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Orden Literaria William Shakespeare

A propósito de Shakespeare

400 + 1 Aniversario. Relatos


A propósito de Shakespeare: 400 + 1 Aniversario. Relatos

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático,


ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por
fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del
Copyright.

Derechos reservados © 2017, respecto a la primera edición en español, por:

© Orden Literaria William Shakespeare


© Editorial Samarcanda

ISBN: 9788417103057
E-book: 9781524303341

Producción editorial: Lantia Publishing S.L.


Plaza de la Magdalena, 9, Planta 3, 41001, Sevilla
www.lantia.com
IMPRESO EN ESPAÑA-PRINTED IN SPAIN
ORDEN LITERARIA WILLIAM SHAKESPEARE
400 ANIVERSARIO
RELATOS

José Carlos Carmona, José Iglesias Blandón, Clara Astarloa, Alicia


Ramos González, Concepción Romero, Juan Manuel Ávila, Rosario
Paguillo, Félix Valiente, Rafael Cruz-Contarini, Joaquín Abad, María
Dolores Rubio de Medina, Guillermo Canelo, Enrique García López-
Corchado y José Manuel Higes.
PRÓLOGO

La Orden Literaria William Shakespeare se constituye como un grupo


de personas interesadas en el crecimiento sistematizado del conoci-
miento literario y creativo. Forma parte de la Asociación Literaria Wi-
lliam Shakespeare.
La Orden contará con cuatro niveles, y sus correspondientes sub-
niveles jerárquicos; a saber (siempre en orden ascendente):

―Nivel ESCRITOR/A:
Grado Edgar Allan Poe de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Vladimir Nabokov de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Lorrie Moore de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado William Faulkner de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Juan Rulfo de la Orden Literaria William Shakespeare.

―Nivel LITERATO/A:
Grado Jane Austen de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Franz Kafka de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Dante Alighieri de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Samuel Beckett de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Virginia Woolf de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Johann Wolfgang de la Orden Literaria William Shakespeare.

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―Nivel MAESTRO/A:
Grado Antón Chéjov de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Philip Roth de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado Pedro Calderón de la Barca de la Orden Literaria William
Shakespeare.
Grado Homero de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado James Joyce de la Orden Literaria William Shakespeare.
Grado William Shakespeare de la Orden Literaria William Shakespea-
re.

Para formar parte de la Orden se deberá ser socio/a de la Asocia-


ción y escribir un relato, poesía, pieza teatral o ensayo (este último,
respetando un estilo literario y aportaciones creativas) con un 70 % de
votos positivos, en sufragio secreto, por parte de los miembros de la
Orden.
Una vez dentro, quien lo desee, para promocionar de categoría
tendrá que aportar cinco escritos propios y obtener: 70 % de acepta-
ción para el nivel ESCRITOR/A; 80 % para el nivel LITERATO/A; 90 %
para el nivel MAESTRO/A; y 100 % para el último grado.
Los escritos presentados tendrán una extensión mínima de 2.000
palabras, admitiéndose, en una misma promoción, combinar varios
géneros. Para su aprobación, estos escritos deberán ser INÉDITOS,
desarrollados expresamente de cara a la Orden.

Cada autor/a interesado/a, con anterioridad a la reunión convoca-


da, colgará su trabajo creativo debidamente firmado en el blog de la
Orden.

Los textos se tratarán según orden de entrada en el blog. La lectu-


ra pública correrá a cargo de su autor/a. La extensión máxima para

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cada texto es libre; sin embargo, por motivos de operatividad, en las
reuniones únicamente se leerán las 2.500 primeras palabras, seguidas,
si fuera oportuno o requerido, de un breve resumen sobre su deve-
nir/conclusión formal o argumental. Al término, todo asistente poseerá
un único turno de palabra para exponer su valoración, sin interrupción
ni réplica del autor o autora ponente.
Las votaciones de cada escrito se harán en papel y de manera indi-
vidual y secreta al terminar los comentarios o, si no los hubiere, la lec-
tura de cada uno de ellos. El voto en blanco o la abstención serán con-
tabilizados comos votos negativos.
Un/a Notario/a Discreto/a procurará que se aborde un único texto
por autor/a y reunión, así como cuestiones de carácter organizativo. El
cargo de Notario/a Discreto/a tendrá una duración de 1 año.
Los textos aprobados por los votos requeridos para ascenso de
Grado sólo serán conocidos por el/la Notario/a Discreto/a, quien infor-
mará de ello cuando tres o más miembros hayan obtenido tal benepláci-
to.
Para oficializar el ascenso de Grado se realizará un sencillo cere-
monial con unas palabras de felicitación a cargo de algún miembro del
Grado más alto o, en su defecto, por el/la Notario/a Discreto/a, escritas
por él/ella o por cualquier otro miembro de la Orden. En este sencillo
ceremonial se hará entrega al graduado de un diploma.

La Orden podrá nombras graduados/as de honor, en la categoría


que se decida, a escritores/as de reconocida trayectoria profesional,
pudiendo organizar, a tal efecto, entregas solemnes de diplomas.
Cada Grado de la Orden podrá reunirse por su cuenta cuando lo
compongan más de tres miembros, y sus votaciones serán vinculantes

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por el sistema de ascensos. Cada Grado, si decidiera reunirse por sepa-
rado, deberá nombrar a un/a Notario/a Discreto/a propio/a.
A mayor Grado, mayor prestigio, pero también mayor RESPON-
SABILIDAD y COMPROMISO con la Orden y su funcionamiento
(orientar a los nuevos miembros, constituir las reuniones, discursos
para las entregas de diplomas, etc.).
El Reglamento de esta Orden Literaria William Shakespeare, tras
permanecer en elaboración de manera flexible durante el pasado curso
2013-14, queda cerrado y aprobado de manera oficial. Cualquier miem-
bro puede presentar propuesta de modificación, la cual, para hacerse
efectiva, deberá ser aprobada por el 80 % de los asistentes a la reunión
inmediata, permitiéndose el voto delegado.

Los miembros Fundadores de la Orden son:

Astarloa, Clara.
Camacho Marco, Irene.
Carmona Sarmiento, José Carlos.
Cruz-Contarini Ortiz, Rafael.
García Granados, María Dolores.
Iglesias Blandón, José.
Romero Martín, Concepción.
Ruiz Poo, Miguel.

En conmemoración del 400 aniversario del fallecimiento de William


Shakespeare, los miembros de la Orden Literaria se propusieron publi-
car un libro de relatos inspirados (remota o cercanamente) en las obras
de William Shakespeare. Este es el resultado. (Los relatos están orde-
nados por Grados de la Orden, de mayor a menor)

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ESCRITO AL DEFENSOR UNIVERSITARIO

Por José Carlos Carmona

«REY. ―Ah, Dios, si uno pudiera leer el


libro del Destino, y ver las revoluciones de los
tiempos allanar las montañas, y el continente
―cansado de la firmeza sólida― fundirse con
el mar: y en otros tiempos, ver el cinturón de
playas del océano, demasiado ancho para las
caderas de Neptuno: y cómo las circunstan-
cias se burlan y los cambios llenan el vaso de
las alternativas con licores variados. Oh, si se
viera eso, el joven más feliz, al ver todo su
camino, con los peligros pasados y las dificul-
tades venideras, cerraría el libro y se sentaría a
morir».

Enrique IV. W. Shakespeare

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José Enrique Cabrera Valente
Profesor Titular de Universidad
Facultad de Periodismo
Universidad Nacional

A/A Sr. Defensor Universitario


Universidad Nacional

Estimado Sr.:

El día 21 de diciembre de 2016, tras la defensa por parte de la alumna Dª


Rosario López Gálvez de su trabajo Fin de Máster, del Máster en Crea-
ción Literaria que se imparte en la Facultad de Periodismo de la Uni-
versidad Nacional, siendo miembros del tribunal Dª María José Bel-
monte Pera, Dª Luisa González Ferrín y el que esto suscribe, se hicieron
deliberaciones a puerta cerrada, para establecer la calificación, que
luego fueron filtradas a la alumna en cuestión por la profesora Dª Luisa
González Ferrín que, además, alentó a la alumna para que pusiera una
reclamación que me está afectando gravemente porque en dicha re-
clamación la alumna aumentó las acusaciones injuriándome.

En su escrito de 9 de enero recurriendo la calificación, la referida


alumna detalló lo siguiente: “estableciendo el primero mencionado [el
que esto suscribe] una calificación de 3 frente a dos calificaciones de
sobresaliente emitidas por la presidenta y por la Secretaria del Tribu-
nal”, razón por la que pedía la anulación de mi calificación.

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Esta información no constó en el acta y no debió de salir de aquella
sala pues la calificación final que apareció en el acta y firmé fue de “7,
notable”.
Solicito que se amoneste a la profesora Dª Luisa González Ferrín
por filtrar el contenido de unas deliberaciones que deben ser secretas;
Asimismo, solicito que se conmine a la Comisión de Docencia de la
Facultad de Periodismo, presidida por Dª María del Mar García López-
Corchado, que luego ha dado por válidas todas las acusaciones de la
alumna (aunque la Presidenta del Tribunal no las ha confirmado), a
que recapacite sobre su resolución pues venía viciada de partida por
esta filtración y por su consiguiente estímulo a la alumna por parte de
esta profesora para ver en mi actuación en ese tribunal indicios de inju-
rias, cuando lo que hice fue analizar el trabajo, la memoria y su exposi-
ción de manera rigurosa y exponer de manera educada pero firme la
pobreza de dicho trabajo.

Relato de los hechos


En dicho Tribunal, cuando la alumna fue a realizar la exposición de su
trabajo, comenzó a leer unas notas que llevaba escritas en un papel.
Cuando llevaba leídas apenas dos o tres líneas comenzó a gemir y llorar
por los nervios. La profesora Dª Luisa González Ferrín para calmarla
tomó la palabra y empezó a animarla a que defendiera su trabajo como
si fuera el mejor del mundo, que ella (la profesora), como especialista
en Publicidad, le aconsejaba que aunque su trabajo no fuera bueno
construyera la imagen de que era el mejor, que lo importante era ven-
der el producto. Debo reconocer que me quedé atónito ante semejante
intervención, pero no dije nada. Luego la alumna se repuso un poco y
terminó de leer las ocho o diez líneas más que traía escritas, conclu-
yendo con un “…y creo que mi trabajo es muy bueno y me siento muy

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orgullosa de él”. Aportaciones que sólo pude entender dentro del ámbi-
to académico como fruto de los consejos que acababa de recibir.
Después intervinimos los miembros del tribunal, yo razoné las defi-
ciencias del trabajo, que se aportan más abajo, y tras las respuestas de
la alumna, ella y las dos personas que había en el público salieron del
Aula de Grados para que el Tribunal deliberara. Yo expuse sucintamen-
te que mi calificación era, efectivamente, de 3; y ante mi sorpresa, la
Presidenta del Tribunal le puso un 8 y Dª Luisa González un 9. Se sumó
y se vio que el resultado de 20 dividido entre 3 no daba para un nota-
ble. Entonces la profesora Luisa González decidió subirle a 10 para que
la media le diera notable. Ni que decir tiene que en ese momento yo
podría haber bajado a 2, pero no lo hice, ya que todo aquello me pare-
cía infantil. Y acepté que se le pusiera un “7, Notable”. Fue entonces
cuando le dije a la profesora Dª Luisa González que lo aceptaba pero
que me molestaba que quien menos sabía de la disciplina (ella es pro-
fesora de publicidad, experta, según su currículum, en el ámbito del
diseño de espacios comerciales, el merchandising, el retail y la distri-
bución comercial, ¡y se estaba juzgando la creación de una obra de
teatro!) fuera quien en definitiva estableciera la calificación final a su
antojo. Hubo miradas de reproche, pero se llamó a la alumna, se leyó
su calificación, yo le di la mano y la felicité, salieron del aula y yo me
quedé porque tenía que participar en el siguiente tribunal (en el que la
calificación, por cierto, fue de 10 por unanimidad. Especifico esto para
que conste que no es mi tendencia ser estricto más allá de lo razona-
ble). Yo tengo 53 años, soy dramaturgo con obras estrenadas en Berlín,
Madrid, Bilbao, Santander y Las Palmas; soy candidato a los Premios
Max como dramaturgo este año; he trabajado como actor en el Centro
Nacional de Teatro, he actuado en películas de producción nacional, he
sido durante doce años Secretario General de la Unión de Actores, he

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estudiado Arte Dramático y tengo el Premio de Novela Universidad
Nacional y novelas publicadas en Alfaguara-Random House y Planeta.
Llevo 19 años impartiendo el Curso de Creación Literaria del Centro de
Formación Permanente de la Universidad Nacional; fui creador de este
Máster y soy Doctor en Filosofía y Profesor Titular de esta Universidad.
Creo que mi crítica a la obra fue perfectamente razonada y que esta
profesora no debió de haber cambiado su calificación ni, por supuesto,
animar a la alumna dándole información reservada a que recurriera y
reclamara contra mi actuación.
La alumna, Dª Rosario López Gálvez, puso una reclamación contra la
calificación el día 29 de diciembre de 2016, pero puso una reclamación
contra mí por presuntas “descalificaciones injuriosas” en aquel tribunal
el 27 de enero de 2017. ¿Qué pudo pasar para que mediara un mes en-
tre una reclamación de calificación y una acusación de injurias?
En ese mes han ocurrido cosas graves en nuestra Universidad y más
concretamente en nuestra Facultad, con la sentencia por acoso al anti-
guo Decano. Creo que, a raíz de esos terribles hechos, se ha despertado
una especial sensibilidad con relación al acoso y al machismo. Rogué a
la Comisión de Docencia de la Facultad que fueran exquisitamente
objetivos ante esta queja de la alumna en estos momentos donde po-
dríamos llegar a pagar justos por pecadores en este ambiente de mecha
fácil. En aquel tribunal no levanté la voz, no estuve especialmente ten-
so. Mi tono fue, por el contrario, de cierta tristeza ante el pobre trabajo.
El mes pasado, en la Asamblea de Profesores de la Universidad Nacio-
nal, un profesor llegó a decir: “La situación de la Universidad está lle-
gando a ser tan penosa que sabemos que nuestros alumnos no saben y
los dejamos pasar y los aprobamos para no tener problemas. Esta se-
mana” ―continuó―, “un Catedrático ha llegado a decir que había deci-

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dido aprobar a todos los alumnos para no tener problemas. ¿Qué Uni-
versidad podemos tener si hemos dejado de lado el rigor y nos da mie-
do la exigencia?”. Y añado: ¿Qué Universidad ―y qué Sociedad-
podemos tener si permitimos que el alumnado tenga una hipersensibi-
lidad por la cual no es capaz de aceptar una crítica argumentada a su
trabajo?
Yo le he dado a esa alumna sólo cuatro clases (4) (imparto sólo un cré-
dito en este Máster ahora) y hace más de dos años, porque no presentó
su trabajo en todo este tiempo; no la he tratado nunca fuera del grupo
de clase; no he tenido el más mínimo contacto personal con ella; no
tengo, por tanto, ninguna animadversión ni desavenencia personal con
ella. Y aunque sólo imparto un crédito, dirijo cuatro Trabajos Fin de
Máster y en esa convocatoria estuve hasta en tres tribunales. Trabajo
con buen ánimo y amo la materia que imparto y que juzgué ese día.
Las acusaciones contra mí son infundadas, pero la Comisión de Docen-
cia las ha dado por buenas porque la alumna y los dos miembros del
público más la profesora Dª Luisa González han confirmado que yo
llegué a decir “Su trabajo es de deficiente mental”, pero la Presidenta
del Tribunal no. ¿Cómo se puede dar pábulo a los dos miembros del
público que, obviamente, eran amigos de la estudiante? ¿Cómo no se
puede dudar si la Presidenta del Tribunal no corrobora que yo dije esas
terribles e indignas palabras?

¿Corroboraron de manera independiente los cuatro (alumna, público y


profesora) que yo había usado esa expresión o tuvieron que contestar a
la pregunta: “¿Oyó al Profesor José Enrique Cabrera proferir la frase ‘Su
trabajo es de deficiente mental’?”, porque dos meses después recordar
exactamente una frase concreta tiene trazas de estar orquestado.

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Por toda esta indefensión en este momento tan delicado por el que
pasa la Universidad, me dirijo al Defensor Universitario, porque no sé a
quién le puedo pedir que analice la situación con objetividad y que
detenga cualquier nuevo procedimiento contra mi persona.
En el escrito se me acusó de usar un “lenguaje pernicioso y ofensivo”
que “derivó en la alusión personal e insulto”. Niego absolutamente
estos términos. Dije que el trabajo estaba mal y que era pobre. Y que la
presentación del trabajo también había sido deficiente. Y que en razón
de ello la calificaría con una nota baja. Quizás estamos en unos tiem-
pos en los que la crítica razonada y argumentada no se soporta con
facilidad porque hay cierta tendencia al refuerzo positivo. Pero creo
que a un alumno que está terminando los estudios, ya el refuerzo posi-
tivo le llega tarde, es hora de ser claros, racionales y metodológicos. El
trabajo tuvo muchos problemas graves, que ahora desarrollaré y lo
advertí durante mi intervención pública para que la alumna no se lle-
vara una sorpresa con la calificación final que, no obstante, le dije en
público, sería de aprobado o más (como así fue finalmente).
Análisis del trabajo:
A). El trabajo de creación titulado “Kate Percy. Figura poética de Wi-
lliam Shakespeare en el espacio dramático”, se enmarca en la forma
literaria “Teatro” y sin embargo, la obra que se defiende en este TFM
no es prácticamente representable en un teatro. Por las siguientes ra-
zones:
a.1). Cuenta con nueve personajes para una obra de apenas 30 mi-
nutos.
a.2). En la platilla inicial de personajes se escribe que hay nueve
pero se olvida poner a una “Narradora” (ni que decir tiene que las
obras de teatro no usan “narrador”). La narradora aparece exigua-

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mente en dos momentos, lo que demuestra que es un recurso que
se utiliza porque no se sabe cómo resolver la situación para cubrir
necesidades argumentales.
a.3). El personaje llamado Fred tiene sólo 4 líneas de texto.
a.4). El personaje llamado Madre tiene sólo 1 línea de texto.
a.5). El personaje llamado Niña (tiene sólo una intervención).

No creo que sea necesario explicar que una obra de teatro, para
que sea teatro con vocación de ser representado, debe tener una cohe-
rencia mínima de ejecución. Si fuera otro “tipo” de teatro (teatro para
ser leído o experimental, v. gr.) tendría que haber sido especificado
como tal en la Memoria que se adjuntaba a la obra de creación.
Por todo esto dije que como obra de teatro no tenía la más míni-
ma consistencia.

Indudablemente, respeto los intentos experimentales pero siem-


pre que estén buscados y justificados por su autor, no el fruto de la
causalidad sobrevenida.

B). Con respecto a la obra dije (y mantengo) que estaba muy desequili-
brada en las intervenciones de los personajes porque, además de lo ya
dicho en el apartado A), la obra tiene un par de monólogos extensísi-
mos (uno de ellos de 44 líneas), cuando el ritmo y estructura de la obra
ha sido de diálogos fluidos y cortos.
Sé que hay grandes obras de teatro con parlamentos igual o más
largos. De lo que hablo es de la necesidad de una coherencia formal (y
en cierto sentido, rítmica), donde si no ha habido grandes parlamentos
durante la obra, es muy difícil justificar uno al final.

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Entiendo, y así lo repito en clases y tribunales, que estamos reali-
zando trabajos academicistas que deben tener una cierta estructura (o
una justificación de la falta de estructura si es que se pretende de ma-
nera consciente). Este trabajo no lo tiene y así lo expliqué y lo valoré.
Este monólogo largo del final, además, no conllevaba aportación
ninguna por parte de la estudiante, pues se limita a hacer decir al per-
sonaje (William Shakespeare) uno de sus largos poemas íntegros.

C). Con respecto al trabajo expresé mi incomprensión ante el anexo de


11 páginas con sonetos íntegros y sin comentar del autor William Sha-
kespeare. Poemas añadidos más para engruesar el trabajo que para
enriquecerlo, pues una simple nota bibliográfica nos habría podido
remitir a ellos.
No me parece metodológicamente justificado y así se lo expresé y
así lo valoré.

D). Con relación a la Memoria, debo decir que la normativa interna del
Máster en Creación Literaria establece que el Trabajo Fin de Máster
debe contar con seis puntos, y la Memoria de Dª. Rosario López cuenta
con sólo cinco de ellos, dejando sin redactar el más importante de to-
dos “Resultados”.

E). La Memoria fundamentalmente parafrasea el propio contenido de


la obra y los poemas de William Shakespeare que vuelve a copiar. Este
acción de volver a comentar las escenas y poemas también fue repro-
chado por mis compañeras de tribunal.
Cuando en la Memoria termina el comentario extenso de su pro-
pio texto, nos muestra en el apartado IV, “Dificultades, soluciones y

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conclusiones”, una lista exigua y sin desarrollo (por tanto, desaprove-
chando una oportunidad para la reflexión) de las dificultades. Luego
cinco líneas para describir las soluciones, que dice que le llegaron gra-
cias al tiempo y al entusiasmo. Y concluye con un párrafo de diez líneas
meloso y autocomplaciente, muy alejado de lo que, al menos para mí,
debe ser un trabajo intelectual y científico propio de un Máster Univer-
sitario.

Y sin el apartado “Resultados”.

F). Por último, la defensa del trabajo fue extraordinariamente pobre.


Sin apoyo visual de ningún tipo, nada más comenzar, pareció ponerse
extraordinariamente nerviosa con una especie de ataque de ansiedad
(yo aún no había intervenido) que obligó a dos de los miembros del
tribunal a tranquilizarla y ofrecerle palabras de consuelo, cuando, co-
mo luego vimos, la defensa consistió en la lectura literal, sin aportación
oral improvisada alguna, de un texto que traía escrito. Sólo para leer un
texto previamente escrito tuvo que hacer varias paradas. El texto repe-
tía partes del trabajo y fue muy breve.
Si una escritora, al hablar de su propia obra, no es capaz de articu-
lar públicamente sus ideas de una manera coherente y divulgativa, va a
ser enjuiciada críticamente por lectores y medios.
Por ello me pareció una defensa pobre, deslucida y sin contenido.

G). Por todo ello, considero que trabajo, memoria y defensa fueron
pobres y merecían una calificación baja. No obstante, firmé la califica-
ción de “7, Notable”.

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6 de marzo de 2017
Prof. Dr. José Enrique Cabrera Valente

23
NOTAS PARA UNA COMEDIA EN CINCO ACTOS

Por José Iglesias Blandón

«Y tú, sueño, que a veces vienes a cerrar los ojos del dolor».
El sueño de una noche de verano. W. Shakespeare

21 de junio.

