más o menos lo mismo que a ti...
―Yo al menos ―la interrumpe Bea― lo tuve siempre claro, que la
fidelidad no iba conmigo; por eso opté por ni casarme ni comprome-
terme con nadie, y así poder vivir mi vida con total independencia.
―Bueno, no me sermonees. ―Ahora es Marga la que corta impa-
ciente―. Y dime si estás dispuesta a dejarme el apartamento este fin de
semana...
―Cuenta con ello, para eso están las buenas amigas. La verdad es
que no me da ningún cargo de conciencia el conocer a Rodrigo y ser
cómplice de que le pongas los cuernos. Ya sabes lo que pienso de él y la
de veces que te he dicho que no sé cómo lo aguantas. Menudo muer-
mo de tío. Mi única condición es que luego me cuentes con todo lujo
de detalles los pormenores de tu encuentro con Julián.
―Lo mismo luego hay poco que contar ―Marga no puede evitar
acompañar la frase con una sonrisa malévola.
―Más te vale aprovechar la bala, porque lo mismo no se te pre-
senta otra oportunidad como ésta. Supongo que ya tienes pensado qué
le vas a decir a Rodrigo...
―Nada rebuscado ni complejo. Lo más fácil. Que me voy contigo
el fin de semana al apartamento de la playa. Él tiene fútbol el sábado
por la tarde. No habrá problemas. Tú vendrás a recogerme por la ma-
ñana para darle más verosimilitud a mi escapada. Luego tendrás que
101
ser discreta y no dejarte ver mucho ni el sábado ni el domingo por la
ciudad, porque estas cosas las carga el diablo.
―¡Qué cabrona! Veo que lo tienes todo muy meditado. Encima
me pides que me recluya en mi casa mientras tú te das el lote con un
cuarentón buenorro en mi apartamento...
―Hoy por mí y mañana por ti.
―Pues ya sabes, me debes una.
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ESCENA 3
103
―¿Y cómo te va con Marga? ―Fran cambia de tercio.
―Como siempre, la cosa no va ―afirma seguro Rodrigo―. Ella
está aburrida de mí y yo de ella.
―Pues deberías tener cuidado, Marga está todavía de muy
buen ver...
―Lo sé, pero lo triste es que ni siquiera siento celos. Me da igual
lo que haga, siempre que sea discreta y me deje tranquilo.
―Rodrigo, eso es una pose. Sabes cómo es ella y por eso estás tan
tranquilo. Seguro que si supieras que te es infiel no hablarías así.
―Puede ser, por eso mejor no saber nada.
―Viendo ―apunta Fran― como os lleváis es un alivio que no ha-
yáis tenido hijos, aunque no sé si el tenerlos os habría ayudado como
pareja.
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―Al menos ya no me araña. Como me levanto antes que Marga le
suelo dar de comer y eso ayuda. También juego con él por el pasillo
lanzándole una pelota pequeña de goma para que salte y la coja, o con
un puntero láser que me compré para las presentaciones, cuya lucecita
roja lo vuelve loco. El maldito gato sigue prefiriendo mi ropa recién
lavada para recostarse encima y ponerla perdida de pelos. Más de una
vez me han dado ganas de lanzarlo por la ventana, aunque reconozco
que le he cogido cierto cariño. Además, cualquiera le pone la mano
encima estando la gata de mi mujer para defenderlo.
―Jajaja..., Rodrigo, cuando has dicho lo de la lucecita roja me ha
venido a la mente la despedida de soltero de Valeriano..; hay que ver lo
que le hicimos sufrir y lo que nos reímos a su costa aquella noche1.
105
ESCENA 4
Jueves por la noche. La mesa para la cena está puesta en casa de los
Revuelta Corrales. Puré de calabacín y ensalada de aguacate, maíz y
anchoas para dos. El informativo de las nueve del canal nacional de la
televisión pública acaba de terminar cuando Margarita baja el volumen
y toma la palabra.
―Rodrigo, como todavía hace buen tiempo, Bea me ha invitado
este fin de semana a su apartamento de la playa. Nos iremos el sábado
por la mañana. Ella me recogerá sobre las nueve.
―Veo, Marga, que ya lo tienes todo decidido.
―Tampoco habíamos hecho planes y como tú tienes fútbol y te
pasarás casi todo el sábado con los amigos...
―Sí, pero el domingo había pensado que fuéramos a comer con
mis hermanos.
―¿Y cuándo pensabas decírmelo?
―Es que mi hermana no me lo ha propuesto hasta esta tarde.
―Bueno, pues ve tú con ellos y me disculpas.
―Eso haré. No te preocupes ―zanja Rodrigo con gesto ligera-
mente contrariado.
El único de los tres que no estaba alterado en su ánimo era Otelo, que
volvía a ser testigo de la conversación desde su sillón preferido. De vez
en cuando movía arriba y abajo su peludo rabo, uno de los rasgos dis-
tintivos de la raza somalí a la que pertenecía y de la que era un distin-
guido ejemplar.
107
ESCENA 5
109
cisión en el hocico, sin importarle que le haga cosquillas con el bigote.
Luego, tras abrazarlo y acariciarlo, se sacude la escotada blusa estam-
pada y observa como varios pelos color canela planean hacia al suelo.
Suena estridente el interfono.
―Bea, bajo enseguida.
Rodrigo, sin levantarse de la cama, gira la cabeza hacia la izquierda.
Son las 9,03 y acciona la radio del despertador. Publicidad. Estira de
nuevo su mano zurda para apagarla. Otelo, con su andar parsimonioso,
elegante y altivo, se acerca al costado de la cama que ocupa el marido
de Margarita. Entona un miau de buenos días y espera ser correspon-
dido con una caricia. Ésta se hace esperar, por lo que decide dar un
salto y bajarse del tálamo. Rodrigo, que se ha vuelto a adormilar, da un
respingo.
―Joío bicho. Tienes ganas de que alguien te eche cuenta, ¿no? Re-
cuerdo el día que entraste en esta casa por primera vez. Apenas tenías
un par de semanas de vida. Marga entró por el salón y me dijo: “Mira lo
que me he encontrado”. Tu cabecita asomaba por encima de su bolso
blanco. “¿Y qué piensas hacer con él?”, le dije. “Quedármelo”. En ese
momento me faltó determinación y autoridad para negarme. Reconoz-
co que nunca me gustaron los gatos, más allá de verlos, todos tan mo-
nos, en las fotos de los almanaques. Supongo que todo viene de mis
recuerdos de niñez cuando visitaba la casa de mi tía Encarnación. Lle-
gó a tener seis. El olor a felino era insoportable. Guisaba muy bien,
pero cuando recuerdo las horas que pasé en aquella casa húmeda, de
habitaciones grandes con techos altos, predomina en mi memoria ese
olor intenso y para mí nauseabundo sobre el de las comidas que hacía.
Otelo se hace un ovillo junto al costado diestro de Rodrigo. Éste no
para de acariciarlo mientras lanza al aire sus pensamientos en voz alta.
110
Pese a que el gato ya ha cerrado los ojos, el acreditado auditor de la
Cámara de Cuentas sigue hablándole.
―Otelo, siempre me he preguntado por qué te puso Marga ese
nombre. Desconozco si ella ha leído la obra de Shakespeare, aunque
tampoco se lo he preguntado. Después de acatar como irremediable tu
adopción, yo le propuse que te llamáramos Palop, el nombre de mi
portero preferido. Supongo que, inconscientemente, era una manera
de poder aceptarte mejor y de identificarme contigo. Pero ella, nada,
que Otelo. Así te inscribió, ante la sonrisa de la veterinaria, cuando
fueron a vacunarte. No parece el nombre más adecuado para alguien
que, pocos meses después de llegar a casa, acabó siendo castrado, sin
que la intervención fuera ocasionada por un castigo o una venganza.
De todas formas me he dado cuenta que sigues conservando cierto
instinto de reproducción, ya te he visto varias veces restregándote
con una manta a la vez que mordisqueas un extremo, o encima de ese
corazón de felpa recuerdo de nuestro viaje a París y cómo has desgas-
tado el lema “la ville de l'amour” de tanto pasártelo por la barriga
arqueando tu cuerpo y acomodándotelo entre tus patas. Me conmue-
ve verte así. Te hace más humano.
El gato estéril de nombre literario sigue dormido en la cama de ma-
trimonio, ajeno a las elucubraciones de Rodrigo y a los planes de fu-
turo de éste.
111
ESCENA 6
113
insecto seducido por su fragancia. Marga gime de dicha cuando la len-
gua de Julián escruta terrenos no explorados por su marido. Rodrigo no
se mostró nunca interesado por el sexo oral, ni siquiera como transac-
ción previa para acabar siendo receptor del mismo. Sus encuentros
amorosos fueron, por lo general, pacatos y anodinos.
Una vez recompuesta, Marga decide corresponder. Julián se convierte
entonces en sujeto pasivo. Lo que le falta a ella de experiencia, lo apor-
ta su entrega y la pasión del momento. Ahora es Julián al que se le des-
boca el pulso y le hierve la sangre allá por donde el varón más goza y
menos controla.
El fogoso encuentro les ha despertado el apetito. Deciden pedir el al-
muerzo por teléfono y mantener la discreción. Quieren vivir con inten-
sidad el fin de semana alejados de miradas indiscretas y sin pérdidas de
tiempo.
114
ESCENA 7
115
la cabeza, si es de los que se depila, si te ayudó a quitarte la ropa, si lo
hicisteis nada más llegar o esperasteis a que fuera de noche...
―Me pides de golpe demasiada información y te advierto que al-
gunas cosas me dan pudor contarlas ―se ruboriza Marga.
―Pues eso no era lo convenido...
―De entrada, te diré que Julián se conserva bastante bien. Le gus-
ta hacer deporte y suele participar en carreras populares. No tiene ba-
rriga cervecera, como Rodrigo, ni tampoco está medio calvo, como mi
marido. No se depila, pero tampoco tiene mucho pelo en el cuerpo. A
mi entender, viste con buen gusto y conserva esa sonrisa seductora que
tanto éxito le daba en los tiempos que lo conocimos de joven.
―Bueno, y del tema, ¿qué?
―¿De qué tema?
116
―Piensa lo que quieras, si eso te hace feliz.
―Dime por lo menos si Julián conserva el culo prieto, como lo lu-
cía Antonio Banderas en Átame, o lo tiene ya caído, como Michael
Douglas cuando hizo Instinto Básico.
―Sólo te digo que yo no le encontré ninguna falta para alguien
que está cercano a cumplir los cincuenta.
―Por lo que veo piensas repetir...
117
ESCENA 8
Martes 20,30. Rodrigo ha vuelto a citarse con Fran Castillejo una sema-
na después de su anterior encuentro, en el mismo sitio y a la misma
hora. Anda inquieto desde el fin de semana y no es por la marcha del
equipo de su alma.
―Fran, ¿recuerdas lo que hablábamos la semana pasada, cuando
me decías...?
―¿A qué te refieres, a lo de la despedida de soltero de Vale-
riano...? ―interrumpe risueño Fran.
―No, es algo más serio que eso ―el tono y la cara de Rodrigo ya
avisan de que el marido de Margarita Corrales anda preocupado―.
Sospecho que mi mujer me está engañando.
―¿Pero no decías que no eras celoso? Que sólo le pedías que fuera
discreta...
―Ya, ya. Es cierto que eso fue lo que te dije, pero el fin de semana
pasado se fue con Bea a la playa y volvió con una cara de satisfacción y
felicidad que no se la había visto nunca...
―No seas histérico. Se habría tomado unas copas con la amiga y
vendría contenta...
―No, Marga apenas bebe, pero las pocas veces que la he visto con
alguna copa de más siempre le da por deprimirse, más que por ponerse
eufórica. Ahora la veo inquietarse cuando la sorprendo escribiendo en
su teléfono, mientras antes ni se inmutaba y le daba igual que la obser-
119
vara de cerca. Además ya lleva más de una semana que no lo coge en
mi presencia cuando estamos en la cama...
―Pero, ¿por qué te molesta ahora que ande entretenida y conten-
ta, si antes lo que te preocupaba es que estuviera aburrida e infeliz?
―No lo sé.
―¿Y le has preguntado cómo se lo pasó en la playa con su amiga?
―Sí, fue lo primero que hice cuando llegó y se limitó a decirme:
“Estupendamente”. Y cambió de conversación a continuación para
interesarse por cómo me había ido a mí con mis hermanos y hasta me
preguntó que qué había pasado para que perdiéramos el partido del
sábado con el colista, cuando mis hermanos y el fútbol siempre le han
importado a Marga un comino.
―Rodrigo, te estás comiendo el coco más de la cuenta con algo
que seguro no tiene importancia. A lo mejor sólo actúa así para que le
prestes más atención o, simplemente, para que tengas algún detalle
con ella. Hace una semana dabas por sentado que, lejos de ser una
persona celosa, hasta entenderías que Marga te fuera infiel, debido al
estado de vuestras relaciones. Ahora, sin tener pruebas de que te pone
los cuernos, te conviertes en un Otelo de tres al cuarto. No hay quien
te entienda.
―Perdona que me desahogue contigo, pero necesitaba hablarlo
con alguien de confianza.
120
―En estos casos, lo mejor es coger el toro por los cuernos ―Fran,
consciente de lo inapropiado de su frase, trata de edulcorarla con una
sonrisita.
―Fran, no te burles de mí que hoy no estoy para ironías.
―Perdona, pero creo que estás dramatizando en exceso sobre al-
go que tendrá su explicación. Háblalo con Marga, seguro que te lo acla-
ra y después podremos bromear y reír a costa de tus sospechas infun-
dadas.
―Descuida, amigo, que eso haré y espero que sea lo que tú dices.
121
ESCENA 9
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ahora que caigo. Una vez me invitaste a un partido de la selección por-
que te habían regalado unas entradas. ¡Menudo coñazo, con tanto gri-
to, tantas palmas y tanto hacer la ola como borregos!
―Creo recordar que de novios íbamos al cine casi todas las sema-
nas…, pero no quiero discutir. Lo que necesito es que me digas ya si
quieres venir a ver a los humoristas argentinos esos.
―La verdad es que me gustaría, pero desde hace unos meses te-
níamos fijado para este viernes una cena con Bea y otras antiguas com-
pañeras del colegio. Lo siento, pero no va a poder ser.
―Vale. Le diré a Rafa que se busque a alguien para colocarle las
entradas.
Otelo se ha paseado por la cocina rozando varias veces un costado de
su peludo cuerpo y su enhiesta cola plumero por las piernas descubier-
tas de Marga, mientras ésta hablaba con Rodrigo. El gato levantaba la
mirada buscando algún gesto cómplice, pero no encontró respuesta
hasta que la conversación se dio por terminada. Marga, ahora sí, se
agacha para recogerlo, lo alza sobre su pecho y lo acuna una vez más
con gesto maternal. Rodrigo no puede reprimir la sensación, mezcla de
envidia, desdén y celos que le provoca la escena. El auditor de la Cáma-
ra de Cuentas vuelve al salón, coge el mando a distancia el televisor y
se sumerge en un documental rebosante de vísceras y de sangre ani-
mal, en el que el más fuerte vuelve a salir victorioso a dentellada lim-
pia.
124
ESCENA 10
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de cuentas maquilladas o de fondos desviados. Aunque quizás sea ese
el origen del problema. Que yo sólo he sabido moverme en ese mundo,
el de los números. Que he pensado que bastaría con tener una cuenta
corriente saneada, piso y coche pagados, y tarjeta de crédito disponible
para ser feliz, y que con todo ello también lo sería la persona que tengo
a mi lado. Hace años que empecé a sospechar que eso no era suficiente,
pero no me preocupé por remediarlo. Ahora me obsesiona y angustia
la posibilidad de que ya no tenga remedio y que Marga no sienta inte-
rés alguno en que lo tenga2.
Otelo dejó de mirar a Rodrigo a mitad de su soliloquio, pero éste, con
los ojos empañados, lo siguió enfocando en un intento irracional de
buscar una complicidad y compresión imposibles.
2 Condensar el soliloquio
126
ESCENA 11
127
―¿Estás nerviosa?
―¿En qué lo notas?
―Rehúyes mi mirada desde que hemos entrado en la habitación y
no paras de moverte mirándolo todo. Es como si estuvieras buscando
micrófonos y cámaras ocultas.
―No lo puedo evitar. Saber que este sitio no es un hotel “normal”,
que todo el mundo viene a él a lo mismo que nosotros, me incomoda.
Es como si me sintiera observada a través de las paredes.
Julián se acerca a uno de los laterales de la cama y gira el regulador de
intensidad de la luz.
―Tranquilízate, Marga. No haremos nada que no desees. Si quie-
res, charlamos un rato, te tomas una copa conmigo si te apetece y des-
pués nos vamos.
128
ESCENA 12
Sábado, 11,30 de la mañana. Rodrigo lleva tres horas levantado. Esta vez
ha optado por desayunar fuera de casa en un bar cercano. Un café solo
y media tostada con aceite y jamón. El periódico local y un diario de-
portivo le han hecho compañía. Diez minutos para leer titulares de
noticias de las que ya tuvo conocimiento la noche anterior. Paga y se
acerca a comprar el pan. De vuelta a casa, lo espera Otelo a portagayo-
la. Tras el miau de bienvenida Rodrigo, complaciente, busca en el frigo-
rífico un par de mejillones cocidos, se los trocea y ofrece en un trozo de
papel de aluminio que hace las veces de plato. Marga sigue durmiendo.
Llegó pasadas las tres de la madrugada. Rodrigo la oyó entrar en la
casa, giró la cabeza y tras comprobar la hora, fingió seguir dormido.
―Otelo, ya no tengo ninguna duda. Marga me pone los cuernos.
No me creo que anoche saliera con las amigas del colegio. En cuanto se
levante le pediré pruebas de que estuvo con ellas. Le exigiré que me
diga dónde cenaron y que me enseñe fotos del encuentro. Seguro que
no las tiene. Le rogaré que sea sincera y que afronte la situación. Qui-
zás me merezca que me haya engañado, pero también una explicación.
Estoy dispuesto a escucharla.
129
Rodrigo mira al gato buscando un aliado que le dé fuerzas para co-
menzar el interrogatorio y que sea fedatario del mismo.
―Buenos días, ¿cómo te lo pasaste anoche con tus amigas?
―Regular. La verdad es que no me lo pasé del todo bien
―contesta con tono de poco convencimiento y la cara vuelta hacia la
cocina, a donde se encamina para prepararse el desayuno.
―¿Sólo regular? ―Rodrigo ha tenido que elevar la voz para que
su esposa la escuche― Llegaste bastante tarde para sólo habértelo pa-
sado regular.
―Es que algunas se empeñaron en que fuésemos a un karaoke
después de cenar, y entre ellas estaba Bea, que insistió en que no cogie-
se un taxi al salir del restaurante.
Rodrigo se acerca a la cocina para seguir su interrogatorio y ver cómo
lo encaja su mujer.
―¿Y a qué restaurante fuisteis al final?
―Al gastrobar nuevo que han abierto a la espalda del Ayunta-
miento. Es carillo, pero cenamos bien. Todo estaba muy rico.
―¿Y cuántas fuisteis a la cita?
―Ocho, pero tu sólo conoces a Bea. ―A Marga se le siguen
escurriendo mentiras entre los dientes y empieza a cansarle el
interrogatorio.
―¿Y tú qué cantaste en el karaoke?
130
―Sí, pero yo no las hice y aún no me las han pasado.
―¿Y estaba ambientado el sitio?
―Rodrigo, ¿a dónde quieres llegar? ―Marga ha dejado de untar
mantequilla en su tostada y se ha girado para clavar su mirada color
miel en los tristes ojos de su marido.
―Nada, nada, no te alteres. Era simple curiosidad. Descuida, no
hay más preguntas ―Rodrigo se gira y vuelve al salón con la cabeza
gacha, como el abogado de oficio que es consciente de que su defendi-
do lo tiene ya todo perdido y que dilatar el juicio resultaría estéril.
131
ESCENA 13
133
puede quedar impune. El gato se acerca a la habitación refugio de Ro-
drigo y de un salto se encarama a la mesa. Cruza por detrás de la pan-
talla y se acerca a la ventana entreabierta, pero no lo suficiente para
que se salga al exterior. Rodrigo intenta acariciarle, pero el gato se
muestra arisco y hace intento de arañarle.
Es hora de tomar una determinación. Guarda y cierra. Vuelve a abrir la
carpeta. El cursor se detiene en un punto fijo. Botón derecho, eliminar.
Sí.
Clic.
134
DIGNOS DE SER
135
ACTO I
“¡Mi único amor nació de mi único odio! Pronto le he visto y tarde le co-
nozco. Extraño nacimiento del amor que me hace amar a mi enemigo
peor.”
137
Escena I
Salón de la casa
Yacía tumbada en el suelo, con las manos y la cara contra el suelo, enci-
ma del confeti. Él en medio de la habitación, de pie.
139
Reconoció perfectamente el clamor e hizo un sobreesfuerzo por man-
tener los párpados abiertos. Movió la cabeza instintivamente a un lado
y otro, aun con los ojos cerrados, intentando localizar de dónde prove-
nía el llanto. No lo encontró. Abrió los ojos y su frágil mirada topó con
el enorme charco de sangre bajo su cuerpo, luego fijó la mirada en la
piñata que colgaba de la lámpara. Un por qué pareció dibujarse en su
cara.
140
ACTO II
141
Escena I
143
Vio venir a Alessio haciendo aspavientos a lo lejos. Caminaba rápido y
un poco encorvado, como si cada uno de sus años se le hubieran ido
colgando de las orejas y el peso le azuzara a doblegarse ante el tiempo.
Cuando llegó a su altura la abrazó fuerte, ella respondió con ternura
devolviendo el abrazo.
“¿La trajiste contigo?”. La chica puso la mano sobre la pequeña mochila
negra y asintió. Los dos deambularon hacia el puente de piedra camino
a cumplir la última voluntad de Victoria.
144
Escena II
145
que él no se porte demasiado bien conmigo, pero tiene sus problemas en
el trabajo y ya sabes que un carácter un poco duro, pero yo sé que él
también me quiere, y a mí me parece que somos una de esas familias
precisas.
Estoy segura de que esto es una mala racha que estamos viviendo, y aun-
que llegue a casa malhumorado y me hable mal, sabe pedir disculpas y me
pide que siga a su lado toda la vida, y pienso que eso es amor honesto…”
146
pensé que ya, después de tres años y medio desde tu nacimiento, sería
una idea fantástica volver a aportar ayuda económica a la casa y reto-
mar mi trabajo, pero él no pensó lo mismo. Anoche me empujó a la calle,
eran las dos de la mañana y llovía mucho, no llevaba zapatos, ni móvil y
tuve que refugiarme en el porche de los vecinos hasta que ha amanecido
y me ha dejado entrar cuando él ha salido hacia el trabajo. Ahora ya no
tengo frío. Quizás fui un poco intrépida porque le dije las ganas que tenía
de volver a hacer vida social y trabajar, pero luego me hizo ver lo egoísta
que he sido y lo he comprendido. Aún eres pequeña y me necesitas en
casa todo el tiempo. Él mira mucho por ti, hija, nos quiere con locura.