Ríete. Rueda hasta él, decidida, y tranquilízale con besos. La cama, de


noche, es un buen lugar para el convencimiento, como un confesiona-
rio. Acaríciale las cejas, los párpados, las legañas. Dile, entre susurros,
cinematográficamente, que lo apoyas a pie juntillas, que es un magnífi-
co escritor, que tiene toda tu confianza, que vas a estar ahí hasta que
las ranas croen pelos. «Querrás decir críen», te corrige, pero no añadas
nada más, ¿de acuerdo? Entierra tus labios sobre sus hombros y tírate
unas cuantas pedorretas. Luego cróale. Fíjate si tiene los ojos abiertos o
cerrados.

22 de junio.

Tras desayunar, masticando aún semillas de la última tostada multice-


reales, sal a cumplir con tu remunerada jornada laboral. Inspira, espira.
Dale los buenos días al mundo. Trabajar dignifica. Trabajar hace que te
sientas útil. Trabajar evita que pienses cosas malas. Repítetelo. Mien-

25
tras, él se queda en casa, escribiendo. Ahora está desarrollando un rela-
to basado en la obra El sueño de una noche de verano. Su Asociación
Literaria sin Ánimo de Lucro va a reunir una antología conmemorativa
sobre William Shakespeare y él quiere participar, necesita participar,
establecerse, dice, dentro del «campo de batalla». Pues nunca ha publi-
cado nada. Y está oxidado. Sin luz. Sus musas andan abatidas por falta
de vitamina D. Inspira, espira. Antes de arrancar tu coche, mira por el
retrovisor y obsérvale, ahí, plantado frente a la ventana del salón, sacu-
diendo los brazos en señal de despedida, o de socorro.

23 de junio.

Acostúmbrate a que tus conocidos hagan chistes fáciles sobre tu profe-


sión. Cosas como: «Andas siempre con las manos en la masa», «Hueles
a macho», «Estarás hasta el nabo, ¿no?». Porque eres uróloga. Especia-
lizada en tratamientos de fertilidad. El bienestar de tus pacientes es tu
bienestar. Tienes la consulta empapelada con dibujos dedicados. «A la
doctora más requetebuena». «¡Grasssias!». «Sin ti yo no estaría aquí».
«Para mi segunda mamá». Dibujos dedicados por todos esos fetos en
cuyas gestaciones has tenido algo que ver. Estremécete.

Acostúmbrate a que tu padre haga preguntas sobre su profesión. Cosas


como: «¿Y se dedica a algo más aparte de escribir?», «¿Pero le pagan?»,
«¿Qué expectativas tiene en esta vida?».

24 de junio.

Está agotado. «Tanto esfuerzo creativo me tiene mentalmente exhaus-


to». Azúzale para que se recueste en el sofá mientras tú pasas la escoba,
vacías el lavavajilla, arreglas dos tiradores de la encimera, riegas la jar-

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dinera, sacas la basura, recoges la ropa tendida. «Escribir debe suponer
una búsqueda constante», te explica, pausado, recalcando cada palabra
como en uno de esos vídeos didácticos del canal Cosmopolitan para
aprender a cuidar tu zona íntima. «Escribir es viajar a lo más profundo
de la conciencia». Cuéntale que tú también, de adolescente, atravesaste
una etapa artística. Dibujabas tiras cómicas sobre animales sin rostros,
humanizados. Una manera conceptual de expresarte contra el sistema.
«Ya, cariño, pero no es lo mismo», te dice, reposando sus pies descal-
zos sobre los cojines. Tiene unos dedos bonitos, firmes como teclas,
con pelillos. Aunque las lúnulas de sus uñas están demasiado oscureci-
das, y eso a veces provoca que apartes la mirada. «No, guapetona, lo
tuyo y lo mío es, en esencia, algo completamente diferente». Aparta la
mirada. Ponte ropa cómoda. Ve desnudándote por el pasillo, moviendo
las caderas al ritmo tarareado de cualquier canción de Shakira. Saca
bíceps, colócate el sujetador sobre la frente, saca pecho, siéntete pode-
rosa, Wonder(bra) Woman. «Escribir no es buscar respuestas, sino
preguntas», te grita desde lejos.

25 de junio.

Oblígale a salir, juntos. Podéis ir al cine. Él quiere ver la última de Jim


Jarmusch; tú, ésa con Jennifer Aniston. Échalo a suerte. Moneda al aire:
cara o cruz. Pinto, pinto, gorgorito. Pares o nones. Una, dola, tela, catola.
Piedra, papel o tijera, al mejor de tres. Finalmente acabáis en el parque,
sobre el césped, buscando estrellas. Él cuenta treinta y seis; tú, treinta y
siete.

*****

27
13 de septiembre.

De camino a casa, detente un momento en la librería y cómprate tu


propio ejemplar de El sueño de una noche de verano. «¿Por qué has
hecho eso?», te regaña él después, «yo ya tengo uno, podría dejártelo,
nuestra economía no está muy boyante».
Es un texto breve, amable. Léelo con ahínco. Toma notas. Compara co-
mentarios filológicos de Internet para profundizar en la personalidad del
autor, en la psique de sus personajes, en la trastienda argumental. Luego
cuélate en el cuarto de baño, siéntate sobre la tapa del váter mientras él
se está duchando, dile: «Mi personaje favorito es sin duda Titania, la
reina de las hadas, una auténtica Margaret Thatcher». También: «Si yo
fuera Shakespeare, con todo ese follón del líquido mágico, hubiera pro-
vocado un encantamiento de amor homosexual entre Demetrio y Lisan-
dro». También: «¿Sabías que el duendecillo Puck da nombre a un satéli-
te de Urano descubierto en 1985 por la sonda espacial Voyager 2». Y
también: «Recuérdame comprar Viakal para limpiar esos azulejos del
lavabo». Abre un poco la mampara del plato de ducha y asómate. El
agua serpentea por su espalda como esquiadores intrépidos. Hay gotas
acantonadas sobre sus nalgas, que vibran con entereza ante cada jabo-
nado. Pellízcale. «¡Ay, joder, chica!», exclama, volviéndose hacia ti. Tiene
el ombligo prominente, cubierto de espuma: una fresa con nata. Te co-
menta: «Para mí la tesis central de esta obra plantea la superficialidad
del amor. Un sentimiento traicionero, maleable, inestable, desvalido».
De camino al trabajo, detente un momento en la librería y devuelve tu
propio ejemplar de El sueño de una noche de verano. «¿Por qué has
hecho eso?», te regaña él después, «no vayas a arrugar el mío ahora con
tanto manoseo, me pone histérico eso».

28
14 de septiembre.

El primer paciente de la tarde está preocupado por su semen, demasia-


do acuoso, transparente, sin fuste, amarillento, con grumos, «como
gelatina de piña Royal», te dice.
El segundo paciente exige una biopsia prostática ipso facto.
El tercer paciente quiere revertir su vasectomía, y ya de paso aprove-
char la entrada en quirófano para retocarse el prepucio.
El cuarto paciente solicita información sobre la fecundación in vitro
por microinyección intracitoplasmática: porcentaje de éxito, riesgos,
precio, descuentos con carné joven.
El cuarto paciente necesita ondas de choque a baja intensidad y alta
frecuencia para luchar, mediante angiogénesis, contra su disfunción
eréctil. Cinco mil irrigaciones radioactivas por sesión con la máxima
comodidad.
El quinto paciente describe urgencia miccional, molestias inguinales,
espasmo abdominal. Pruebas: exploración física, ecografía, análisis de
sangre y orina. Resultados: negativos. Opinión: ansiedad. Nota: de ca-
ballo.
El sexto paciente se preocupa por la inactividad progresiva en sus glán-
dulas sexuales masculinas, conocida como andropausia. «Pitopausia, ¿a
que sí?», te dice.
El séptimo paciente, donante anónimo de espermatozoides, exige a
chillidos que le devolváis a cada uno de sus «hijos».

15 de septiembre.

29
Pregúntale si te quiere. Si daría un órgano vital, cualquiera, por ti. Si
escarbaría un océano de cemento para sacarte a la superficie. Si doma-
ría un cocodrilo, si lamería un cactus, si abriría cocos con los dientes
por tu amor. Pregúntale si te quiere tanto como tú a él. «¿De verdad?».
Insístele: «¿De verdad de la buena?».

16 de septiembre.

Gira el pomo de la puerta y comprueba si aún tiene el pasador echado.


Últimamente suele atrincherarse en su estudio durante horas para
escribir. Lo hace sólo cuando tú estás en casa. Y eso desencadena ries-
gos en la convivencia. ¿Pues qué pasaría si la nave en vuelo rasante de
un descomunal alienígena colisionara contra vuestra fachada e inunda-
ra con sus litros y litros de sangre ácida el dormitorio, los baños, la
cocina, a una velocidad vertiginosa, mediante oleadas, y él, desorienta-
do entre tanto fermento y corrosión, no consiguiera escapar de esa
habitación, de esa trampa apestillada? Riesgos para la integridad de la
pareja.

17 de septiembre.

Ve dejándole pósits con frases motivadoras por todos sitios. En la puerta


del frigorífico. Junto a los espejos. Dentro de sus zapatos. ESCRIBE CO-
MO SI NO HUBIERA UN MAÑANA NI TAMPOCO UN AYER. Citas
que puedes sacar de Google, pero también de alguna banda sonora Dis-
ney o de esos sobres de azúcar cilíndricos que sirven en la cafetería de tu
hospital. SIEMPRE ES DEMASIADO TEMPRANO PARA RENDIRSE.
Alrededor de la televisión. Bajo la almohada. Entre sus calzoncillos plan-
chados. IMAGINACIÓN MUERTA, ¡LEVÁNTATE Y ANDA! Hazte con

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rotuladores de diversos colores para agrupar cada enunciado por blo-
ques temáticos: rojo, fortaleza; naranja, constancia; verde, seguridad;
azul, superación; rosa, erotismo. ¡ESE CUERPO! ¡BOMBÓN! ¡TE VOY A
COMER ENTERO! Cuida que no se te escape una «h» o «v» de más, una
tilde de menos, porque, ya sabes, él es especialmente sensible con estos
temas. EL ÉXITO ES INTENTARLO, NO CONSEGUIRLO. Palabras que
puedes usar tú después como estado de WhatsApp, con fotos de Paulo
Coelho.

18 de septiembre.

¿Qué es un relato?
Conoces su definición favorita al dedillo, aprovecha cualquier oportu-
nidad para repetírtela. Dice así: cuando hayas escrito tu primera histo-
ria, déjala en un lado del escritorio. Así, haz lo mismo con la historia
número dos, tres, cuatro…, treinta y cinco, treinta y seis, treinta y sie-
te…, ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa… Al llegar a la noventa
y nueve, cógelas todas y rómpelas. Después escribe la cien. Ésa, la his-
toria número cien, es un relato.
«Esta hazaña merece un relato», te comenta él tras completar su pri-
mera serie de flexiones matutinas a una mano. «Sabes qué es un relato,
¿no?».

19 de septiembre.

Pídele que te lea algo de su nuevo proyecto. Si se niega, defiende la


conveniencia de una segunda opinión, la necesidad de unos ojos lim-
pios y puros como los tuyos.

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Pídele que te deje leer algo de su nuevo proyecto. Si continúa negándo-
se, cuenta hasta tres y deja de respirar, gime, derrúmbate sobre él, pa-
talea, retuércele los pezones, perfora su nariz con tu lengua, gruñe,
resopla, engánchate a su cuello y balancéate, que sienta tu peso, el
mismo peso que debes soportar tú cada día.

20 de septiembre.

Con nocturnidad y alevosía, inspecciona la papelera de su escritorio.


Algo es algo. Ahí está, hecha añicos, la tramoya del espectáculo. Algunas
páginas, escritas a ordenador, contienen versos. Te gustan mucho éstos:

Manchadas sierpes de doble lengua,


espinosos erizos, no os dejéis ver;
orvetos y lagartijas, no hagáis daño;
no os acerquéis a la reina de las hadas.

Ruiseñor con suave acento,


canta nuestro dulce lalará.
Lala, lala, lalará, lala, lala, lalará.

Ningún perjuicio,
encanto o maleficio
a nuestra amada dueña se aproximará;
así, pues, buenas noches con lalará.

32
21 de septiembre.

Prepárate infusiones de cola de caballo contra la retención de líquido,


ha sido un verano largo.

*****

16 de diciembre.

El último paciente de la tarde tiene una sonrisa encantadora y un es-


croto bien hidratado. Mientras examinas sus testículos entre tus ma-
nos, te pregunta tiritando: «¿Parece muy grave, doctora?». Mantente
en silencio unos segundos, es tu momento, puedes olfatear su incerti-
dumbre, toda esa tensión encerrada, dale flow al diagnóstico, en la
facultad de Medicina os estrenaban para tener el control. Quítate los
guantes de látex como Rita Hayworth y dale un respiro, dile que pade-
ce un simple varicocele, es decir, varices testiculares, en el izquierdo,
grado uno, poca cosa, tranquilízale, dile que sus Angry Birds están a
salvo. Utiliza el minúsculo mando a distancia de la calefacción central
para subirla unos grados más y guárdatelo de nuevo en el bolsillo supe-
rior de tu bata, junto al bolígrafo con publicidad de Bayer, a los tiques
de aparcamiento regulado, al cupón de la Primitiva, a las cáscaras de
pistachos, justo bajo la placa identificativa con tus apellidos. «¡Hala,
cuánto tiempo, seguro que no me recuerdas!», te suelta el paciente,
pero tú desconfía de esta frase a priori: así suelen presentarse siempre
los vendedores de seguro, los asesinos en serie, los fantasmas de navi-
dades pasadas, los actores porno. Obsérvale con ojos de sospecha, co-
mo si miraras directamente al sol. Y lo cierto es que atesora unas fac-
ciones radiantes. «Fui tu compi de pupitre en Primaria, el admirado

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niño de las plastilinas, pequeño Dedos de Plata, capaz de modelar hasta
la mismísima Venus de Milo». Claro, te acuerdas, y de aquella canción
que le compusisteis: Deditos de Plata, moldéame una casa con porche,
jardín y flores de jazmín. Pídele que la cante contigo: Deditos de Plata,
moldéame un gran juguete, para que nunca pueda irse por el retrete.
Échale una mano al hombro y balancéate junto a él como dos borra-
chos de cantina. Su timbre posee alma soul, un racimo de gorjeos en
falsete, estirando demasiado las vocales, como si por momentos se
ahogara con su propia saliva, una agonía armónica preciosita. Tú desa-
fina a propósito, voz en grito o «en grillo»: saca a relucir la impudicia
de los años. Deditos de Plata, moldéame un perrito sin pulgas, moquillo
ni pelos en el pito. «Apoteósico», te dice, con los calzoncillos aún por
las rodillas, «¿me los subo ya?». Baja tu mirada. ¡Álzala, álzala! Respón-
dele sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, por supuesto, y discúlpate entre titubeos, con
una lluvia de onomatopeyas inquietas como orgasmos. «Bueno, lamen-
to muchísimo que nos hayamos reencontrado en estas circunstancias»,
te comenta, «desnudo decaigo siempre un par de tonos». Es una bro-
ma estúpida, pero te hace gracia. Prescríbele el uso de calzoncillos ajus-
tados y un seguimiento médico periódico. Ofrécete como uróloga de
cabecera: dile que, para cualquier cosa, ahí te tiene a su disposición.
«Mil gracias. Trabajo por aquí cerca. Anota mi teléfono. Podríamos
tomar café algún día. ¿Qué opinas?».

17 de diciembre.

Estas Navidades, como artefacto decorativo, causan furor unas escale-


ras de mano con tres Reyes Magos trepadores, ideales para vestir los
balcones de espíritu mágico. Las venden en cualquier bazar chino, en
económicos paquetes de dos por uno y cuatro por tres. Cuelga una de

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la ventana de tu dormitorio, del salón, de la habitación de invitados,
del estudio, de la cocina, del lavadero, de la claraboya de ambos baños.
Tu casa, desde fuera, parece el abordaje de un barco persa.

18 de diciembre

«Deberías salir con amigas», te aconseja él. «Siempre es saludable. Que


no te pase como a mí».

19 de diciembre.

En prime time emiten ahora un anuncio donde un peque soñoliento,


de madrugada, oye ruidos en la planta baja y, al asomarse, se encuentra
a un encapuchado con un saco enorme junto al árbol de Navidad. «¿Es
usted Santa Claus?», le pregunta, y el tipo responde: «No, sólo soy un
ladrón». Entonces hombre y niño se funden en un sentido abrazo, so-
llozan, comen mazapanes y fruta escarchada, abren algunos regalos,
entonan Jingle bells, esa canción sobre lo divertido que es tener un ca-
ballo flaco, lacio y sin cola. Es una campaña publicitaria de conciencia-
ción ciudadana sobre la exclusión social.
«Pues yo voy a pedirme un libro electrónico con pantalla HD y wifi», te
dice él, tu hombre-niño, pero niégate, de ninguna manera, porque este
año quieres sorprender, desconcertarle con algo original, diferente, una
apuesta personal, nada de imposiciones. «Puf, desde que eres la única
que mete dinero en casa sueltas un tufo feminista que tira para atrás».
¡¿Cómo?! Repruébale ese tono. Pregúntale a qué viene eso. Dile que no
sea bobo, que sois un equipo, que estáis juntos en esto. «Define el tér-
mino “esto”», te pide.

35
20 de diciembre.

La cama, de noche, también es un buen lugar para ajustar conceptos,


como un centro de clases extraescolares. Tras hacer el amor, extiende
tú la colcha y sepulta de pies a cabeza vuestros cuerpos despojados y
pringosos. Te encanta cuando os refugiáis ahí debajo al margen de
tiempo y espacio, un microentorno esterilizado, una cueva de franela
con inmunidad diplomática, exclusivamente para los dos. Acaríciale los
labios. Juega con el vello de su pubis. Estrújale una espinilla del hom-
bro. Perfila con tus dedos esas tres líneas centrales que encadenan la
palma de su mano formando una m («muerte», «maridaje», «miedo»,
«Mordor»). Te suelta: «Estoy agobiado». Te insiste: «Me asfixias». Te
puntualiza: «Aquí cubiertos hasta arriba tantos minutos sin ventila-
ción». Te pide: «Destápame». Aparta la cocha, permite que pase de
nuevo el aire con todos y cada uno de sus gérmenes. Olfatea. Hay olor
a pedo. Dile que tú no has sido. «Yo tampoco». Dile que no se te ocu-
rriría jamás hacer algo así en estas circunstancias. «Ni a mí». Dile que
no sólo sería una falta de respeto, sino una auténtica asquerosidad.
«Por supuesto». Dile que quizá provenga del mal funcionamiento de
los bajantes. «Claro, podría ser».

21 de diciembre.

Estos versos no te gustan demasiado:

La lengua de hierro de la medianoche ha dado las doce.


Amantes, al lecho; es casi la hora de las hadas.
Temo que durmamos hasta muy entrada la mañana,
que esta noche ha sido larga nuestra vela.

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Esta grotesca farsa ha acelerado
el paso perezoso…

22 de diciembre.

¿Quién es escritor? ¿Alguien que vive profesionalmente de la escritura?


¿O cualquiera que escriba? «¿Dónde fijamos esa línea entre ser y es-
tar?», te pregunta. Respóndele: En el Triángulo de las Bermudas.

23 de diciembre.

Dice que ha descubierto la solución para superar esos bloqueos ante el


folio en blanco: escribir sobre su entorno. Ficcionar la realidad. Asaltar el
yo a quemarropa. «Voy a canalizar hacia mi literatura todo lo que me
esté haciendo daño», te explica, «porque el dolor da sentido a muchas
cosas».

24 de diciembre.

Esta Nochebuena la celebráis en el piso de tu padre.


Ha preparado una cena a base de mariscos, fiambre y aliños. La mesa
está festoneada con hojas de acebo y muérdago. Los platos son de plás-
ticos, como en una fiesta de cumpleaños. Sobre la jaula de la cacatúa,
una guirnalda de cartulina dice JESUCRISTO BENDICE ESTA CASA.
Ha comprado un Papá Noel de treinta centímetros, con sensor de mo-
vimiento, que canta El tamborilero y sacude las caderas.

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No te estreses.
No opines de temas políticos.
No entres en debate sobre la maternidad.
No menciones la palabra «religión».
No dejes de parecer inmensamente satisfecha con tu vida.
No bebas tanto vino.
No hables de tu relación de pareja.

«El economato del barrio busca cajeros a media jornada», te cuenta tu


padre en la cocina mientras le ayudas a preparar la bandeja de turro-
nes. «Podría echar el currículum tu novio». Ruégale que se mantenga
al margen de tus asuntos, por favor. «No creo que vaya a herniarse si
dobla el lomo un poco de vez en cuando», te comenta intentando abrir
una nuez con las manos. Dile que se está pasando de la raya. «Un pico
y una pala le daba yo a ese vividor», te insiste tras escupir una peladilla
en el fregadero. Coméntale que, con esa actitud, no te extraña que
mamá saliera por patas y desapareciera hace años.
Tu padre se lleva una mano a los labios, esconde la mirada, rompe a
llorar.
El Papá Noel canta El tamborilero.
La cacatúa grita todos esos tacos que le enseñaste cuando eras peque-
ña.
Tu chico desde el salón pregunta si necesitáis una mano, si va todo
bien por la cocina.

25 de diciembre.

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Tu regalo para él es un álbum artesanal, forrado de papel charol y go-
ma eva, con un montón de fotografías vuestras.
Su regalo para ti es un libro electrónico con pantalla HD y wifi.
«¡Feliz Navidad, guapa!».

*****

2 de abril.

La cafetería, de techo alto y abovedado, está alojada en uno de los pa-


bellones del antiguo matadero municipal, habilitado ahora como cen-
tro de arte contemporáneo. Los apodos estilísticos para cada tipo de
desayuno (el Pompidou: dos cruasanes con fuagrás; el Tate: huevos
revueltos con beicon; el MoMA: medio mollete con mantequilla y azú-
car) aportan contraste a los rieles y ganchos que aún atraviesan la nave
de pared a pared, a media altura, como tendederos. En la entrada, jun-
to a las estructuras tubulares de la exposición itinerante mensual, tam-
bién se conserva la inscripción EDIFICIO B. ZONA DE SANGRADO
VACUNO, mohosa, con grietas, deslustrada, malherida por la posmo-
dernidad.
Siéntate en un velador frente al ventanal y contempla cómo se ve la
vida desde este otro lado: una manzana mordisqueada sobre la calzada
vaporosa, un semáforo que mantiene el color ámbar demasiado tiem-
po, una bici sin sillín, un balón rajado, una farola empapelada con car-
teles de SE BUSCA, dos perros que ladran antes de olfatearse el trasero
uno al otro. Las personas, automatizadas, transitan nerviosas como
neuronas, esquivándose entre sí segundos antes del impacto. El cristal
que tienes delante está polarizado, no pueden verte. Hazles morisque-

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tas. Una niña en chándal que corretea por la acera se detiene de repen-
te y pone su mano sobre la cristalera.
Cuando la camarera te pregunte si vas a tomar algo, dile que sí, en
cuanto llegue el amigo con quien has quedado.
Acomódate y proyecta un modelo de conversación distendido.
Dedos de Plata no debe tardar ya mucho. Llegará aclarándose la gar-
ganta con delicadas tosecillas, doblará la chaqueta sobre el respaldo de
la silla y te dirá: «Bonito día».
Y tú le comentarás que eso esperas, pues hoy tienes por delante una de
esas insufribles jornadas con horario intensivo.
Y te compadecerá, poniéndose en tu pellejo como crema hidratante:
«Pobrecita. Qué vas a contarme, yo también me dedico al maravilloso
mundo del sector sanitario, soy higienista dental».

Y entonces tú le chocarás esos cinco y aprovecharás para colarle el típi-


co chascarrillo sobre urólogas, profesionales que te la tocan con asco,
te la miran con desprecio y cobran como si te la hubieran chupado.
Y te sonreirá encajando perfectamente las mandíbulas, mostrándote
unos dientes labrados con empeño para sabotear la prueba del car-
bono-14, y dirá: «Eres muy divertida. No te recordaba así, con aquellas
dos coletas y esa forma tan trágica de pronunciar “plastiquina”».
Y tú, afectada, exclamarás un lamento gutural, como una osa herida o
un cajero sin fondo o una cisterna atascada.

Y, pasando por alto tu sobreactuación, te explicará: «Es que mi trabajo


es cien por cien agradecido. No acarrea diagnósticos imprecisos, efec-
tos secundarios, falsas expectativas. Cada paciente, al instante, regresa

40
mejorado al mundo con su boca nueva, un soplo de autoestima para
que puedan seguir recibiendo amor».
Y tú le dirás que por la boca vive el pez o cualquier tontería del estilo.
Y apostillará: «El ser humano necesita sentirse querido».
Y nadie dirá nada durante un instante, ese período exacto entre una
ráfaga de suspiros y un cruce de brazos, para que el silencio desempeñe
su escandaloso cometido, durante el cual tú lamentarás no conocer
ningún chascarrillo sobre higienistas dentales.
Y te dirá: «Me encantaría salir una noche contigo a cenar».
Y ahí tú aprovecharás para contarle que tienes novio.
Y manteniendo el tipo, inalterable, se disculpará: «Creo que me has
malinterpretado. Sólo me gustaría no perder el contacto contigo tras
este grato reencuentro. Como amigos, claro. Me caes genial».

Y luego tú parpadearás a marchas forzadas, pasada de rosca, pensando,


por ejemplo, sobre el hambre en el mundo.
Cuando el camarero te pregunte si quieres ir pidiendo algo mientras tanto,
Dedos de Plata aparece, llega hasta tu mesa, tose para aclararse la gargan-
ta, dobla su chaqueta sobre el respaldo de la silla y dice: «Bonito día».

3 de abril.

En la radio del coche suena una canción de la banda Garbage que repi-
te «Sólo soy feliz cuando llueve».
La puerta mecánica del garaje de casa no funciona: aparca en el único
hueco disponible, cuatro calles más abajo, y sube la pendiente cami-
nando.

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El abultado felpudo de entrada entierra tus zapatos como un campo de
centeno.
Las paredes del pasillo albergan sombras, churretes paranormales de
grasa y polvo con las formas de un test de Rorschach.
Los plafones del lavadero titilan como un club de carretera: tras la ter-
cera copa, un centrifugado gratis.
Alrededor de la lavadora hay una extensa romería de hormigas con sus
tutús negros, con su laboriosidad negra, que cargan pulidas cáscaras de
pipas como sarcófagos. Baila la danza de la lluvia sobre ellas.

4 de abril.

Tápate los ojos con la almohada, un acto reflejo, sobresaltada por su


silueta entre la oscuridad del dormitorio. Son las 3:27 de la madrugada
y él está sentado al filo de la mesilla de noche, entre las cortinas, inmó-
vil, mirando fijamente hacia la calle. ¿Qué busca? ¿Dónde se encuentra
su mente ahora mismo? ¿Qué acecha? Son cuestiones interesantes que
debes plantearte.

5 de abril.

En la papelera de su escritorio no hay versos, sino una lista, escrita a


lápiz, con el título COSAS QUE ME HACEN DAÑO:

Mendigos.
Pequeños animales ultrajados (moscas, cucarachas, hormigas).
Mi novia Mary Poppins: prácticamente-perfecta-en-todo.
Libros de autoayuda.

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Realismo sucio.
Mercado editorial.
Mi novia géminis: ¿dos caras?
Personalidad común.
Pobreza cultural.
Falta de compatibilidad.
Soledad en compañía.
Relojes.
Mi novia sistemática.

6 de abril.

Plántate delante del espejo, recógete el pelo en dos coletas y repite la


palabra «plastiquina» unas cien veces.

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7 de abril.

Pregúntale por qué piensa todas esas cosas feas sobre ti. «Vaya tela,
uno ya ni puede conservar su propia intimidad en esta puta pareja», te
espeta él. Le da un sorbo al enjuague bucal y se golpea los dientes con
la boquilla de cristal. «Joder… Esa lista no es mía, sino del protagonista
de mi relato», te explica. El líquido rojo mentolado para bocas limpias y
sanas rebosa por la comisura de sus labios. «Autor y personaje son dos
entidades completamente distintas», te aclara entre gárgaras. «Queri-
da, como escritor sólo selecciono piezas infinitesimales de pensamien-
to para desarrollarlas en una estructura literaria, con su ritmo, su tono,
sus puntos de tensión». Exígele que deje de hablarte como si estuviera
ante un tribunal académico, ¿acaso tienes tú cara de poder concederle
la matrícula de honor? «La condición humana resulta demasiado com-
pleja para definirla a través de la ficción», te insiste, «la realidad es
otra». Dile que te explique cuál es vuestra realidad. «Aun así, la que se
pica, ajos come».

*****

13 de junio.

La predicción astrológica de la revista digital Ser mujer en temporada


baja para tu horóscopo indica: «GÉMINIS: Vuestra relación de pareja es
idéntica a una santa guillotinada que sigue andando por la ciudad con
su cabeza en las manos. Toma paracetamol y mucha agua». La vida
parece una sátira. El tiempo tiene memoria de Snapchat. El amor úni-
camente es «Roma» del revés.
Coge tu vaso, bebe un poco de agua; porque es agua, ¿verdad?

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14 de junio.

Valora si él, para importunarte, hace a propósito ese sonido al sorber la


sopa. El quejido de un pato de goma. Una pistola de aire comprimido.
Podría abrir mucho más la boca y acomodar bien la cuchara sobre su
lengua. Parece un oso hormiguero. Pone la cara como una puñetera
acedía.

15 de junio.

En su estado de WhatsApp pone: «El Arte es una manera de expresión


imprescindible». Escríbele que las facturas de alquiler, luz y agua tam-
bién lo son. Está en línea; lleva así toda la mañana. Escríbele que no te
responda con más dichosos emoticonos, que no se salga justo ahora
cuando tú le estás hablando.

16 de junio.

¿Hay alguna diferencia entre relato y cuento?


Relato, según él, es «precisión, sutilidad, contención, subtexto, mostrar
en lugar de decir».
Y cuento, según tú, es lo que tiene él.

17 de junio.

Ordena la fruta que hay en el bufé de la cafetería de tu hospital. Inven-


ta títulos de películas para cada pieza. Chirimoya baby. Alguien voló
sobre el nido del coco. La ley del membrillo. Higo salvaje. La pera de las

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galaxias. Río breva. Imagínate una estatuilla de los Oscars con forma de
berenjena. Para ti, los premios al mejor guion adaptado, montaje y
actriz de reparto. Te hace entrega de todos ellos un manojo de uvas.

18 de junio.

Hoy tu jornada de descanso te obsequia con un sol radiante, una brisa


confortable y su mano en tu espalda al comunicarte que se larga du-
rante un tiempo. «¡Necesito mundo para crear!», añade repiqueteando
sobre tu escápula. «¡Experiencias! Si no lo máximo que escribiré serán
novelitas de aventuras». Te pide comprensión. ¿Comprensión o com-
presión? Tú por si acaso empieza a disminuir de tamaño, una vertigi-
nosa pero hemostática caída libre, vuélvete pequeñita, pequeñita, pe-
queñita, lo suficiente para escapar a través del desagüe.

19 de junio.

Tu casa proyecta esa calma tensa de las salas de espera. Todos los des-
pertadores analógicos palpitan demasiado rápido, arrítmicos, como
campos de batalla. La luz del porche sigue encendida: déjala así, una
bengala de salvamento marítimo. La puerta de su estudio permanece
abierta. Él está sentado frente al ordenador, a oscuras. La pantalla per-
fila una mascarilla acuosa sobre su rostro. No entres; quédate apoyada
sobre el quicio, como una aspiradora. «Lamento mi comportamiento»,
te dice él frotándose los ojos. Respóndele que no pasa nada, que todos
decimos cosas y luego nos arrepentimos.

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20 de junio.

La puerta corredera del armario desencajada. El último cajón de su


mesilla de noche abierto. Un cepillo de dientes menos. En la cómoda,
una nota que dice: «Sin rencor».
Déjate caer sobre la cama.
Telefonea al restaurante más cercano para pedirte una pizza: comuni-
ca.
Telefonea a tu padre: sin respuesta.
Telefonea a Dedos de Plata: responde una mujer. Cuélgale.

21 de junio.
Búscate un mechero. Sal al jardín. Recoge unas cuantas ramas secas y
échalas en algún macetero de barro vacío. Prende el clínex que llevas
usando todo el día. Haz una pequeña hoguera. Acuclíllate al lado. Pon
las manos sobre las llamas, nota el hormigueo en los dedos. Cierra los
ojos. El fuego alumbra, protege, purifica. Y, para colmo, ésta es la no-
che más corta del año. Siéntete afortunada.

47
INFIERNO CHICO

Por Clara Astarloa

«La conjura, que ha velado,


su momento espera.
Si en algo estimas tu vida,
sacude el sueño, espabila.
¡Despierta! ¡Despierta!».
La Tempestad. W. Shakespeare

Mi padre nunca se molestó en comprobar cuál había sido verdadera-


mente el foco del incendio. Simplemente no dejaba de mirarme de
manera sospechosa, sobretodo esa noche cuando volvimos del velorio
y vio que su casa era una inmensa chimenea. Al día siguiente la luz
desenmascaró las paredes quemadas, los muebles consumidos, las tejas
ennegrecidas y el hollín volando como si fueran tulipanes negros recién
arrancados y salidos del infierno.

―Esto es lo que provocó el incendio ―decía mientras señalaba mi


cama, desde donde salía aún un humo atroz y donde horas antes yo
había estado con mi novio. ―Este es el lugar del pecado ―y señalaba
el colchón mientras caminaba por el cuarto y el pasillo con los ojos
desorbitados entre medio del hollín y el humo y apuntaba a la cama

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desconsoladamente mientras mamá y yo le gritábamos ya desde la
galería que saliese del cuarto mientras el humo seguía desprendiéndo-
se y podía, con el paso del oxígeno, avivar otra vez la llama.

La casa se había vuelto irreconocible. En cuanto estacionamos el auto


esa noche en la entrada del garaje, y mi padre puso la llave en la cerra-
dura, una humareda salió voluptuosamente, un humo denso y negro
que lo hizo retroceder, darse la vuelta y mirarnos con espanto. Tuvo
que esperar unos instantes antes de comprobar que no había llama,
sólo una inmensa nube de humo y un revuelo de hollín que flotaba en
el aire como una invasión de mariposas negras.
Al principio el humo no nos dejaba avanzar. Dábamos unos pocos pa-
sos y teníamos que retroceder y salir otra vez a la calle. Después, con-
teniendo el aire, logramos entrar otra vez y aguantar unos segundos.
Lo intentamos varias veces hasta que pudimos cruzar el garaje y avan-
zar hasta la cocina. Todo estaba absoluta y fantasmalmente negro. Col-
gaban hilos de hollín desde las lámparas y desde los ángulos de las pa-
redes como telarañas inmensas y oscuras. Las corríamos con las manos
para avanzar y luego volvíamos a la calle para toser, escupir el humo,
respirar hondo y volver a entrar. Cuando logramos llegar al comedor y
al salón principal, todo se volvió aún más un desparvado y oscuro si-
lencio. Parecíamos tres zombis entrando en una casa abandonada, una
casa que no llegábamos a reconocer, tres entes avanzando callados en
medio de un sueño denso, amargo y lúgubre. Nos habríamos equivo-
cado de dirección, quizás de barrio, y habríamos estacionado en el ga-
raje de otra casa, y habríamos bajado creyendo que era la nuestra, ha-
bríamos creído que éramos sus habitantes, pero nuestra casa era otra,
más luminosa, una casa de dos plantas, muchas habitaciones, con una
cocina revestida de madera clara y cálida que daba a una galería amplia

50
y fresca con ventanales inmensos que traslucían un jardín ancho y lar-
go, lleno de plantas y flores.
En el salón, los cuadros neo-impresionistas pintados por mi tío abuelo,
que papá atesoraba como oro de la herencia familiar, estaban prácti-
camente perdidos. Una capa de hollín los cubría y los confundía en la
maleza de humo y quemaduras de paredes y estantes. Mi padre cami-
naba entre ellos y entre los sillones tapizados, entre los portarretratos y
entre los pájaros de porcelana, herencia de mis abuelos, ahora conver-
tidos en cuervos azabaches hollinados y hoscos. La enciclopedia britá-
nica, los escudos de la insignia familiar, la platería y la roseta sobre la
mesa estaban impregnados de capas indelebles de ceniza negra. Papá
caminaba entre ellos en un silencio atroz. Sólo esbozó la primera pala-
bra cuando encaró el pasillo que daba a las habitaciones y la humareda
lo llevó directo a mi habitación y hasta el colchón de mi cama que aún
desprendía humo como un volcán desbocado.
Con mamá lo seguíamos algunos pasos detrás mientras tosíamos, es-
pantando el humo con las manos. Después, ya en mi habitación, frente
al colchón humeante, mi padre solemnemente auguró la primera sen-
tencia sobre el origen infernal del incendio, y yo supe, casi en ese ins-
tante, que algo ya no tendría vuelta atrás, que algo entre él y yo se
rompía o se revelaba ante nosotros, de una vez para siempre.
Cuando dejamos la casa sola esa tarde para irnos al velorio de mi abue-
lo y cerrábamos puertas y ventanas de par en par con cerradura, cerro-
jo y puerta corrediza, no sabíamos que lo que era ya una costumbre
casi obsesiva de papá ―el hecho de cerrar herméticamente la casa para
preservar mejor sus reliquias― salvaría la casa de prenderse fuego al
impedir que la llama inicial absorbiera mayor oxígeno. En ese momen-
to, como es lo normal, no teníamos ni la más remota idea de lo que

51
realmente pasaría ese día y si bien salimos apurados, con mamá aún
planchando su vestido y sin pintarse, mi padre preguntando por
enésima vez a qué hora empezaba la misa, y yo persiguiendo al gato
por toda la casa (porque mi madre exigía que se quedara en el jardín
mientras no estuviéramos) el velorio se convertía en una de esas tantas
salidas alocadas en las que salíamos los tres más exasperados que con-
tentos.

Pero la realidad era que mi abuelo no había muerto esa mañana. Tam-
poco el día anterior ni días antes. Mi abuelo había muerto hace bastan-
tes años, sólo que a mi familia le gustaba conmemorar los aniversarios
de las muertes de familiares como si fueran la muerte misma. Mis tías
(mi madre y sus tres hermanas) y mi tío Carlos, bien a la usanza de la
tradición italiana, preparaban con mucha antelación la reunión: lo que
comeríamos, cómo lo celebraríamos, dónde nos reuniríamos, entonces
le encargaban a un cura amigo una misa en alguna iglesia cercana al
cementerio y luego de la misa, tremendamente emotiva, en la que se
nombraba a mi abuelo repetidas veces y se rezaba por el descanso de
su alma con aplausos, cantos y loas, como si se hubiera muerto ayer
mismo, nos íbamos todos a la casa de alguna de mis tías y allí nos
reuníamos en una gran comilona festiva donde no faltaban las charlas,
las anécdotas, los juegos y las bromas. Y poco a poco, a decir verdad,
todos nos olvidábamos un poco del muerto y de la razón de la reunión,
y mis tíos se deleitaban en recordar historias de su niñez y de su juven-
tud, en las que el vino potenciaba las carcajadas estruendosas, y mis
primos mayores prendían sus cigarrillos y hablaban de novedades o de
política, mientras sus hijitos pululaban por la casa agarrando todo lo
que pudieran, y los adolescentes vagábamos de acá para allá escuchan-
do música, comiendo y bañándonos en la pileta.

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La familia de mamá siempre encontraba una razón para reunirse y
celebrar algo. Si ese año no había nacido ningún integrante nuevo en la
familia, si no había ningún bautismo, comunión o casamiento, además
de los clásicos cumpleaños, los Galiardi sacaban el haz de la manga y
festejaban la muerte de algún muerto, o sino el aniversario de su naci-
miento, siempre con cantos de feliz cumpleaños, torta, velitas, y guir-
nalda incluidas. La cuestión era reunirse por alguna razón, sea la que
fuese, y festejar algo.
A mi padre estas reuniones no le hacían mucha gracia. Siempre trataba
de no ir, esbozando que ese mediodía jugaba Racing y que estaba por
clasificar en la copa Libertadores, que jugaba River y no podía perderse
la semifinal contra Independiente, o que a la Sabatini le quedaba el
último set y estaba por descalificar a la Navratilova. A veces mamá se le
ponía firme, con brazo de hierro, y no le quedaba otra que ir, y caía en
lo de mi tía con una mueca medio hosca que intentaba pasar por sonri-
sa, hasta que el vino, la carne en escabeche, los ravioles y las charlas de
mis tíos lo aflojaban y lo devolvían luego a casa hecho un blandengue,
ya más allá de todo argumento deportivo, con una sonrisa floja, y así se
iba derechito a la cama, a soñar el triunfo de Racing y el ascenso de la
Sabatini.
Papá, por el contrario a los Galiardi, era un clásico representante de la
estirpe vasca. No le gustaba salir de casa. Con sus hermanos no se veía
prácticamente a pesar de los reproches de mi madre y al hecho de que
no vivían lejos de casa. Le gustaba la vida austera, solitaria y silenciosa.
Amaba su jardín, su taller y las tardes de deportes televisivas. No tenía
amigos, ni llamaba a nadie. Tenía una visión compacta de la vida: algu-
nas verdades a las que se aferraba inflexivamente y una visión descreí-
da y desinteresada del resto de las cosas y del mundo. Su catolicismo
era tan elemental como intransigente: no había variado ni evoluciona-

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do respecto a lo que le habían enseñado de chico, las cosas debían ser
como siempre habían sido y todo lo que innovara, alterara o discurriera
de lo establecido, simplemente no podía aceptarse. Papá no solía ar-
gumentar sus opiniones. Simplemente las imponía. Creaba una especie
de castillo en el que vivía solitariamente y en el que rara vez alguien
podía inmiscuirse o atisbar a entrar. Sólo mi madre tenía algún tipo de
acceso, pero era como un puente levadizo de paso restringido.

Después de arrastrar el colchón humeante al patio y de abrir todas las


ventanas para comenzar a descongestionar tanto humo y hollín, papá,
mamá y yo nos quedamos de pie alrededor del colchón, mirando cómo
el humo subía como una torre alta y estable entre el alero del tejado y
las ramas del algarrobo lindero a la casa.
―Fue ese cuarto el foco del incendio ―espetó mi padre, ya de un
modo que intentaba ser más racional dejando atrás la idea de “pecado”
que había dicho minutos antes.
―¿Dejaste algo enchufado? ―me preguntó mamá, lo que ya sabía
daría pie a un largo interrogatorio.
―Sólo las lámparas ―sobre la pared al lado de la cama había un
toma corriente, en el que solía enchufar un triple con el teclado, la
lámpara de pie con la que alumbraba el escritorio y otra lámpara con la
que leía de noche―. Pero estaban apagadas.
―¿No habrá habido un corto en la instalación eléctrica de ese
cuarto? ―Mamá había permitido que papá se ocupara de la instalación
eléctrica de la casa. Él era el que la había instalado y la mantenía desde
que la habían comprado. Pero mi padre no era ducho en instalaciones
sino en autos de competición. Aunque había inventado recientemente
un encendido electrónico, lo que demostraba su versatilidad en cues-

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tiones tanto de mecánica como de electrónica, lo suyo eran las aplica-
ciones electrónicas pero para autos de carrera.
―No creo. La instalación eléctrica estaba perfecta.
―Podría haber tenido un desperfecto.
―Yo mismo instalé ese circuito eléctrico y sé que andaba bien.
―La hiciste hace más de veinte años, José María ―dijo mi madre.
―La instalación estaba bien.
―Por lo menos no se hizo el corto mientras yo dormía en el
cuarto ―agregué y me estremeció comprobar que efectivamente po-
dría haberme muerto asfixiada de estar acostada en esa cama mien-
tras todo se quemaba y ardía silenciosamente. Pero a mi padre no
parecía alterarlo tanto esa reflexión sino la cuestionada inocencia de
la instalación eléctrica, y rascándose la cabeza entró a la casa de vuel-
ta, a mirar otra vez la casa cuasi perdida, a cerciorarse que todo pare-
cía ser efectivamente lo que era: un mal trago, una broma de dios,
una pesadilla, o en el peor de los casos, un castigo divino.
Esa noche dormimos en la casa de mi tía Isabel. Al día siguiente mis
tíos Galiardi fueron los primeros en llegar y los primeros en ponerse
manos a la obra. Mi tío Carlos empezó removiendo los hilos y redes
de hollín de los techos y paredes con escobas mientras mis tías abrían
estantes y muebles para sacar utensilios y adornos ennegrecidos.
Mamá se había instalado en la cocina. Allí comenzó a vaciar armarios
y cajones. Se comenzaron a hacer pilas de platos, bandejas, ollas y
demás artilugios en el jardín que luego serían clasificados en “recupe-
rables” o “perdidos”. Para su desesperación, la pila de lo perdido reba-
saba por lejos la otra. Mi madre la miraba crecer y se agarraba la ca-
beza.