Él tiene miedo de perdernos, sé que tiene pánico pensar que un día tú y
yo podamos desaparecer de su vida. Hubo una época, antes de nacer tú,
en la que se obsesionó porque pensaba que podía existir otra persona,
puso su objetivo en mi compañero Luís, decía que le engañaba, cuando
siempre he dado mi vida por él. Yo trabajaba en la Universidad y por las
tardes iba a clases de inglés, los sábados tenía que dedicar unas horas a
la compañía teatral y tenía poco tiempo libre. Me extrañaba ver su coche
algunas tardes cerca de la academia pero cuando le preguntaba, él siem-
pre tenía su perseverante respuesta “¡Estás loca!”, Empecé a cuestionar-
me ser una mala esposa. Ahí fue cuando me dio la primera paliza, cielo
mío, a los dos meses de nuestra boda…”
Julieta se enjugó una lágrima del ojo derecho con el dorso de la mano.
Alessio se levantó de la silla y le pidió que le siguiera. Caminaron por un
ancho pasillo húmedo y abovedado hasta entrar a una especie de Celda.
147
Escena III
149
Fue cuando reconocí en nosotras nuestra parte de víctima cuando en-
tendí que debíamos convertirnos en supervivientes. No tuve que esperar
mucho para que tu padre llegara a casa y tuviera algo por lo que quejar-
se, por lo que cuando esto ocurrió, reuní el coraje suficiente, te envolví en
una manta y salimos de aquella casa. Lo comencé a echar de menos casi
automáticamente… supe que él entró en cólera y nos buscó a la desespe-
rada. Tú y yo nos escondimos aterrorizadas durante unos días en casa de
la abuela, aún recuerdo el enorme dolor que contenían mis lágrimas al
sentir no tenerlo a mi lado. Lo necesitaba, era como si me sintiera torpe,
como si no tuviera nada que esperar, como si me arrancaran los días.
Necesitaba sentir ese amor que a dosis me suministra.
Vino a buscarnos, y con lágrimas en los ojos me pidió perdón. Me prome-
tió que jamás te tocaría un pelo, y que a mí… tampoco...”
“El amor que le suministraba… ese tipo de amor misterioso e incluso
irracional que pudo mantenerla atada de ese modo a su verdugo”,
murmuró ella. “El tipo de amor desprendido que podía bridar una per-
sona tan bondadosa como lo era tu madre”, continuó él. “Amor… las
mariposas en el estómago pierden parte de gracia si lo vemos como el
simple proceso biológico que es”, protestó Julieta.
Se hizo un silencio y simplemente se quedó mirando el papel. Pensaba
en aquella cruel coyuntura que marcó su adolescencia y el momento
en el que despertó en una realidad muy diferente a la que había vivido
hasta entonces. El cuento había cambiado a los 13 años, la muerte de
sus padres ya no trataba de la historia afectuosa e infantil del lobo y la
chica de la caperuza roja que le habían contado a los 5, en esta nueva
historia el lobo tenía un aspecto mucho más terrorífico.
Estudió los ensayos de su madre acerca del amor, la pasión y la adver-
sidad intentando hallar una respuesta. Pasó años con la idea de que el
150
amor y el odio están íntimamente conectados en el cerebro. Había
leído que ambos sentimientos producen los mismos síntomas y ponen
en actividad las mismas sustancias químicas. Se preocupó de investigar
casos similares al de sus padres, y concluyó en una sola idea: en los
ciclos cardíacos de una persona no se puede apreciar diferencia entre si
la persona acaba de matar o ha tenido un orgasmo.
Después del paso de los años, parecía tener una respuesta… “El amor
nos hace imprudentes…”, dijo.
151
ACTO III
¡Por Dios, callad! El trastorno no es remedio del dolor. El cielo y vos te-
níais parte en la bella doncella; ahora todo es del cielo, y para ella es lo
mejor. Vuestra parte no pudisteis guardarla de la muerte, más la otra
eternamente guarda el cielo. Ansiabais verla encumbrada; elevarla ha-
bría sido vuestra gloria. ¿Y lloráis ahora que se ha elevado más allá de las
nubes y ya alcanza la gloria? ¡Ah, con ese amor la amáis tan poco que os
perturba su bienaventuranza! No es buen matrimonio el que años cono-
ce: la mejor casada es la que muere joven. La naturaleza nos obliga al
dolor, pero la razón se ríe del llanto.
153
Escena I
En el huerto del Convento de San Francisco del Corso
Julieta y Alessio de pie frente a una fosa.
“Querida hija mía, me pidió perdón tres veces, ¡Perdóname! ¡Perdóname!
¡Perdóname!, yo apenas podía ver por cómo me había dejado los ojos, me
había pegado muy fuerte, pero no par más dolor que tuvieran mis carnes
se podía comparar al dolor que sentía en el alma.
Llegó a casa con enorme oso de peluche de color rosa, todo estaba prepa-
rado para que esa tarde tú fueras la niña de tres años más feliz del mun-
do. Yo había comprado una piñata y una tarta de chocolate pero todo
quedó destrozado en el suelo.
Dijo “¿Has visto lo que me haces hacer?”. Sin saber por qué le pedí per-
dón. Desapareció sin dar las gracias y me quedé allí sola, en silencio,
temblando y oyéndote jugar en el patio con tu bici nueva, y aceptan-
do… no tardó dos minutos en volver dando un portazo, tú te asustaste
mucho y empezaste a llorar. Viniste corriendo a mis brazos y logré
empujarte a tiempo de que la raqueta de pádel pudiera golpearte a ti
también. No podía parar de mirarte mientras recibía golpes y más gol-
pes, tú, en el suelo desde la esquina, parecías leer lo que mi mente in-
tentaba decirte en silencio. “No vengas, cariño. Aléjate, no te acerques”.
Luego todo fueron luces y sirenas.
Ya hace dos días que regresé del hospital, tengo el riñón un poco infla-
mado y el cuerpo lleno de moratones, pero miro a mi lado y me siento la
mujer más feliz del mundo por tenerte conmigo. Ahora estás durmiendo,
preciosa mía, se te ve en calma y feliz, y yo haré todo lo posible para que
esto no cambie, mi pequeña. Mañana tendrás tu fiesta de cumpleaños,
155
aquella que mereces, con tu nueva piñata y tu tarta de chocolate. Será
nuestro día.
Ya hace más de un mes que no le vemos, pero esta vez éste es nuestro
cuento, el tuyo y mío.
Te quiere tu madre.
Victoria”.
Julieta puso la mochila en el suelo y de ella sacó el osario que contenía
las cenizas de su madre. Lo besó, lo depositó en la fosa del jardín, dobló
la carta, y junto a la estatuilla lo colocó a su lado. Alessio se agachó a su
lado. Murmuró entre dientes y colocó una flor. Entre los dos, lo cubrie-
ron todo con tierra. “Hermoso caos de bellas formas”, dijo Julieta ale-
jándose del lugar.
Los restos de Victoria ahora descansan donde en su día descansaron
los de su bella Julieta.
156
HORMIGAS EN TU SEMANA
Cristóbal Sly
―Dios de la armonía.
―Dios del equilibrio y de la razón.
―Dios iniciador de los jóvenes en el mundo de los adultos, (este
poder suena raro al anotarlo, lo reconozco).
157
―Dios conectado a la naturaleza, a las hierbas y a los rebaños, y
protector de los pastores, marineros y arqueros.
Me detengo un momento y reflexiono. No me reconforta. No importa
que sea protector de los cielos y me identifiquen con la luz de la ver-
dad. De nada sirve presidir las leyes de la religión y la constitución de
las ciudades, o tener consagrado a mi nombre el oráculo más famoso
de toda la antigüedad. Es banal ser temido por el resto de dioses y lide-
rar a las musas o erigirme en símbolo de inspiración profética y artísti-
ca. Mi rostro entorpece mi esencia. Y como estoy furioso aprieto con
fuerza el lápiz en mi mano y lo desintegro reduciéndolo a polvo y en-
tonces me alegro. “Qué coño, soy un dios. Ahora soy Apolo”.
Me incorporo, arrugo la lista y la tiro a la basura. Me pongo los zapatos
y cuando abro el armario para coger mi abrigo me quedo estupefacto.
Observo una pistola en su funda. Yo sé positivamente que esa no es el
arma de Apolo. Pero “qué cojones”, vale que no llevo un arco y un car-
caj de flechas, o la lira que Hermes creó para mí, pero tampoco soy un
hombre joven, ni pienso salir a la calle desnudo y sin barba. Además no
sé tocar la lira. Así que esto es lo que hay. El nuevo Apolo lleva pistola
remetida por el pantalón.
Salgo por el portal de mi edificio y comienzo a ejercer mi divinidad.
Nadie lo nota pero el poder reside en mí. Soy sin embargo magnánimo
y aunque puedo proporcionar la muerte súbita no lo hago. Y eso que el
panadero de nuestro barrio lo merece. “¿Ahora quién se ríe, gordo?”.
Lo que pasa es que esto no se lo digo. Lo pienso. Y como el otro día
hizo una broma cruel sobre mi incipiente calvicie y mis kilos de más
pues le envío una enfermedad: se le llena la cara de pústulas y el aliento
le huele a cloaca. No sabe lo que le ocurre. Ahora no sonríe. Yo sí.
158
Entonces de repente giro en una esquina y salgo a una vasta llanura.
Estoy en mitad del campo. Veo una serpiente y me asusto. Saco la pis-
tola y le meto un par de tiros. Henchido de orgullo continuo caminan-
do y me encuentro con el enano de mi jefe de estudios. Es todavía más
pequeño. Y al verlo ahí con su cara ridícula y ataviado con pañales y un
arco a la espalda, me burlo de él. Aquí, puedo hacerlo. Le digo:
―¿Qué haces, joven afeminado con esas armas? ―le suelto. Y me
sorprende mi propio vocabulario―. Esto es un arma de verdad. ―Y
empuño mi pistola―. Acabo de matar a una serpiente yo solo. Quítate
de mi vista, confórmate con que tus flechas hieran a gente enamoradi-
za y no quieras competir conmigo. ―Y prosigo mi camino.
No siento el flechazo.
Aparece mi mujer, que no es Dafne, pero la sigo. Comienzo a llamarla
pero no se detiene. “¡Carmen!”, grito irritado, pero me ignora. Salgo a
correr tras ella pero ella corre más rápido. No sé si me siento enamora-
do pero lo cierto es que quiero llegar hasta ella y no puedo. Inicio una
persecución. No entiendo nada. “¿Por qué no se detiene? ¿Por qué tie-
ne esa cara de espanto y huye de mí?”
Entonces caigo en la cuenta. El enano de mi compañero disfrazado de
bebé. Flechas de oro y de plomo. Amor y desamor.
La persigo más deprisa y cuando estoy a punto de darle alcance, se
transforma en un cactus. Como en una película, las palabras que una
vez leí en la facultad cuando estudiaba a Ovidio aparecen danzarinas
ante mi mente, pero ahora se refieren a un cactus:
“Apenas había concluido la súplica, cuando todos los miembros se le
entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza verde, los
cabellos se convierten en espinas, los brazos en ramas llenas de pin-
159
chos, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en una firme
columna de púas”. Y entonces yo añado exclamando en voz alta: “Todo
en ella pincha”.
Pongo mi mano derecha en el tronco y me clavo las púas. Comienzo a
sangrar y maldigo. Sería un suicidio intentar besar o abrazar el árbol así
que desisto. Siento una pena impuesta, como si no sentirla supusiese
una traición al mito. Empiezo a sudar y a preguntarme cómo puedo
consagrar este árbol. Nadie querría ponerse una corona de cactus. Na-
die querría salir victorioso. Y comienzo a llorar.
“A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban...”
Tengo el arma en la mano pero no sé que hacer con ella.
160
cama. Cuando te levantas ya posees la plena consciencia de que no eres
Apolo.
Permaneces erguido en la penumbra. Miras a Carmen-que-no-es-
Dafne. Contemplas la figura que dibuja su silueta bajo la sábana y sin
saber por qué te acuerdas de aquel dibujo de El principito en el que los
adultos confunden a una serpiente boa (que está digiriendo un elefan-
te) con un sombrero. Tú no los confundes. Para ti es una serpiente que
se ha tragado un elefante. No necesitas que te lo pinten de nuevo. No
requieres un dibujo número dos ni que te muestren claramente que en
el interior de la serpiente boa hay un elefante. No te hace falta mirar
bajo la sábana pues sabes que el elefante dormita allí. Puede que si tú
fueras engullido por una serpiente boa tampoco proyectases una silue-
ta digna. A lo mejor no serías un tigre pero te parece que tampoco se-
rías un elefante. Te pasas la mano por el pelo (“incipiente calvicie” la
llamó el hijo de puta del panadero) y en la oscuridad que aún refrena al
día te preguntas cuando dejaste de ser tigre y Apolo, y por qué Carmen
no es laurel sino cactus. ¿Por qué toda ella pincha?
161
Carmen y los niños irrumpen en la escena y se acaba el soliloquio. Pasa
a ser una obra coral donde tu papel irá perdiendo protagonismo poco a
poco. Eres un personaje que irrumpe con fuerza al principio del argu-
mento pero conforme avanza la trama es relegado a un discreto segun-
do plano. Por eso el público rara vez recuerda a los secundarios e inclu-
so se extraña cuando éstos vuelven a aparecer y a tener voz en la obra.
Desde el momento en que se pone en marcha el ajetreo ya nada se
hace en solitario, ni en calma. Comienza una secuencia de turnos, co-
mo si la familia al completo estuviese en la fila de un supermercado,
como un baile acompasado de idas y venidas. Lo que sucede es que
todos los miembros conocen la coreografía, por eso aunque las quejas
propias de la mañana y de lunes están presentes, la danza no se resien-
te ni se detiene. “Pásame la leche, papá”, “acércame los cereales, ma-
má”, “papá, aparta que siempre estás en medio”, (esto última expresión
es de tu mujer que tiene la fea costumbre de nombrarte su padre. Cos-
tumbre nacida cuando los niños eran pequeños y ahora que no lo son
tanto la costumbre se ha enquistado, como las marcas blancas de la
vitrocerámica o la huella de quemadura de la cafetera que ahora con-
templas embobado).
Bebes una segunda taza de café, ahora menos cargado. Estás en silen-
cio pues tú a esas horas de la mañana necesitas silencio. Te levantas de
la mesa para coger un bol, un vaso de cristal, una cuchara y el cola cao.
Comienzas tu ritual de preparación. Viertes leche en el vaso. Le añades
el cacao y remueves. Cuesta que se disuelva pero a ti no te gusta el so-
luble. Un poco más de leche y una pizca más de cacao. Remueves de
nuevo. Después lo viertes en el bol y añades cereales. Tu mujer te ob-
serva frunciendo el labio superior. Se gira y comienza a fregar el desa-
yuno de los niños, que han dejado la mesa y han ido a vestirse, lavarse
162
los dientes y la cara y preparar sus maletas. Parece que esta vez va a
dejarlo pasar. Estabas equivocado.
―Mira que eres maniático. ¿No vale simplemente echar la leche
en el bol y añadir cereales? ―Carmen se seca las manos en el paño de
cocina―. Se ve que no ―se contesta ella sola―. Hay que ponerle cola
cao y ensuciar un vaso además. ―Suspira―. En fin, no sé que vas a
dejar para cuando llegues a viejo. ―Tu–mujer–que–no–es–Dafne se
dispone a abandonar la cocina pero antes de que vuelvas a estar solo te
recuerda―: en el frigorífico está anotada la agenda de la semana. Haz
el favor de no olvidarte.
Tú no has contestado. No has dicho nada. Es un reproche más. Ya es-
tuviste miles de veces a punto de decirle que lo preparas así porque es
como lo hacías de niño. Que lo preparas así porque no tiene nada de
malo ensuciar un puto vaso más. Que lo prepararas así porque te sale
de los mismísimos cojones y que le echas cacao por el mismo santo
motivo. Pero nunca lo hiciste así que hoy tampoco. Te limitas a guar-
dar silencio mientras te terminas tus copos de maíz tostado y azucara-
do y lees la información nutricional. Tu viejo amigo el tigre te saluda
desde la caja.
Cuando lees acerca de la energía, las proteínas, los hidratos de
carbono, las grasas saturadas y las grasas de colesterol o el hierro, pien-
sas en tu lista de poderes como Apolo, que antes tenías pero ya no.
Comparas los valores:
163
―Colesterol: 0 mg
―Hierro 7,9 mg (55% CDR*)
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Tus hijos se presentan en el salón, peinados, lavados y con los dientes
limpios. Y juntos salís. Como hoy entras a segunda puedes llevarlos tú.
Carmen te recuerda la agenda.
―No olvides la agenda ―grita desde el interior.
―La llevo ―es tu respuesta. Y esa es vuestra fórmula de despedi-
da pues los adioses más íntimos hace tiempo que ya no proceden. Si
acaso un beso en la mejilla, si acaso. Pero es lunes y hoy no toca.
165
men-que-no-es-Dafne. En un semáforo sacas el papel del bolsillo de tu
camisa y le echas un vistazo:
Has dejado a los niños y has llegado a tu instituto donde ejerces como
profesor de latín y griego. Saludas a las conserjes y recoges las fotoco-
pias que dejaste encargadas ayer. Agradéceselo. Da los buenos días a
los compañeros en la sala de profesores y también al enano de tu jefe
de estudios. Sigue siendo pequeño. Y cuando lo ves con su cara ridícula
pero sin pañales ni arco a la espalda, no te burles de él, tan solo entris-
técete y piensa que hay personas que en la posesión de un cargo asu-
men poderes divinos que realmente no poseen. Sube las escaleras para
ir a tu departamento. Entra y coge el libro de primero de bachillerato.
Hojea el capítulo uno: introducción general sobre la localización del
Imperio romano y las distintas etapas del latín. Un breve resumen de
las lenguas romances. Cierra el libro. Observa las pruebas iniciales fo-
166
tocopiadas y niega con la cabeza. “Menuda gilipollez”, expresas en voz
alta y para nadie pues estás solo en el departamento. Te parece un des-
propósito. Valorar el nivel del alumnado en función de lo que recuer-
den del año anterior y con el verano de por medio es una majadería.
No tiene ningún sentido pasarles una prueba para comprobar si re-
cuerdan la declinación de Templum–templi, o de algún pronombre
anafórico (¿Hic, haec, hoc, por ejemplo?) o pedirles la traducción de
Civium discordiae maximas calamitates hominibus et civitatibus parave-
rant. Además tú tienes la certeza de que cualquier profesor sabe el ni-
vel de un alumno cuando lleva con él unas semanas sin necesidad de
esas chorradas.
Algunos compañeros repasan durante los primeros días de curso pero
tú has intentado explicarles el sinsentido. ¿Repasar no es alterar el re-
sultado de esta pantomima de evaluación inicial? ¿Tratar previamente
las preguntas que después van a realizar no es una manera de limpiar
conciencias sobre el nivel de vuestro alumnado? Te descorazona la
política educativa y sus incongruencias. A ti, terminología como nivel
competencial, destrezas adquiridas, aprender a aprender, construcción
de aprendizajes cooperativos o estándares de evaluación te suena a esa
colonia barata que no dura ni media hora y no es capaz de ocultar el
olor a sudor y a mierda. Pero sonríes al imaginar a algún iluminado
inventado esas expresiones y sintiéndose igual de orgulloso que si hu-
biese descubierto una vacuna contra el cáncer. Colonia barata para
curar enfermedades incurables. A lo mejor la frase latina correcta sería
Las discordias en la educación habían traído las mayores calamidades a
los alumnos. Y piensas que seguramente esa sentencia ya la habrían
ideado antes Sócrates o Aristóteles.
La mañana transcurre sin mayores sobresaltos si no tienes en cuenta
que un alumno de primero te ha cuestionado sobre la utilidad de estu-
167
diar una lengua muerta si hoy día nadie va a comunicarse con ella y
otro te ha preguntado dónde cabían más espectadores, en el Coliseo o
en el estadio del Barça. Cuando ibas de camino al coche has recordado
ambas observaciones y has debido reconocer que no les faltaba razón.
Hace ya tiempo que tu defensa del latín y la importancia de las etimo-
logías han ido perdiendo fuerza y por otro lado, ¿a quién coño le im-
portan los anfiteatros romanos si Messi no es gladiador? ¿A qué hora
salen los circos del Imperio en la tele? ¿Hay aplicaciones en los móviles
para declinar sustantivos en latín?
168
La tarde la pasas de chófer. Lleva a la niña a la academia de idiomas.
Deja al niño en el entrenamiento. Haz tiempo durante la hora y media
que dura viéndolo correr, hacer controles y paredes, repartirse petos,
ensayar centros y tiros a puerta y cabecear balones. Te parece que to-
dos son poco coordinados físicamente, pero lo atribuyes a la edad. Se te
antoja un poco ridículo el entrenamiento: demasiado profesional para
un supuesto divertimento. Deben correr como adultos; controlar, dis-
parar, centrar y cabecear como adultos. Hacer cosas no acordes a su
edad. Como la vida de ahora. Ser mayores, vestirse como mayores, con
sus botas de tacos y sus calzonas de mayores, estudiando idiomas co-
mo mayores, con sus auriculares y sus tablets de mayores.
Tomas café en el bar de las instalaciones deportivas y charlas con algún
padre. Crees que éste es el padre de Ramón, el delantero centro del
equipo. El hombre habla con entusiasmo de la liga que empieza.
―Este año el grupo que les ha tocado es muy duro. Tienen a los fi-
liales en su liga ―comenta el padre con una información que tú desco-
nocías. Es un buen padre. Tú hijo te hablaba de eso esta mañana en el
coche.
―Eso parece ―mientes tú.
―Bueno enfrentarte a los mejores también te hace mejor. Ese por-
tero que tenemos está muy verde. No manda a la defensa. Y Julio es
muy blandito como central. Le Falta mala leche. ―Bebe de su café y te
da explicaciones técnicas como un entrenador de primera división.
―Son muy pequeños. Lo que tienen que hacer es divertirse. ―Tú
también bebes café, pero te parece que la mirada que el padre posa
sobre ti es como la que un experto posaría sobre un neófito en la mate-
ria, mitad pena mitad desprecio, como si un albañil le preguntase a
otro cómo realizar la mezcla, como si un profesor de latín te pregunta-
169
ra por el análisis sintáctico de Civium discordiae maximas calamitates
hominibus et civitatibus paraverant.