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Papá prefirió centrarse en su taller. Los transistores, cables, pinzas,
bujías y demás herramientas eran pequeños forúnculos en un mar
ennegrecido, flotando sobre las dos mesas de trabajo. El desorden
original se había convertido en un laberinto de artilugios electrónicos
casi indistinguibles bajo las capas de hollín. Mamá me había sugerido
que me centre en mi habitación y vacíe el ropero y la biblioteca. Apilé
mis libros y cuadernos salvados, y luego al remover el escritorio y la
cama de lugar, dejé al descubierto el toma corriente. Tanto la mesa de
luz, como las lámparas y mi teclado yamaha habían desaparecido,
habían sido consumidos totalmente.
Durante los días siguientes, mis padres no fueron a trabajar ni yo al cole-
gio. Mis tíos y mis primos vinieron a casa y ayudaron con la gran faena
de la limpieza y la recuperación del incendio. Cuando le preguntaban a
mi padre qué lo habría originado, él negaba con la cabeza y contestaba:
―Pregúntenle a ella ―señalándome de reojo. Y volvía a desente-
rrar las herramientas de las cenizas en su taller. Mamá prefería cambiar
de tema y mientras le daba un sorbo al mate que mi tía le alcanzaba,
volvía a meter las manos en el armario o en el cajón hollinado.
Después de las dos primeras semanas de limpieza, papá contrató una
empresa que con hidro-lavadoras intentaron sacar la capa negruzca
impregnada en suelos, techos y paredes. La casa y el jardín parecían un
descampado edilicio después de un terremoto, lleno de restos desbas-
tados y esparcidos. Papá seguía negándose a ahondar en las causas del
incendio, pero me miraba siempre de un modo bastante intenso, y
mamá, de hecho, no en vano me decía:
―Mejor no traigas más a este chico a casa, ¿sabés? Mejor que no
venga por un tiempo.
Leonardo, en sí, no era el tipo de chico que les gustaba. Era músico,
algo desalineado y de pelo largo. Me buscaba por casa algunas tardes y
me llevaba flores que robaba de los canteros del vecindario. Un novio

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que me tenía embelesada completamente, y que ante la estupefacción
de mis padres, comenzaba a encerrarse con la pequeña hija en el cuar-
to quien sabe a hacer qué y la traía en su moto a casa algunas veces
muy tarde, después de llevarla a sus recitales.
Entonces fue un mediodía mientras comíamos, justo antes que los pin-
tores empiecen a repintar toda la casa, y los albañiles comiencen a ins-
talar los suelos nuevos, cuando les dije:
―Esa tarde, la del incendio, encendí una vela en el cuarto. Ahora
me acuerdo.
―¿Qué hiciste qué? ―dijo mi padre y el tenedor se le cayó de
la mano.
―¿Y la apagaste? ―chilló mi madre soltando la mano de la jarra―
¿Qué hacías con una vela encendida? ¿Rezabas? ¿Volviste a rezar otra
vez?
―Seguro la dejó encendida ―dijo mi padre negando con la cabe-
za, tranquilo que la cuestión del corto en la instalación eléctrica queda-
ra totalmente fuera de discusión―. Primero, encerrada en el cuarto
con el novio y encima con una vela encendida, ¿me querés explicar qué
carajo hacías con una vela encendida?
Mamá me llevaba de chica a reuniones eclesiales en las que tenía siem-
pre un papel dirigente. A veces eran encuentros formativos en los que
ella coordinaba y preparaba a nuevos catequistas. Por supuesto era
amiga de varios curas y era figurita repetida en toda misa o evento pa-
rroquial que se organizara. Muchas veces me llevaba con ella, y yo me
quedaba dibujando o jugando a un costado callada. Pero muy pronto,
además de comenzar mi preparación para la primera comunión, em-
pecé a tener revelaciones místicas. Una vez durante un encuentro,
cuando tendría unos cinco años, me levanté de mi rincón e interrum-
piendo la reunión comencé a repetirle a cada catequista mirándole a

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los ojos: “Dios es amor”, “Dios es amor”, “Dios es amor”. Mi madre tuvo
que sacarme fuera tras la admiración estupefacta de los catequistas.
Otra vez me acerqué a una señora, mientras que mamá les hablaba en
otro encuentro catequístico, y tomándole las manos le dije: “Dios está
contigo”. La señora irrumpió a llorar desconsoladamente porque al
parecer su marido la había abandonado hace poco tiempo.
Después de hacer la comunión, conocí a un cura que decidió accionar y
tomar las riendas de mi devenir espiritual. Se llamaba Giorgio Cosetti y
era el obispo de la diócesis donde mi madre trabajaba. Cosetti estaba
seguro acerca de mi presunta precoz vocación y me citaba todos los
meses en su despacho para que le describiera detalles de mi vida, deta-
lles que siempre conducían a una única hipótesis: Dios me quería mon-
ja. Cuando yo le hablaba, él bajaba la cabeza en señal de aprobación,
constatando la revelación que él había recibido: yo iba a ser monja e
iba a serlo muy probablemente en la congregación de hermanas que él
mismo había fundado unos pocos años antes: las hermanas consagra-
das diocesanas, más conocidas como las “hermanas cosetianas”. Lo veía
en mis ojos, en mi carácter contemplativo y reflexivo, lo veía en mis
actos, en mis deseos de ausentarme del mundo, en mis deseos de llevar
una vida austera, y pasarme los días leyendo, cantando, meditando,
lejos de todo y de todos. Yo asistía a sus encuentros por orgullo. Él me
decía que yo era especial, que era distinta al resto de las chicas.
―Dios te eligió, ¿sabés? Dios espera de vos grandes cosas. ―Dios
labraría mi interior poco a poco y pronto daría sus frutos si yo era fiel a
su llamado. Me decía que no debía dejar de hacer ejercicios espirituales
y rezar diariamente para que Dios aclare mi llamado, que él, Giorgio
Cosetti, a pesar de mí, veía claramente.
―¿Qué hacía con la velita? Rezaba, mamá. Como me dijo el padre
Cosetti. Por eso encendí la vela.

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Mi padre soltó un gruñido y se levantó de la mesa enfurecido. Se puso
a caminar por el jardín, maldiciendo, soltando palabrotas y levantando
los brazos. Mamá se quedó mirándome estupefacta.
―No podés rezar con una vela y dejarla encendida. ¡Santo Dios!
―El padre Cosetti me sugirió que lo haga. Yo tuve cuidado. Me di-
jo que la vela creaba un ambiente mejor para rezar.
Pasaron los días y las semanas y con el tiempo, las otras posibles ver-
siones sobre la causa del incendio quedaron solapadas bajo la más ri-
sueña versión de la velita. Al poco tiempo mis salidas con Leonardo
volvieron a reanudarse. Ya no se quedaba en casa, nos veíamos fuera,
pero a veces me buscaba en la moto y me traía de vuelta muy tarde.
Mamá veía que mis prácticas piadosas comenzaban a espaciarse, inclu-
so el obispo vio su revelación mística desengañada, y perdió toda espe-
ranza. Mi padre, con el tiempo, dejó de hablar del incendio, pero yo
sabía que en su fuero interno seguía agradecido a la clemencia divina
por habernos salvado la casa del fuego y de la tremenda velita.

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TRES MUERTOS DE POR MEDIO

Por Alicia Ramos González

«Se atropellan para ver quién compra primero,


como si mis bagatelas estuvieran benditas
y atrajeran bendiciones sobre el comprador».
Cuento de invierno. W. Shakespeare.

―Feliz año, ¿qué tal las navidades, Concha?


La tienda de muebles y decoración de Mercedes conserva todavía un
enorme Papá Noel de madera en la puerta. Con el barullo de las reba-
jas, los marcos, los candelabros y los manteles están revueltos, coloca-
dos en cualquier parte, sin orden aparente. Mercedes vende muebles y
otras decoraciones de interior de las que salen en las revistas. De he-
cho, le gusta poner sobre el mostrador algunas de ellas, en las que apa-
recen fotografiados sus muebles. En las revistas de casas toda la deco-
ración es simétrica. La mesa está colocada con las cuatro sillas, el man-
tel con el centro de mesa, los cubiertos y los platos o la tetera y las ta-
zas, todo en un orden geométrico perfecto. Parece que las personas,
que no salen en la foto, sólo pudiesen ir a ese lugar a estropearlo todo.
Eso le ha pasado hoy a Mercedes. Los clientes con su presencia han
desatado un tremendo desorden en la tienda. Han ido manoseando los
objetos, cogiéndolos con indecisión y soltándolos por ahí, donde no

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pegan, destruyendo el orden y la paz del interior deshumanizado de las
revistas de casas.
―Pues bien, Mercedes, mucho jaleo con la familia, ya sabes. Oye,
¿Te has enterado de lo que le ha pasado al marido de María?
En ese instante entra Sofía en la tienda.
―Sí que lo he oído, Concha. Pero esperaba que fuese mentira, la
verdad. ¿De qué ha muerto ese hombre, si estaba tan sano?
―Mercedes se quedó perpleja cuando el día anterior otra clienta le
comentó la muerte del marido de María. Fue algo tan inesperado que
no pudo dar crédito a la noticia. Todo el mundo espera que se mueran
los viejos. Es ley de vida, dicen. Pero que se muera alguien de tu edad y
encima de una muerte inesperada impresiona. Tenía la esperanza de
que todo fuese un malentendido y el muerto, de haberlo, algún lejano
desconocido. El marido de María era cincuentón y gozaba de buena
salud.
―Ha sido terrible, a mí me llamó mi hija para decírmelo y ella
tampoco podía creerlo. ―Sofía está oyendo la conversación. No le gus-
tan los cotilleos, pero tiene curiosidad por saber quién ha muerto. No
sabe a qué María se refieren, probablemente ni la conozca, pues tanto
Mercedes como Concha son mayores que ella. Podrían ser sus madres.
Se siente incómoda. Para disimular coge un candelabro y lo observa
detenidamente.

―¿Pero entonces es verdad? ¿Y de qué ha muerto? ―Mercedes le


alarga una cesta a Concha. Es de sus mejores clientas y espera que la
llene de cosas. Concha tiene una casa como la de las revistas, toda bo-
nita, con las cosas bien puestas, en el orden perfecto, como si no hubie-
se personas.

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―De un infarto. Resulta que fue durmiendo. Me pasé todo el día
de ayer en el tanatorio. ―A Concha le gustan los marcos, los tiene de
todas las formas y colores, pero todos de estilo rústico. A veces ni si-
quiera les pone una foto, sino que deja la que viene con el marco. Su
casa es de esas, con chimenea y muebles de madera, con sofá tapizado
con tela de flores y cortinas provenzales. Coge un marco de madera
tallada toscamente y lo mete en la cesta.

»Me dijo María, que estuvieron hasta las dos de la mañana viendo
la tele, tan felices. Y luego, tras haberse acostado, estando dormidos,
María escuchó un ronquido. Y eso fue todo. ―Concha, levanta una
lamparilla metálica. Tiene los cristales con hojas talladas.
―¡Válgame Dios! ―exclama Mercedes.
―¿Qué precio tiene la lamparita? Es preciosa. Me vendría bien pa-
ra la mesita de noche del dormitorio pequeño. ―En su casa hay cinco
habitaciones, pero sólo la suya está habitada. Hace tiempo que sus
hijos se fueron de la casa y ella pudo deshacerse de la molestia de las
horribles cosas ajenas con la que invadían sus habitaciones, cosas que
atentaban contra el gusto. Ahora, conserva todas las habitaciones per-
fectamente montadas. Ha pintado las paredes con coronas de flores, ha
comprado unas camas con cabeceros de madera tallados y los ha pin-
tado de blanco envejecido, ha vestido las camas con telas caras y her-
mosas, y ahora sólo le falta vestir las mesitas de noche. Mercedes lo
sabe. Ella misma visitó la casa de Concha antes de la navidad. Suele
invitar a sus amigas a merendar de vez en cuando y con ese pretexto les
enseña las novedades en la decoración. Como en las revistas. Si ella
pudiera, haría una revista nada más que con su casa.
―Pues está en oferta y sólo me queda esa. Te la dejo a veinte eu-
ros porque eres mi mejor clienta. Pero costaba mucho más cara. Es

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muy rústica, preciosa, en tu casa seguro que queda genial. Con el gusto
que tienes, no dudo de que la coloques en el lugar donde más vistosa
resulte. ―Mercedes se apoya en el mostrador y mira disimuladamente
a Sofía. No es clienta de su tienda. Nunca antes la había visto.
―¿Verdad que es muy mona? ―Concha se dirige a Sofía levan-
tando la lámpara en alto para que pueda verla.
―Sí, es preciosa. ―A Sofía no le gusta la decoración. Está allí por-
que se olvidó de hacerle un regalo de navidades a la tía de su madre. Se
dio cuenta el mismo día y ya no tenía tiempo de comprarlo, así que no
la visitó con la excusa de que no le daba tiempo. “Voy a verte esta se-
mana, tía. Y ya te llevo el regalo que papá Noel dejó por aquí”, le dijo.
―Pero, entonces, ¿fue un infarto? ¡Qué horror! ―dice Mercedes.
―Sí, un infarto. María, (me lo contó en el tanatorio) comenzó a
llamarlo (al oír el ronquido), porque no le parecía que ese ronquido
fuese normal. Encendió la luz y cuando le vio la cara lo supo. Entonces
lo tiró al suelo. Lo puso de lado. Le hizo un masaje cardíaco y el boca a
boca. Ella sabe esas cosas. Trabajó mucho tiempo en el hospital.
―Concha despliega un mantel. Es rojo con flores en dorado, de estilo
navideño, para una mesa grande. Lo hecha en la cesta. Da igual que
hayan pasado las navidades, lo guardará para las siguientes. Es una
buena oferta y salió en la portada de la revista Casa Rústica del mes de
diciembre.

»Pero nada. Nunca despertó. Ya estaba, el pobre, listo de papeles.


―Coge un portavelas de cristal, pesa mucho, es transparente. Tiene
forma de estrella. Podría quedar bonito en la escalera. Lo hecha en la
cesta.
―Hay que ver que no somos nada. ―sentencia Mercedes.

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―Ante cosas así, se da una cuenta de lo que es la vida. ―Concha
observa a Sofía. Es una chica joven, no le suena su cara.

»Fíjate, el marido de una amiga, un hombre sano, se acostó a


dormir y no se levantó. ¿Quién lo iba a decir? ―Se dirige a Sofía por-
que le parece mal estar hablando como si la chica no estuviera en la
tienda. Pero Sofía no contesta, la mira un tanto inquieta. Está pensan-
do ¿y a mí que más me da?

»Tanto ahorrar, tanto ahorrar. ¿Para qué? ¿Para que un día se


muera una y se queden otros con tu dinero? ―Sofía le sonríe.
―De eso nada. Hay que disfrutar todo lo que se pueda. Di tú que
sí. ―Mercedes sale del mostrador y se coloca delante de Sofía.

»¿Te puedo ayudar en algo? ―Sofía sostiene un mantel.

»Puedes abrirlo si quieres. Es una buena oferta, está al cincuenta


por ciento ―Mercedes se lo quita de las manos y lo despliega. Lo ex-
tiende con los brazos abiertos. El mantel tiene un paisaje campestre
impreso en tonos plateados. No es exactamente navideño. Pero es in-
dudablemente invernal. Unos ciervos pastando, unos árboles sin hoja.
Sofía pensaba que sería más clásico, la tía de su madre es más de cro-
chet. No sería un buen regalo.
―Busco algo para la tía de mi madre. Es una mujer mayor, clásica.
Esto es muy moderno.
―Pero es monísimo. Ese mantel apareció en una mesa montada
en un porche en la revista Casa de Campo y quedaba precioso. Tiene
mucho estilo, así... bucólico. ―Concha lo observa convencida. Si Sofía
no se lo lleva, ella lo echará en su cesta.

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―Sí, Concha. Estaba precioso en esa revista. La debo de tener por
ahí. Pero si la chica busca algo clásico... Ya sabemos cómo son las per-
sonas mayores. Mejor podrías mirar los juegos de tazas, que además
son muy útiles. ―Sofía cree que es buena idea. Un juego de tazas qui-
zás le guste a la tía de su madre. Pero uno barato. Mercedes ha comen-
zado a sacar los juegos de tazas y colocarlos sobre el mostrador y está
pensando que seguro son caros.
―Oye, Concha, y entonces ¿ya se ha enterrado y todo? Pobre
hombre... ―Sofía comienza a observar uno por uno los juegos de tazas
con platos. Unos llevan teteras. Los descarta. Deben de ser los más
caros. Se concentra en los de platos y tazas. ¿Cuatro platos y cuatro
tazas o dos platos y dos tazas?
―Recién jubilado que estaba. Lo poco que ha podido disfrutar.
―Concha vuelve a desplegar el mantel que antes había cogido Sofía y
que Mercedes había vuelto a doblar.

»Yo estuve en el entierro y fue horrible. Me recordó tanto al de mi


marido... ―Lo extiende buscando la luz para poder ver bien el dibujo
impreso. Comienza a sufrir de cataratas y una nube le enturbia cons-
tantemente la visión.

»Ya sabes que eran compañeros de trabajo. Fueron al entierro to-


dos los compañeros de la central, como cuando murió mi marido. Este
mantel lo podría colocar en la mesa del porche. ―Tiene un porche
acristalado. Allí colocó una mesa de estilo marroquí de azulejos verdes
y blancos. Pesaba tanto que tuvieron que colocarla entre seis hombres.
Si unos ladrones rompen los cristales y entran al porche jamás podrán
llevarse la mesa.

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»Por cierto, ¿Sabes quién está en Jerez, en la misma sección de on-
cología que mi marido? ―Acaba de recordar que Mercedes conoce a
Araceli, pues han coincidido en las meriendas de su casa varias veces.
―No, ¿Quién? ―Mercedes coge la cesta que Concha ha dejado en
el suelo. Pesa demasiado. Se la lleva al mostrador y le saca otra cesta
vacía.
―Pues Araceli. Resulta que a su hija le han diagnosticado una leu-
cemia galopante. Están allí esperando el trasplante. ―Concha coge la
cesta vacía.

»Gracias, esa ya iba pesando. ―Comienza a observar los juegos de


tazas sobre el mostrador, mientras Mercedes apunta los precios de las
cosas de la otra cesta.
―No me digas, ¿si hace nada se le murió el marido, no?
―Mercedes recuerda perfectamente que hace unos meses le dijeron
que el marido de Araceli había muerto. “¡Vaya desgraciada!”, piensa.
―Sí. De un cáncer de pulmón. Hace tres meses... y ahora la hija.
―Concha observa a Sofía. Mira los juegos de taza pero no parece de-
cantarse por ninguno. Odia a la gente dubitativa, a la gente que no se
decide en si compro esto o no lo compro, que no hace más que mirar
los precios. “Es que es muy caro”, “¿y si me están estafando?”. Ella
siempre dice “Si lo quieres comprarlo y punto”.
―Este juego es monísimo, Mercedes. ―Concha se refiere a un
juego de cuatro platos y cuatro tazas acompañado de una tetera. Lleva
el dibujo de unos gallos con sus crestas rojas y el cuerpo marrón. Los
platos tienen los bordes en naranja.

»¿No te lo parece? ―le dice a Sofía.

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―Sí que son bonitos. Pero la tía de mi madre vive sola. Cuatro ta-
zas y cuatro platos es demasiado.
―Pues entonces, mira estos juegos de dos. Son preciosos y se
quedan a muy buen precio. Este sale a quince euros y este a diez, por
ejemplo. ―dice Mercedes. A Sofía le parece un buen precio. Comienza
a observar uno de diez euros. Las tazas tienen cuadros escoceses im-
presos, rojos y verdes. No está mal. Mercedes comienza a sacar otros
juegos de tazas de los de diez euros. Ha comprendido que Sofía no se
gastará mucho más.
―Lo injusta que es la vida ―dice Concha. Arrastra el juego de
cuatro tazas por el mostrador.

»Pónmelo también ―le dice a Mercedes que se lo aparta y apunta


el precio. Mercedes es divorciada. Hace años que su marido la dejó por
otra. Fue entonces cuando montó la tienda. Tenía muy poco dinero. Lo
invirtió todo. Arriesgó mucho, pero le fue bien. Apunta siempre los
precios en una libreta. No tiene caja registradora.

»Lo mal que lo debe de estar pasando Araceli. Yo sólo hago recor-
dar los meses que pasé allí, en oncología, con mi marido. ―Concha ha
vuelto a la entrada de la tienda. Ahora mira las cosas del escaparate.

»Aquello es horrible. Todo el día incomunicado, viendo cómo se


van muriendo uno a uno. ―Habla levantando la voz, para que Merce-
des que está en el fondo, en el mostrador, pueda oírla. Sofía la mira con
curiosidad. “La gente se vuelve loca en los hospitales”, piensa. Concha
vuelve al mostrador con un juego de seis vasos de cristal. Son transpa-
rentes y tienen dibujados acebos en verde y rojo. Es muy navideño.
Quedarán preciosos en la mesa de la cocina las navidades que viene.

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―Terrible. La pobre Araceli. ―añade Mercedes. Ella no sabe lo
que es la viudedad. Su marido sigue por ahí con la otra. Hasta tuvo
otros hijos. Pero si sabe lo que es ser madre.
―A mí me dijo, “Se me ha pasado lo del luto de mi marido y todo.
Ahora sólo puedo pensar en mi hija”. ―Concha habla dirigiéndose a
Sofía. Hace rato que se siente incómoda con esa chica tentona que oye
la conversación sin aportar nada.
―Debe de ser terrible. ―comenta Sofía. Se ha decidido. Se llevará
un juego de tazas de diez euros. El de las tazas de cuadros escoceses. Le
parece bonito y más o menos útil. A la tía de su madre le gusta tomar el
té todas las tardes.
―Y ahora que la chica había encontrado otra pareja. Estaba co-
menzando una vida nueva. ―Concha extiende otro mantel, es de ca-
chemiras, en tonos ocres. No le gusta demasiado y lo suelta.

»Ella tenía una pareja de siempre. Se casó con él y todo. Tuvieron


un hijo. ―Concha continúa la historia como si a Mercedes y a Sofía les
interesase. No puede reprimir el curso de sus pensamientos.

»Cinco años tiene el pequeño. La falta que le debe de hacer su


madre. ―Los padres de Concha murieron siendo ella pequeña. Se crió
con una tía. Nadie se lo explicó. Durante años esperó que volviesen.

»Pero luego, nada más nacer el niño, se divorciaron. ―Escoge otro


portavelas y lo introduce en la nueva cesta.
―Creo que me llevaré este juego de tazas. ―Sofía se siente incó-
moda. No le gusta la conversación. Piensa que no está bien airear esas
historias. Quiere irse cuanto antes.

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―¿Te lo envuelvo para regalo? ―Mercedes introduce en su caja
las tazas. Es una caja muy bonita, estampada con cuadros escoceses
como el juego de tazas. Apunta en la libreta “10 eu”.
―Sí, mejor envuelto. ―Sofía no es buena envolviendo regalos.
Siempre le sale mal, un lado más corto que el otro. Y lo peor: cuando
pega el celo levanta arrugas.
―Pues el muy cretino del marido se fue con otra. Le estaba po-
niendo los cuernos desde hacía años. Y después de todo, la chica había
encontrado ahora a un muchacho. ―Mercedes recuerda las habladu-
rías cuando su marido se fue de la casa. Al principio sentía que había
hecho algo mal, como le dijo su madre “no te has hecho querer”. Pero
luego se dio cuenta. Él, su exmarido, era el que había hecho algo mal, el
que la había traicionado. Comienza a envolver el regalo.

»Ahora que empezaba a vivir. Ahora le diagnostican esta enfer-


medad. ―Sofía coloca los diez euros sobre el mostrador. Ella conoce
una chica con leucemia. Le dio pena cuando se enteró.
―Hay que ver las cosas que hay ahora. Antes, estas enfermedades
no existían. ―dice Mercedes. Ha terminado de envolver el regalo. Bus-
ca en un cajón que hay detrás del mostrador una cinta dorada para
hacer la moña. La encuentra y la coloca encima. Enseguida vuelve a
remover el cajón. No encuentra las tijeras pequeñas.
―Ese juego es monísimo. Seguro que el regalo será un éxito.
―Dice Concha. Piensa que Sofía es una chica tímida y por eso habla
tan poco. Le resulta incómoda su presencia porque está retraída y no se
da a conocer.
―Terrible, fue a hacerse las pruebas médicas rutinarias del trabajo
y le diagnosticaron leucemia. Ella no se encontraba mal ni nada, no
tenía ningún síntoma. Y ahí está la pobre, en Jerez, esperando un tras-

70
plante de médula. ―Concha no para de pensar en esto desde que se
enteró. No puede dejar de recordar los meses que pasó en oncología.
Mercedes ha colocado junto al mostrador una serie de cajas de
madera, unas son cuadradas y otras redondas, como sombrereros. Es-
tán pintadas a mano por una artesana del pueblo. Les saca muy poco
dinero, pero las tiene allí puestas por hacerle un favor a la artesana.
Concha comienza a mirar las cajas. Levanta una redonda y la pone a la
luz, para apreciar el dibujo.
―¿Cómo se llama esa chica? ―A Sofía le suena desde hace rato
esta historia, pues su compañero de trabajo, amigo desde la infancia, se
ha echado una novia a la que diagnosticaron leucemia hace poco y que
además tiene un hijo.
―Creo que se llama Ana. ―dice Concha. La caja redonda, que sir-
ve de sombrerero tiene dibujadas guirnaldas de flores. Son flores inven-
tadas, inespecíficas, con mucho colorido.
―Son diseños exclusivos, Concha. Las hace una artesana de aquí.
María de las Flores, no sé si la conoces, que vive en la barriada de San
Pedro. ―Mercedes piensa en lo contenta que se pondrá María si se
entera de que ha vendido alguna caja. Enero es siempre una época de
declive económico.
―Sí. María de las Flores daba clase de manualidades en el Círculo
Mercantil. Ya decía yo que me sonaba el estilo. ―María maneja bien
los colores, pero es muy mediocre pintando. Concha piensa en el rato
tan grande que habrá pasado pintando la caja. “Estas cosas no están
pagadas”. Mira a Sofía, quizás conozca a la hija de Araceli y por eso le
ha preguntado su nombre. Deben de ser de la misma edad. Mete la caja
redonda en la cesta.

71
―¡Claro! Ana, yo la conozco. Su novio actual es amigo mío de to-
da la vida. Lo están pasando fatal. Él está allí en Jerez, con ella. Hasta
ha dejado el trabajo para poder estar allí. ―Ella conoce esa historia. Su
amigo es divorciado. Hace unos días le dijo “Pensaba que lo peor que
me había pasado en la vida era mi separación, pero me he dado cuenta
de que esto es lo peor”. Le impresionaron sus palabras, no supo que
decirle. Siente alivio de que no vaya a trabajar. Cuando se lo encuentra,
no sabe qué decirle.
―¡Pues vaya casualidad!, así que eres amiga del novio de la hija de
Araceli. ―Dice Mercedes. Mete con cuidado en una bolsa el regalo
envuelto.
―Sí, y también es compañero del trabajo. ―Concha sonríe alivia-
da. Al final la chica ha participado en la conversación. No soporta a la
gente que oye y no dice nada.
―Aquí está. El regalo de su tía. ―Mercedes lo extiende sobre el
mostrador dentro de la bolsa.
―Esperemos que les vaya bien en oncología y que el trasplante
sea un éxito. ―Dice Concha. Lleva días pensando en el trasplante. Su
marido no llegó al trasplante. Por las noches cuando se acuesta tiene la
cama para ella sola, es más cómodo, pero también más frío.
―Eso espero. ―Sofía quiere salir de la tienda. La historia de su
amigo le parece incómoda, embarazosa.
―Bueno, pues espero que a tu tía le guste el regalito. ―Sofía tiene
ya la bolsa. Concha piensa en la gente joven, en cuando ella era joven y
llevaba pantalones de campana y minifaldas. “La gente joven no tiene
que esforzarse por estar guapa”.
―Muchas gracias. Hasta luego. ―Sofía sale de la tienda. Un plás-
tico arrastrado por el viento se le enreda en los pies un momento y

72
luego vuela por la calle chocando contra las rejas de las ventanas de las
casas. Sofía mira al interior de la tienda y alcanza a ver a Concha intro-
ducir otro marco en la cesta. Luego camina por la calle. Respira pro-
fundamente.
―Fíjate, cómo son las cosas. ―Mercedes termina de anotar los
precios de los objetos que Concha metió en la primera cesta. Coloca la
calculadora sobre el mostrador y empieza a sumar las cantidades. “Han
tenido que pasar tres muertos de por medio para que hubiese una co-
nexión entre nosotras”, piensa. Apunta cuidadosamente los resultados
en su libreta.

Concha, cerca del escaparate, con la segunda cesta medio llena, extien-
de una manta de pelo sintético. Es muy suave. La acaricia. Cree recor-
dar que aparecía sobre una cama en la sección de dormitorios de la
revista Casas con Encanto. Quedará muy bien sobre su cama y quizás,
sólo quizás, pueda evocar el calor que le falta. La dobla y la introduce
en la cesta.

73
SILENCIO, POR FAVOR

Por Concepción Romero Martín

ANTONIO. ―No entiendo la causa de mi tristeza.


A vosotros y a mí igualmente nos fatiga, pero no sé
cuándo ni dónde ni de qué manera la adquirí, ni de
qué origen mana. Tanto se ha apoderado de mis
sentidos la tristeza, que ni aún acierto a conocerme
a mí mismo.

El mercader de Venecia. W Shakespeare.

Silencio. Todo está en silencio.


Pero, cuándo se puede decir: “todo está en silencio”, quiero decir,
realmente en silencio, sentir el silencio. Oír el silencio. Esa nada.
Área metropolitana de la gran ciudad, cuarenta y cinco grados, aún son
las cuatro de la tarde. Este sol, ajeno a ti ―a mí―, su fanática luz. A
través de las linternas, los mineros atrapados vieron cobre, y oro, bajo
una montaña de rocas fracturadas. LOS 33. Las metálicas vetas se pro-
yectan en sus ojos a setecientos metros de profundo silencio. Con esa
misma contradicción. Amor. Imposible hallar neutralidad. El residen-
cial duerme. El silencio se siente adentro. Cada minero subió a la su-

75
perficie de Atacama. Los ruidos se agolpan. Tú te has ido. Te lo pedí. Te
rogué que te fueras.
Otra vez el vacío.
El aparato de aire acondicionado está funcionando, si lo dejo, en media
hora el salón estará aclimatado. Pero suena, y lo escucho, y persiste.
Esa brega de mecanismos constante. Luego para y vuelve de nuevo,
expide su aire fresco.

El PC lo dejaste encendido. Un avispero que bulle durante toda la tar-


de. Y estará encendido toda la noche, toda la mañana, y otra vez el
zumbido…, toda la tarde. Silva ronco, penetrante, monótono. Como tú
lo dejaste. Poco tráfico, apenas esa sirena. A nada atiendo ¿Ésta es mi
sensación de estar en silencio? ¿La dis-fonía donde paso las páginas?
Pero leo una frase, solo una, y todos los ruidos provocan una red en
mis neuronas. Las palabras que llegan y atraviesan, tan efectivas como
un silencio bien administrado que hiere. Realmente envilecen… la brisa
de gas comprimido me permite respirar, tal vez, hayan pasado treinta
segundos: cerré los ojos y dejé de leer. Por lo demás, estos aparatos
ayudan a sofocar la primera ola de calor del interminable verano. El
más caluroso de la historia ―hasta el momento― del siglo XXI. El más
triste, de nuestra historia de amor.
Siempre podrán decir: estamos sufriendo el verano más caluroso de la
historia, porque la historia llega hasta ese momento. Sin embargo, las
palabras escritas pueden ser evaluadas, cuestionadas en el futuro, revi-
sadas (solo) porque fueron escritas. ‹‹El silencio solo es oportuno en
lenguas en conserva o en boca de una doncella casta e indomable…››,
resuella su veneno en la piel como aguijones de abeja (antes de morir).
Ni una frase, ni un verso más. Todavía se repite en mi mente: tuve que
leerla varias veces, dos en voz alta, y ni aun así daba crédito a mis pala-

76
bras. Últimamente, NO doy crédito a lo que oigo… ¿Qué es eso Gra-
ciano? Anoto en el margen: ¡Calla, calla!
Otra vez el compresor, respiro, me siento aliviada.
Shakespeare, William, y el mercader Antonio, cuatrocientos años atrás,
Venecia, no pudieron prever la oportunidad del silencio, en cualquier
parte del mundo globalizado. El privilegio terapéutico del silencio. Tal
vez Shakespeare lo supo y Antonio lo supo y esa era su tristeza, o el
amor, o tener en la vida lo que nunca quisiste. Sublime.
Silenciar el verdadero diagnóstico para enfrentar el vacío. Silencio, para
dejarte vencer o dejar que una parte de ti se deje caer, y así relajarte… Si
pienso en una parte de mí –de mi cuerpo, por ejemplo―, las piernas
con su altivez, su alternancia: estoy sentada al borde... Dos piernas
penden al filo de un precipicio. Sería fácil. Noto la atracción, el peso
que ni siquiera es mío. Cincuenta kilos de líquidos, músculos, vísceras
y huesos, que no me pertenecen, y ni sería consciente de ellos ―ni
siquiera yo― si no fuera por la fuerza que los atrae. ¿Cincuenta años
dije? ¿Por qué me distrae cualquier cosa? Necesito dejar de pensar,
soltarte, a ti, también a esta emoción que se me vuelve sufrimiento. Es
mi cerebro. Libertar un cráneo que perece.
El compresor vuelve a soplar. Su aire fresco roza mis brazos por un par
de segundos como una risa irónica. El libro, abierto, cae al suelo. Tres
páginas se han doblado. Tengo que dejar esta costumbre de leer tum-
bada. Miro por la ventana. Es la cuarta vez esta tarde, aunque sé que no
vendrás. En esta ocasión es un llanto nuevo, unos gritos escondidos e
imparables, llenos de furia, desesperados. Son frescos, principiantes y a
la vez, vetustos y lejanos. Por undécima vez: ningún coche aparcado en
nuestra puerta. Levanto los ojos para mirar al balcón de enfrente en la
primera planta del Núm. 55. La persiana está completamente bajada, sé

77
que de ahí llegan los gritos. Me oigo decir Juan I. Y Juan II, la segunda
vez: el primer hijo de Juan I y el tercero de su chica, Aurelia. Otra vez
su llanto. No voy a pensar, esta vez no, ¡ni pensarlo! ese olor dulzón a
colonia, leche agria y baberos…
Su nombre es bonito. Aurelia (Iwoa). La chica de Juan I es joven, de pelo
lacio y media melena rubia platino, luna y sol, ni tan dorada ni tan plata,
‹‹olvida conseguir ese rubio en casa›› ¿Cómo la habrá conocido? Sus
hijos, los de la chica, son rubios y callados. Antes hubo otras. Y hasta
dónde yo sé, Juan I disfrutaba su soltería una vez que ellas abandonaban
la casa. Lo hacía de la misma forma que se enorgullecía de una bien es-
tablecida calvicie masculina, y de una incipiente madurez: diciéndolo. Es
verdad, él conoce a mucha gente (“¿¡yo… conozco a to el mundo por
aquí!?”) o casi: nació, creció y estudió aquí y, aquí, trabaja. Su pequeña
localidad del sur. Situada a escasos kilómetros de la gran ciudad, donde
tú y yo llegamos a los 25. Toda mi vida pasa aquí, me dijo una mañana (o
tal vez, fuera una tarde. Eso no lo recuerdo). Me hizo perder el tren: Lí-
nea C1, RENFE Cercanías. Llegué tarde, a donde quiera que fuese y al
lugar al que debía ir ese día. Tus viajes cada vez eran más frecuentes y el
tiempo que ocupaba yo en tu vida se reducía cada vez más, así que me
dedique a conocer la gran ciudad. A Juan I le gusta hablar, creo que ha-
bla tan solo para escucharse. He de aprender a decir NO. Pero ¿Él? está
encantado con esta ciudad pequeña, eso se nota. A mí no me gusta. Así
que no se lo dije.
Vía Aurelia, calzada romana. A quién diablos se le habrá ocurrido po-
ner VILLA ANA MARÍA DE VALME ¿En una casa adosada? ¡¿Por… favor?!

C/ Cervantes, Núm. 55, su casa, la de Juan I. Es una de la primera fase.


La vi construir cada día, desde el mismo derribo del naranjal. Luego
comenzaron la segunda fase: nuestra casa quedaría… justo aquí, en-

78
frente. Recuerdo a los propietarios anteriores, los del Núm. 55, eran
una pareja de intelectuales de izquierdas. Tenían un hijo y una hija,
debían contar las mismas edades que A y B ahora. Estaba lloviendo, tan
fuerte, que de ninguna manera me hubiese atrevido a salir con B (a
pesar del plástico protector para carritos), si no fuera porque ya pasa-
ban minutos de la hora de salida del colegio, A podría estar solo. Debía
recogerlo. Esa fue la primera vez que la vi, mirando hacia afuera ¿llo-
ver?, a través de los cristales del balcón. Bajé. Senté a B en el carrito con
sumo cuidado para que no despertara. Ajusté el plástico protector.
Cogí el paraguas. Pensé en abrirlo después de pasar el porche, una vez
en la calle. Por fin. Cuando intentaba girar la llave para cerrar la verja
de hierro, noté su mano, la de ella, me dijo:
―Anda déjamela. ―Tenía una piel muy cuidada y fina en extre-
mo, con algunos surcos e incipientes marcas de color marrón. Asía mi
mano, que sujetaba el carro de B. Y sostenía un paraguas con estampa-
do de rosas, nos cubría a las dos―. Vete tranquila, ―me dijo― que yo
me quedo con la niña.
No supe decir NO. No recuerdo un mayor sentimiento de culpa. Ni,
por supuesto, haber corrido más en toda mi vida (bueno, hasta ese
verano en que A resbaló por las escaleras, y se abrió el labio de arriba).
¿Cómo lo pudo saber? Mi recelo, esa sensación de alerta ante un peli-
gro imaginario. Dejó de llover. Nos hizo entrar adentro. Primero pasa-
mos por un pequeño camino de cuatros metros, estaba bordeado de
rosales sin rosas. B seguía dormida en su carrito. El interior era cálido.
A hacía esfuerzo para soltarse de mi mano. Entonces me lo dijo. Se
marchaban, venderían la casa. Ahora era un buen momento. Irían a
vivir a la gran capital, a un piso reformado en su casco antiguo (“¿Sabes
que es uno de los tres más grandes de Europa, junto a Venecia y Géno-

79
va?”). Esta pequeña ciudad tiene sus ventajas pero los chicos necesitan
echar a volar. Pensé: ¿Ahora, cuando empezaba a conocerla?
Durante dos años vi las hierbas crecer en el jardín de la casa vacía. De
vez en cuando alguna rosa florecía entre el ramaje. Y aunque siempre
me sorprendían, yo procuraba encontrar las plantas más adecuadas, y
acordes, a la orientación totalmente opuesta de mi jardín. Ya sé, no es
mío, ni tuyo. Pero tampoco será de ING Direct. Antes de la subroga-
ción solo era una promoción más de Caja San Fernando. Fusionaría
―desapareció― con Banco Popular. Luego firmamos con el Deusche
bank, por ese orden. Intereses variables. Reforma, ampliación de hipo-
teca por reforma, y otra vez traspaso. Banca on-line (Euribor más un
uno por ciento, y sin comisiones). Luego, Juan I se mudó.
Silva ronco, penetrante, monótono.
Demasiado grande para un soltero, pensé. Pero desarraigó todas los
hierbajos del jardín y lo soló. Entonces pensé en las rosas. Ya no ten-
drán oportunidad de florecer. Pero, ahora, también sé que a partir de
cierta edad nunca puedes saber hasta qué punto puede virar todo en
una vida. Ni lo relativo de nuestras percepciones presentes.
Al contrario que nosotros, Juan I siempre anda haciendo algo distinto,
innecesario, en la casa. Por ejemplo, al año siguiente de mudarse pintó
las rejas de un color distinto a todas la demás (en realidad, esto ha lle-
gado a ser Costumbre, práctica, muy extendida en urbanizaciones de
casas adosadas, sobre todo, las que no tienen piscina ni ningún tipo de
servicio común, o un estatuto que prohíba alterar la estética de la Pro-
piedad Horizontal). Pintar las casas, diferenciarlas, son Usos de la vida
cotidiana de una ciudad como ésta, tal vez, la consecuencia lógica del
modo de entender el Derecho de Propiedad Privada. Los usos y costum-

80
bres que nos diferencian, y nos identifican como colectivo. Nos hacen
pertenecer a la colectividad, bla, bla, bla… Nunca me gustó Derecho.
Ahora tú y yo somos los únicos que la mantenemos igual, a veces pien-
so si nos deben ver algo raros. Algunos nos vinieron a ver. Nuestra úni-
ca reforma supuso ampliación de la cocina, eliminación de tabiques y
acristalamiento para atrapar la luz del patio interior. Pero en el exte-
rior, solo algunas ramas trepadoras y bolas de plantas aromáticas cam-
bian el aspecto original de la casa.
Justo hace dos semanas, Juan I me vio al llegar, me preguntó por ti.
Muchos días sin ver tu coche. Sabe que viajas. Temió que te hubiese
pasado algo y se ofrecía de veras para cualquier cosa que yo necesitara.
Aurelia salió en ese momento con Juan II en los brazos. Los saludé y
sonreí amable a Juan II. Nada Juan pero gracias, dije, demasiado estrés
en el trabajo y anda desbordado. Solo nos hemos dado un tiempo. Juan I
siempre anda buscando conversación. No entiendo el origen de esa ne-
cesidad.
―Sshi lo hablamos, pero tu shabes… ―dijo Aurelia, voz dulce, y
pausada al pronunciar las eses―. Cada casha esh un mundo. ―¿Cómo
supo de la expresión? Aunque en aquel momento no conseguí recordar
su nombre sentí una simpatía especial, la necesidad de darle datos im-
portantes de mi vida. Como que solo el amor me trajo aquí. No solo
eso, también el sexo, ya sabes... Aquella sensación de libertad, de ha-
cerlo en cualquier momento. Lo demás solo fue una formalidad, una
manera de precipitarlo todo. También para evitar escenas que me de-
jaban exhausta, sin energía. Ese dramatismo de mi madre en todo lo
que a su hija menor afectaba.
―Claro… por supuesto ―dije con media sonrisa a Aurelia.

81
¡No, no eso! Ni siquiera lo pensé. Para pensar necesitas silencio. El pro-
blema es que pasas a ser un mecanismo más del engranaje, produces
mano de obra barata a cambio de nada. Responsabilidades, contractua-
les y no contractuales.
Cuando Juan I no sé cómo, empezó a hablarme de la crisis económica
no sospeché nada. Le había cambiado su vida, nada más. Una sola tira-
da. Sonreí. Pañales, pediatras, termómetros marcando 40 grados, ba-
ños templados para bajar la fiebre, Dalsy. Todo lo recuerdo. Las noches
interminables porque te despiertas a cualquier gimoteo. El tiempo se
detiene o pasa lento. Y luego un llanto, un grito ¡Mamá!, una pesadilla,
y te acurrucas en su cama, te quedas escuchándolo respirar hasta que,
sin darte cuenta, tú también te quedas dormida, sin darte cuenta. Las
tardes esperándote, jugando en el sofá con ellos, midiendo el tiempo.
La felicidad a tu regreso…
―Bueno, no sé si lo sabes. Nos hemos casado ―dijo Juan I. Aure-
lia había entrado con Juan II dormido en sus brazos―. ¡En las vacacio-
nes, vamos hace un mes!
―¡Ah! No, no sabía nada. Me alegro mucho. Familia numerosa,
¿no Juan? ―dije.
―¡Claaaro…! por eso, es que ya… si a mí me pasa algo, ella… La co-
sa está muy mal.
Nada sospeché.

Si nos disponíamos a salir de casa, y al abrir la puerta oíamos a Juan I,


esperábamos a que se fuera antes de abrir la cancela que daba a la calle.
Aguardábamos en el pequeño jardín delimitado por una verja de hierro
que, a modo de seto, habíamos cubierto de un brezo seco natural. To-
do el patio estaba bordeado por un arriate adornado con cerámica.

82
Luego fui plantando las enredaderas. Jazmín blanco, bignonia jazmí-
nea, jazmín moruno, jazmín azul…. aunque de vez en cuando plantaba
alguna diferente en maceta no podía dedicarle tiempo y acababa mu-
riendo. Allí. Tú y yo, como dos pasmarotes mirando entre un seto de
brezo seco y el hierro, sonriendo, para evitar a Juan I.
Pasaba la Línea C1 RENFE, Cercanías y saltó.