170
entrenamientos y conduces de nuevo. También andas de un lado para
otro. Pero te cansas. No eres indesmayable ni incansable.
171
impuestos bajos; cría unos hijos que, con frecuencia, ignoran que per-
tenecen a una familia adinerada hasta que ya son adultos; y, sobre to-
do, rechazan llevar el estilo de vida de gran consumo que muchos aso-
ciamos a la gente rica. ¿Sabías que la mayor parte de los millonarios
norteamericanos no vive en Beverly Hills o en Park Avenue? Es gente
que vive junto a ti, en la puerta de al lado ―y se queda pensativa du-
rante un momento.
Estáis alineados en la cama, cada uno del otro lado de la frontera natu-
ral e invisible que es vuestra propia mitad. Ella se quita la gomilla del
pelo y se sacude la melena. Tú miras al techo.
―¿Apago la luz?
―Sí ―contesta ella.
Giras el cuerpo para alcanzar el interruptor de la lámpara de la mesilla
de noche y cuando vuelves a tu posición se produce. Ella ha invadido la
frontera. Te deslizas hacia abajo para que tu almohada se acomode
bajo tu cabeza y ella sitúe la suya en el hueco que forman tu cuello y tu
hombro. Dura unos minutos, pero es muy agradable. Y te duermes.
172
para huir de la sombra gigante que proyecta la nave. Me arrodillo y me
cubro los oídos con mis manos, pero es el sonido más alto que he escu-
chado jamás. Resulta insoportable. Ahora todos estamos atrapados bajo
la oscuridad. Somos una nube negra de personas aterrorizadas, muñecos
de trapo negros, gente de clase oscura y estamos incapacitados para re-
sistir en esta, nuestra hora más oscura. Oigo una risa, pero parece menti-
ra. Me doy cuenta de que es mentira. No son risas, son gritos, incluso
desde este ángulo en que veo y escucho. Entonces la gente comienza a
derrumbarse al ritmo de los edificios, como en un baile diabólico. Es una
explosión de diez toneladas. Pero es una explosión de arena empapada
que nos cubre como un temor pegajoso, que se adhiere a nuestra ropa.
De pronto empieza a llover y noto cómo me crece hierba en el rostro.
Puedo palpar las briznas alrededor de mis ojos y mis mejillas. De repente
diviso su rostro en el escaparate de una tienda. Tiene que ser una broma
porque ella me sonríe, pero no sé si pretende salvarme desde su escondi-
te seguro. Me dice algo que no puedo oír, algo infinito que no puedo
descifrar. Coloco las manos a los lados de mi boca a modo de altavoz y
grito: ¿ya has tenido suficiente de mí? ¿No te soy necesario? Pero el ruido
ahoga mi voz. Y caigo en la oscuridad hasta que alguien tira de mí.
Ahora piloto una nave espacial y surco las estrellas. ¿Habré escapado?
Llega una información de la radio. Es ella. Comanda la nave que me pre-
cede. Pongo el rumbo correcto y la sigo, pero me siento extraño, como
una duda que crece en mi interior, como si presintiese una traición. ¿Me
habrá salvado para esto? ¿Para perderme en el espacio infinito? Lo que
contemplo a través del cristal de la nave no lo había visto nunca. Parece
un espacio nuevo, por descubrir. Y yo tengo la absoluta certeza de que
no sé cómo he llegado hasta aquí. Otras naves nos siguen. Mandan men-
sajes por los intercomunicadores. Preguntan a dónde vamos. Yo guardo
silencio. Dicen que el cielo me ha elegido a mí para que los guíe. “No
173
comprendo nada. Repito, no sé qué me estáis pidiendo”, respondo yo a
través de la radio. Resuena el rock mesiánico en mi cabeza.
Ahora son ellos los que permanecen en silencio. Les informo de que no
tengo ni idea de hacia dónde nos dirigimos, que no me sigan.
Y cuando se cruza un cometa, fijo el rumbo y las coordenadas para
estrellar la nave contra él. El resto de la tripulación abandona la nave
en pequeñas lanzaderas y toda la flota al completo se desvía, dejándo-
me solo. “La colisión se producirá en un minuto”, informa el ordenador
central. Me reclino en mi asiento y cierro los ojos, esperando. Lo últi-
mo que oigo está en mi cabeza. Son frases de una canción que ya he
oído antes.
174
regalas restándoselo a tu sueño no lo has disfrutado. No has podido
concentrarte. Se tuercen los sorbos, las caladas y las palabras.
Hoy conduces solo. Carmen va un poco más tarde a la oficina y por eso
lleva a los niños al colegio. Estás solo a los mandos, como en la nave. La
tripulación te ha abandonado. Te tocas la cara y no notas las briznas de
hierba alrededor de tus ojos y mejillas y cuando te pitan en un semáfo-
ro porque lleva en verde unos segundos, sonríes. Ese ruido no es com-
parable al sonido más alto que hayas escuchado jamás. No te hace ta-
parte los oídos ni arrodillarte. Así que levanta la mano en señal de dis-
culpa y ponte en marcha. Aterriza en el instituto y cuando apagues el
motor y recuerdes las dichosas pruebas iniciales, tan prosaicas y ridícu-
las, decide despojarte de los sueños espaciales, las explosiones de diez
toneladas, los cometas, los ordenadores de a bordo y los intercomuni-
cadores. El latín y el espacio exterior te parecen incompatibles.
175
Cuando sale tu hija le preguntas cómo está pero responde la enferme-
ra: “se ha portado como una campeona”. El semblante de tu hija es
serio. Tú sabes que odia esos adjetivos y que hablen de ella como si no
estuviera delante. “La mitad de los pacientes no se está quieto y protes-
ta a menudo”. Te sorprenden los anacolutos de la asistenta. “La gente
aquí en la consulta son más bien miedosos, pero ella, vamos, toda una
campeona”. La mujer persiste en sus discordancias. Asientes y posas la
mano en la cabeza de tu hija. Le dices: “¿vamos a casa, cariño?”. Sus
ojos parecen responder “sí, por favor”. Y dando las gracias abandonáis
la consulta del dentista y la enfermera-de-los-anacolutos.
176
entendía. Y va y me responde casi gritando que la próxima vez esté más
atenta, que él no va a estar repitiendo y deteniéndose todo el tiempo.
―Estoy convencido de que no quiso hablarte mal. Los profesores
también tenemos malos días y a veces somos injustos con quien no
debemos serlo. Los trabajos son duros y no siempre la vida de los adul-
tos es fácil.
―Pero yo no había hecho nada malo…
―Lo sé, cariño. Pero ten en cuenta que ese hombre está pendiente
de muchos alumnos una hora tras otra y seguro que otros niños no se
portan bien en clase. Así que a veces pues nos enfadamos y a lo mejor
paga el pato alguien que no lo merece.
―¿Pero a ti te gusta enseñar, papá? ―Tu hija no pierde el hilo y
vuelve a centrar su atención en ti.
―A mí sí. Me encanta enseñar y explicar cosas que mis alumnos
no saben. Aunque a veces lo olvide y también me enfade.
―Cuando sea mayor no quiero ser injusta con nadie, ni tener ma-
los días, ni enfadarme con quien no haya hecho nada malo. ―Entonces
gira su cabeza y añade sonriéndote―: la vida de los niños tampoco es
fácil: tenemos que hacer deberes, levantarnos temprano, estudiar, ir a
academias de inglés o al dentista.
―Tienes toda la razón. ―Le devuelves la sonrisa y con las manos
en el volante reflexionas si has dicho la verdad, si te gusta dar clases de
latín, ser injusto con algún alumno o tener malos días; si de verdad la
vida de los mayores es tan dura como dices. ¿Querrías ser de nuevo un
niño? ¿Son más importantes los problemas de los adultos? Tienes que
darle la razón. Tú también quisieras no enfadarte ni tener malos días.
177
Os cruzáis con Cristóbal en el descansillo. Va con la basura en la mano.
Saluda a tu hija con un “hola, guapa” mientras a ti te dedica un “¿cómo
va eso vecino?”. Ella le cuenta que venís del dentista. Y cuando tu ve-
cino le pregunta si le ha dolido, tu hija le responde que un poco al
principio pero que luego no fue para tanto. Entonces Cristóbal se cam-
bia la bolsa de basura de mano y entona su famoso:” ¿Te digo un cosa?”
Tampoco en esta ocasión espera que le deis vuestro beneplácito. “La
vida es un continuo ir al dentista, un permanente arreglarnos los dien-
tes. Al principio duele pero después se arregla y nos alegramos. Cuando
volvemos a tener los dientes mal pues vamos de nuevo al dentista”.
Sonríe y llega el ascensor. Se despide de vosotros y pulsa el cero.
Al entrar tu hija en casa ves de nuevo las hormigas en hilera desfilando
pegadas a la pared hacia el hueco de la escalera. Y te planteas si la
hormiga hija hablará con su hormiga padre para preguntarle por las
hormigas adulto o las hormigas profesor y si querrán no tener malos
días. ¿Tendrán las hormigas días malos pese a su condición indesma-
yable e incansable?
Esta noche los dos leéis cuando los niños se acuestan. Carmen conti-
núa con El millonario de la puerta de al lado, imaginas que desentra-
ñando los secretos de la fórmula mágica de los ricos anónimos. Tú vas
a empezar La fierecilla domada. Has leído en Internet un estudio de un
tipo americano sobre las referencias mitológicas en esa comedia de
Shakespeare. Así que mientras repasabas cómo Venus se encaprichaba
con Adonis y lo lloraba después su muerte o releías que cuando murió
Europa, Zeus le rindió honores y convirtió a un toro en el símbolo del
amor entre ambos, pasando a formar parte de las constelaciones y de
los signos del zodíaco, te entraron ganas de leer la obra. Un compañero
178
del departamento de lengua te ha prestado una colección de las come-
dias más conocidas del dramaturgo inglés.
Las primeras páginas ya te han dejado frases sobre las que pensar. Por
eso posas de cuando en cuando el libro sobre tus piernas y elevas la
cabeza reflexionando sobre lo recién leído. Luego las apuntas en una
pequeña libreta en la que te gusta tomar notas.
“Qué sorpresa al despertar, como la impresión que causa un ensueño
halagador, una quimera”, dice un Lord a uno de sus criados.
“Pero ¿es que sueño o, por el contrario, es hasta ahora cuando he esta-
do soñando? Sin embargo, no estoy dormido puesto que veo, oigo y
hablo”, pronuncia Cristóbal Sly, y el falso criado número dos le respon-
de: “hundido habéis estado durante los últimos quince años en un ver-
dadero sueño. Hasta cuando despertabais parecíais dormido”.
“El exceso de tristeza ha congelado vuestra sangre, por eso encuentran
saludable que oigáis una pieza teatral con objeto de que vuestro espíri-
tu se predisponga a la bulliciosa alegría, que como es sabido, previene
toda suerte de males y alarga la vida”. Y anotas esta frase que el falso
criado número uno recita a Sly, su falso amo.
“Señora mi mujer, siéntate a mi lado y dejemos que el mundo siga
dando vueltas. Jamás seremos más jóvenes que ahora”, dice Cristóbal
Sly justo cuando van a empezar a representar para él la falsa comedia
de la fierecilla domada.
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dentro del sueño, el doble distanciamiento. Y así te irás durmiendo en
esta noche en la que Carmen y tú no traspasáis fronteras.
180
Apagas el motor del coche. Un edificio alto con fachada de cristal se
eleva ante ti. Se eleva casi hasta el infinito, como el espejo inmenso de
un gigante. La dirección pone que es ahí. Miras el papel donde lo llevas
anotado y lo confirmas. Un sol que va decayendo se refleja en las ven-
tanas de las plantas más altas. Son las siete de la tarde del viernes que
puede cambiar tu vida. La lista de tareas semanales ya lleva tachadas el
resto de actividades:
181
ella la que te sueña? ¿Está tu vida dentro de otra en la que no te reco-
noces? ¿Acaso eres la fierecilla que tu vida ha domado? ¿Eres especta-
dor o protagonista? ¿Podrás siempre ir al dentista y arreglar tus días
malos? ¿Eres una hormiga indesmayable e infatigable a la que le gusta
enseñar latín?
El sol ya no toca los cristales y se va escondiendo en su caída detrás de
otros tejados, de espejos diferentes. No te has desabrochado el cintu-
rón porque sigues agarrado al volante, como en el sueño te aferrabas a
los mandos de tu nave, pero ahora esquivando el cometa, evitando el
edificio de cristales, la colisión. Cuando arrancas el motor escribes
mentalmente: tarea del viernes, no hecha, porque te has dado cuenta
de que todavía existen fronteras por traspasar, y entrenamientos a los
que asistir y niñas que leen poemas sobre profesores de latín. Y piensas
que eso no es sueño, puesto que “veo, oigo y hablo”.
182
LOBOS
Una ola de seis metros está a punto de romper contra la orilla. La gente
corre de un lado hacia otro, juegan o se extasían mirando el espectáculo
en una mañana luminosa. El sol baña sus cuerpos y la marea hace llegar
el agua hasta la duna. Un hombre observa quieto, asombrado e incrédulo
el cuadro que se ofrece ante sus ojos mientras permanece en un pórtico a
la sombra de los muros de un edificio medieval. Ese hombre ha llegado
sorpresivamente hasta allí cruzando en un escarabajo amarillo un calle-
jón de su pueblo natal situado en el interior del país, ¡a 500 km. de la
costa más cercana! Al final de ese callejón se topa con una playa y mira
fijamente el cuerpo de una bañista que está a punto de lanzarse sobre esa
inmensa ola.
183
papel en los personajes de aquel lugar dorado. Algunos de ellos se repe-
tían a diario y otros eran caras nuevas que le permitían fantasear con
situaciones imprevistas. Estaba la señora del pelo violeta y el señor del
maletín negro que casi nunca fallaban. Creía haberlos visto alguna vez
por el bar de la facultad de ciencias. Tal vez trabajaban en el edificio de
oficinas adyacente. J. era el jefe de mantenimiento del campus y procu-
raba que todo estuviera en perfecto estado. A su cargo estaban los jar-
dineros, los electricistas, los pintores y demás profesionales que requie-
re un complejo con veinte edificios y varias zonas verdes y aparcamien-
tos. Sus aficiones siempre pasaban por la actividad física y la literatura:
deportes variados, excursiones de escalada, rutas de media montaña y,
cuando podía, viajaba de una forma muy alternativa, bien intercam-
biando su casa por aficionados al deporte o a la montaña, como él, u
organizando viajes a países orientales con amigos de su grupo de medi-
tación y crecimiento personal. También le gustaba escribir poesía. A
pesar de su edad, J. era lo que podríamos denominar un hombre activo
y en forma por dentro y por fuera. El vagón iba repleto por la concu-
rrencia de las siguientes paradas y J. cedió su asiento a una señora ma-
yor que intentaba mantener su equilibrio sobre una de las barras. Al
incorporarse y darse la vuelta en el sentido del trayecto tropezó con M.,
una mujer joven con un impermeable azul que le daba la espalda. Lo
primero que percibió de ella fue su Chanel5 que de forma muy suave
invadió sus pituitarias.
―Lo siento. No he podido evitarlo y… ―J. se sentía torpe al diri-
girse a aquella desconocida.
184
―Repleto como en una playa ―J. no pudo resistirse a expresar en
voz alta la imagen de su sueño.
―¿Cómo dice? ―ella sonrió.
―No, nada. Disculpa. Pensaba en voz alta ―J. identificó a la des-
conocida como a la bañista que interrumpía su sueño, aquella que es-
taba a punto de lanzarse sobre la gran ola y que siempre quiso conocer.
Una mujer joven, con piel dorada, perfil pronunciado, labios carnosos y
pómulos suaves que le cautivó con su sonrisa. Sin duda es ella, pen-
só―. ¿Le gusta nadar?
Sorprendida por la pregunta, la mujer no respondió y bajó su cabeza
mientras le daba la espalda a su interlocutor.
―Disculpa de nuevo ―insistió J.―. Vuelvo a pensar en voz alta.
¡Es que eres tan igual a ella!
―¿A ella? ―M. No pudo resistir un gesto de sorpresa cuando de
nuevo se giró y lo miró.
―Sí… ella es… parte de un sueño ―pronunció en voz baja― y tú
eres tan ella como ese impermeable o ese perfume lo es a su cuerpo.
Inesperadamente el tren se paró y M. salió del vagón no sin antes hacer
un ademán de despedida levantando su mano al aire. J. no esperaba
que ese momento llegara tan pronto y solo le dio tiempo a fijarse en el
colgante que la mujer llevaba sobre su cuello y que representaba una
pequeña cabeza de un lobo plateado, o ¿sería un perro? Las compuer-
tas del vagón se cerraron y J. miró a través de la ventana cómo M. salía
mientras se giraba para sonreírle y despedirse con su mano.
J. llegó antes de tiempo a su despacho en la zona de mantenimiento e
intentó recordar la hora a la que M. subió al tren. Tenía que saberlo, se
decía. Tenía que volver a verla, pensaba. Tenía que volver a hablar con
185
la mujer al pie de la gran ola. Recordó que ni siquiera le había pregun-
tado por su nombre. Justo se ha bajado en la penúltima estación, mal-
dijo. Pensó que aquel encuentro no había sido un flechazo sino una
premonición o manifestación de algo sobrenatural, de una visión, de
un déjà vu y de alguien con quien soñaba desde hacía un tiempo. Aque-
llo le produjo mucha curiosidad y era la razón por la que se mostró
desconcertado y sin reflejos. La mujer de su sueño era una idealización
que se convirtió en obstinación desde hacía un rato. Durante toda la
mañana fantaseó con la idea de encontrársela en algún lugar del cam-
pus, tal vez en algún lugar de paso, en el parking o quién sabe si en la
biblioteca.
186
dispuso a abrir bien los ojos en todas las paradas por si la veía y espe-
cialmente en la penúltima. No hubo suerte. J. empezó a pensar que tal
vez nunca llegara ese momento y que sería difícil encontrarse con un
desconocido de forma casual. ¿Qué probabilidades habría de coincidir
con alguien dos veces, y cuáles de ellas que ese encuentro se produjera
en un breve espacio de tiempo? Se ilusionó pensando que esas posibi-
lidades aumentaban si se frecuentaba el mismo lugar en donde suce-
dió. Pero, ¿qué le diría si aquello ocurriera? ¿Qué le propondría para un
tercer encuentro? No conocía a aquella mujer. Solo sabía que en su
sueño aparecía como una beldad a punto de sumergirse y recordó que
esa noche, en la playa, ella lo miró al girar su cabeza y sonreírle.
No pasó ni una semana en poder responder a todas sus preguntas. Du-
rante ese tiempo, J. se propuso encontrarla e ir hacia ella. Incluso la
había intentado dibujar desde lo que su mente pudo recordar y rete-
ner. No solo eso, sino que había escrito un par de poemas donde ella
aparecía sustanciada en un cúmulo de metáforas continuas que termi-
naban en llamas abrazadoras o en luces resplandecientes o en paisajes
iluminados. Y así, cada mañana, tras su sueño, afianzaba su imagen, la
describía y la transfiguraba hasta hacerla suya. Deseaba conocerla, lo
necesitaba. Y ocurrió. Aquel día el comedor IV del campus estaba re-
pleto, como casi todos los días a esa hora. Apenas quedaban bandejas
ni cubiertos en el inicio de la línea de autoservicio. Cuando se hubo
servido el desayuno y avanzando con la vista perdida hacia la última
mesa, una mancha azul llamó su atención. ¿Es quien imagino? Tenía
que serlo. Lo era. Se acercó y se sentó frente a ella.
187
menso timbal intentando que no se le notara en su voz―. Disculpa, no
me he presentado. Mi nombre es J. ¿Eres estudiante?
―Ni me molesta ni soy estudiante. Me llamo M. ―dijo mientras
apuraba su vaso de zumo―. Le recuerdo. Es usted el gentil caballero
del metro.
Tras unos segundos en silencio J. no supo qué decir. En su mente se
agolparon todas las preguntas que quería hacerle y todos los misterios
sobre la bella joven que desayunaba frente a él. En esos instantes volvió
a fijarse en su colgante, el mismo de aquel día, y también recordó su
mismo perfume. Y las metáforas, pero antes de llegar a eso tenía que
saber de ella, necesitaba hablar, conocer y que supiera de él. No era
estudiante, entonces…
―Por favor, tutéame. ¿A qué te dedicas? ¿Trabajas aquí? ―No era
un buen comienzo, pensó él.
―Me han contratado. ¿No me ha visto, perdón, no me has visto
en la revista de la Universidad? ―ella apuraba los últimos restos de su
yogurt―. Dirijo un proyecto en el departamento de cirugía con una
beca de alto presupuesto. Vengo de otra universidad. Me llamaron y
quise aprovechar la oportunidad. Soy la doctora más joven y con mejor
expediente de mi promoción.
―¡Enhorabuena! ―acertó a decir sospechando que quedaba poco
tiempo para que ella se fuera de nuevo inesperadamente―. Le echaré
un vistazo al último número y espero que podamos comentarlo.
―¿Y tú? ¿Dónde trabajas? ―preguntó ella recogiendo sus cubier-
tos sobre su bandeja―. ¿Eres profe?
188
―Soy jefe de mantenimiento de todo esto. Me encargo de que por
las mañanas no paséis frío, de reparar lo que se estropea y de que todo
esté en orden.
―¡Qué interesante! ¿Y también sabes arreglar coches? ―a él le
pareció que fue la primera vez que ella lo miró, al menos con cierta
atención―. Aquel día iba en metro porque se me estropeó y llovía.
Menos mal que ya me lo repararon. Es un coche muy especial y algo
falló en el sistema electrónico y tuve que dejarlo en el concesionario.
―Algo sé. Toma ―metió sus dedos en el bolsillo delantero de su
chupa y no tardó ni dos segundo en extenderle su tarjeta de visita―.
Por si se te estropea en domingo ―dijo sonriendo mientras la mira-
ba―. ¿Y ese colgante?
―Es un husky siberiano, un amigo que se fue ―dijo ella apagando
su voz―. Antes de ser médica quise ser veterinaria, un viejo sueño.
―Bueno, siempre podemos volver a hacer nuevos amigos y recon-
ciliarnos con nuestro pasado ―J. no apartaba su mirada <<¿me estoy
enamorando?. No puede ser, es muy joven, pero… tan encantadora, tal
dulce. Esa voz>> ―. Yo también tuve uno, un teckel. La atropelló una
furgoneta cuando por la calle la llevaba sin amarre.
―¡Te gustan los perros! ―exclamó ella en un tono de admiración.