La puerta de entrada es de madera de roble ‹‹machihembrada con ce-


rradura de seguridad››, según, decía la Memoria de Calidades. La acari-
cio al salir o entrar, como una forma de exoneración. Tal vez, la tala de
árboles. Me gustaba ―ya no me gusta― la cenefa que delimita nuestro
estrecho arriate, me recordaba las antiguas cenefas romanas. La veía
siempre que me sentaba al borde. A y B correteaban con la pelota y me
sonreían, yo les mandaba muchos besos con los labios en forma de
embudo y ellos soltaban una risa y seguían jugando. Entones ojeaba y
direccionaba las primeras hojas de las enredaderas. Me detenía en esas
figuras geométricas. Ahora está cubierta con trepadoras asilvestradas.
Dan a una calle adoquinada de terrazo rojo y blanco. Toda la vía, ce-
rrada al tráfico, “excepto residentes”, según la señal de tráfico. La calle
está perfilada con naranjos ―aquí es lo normal―. En primavera florece
el azahar. Sus naranjas son amargas y exportadas para mermelada. Ya
sé, lo sabes, pero imagínate una calzada ardiente, sin poder detenernos
a contar las pisadas cuando el camino se vuelve tan triste. No poder
tumbarnos bajo la sombra de un chopo, o pasear por la playa y saltar
riendo, o pisar en las huellas que antes dejaron.
Los vecinos no pusieron brezo. No sé si te diste cuenta pero, con el
tiempo, muchos han derribado la verja y han puesto, en su lugar, un
muro de ladrillo. Probablemente, también habrán dejado de pagar
hipoteca. Pero ninguno, cuyas casas se destacan por el pésimo gusto de

83
sus propietarios, ha tenido la precaución de mantener la estética co-
mún de la calle. Cada muro tiene una altura diferente, un color diferen-
te, una calidad diferente. Y hasta imagino que, llegado el caso, cada
casa se venderá por un precio diferente. Unos tapiaron solo hasta una
altura media, otros cubrieron la verja con algunas plantas, y dejan ver
el interior también diferente. Y hasta hay quien se fortifica como en
una especie de castillo y se encierra dejando pequeñas aberturas en los
ladrillos a modo de ventanas.
¿Por qué no ponían brezo? o ¿Por qué lo habían quitado? El brezo seco
es sucio, se desprende con la lluvia y los pájaros. Nunca llegué a pre-
guntarles porqué siempre decían pájaros. Son gorriones. Un excelente
indicador de nuestra calidad ambiental. Gorriones. Hacen sus propios
nidos con ramitas de brezo. A veces caen del nido. Juveniles gorriones
de plumas desteñidas y manchas grises que intentan volar se caen por
las inclemencias del tiempo. Siempre me pregunté el motivo en las dos
ocasiones. Incapaces de volar. La primera vez, vimos la mancha de
marrón grisáceo apagado, en el porche. Conseguimos resguardarlo del
frio darle amor y calor. Tú buscaste una caja de cartón estupenda. Le
miré el babero gris oscuro. Preparé un pequeño recipiente con agua
donde le puse algunos trozos de pan mojado. Y A corrió a cortar ramas
de brezo. Y B lo seguía todo el tiempo. Tú colocaste las que más se
ajustaban a la caja.
Nos despertó un trinar insistente, la llamada. Colocamos la caja en la
mesa del jardín. La gorriona ya no estaba, supongo que se asustó. Subí
todo lo rápido que pude. Entré en nuestro dormitorio. Bajé la persiana
hasta un nivel que me permitiese ver todo el jardín y parte de la calle. Y
me quede observando. La mama regresó y Pibet ―así lo llamamos―
saltaba, saltaba y aleteaba fuerte, saltaba y sus alas daban en la caja de
cartón y la madre, muy cerca muy fuerte, con esa llamada distintiva,

84
hasta que Pibet salió de la caja y cayó sobre la mesa y siguió dando
saltos. Ambos consiguieron salir, no recuerdo muy bien cómo. Por
encima del brezo y las enredaderas. Cómo.
―¡Aprisa, aprisa venid! Pibet se va. Seguro que es la madre
―grité―. Ha venido a buscarlo y vuela, se va… ¡Se os va escapar!
―Grité más, todo lo que pude. A estaba recostado en su habitación
jugando a Assasin creed, Xbox 360. B jugaba a ser pintora. Pero vinis-
teis. Los cuatro mirábamos a través del balcón, escondidos para no
asustarlos o no asustarnos. Pocas cosas recuerdo vivir con esa ilusión
precipitada, esa sensación del corazón que se sale de felicidad, la exci-
tación, de estar viviendo algo fantástico.
―¡Ojú…, mamá! estaba a punto de pasar de fase ―dijo A, el últi-
mo en llegar―. El pájaro se morirá. Los gorriones que se caen del nido,
no saben volar. Anoche lo leí en internet, se va a morir.
―Sí claro. ―Pues, os lo perdisteis. Bajé la cabeza (sentí rabia, de-
cepción). Volví a subir la persiana. B me miraba con las manos abier-
tas―. Ya no. Salió de la caja… y los dos se han ido volando ―le dije.
―¡Noo!... ―gritó y dio un zapatazo fuerte en el suelo que apenas
se oyó. Luego aporreó el cristal con las manos abiertas. Me quedé mi-
rándola unos segundos. Manchas azules como mariposas―. ¡Miira,
miira! ¡Allí! ¡Allí!
―¿Sí, dónde? ―Me giré y miré junto a ella―. Lo sabía, los vi salir.
―Bajo aquel árbol ―dijiste tú. Los cuatro miramos arriba, luego
abajo y al frente. Un gorrión ―la gorriona― volaba muy bajo, casi roza-
ba el suelo y otro más pequeño, una bolita de color de plomo lo seguía:
tres saltos, alzaba el vuelo pero volvía a caer, y volvía a saltar y a agitar
sus alas.

85
―¡Allí, allí…! ¡Pi, Pibet! Está dando saltitos, junto a su mamá. ―B
levantaba los talones, apenas se sostenía, solo con la punta de sus pies,
(una y otra vez). Me agaché a su lado. La cogí por la cintura y ella pasó
su pequeño brazo alrededor de mi cuello, con la punta de sus dedos
cosquilleaba mi nuca―. ¡¿Miras, mami!?

Cuando lo recogimos, no sospechamos que el “gorrión común” sería


nombrado Ave del Año 2016. La población de gorriones en España ha
descendido doce millones, sólo en un año. La vez segunda que cuidé
uno…, hace unos dos meses. Lo encontré tirado en el suelo, estaba asfi-
xiado por el calor y la falta de agua, con una patita rota. Murió al día
siguiente. Tú ya no estabas en casa. Aunque pude ocultar a los chicos mi
tristeza.

***

Todo lo que fue mi vida cotidiana se desvanece.

A ha mandado una foto por WhatsApp desde Cincinnati. B va a casa de


las amigas y sale algunas tardes. Pregunta si puede dejarme sola. Yo
siempre le digo que sí. Tendremos que hacer transbordo en Antequera.
La Línea de trenes RENFE MD, desde la zona oeste, está interrumpida.
Allí las dos cogeremos un autobús que nos llevará hasta la Estación de
Granada. Y luego, otra vez, retomaremos el tren hasta llegar a Almería,
y de nuevo otro autobús hasta Las Negras. Esta camisa No me gusta.

―He alquilado un apartamento en Las Negras ―te dije, la prime-


ra vez que nos vimos. Antes habíamos tenido algún intercambio de
mensajes por WhatsApp. No mencioné ninguna visita al servicio de
urgencias por ataques agudos de ansiedad.

86
El tiempo pasa lento.
―Es lo que debes hacer ―dijiste.
―No es solo por mí, es por ella... Sus buenas notas. Se lo merece.
Ella también lo está pasando mal.
―¿Te ha dicho algo? A mí no me llaman. Ninguno de los dos.
―No. Solo lo sé ―dije―. Me encuentro débil. He de pensar en
mí. ―Noté la humedad en mis mejillas, detenida en los bordes de las
gafas de sol EMPORIO ARMANI que me regalaste―. Ahora veo mejor,
todo más nítido. Puedo leer aquellos letreros, la matrícula del coche…
―Y era verdad. Sin necesidad de usar lágrima artificial.
―Por supuesto, vete ―dijiste―. En la cuenta hay dinero. Y me
deben unas horas extras.
―Ayer llamó A. Ésta contento, aunque dice que trabaja mucho.

Sonó el teléfono, Resistance de MUSE se interrumpió. Me miraste, tu


dedo índice en vertical, rígido, sobre esa boca que tanto había besado.
Yo me volví para mirar por la ventanilla. El horizonte avanzaba lento.
Oía las voces. Nos movíamos a doscientos kilómetros por hora. MUSE
comenzó otra vez, Natural selectión.
―¡Joder…! No me dejan tranquilo. ―Te miré, luego―. Quizá ma-
ñana tenga que ir a Plasencia.
―Ni siquiera puedo escuchar música ―dije.
―Sí puedes… Te lo he explicado mil veces…Allí tengo toda la mú-
sica y el ordenador de casa está siempre encendido. Cómo crees, si no,
que yo la oigo, incluso en el coche. En esa mierda de apartamento no
tengo wifi, y el ordenador de la empresa no puedo usarlo para todo.

87
―¡No es eso…! Tampoco puedo leer.
―Tranquila... ―Me acariciaste el pelo con una mano como quien
consuela a una gata en el lomo, con la otra seguías conduciendo.
El coche se detuvo frente a la estación de San Bernardo: Renfe MD,
Cercanías y Línea uno de Metro. El cantante de MUSE se marcaba un
solo de guitarra.
―¡Cuídate! Me ha gustado verte. ―Nos besamos, nos miramos.
―Por supuesto. Eso hago... ―dije. Sonó el teléfono. Cerré la puer-
ta. Y No me volví para mirarte.

B tiene ya su maleta preparada, un bolso de playa y una mochila. El


sombrero de paja, me irá bien. Por las noches pasaré frio.

***

C/ Quevedo, Núm 6. Un looft en el casco antiguo de la capital. El terce-


ro más grande de Europa, junto a Venecia y Génova. Me incorporo.
Pequeñas señales entre cuadradas y hexagonales, están en determina-
das partes de mi piel, sobre todo por los muslos y brazos. Al tacto pare-
ce que también en la cara. Dan un tono o dos más al intenso moreno
mediterráneo que conseguí sin proponérmelo, al final del verano. ‹‹¡Es-
tás guapa!›› me has dicho, antes de subir a tu apartamento. El sofá está
cubierto con una colcha de algodón blanco hueso, un tejido de piqué,
con efecto “nido de abeja”, eso explica las marcas. La ducha suena: un
chorro de agua cayendo con fuerza. El sonido me es familiar. Lo extra-
ño es que he podido pasar medio año sin ti. Y que este tórrido verano
ha sido el más triste de mi vida. ¿Cómo llegamos aquí? Reconozco pe-
queños objetos, me hacen sentir bien, reconfortada y lejana al mismo

88
tiempo, a veces, se clavan. Los muebles son feos, no porque sugirieran
mal gusto, sino porque están colocados, ahí, sin ningún sentido de la
belleza. Una mesa de jardín hace las veces de mesa de trabajo y de co-
medor. De la lámpara de mesa hay una cinta colgaba (es una de esas
que portan al cuello todos los asistentes a un Congreso). “HACIENDO
EQUIPO” escrito en letras blancas sobre un fondo de nylón rojo. En un
extremo, enganchada, una tarjeta identificativa plastificada, con tu
nombre. ¿Concluyo? corresponde al último seminario. Por eso lo de tu
viaje a Madrid.
Todos tus objetos personales, por minúsculos que sean, están perfec-
tamente ordenados: una Tablet, algunas tarjetas de visita con tu nom-
bre, una antena para wifi, un cubo de Rubit (resuelto), un smarfhon
conectado a un enchufe, y un pequeño altavoz sin cable. Suena nuestra
música. Quiero decir que ¿físicamente la música? está en el PC de casa.
El loof tiene dos bonitos balcones decimonónicos. Junto al sofá, donde
he estado tumbada, la pequeña cajonera de Ikea marrón chocolate, y
sobre ella, una figura caricaturizada de “El gran Lewoski” ¿Había cam-
biado de estancia? No me había dado cuenta que el señor Lewoski lleva-
ra casi seis meses fuera de nuestra librería. Y al lado de la figura cuatro
libros colocados en horizontal. Estos dos: sobre la carrera musical de…
grupos desaparecidos, colocarlos igual. Te recuerdo que en nuestra libre-
ría Nueva Línea, también, hay libros, sobre todo de literatura. Yo, los
puse en horizontal, sobre otros verticales. Algunos inclinados. Al princi-
pio nos pareció una librería grande. Al principio tú los ordenaste por
orden alfabético, según nombre del autor. Después se acumularon y
entre apuntes de universidad, libros de Ingeniería y Economía, textos
jurídicos, compact-disc y DVDs, se había quedado pequeña para mis
libros de literatura. Pero siento profundamente el vacío que estos cuatro
libros han dejado.

89
A veces recuerdo a Juan I, nuestra última conversación. Y cómo yo
había pasado la primera ola de calor fuerte. El verano más triste de
nuestra historia. Amor. Lorazepan y Paroxetina las alternaba con algu-
nas clases matutinas de Pilates, dos días en semana, y alguna hora de
natación. No era nada rutinario, podía alterar las clases en cualquier
momento. El resto de horas, las pasaba en la cama leyendo, en el sofá
leyendo, o mirando por la ventana y, luego, otra vez a la cama o al sofá
a leer. En silencio. Siempre tenía el libro que había empezado varias
veces.
Al final lo conseguí terminar.
Alzo la voz:
―¿Te acuerdas cuando llegamos a esta ciudad? ¡A la capital! ¡Me
había olvidado! ―Me miro, poso en diferentes posturas. ¿Esa del espe-
jo situado encima del sofá soy yo? Los techos son de madera de caoba,
extremadamente altos―. Parezco más bajita. ―Digo, esta vez apenas
oigo mi voz. Me gusto. Imagino a Proust. Y a su Albertine subiendo por
aquellas mismas escaleras. Está escribiendo sentado en su escritorio, en
esta mesa de jardín, a la luz media que entra por los balcones.
Oigo a SECOND con lacerados acordes de guitarra: “…desdeaquella ha
bitación / desdeaquel rincón tanescondido / mandamosunmensaje, para
/ todoel univeeee e, er so…”
El agua ha parado.

Gritas:
―¿Has dicho algo? ¡No puedo oírte!
―No… Nada. A veces me siento bien ―me oigo decir. Otra vez,
en voz baja.

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―¿Me hablabas? ―Apareces con una toalla pequeña en las ma-
nos, el pelo todo revuelto, me das un beso y yo te correspondo. Noto
algunas gotas de agua fresca bajar por los labios, resbalarme en la bar-
billa. Me seco con los dedos unas gotas en el escote.
―NO.

Me marcho.

91
LA MIRADA DE OTELO

Por Juan Manuel Ávila

«Estúpido es vivir cuando la vida


se convierte en un tormento; y,
además, tenemos la receta para morir
cuando la muerte es nuestro médico».
Otelo. W. Shakespeare.

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ESCENA 1

―Otelo, cabrón, deja de mirarme así. Mía no fue la culpa de que


te castraran, como tampoco tuve nada que ver con tu llegada a esta
casa.

Los ojos color esmeralda de Otelo observan con cierto desdén a Rodri-
go Revuelta, quien se incorpora parsimonioso de la cama y gira la vista
a su derecha. Margarita Corrales sigue dormida y ronca levemente.
Segundos después, Rodrigo y Otelo unen sus pasos por el largo pasillo
que separa el dormitorio de la cocina. Les espera el desayuno. Café solo
corto, sin azúcar, y tostadas integrales con aceite para el bípedo, y un
puñado de pienso compuesto “esterilizados, bolas de pelo” para la
mascota de la casa. Son las siete menos cuarto de la mañana de un
caluroso lunes de finales de septiembre.
―Otelo, joío. ¡Qué fácil es tu vida! Siempre tienes la comida por
delante y, si no, te basta un miau, o un golpe con la manita y esa carita
de pena engatusadora que tienes para que alguien corra a reponértela.
Sí, ya sé que no puedes salir del piso. Que hay rejas en las ventanas
para que no te escapes ni te caigas al vacío. Que no has llegado a cono-
cer a hembra y los placeres que ello supone porque te esterilizaron
cuando comenzaste a ser fértil. Por delante te aclaro que no fue deci-
sión mía. Pero lo cierto es que el olor que dejabas por la casa era inso-
portable y luego estaba la tensión que creabas al escaparte nada más
abrirse la puerta. Pese a tu rapidez y agilidad, siempre cometías la tor-
peza de huir hacia arriba y quedarte paralizado, con semblante de sus-
to y tembloroso frente a la puerta cerrada que da acceso a la azotea.
Pero desengáñate, fuera sólo hay peligros emboscados. El personal es

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mucho más cabrón en el exterior. Es como esa realidad filmada que tú
miras conmigo a la hora de la siesta en los documentales. El pez grande
suele devorar al pequeño y el león o el cocodrilo siempre terminan
dando caza al ñu. Tú lo tendrías complicado fuera de casa. Tienes cara
de buena persona. Eres demasiado tierno y dulce. Te faltan agallas, y,
¡qué cabronada!, también testículos para la pelea. Fuera de estas pare-
des hay que fajarse tanto para comer, como para follar.

―Rodrigo, cariño, ¿otra vez hablándole al gato? Si se enteraran


tus jefes y compañeros en la Cámara de Cuentas... ―Margarita entra
en el comedor con un camisón trasparente color malva, bajo el que
sólo lleva un minúsculo tanga color negro. Rodrigo la mira de soslayo.
―Si me hubieras acompañado en el desayuno ―contesta sin le-
vantar la vista― a lo mejor habría cambiado de interlocutor. Pero estoy
convencido que Otelo me entiende. Al menos me presta atención
cuando le hablo. A fin de cuentas los dos somos machos, aunque él no
pueda ejercer y yo no lo haga todo lo que quisiera.
―Je, je, je. Cariño, te has levantado muy irónico hoy. Pero no me
recuerdes otra vez lo que tuvimos que hacerle a Otelo, que me da lás-
tima, aunque fuera por su bien.
―Bueno, dudo mucho que él esté de acuerdo con tu opinión.
Tampoco es que le consultáramos... En cualquier caso, ya sabes que yo
me mantuve al margen y me limité a pagar la intervención en el veteri-
nario.
―Te acabo de decir que no me lo recuerdes. Me tocó a mí ir con
la cestita de las narices, que las pasé canutas para meterlo dentro y
acabé llena de arañazos. Además parecía que lo llevaba para que lo
sacrificaran en vez de para dejarlo estéril.

96
―Marga, siento no poder seguir esta interesante conversación. Ya
es la hora y me tengo que ir. A ver qué novedades me encuentro hoy en
el trabajo y con qué marrón me toca lidiar.
―Tranquilízate, cariño, y tómate las cosas con filosofía. No te al-
teres, que ya sabes lo que te ha dicho el cardiólogo. ―Margarita besa
de manera mecánica a Rodrigo, que se limita a poner la cara como
quien presenta un escrito para que le estampillen un sello. Luego se
asoma a la ventana para ver cómo sale su marido del garaje dispuesto a
embutirse en el rutinario atasco de todas las mañanas.
Otelo, recostado, mira la escena con cierta pereza desde uno de los
sillones del comedor, que está cubierto por una toalla vieja en el vano
empeño de que su abundante pelo color canela no se haga más visible
en el mobiliario de la casa.
Instantes después, Margarita coge el móvil y teclea nerviosa un núme-
ro.
―¿Bea...? Necesito verte con urgencia. ¿Podemos quedar a las
diez para desayunar? No, en la cafetería del club, no. En un sitio más
discreto y alejado. Sí, en el café del centro comercial me parece mejor.
Luego te cuento. Adiós.
Otelo no ha dejado de mirar a su dueña mientras llamaba y parece
esperar que ésta le dé una explicación. Margarita lo mira y lo coge en-
tre sus brazos. Lo acuna, como si fuera el bebé que nunca tuvo. Le pasa
con parsimonia la mano por el lomo, de la cabeza a la cola, y luego se
detiene en acariciarle por debajo de su barbilla, ante la complacencia
del animal que cierra los ojos y se deja hacer.
―Otelo, ya ves. A las personas nos gusta complicarnos la vida. El
aburrimiento y la desidia, que son muy dañinos. Tú estás habituado a

97
la rutina. A la seguridad que te da tenerlo todo resuelto. Te sientes
protegido y querido aquí, ya no sientes la llamada del sexo. Tampoco te
falta sustento. Pero el ser humano es más complejo y dentro de él, la
mujer lo es aún más. Ahí tienes al simple de Rodrigo, al que sólo le
preocupa el trabajo y el equipo de su alma. No le veo leer más allá de
prensa deportiva, no le gusta oír música, ni ir a un concierto, ni a una
obra de teatro, y, de novios, cuando se decidía por ir al cine conmigo
siempre proponía películas ajenas a mis gustos. A veces me pregunto
que qué vería yo en él para quererlo a mi lado. Ni siquiera era lo que
entonces llamábamos “un buen partidito”... No sé qué te contará él de
su vida, de sus inquietudes y preocupaciones, pero hace mucho tiempo
que me aburro a su lado.
Margarita, que se dispone a arreglarse para verse con su amiga y confi-
dente, suelta a Otelo, que de un salto se encarama a la cama de matri-
monio aún desecha y se adueña de ella. Durante la ducha, la mujer de
Rodrigo va pergeñando la estrategia ideada para el fin de semana y la
forma de hacer partícipe y cómplice a Beatriz Salcedo de su plan.

98
ESCENA 2

El café del centro comercial registra media entrada a la hora convenida.


Margarita Corrales se acomoda en una mesa del fondo, cercana a los
servicios y sin ocupantes alrededor. Beatriz Salcedo llega diez minutos
tarde, que son aprovechados por su antigua compañera de colegio para
pedir su desayuno (un té con unas gotas de leche de soja y un cruasán
con mantequilla y mermelada de fresa) y comenzar a catarlo.
―Bea, ¿qué vas a tomar? ―le inquiere Margarita antes de que
tome asiento y se saluden afectuosamente.
―Un descafeinado con leche, sin nada más. Ya he desayunado.
Tras efectuar el pedido, Bea apremia a Marga para que le explique el
porqué de la urgencia del encuentro, cuando tienen citas concertadas
todos los viernes por la mañana.
―Marga, ya me dirás a qué tanta prisa un lunes. ¿Qué te está pi-
cando?
―No seas borde, Bea. Te cuento. Hace un par de semanas encon-
tré por el Facebook a Julián Carrasco Loizaga, aquel compañero que
conocí en la academia donde estuve preparándome un año para ver si
aprobaba la dichosa selectividad...
―¿El famoso Julián? ¿El de los ojos verdes?
―Sí, el mismo. Por saber qué era de su vida le mandé una solici-
tud de amistad y el viernes me encontré con la grata sorpresa de que
me había aceptado. El sábado aproveché que Rodrigo se iba por la tar-
de con los amigos a ver el fútbol y le puse un mensaje privado. Tardó

99
un poco en contestar, pero luego estuvimos más de una hora chatean-
do.
―Y qué, ¿está dispuesto a aprobar con nota la asignatura que de-
jasteis pendiente hace treinta años?
―Bea, hija, qué directa eres.
―Bueno, Marga, al grano. ¿Qué te dijo, está dispuesto a follar
contigo, o os vais a quedar en mandaros mensajitos románticos por
Facebook y por Whatsapp?
―Deja que te explique. Me comentó que está casado desde ha-
ce veinte años, que tiene dos hijos, un varón de quince y una niña
con diez, pero que su relación con su mujer es bastante fría y distan-
te. Según él, nunca le ha sido infiel, pero confesó que se lo ha plan-
teado más de una vez.
―Marga, eso es que está deseando tener un rollo contigo, pero
vamos, que yo no me creo eso de que no le ha sido infiel. Si lo ha pen-
sado, seguro que ya ha picado. ¿Él era de nuestra edad, no?
―Un año mayor. Acaba de cumplir los 48.
―Con esos ojazos que tenía, si además conserva algo de la figura y
la labia que gastaba, seguro que habrá tenido muchas oportunidades
de pasarse la fidelidad por el arco del triunfo.
―No lo dudo, pero yo sólo te cuento lo que él me dijo. El caso es
que hemos quedado para vernos este fin de semana, aprovechando que
su mujer estará fuera visitando a sus padres, con sus dos hijos.
―¿Y dónde será el encuentro?
―Él me ha hablado de un hotel en las afueras, uno de esos fun-
cionales que muchas parejas ocasionales utilizan, pero a mí eso me

100
parece muy frío y nada romántico. Había pensado ―añadió Marga
bajando la mirada y el tono de voz― que me podrías dejar las llaves de
tu apartamento de la playa.
―Vaya con la mosquita muerta de Marga. Ya veo para lo que te
sirvieron diez años en un colegio de monjas y de pago...
―Pues más o menos lo mismo que a ti...
―Yo al menos ―la interrumpe Bea― lo tuve siempre claro, que la
fidelidad no iba conmigo; por eso opté por ni casarme ni comprome-
terme con nadie, y así poder vivir mi vida con total independencia.
―Bueno, no me sermonees. ―Ahora es Marga la que corta impa-
ciente―. Y dime si estás dispuesta a dejarme el apartamento este fin de
semana...
―Cuenta con ello, para eso están las buenas amigas. La verdad es
que no me da ningún cargo de conciencia el conocer a Rodrigo y ser
cómplice de que le pongas los cuernos. Ya sabes lo que pienso de él y la
de veces que te he dicho que no sé cómo lo aguantas. Menudo muer-
mo de tío. Mi única condición es que luego me cuentes con todo lujo
de detalles los pormenores de tu encuentro con Julián.
―Lo mismo luego hay poco que contar ―Marga no puede evitar
acompañar la frase con una sonrisa malévola.
―Más te vale aprovechar la bala, porque lo mismo no se te pre-
senta otra oportunidad como ésta. Supongo que ya tienes pensado qué
le vas a decir a Rodrigo...
―Nada rebuscado ni complejo. Lo más fácil. Que me voy contigo
el fin de semana al apartamento de la playa. Él tiene fútbol el sábado
por la tarde. No habrá problemas. Tú vendrás a recogerme por la ma-
ñana para darle más verosimilitud a mi escapada. Luego tendrás que

101
ser discreta y no dejarte ver mucho ni el sábado ni el domingo por la
ciudad, porque estas cosas las carga el diablo.
―¡Qué cabrona! Veo que lo tienes todo muy meditado. Encima
me pides que me recluya en mi casa mientras tú te das el lote con un
cuarentón buenorro en mi apartamento...
―Hoy por mí y mañana por ti.
―Pues ya sabes, me debes una.

102
ESCENA 3

Martes, ocho y media de la tarde. Rodrigo ha quedado con su amigo de


Facultad Fran Castillejo para tomar unas cervezas. En la antigua cafete-
ría cercana a la vieja Universidad suena el estribillo de una conocida
canción de los ochenta del grupo Mecano.

“Cruz de navajas por una mujer/


brillos mortales despuntan al alba/
sangres que tiñen de malva/
el amanecer.”

―¿Qué pasa Rodrigo? ¿Cómo te va en el trabajo?

―No me quejo, aunque podría irme mejor. Ahora en la Cámara


todo está más fiscalizado, el control es aún más exhaustivo. Los políti-
cos aprietan por un lado, los jefes por otro, pero yo nunca me he cogi-
do los dedos y por ese lado estoy tranquilo. Viendo como está el patio
en otros sectores, sería un cínico si me quejara. Tengo un buen sueldo,
estabilidad laboral...

“...Mario llega cansado y saluda/


sin mucho afán/
quiere cama, pero otra variedad/
y María se moja las ganas en el café/
magdalenas del sexo convexo...”

103
―¿Y cómo te va con Marga? ―Fran cambia de tercio.
―Como siempre, la cosa no va ―afirma seguro Rodrigo―. Ella
está aburrida de mí y yo de ella.
―Pues deberías tener cuidado, Marga está todavía de muy
buen ver...
―Lo sé, pero lo triste es que ni siquiera siento celos. Me da igual
lo que haga, siempre que sea discreta y me deje tranquilo.

―Rodrigo, eso es una pose. Sabes cómo es ella y por eso estás tan
tranquilo. Seguro que si supieras que te es infiel no hablarías así.
―Puede ser, por eso mejor no saber nada.
―Viendo ―apunta Fran― como os lleváis es un alivio que no ha-
yáis tenido hijos, aunque no sé si el tenerlos os habría ayudado como
pareja.

―Ahora pienso que ha sido mejor que no hayan llegado. No sé


hasta qué punto nos habría servido para estar más unidos. El problema
es que ni a ella le interesan las cosas que me interesan a mí, ni al con-
trario. Eso no lo hubiera paliado el tener descendencia.
―¿Y ella qué dice?
―No hablamos de eso. Sólo de cuestiones domésticas, de facturas
por pagar, de compras por hacer, de sus padres y hermanos, de los
míos... Ah, y también de Otelo, que viene a ser el niño de la casa para
ella.

―¿Y ya te llevas mejor con el gato? ―La sonrisa ladeada de Fran


deja al descubierto la ausencia del primer premolar superior izquierdo.

104
―Al menos ya no me araña. Como me levanto antes que Marga le
suelo dar de comer y eso ayuda. También juego con él por el pasillo
lanzándole una pelota pequeña de goma para que salte y la coja, o con
un puntero láser que me compré para las presentaciones, cuya lucecita
roja lo vuelve loco. El maldito gato sigue prefiriendo mi ropa recién
lavada para recostarse encima y ponerla perdida de pelos. Más de una
vez me han dado ganas de lanzarlo por la ventana, aunque reconozco
que le he cogido cierto cariño. Además, cualquiera le pone la mano
encima estando la gata de mi mujer para defenderlo.
―Jajaja..., Rodrigo, cuando has dicho lo de la lucecita roja me ha
venido a la mente la despedida de soltero de Valeriano..; hay que ver lo
que le hicimos sufrir y lo que nos reímos a su costa aquella noche1.

“...Pero hoy como ha habido redada en el 33/


Mario vuelve a las cinco menos diez/
por su calle vacía a lo lejos sólo se ve/
a unos novios comiéndose a besos/
y el pobre Mario se quiere morir/
cuando se acerca para descubrir/
que es María con compañía...”

1 Trabajar más el diálogo entre Rodrigo y Fran.

105
ESCENA 4

Jueves por la noche. La mesa para la cena está puesta en casa de los
Revuelta Corrales. Puré de calabacín y ensalada de aguacate, maíz y
anchoas para dos. El informativo de las nueve del canal nacional de la
televisión pública acaba de terminar cuando Margarita baja el volumen
y toma la palabra.
―Rodrigo, como todavía hace buen tiempo, Bea me ha invitado
este fin de semana a su apartamento de la playa. Nos iremos el sábado
por la mañana. Ella me recogerá sobre las nueve.
―Veo, Marga, que ya lo tienes todo decidido.
―Tampoco habíamos hecho planes y como tú tienes fútbol y te
pasarás casi todo el sábado con los amigos...
―Sí, pero el domingo había pensado que fuéramos a comer con
mis hermanos.
―¿Y cuándo pensabas decírmelo?
―Es que mi hermana no me lo ha propuesto hasta esta tarde.
―Bueno, pues ve tú con ellos y me disculpas.
―Eso haré. No te preocupes ―zanja Rodrigo con gesto ligera-
mente contrariado.
El único de los tres que no estaba alterado en su ánimo era Otelo, que
volvía a ser testigo de la conversación desde su sillón preferido. De vez
en cuando movía arriba y abajo su peludo rabo, uno de los rasgos dis-
tintivos de la raza somalí a la que pertenecía y de la que era un distin-
guido ejemplar.

107
ESCENA 5

Sábado, ocho y media de la mañana. Margarita acaba de salir de la du-


cha. Rodrigo aún está en la cama y observa a través del espejo del rope-
ro empotrado a su mujer desnuda. No está mal para los 47 años que
tiene, se conserva bien para no ser una asidua de los gimnasios, pero él
tiene claro que no es su tipo. Siempre pensó que le gustaban las more-
nas, con ojos negros, de mediana estatura y con los pechos grandes. La
que rezaba en su libro de familia desde que se casaron 19 años atrás,
era castaña, ahora rubia teñida, lucía unos ojos color miel, era más alta
que él y tenía que usar relleno en el sujetador para que se le marcase el
escote. Más de una vez sus amigos al verlos juntos en la playa habían
bromeado con Rodrigo por el hecho de que él, ahora fondón y calvo,
tenía más pecho que ella.

―Bueno, cariño, me voy, que ya me ha dado un toque Bea y viene


para acá. No te olvides de echarle de comer al gato y de ponerle agua.
Yo le he dejado el comedero lleno del pienso compuesto, pero ya sabes
que Otelo es muy delicado y cuando pasan unas horas ya no quiere esa
comida. En la cocina hay también sobres de salmón y trucha para que
le varíes la dieta. También quedan algunos mejillones naturales en el
frigorífico, que sabes que le encantan. Ah, a ti también te he dejado
algo preparado, aunque supongo que, tanto hoy como mañana, come-
rás fuera. Yo llegaré el domingo para la cena.
Margarita, que se muestra demasiado acicalada para irse a la playa, se
acerca a la cama para despedirse de su marido, quien se limita a poner
la mejilla izquierda con cierta desgana y a corresponder lanzando un
beso al aire. Por el pasillo ella coge a Otelo en brazos y lo besa con de-

109
cisión en el hocico, sin importarle que le haga cosquillas con el bigote.
Luego, tras abrazarlo y acariciarlo, se sacude la escotada blusa estam-
pada y observa como varios pelos color canela planean hacia al suelo.
Suena estridente el interfono.
―Bea, bajo enseguida.
Rodrigo, sin levantarse de la cama, gira la cabeza hacia la izquierda.
Son las 9,03 y acciona la radio del despertador. Publicidad. Estira de
nuevo su mano zurda para apagarla. Otelo, con su andar parsimonioso,
elegante y altivo, se acerca al costado de la cama que ocupa el marido
de Margarita. Entona un miau de buenos días y espera ser correspon-
dido con una caricia. Ésta se hace esperar, por lo que decide dar un
salto y bajarse del tálamo. Rodrigo, que se ha vuelto a adormilar, da un
respingo.
―Joío bicho. Tienes ganas de que alguien te eche cuenta, ¿no? Re-
cuerdo el día que entraste en esta casa por primera vez. Apenas tenías
un par de semanas de vida. Marga entró por el salón y me dijo: “Mira lo
que me he encontrado”. Tu cabecita asomaba por encima de su bolso
blanco. “¿Y qué piensas hacer con él?”, le dije. “Quedármelo”. En ese
momento me faltó determinación y autoridad para negarme. Reconoz-
co que nunca me gustaron los gatos, más allá de verlos, todos tan mo-
nos, en las fotos de los almanaques. Supongo que todo viene de mis
recuerdos de niñez cuando visitaba la casa de mi tía Encarnación. Lle-
gó a tener seis. El olor a felino era insoportable. Guisaba muy bien,
pero cuando recuerdo las horas que pasé en aquella casa húmeda, de
habitaciones grandes con techos altos, predomina en mi memoria ese
olor intenso y para mí nauseabundo sobre el de las comidas que hacía.
Otelo se hace un ovillo junto al costado diestro de Rodrigo. Éste no
para de acariciarlo mientras lanza al aire sus pensamientos en voz alta.

110
Pese a que el gato ya ha cerrado los ojos, el acreditado auditor de la
Cámara de Cuentas sigue hablándole.
―Otelo, siempre me he preguntado por qué te puso Marga ese
nombre. Desconozco si ella ha leído la obra de Shakespeare, aunque
tampoco se lo he preguntado. Después de acatar como irremediable tu
adopción, yo le propuse que te llamáramos Palop, el nombre de mi
portero preferido. Supongo que, inconscientemente, era una manera
de poder aceptarte mejor y de identificarme contigo. Pero ella, nada,
que Otelo. Así te inscribió, ante la sonrisa de la veterinaria, cuando
fueron a vacunarte. No parece el nombre más adecuado para alguien
que, pocos meses después de llegar a casa, acabó siendo castrado, sin
que la intervención fuera ocasionada por un castigo o una venganza.
De todas formas me he dado cuenta que sigues conservando cierto
instinto de reproducción, ya te he visto varias veces restregándote
con una manta a la vez que mordisqueas un extremo, o encima de ese
corazón de felpa recuerdo de nuestro viaje a París y cómo has desgas-
tado el lema “la ville de l'amour” de tanto pasártelo por la barriga
arqueando tu cuerpo y acomodándotelo entre tus patas. Me conmue-
ve verte así. Te hace más humano.
El gato estéril de nombre literario sigue dormido en la cama de ma-
trimonio, ajeno a las elucubraciones de Rodrigo y a los planes de fu-
turo de éste.

111
ESCENA 6

Sábado 11,15 de la mañana. A Marga le tiembla ligeramente el pulso


cuando gira la llave del apartamento con vistas al mar de Bea. Julián,
un par de pasos tras ella y aparentemente más tranquilo, espera impa-
ciente a que la puerta se abra mientras custodia las dos maletas peque-
ñas que han traído de equipaje. Una cocina bien equipada y funcional
aparece a la izquierda. Marga avanza por un piso que conoce bien le-
vantando persianas a su paso, pero si descorrer cortinas. Julián, pru-
dente, aguarda en el salón sin tomar iniciativas. Las maletas con ruedas
ya están en el dormitorio principal, al que sólo se ha dirigido la mujer
de Rodrigo. Su antiguo amigo de academia le clava la mirada cuando
ella regresa por el pasillo camino del salón. Durante el trayecto hasta la
playa sólo se han cogido un par de veces las manos e intercambiado
miradas ruborosas como dos adolescentes en celo. Ahora ya, sin testi-
gos, no tienen que poner freno a una pasión contenida. Él ya toma las
riendas, mientras ella se deja hacer.
El primer beso es largo, profundo y húmedo. Marga no recuerda
ninguno igual. Julián se afana en desvestir a Marga. Las prendas de
Intimíssimi, estrenadas para la ocasión, son retiradas con delicadeza, lo
que excita aún más a la amiga de Bea. Su respiración es entrecortada.
La de Julián, que se ha quitado la camisa ―luce un torso bronceado sin
depilar, pero trabajado en el gimnasio― no parece alterada. El sofá del
salón es cómodo y espacioso. La cama puede esperar. Marga se recues-
ta apoyando la cabeza en uno de los reposabrazos. Julián le acaricia con
parsimonia y delicadeza los muslos, los besa después y deja que estos
se abran como las hojas de una planta carnívora antes de atrapar al

113
insecto seducido por su fragancia. Marga gime de dicha cuando la len-
gua de Julián escruta terrenos no explorados por su marido. Rodrigo no
se mostró nunca interesado por el sexo oral, ni siquiera como transac-
ción previa para acabar siendo receptor del mismo. Sus encuentros
amorosos fueron, por lo general, pacatos y anodinos.
Una vez recompuesta, Marga decide corresponder. Julián se convierte
entonces en sujeto pasivo. Lo que le falta a ella de experiencia, lo apor-
ta su entrega y la pasión del momento. Ahora es Julián al que se le des-
boca el pulso y le hierve la sangre allá por donde el varón más goza y
menos controla.
El fogoso encuentro les ha despertado el apetito. Deciden pedir el al-
muerzo por teléfono y mantener la discreción. Quieren vivir con inten-
sidad el fin de semana alejados de miradas indiscretas y sin pérdidas de
tiempo.

114
ESCENA 7

Lunes, 10,30 de la mañana. En el café del centro comercial han vuelto


a quedar Marga y Bea. Esta vez a petición de la segunda. De nuevo se
sitúan al fondo del establecimiento, en la mesa más discreta que en-
cuentran.
―Toma, Bea, aquí tienes tus llaves. Muchas gracias ―señala Mar-
ga tras besar a su amiga, que le esperaba sentada e impaciente.
―Cuenta, cuenta...
―¿Por dónde quieres que empiece? ―Marga esboza una sonrisa
que apunta a que el encuentro la dejó satisfecha.
―Por el principio y con todo lujo de detalles ―inquiere Bea―, ya
sabes que mi vocación frustrada siempre fue ser periodista, pero me
quedé en cotilla con alma de portera de finca urbana...
―Pues nada, Julián me recogió a la hora acordada donde me de-
jaste. Me dio un beso de bienvenida, se le veía algo nervioso, como yo.
Pero durante el viaje se fue soltando. Me habló de lo que hizo al salir de
la academia donde nos conocimos, de su fallido intento de estudiar
Derecho, de que luego consiguió graduarse en Empresariales, que fue
allí donde conoció a su esposa, Belén, dos años más joven que él, que
se casó a los 30 y que dos años antes encontró trabajo como economis-
ta en una cadena de supermercados, que fue ascendiendo en la misma
y que ahora es supervisor jefe de la compañía...
―Bueno, todo eso está muy bien, pero yo no me refería a esos de-
talles. Cuéntame cómo iba vestido, si se conserva bien, si tiene pelo en

115
la cabeza, si es de los que se depila, si te ayudó a quitarte la ropa, si lo
hicisteis nada más llegar o esperasteis a que fuera de noche...
―Me pides de golpe demasiada información y te advierto que al-
gunas cosas me dan pudor contarlas ―se ruboriza Marga.
―Pues eso no era lo convenido...
―De entrada, te diré que Julián se conserva bastante bien. Le gus-
ta hacer deporte y suele participar en carreras populares. No tiene ba-
rriga cervecera, como Rodrigo, ni tampoco está medio calvo, como mi
marido. No se depila, pero tampoco tiene mucho pelo en el cuerpo. A
mi entender, viste con buen gusto y conserva esa sonrisa seductora que
tanto éxito le daba en los tiempos que lo conocimos de joven.
―Bueno, y del tema, ¿qué?
―¿De qué tema?

―No te hagas la tonta, Marga, que ya somos mayorcitas las dos…


―¿Qué quieres saber?
―¿Qué va a ser? ¿Pues si te echó el polvo del siglo, del XXI al me-
nos, o no te lo echó?
―No voy a entrar en esos detalles, pero nada más verme ya habrás
notado que vuelvo muy contenta de la visita a tu apartamento...
―Eso me huele a que entonces, además de follarte, te comió el
coño. ―Un camarero que pasa cerca de la mesa escucha la frase y se
tropieza con una silla dejando caer con estrépito el contenido de la ban-
deja.
―Mira que eres bestia y borde, Bea.
―Y supongo que tú harías lo propio en justa correspondencia...

116
―Piensa lo que quieras, si eso te hace feliz.
―Dime por lo menos si Julián conserva el culo prieto, como lo lu-
cía Antonio Banderas en Átame, o lo tiene ya caído, como Michael
Douglas cuando hizo Instinto Básico.
―Sólo te digo que yo no le encontré ninguna falta para alguien
que está cercano a cumplir los cincuenta.
―Por lo que veo piensas repetir...

―Todo se andará. No hablamos de eso, nos limitamos a disfrutar


del momento.
―¿Y qué te dijo al despedirse?
―Me miró a los ojos, me cogió las dos manos y me comentó:
“Marga, lo he pasado muy bien contigo. Seguimos en contacto. Hasta
pronto”. Después me besó con delicadeza en los labios y se marchó en
su coche.
―Parece el final de un telefilm para la sobremesa del domingo.
Todo muy “light” y edulcorado. Yo esperaba más detalles y más pasión,
pero está claro que eso es demasiado pedirle a la modosita de Marga.
―Siento defraudarte, amiga. Pero los detalles íntimos quedan pa-
ra nosotros.

117
ESCENA 8

Martes 20,30. Rodrigo ha vuelto a citarse con Fran Castillejo una sema-
na después de su anterior encuentro, en el mismo sitio y a la misma
hora. Anda inquieto desde el fin de semana y no es por la marcha del
equipo de su alma.
―Fran, ¿recuerdas lo que hablábamos la semana pasada, cuando
me decías...?
―¿A qué te refieres, a lo de la despedida de soltero de Vale-
riano...? ―interrumpe risueño Fran.
―No, es algo más serio que eso ―el tono y la cara de Rodrigo ya
avisan de que el marido de Margarita Corrales anda preocupado―.
Sospecho que mi mujer me está engañando.
―¿Pero no decías que no eras celoso? Que sólo le pedías que fuera
discreta...
―Ya, ya. Es cierto que eso fue lo que te dije, pero el fin de semana
pasado se fue con Bea a la playa y volvió con una cara de satisfacción y
felicidad que no se la había visto nunca...
―No seas histérico. Se habría tomado unas copas con la amiga y
vendría contenta...
―No, Marga apenas bebe, pero las pocas veces que la he visto con
alguna copa de más siempre le da por deprimirse, más que por ponerse
eufórica. Ahora la veo inquietarse cuando la sorprendo escribiendo en
su teléfono, mientras antes ni se inmutaba y le daba igual que la obser-

119
vara de cerca. Además ya lleva más de una semana que no lo coge en
mi presencia cuando estamos en la cama...
―Pero, ¿por qué te molesta ahora que ande entretenida y conten-
ta, si antes lo que te preocupaba es que estuviera aburrida e infeliz?
―No lo sé.
―¿Y le has preguntado cómo se lo pasó en la playa con su amiga?
―Sí, fue lo primero que hice cuando llegó y se limitó a decirme:
“Estupendamente”. Y cambió de conversación a continuación para
interesarse por cómo me había ido a mí con mis hermanos y hasta me
preguntó que qué había pasado para que perdiéramos el partido del
sábado con el colista, cuando mis hermanos y el fútbol siempre le han
importado a Marga un comino.
―Rodrigo, te estás comiendo el coco más de la cuenta con algo
que seguro no tiene importancia. A lo mejor sólo actúa así para que le
prestes más atención o, simplemente, para que tengas algún detalle
con ella. Hace una semana dabas por sentado que, lejos de ser una
persona celosa, hasta entenderías que Marga te fuera infiel, debido al
estado de vuestras relaciones. Ahora, sin tener pruebas de que te pone
los cuernos, te conviertes en un Otelo de tres al cuarto. No hay quien
te entienda.
―Perdona que me desahogue contigo, pero necesitaba hablarlo
con alguien de confianza.