―En general, todos los animales ―en ese momento pensó que
ella quiso ser veterinaria―. Y los caballos y las tortugas y el infinito
manto del océano ―dijo él descendiendo su voz.
―Yo tengo a Prezci en un picadero. Es un joven caballo árabe que
aún conservo, aunque en realidad son mis padres quienes se ocupan de
él. Fui amazona desde niña. Incluso participé en algunos campeonatos
de hípica.
189
―Fascinante. No puedo por menos que coincidir contigo en tus
aficiones. A mí me encanta el deporte ―J. quería llevarla a su terreno.
“¡Sus ojos! No me había fijado bien. Pero es su mirada lo que me fasci-
na, su forma de mirarme, su transparencia. No se va, aún”―, aunque
también me encanta leer. Ya sabes lo que me gusta.
―Yo practico el tiro con arco, en fines de semana, claro. Pronto
acudiré a una competición en Sierra del Campo. Y a diario, nado. ¿Có-
mo lo adivinaste aquél día en el metro? El agua es mi segundo medio
―dijo M. mirando su reloj.
―Ya decía yo que tenías algo de Cupido, y más que saber que te
gusta nadar, lo intuía. Ya te lo contaré si nos volvemos a ver ―dijo J.
con toda naturalidad.
―Me lo tienes que contar con detenimiento. Parece que sabes
más de mí de lo que puedo sospechar ―dijo M. levantándose y to-
mando su bandeja―. En el metro también me dejaste intrigada cuan-
do me confundiste con alguien. No sé quién. Pero será en otro momen-
to, sí, porque me esperan en el hospital. Hoy me he acercado hasta
aquí para preparar con el director del departamento de microbiología
una ponencia en el aula magna para los alumnos.
―Tienes mi tarjeta, no lo olvides. Llámame cuando quieras. Aun-
que sea para arrancar tu coche si vuelve a fallarte ―dijo J. con una sonri-
sa.
―Lo haré.
M. se alejó hasta la puerta de salida mientras J. la siguió con su mirada.
“Es el mar inundando mi paisaje, una gaviota sacudiendo mi costado,
una huella en la arena de mi alma, un corazón, en su estigma, renaci-
190
do”. En ese momento J. solo pensó en el próximo encuentro y en cómo
seducirla.
***
191
por Internet y de esa forma pudo comprobar cómo aparecían decenas
de páginas contando sus logros, hasta que se le ocurrió buscar su perfil
en Facebook. Allí apareció ella montada en un hermoso corcel y sal-
tando una valla de hípica junto a algunas fotos mostrando paisajes
donde siempre aparecían animales, y otras donde ella aparecía en actos
académicos. Inmediatamente le pidió amistad en el canal de mensaje-
ría con la esperanza de que le respondiera. Después recordó lo de la
ponencia y la buscó a través de su nombre y del nombre del aula donde
la daría.
Al día siguiente se presentó a la hora prevista en el auditorio y a punto
de comenzar la conferencia se sentó en la penumbra de última fila. La
mitad de la platea estaba desierta siendo J. el único que observaba des-
de el fondo. Más que interesado en escuchar hablar sobre cirugía, esta-
ba encantado con poder oír la voz de M. En un cuaderno, más que to-
mar notas del discurso, escribía mensajes que él mismo se dictaba,
pequeños versos que iban surgiendo entre meditando y escuchando,
en una especie de estado límite entre la consciencia y lo reflexivo.
―…y de esa forma el paciente podrá beneficiarse del cultivo y de la
sustancia madre de… ―M. había comenzado su discurso tras unas pre-
ceptivas presentaciones donde el Jefe del Departamento elogió su traba-
jo― …con técnicas no invasivas la microcirugía ha establecido las bases…
J. miraba su cuaderno mientras escuchaba la voz de M. entremezclada
con su voz interior “…y yo podré beneficiarme de tu pelo arrastrando la
orilla de mis ojos, de tus yemas mirando la base de mi frente… y tú
cultivarás mi espera y mi apetito estará saciado con la sustancia de tu
tacto… hasta que acabes invadiendo mi impaciencia…” y escribía. Todo
el discurso de ella, J. lo transcribía a su manera, de una manera muy
libre, eso sí. Antes de terminar, J. tuvo que salir a atender una llamada
192
de su móvil que le vibraba en silencio. Era requerido en la central de
alarmas del complejo. Al cabo de un par de horas, J. recibió un mensaje
de M.: Me hubiera encantado que estuvieras aquí, hubieras aprendido
mucho de cirugía y trasplantes… jejeje. Y después otro: …mi coche sigue
funcionando. En ese momento J. respondió: Tengo tu conferencia escri-
ta en mi cuaderno… jijiji. Y a continuación: ¿Comprobamos lo que he
aprendido? Te espero esta tarde en el Bird´s para merendar, vale? Estoy
deseando conocer tu coche. El mensaje de M. no se hizo esperar: ¿Cómo
que tienes mi charla en tu cuaderno? A ver… ¿A las 6? ¡Ah! y ya me con-
tarás quién es esa mujer tan misteriosa que es tan igual a mí. A conti-
nuación J. le respondió con un OK.
193
―Aún así, no es mi coche y no quisiera estropear nada. Allá voy
―J. mostró su destreza y con una mano al volante y en dos maniobras
pudo encajarlo―. Mi coche es más modesto pero también más funcio-
nal ―dijo señalando su monovolumen.
―¡Qué bien! ―dijo ella entusiasmada―. Me vas a tener que ense-
ñar.
―Más que de enseñanza es una cuestión de aprendizaje
―sonrió―. Es como todo en la vida: enseñanza, aprendizaje y auto-
aprendizaje. Además, tú sabes mucho y eres muy lista ―volvió a son-
reír y esta vez con una pequeña carcajada mientras bajaba del Jaguar.
―¿Cómo? ¿También sabes mi C.I.? Eres todo un misterio a descu-
brir ―respondió ella con cierto sarcasmo.
―No sé tu C.I. pero puedo imaginar tu I.C. ―sonrió―. Ya sabes,
tu índice de curiosidad ―prosiguió, dándole a M. un leve toque con su
yema del dedo en la punta de su nariz―. Es cuestión de manejar la
situación y de saber manejar la máquina. Cualquier máquina ―J. em-
pezó con su juego favorito de los dobles sentidos, algo que M. tardaría
muy poco en descubrir.
―Muy ingenioso, el señor arreglalotodo ―dijo M. mientras se
sentaban a la mesa de un velador.
―¿Tengo algo que arreglar? ¿O es algo que haya que desarreglar?
―J. la miraba fascinado y ella lo sabía. “Es Chanel5 y viene espléndida.
Tengo que besarla esta noche”―. Todo es cuestión de ponerse manos a
la obra.
―Pues sí, arréglame mi curiosidad ya que lo dices. ¿Por qué no
empezamos por esa chica misteriosa?
―La llamo Nereida, pero no existe en realidad.
194
―¿No existe?
―Bueno, sí pero no. Existe porque está en mis sueños, pero no,
porque no es real, aunque ahora ha empezado a serlo. Cuando tropecé
contigo aquel día en nuestro primer encuentro la vi en ti. Quiero decir,
que tú te representaste como ella porque ella es alguien que está siem-
pre a punto de sumergirse en el mar dentro de un sueño que aparece
recurrentemente en todas mis noches. Pero el sueño se esfuma ahí, y
cuando te vi, albergué la esperanza de continuarlo en ti, contigo. Es la
verdad. Fue por eso que te dije lo que te dije y que aún recuerdas. Ne-
reida pasó a ser tú, una linda doctora. Una mujer a la que también le
gusta sumergirse en el agua y que tal vez tenga su misma edad, sus
mismas facciones, su mismo pelo y belleza. Lo que no sé es si ella ten-
drá tu mismo corazón, tu misma sensibilidad y talento, y ello es lo que
me gustaría descubrir contigo. Si tú me dejas ―J. pausó su discurso
“¿ha sido esto una declaración? ¿No habré sido demasiado sincero?”.
M. lo miraba fijamente, casi sin moverse, extasiada y en silencio.
―Y desde ese momento todo a mi alrededor eres tú
―prosiguió―. Pensé que te perdí cuando bajaste en aquella estación y
después en el comedor mi corazón subió hasta mi garganta. Desde
entonces te he seguido como las huellas al caminante. Hasta te busqué
en Facebook y te solicité amistad. Podrías ser mi hija y mira hasta don-
de he llegado contigo. Pareciera esto una declaración y solo quiero que
entiendas lo que me está sucediendo. Tú eres esa ninfa y me encantaría
nadar contigo hasta el océano más profundo y con más delfines que
haya.
195
―Sí, asistí, y me encantó escucharte. Hasta tomé notas ―dijo J.
emitiendo un ligero suspiro. No quise que lo supieras en aquel mo-
mento.
J. sacó de su mochila deportiva su pequeño cuaderno y se lo extendió a
M.
―Toma, lee algo si quieres. La he titulado Dulcísima voz desde el
lejano lugar de un sueño. Y no sé si reconocerás algunas de las cosas
que dijiste entre esas anotaciones, que no son más que figuraciones de
tus palabras, o mejor, transfiguraciones de tu discurso.
M. leyó en silencio aquellas hojas hasta que paró de pasar páginas. Se
quedó un rato con la cabeza agachada sobre aquel cuaderno sin decir
nada hasta que levantó su mirada a la altura de los ojos de J. y unas
lágrimas brotaron de sus ojos mientras le sonreía. Él las enjugó con una
servilleta diciéndole, ¿y ahora qué? Ella tomó su mano, dejó un billete
sobre la mesa y lo arrastró hasta su coche.
―Ahora toca jugar al juego de la pasión y del delirio. El deporte
que no está a la vista ―dijo M. arrancando su bólido y acelerando has-
ta su casa.
Todo estaba preparado para el amor. Los labios ardientes de los aman-
tes ya se habían encontrado en cada semáforo en rojo. Sus manos, sus
cálidas mejillas, sus cuerpos encendidos surgían de un volcán a punto
de estallar. J. pudo comprobar que aquello no estaba sucediendo den-
tro de un sueño y que Nereida pasó a ser M. por azar del destino o por
otras casualidades. La piel de M. era aún más suave y tersa que la de su
bañista, y aún más cálida sin haberle dado el sol. En su desenfreno no
atinaban a desnudarse el uno al otro. Solo desprendían calor mientras
se mordían y sus lenguas se entrelazaban. Se reían cuando se despega-
196
ban y se miraban como queriendo expresar la alegría de ese encuentro
pasional. La poesía, ahora, estaba sobre la sábanas de la cama de M. y
las palabras transfiguradas no eran más que gemidos, jadeos y suspiros.
―Hazme ahora un poema, ¿eh? Házmelo ahora si te atreves ―le
retó M. jadeando.
Los cuerpos sudorosos no daban tregua y las bocas comenzaron a ex-
plorar cada centímetro de aquel mapa conociéndose, jugando a descu-
brir y humedeciendo con sus lenguas las zonas más hermosas y sensi-
bles de cada uno. Y sintiendo los besos en cada abrazo, y las manos en
cada rincón de aquella batalla.
―Y ahora, sumérgete en mí. Explora con tu barco los confines de
mi océano. ¿Es así como tú lo dirías? ―dijo M. extasiada mientras le
sonreía.
―Yo en la cama hablo con mi cuerpo. Las palabras suelo dejarlas
para el final ―dijo J. cumpliendo órdenes―. Pero sí, así lo diría, o pa-
recido. Ya lo pensaré después.
―Come de mí. Bebe de mí hasta saciarte en la fuente del placer
―gemía M. sin dar oportunidad a la réplica.
Y así, los amantes, durante miles de segundos se entregaron a un
mar de olas y gozaron en la marea de un turbulento tsunami que cul-
minó en clímax.
197
Cuando volvieron al dormitorio, M. extendió un perfume por la habita-
ción y por las sábanas y después se acostaron de nuevo. Él, enamorado
ya de ella, se tumbó a su lado abrazándola por detrás.
―¿Y tus palabras? Esas que dejabas para el final, me refiero.
―Podría ahora inundarte con ellas si eso es lo que quieres ―dijo
J. pausadamente―. Solo deseo en estos momentos dejarme llevar por
tu suavidad, y sentir que puedo abrazar a la mujer de mis sueños.
198
―Me encantaría continuar conociéndola, conociéndote ―matizó
J.―, y aunque tu decisión esté tomada seguiré intentándolo desde mi
más profundo respeto.
―El día de ayer fue estupendo. Lo reconozco
―Y el de hoy también podría serlo si queremos.
―Es cierto, pero yo no quiero. Deseo salir, huir y escapar. Ser li-
bre. No me gustan las ataduras ni las complicaciones sentimentales
―M. se arrodilló en el borde de la cama y le tocó sus pies acariciándo-
los.
―Eres un encanto, una ventana a un mar cálido en el que me gus-
taría bañarme todas las noches ―dijo J. apoyando su cara contra la
almohada.
―Y tú también, pero esta noche, en un duermevela, he visto pasar
nuestra película por delante de mis ojos, la que hubiera podido suce-
der, y no me ha gustado el final. Creo que lo mejor es despedirnos co-
mo nos encontramos: con alegría y misterio.
―Es tu decisión.
―Sí, es mi decisión. Sentimentalmente no me veo ahora para esto,
y emocionalmente me debo a mi trabajo y a mis compromisos. Y vá-
monos que llego tarde.
Se despidieron con un beso y M. subió a su deportivo en dirección a
Sierra del Campo mientras que él se dirigió a su casa para cambiarse y
correr en bicicleta. Durante el trayecto, J. pensó que en el sueño de
esa noche había ocurrido algo diferente, algo que no había sido igual
que en veces anteriores y recordó que la bañista no apareció en la es-
cena. ¿Tendría aquello algún significado? Pensó que tal vez su sub-
consciente coincidía con la decisión de M., o quizás que aquella joven
199
ya estaba transfigurada en la realidad y no era necesaria en el espacio
de su sueño.
Después de unas semanas, camino del campus, J. se desvió dirección al
Zoosanitario a recoger un encargo del departamento de biología. Co-
nocía al encargado y al pasar por la nave de perros abandonados se fijó
en un cachorro de husky siberiano dentro de una pequeña jaula.
―Acaban de encontrárselo cerca de la carretera ―dijo el encarga-
do.
―¿Puedo quedármelo? ―J. miró al perro y pensó en ella. “Tengo
que preguntar por M. y despedirme antes de que regrese a su universi-
dad”―. Quiero hacerle un pequeño regalo a una vieja amiga amante de
los animales.
―Claro. Pero cuídalo, es una especie muy apreciada y codiciada.
―Gracias, R. Te debo un favor ―J. se hizo con una pequeña jaula
para trasportarlo y con un collar, y pensó en cómo entregárselo a M.―.
Lo llamaré Lobo.
Aquel lunes por la mañana J. limpió y preparó la jaula envolviéndola en
un papel de regalo rojo incluyendo una pequeña nota en un sobre.
―Lobo, hoy te encontrarás con una vieja amiga, tu nueva dueña.
Espero que os llevéis bien ―dijo J. antes de salir de su casa en direc-
ción al hospital.
Mientras subía a su monovolumen, J. recibió un mensaje en su móvil
de S., uno de sus subordinados del campus que se encontraba de guar-
dia:
200
J., la doctora M. está muy
grave. Ayer por la noche sufrió
un accidente en la carretera de
la sierra. Se encuentra en la
UCI. Se teme por su vida. Hay
que preparar una sala en el
campus en previsión de lo peor.
Yo estaré esperándote en el hospital.
201
donde su coche paró, pero todos los restos del siniestro habían sido
retirados. Giró su cabeza y un pequeño reflejo llamó su atención. Sobre
una piedra apareció el colgante de M., esa pequeña cabeza plateada de
lobo o de perro que siempre llevaba sobre su garganta. Lo tomó y lo
apretó con fuerza entre su mano y le gustó porque se sintió más cerca
de ella, y pensó que desde ese momento el amor que sintió por aquella
mujer iría siempre unido al dolor que ahora sentía por su desaparición.
Y de pronto, Lobo ladró, pero lo hizo como si aullara. Un aullido sin
luna llena.
202
MARCOS Y CHLOÉ
Yo estuve allí para ver el final, el de los dos, el hombre y la mujer más
grandes que he conocido. Yo los conocí en persona, yo viví con ellos
sus pasiones majestuosas, hasta el día de su caída. Marcos reunía todas
las virtudes que puede tener un hombre de nuestro tiempo, nunca
hubo ministro en el Gobierno más decidido en la lucha contra la co-
rrupción, jamás un hombre le plantó cara como había hecho Marcos.
Era el mejor diplomático y representante de nuestro país en el extran-
jero, jamás las naciones nos respetaron tanto. Y tenía a Emilio comien-
do de su mano. Fue Marcos quien hizo que Emilio destituyera a tantos
jueces corruptos, a tantos alcaldes vendidos a tantos tesoreros podridos
que se habían enriquecido a costa de la sangre y el sudor del pueblo.
¿Emilio? Por más que fuera ministro del Interior jamás hubiera movido
un solo dedo contra toda esa red de putrefacción que corrompía las
entrañas del Estado. Iba a comer de la mano de Marcos a la mano de
Carlos, y no había decisión alguna que no tomara que no se debería a
uno de sus dos amigos. Marcos, Emilio y Carlos, la Junta que hizo un
203
gran servicio al Estado, compartiendo en un alarde de generosidad y
altura de miras la Secretaría del Partido cuando cayó el antiguo Secre-
tario General, abatido, una vez más por la lacra de la corrupción; pero
eso fue antes de que se acabaran destrozándose entre ellos a dentella-
das como perros rabiosos.
¿Qué pasaba sus días consumiéndose en la Ópera de París, en las
fiestas de la embajada junto a esa viuda alegre, esa ramera francesa de
Chloé? Yo también llamé ramera Chloé un tiempo. Yo estaba al lado de
Marcos cuando Chloé descendió por primera vez de aquella limusina
negra. Era la misma imagen de la belleza y la sensualidad, y tenía todo
lo que un hombre puede desear en una mujer, y para un hombre como
Marcos, eso la transformaba en una diosa. Se adoraban y se odiaban
por igual. En el palacio de Chloé en el Marais, todos podíamos oírlos
mientras se dedicaban a sus jueguecitos. Una vez oí la voz de Marcos
que me llamaba y subí hasta el dormitorio de Chloé, la suntuosa cham-
bre orientale, con esclavas egipcias y pavos reales tallados en los pilares
del dosel de ébano de su lecho, el lugar del que surgían tantos gritos y
gemidos que los criados y los fieles habíamos escuchado. Marcos, esta-
ba atado a una cruz de madera que ocupaba todo el espacio detrás del
lecho del dormitorio. Su espalda estaba cubierta de heridas que sin
duda tenían que haber sido hechas por un látigo.
―Alberto, querido ―me dijo―, Chloé me ha dejado en esta in-
cómoda situación, hace rato que se ha ido y no sé nada de ella. ¿Quie-
res, por favor, rellenar esa copa con champán y darme de beber?
―¿No preferís que os desate, señor?
204
Y lo hice, pero recuerdo que sentí por primera vez verdadera repug-
nancia hacia el hombre que más he admirado en toda mi vida. Aquél
hombre fuerte, que había conseguido triunfos para nuestra nación y
que se manejaba en el campo de la diplomacia como Napoleón en el
campo de batalla, era el esclavo de una ramera.
―¿Hay noticias de Madrid, Alberto?
―Señor, hay noticias, pero no son buenas. Pablo amenaza con
presentarse a Secretario General del Partido, y tiene todo el apoyo del
sector liberal. Carlos y Emilio os quieren en Madrid, para que les deis
su apoyo.
―Que se vayan a la mierda. Soy el ministro de Exteriores, mi
puesto está fuera. No pienso dejar París.
―Señor, vuestra esposa os espera también en Madrid.
El ruido de los tacones resonando el mármol nos interrumpió.
Aquella mujer, aquella bruja seductora entró en la habitación y em-
pezó a desatar las ataduras que tenían a mi señor en aquella maldita
cruz. Luego solo tuvo que hacer un gesto con sus dedos enguanta-
dos y antes de que me diera cuenta, el ministro de Exteriores estaba
a cuatro patas y aquella mujer le estaba cerrando un collar al cuello
y enganchándole una cadena.
―Muy bien, perrito ―le dijo―, ahora vamos a dar una vuelta por
el cuarto para que estires esas patitas un rato.
205
imaginado. Chloé tenía la apariencia de una actriz de cine negro los
años cincuenta, con ojos azules y acerados, gesto de indefensión y
crueldad terrible, el pelo negro ondulado que le caía por los hombros
hasta su corsé de cuero negro. Acarició la cabeza de mi señor que se-
guía a cuatro patas y metió un dedo en su boca hasta que abrió la boca.
Luego le puso el asa de la correa en la boca y lo dejó allí.
Se me acercó como se acerca un gato enorme, y, ante los ojos de mi
señor que estaban a la altura de mis rodillas, me besó y me acarició
hasta sacarme el miembro.
―Ahora vas a ser un perrito bueno y le vas a lamer la colita a este
otro perrito ―le dijo a mi señor.
Aquella mujer, hija y viuda de los dos empresarios más grandes de
Francia, la que controlaba su país a través de la cadena de grandes al-
macenes más grande de Francia, y que tenía en su mano la mayor red
de gasolineras del país, la dama oscura de la que se hablaba en todos
los salones, el rostro y el cuerpo que aparecía en todos las revistas, ado-
rada y repetida en las Redes Sociales hasta el agotamiento, pero de
cuya vida privada apenas nadie sabía ni una décima parte, no era una
ramera como todos murmuraban, era una diosa.
206
apareció. Nos dijo que su señora le había encargado decirle que se iba
de compras, que había visto un reloj en la place Vendôme que quería
regalar a mi señor y que no volvería sin él.
―Señor ―le dije―, olvidaos por un momento de Chloé. Asuntos
más importantes nos empujan a Madrid. Esta mañana han publicado
los nuevos sondeos. Tras la entrevista de ayer en televisión Pablo es el
tercer líder más valorado del país, solo por debajo de Carlos y vos. Ya
tiene el apoyo del sector moderado y liberal del partido y ha ganado la
simpatía de cuatro Comunidades. Tenéis que volver y poner las cosas
en su sitio.
―¿A qué cosas te refieres, Secretario?
―La gente, señor, en las Redes, es algo público y notorio: vuestra
mujer se muere de cáncer en Madrid mientras vos estáis en París con
esta…
―Dilo, Alberto. Ramera. En Twitter es la palabra más utilizada pa-
ra referirse a ella. Ramera. Pero tú la has conocido. La has visto en pú-
blico, en las recepciones, vestida como una emperatriz de la antigüe-
dad, y en su chambre, has visto su divino cuerpo desnudo, ¿puedes
acaso dudar de su majestad?
―Yo, señor…
Llamaron a la puerta con insistencia. Los criados nos advirtieron que
pusiéramos la televisión. En la pantalla vimos un grupo de periodistas
que se agolpaban en torno a la entrada del hospital Gregorio Marañón.
Los subtítulos corrían en la parte inferior: «Esposa del ministro de Exte-
riores ha fallecido de cáncer esta madrugada. Aluvión de mensajes de
apoyo en las Redes Sociales a una de las mujeres más queridas del país».
207
Marcos apagó la tele al instante. Le pregunté si quería que saliera, pero
me contestó que no.
―Muerta… Tengo que decirlo, Alberto, una gran mujer se ha ido.
Y sin embargo, no puedo negar que no lo deseara.
La entereza de su rostro me recordó por qué lo había admirado tanto,
desde el primer día que entré en el Partido, y por qué lo seguía admi-
rando ahora.
208
momento ni siquiera imaginaba que iba a traicionar al hombre que
todavía admiraba más.
―Volverá, mi señora.
209
enfrentarse a Pablo cara a cara, mitin tras mitin, en los platós de televi-
sión y continuar con las primarias, pero Pablo jugaba con un as en la
manga: desde hace tiempo se rumoreaba que podía filtrar a la prensa
unos papeles que demostraban la contabilidad en negro del Partido
durante la anterior Secretaría General. Y eso pondría en serio peligro
más a Carlos y a Marcos, porque aunque no podría probarse que hu-
bieran participado en ese escándalos, fueron protegidos y amigos del
antiguo Secretario. A Emilio, lo ensuciaría menos, ya que venía del
sector liberal del partido, incorporado hacía muy poco. Pero aunque se
hubiera incorporado recientemente, su ambición era tan desmedida
como la de sus adversarios de la Junta, y no dudaría en hacer pública
toda la suciedad de las cloacas del Partido.
Mientras, Chloé se había encerrado en su palacio del Marais y me man-
tenía con ella en su encierro. Tenía en su palacio un salón acondicio-
nado como una sala de cine y todos los días nos obligaba a los sirvien-
tes y a mí a ver los grandes clásicos del cine. Una noche, recuerdo que
estábamos viendo Fedora, cuando le preguntó a una de sus criadas:
―Dime, ¿alguna vez estuve tan enamorada de mi marido como lo
estoy de Marcos?
―Su marido era un gran hombre, señora. Construyó un imperio.
Chloé la miró con ojos fulminantes, se levantó y la abofeteó en la cara.
Con fuerza, con frialdad, con desprecio precisos. Hubo un momento de
silencio en el que nadie supo cómo reaccionar. La película continuaba
proyectándose en la pantalla y la música que salía de los altavoces lo
invadía todo. Luego se sentó tranquilamente en su mismo asiento y
todo siguió su curso como si nada hubiera pasado.
210
Tuve que volver a Madrid para la boda de mi hija. Se celebraba un mes
antes del Congreso y era una ocasión especial para que los tres de la
Junta, junto con unos pocos allegados del Partido de cada uno de ellos,
nos reuniéramos para llegar a un acuerdo previo antes de negociar con
Pablo y para dar en el congreso una imagen de impecable unidad del
Partido ante los medios. La boda era además una ocasión idónea en la
que los tres podrían coincidir sin que nadie los medios sospecharan de
conciliábulos.
Fue difícil que los tres aceptaran. Carlos era demasiado ambicioso para
renunciar a la Secretaría General e iba a ser difícil convencerlo de que
mi señor no aspiraba a ella. Carlos le reprochaba estar alejado de la
primera línea de batalla política, de no haberle prestado ayuda y estar
los brazos de esa ramera en París (pero Carlos era demasiado diplomá-
tico para decir «ramera» y dijo en su lugar «mujer»), cuando el partido
estuviera a punto de partirse en dos. Pero al mismo tiempo tampoco lo
quería cerca porque temía que un político de su categoría le arrebatase
la Secretaría General. Solo Emilio pudo ponerlos de acuerdo y tejer una
débil alianza, recordándoles que los tres tenían un rival muy peligroso
en Pablo, y que la amenaza de los papeles de la contabilidad en negro
era muy seria para el partido.
Entonces comprendí que tenía que hacer algo para que fortaleciera
ese pacto entre los dos, y que me hiciera ganar prestigio ante los
ojos de mi señor:
―Esta boda es una ocasión especial para mí. Las bodas siempre lo
son ―Permanecí un momento en silencio preparando el momento―.
Mi señor, Carlos, tiene una hermana…
―Cállate ―me interrumpió―, no eres más que un simple secretario.
211
―Déjale hablar ―terció Carlos―, me interesa lo que tiene que de-
cir.
―Elena es una mujer muy querida por el pueblo, si os unierais en
matrimonio España entera saldría ganando.
―Chloé nunca permitiría ese matrimonio ―espetó Carlos a Mar-
cos.
―Soy un hombre viudo, Carlos, no lo olvides, puedo casarme con
quién quiera.
Tres semanas después, los invitados se repartían la tarta de la boda
entre Marcos y Elena, la hermana de su rival secreto y compañero
de Partido, Carlos. Elena era una mujer virtuosa, alejada de la esfera
política y con ello de toda corrupción, con un trabajo bien valorado
socialmente en una Fundación para la gestión de los museos en Es-
paña, que escribía con estilo impecable artículos de opinión en pe-
riódicos progresistas en los que defendía con buenas intenciones y
pocas propuestas prácticas el apoyo institucional a la cultura. Care-
cía de toda la ambición que tenía su hermano y no se le conocían
amantes ni escándalos. Era, en una palabra, lo contrario a Chloé.
A solo una semana del Congreso, la oportuna e inesperada boda
sirvió también para que los tres de la junta negociaran con Pablo un
acuerdo previo. La Junta no se disolvería, Pablo retiraría en el Con-
greso su candidatura a la Secretaría General y las primarias se disol-
verían. Y así pasó, los medios se hicieron eco de la noticia que noso-
tros habíamos programado como una gran sorpresa, y Pablo dejó de
ser de la amenaza que haría destruir el Partido.
Mi señor Marcos me abordó una noche, mientras viajábamos en coche
oficial hacia el Bernabéu, donde teníamos reservado un palco:
212
―Alberto, no puedo hacerlo. Lo he intentado, muchas veces, pero
es como intentar amar a un bloque de mármol. No puedo soportarlo.
Nos volvemos a París.
―Pero es la hermana de Carlos, si la abandonáis os devorarán vi-
vo, Carlos mismo se ocupará de revolcar vuestro cadáver por el fango.
Tiraréis vuestra carrera por la borda.
―Mi placer está en París ―sentenció.
213
ció nueva información, de su mujer. Todo estaba perfectamente or-
questado para quitarle toda credibilidad y convertirlo en un cadáver
político. Carlos, se ocupó de destituirlo de su cargo, con el apoyo tibio
de Emilio, que empezaba a darse cuenta de la caza de brujas en la que
se estaba convirtiendo todo aquello.
Y estaba en lo cierto, porque el siguiente en ser destituido fue él. Su
nombre, como el de medio partido, también aparecía en los papeles,
pero al contrario que muchos, no había sido imputado. Carlos, utilizó
toda su influencia y su inventiva para que lo expulsaran del Partido, ya
que no podía destituirlo directamente. Compareció ante los medios
como el hombre recto que no tolera la corrupción y que, pese a lo que
le dolía en lo personal tener que pedir la dimisión de un amigo fiel y
leal, de cuya inocencia estaba convencido, se debía sobre todo al Parti-
do y sus valores de honestidad y transparencia.
Una vez solo, sabiendo que su único posible rival estaba lejos y ensi-
mismado en sus placeres en París, disolvió la Junta y tomó el cargo de
Secretario en Funciones, hasta ser ratificado por la militancia.
En París, Marcos reaccionó como el hombre de Estado que es, el que
siempre he admirado:
―Ese traidor, ese gusano de Carlos, ese hombre sin honor. Él, que
tanto ha luchado contra la corrupción es ahora la corrupción.
―¿Otra vez me abandonas, Marcos?
214
Marcos presentó su candidatura a Secretario General y se abrió el plazo
para las nuevas primarias. Carlos y Marcos, Marcos y Cesar, el Partido
estaba más dividido que nunca.
Chloé no solo no lo abandonó, sino que se convirtió en su más fiel apo-
yo en su carrera contra Carlos. Aparecieron juntos en todos los maga-
zines de sobremesa y talk shows de madrugada. Eran la pareja de moda
y parecía que ni siquiera la inteligencia fría de Carlos, su visión de es-
tratega genial iba a poder con ellos. Hasta que se produjo la vergüenza.
Fue en un debate a tres en hora de máxima audiencia, anunciado du-
rante días. Marcos y Chloé parecían estar ganando, Carlos estaba com-
pletamente arrinconado y no podía resistir el carisma de la pareja de
moda cuando Chloé, en pleno directo, se levantó y sin decir una sola
palabra salió del plató. Y casi sin pensarlo, de un salto, Marcos salió
tras ella. Había regalado la victoria a Carlos.
Hice lo que tenía que hacer, como antes ya había filtrado los papeles de
la contabilidad del partido, filtré las fotos que aquella sesión donde
Marcos se paseaba desnudo como un perro por la habitación del pala-
cio del Marais atado a la correa que sostenía Chloé. Las Redes Sociales
ardieron, y batieron todos los records de tweets. Todo el mundo habla-
ba de las perversiones de la ramera parisina y de cómo Marcos era un
hombre débil y corrompido, incapaz para la política.
El final es el esperado: yo los encontré, en la cama, bajo la mirada indi-
ferente de las esclavas egipcias, él atado a la cama y desnudo, ella sobre
él, la sangre goteando desde su nariz. El informe policial confirmó la
muerte por sobredosis, pero durante días se repitió las «extrañas cir-
cunstancias» de la muerte de la pareja.
215
En su discurso de investidura como Secretario del Partido, Carlos tuvo
palabras conmovedoras para su rival. Destacó la nobleza y la entereza
de Marcos, su honestidad más allá de toda duda, y cargó duramente
contra las malas lenguas que lo acusaban de traidor y corrupto solo por
sus «extravagantes y excéntricos» gustos personales, que solo Dios (y
repitió con énfasis la frase) tenía derecho a juzgar.
Y tiene razón. Yo lo admiraba y lo conocí como nadie lo conoció. Los
conocí a los dos, y tuvieron el final que se merecieron porque eran un
hombre y una excepcionales y se merecían el uno al otro. Pero en el
fondo, tengo que decir, que era un hombre corrupto, por el placer y
por la sensualidad de una diosa.
También yo me merezco lo que he conseguido. Carlos será Presidente
y yo pronto seré Ministro. Y mi traición no pasará a la historia, como sí
lo harán sus nombres. Pero con la ayuda del nuevo Secretario General,
acabaré con la corrupción del Partido de una vez por todas.
216
¿QUIÉN ES ESE HOMBRE
CUBIERTO CON SOTANA?
217
Cándida, sobre las cinco de la tarde, colgó en el armario la sotana re-
cién planchada de su hijo. Se peinó como si fuera fiesta de guardar,
echándose unas gotas de agua de colonia y se encaminó, a paso vivaz, a
casa de su sobrina Patrocinio, a decirla que su hijo Mateo ya era cura.
La niña Patro estaba subida al poyo de la cocina enjalbegando el techo,
por tradición a la memoria de su madre, quería acabar la limpieza
anual de la casa antes del 24 de febrero, cuando se cumplían cuatro
años de su muerte. La niña Patro siguió pasando la escobilla impreg-
nada de cal por el cuadrante de las paredes y el techo. Su tía le sostuvo
el cubo de la cal para que se sirviera sin agobio.
―He pensado que Mateo podría decir la misa por tu madre.
―¡Córrase a un lado, tía! ¡Le van a caer goterones en el pelo!
―¡Coña, niña! Déjate de limpiezas y atiende. ¿Quieres que diga
la misa?
―¿Y el cura qué dice, tía?
―¿Qué va decir?... ¿No soy yo su madre y tú su prima? ¡Cómo si le
digo que me haga el funeral viva para no perdérmelo!
***
218
Se quedó amodorrado con la gata dormida en el regazo, soñó
con espectros. Entre la niebla divisó figuras humanas desprovis-
tas de carne. Vagaban con el alma desnuda, sin identidad apre-
ciable por la ausencia de materia corpórea. Los espectros le re-
cordaron el pequeño escenario de un teatro dispuesto para la
fantasmal escena en la que Macbeth se encuentra con las brujas
que le pronostican el futuro. Un golpe de sol entre las nubes re-
saltó una figura cubierta con una raída sotana, semejante a la
que había birlado de los arcones metálicos con los que traslada-
ban el vestuario de la compañía teatral a la que pertenecía. Las
brujas del sueño intentaron comunicarle algún veredicto rela-
cionado con la sotana. Agudizó los oídos mientras la atmósfera
se impregnó de un olor semejante al que desprende el campo
durante la quema de los rastrojos, pero el ruido de unos pasos
metálicos sobre el cemento del portal, le desveló. La gata saltó de
su regazo y se perdió por la puerta del segundo corral.
Sebastián, de vuelta de las labores del campo, paso caminó de las
cuadras tirando con energía del cabestro de la montura, saludó a
su hijo con un gruñido y un necio inclinar de cabeza. El hombre
no estaba por fijarse demasiado ni en las personas ni en las cosas.
―¡Qué burra más puta, ha tenido que caerse! ―comentó.
Sebastián Ababa, de rasgos chupados, pelo entrecano y mirada oculta
por unos párpados muy caídos, no era alto, pero esas cosas poco im-
portan cuando se tiene casi setenta años.
―Usted, ¿está bien, padre?
―Me eché a un lado conforme la pollina caía.
219
Mateo se levantó para desabrocharle la chincha a la montura. Engan-
chó las manos en las angarillas para bajarlas de los costados del animal.
Su padre le golpeó las manos con enojo.
―No es faena de curas desvestir a la pollina. Tu padre se apaña y
se basta solo.
―Padre… ¿Quién le dijo que soy cura?
―Tu madre que ha lavado tu ropa y la sotana. Como es tan larga,
para que no se arrastrara por el suelo, me dijo que trajera del campo
una estaca más larga para subir más alto el cordel donde pone a secar
la ropa. La burra la quebró al caerse... Además, tú te fuiste de esta casa
para entrar en el seminario ¿no?
―¿No le parece raro que vuelva pasados los treinta como cura?
―Siete años enteros me pasé yo en Alemania sin escribir a tu ma-
dre por no gastar en sellos. Ahorrando y malviviendo. Si tu madre sabía
que estaba vivo aunque no tenía noticias, tú bien has podido vivir des-
de los catorce en el seminario sin decirnos ni mu.
***
220
―Pasa, tengo café calentito, primo.
―Siempre anda ayudándome, pero desde que estás aquí, está más
entretenida. No veas el apuro que pasé por no comulgar ―se quejó
Patro, cambiando de tema―. No tuve tiempo de confesarme.
―Dicen muchas tonterías, niña. Ando con don Ignacio que está
delicado.
221
―Tú no pareces cura, primo.
―¿Lo dices tú o lo dicen tus hermanos?
Patrocinio Amor Capilla dudó un momento, apretó los labios en un
obstinado silencio. Miró el dibujo del hule de la mesa, cogió una punta
bajera del mandil que vestía, y con la tela, empujó las migas de los biz-
cochos mesa adentro, antes de confesar:
―Lo dice Agustín.
***
―Rato hace que salió, por ahí solo anda su gata ―dijo Cándida.
Pedro, el cartero, preguntó cuándo volvería y Cándida respondió que
no sabía si vendría a comer. El hombre se metió la carta en el bolsillo
de la chaqueta y retrocedió lo andado hasta la calle Corredera, mien-
tras preguntaba de paso a todos los transeúntes con los que se cruzaba
222
por el paradero de Mateo. Como no le dieron señas correctas, retroce-
dió a un extremo de la calle del Carmen para continuar con el recorri-
do habitual del reparto.
Se corrió la voz. Había llegado una carta del extranjero para el cura
Mateo Ababa. Unos y otros, fueron preguntando pueblo arriba, pueblo
abajo, y el aludido no aparecía por sitio alguno. Cuando Pedro terminó
la mitad del reparto, impaciente, con la carta quemándole en el bolsi-
llo, decidió retornar a la estafeta y pedirle permiso a su hermano José
Manuel, que era el único que tenía oposiciones de correos, para dedi-
carse en exclusiva a la búsqueda del cura.
―Más que permiso ―dijo José Manuel―, hoy hacemos fiesta y
vamos los dos en su busca.
Muy tiesos, salieron de la oficina y tuvieron suerte, de buenas a
primeras. porque se toparon con Marcelina, la mujer que cuidaba al
viejo Ignacio. La anciana les dijo que Mateo andaba en la casa pa-
rroquial, leyéndole al párroco ―que con los años había perdido la
vista― como las brujas le habían pronosticado a Macbeth que sería
thane de Glamis y, más tarde, rey.
―¡Qué alboroto es este! ―susurró, escandalizado don Ignacio, al
escuchar el ruido de muchos pasos y las voces que invadían la sala de
estar de la casa parroquial, precediendo a Marcelina, que trataba de
imponer orden.
223
Don Ignacio se arropó con la manta y, pese a los años y la ceguera, alzó
la voz:
―¡Silencio! ¿Qué lío es este?
Pedro Rodríguez, apartó a un lado a Marcelina, y ceremoniosamente
acercó la carta dirigida a Mateo a las manos del viejo sacerdote.
―¡Toque, padre Ignacio! Es una carta del Papa ―explicó.
―¡Léemela! ―gritó don Ignacio.
―No es para usted, padre Ignacio.
―¿No os da vergüenza? ¿Cómo podéis ir por el mundo diciendo
que el Santo Padre me escribe cartas?
―No le escribe a usted. La carta lleva un sello del Vaticano
―explicó, todo orgulloso, Pedro―. No tiene remite, tengo por enten-
dido que de romacá hay...
―De roma ¿qué? ―inquirió Marcelina.
―De Roma, de allí a aquí... Eso dice este ―aclaró José Manuel,
señalando con la cabeza a su hermano.
―De Romacá ―prosiguió Pedro, sin inmutarse― hay mucho ca-
mino. Desde tan lejos solo escriben sin remite los reyes y los papas. Los
reyes ponen su nombre de reyes y los papas ni siquiera eso.
Don Ignacio tanteó buscando algo en la mesita que tenía al lado. Las
yemas de sus dedos rozaron las cajas de píldoras y los frascos de jarabe
hasta posarse sobre la cubierta de su breviario. Levantó el libro con
violencia, volcando el vaso de agua que estaba en la mesa. Apretó el
tomo contra su pecho. Giró la cabeza en dirección al crucifijo colgado
en la pared, que ya no veía, y recordó lo que se decía en el pueblo, que
Mateo había servido al Papa.
224
Se sentía violento entre las respiraciones de los feligreses que ocupaban
su cuarto, sus imágenes y sus oraciones, porque en aquella estancia se
habían producido sus sentimientos religiosos más íntimos y místicos.
Su soledad acompañada se acrecentó por el crujido del sobre al ser
tomado por Mateo. El párroco no sentía el júbilo de Marcelina, la ale-
gría de los carteros, ni la teatral humildad de Mateo. En el viejo sacer-
dote un sentimiento nuevo comenzó a cuajar y fue apoderándose len-
tamente de su cuerpo. Se le subió el tormento a la cabeza y se le enro-
jecieron las orejas, avergonzado empezó a tomar el aire a pequeñas
bocanadas. Marcelina se precipitó sobre el viejo y le golpeó la espalda,
creyendo que se ahogaba. El ciego se atragantó con su propia saliva al
reconocer que el sentimiento que lo dominaba era la envidia de no ser
el destinatario de aquella carta. Tosiendo y tapándose la boca con el
breviario, intentó hablar a trompicones para hacerles saber el gran
futuro que tendría aquel joven que ya no lo era tanto y que se carteaba
con el Papa.
***
Queridísimo Matt:
Quedamos en riñas y no hago más que acordarme de lo picajoso
que eres en las cosas de amores y teatros y quiera Dios que el tirón de tu
tierra se te atranque pronto en el culo y estés de vuelta a tiempo para el
estreno de Macbeth.
225
Basta que se lo pida a don Fernando como una putita para que te dé
el papel de Ducan y podamos estar en Almagro callando mucho la voz y
corriendo más el gesto para que no se note el poco ensayo.
Paolo ha adaptado algunas piezas en su lengua y a trancas y ba-
rrancas las apañamos para tener preparado un repertorio si lo de Fran-
cia no cunde. ¿Para qué necesitabas la sotana, hijoputa? Paolo estuvo
loco buscándola y ya sabes lo que son las locuras del italiano, salió a
escena sin traje adecuado, tan cabreado que le dio por recitar todo el
papel en su lengua. No fueron cosas de cura ni de diablo las que don Fer-
nando nos largó después.
Ándate, a la vuelta, con tiento con Paolo, mi amor.
Tuya.
Conchita.
P. D.: Gloria y Alba te mandan recuerdos. No escribas a la pensión
de Roma, mi marido ha sacado los billetes del tren para esta noche, te
haré saber las nuevas señas.
***
226
gando, cuando niños, a Agustín se le fue la fuerza y empujó a la niña
Patro, cuando esta intentaba esquivar a su hermano rodeando un ara-
do. La muchacha perdió el equilibro y se descalabró al golpearse contra
el timón del apero. Cuando se levantó del suelo, tenía en la cabeza, al
lado de la sien izquierda, una raya de diez centímetros. La herida ape-
nas sangró. No se tomó ningún cuidado porque la niña no se quejó,
pero al día siguiente, Luisita Capilla fue al médico para que le recetase
unas pastillas y la cría le soltó a don Carlos:
―Me casqué una mijita la cabeza al caerme encima del arado de
mi abuelo Santos.
Don Carlos le miró la herida, llevó aparte a la madre y la dijo que por
un milímetro de suerte la niña andaba viva, que no muerta. Luego se
dijo a sí mismo que a menos que se caigan las belortas del arado y se
suelten las piezas, nunca se tenía que dejar el chisme en mitad de un
corral, estorbando el paso. La niña dejó que el médico dudase de la
cordura de su abuelo, antes que acusar del descalabro a su hermano
Agustín, y este, desde ese instante, cambió. Se mostraba sereno y refle-
xivo, poniendo en cuestión todas las historias. Vivía echando jarros de
agua fría sobre los rumores y las verdades no solo de la familia, sino
también del pueblo todo. Un día, tomando un café en La puerta del sol,
explicó a quien quiso escucharlo que tenía una convicción: su primo
Mateo no era cura. Los demás clientes tomaron el comentario como
una bravuconería; sin embargo, varios días después, Marcelina, mien-
tras remataba las labores de costura con otras mujeres, introdujo una
duda muy razonable en la profesión de Mateo, al observar:
227
―Porque saca las hebras torcidas de todas las familias. Nunca
pronostica una hermosura, sino las desgracias: el embarazo de una
soltera, el vuelco de un tractor que deja viuda y huérfanos de padre
―dijo Marcelina.
―Para mí ―dijo otra―, se la fue la chaveta. Sólo un hombre que
es cura puede recibir una carta del Papa.
***
228
del interior del confesionario y evitar que los listones del asiento de
madera se le clavaran en la carne.
Una mujer cruzó como una exhalación la nave de la iglesia y se persig-
nó mirando al altar. Mateo intentó ver la nave lateral por la que había
desaparecido, sin conseguirlo. De imprevisto escuchó una voz a su
izquierda, al otro lado de la celosía cerrada:
―Ave María Purísima.
229
―¿Crees que tengo más poder de absolución por haber servido al
Papa? ―replicó Mateo, arrepintiéndose, por primera vez, de la alegría
que quiso darle a su madre, al contarle que había sido secretario del Pa-
pa. Se había callado que lo había sido durante una representación tea-
tral.
―No lo sé primo, quiero decir, padre... A lo mejor la cabeza de
una cree eso. ¡Esto no parece una confesión, primo!
230
Estoy de amores con el hijo de don Joaquín, padre ―confesó Pa-
tro.
Había un Joaquín padre y un Joaquín hijo. El primero a los diez años
entró de recadero en la ferretería y hoy era el dueño de la empresa Hie-
rros Joaquín, S.A. Esas siglas las puso por un poner, pues no había mas
socios que su astucia de Sísifo, el engrandecimiento del negocio a base
de firmar un contrato con un representante de abonos de los del saco
colorado de Córdoba y un hijo, Joaquín que fue a la capital a hacer es-
tudios y volvió licenciado en juergas. El hijo sólo se acercaba a la ferre-
tería a tomar unos cigarrillos del paquete de su padre cuando andaba
corto de cuartos y a pedir yerros, porque para don Joaquín Cortes solo
existían dos clases de hierros: los que vendía en el comercio o en el
almacén, transformados en alicates, puntillas, vigas, planchas, tuercas y
abrazaderas; y aquellos otros que servían para pagar a los primeros.
Así que la niña Patro hacia cosas malas con Joaquinillo. Mateo Ababa se
olvidó de la carta de Concha Isaura, de los latines que sabía desde niño,
de las oraciones aprendidas en el seminario, y de las palabras rituales
que tenía que pronunciar para otorgar la absolución de los pecados. Ce-
rró los ojos, despojó su mente de todo sentimiento y se preparó para que
su lengua pronunciase al azar las primeras palabras que encontrase; fi-
nalmente, recuperó unas frases aprendidas gracias al encono de Conchi-
ta, que logró que se aprendiera de memoria párrafos enteros de Mac-
beth:
Nought’s had, all’s spent, where our desire is got without content.
’Tis safer to be that we destroy. Than by destruction dwell in doubtful
joy3.
231
Mateo Ababa había vuelto al pueblo con una personalidad prestada
que a nadie había arrebatado. El destino le había usurpado el futuro
que su madre había imaginado para él, quien soñó con hacerlo cura.
Aquellos ojos gastados tras los gruesos cristales de las gafas no eran
culpa de los latines, sino de los frecuentes repasos que daba a la luz de
una linterna a las obras de Shakespeare, Lope de Vega, Tirso de Molina
y Zorrilla. Aquella soltura con los clásicos le había servido para otorgar
la absolución a su prima, aunque tenía la sensación que todo lo rela-
cionado con su familia estaba perdido y que tenía que prepararse para
recibir el golpe que desenmascarara su propia hipocresía.
***
232
el papel de Malcolm con voz profunda para su gata, aposentada encima de
medio costal del cebada. Repetía «busquemos alguna umbría desolada…»,
dando inicio a la Escena III del Acto Cuarto de Macbeth, cuando una
mano tocó su hombro. Era Agustín vestido de diario. Traía los botos man-
chados de estiércol y la barba crecida y dura como un cactus. Mateo cerró
el libro que tenía abierto sobre el saco de trigo. Hinchó el pecho y resopló:
―¡Dilo! ¡Diles ya que no soy cura!
233
Se quedó quieto, como si algo lo estuviera inmovilizando junto al saco
de cebada. Notó que tenía miedo y que los calzoncillos, inexplicable-
mente, le colgaban como si fueran muy pesados. Su primo Agustín
estaba delante como un justiciero. Tuvo la sospecha que, a la una de la
tarde, cuando estuviera diciendo la misa por la Patrona, Agustín entra-
ría por la puerta, caminaría varios metros entre las dos hileras de ban-
cos de la iglesia y, ante el asombro de los feligreses, se detendría en
mitad de la nave. Lo señalaría con el dedo y diría con su voz timbrada:
―¿Quién es ese hombre cubierto con sotana?
No le quedaría otro remedio que pronunciar algunas palabras de
Macduff para salir del embrollo. Visualizó el previsible estupor de su
madre, sentada en el primer banco de la derecha; la incomprensión del
ciego don Ignacio, que le había cedido el honor de oficiar la misa, ade-
más de decirle que permanecería muy sumiso, de rodillas en un recli-
natorio para mostrar su humildad ante todos sus feligreses. Se veía
señalándose el pecho, cubierto por la sotana hurtada, antes de acusarse
a sí mismo con esas palabras:
―«Ríndete, entonces, cobarde… ¡Vive para ser ludibrio y espec-
táculo del Universo! Te colocaremos, como a los monstruos raros, ante
una barraca, y debajo escribiremos. ‘Aquí puede verse el Tirano’». ¡Aquí
está el falso cura!
Se pinzó los calzoncillos por el culo y se los despegó de las nalgas.
Abrió los dedos y escuchó el chas de la goma golpeándole la carne.
Agustín cerró los ojos. Recordó que a las doce y veinte salía el autobús
que iba a Madrid.
―Ten valor y ríndete, cobarde ―se dijo a sí mismo, en un susu-
rro, el falso cura.
234
Eran las doce. Acarició a Lady Macbeth y volvió a despegarse los cal-
zoncillos de las nalgas.
235
LEAR Y RAEL
El cimborrio acristalado de la torre del ala oeste destaca sobre las nu-
bes tormentosas de poniente, aún más oscuro que éstas. Pero, igual
que la mano de un niño arrepentido dejaría escapar esa luciérnaga que
apresó en el crepúsculo, el viejo torreón libera, por una de sus altas
vidrieras, la suave luz que guarda en su interior.
Ese fulgor se erige en guía de las criaturas que ya comienzan a poblar la
noche, antes perdidas en las sombras crecientes.
El cielo se rasga en destellos que atraviesan la negrura. Suena un
trueno, no muy lejos.
Los fuegos fatuos danzan entre los tupidos árboles del exterior, tal vez
celebrando la tormenta inminente.
Una corza, temerosa del cercano aullido de los lobos, emprende la hui-
da. En su carrera, sus pezuñas escarban el lecho del bosque. Al paso
237
ágil del animal, salen disparados hojas mustias y porciones de tierra
arcillosa, en los que bulle la vida pequeña de insectos, larvas, y hongos.
Como invocada por un hechizo contra natura, una de esas hojas se
sube a lomos de una racha de brisa y alza el vuelo. Remonta el muro de
la torre, la cual se recorta en las tinieblas con los cegadores relámpagos.
Da un par de vueltas frenéticas, rozando las piedras húmedas de la
pared agrietada. Finalmente se posa, diríase que exhausta, en el alféizar
de esa única ventana iluminada. De vez en cuando, impulsada por al-
guna ráfaga airada, golpetea contra el cristal. Sin querer marcharse.
Dentro, dos hombres están jugando al ajedrez. En la chimenea chispo-
rrotea un leño rojizo. El vino se mece en las copas y la madera de las
vigas cruje como si se tratara de la arboladura de un navío.
La persona de más edad, de porte regio y perfil majestuoso, se levanta
del lugar que ocupa en la mesa y se apresta a asegurar las contraventa-
nas, que baten con el fuerte viento. Al punto, ve aquella hoja. Aletean-
do levemente, desde el otro lado. Parece saludarle. O aun pedirle auxi-
lio.
Abre la ventana y la recoge en su mano, pensativo. La sostiene durante
unos momentos por el peciolo, entre índice y pulgar.
Luego, la arroja de nuevo a la inmisericorde llovizna y cierra otra vez la
ventana.
La hoja vuelve a caer, girando sin cesar. Hasta que, consumida su efí-
mera magia, termina por aterrizar a medio metro escaso del lugar que
ocupaba al principio.
También se desploma la corza algo más allá, en la espesura, agotada
por el acoso de los lobos.
238
El noble anciano permanece junto al ventanal, ignorante de tales coin-
cidencias y sucesos; desconocedor de que sus propios actos se deciden
conforme a leyes más severas que las que él mismo dicta para el go-
bierno de su reino. Las preocupaciones surcan de arrugas su rostro
meditabundo.
―Le toca mover, majestad ―dice el pequeño hombre que se sien-
ta al otro lado del tablero.
El que ha hablado es Rael, bufón del rey. Más que pequeño, es uno de
esos enanos contrahechos que parecen escapados de un cuento de
hadas. Su cara es un compendio de exageraciones y desafueros. A pesar
de lo cual, sus cejas hirsutas protegen, como lo harían los dos tendere-
tes entoldados de un comerciante avariento respecto a su única mer-
cancía valiosa, unos ojos cargados de astuta inteligencia.
El rey Lear, pues el que está de pie no es otro que tal, responde a su
requerimiento con impaciencia:
―Eres un gusano con la boca muy grande, Rael. ¿Acaso crees que
me puedes urgir a tomar mis decisiones? Le estás hablando a tu rey,
bastardo.
―No sabía que desconocierais a vuestro padre, su alteza ―dice
Rael, obviando alguna coma en la advertencia de su interlocutor. Y,
guiñándole un ojo, aclara―: soy el espejo de feria en quien se refleja
vuestra imagen gloriosa. Hasta mi nombre impostado habla de esto.
Por no tener, fijaos, no tengo ni un verdadero nombre. Que el mío no
es sino mala versión del que a vos da fama. Y nadie, hasta donde sepa
este humilde servidor vuestro, puede obligar a un espejo a que cuente
otra cosa que lo que ve. Vos me pagáis para que yo sea yo. Y, si me
permitierais devolver lo que invertís en mi en la forma de buenas pala-
bras, vuestro dinero habría ido a caer en un saco tan roto como culo de
239
bujarrón. La verdad sale a cabalgar desde mi boca, sin que este enfer-
mizo cerebro mío pueda gobernar su trote. Esa es... la verdad.
―Pequeño idiota: el día en que tus impertinencias dejen de ha-
cerme gracia, ese cuello tuyo, tan torcido de tanto sostener tu gorda
cabeza, conocerá el filo de mi espada. Voto a Dios que, ésa..., también
es la verdad.
―Antes de que llegue ese día, mi señor, aspiro a haber crecido un
palmo en vuestro afecto. Y no por la parte que suelo crecerlo.
»Pero atended al juego, majestad, os lo ruego: moví mi torre para
capturar vuestro alfil de casillas blancas.
―De acuerdo ―se acerca otra vez el rey y vuelve a sentarse―. Vi
esa jugada astuta. Eso me plantea un difícil dilema.
De no ser por los candiles que iluminan el breve rincón en que se en-
frentan, los dos hombres se hallarían sumidos en la clase de oscuridad
que nos acecha al resto de los mortales.
La cúpula, que la tenue claridad ilumina desde abajo, parece flotar so-
bre la estancia en penumbra. A la par que derrama sobre los presentes
caballos rampantes y dragones dorados.
Fuera, la ventisca silba alrededor de la aguja del pináculo superior.
Imbuido de negros pensamientos, Lear dice:
―La vida es un sueño vacuo. Un sueño del que nos esforzamos en
no despertar. Hasta que llega la parca y, agitando nuestra cama con su
guadaña, la muy puta nos obliga a abrir los ojos para que se asomen a
su feo rostro.
Pocas caras amables se ven en vida, en todo caso. ¿Sabes lo que me
aconteció con mis tres hijas, hace ya una semana?
240
―Algo oí, Majestad. Os disgustasteis con la joven Cordelia. Sólo
porque se negó a sumarse a los halagos y alabanzas que se apresuraron
a prodigaros vuestras dos hijas mayores. Y la castigasteis por ello. Seve-
ramente, según creo.
―¡Maldita sea! ¡Hirió mi orgullo! ―brama el rey, rojo de ira, a la
par que un trueno hace temblar los cristales emplomados ―. Repartí
mi reino entre las tres, con la sola condición de mantener mi regia po-
testad hasta la muerte. Creo que eso bien merecía unas lisonjas a su
viejo padre, ¿no te parece? Ahora Cordelia, por su insolente compor-
tamiento, deberá ceder su tercio a esas mismas hermanas a las que
aborrece.
―¿Insolente comportamiento, decís? ¿Sólo porque os dijo que el
amor que sentía hacia vos no era diferente del que cualquier buena hija
destinaría a su padre? No creo que sea razón suficiente para causar
vuestro enojo y llevaros hasta el punto de obligarla a renunciar a su
porción de tarta ―arguyó el bufón. Y, sin amedrentarse, continuó―:
El orgullo ha hecho tomar decisiones erróneas a muchos grandes
hombres, antes que a su alteza.
―Aunque a veces me haya esforzado en aparentar que así suce-
diera, no es el orgullo lo que gobierna mis actos. Antes bien, en todo
momento hago primar sobre mis caprichos el beneficio de Inglaterra.
La adulación que me destinan mis hijas mayores no logra disimular su
graznido de cornejas codiciosas. Eso es cierto. Y agradezco tu adver-
tencia en lo que vale.
Pero, como sabes (o, por mejor decir, como te esfuerzas en ignorar), el
respeto al monarca es la clave de una sana convivencia en palacio: Go-
nerilda, mi primogénita, se casará con el duque de Albania, cual es mi
deseo. Y Regania desposará al duque de Cornualles, pues tal es mi vo-
241
luntad. Un tercio de mis posesiones no es pequeña recompensa, a
cambio de que expresaran la devoción que sienten hacia su padre.
Si mi hija Cordelia evitó agradecer ese presente como es debido,
afear su comportamiento pasa a convertirse en una obligación para
mí. Así como recordarle su deuda.
―Desterrarla parece un excelente recordatorio, sin duda...
―¡Demonios, yo no la desterré; no fue esa mi decisión! ¡Fue ella
quien decidió buscar asilo en Francia, arrojándose a los brazos del jo-
ven rey que, en su día, la pretendiera! Habría bastado, para conseguir
mi perdón, con que se retractara de sus palabras. En público, por su-
puesto. Pero es tan terca como una mula.
―Y tan soberbia como un rey, añadiría yo.
El rey, casi con desdén, toma con su peón de alfil la torre que el bufón
ha sacrificado antes contra su enroque. Luego dice:
―Puedo entender que, en las disputas que mi bienamada Cordelia
sostenga contra sus hermanas, te alistes en su bando. Pero no pienso
tolerar que mi hija menor juegue a su antojo con las condiciones que
exijo a quienes quieran ocupar mi trono.
―¿Jugar a su antojo? ¿Como juegan con él vuestras dos hijas ma-
yores? Mucho me temo que, si bien tan regio asiento calzaría como un
guante en el grácil trasero de Cornelia, las enormes posaderas de vues-
tras mayores han de colmar tan exiguo espacio hasta hacerlo saltar por
los aires.
―¡Cuidado con lo que dices, corcovado metiche! ¿A qué te refie-
res con esas insinuaciones?
242
―Pues me refiero, mi señor, a que el hambre de poder de Gone-
rilda es bien conocida por todos. Como también lo es la sed de cetro
que hace latir el corazón de Regania. Vuestras dos herederas son muy
influyentes en las acciones de sus maridos, por demás. ¿Cuánto tiem-
po creéis que van a tardar en alzarse ambas contra vos? ¿Ahora que,
además y gracias a vuestro despecho, han obtenido la parte legítima
de la muy noble Cordelia?
243
do nuestro se desvanecería conmigo, tras mi desaparición, cuando ya
no quedase ninguna opción de reintegrar sus partes.
»Del mismo modo que te he hecho creer sobre el tablero que me
tenías acorralado, sólo para que hicieras lo que necesitaba que hicieras,
les he hecho creer a ellas que son las dueñas de mi destino.
―Una idea muy ladina, mi señor. Pero debo recordaros que soy
yo quien os está dando jaque.
244
―¿Verdad que sí? Tengo pensado, incluso, hacerme pasar por lo-
co, de cara a mis últimos días. Dramatizar un poco ayuda a transformar
una mera actuación solvente en una verdadera jugada maestra.
―Ni a mi se me habría ocurrido, debo reconocerlo.
―Ese es el motivo de que yo sea un rey radiante y tú un insignifi-
cante bufón. Ahora tendré que cortarte la cabeza. Sabes demasiado.
―¿No podría ser un brazo, para el caso de que se me fuera la len-
gua? Puestos a elegir... Prefiero entregar un brazo, si llegara a hablar,
antes que perder la cabeza, sin haber dicho una sola palabra...
―¿Un brazo, botarate? Con lo cortos que los tienes, ni con los dos
obtendría yo una compensación suficiente.
―¿Qué tal otro miembro entonces, alteza? Uno algo mejor dota-
do...
245
LA ROSA DE LA BAHÍA
Mi abuela solía decir que la ingratitud es más fuerte que el puñal del
traidor.
No recuerdo que habitualmente utilizara proverbios, pero este lo sol-
taba en cualquier circunstancia como si fuese de su propia cosecha.
Cuando supe que no era así, ya era demasiado tarde para reprochárse-
lo.
Fue durante su funeral, en septiembre de 2011.
247
―En Julio César, la famosa tragedia de Shakespeare, Marco Anto-
nio pronuncia esa frase ante el cadáver del dictador romano. ―Me
sorprendió tanta erudición en mi primo. Pero él mismo se encargó de
justificar mis recelos―: Me lo ha contado mi madre esta mañana.
―Shakespeare... ―murmuré yo―. ¡Vaya con la abuela!
―¿No sabías que fue maestra durante la Segunda República? Des-
pués lo dejó y se ganó la vida como tonadillera por verbenas y teatros
de pueblo.
Enseguida cambió de asunto, pero aquella inesperada revelación me
conmovió profundamente.
Hasta ese momento, no había tomado conciencia de que apenas cono-
cía nada sobre aquella mujer casi centenaria, frágil y risueña, que ahora
despedíamos para siempre. Nació el 15 de abril de 1912, el mismo día en
que se hundió el Titanic. Una fecha demasiado significada para olvidar-
la. Sabía eso... y poco más.
La culpa no era solo mía.
Cierto que nunca me había interesado por la vida de mi abuela, pero
tampoco mi padre la mencionaba con mucha frecuencia. Además,
nuestro contacto se limitaba a las esporádicas visitas que le hacíamos
en casa de mi tía Cristina, la madre de mi primo Alberto.
Íbamos por allí, a Vallecas, una tarde de domingo cada dos o tres me-
ses, y era entonces cuando le escuchaba aquella lapidaria sentencia.
«La ingratitud es más fuerte que el puñal del traidor», repetía entre
estrofa y estrofa de alguna melodía que tarareaba desde su mundo
imaginario. A esa cita del dramaturgo inglés, junto a otro puñado esca-
so de palabras inconexas, se había reducido todo su vocabulario duran-
te los últimos años, cuando su memoria se convirtió en un colador y la
demencia se atrincheró definitivamente en su cerebro.
248
Maestra y tonadillera.
Desde crío, el recuerdo que guardaba de mi abuela era el de una ancia-
na en silla de ruedas, sin dentadura, ataviada con bata de felpa, zapati-
llas de paño y un moño semejante a un nido destartalado. Por tanto,
me resultaba imposible recrear su figura en un cuerpo esbelto y una tez
sin arrugas, impartiendo clases en un aula o, más difícil aún, entonan-
do coplas sobre un escenario.
De modo que, cuando terminó su entierro en el Cementerio de la Al-
mudena, acompañé a mi padre de regreso al coche y, caminando bajo
un estrecho pasillo de cipreses, le pregunté al respecto sin rodeos.
―¿Y a ti quién carajo te ha dicho eso? ―replicó a su vez, frun-
ciendo el ceño. Yo permanecí callado―. No creo que sea el mejor mo-
mento para hablar de ese tema.
―¡Por favor, papá! Nunca es buen momento para hablar de nada
contigo.
Tras mucho insistir, le arranqué la vaga sugerencia de que, si tanta
curiosidad sentía, me pasara al día siguiente por su apartamento a la
hora del almuerzo.
―¿El almuerzo? ¿Te refieres a la comida o al aperitivo de media
mañana?
Lo pregunté sin ironía.
Pero él no debió de entenderlo así, porque me fulminó con la mirada,
montó airadamente en su coche y se largó. Yo tuve que volver en me-
tro a mi oficina.
El resto de la tarde estuve realizando algunas gestiones de poca tras-
cendencia. Desde hace diez años, regento un servicio de asistencia
informática que, por fortuna, me permite sobrevivir como autónomo y
249
organizarme el trabajo a mi antojo. De manera que, como no lograba
concentrarme en asuntos de mayor envergadura, me dediqué a archi-
var papeles y a barrer las pelusas que proliferaban por los rincones.
Cuando llegué a casa de noche, cansado y tenso por las emociones de
la jornada, intenté relajarme con una buena ducha. Aún hacía bastante
calor en Madrid, pero me agradó sentir el agua tibia sobre la piel.
Luego me saqué una cerveza helada y me preparé un sándwich de le-
chuga con pavo, queso en lonchas y paté.
Los sándwiches o cualquier otra variedad de bocadillos son mi especia-
lidad gastronómica, y prácticamente mi único sustento desde que vivo
solo. Arrendé una buhardilla minúscula y muy económica en cuanto
me gradué como técnico informático y mis padres decidieron divor-
ciarse. Consideré que, abandonando aquel manicomio familiar, podría
mantenerme neutral y no involucrarme en sus rencillas.
Al final, los dos se enojaron conmigo, porque cada cual estimaba que el
otro me manipulaba con excesiva facilidad.
El caso es que, mientras daba cuenta de tan magra cena, me puse unos
cuantos videos domésticos, viejas grabaciones de pésima calidad vol-
cadas al ordenador en formato digital.
Eran secuencias de pocos segundos, protagonizadas por mis padres y
yo disfrutando en la playa o en el campo. A veces salían mi tía Cristina
y su marido, el tío Fidel, con mi primo Alberto y yo chapoteando en el
mar o correteando detrás de un balón.
Mi abuela no aparecía en ninguna.
***
250
Al día siguiente era viernes.
Como ya había decidido que no trabajaría por la tarde, me despaché a
los clientes con quienes había programado mi agenda, devolví algunas
llamadas pendientes y cerré la oficina media hora antes de lo acostum-
brado.
Mi padre vivía a escasas manzanas, en el barrio de Chamberí, donde
también había alquilado un apartamento con un solo dormitorio. Así
no necesitaba excusas para evitar que me quedara a dormir.
Nuestras relaciones nunca fueron precisamente fluidas, pero desde su
divorcio se habían enfriado aún más. Nos veíamos apenas cuando visi-
tábamos juntos a la abuela, o cuando me pedía que le arreglara algún
problema con su portátil, o que le enviara algún recado a mi madre.
Siempre eran quejas relacionadas con la pensión compensatoria que,
por mandato judicial, debía pagarle cada mes.
Su carácter me resultaba sencillamente insufrible. Y supongo que mi
madre opinaba lo mismo, porque fue ella quien tomó la iniciativa en su
ruptura conyugal.
Mi padre me recibió con un saludo protocolario, y yo le correspondí
con un beso apresurado. No había atravesado el umbral cuando ya me
estaba soltando una pulla.
―No te presentarás con las manos vacías... Seguro que traes una
botella de buen vino.
251
anchoa, como a ti te gustan. ―Le entregué la bolsa con los aperitivos
que acababa de comprar en un supermercado.
Se giró mascullando alguna grosería entre dientes y yo seguí sus pasos
hasta el salón.
La decoración era clásica y abigarrada, un auténtico homenaje a la vul-
garidad. Mobiliario estilo isabelino, bodegones de imitación en las pa-
redes, figuritas de porcelana sobre las repisas...
252
―«Tonadillera»... Bueno, es una forma elegante de nombrar su
oficio. Aunque tal vez sería más acertado decir que tu abuela fue pros-
tituta.
Empleó un tono deliberadamente frío y calculado, como la incisión
de un cirujano. Y yo sentí una especie de vértigo, un intenso y moles-
to hormigueo recorriendo mi columna. La copa casi se me resbaló de
la mano.
253
con detenimiento―. Al año siguiente se casó con el abuelo, que era
ferroviario. Eso ocurrió unos meses antes de estallar la Guerra Civil.
En casa yo siempre había escuchado que mi abuelo fue fusilado cuando
finalizó la contienda, estando ella embarazada de su segundo hijo, mi
padre.
―¿A qué se dedicaba él? ¿Era maquinista?
Sacó de la carpeta una fotografía muy antigua en blanco y negro. Un
grupo de jóvenes trabajadores, pobremente uniformados de faena,
posaba con cierto viso de cansancio. Raídos petos y chaquetas, lámpa-
ras, boinas o gorras de plato, y algunas herramientas al hombro o entre
manos. La mayoría fumaba, esforzándose en sonreír, y uno de ellos
sostenía en alto un puño cerrado.
Yo recordaba vagamente haber visto aquella estampa en otras ocasio-
nes. Pero nunca me había fijado en tantos detalles. Mi padre señaló al
muchacho con el puño alzado, que no debía de superar los veinte años.
―Era un simple operario. Pero se significó como líder local del
sindicato ferroviario. Luchó en el frente republicano, y al acabar la gue-
rra lo asesinaron.
―¡Vaya! Creía que lo habían fusilado...
―Tras la victoria de los sublevados, regresó a Cádiz y se presentó
en su puesto de trabajo. Lo mandaron a casa, asegurándole que ya lo
avisarían cuando se reorganizara el servicio. ―Dio un largo trago a su
gin-tonic, aunque continuó con la mirada perdida en el pasado. Yo
aproveché también para beber―. Pocas semanas después, lo detuvie-
ron a plena luz del día. Esa misma noche lo acribillaron junto a la tapia
del cementerio y lo arrojaron a una fosa común. ―Dejó su copa sobre
254
la mesita y se levantó con brusquedad―. Estarás de acuerdo en que
eso fue un asesinato.
Razón no le faltaba. Pero, como parecía algo tan evidente, me resultaba
ridículo volver a afirmarlo.
Decidí saltarme ese trágico capítulo.
―¿Y qué pasó cuando la abuela se quedó viuda?
―Los fascistas no se contentaron con matar a su esposo. ―Mi pa-
dre pululaba nerviosamente por el salón―. La inhabilitaron para se-
guir ejerciendo como maestra, igual que a tantos otros colegas suyos.
Tenía una niña de tres años, la tía Cristina..., y estaba embarazada de
mí. Ya sabes que nací en febrero del año 40.
―Supongo que alguien os ayudaría, ¿no? La familia, los amigos...
―Pues supones mal. Pero tampoco sería justo censurar a nadie.
En esos tiempos cada cual trataba de salvar su pellejo.
Durante un instante, imaginé las penurias que debió de sufrir aquella
joven madre, represaliada por el régimen franquista y sin nadie a quien
recurrir. Entonces, hasta el horrendo salón de mi padre se me antojó
un lugar cálido y confortable.
Apuró su gin-tonic de una tacada.
Tal vez pretendiera zanjar el tema. Pero, como yo estaba ansioso por
indagar más sobre mi abuela, lo imité y fui a la cocina para coger hielo
del frigorífico. Luego me acerqué al aparador y rellené las dos copas sin
pedirle permiso.
Preparaba las bebidas escrutándolo de reojo, porque me extrañaba que
no lanzase alguna insolencia. De modo que no quiso defraudarme.
255
―¡Eso, sírvete cuanto gustes! Como si estuvieras en tu casa.
Lo ignoré y retomé el hilo de la conversación.
―Sin marido y con dos criaturas que alimentar... No era una si-
tuación muy envidiable.
Mi padre no respondió nada, y se limitó a encender un cigarrillo que
sacó de un cajón. Yo pensaba que había dejado de fumar, pero preferí
no afeárselo para no darle un nuevo motivo de discordia.
256
minó la guerra. El caso es que ese señor le firmó a la abuela una carta
de recomendación. Seguramente no fue un favor gratuito. ―Tras esa
mezquina insinuación, dio un lento trago a su combinado―. Mi madre
vino a Madrid y se presentó en el Teatro Eslava con la carta y con sus
dos hijos. Yo aún estaría mamando pecho.
―¿El Teatro Eslava? ―lo interrumpí con vehemencia―. ¿No será
ahora la discoteca Joy Eslava, en la calle Arenal?
257
Me sentí como un palurdo.
Pero eso era exactamente lo que pretendía mi padre, de modo que hice
caso omiso a su sarcasmo para no darle una satisfacción.
―Así que la abuela empezó a ganarse la vida como cantante.
―¡Yo no he dicho eso! ―ladró―. En su primer espectáculo ni si-
quiera abría el pico. Además, debía de cobrar una miseria, porque vi-
víamos en una corrala medio ruinosa.
258
Regresé al salón y me centré en lo que realmente me importaba en ese
momento.
―Estábamos en que la abuela participó en una revista con Celia
Gámez...
Pero allí no había nadie para responderme.
Oí la descarga de una cisterna y enseguida mi padre se asomó desde el
cuarto de baño, secándose las manos con una toalla desflecada. La sol-
tó despreocupadamente en cualquier sitio y se arrellanó de nuevo en el
sofá.
Repetí mi frase anterior y ahora sí me contestó.
―Actuó con ella cuatro o cinco años en varios espectáculos más, y
después trabajó en el Circo Price.
―¡No me digas!
259
―Corista... O sea, que cantaba en un coro ―apunté ingenuamen-
te.
Mi padre me escudriñó de perfil, entrecerrando sus ojos agrisados.
―Cantaba y bailaba enseñando las nalgas.
Volvió a abrir la carpeta, que seguía sobre la mesita, y extrajo un folio
ajado de color violeta, sin imágenes y con el texto impreso en letras azu-
les.
No tenía desperdicio:
«TEATRO CHINO
Presenta su Gran Espectáculo de Altas Variedades
GALAS ORIENTALES
Con la gran Supervedette MANOLITA CHEN
50 artistas internacionales, 20 bellísimas señoritas
Cante y baile flamenco-Ilusionismo-Risa continua
Canciones españolas y sudamericanas-Ritmos modernos
Poesía-Bailes regionales y de fantasía-Melodías
Bellos conjuntos y mucho más en el suntuoso
Escenario Panorámico en Technicolor»
260
―¡Vaya! Teresa... ¿Y qué fue de ella?
Rebuscó otra vez en la carpeta y desdobló un cartel de tamaño medio.
Anunciaba el estreno de un nuevo espectáculo en la carpa instalada en
la Plaza de Castilla, el 20 de junio de 1957. Este cartel sí contenía una
docena de fotografías en tono sepia. En un par de ellas, una joven des-
pampanante posaba en solitario con una falda y un corpiño diminutos.
―Manolita Chen ―me confirmó mi padre.
261
una bombilla en mi vida, pero era el curso más económico de todos los
que se ofertaban.
Durante varias décadas y hasta su jubilación, mi padre había sido
empleado de Unión Eléctrica Madrileña, la compañía que desde anta-
ño ―aunque actualmente con otro nombre― suministra luz a la ciu-
dad.
―Y entretanto, ¿qué hacía la abuela?
262
―¡Bobadas! En ese caso, se habrían casado y habríamos dejado de
sufrir penalidades. Habríamos vivido con desahogo en una lujosa man-
sión, y seguramente ahora disfrutaríamos de una suculenta herencia.
Pero incluso aunque le hubiera repugnado ese individuo, no tuvo la
decencia de aceptarlo como marido para garantizar nuestro bienestar.
¡Prefirió cobrar unos miserables billetes por ser su concubina!
―¡Por favor, papá! Haces juicios de valor basándote en meras es-
peculaciones.
―Menuda frase... ¿Y tú sí puedes juzgarla y absolverla? ¡Qué sa-
brás tú de la abuela!
Tenía razón.
Aparte de su fecha de nacimiento (el mismo día en que se hundió el
Titanic), la escasa información que conocía sobre ella me la estaba faci-
litando su propio hijo en ese momento, por medio de unas hirientes y
descarnadas confidencias.
―Solo digo que la abuela querría lo mejor para vosotros, aunque
ello le exigiera sacrificios personales.
―Fuimos nosotros quienes nos sacrificamos, quienes debimos re-
signarnos a sus ausencias y a sus frivolidades, que estaban en boca de
todo el vecindario.
―Sin embargo, cuando la necesitasteis cerca, renunció a su carre-
ra artística y se convirtió en sirvienta para poder atenderos.
263
artista se avivaron en cuanto yo conseguí empleo en la Unión Eléctrica
y mi hermana Cristina alcanzó la mayoría de edad con veintiún años.
Ya éramos adultos, al menos lo suficiente para privarnos de sus cuida-
dos sin remordimientos.
Se encendió el tercer cigarrillo. El olor a tabaco viciaba la atmósfera de
la habitación, y ya no pude resistirme.
―¿No habías dejado de fumar?
264
―No, ya he bebido bastante. Y tú también ―dictaminó, abortan-
do mi incursión en el frigorífico para abastecerme de hielo. Todo un
derroche de hospitalidad, mi padre.
―¿Siguió actuando como corista en ese espectáculo?
―¿Corista? ¡Qué va! Ya tenía un bagaje artístico, una reputación
que se había forjado junto a Celia Gámez y Manolita Chen. ―Lo decía
con el mismo desapego que si hablara de un pariente siberiano. Y en
igual tono añadió―: Empezó a representar un número en solitario.
―¿En serio? ―contesté con sincera emoción―. ¿Y en qué consis-
tía?
―Imitaba a las grandes folclóricas de la época. Concha Piquer,
Estrellita Castro, Imperio Argentina... Supongo que aprendería sus
coplas mientras escuchaba la radio fregoteando suelos en casa del
«señorito».
Desdeñé su burla feroz.
―¿Y utilizaba algún nombre artístico?
―¡Desde luego! La Rosa de la Bahía. Muy poético, ¿no? Evocaba el
mar, sus raíces andaluzas. Y también su enorme atractivo. Con más de
cuarenta años, conservaba una belleza serena y madura.
Yo no era muy versado en asuntos de canción española. Pero ni siquie-
ra en casa había oído mencionar jamás a ninguna Rosa de la Bahía.
Mi padre volvió a fisgar en la carpeta. Con una actitud pueril, trataba
de ocultarme su contenido, pero aun así pude entrever algunos docu-
mentos cuarteados, viejas entradas de cine o teatro, recortes de prensa,
fotografías... Sacó una en blanco y negro, del tamaño de una postal.
Ahora sí reconocí a mi abuela, de cintura hacia arriba, risueña y con los
265
brazos en jarras, vestida de flamenca con grandes argollas, peineta y
mantoncillo. Aunque, claro, con medio siglo menos que como yo la
recordaba, encogida en una silla de ruedas y repitiendo su frase lapida-
ria.
«La ingratitud es más fuerte que el puñal del traidor».
Unas palabras que, a la luz del relato que tejía su hijo, comenzaban a
cobrar significado para mí.
266
«Es un pobre infeliz», pensé con lástima. «Al menos su madre mu-
rió acompañada. Pero él no tendrá la misma suerte, porque es una per-
sona insoportable». Reprimí las ganas de gritárselo a la cara, porque no
quise participar en su permanente juego de escarnios y censuras.
Hice, pues, un esfuerzo por sosegarme, pero decidí que carecía de
sentido continuar aquella conversación. Sin embargo, cuando me
levanté dispuesto a despedirme, mi padre reanudó espontáneamen-
te su historia.
―Ese año hicieron una gira durante seis meses. Y la aventura em-
presarial se prolongó varias temporadas más. Teatro Sicilia, se llamaba.
Era el apellido del empresario. Actuaban en carpas y barracones de
feria, durmiendo en pensiones de mala muerte o en los remolques
donde transportaban el vestuario y la utilería. Coplas, bailes de salón,
zarzuelas, comedias ligeras... Se atrevieron incluso con obras de Sha-
kespeare, Molière y Calderón, mutilando y manipulando los textos sin
pudor para amenizarlos con música y coreografías. En otoño, al final de
cada gira, mi madre se quedaba en Madrid hasta la primavera siguien-
te, cuando recogía los bártulos y se largaba de nuevo. Aunque los me-
ses que estaba aquí tampoco paraba mucho por casa. ―De vez en
cuando, mi padre hacía una pausa, como si tratara de organizar o re-
frescar la memoria. Escarmentado por sus desaires, yo había optado
por no interrumpirlo más―. Mi hermana, la tía Cristina, se casó al año
siguiente con el tío Fidel. Se compraron un piso en Vallecas, y yo me
quedé viviendo solo con la abuela.
De repente, volvió a sonar mi teléfono móvil. Corté la llamada cuando
comprobé que era Fabiola, esa buena amiga que acababa de relegar en
el escalafón. Quizás pretendiera recuperar posiciones disculpándose
por sus absurdos reproches, pero ahora mi interés se concentraba en
267
otros menesteres. De modo que le envié un mensaje diciéndole que
estaba reunido y que más tarde la llamaría yo.
Antes de continuar, mi padre me reprobó con una adusta mirada, que
después dejó extraviada en algún lugar difuso.
―Ese invierno, el primero que pasábamos sin Cristina, mi madre
comenzó a ausentarse por las noches. Regresaba de madrugada o al
amanecer, con la ropa apestando a humo y el aliento destilando al-
cohol. Ella nunca había bebido, salvo una copa de vino en alguna oca-
sión especial, por lo que, lógicamente, yo estaba bastante preocupado.
Pero, cuando le recriminaba su conducta, insistía en que los ensayos se
prolongaban hasta muy tarde y luego solían tomar algo todos los inte-
grantes de la compañía. Una vez me dijo que no tenía más remedio
que alternar. Que no quería perder su número musical porque otra
más espabilada o menos remilgada se camelara al director artístico en
su propio beneficio. «Espero que no seas tú quien se lo esté benefician-
do», respondí yo. ―Mi padre se quedó un momento en silencio, y tra-
gó saliva para deshacer el nudo que atenazaba su garganta―. Fue un
insulto imperdonable, lo sé. Por eso me disculpé de inmediato, pero la
herida ya no cicatrizó jamás.
Cambiando súbitamente de tercio, mi padre me preguntó si me queda-
ría a cenar. Podía preparar unas salchichas, descongelar unas empanadi-
llas o encargar una pizza. Algo rápido y sencillo para salir del paso.
268
―Nuestra convivencia se convirtió en una auténtica pesadilla.
Discutíamos sin tregua y sin guardarnos el más mínimo respeto, sobre
todo desde que ella comenzó a beber y a fumar dentro de casa. Por
supuesto, pensé muchas veces en abandonar aquella maldita corrala.
Ya disponía de un salario digno y podría habérmelo permitido. Pero
aguanté, porque no quería sentirme responsable si, tal como evolucio-
naban los acontecimientos, mi madre acababa emputecida y alcoholi-
zada.
A punto estuve de protestar por la manera zafia y ruin de referirse a la
mujer que lo parió y lo crió en circunstancias tan adversas. Pero recor-
dé mi decisión de no interrumpirlo bajo ningún pretexto.
Sin preguntarme si quería tomar algo, mi padre se bebió en la cocina
un vaso de agua y permaneció unos minutos apoyado en la encimera.
A su vuelta, se encendió otro cigarrillo. Procuraba aparentar calma,
pero el leve temblor de los dedos delataba su ansiedad.
―Un día me desperté acatarrado, con malestar general y unas dé-
cimas de fiebre. Avisé por teléfono que no iría a trabajar, cerré la puerta
de mi alcoba y me acosté de nuevo. Aunque estaba amodorrado, a media
mañana escuché alboroto en el salón. Ruido de cacharros, risas estriden-
tes y voces aguardentosas. Era mi madre..., pero obviamente no venía
sola. Yo no sabía qué hacer. Me cubrí la cabeza con las sábanas, desean-
do que me tragara la tierra o que me fulminase un rayo divino. Pero Dios
tendría otras urgencias que atender. Poco después, las voces y las risas se
fueron sofocando..., hasta convertirse en gemidos. ―Mi padre volvió a
enmudecer un instante. Libraba una batalla interior por superar sus in-
hibiciones, larvadas sin duda durante décadas―. Furioso, salté de la
cama, me vestí apresuradamente y salí al salón. Mi madre yacía desnuda
sobre la mesa. Desnuda..., con un fulano descamisado encima.
269
Yo debí de quedarme lívido, porque mi padre sugirió que me sirviera
otro gin-tonic. Pero el impacto de esas últimas palabras me había des-
compuesto las tripas. Traté de imaginar aquella sórdida escena: mi
padre pasmado ante mi abuela, la hermosa mujer que sonreía desde la
foto en blanco y negro, desnuda sobre una mesa y abrazada a un des-
conocido. Sentí rabia, mucha rabia... y tristeza.
―No sé si era el director artístico o el tramoyista de la compañía.
Tampoco se lo pregunté antes de abalanzarme sobre él y atizarle un
puñetazo en la cara. Con los pantalones por los tobillos y tan borracho
como estaba, no se percató ni se defendió. Solo se desplomó como un
fardo. Mi madre se había incorporado, y se tapaba como podía con la
ropa que había recogido del suelo. Avergonzada, era incapaz de hacer o
decir nada. ―Mi padre dio una intensa calada al cigarro, alzó el rostro
y expulsó el humo con violencia, como si fuera un suspiro de aire com-
primido―. Nunca me había pegado con nadie. Pero me costó mucho
reprimir las ganas de estrangular a ese tipo.
Incumpliendo mi propia determinación, balbuceé algo sin demasiada
coherencia. Quería mitigar el sentimiento de culpa que abrumaba a mi
padre, asegurándole que yo habría actuado igual. Pero la frase se me
agolpó entre los dientes y desistí de reproducirla.
―Esa misma tarde, cargué en una maleta mis escasas pertenen-
cias y me largué de casa. Mi madre no intentó retenerme. En realidad,
ni siquiera estaba allí cuando me marché... ―Apagó el cigarrillo y,
mientras seguía hablando, se fue a la cocina para vaciar el cenicero en
el cubo de la basura―. Estuve unas cuantas semanas alojado en una
cutre pensión, hasta que alquilé un apartamento decente. Y el resto no
es ningún misterio: pasaron los años, me casé con tu madre, nos com-
pramos el apartamento donde ella vive ahora, y enseguida naciste tú.
Aunque parezca mentira, eras un chiquillo muy majo y educado...
270
Seguí a mi padre hasta la cocina, y me resultó imposible morderme la
lengua:
―¡No tan deprisa, papá! ¿Cómo que «pasaron los años» y punto?
Tú te fuiste, sí, y formaste una familia. Pero ¿qué ocurrió con la abuela?
Mi padre se puso a secar con un paño la vajilla volcada sobre el escu-
rridor del fregadero. Luego la iba colocando en el estante de arriba.
―Pues siento decepcionarte, hijo, pero no queda mucho que con-
tar. La abuela vivió en la corrala durante algunos años más. La compañía
del cabaret continuó con sus giras, y ella con su número musical en soli-
tario. Hasta que el Teatro Sicilia bajó definitivamente el telón a media-
dos de los 60... ¡y se acabó la función! La Rosa de la Bahía se marchitó y
no volvió a pisar un escenario. Ahí concluyó su fulgurante carrera artísti-
ca. ―Lo dijo retomando el tono mordaz al que me tenía acostumbra-
do―. Yo no mantenía ningún contacto con ella. Pero, a través de la tía
Cristina, supe que cayó en una profunda depresión. Mi hermana se la
llevó a su casa, y allí se quedó para el resto de sus días. Fin de la historia.
―Había terminado de ordenar la vajilla y nos dirigimos al salón―.
¡Bueno, qué! Aún es pronto para cenar. ¿Echamos una brisca o un aje-
drez?
De sobra sabía mi padre que yo no era muy aficionado a los juegos de
mesa. O sea, que solo trataba de espantarme con sutileza.
―Te dije que cenaría contigo, pero no recordaba que ya había he-
cho planes con unos amigos. Tendrás que jugar al solitario.
Se le oscureció el semblante, aunque me extrañó que lamentara mi
ausencia. Comprendí que, por su doble sentido, la frase final no
había resultado muy oportuna.
271
Para sortear mi falta de tacto, volví a la carga antes de batirme en
retirada:
―¿Conservas alguna grabación de la abuela? ¿En audio o en vi-
deo? ¿En estudio o en pleno espectáculo? ―Se lo pregunté mientras
husmeaba en la carpeta, que había quedado abierta sobre la mesa.
―¡Qué va! Tampoco la vi actuar jamás. ¡Y deja ya de curiosear! Ahí
solo guardo documentos personales, nada que pueda interesarte.
***
272
En la calle, la tarde ya iba declinando. Era final de verano y los días
cada vez resultaban más cortos.
Anduve despacio, desempolvando los recuerdos sobre mi abuela e in-
tentando reconstruir su imagen con toda la información que acababa
de proporcionarme su hijo.
Sin duda, había sido una mujer excepcional, con una vida convulsa,
ardua y apasionante. Al menos hasta donde yo conocía... Para descu-
brir el resto y contrastar la versión de mi padre, cargada de animosidad
hacia ella, debería hablar con mi tía Cristina.
Y desde luego estaba decidido a hacerlo.
Pero aquella historia también me ofrecía muchas claves que, con cierta
perspectiva y voluntad, podían ayudarme a entender el carácter y el
comportamiento de mi padre. Nunca se había sincerado así conmigo. Y
me cuesta creer que antes lo hubiese hecho con nadie, ni siquiera con
mi madre en los momentos más dulces de su matrimonio. Pero me
apenó comprobar que hubiera acumulado tanto rencor. Tanta ingrati-
tud, habría dicho mi abuela parafraseando a Shakespeare.
Con mi estado de ánimo bastante melancólico, consideré que no era
buena idea encerrarme en casa. Necesitaba despejarme, desconectar de
mis preocupaciones manteniendo una conversación insustancial con
cualquier amigo, picoteando unas tapas con una jarra de cerveza.
Me acordé entonces de Fabiola.
273
«Si me hubieras avisado antes... ―me respondió con aspereza―.
Pero ahora no voy a cambiar mis planes».
Me disculpé torpemente y le dije que no había problema, que la invita-
ción quedaba pendiente para otro día.
Cuando colgué, me sentí como un verdadero estúpido. Malhumora-
do, enfilé mis pasos hacia casa, parando en una tienda cercana para
solventar la cuestión del avituallamiento: compré pan, salami y bo-
llería industrial.
Observando al charcutero cortar el embutido, el hambre empezó a
roerme el estómago, y en cuanto llegué a la buhardilla, preparé un bo-
cadillo y me senté frente al ordenador. Mientras daba cuenta de tan
sofisticada cena, entré en internet y tecleé el nombre de mi abuela en
todas sus combinaciones posibles. Ninguno de los resultados guardaba
relación con ella.
Probé con su nombre artístico: Rosa de la Bahía. También denominado
laurel grande o rododendro máximo, un arbusto procedente del estado
norteamericano de Alabama.
Desesperanzado, afiné la búsqueda entrecomillando el sobrenombre
de mi abuela al completo, con el artículo delante: “La Rosa de la Bahía”,
tal como la había llamado mi padre. Sorprendentemente, solo apare-
cieron dos resultados en la pantalla. Uno de ellos era irrelevante. Como
el anterior, se refería a una especie vegetal, en concreto una variedad
de rosa trepadora oriunda de la bahía de Dublín.
Pero el otro era distinto.
El enlace remitía a una tesis doctoral sobre la canción española. Como
anexo, transcribía lo que denominaba una «estampa lírica» titulada La
Rosa de la Bahía. Compuesta por los maestros Quintero, León y Quiroga,
274
consistía en una dramatización poético-musical ambientada en Cádiz a
finales del siglo XIX. Estaba protagonizada por Concha Piquer.
Obviamente, esa curiosa pieza había inspirado a mi abuela, que sin
duda habría adoptado su título como nombre artístico en homenaje a
su tierra natal y a la copla, encarnada en esa célebre tonadillera.
La obra contenía un pasaje que me sonaba muy familiar:
***
275
comportaran civilizadamente y dialogasen sobre los asuntos importan-
tes.
Sin embargo, no volví a verlo hasta siete meses después, en vísperas de
un doble centenario: el nacimiento de mi abuela y el naufragio del Tita-
nic.
Pero mi padre no estaba para efemérides. Tendido sobre una cama de
hospital, entre goteros y aparatos de monitorización, permanecía in-
consciente desde hacía varias horas, cuando había sufrido un infarto
cerebral mientras paseaba por el parque del Retiro.
El remordimiento no ha dejado de atormentarme desde entonces.
Mi padre ya no habla. Apenas articula unos cuantos monosílabos con
dificultad, y resopla impotente cuando trata de expresar su frustración
por cualquier causa. Tampoco baja nunca a la calle. Y el brazo izquier-
do le cuelga del hombro como un apéndice inútil, balanceándose lacio
cuando arrastra la pierna al caminar.
Pero, como no quiere vivir conmigo, ha contratado a una asistenta que
se encarga de todas las faenas domésticas y lo ayuda en su higiene per-
sonal. Yo prefiero que sea así, porque su discapacidad lo ha vuelto aún
más irritable, y nuestra convivencia sería un fracaso y un suplicio para
ambos.
Además, la asistenta es una mujer robusta y hacendosa, de mediana
edad, algo simple aunque muy jovial. Tararea coplas mientras cocina o
barre la casa, y a menudo me pregunto si mi padre le dará propinas
generosas o ya le habrá propuesto matrimonio.
276
¿QUÉ PERSONAJE DE HAMLET SERÍAS?
UN TEST TRÁGICO EN CINCO ACTOS
«HORACIO:
Y dejad que relate al mundo aún ignorante
cómo sucedieron estos hechos. De este modo escucharéis
de actos lascivos, sangrientos e inhumanos,
castigos fortuitos, muertes casuales
y otras que se deben a engaños y artificios.
Y por último, de intrigas malogradas
que se vuelven contra sus autores.
Todo esto fielmente os contaré».
Hamlet. William Shakespeare.
277
ACTO I
A veces, hablaban de las cosas que Sara se había dejado allí (ropa, cajas
con pendientes, fotos de ellos dos de viaje), bagatelas que ella no nece-
sitaba para terminar la tesis pero por las que siempre preguntaba.
Pero no era Sara la que llamaba sino el padre de Sara. Su voz sonaba
distante y bronca, como de ultratumba.
279
―Venga, di, ¿qué personaje de Hamlet serías?
―¿Perdón?
―Responde, meapilas, es importante. ―El padre de Sara usaba
esas palabras con él: meapilas, pichafloja, miniminga. Según Sara era
una forma de mostrar afecto. El padre de Sara decía de Jorge que era el
único ser sensible que conocía―. ¿Qué personaje serías?
Jorge masticó despacio un trozo de patata. Al otro lado de la línea, el
padre de Sara regurgitó algo y se oyó un escupitajo.
―¿Está ahí Sara? ―preguntó Jorge muy bajito, como si algo le es-
trangulase.
―¿Respondes o no, miniminga?
Jorge estuvo a punto de repetir la pregunta pero no lo hizo. Eran las
nueve y media y era martes, Sara estaría en su cuarto, liada con la tesis.
A ella le gustaba trabajar por las noches, hasta el amanecer. Esperó
unos instantes, intentando escuchar más allá de la línea, tal vez algún
sonido detrás del padre de Sara, una respiración, pasos... El padre de
Sara tosió y lanzó un rugido fuerte, lo suficiente para molestar a cual-
quier vecino.
―No sé… Sería Horacio, el criado de Hamlet.
―¡Mientes! ―gritó el padre.
―Horacio es el único que no muere al final. ―Jorge hablaba de-
prisa. En el televisor la osa galáctica volaba a velocidad luz sobre una
nave rosa mientras sonaban guitarras eléctricas―. Y yo no quiero que
me maten. ―Nada más decir eso sintió un cosquilleo, una especie de
vértigo, como cuando te arrojas desde lo alto de un trampolín.
280
―¡Mientes, pichafloja! ―insistió el padre de Sara. Hacía esos jue-
gos a menudo, sobre todo después de que le ingresaran en la unidad
psiquiátrica de la zona norte. Había estudiado filosofía un par de años,
también matemáticas y literatura eslava. No había terminado ninguna
carrera y se dedicaba a reparar enchufes y a hacer sencillas instalacio-
nes eléctricas, más para estar ocupado que porque necesitara el dinero.
La familia de la madre de Sara era rica―. Tú nunca serías Horacio. Eres
de los que no se enteran de nada.
―Mire, estoy cenando. ―Jorge estrujó una patata frita entre los
dedos, la aplastó y la desmenuzó hasta que fue polvillo. Repitió―: ¿Es-
tá ahí Sara?
―Tú nunca serías Horacio, eres un miniminga.
―Podría Sara…
―Tú eres un trágico de las narices sin pelotas.
―Mire…
―Y ahora escucha, trágico sin pelotas: “Algo huele a podrido en
Dinamarca”.
Y colgó. En la televisión la osa galáctica llegaba a un planeta con una
gran muralla en el centro. Sobre la muralla había gorilas armados con
lanzas y armaduras. Cuando llegaba la osa bailaban y silbaban. Jorge
dejó de cenar.
281
ACTO II
283
Jorge no le dijo nada a Sara sobre las fotografías del Facebook.
La semana siguiente se dedicó a localizar los lugares donde había esta-
do Sara. Copiaba y pegaba las imágenes en Google y esperaba la res-
puesta. A veces tenía éxito, otras no. Cuando localizaba un lugar, iba
allí a tomar cerveza o a pasearse por la zona mientras recitaba a gritos
las frases del Facebook de Sara. A veces, mezclaba las frases del Face-
book con frases de obras de teatro que había ido a ver con Sara. Ella
siempre lloraba cuando los actores lloraban en escena, se llevaba las
manos a la cara, se acurrucaba y se frotaba su nariz de conejo.
Jorge recordaba perfectamente muchas frases de esas obras, sobre
todo las que le habían arrancado lágrimas a Sara. Y ahora las recita-
ba justo cuando pasaba por un sitio donde suponía que Sara había
estado en los últimos días. Las declamaba con voz solemne como si
rezase en un púlpito.
―Tengo el hígado de una paloma y me falta la hiel.
Estaba en la terraza de un bar especializado en bocadillos de calama-
res. Dentro del bar, un camarero pecoso miraba la televisión mientras
un cliente gordo mordisqueaba un chopito. Alzó la voz:
―El espíritu que he visto quizá sea el demonio.
El tipo de los chopitos volvió la vista hacia Jorge. Al final de la calle una
pareja junto a una inmobiliaria se le quedó mirando. Se abrazaban
asustados. Jorge gritó:
284
―El espíritu que he visto quizá sea el demonio.
El camarero se llevó el índice a la sien y lo movió a modo de tornillo.
Jorge sonrió aliviado, hizo una reverencia y regresó a casa. El verano
tenía algo de chisporroteo y de bullicio, de aire fresco y de siesta.
Ya de madrugada volvió a mirar el Facebook de Sara. Una última vez, se
dijo.
Sara acababa de colgar una foto con un chico pelirrojo. Jorge no le co-
nocía, no era uno de los amigos de siempre de Sara. Estaban los dos
muy juntos, rozándose las mejillas. Los dos sonreían y miraban a la
cámara mientras devoraban una ración de croquetas. El chico vestía
con camisa naranja y parecía muy alto. Sonreía mucho y con la sonrisa
se le marcaban dos surcos negros en la frente. Sobre la mesa, además
de las croquetas y una ración de calamares, reposaba un clarinete pla-
teado. Jorge pensó en una zanahoria, una zanahoria gigante devorado-
ra de fritos que tocaba el clarinete.
No dijo nada. Se metió en la cama y se imaginó que era un actor antes
en un estreno. Un actor importante, vestido con ropajes oscuros y con
una espada en el cinto. De la calle vino un aroma aceitoso, a fritanga.
Faltaban tres horas para el amanecer.
285
ACTO III
287
Jorge no se movió, permaneció en silencio, mirando al suelo. Una hor-
miga llevaba a hombros el cadáver de un abejorro. La profesora repitió
la orden.
Jorge entonces suspiró y avanzó despacio, como arrastrándose.
―¿Qué recito?
―Déjate llevar por el aura. ―La profesora le acarició la cabeza.
Antes habían hecho un ejercicio en el que todos se acariciaban la cabe-
za, los unos a los otros. Jorge había acariciado la calva de un tipo pe-
queño y sudoroso.
―Ser o no ser, he ahí la pregunta ―dijo Jorge.
―No, así no, no has alzado los brazos. ―La profesora le levantó
los brazos con un movimiento brusco. Jorge se tambaleó. Hubo un par
de risitas, una de ellas de la chica besucona―. Y ahora abre las manos,
mira al cielo como si invocases la lluvia y suelta tu frase.
Jorge levantó la vista. El pedazo de cielo que se divisaba era una man-
cha azul oscuro. Repitió:
―Ser o no ser…
―No, no ―le interrumpió la profesora. Más risitas―. Cierra los
ojos y siente.
Jorge cerró los ojos y esperó. Notaba un sopor envolviéndole, como si
estuviera en un horno que poco a poco le deshidratara. La misma sen-
sación que tuvo durante al viaje a Florencia. Había ido con Sara de
interrail por Italia durante el verano pasado. En el palacio Veccio ha-
bían visto la réplica del David de Miguel Ángel. Sara había insistido en
hacerse fotos señalándole el miembro y con cara de burla porque, cla-
ro, era algo muy pequeñito para una escultura tan grande. Jorge se
288
negó y discutieron y gritaron y se insultaron mientras los florentinos
les señalaban a hurtadillas y ella arrugaba la nariz de forma lobuna.
Aquella vez, Jorge también había sentido ese calor, esas ganas de me-
terse en una piscina y bucear hasta no oír nada, hasta que todo a su
alrededor fueran aguas tranquilas, ese sopor que ahora volvía a atena-
zarle y le presionaba y quería salir y gritar, gritar aquella frase que no
era una pregunta, ni una cuestión, sino un dilema, un dilema sobre la
existencia y la no existencia. Dijo:
―Ser o no ser, he ahí la pregunta.
Las risitas cesaron y Jorge notó cómo le recorría una sensación burbu-
jeante y feroz. Sopló una ligera brisa. El aroma a humedad se había
vuelto frescor de verano, como de batido de fruta.
―Sí, ese es Hamlet ―dijo la profesora.
Los otros aplaudieron. Jorge movió el pie y aplastó una hormiga.
289
ACTO IV
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Cuando llegó el descanso el chico pelirrojo fue directo a la barra. No
pareció reconocer a Jorge. Aunque no tenía por qué reconocerle. Lo
lógico era que Sara no hablase de Jorge para nada o si hablaba de él no
tendría por qué enseñarle al chico pelirrojo incómodas fotos de Jorge.
―Si yo tocase así de bien mi novia no me estaría poniendo los
cuernos ―dijo Jorge―. ¿Tienes novia?
El chico pelirrojo se encogió de hombros y pidió otra cerveza. La cama-
rera era una mujer árabe (como la mejor amiga de Sara), vestía con una
camiseta plateada que emitía destellos al moverse.
―Mi novia prefiere que un músico le toque el instrumento, las
mujeres siempre prefieren a los músicos.
El chico dejó de beber de golpe y se quedó mirando a Jorge con ojos
turbios. Tenía flequillo y varias manchas pardas en la piel que con el
amarillo de la cerveza parecían más oscuras.
―¿Cómo te llamas? ―preguntó el chico pelirrojo.
―Guillermo ―dijo Jorge―. Estudio interpretación. Me estoy pre-
parando para un papel importante.
El chico pelirrojo pareció aliviado.
―¿Interpretación? Suena interesante.
―Quiero ser actor. ―Jorge bebió el gintonic imitando la forma
que tenía Sara de beber, sosteniendo la copa con tres dedos, el meñi-
que y el anular extendidos, en plan sofisticación absoluta, tal y como lo
había practicado en clase de teatro―. Y soy muy bueno, sobre todo
con Shakespeare. Puedo recitar sus monólogos casi tan bien como tú
tocas ese maldito clarinete.
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―Estoy seguro, amigo ―dijo el chico pelirrojo con una sonrisa―.
Shakespeare es magnífico.
El chico pelirrojo pronunció Shakespeare con otro tono de voz, más
agudo y chillón. Jorge supuso que era el que usaba cuando hablaba en
su idioma materno.
―¿A tu novia le gusta cómo le tocas el clarinete?
El chico pelirrojo no respondió. Se quedó inmóvil.
293
El chico dejó la cerveza, hizo un gesto de despedida con la cabeza y se
alejó hacia la cola de los servicios, donde había un grupo de músicos de
charla.
―El amor te mata, el amor te mata ―gritó Jorge sin moverse.
La camarera se acercó a él y le chistó. En ese momento, a un metro de
distancia, otro camarero abrió el grifo de la cerveza con el vaso ligera-
mente torcido. Un chorro de cerveza y espuma impactó en el cuello de
la camarera. Hubo risas. Alguien regañó al camarero. La camarera es-
taba empapada, como recién salida de un lago amarillo.
Jorge salió de aquel lugar y echó a correr. Estaba temblando.
4. Responda, no piense:
A. Técnicamente no se puede comparar a un trompetista con un
clarinetista.
B. Técnicamente los vasos se sostienen con cuatro dedos y no con
tres.
C. Técnicamente el amor te mata.
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ACTO V
295
te, era hacer un hoyo por hacer un hoyo, como si fueran a enterrar
algo.
Jorge empuñaba la llave y avanzaba deprisa. Pronto darían las nueve,
los hospitales cerrarían y la gente volvería a sus casas.
La casa de Sara olía a lavanda. Jorge distinguió las formas en la penum-
bra. No parecía haber cambiado casi nada. Faltaban un par de fotos en-
cima de una estantería del salón y había un cuadro distinto en el pasillo.
Cerró los ojos, extendió los brazos y caminó en silencio, palpando las
paredes y los muebles. Gotelé abultado, cuero tibio, madera lisa, telas
suaves.
La puerta de la habitación de Sara estaba cerrada. Ella era así, le gusta-
ba cerrarla siempre, aunque no estuviese en casa. Lentamente giró el
pomo. Un aroma a sudor, a chocolate (Sara adoraba el chocolate) y a
eucalipto le golpeó de pronto. Recordó un paseo por el bosque el día
del cumpleaños de Sara, los dos corriendo bajo los árboles mientras
llovía.
La habitación estaba a oscuras pero no encendió la luz. Avanzó pal-
pando hasta que pisó algo flexible, junto a la cama. Era un libro. Sara
solía dejar los libros en el suelo, decía que así lo hacían los franceses.
Agarró el libro, abrió la ventana y lo lanzó lo más lejos que pudo. El
libro se adentró en la lluvia, atravesó las ramas de un abeto y se estrelló
en el aparcamiento.
296
Fue a la mesilla de noche y abrió el cajón. Toqueteó los objetos e inten-
tó distinguirlos a la luz de la calle: Un paquete de pañuelos de papel,
unos pendientes que Jorge le había regalado, un bloc de notas, una caja
azul de preservativos, un bolígrafo.
Arrojó todo por la ventana menos el bloc de notas. Se sentó en la silla
de escritorio e intentó leerlo en la oscuridad. Era un diario. Había en-
tradas desde hacía unos siete meses, mucho antes del verano. Sara no
escribía todos los días, más bien una o dos veces por semana. La prime-
ra mención del chico pelirrojo era de cinco meses atrás. Según el diario,
Sara le había conocido en el otorrino, cuando tuvo ese constipado por-
que se empeñó en no secarse el pelo al salir a la calle. Él leía una revista
de música y ella le había preguntado sobre el tema, luego él la había
invitado a un concierto y ella había ido con una amiga.
También se hablaba de Jorge, pero siempre con frases breves, a modo
de resumen, como anotaciones de alguien que va a la compra. A partir
del segundo mes, las referencias al chico pelirrojo eran claramente obs-
cenas.
Jorge fue a la cocina, abrió el armario debajo del fregadero y sacó cinco
botellas de vino, el gran reserva que a Sara tanto le gustaba. Vació el
contenido en el cubo de la fregona y, una vez lleno, tiró dentro la libre-
ta. Se hundió despacio, con un vaivén del líquido oscuro.
Jorge regresó al cuarto de Sara y abrió todos los cajones. Volcó el con-
tenido en la cama, también los libros de las estanterías y lo que había
encima del escritorio. Finalmente fue arrojándolo todo al cubo con
vino. Aunque primero lo palpaba con los ojos cerrados y jugaba a adi-
vinar qué objeto era. Si acertaba alzaba los brazos, como en las clases
de teatro.
297
Bragas de encaje, un libro sobre el romanticismo, una colección de
anillos de plata, fotografías, un mono de peluche con mucha barriga,
dos entradas caras para un concierto de jazz el próximo invierno, bolí-
grafos, lápices de colores, una baraja de cartas recién comprada, me-
dias, los colgantes y postales que Jorge le había regalado, un jersey de
punto, una blusa, dos minifaldas…
Cuando el cubo estaba a rebosar, Jorge abría la ventana y volcaba el con-
tenido. Luego llenaba el cubo de nuevo con agua y añadía lejía o leche.
Estuvo así casi una hora hasta que no quedó nada que arrojar a la calle.
Afuera seguía lloviendo y estaba muy oscuro debido a la tormenta.
Como era verano las farolas aún no se habían encendido. En el apar-
camiento de debajo se desparramaba todo, sobre el asfalto, como un
cementerio de objetos raros.
Jorge se sentó en el sofá del salón y tomó aire. Estaban las mismas
almohadas sedosas, con hilos colgando en los extremos. Encendió el
televisor.
Echaban un programa antiguo de cómicos y payasos. Un tipo bajito
vestido de bufón, daba saltos y se burlaba de los cursis, los afectados y
los sensibleros.
Jorge suspiró y dijo en voz alta:
―El polvo es tierra.
Se levantó y escribió una nota de disculpa en la que pedía perdón por
el estropicio y prometía no volver a hacerlo. No la firmó. Dejó la nota
sobre el colchón, ahora sin sábana ni almohada.
Estaba a punto de irse cuando oyó el mecanismo de la puerta del as-
censor. Se quedó inmóvil y escuchó dos voces. Una voz aguda y otra
con acento inglés. Corrió a la cocina y rebuscó en los cajones. La luz del
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descansillo emitía un zumbido sordo. Agarró un cuchillo, uno grande
para la carne. Risas. Un silencio. Risas. El chasquido de la llave en la
cerradura girando. Otro silencio. Más risas. Y Jorge avanzó, cerrando
los ojos y el cuchillo en la mano derecha.
―Pues entonces, veneno, haz tu obra.
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vio de toda la vida. Casi es feliz. Y afuera, en la calle, cae la lluvia. Cae la
lluvia como el telón de una tragedia.
300
ÍNDICE
Prólogo .......................................................................................................................................... 7
Hormigas en tu semana...................................................................................................157
Lobos .........................................................................................................................................183