―¿Y por qué no lo haces directamente con tu mujer?


―Tienes razón.

120
―En estos casos, lo mejor es coger el toro por los cuernos ―Fran,
consciente de lo inapropiado de su frase, trata de edulcorarla con una
sonrisita.
―Fran, no te burles de mí que hoy no estoy para ironías.
―Perdona, pero creo que estás dramatizando en exceso sobre al-
go que tendrá su explicación. Háblalo con Marga, seguro que te lo acla-
ra y después podremos bromear y reír a costa de tus sospechas infun-
dadas.
―Descuida, amigo, que eso haré y espero que sea lo que tú dices.

121
ESCENA 9

Miércoles, 16,15. Rodrigo se levanta de la mesa sin tomar postre. Busca


a Marga en la cocina que está preparando café y tiene los auriculares
puestos escuchando música a través del teléfono. Le pone la mano en
el hombro para llamarle la atención.
―Marga, ¿te apetece ir el viernes por la noche al auditorio del Pa-
lacio de Congresos? Es que...
―¿Cómo dices, cariño? ―interrumpe con cara de asombro tras
retirarse los auriculares.
―Verás. Rafa Rebollo, mi compañero, tenía desde hace meses dos
entradas reservadas para ver a Les Luthiers, unos cómicos argentinos
que dicen que son muy buenos. Las ha ofrecido para que se las com-
pren porque le ha surgido un contratiempo familiar y no puede ir y he
pensado que...
―Cariño, conozco bien a Les Luthiers, de hecho fui a una de sus
primeras actuaciones aquí antes de conocerte, pero me extraña tu pro-
puesta...
―Le he dicho a Rafa que me reservara las entradas hasta esta tar-
de a las seis, que le daría una respuesta cuando hablase contigo, pero si
no te apetece ir...
―Yo no he dicho que no me apetezca, sólo que me choca que me
propongas ir a un espectáculo como ese. Llevamos 19 años casados y,
quitando las pocas veces que fuimos al cine en los cuatro que estuvi-
mos de novios, no recuerdo haber ido contigo a nada más… Bueno, sí,

123
ahora que caigo. Una vez me invitaste a un partido de la selección por-
que te habían regalado unas entradas. ¡Menudo coñazo, con tanto gri-
to, tantas palmas y tanto hacer la ola como borregos!
―Creo recordar que de novios íbamos al cine casi todas las sema-
nas…, pero no quiero discutir. Lo que necesito es que me digas ya si
quieres venir a ver a los humoristas argentinos esos.
―La verdad es que me gustaría, pero desde hace unos meses te-
níamos fijado para este viernes una cena con Bea y otras antiguas com-
pañeras del colegio. Lo siento, pero no va a poder ser.
―Vale. Le diré a Rafa que se busque a alguien para colocarle las
entradas.
Otelo se ha paseado por la cocina rozando varias veces un costado de
su peludo cuerpo y su enhiesta cola plumero por las piernas descubier-
tas de Marga, mientras ésta hablaba con Rodrigo. El gato levantaba la
mirada buscando algún gesto cómplice, pero no encontró respuesta
hasta que la conversación se dio por terminada. Marga, ahora sí, se
agacha para recogerlo, lo alza sobre su pecho y lo acuna una vez más
con gesto maternal. Rodrigo no puede reprimir la sensación, mezcla de
envidia, desdén y celos que le provoca la escena. El auditor de la Cáma-
ra de Cuentas vuelve al salón, coge el mando a distancia el televisor y
se sumerge en un documental rebosante de vísceras y de sangre ani-
mal, en el que el más fuerte vuelve a salir victorioso a dentellada lim-
pia.

124
ESCENA 10

Viernes 22,30. En el salón de los Rebollo Corrales reposa la cena Rodri-


go con la única compañía de la mascota de la casa. La televisión está
encendida, pero nadie le presta atención. Marga salió una hora antes,
con sus mejores galas y bien perfumada para su pregonada cita con sus
antiguas compañeras de colegio. Rodrigo planeó la posibilidad de salir
a espiar a su mujer, pero, tras sopesar pros y contras, acabó por
desechar la idea. Luego llamó a su amigo Fran para citarse con él, pero
éste no estaba disponible. No encontró otra alternativa más sugerente
que enclaustrarse en su confortable hogar y lanzar las dudas que le
atormentan al aire, con Otelo de testigo mudo.
―¿Qué me dices, gatito? ¿No te parece que Marga anda un poco
extraña? Llevaba un tiempo, no sé, un par de años por lo menos, que
apenas iba a la peluquería, que estaba menos pendiente de cuestiones
estéticas, de controlar su peso, y la notaba más suspicaz e irritable con
lo que le decía. Yo lo achacaba a cuestiones relacionadas con la meno-
pausia, aunque cualquiera era el guapo que le sacaba el tema. Pero de
un par de semanas acá la noto cambiada. Ya no tiene esa cara de hastío
que mostraba habitualmente. Ha recuperado la jovialidad de cuando la
conocí. Sí, ya sé que debería alegrarme por ello, pero lo que me preo-
cupa es desconocer lo que ha causado esa metamorfosis en su estado
de ánimo. Ya la observé cambiada cuando llegó de la playa del fin de
semana que dijo pasar con Bea. Quisiera ser analítico y frío. Contem-
plar esta situación con la misma racionalidad que se audita una empre-
sa, que se fiscalizan sus cuentas de resultados y balances. Pero, no.
Aquí no es todo cuestión de números. No hablamos de facturas falsas,

125
de cuentas maquilladas o de fondos desviados. Aunque quizás sea ese
el origen del problema. Que yo sólo he sabido moverme en ese mundo,
el de los números. Que he pensado que bastaría con tener una cuenta
corriente saneada, piso y coche pagados, y tarjeta de crédito disponible
para ser feliz, y que con todo ello también lo sería la persona que tengo
a mi lado. Hace años que empecé a sospechar que eso no era suficiente,
pero no me preocupé por remediarlo. Ahora me obsesiona y angustia
la posibilidad de que ya no tenga remedio y que Marga no sienta inte-
rés alguno en que lo tenga2.
Otelo dejó de mirar a Rodrigo a mitad de su soliloquio, pero éste, con
los ojos empañados, lo siguió enfocando en un intento irracional de
buscar una complicidad y compresión imposibles.

2 Condensar el soliloquio

126
ESCENA 11

Viernes 22,45. Habitación de apartahotel en las afueras de la ciudad. A


la misma han accedido Marga y Julián desde un garaje privado. Todo
muy discreto, como anunciaba la publicidad de la oferta del “packs del
amor” contratado por internet. Las reticencias iniciales de la todavía
mujer de Rodrigo Rebollo se fueron diluyendo ante el poder de seduc-
ción de Julián y el recuerdo de lo gozado una semana antes con vistas
al mar. Si entonces en la conciencia de la mojigata Marga anidaba al-
gún sentimiento de culpa, seis días después de aquel apasionado pri-
mer encuentro ya no habita brizna alguna de remordimiento.
―¿Qué deseas tomar, Marga?
El minibar está bien surtido con toda clase de refrescos y una buena
variedad de bebidas destiladas.
―Ahora mismo no me apetece nada.
Marga escruta y radiografía la habitación. Es espaciosa, su decoración
no llega a lo hortera, pero lo bordea. Su cama, de dos por dos metros,
con un gran espejo encima del cabecero, y su cuarto de baño con ja-
cuzzi es toda una invitación a no andarse con rodeos y a aliviar los pre-
liminares.

Julián sí se sirve una copa en vaso ancho. Antes se ha quitado la corba-


ta, se ha desabrochado un par de botones de la camisa, ha colgado con
mimo su chaqueta de entretiempo en una percha y la ha metido en el
armario empotrado que antecede a la entrada al aseo. Pese al conven-
cimiento con el que había acudido a la cita, Marga no se siente cómoda
en un escenario como ese.

127
―¿Estás nerviosa?
―¿En qué lo notas?
―Rehúyes mi mirada desde que hemos entrado en la habitación y
no paras de moverte mirándolo todo. Es como si estuvieras buscando
micrófonos y cámaras ocultas.
―No lo puedo evitar. Saber que este sitio no es un hotel “normal”,
que todo el mundo viene a él a lo mismo que nosotros, me incomoda.
Es como si me sintiera observada a través de las paredes.
Julián se acerca a uno de los laterales de la cama y gira el regulador de
intensidad de la luz.
―Tranquilízate, Marga. No haremos nada que no desees. Si quie-
res, charlamos un rato, te tomas una copa conmigo si te apetece y des-
pués nos vamos.

Mientras Julián hablaba, a Marga le ha dado tiempo de reparar en lo


que le espera en casa. Rememora alguna de las ocasiones perdidas con
anterioridad, y, sobre todo, pone en valor lo mucho que ha deseado
volverse a encontrar a solas con quien tanto le hizo disfrutar, reír y
hasta gemir de placer el anterior fin de semana.
―Ven aquí ―reacciona ella con determinación.
Julián se acerca y Marga le retira la copa y la deja en mesita de noche
de la izquierda. Lo sienta en la cama, lo invita con un gesto a que se
recueste en ella y le desabrocha el pantalón. El galán acepta sin reparos
ejercer el rol sumiso y se deja hacer. Ya no hay paredes que observan y
poco importa que el espejo sea testigo y refleje los progresos en seis
días de la antigua alumna carmelita, que se suelta el pelo literal y figu-
radamente. Julián entorna los ojos, se muerde el labio inferior y se con-
gratula de que su deseado plan siga adelante.

128
ESCENA 12

Sábado, 11,30 de la mañana. Rodrigo lleva tres horas levantado. Esta vez
ha optado por desayunar fuera de casa en un bar cercano. Un café solo
y media tostada con aceite y jamón. El periódico local y un diario de-
portivo le han hecho compañía. Diez minutos para leer titulares de
noticias de las que ya tuvo conocimiento la noche anterior. Paga y se
acerca a comprar el pan. De vuelta a casa, lo espera Otelo a portagayo-
la. Tras el miau de bienvenida Rodrigo, complaciente, busca en el frigo-
rífico un par de mejillones cocidos, se los trocea y ofrece en un trozo de
papel de aluminio que hace las veces de plato. Marga sigue durmiendo.
Llegó pasadas las tres de la madrugada. Rodrigo la oyó entrar en la
casa, giró la cabeza y tras comprobar la hora, fingió seguir dormido.
―Otelo, ya no tengo ninguna duda. Marga me pone los cuernos.
No me creo que anoche saliera con las amigas del colegio. En cuanto se
levante le pediré pruebas de que estuvo con ellas. Le exigiré que me
diga dónde cenaron y que me enseñe fotos del encuentro. Seguro que
no las tiene. Le rogaré que sea sincera y que afronte la situación. Qui-
zás me merezca que me haya engañado, pero también una explicación.
Estoy dispuesto a escucharla.

Unos quince minutos después de que Rodrigo se confesara una vez


más ante Otelo, Marga se levanta ojerosa. Se acerca al cuarto de baño,
le sonríe al espejo y se ordena un poco el pelo. Tras el breve acicala-
miento se dirige al salón y saluda al sumiso cornudo.
―Buenos días, cariño.

129
Rodrigo mira al gato buscando un aliado que le dé fuerzas para co-
menzar el interrogatorio y que sea fedatario del mismo.
―Buenos días, ¿cómo te lo pasaste anoche con tus amigas?
―Regular. La verdad es que no me lo pasé del todo bien
―contesta con tono de poco convencimiento y la cara vuelta hacia la
cocina, a donde se encamina para prepararse el desayuno.
―¿Sólo regular? ―Rodrigo ha tenido que elevar la voz para que
su esposa la escuche― Llegaste bastante tarde para sólo habértelo pa-
sado regular.
―Es que algunas se empeñaron en que fuésemos a un karaoke
después de cenar, y entre ellas estaba Bea, que insistió en que no cogie-
se un taxi al salir del restaurante.
Rodrigo se acerca a la cocina para seguir su interrogatorio y ver cómo
lo encaja su mujer.
―¿Y a qué restaurante fuisteis al final?
―Al gastrobar nuevo que han abierto a la espalda del Ayunta-
miento. Es carillo, pero cenamos bien. Todo estaba muy rico.
―¿Y cuántas fuisteis a la cita?
―Ocho, pero tu sólo conoces a Bea. ―A Marga se le siguen
escurriendo mentiras entre los dientes y empieza a cansarle el
interrogatorio.
―¿Y tú qué cantaste en el karaoke?

―Una de Mecano, pero no me acuerdo ahora del nombre. Se em-


peñó Bea y la cantamos a coro.
―¿Y os hicisteis fotos?

130
―Sí, pero yo no las hice y aún no me las han pasado.
―¿Y estaba ambientado el sitio?
―Rodrigo, ¿a dónde quieres llegar? ―Marga ha dejado de untar
mantequilla en su tostada y se ha girado para clavar su mirada color
miel en los tristes ojos de su marido.
―Nada, nada, no te alteres. Era simple curiosidad. Descuida, no
hay más preguntas ―Rodrigo se gira y vuelve al salón con la cabeza
gacha, como el abogado de oficio que es consciente de que su defendi-
do lo tiene ya todo perdido y que dilatar el juicio resultaría estéril.

131
ESCENA 13

Domingo, 22,45. Rodrigo enciende el ordenador y abre la carpeta co-


rrespondiente. Lee y repasa. Corrige y vuelve a corregir. Duda, tacha y
suprime. Intenta desarrollar algunos puntos y luego trata de pulirlos y
darle algo más de lustre. Anota al margen en una libreta. Se atasca y
decide consultar en internet. Teclea: ¿cómo deshacerte de tu pareja?
Los enlaces que aparecen no le aportan la solución que busca ni le en-
caminan a ella. Prueba por otra vía: remedios contra la infidelidad. Y
encuentra: Hechizos de amor con canela. Menuda gilipollez. Además
ya es tarde para ponerlos en práctica. Vuelve a Google desesperado en
solicitud de una manera definitiva de acabar con esto. El eficiente bus-
cador le muestra una nueva propuesta. “El sexo oral podría ser el re-
medio contra la infidelidad”. Lee el primer párrafo. “El estudio, que se
llevó a cabo a través de encuestas a 243 hombres adultos en una rela-
ción heterosexual y formal de más de un año de duración, afirma que
el sexo oral se utiliza para disuadir a las mujeres de la infideli-
dad. Al parecer la investigación muestra como los hombres buscan
aumentar la satisfacción sexual de su pareja para evitar una posible
infidelidad y la manera más eficaz es el sexo oral”. ¡Vaya el nivelito del
portal peruano al que le ha remitido su consulta! No le queda mucho
tiempo. Está en la hora límite después de varias prórrogas. Rodrigo
nunca fue una persona violenta, aunque tiene sus prontos. En el traba-
jo pueden dar fe de ello. Aún se recuerda cómo se plantó ante el coor-
dinador del departamento cuando éste pretendía que firmase un in-
forme plagado de irregularidades y de comprobaciones pasadas por
alto. Pero la infidelidad de Marga, ya no alberga ninguna duda, no

133
puede quedar impune. El gato se acerca a la habitación refugio de Ro-
drigo y de un salto se encarama a la mesa. Cruza por detrás de la pan-
talla y se acerca a la ventana entreabierta, pero no lo suficiente para
que se salga al exterior. Rodrigo intenta acariciarle, pero el gato se
muestra arisco y hace intento de arañarle.
Es hora de tomar una determinación. Guarda y cierra. Vuelve a abrir la
carpeta. El cursor se detiene en un punto fijo. Botón derecho, eliminar.

―Adiós, Marga; adiós, Julián; adiós, Bea; adiós, Otelo. No veréis la


luz.
Vaciar papelera de reciclaje.
Clic.
¿Estás seguro de que deseas eliminar estos personajes de forma perma-
nente?

Sí.
Clic.

134
DIGNOS DE SER

Por Rosario Paguillo

135
ACTO I

“¡Mi único amor nació de mi único odio! Pronto le he visto y tarde le co-
nozco. Extraño nacimiento del amor que me hace amar a mi enemigo
peor.”

137
Escena I

Salón de la casa

Yacía tumbada en el suelo, con las manos y la cara contra el suelo, enci-
ma del confeti. Él en medio de la habitación, de pie.

Levantó la vista y lo miró, justo a la misma vez que intentaba percibir


el enjuto hilo de aire que llegaba a su pecho. Lo vio temblar, tenía los
labios marrones y las cejas fruncidas. Sus ojos, clavados en la pared de
la habitación, parecían desafiar a la muerte. El pelo le caía por la cara
como un racimo de uvas pasas, tristes, marrones y caóticas, pegadas a
la frente sudorosa. Lo vio reír unos segundos y enjugarse la mano iz-
quierda en el pantalón vaquero a la altura del muslo, la misma mano
que minutos antes apretaba su cuello. Intentó descifrar el significado
de la curvatura de los labios de su marido, pero cerró los ojos y se dejó
llevar por el agotamiento.
Él mantenía el cuchillo sujeto con la mano derecha a la altura de su
esternón. Tenía los nudillos blancos, las uñas manchadas de sangre y
en el pálido y traslúcido dorso de la mano las venas se le adivinaban
como ramas secas y atrofiadas de un roble de aspecto terrorífico. La
punta de la hoja del cuchillo pareció hundirse en su cuerpo cuando el
llanto de la criatura, desde otra habitación, lo sobresaltó. Se detuvo,
acomodó los dedos sobre el puño de madera y apretó con fuerzas con-
tra su propio pecho. La hoja aún se hundió más. Exhaló con brusque-
dad.
Ella se removió en el suelo y parpadeó. El llanto insistente del bebé
penetraba en su cabeza como la instilación constante de una gotera.

139
Reconoció perfectamente el clamor e hizo un sobreesfuerzo por man-
tener los párpados abiertos. Movió la cabeza instintivamente a un lado
y otro, aun con los ojos cerrados, intentando localizar de dónde prove-
nía el llanto. No lo encontró. Abrió los ojos y su frágil mirada topó con
el enorme charco de sangre bajo su cuerpo, luego fijó la mirada en la
piñata que colgaba de la lámpara. Un por qué pareció dibujarse en su
cara.

Él se desplomó de rodillas frente a ella con un fuerte impacto, el confe-


ti del suelo pareció aletear a su alrededor, tenía las manos cruzadas
sobre el pecho, alrededor del puño de madera. El desconsuelo en la
habitación contigua le hizo reconocer su locura. Ya era tarde... Su cara
y sus labios se habían tornado del color ocre de las velas de las vírge-
nes. Aún seguía temblando. La buscó con la mirada y allí la encontró,
con sus ojos clavados en él, con la mano sobre el abdomen mojado de
sangre.
Se dejó caer al suelo, y se arrastró hacia ella administrando su úl-
timo aliento. Colocó la cabeza sobre el vientre de su mujer. Solo pudo
decir “Te quiero”.
“El gozo violento tiene un fin violento y muere en su éxtasis como fuego y
pólvora, que, al unirse, estallan. La miel más deliciosa, empalaga de puro
dulzor y, al probarla, mata el apetito. Modera tu amor y durará largo
tiempo: quien más rápido que el viento llega tarde como lento. Los ena-
morados pueden andar sin caerse por los hilos de araña que flotan en el
aire travieso del verano; así de leve es la ilusión.”

140
ACTO II

“Le han visto allí muchas madrugadas, aumentando con su llanto el


rocío de la mañana, añadiendo a las nubes sus nubes de suspiros. Pero
en cuanto el sol, que todo alegra, comienza a descorrer por el remoto
oriente las oscuras cortinas del tálamo de Aurora, huye de la luz y se
encierra solitario en su aposento, cerrando las ventanas, a cal y canto y
creándose una noche artificial. Este humor será muy sombrío y funesto
si la causa no la quita el buen consejo”.

141
Escena I

Verona. Una plaza pública

Julieta estaba sentada en un café de la Piazza Bra.


Julieta observaba impávida como hacía girar el café con la cucharilla en
el interior del enorme tazón de desayuno donde le habían puesto su
Caffe macchiato. Soplaba una brisa agradable, y los “cliks” de las cáma-
ras de fotos de los turistas la mantenían entretenida.
Le pareció curioso como una multitud de parejitas se agolpaban delan-
te de una enorme estructura de hierro con forma de corazón para ha-
cerse fotos. Todos en fila, sonrientes y enamorados, esperando pacien-
temente su turno y tramando la pose perfecta para demostrar su amor
al mundo a través de sus redes sociales. Tomaban sitio en el centro de
la escultura y parecían fingir, justo en ese momento, quererse mucho
posando ante la cámara.
Nadie miraba hacia el monstruoso Coliseo que parecía emerger del
centro de la plaza, nadie prestaba atención al fabuloso estado de con-
servación de aquella maravilla de la arquitectura romana, y sin embar-
go, tal marabunta de turistas también se agolpaban en las esquinas de
las calles, donde todo el interés turístico parecía centrado en las señales
que indicaban el camino hacia Casa di Giulietta, Casa di Romeo, o cual-
quier tipo de flecha que indicara un lugar donde los amantes hubieran
podido amarse a escondidas.

En realidad aquella ciudad era como un lugar perfecto constituido para


amarse. Al menos, amor es lo que parecía percibirse en cualquier sitio a
donde miraras. Así lo habían vendido, así se venden estas cosas.

143
Vio venir a Alessio haciendo aspavientos a lo lejos. Caminaba rápido y
un poco encorvado, como si cada uno de sus años se le hubieran ido
colgando de las orejas y el peso le azuzara a doblegarse ante el tiempo.
Cuando llegó a su altura la abrazó fuerte, ella respondió con ternura
devolviendo el abrazo.
“¿La trajiste contigo?”. La chica puso la mano sobre la pequeña mochila
negra y asintió. Los dos deambularon hacia el puente de piedra camino
a cumplir la última voluntad de Victoria.

144
Escena II

Convento de San Francisco del Corso

Julieta y Alessio están sentados uno frente al otro.


“Querida Julieta, querida hija mía,

Si algún día estás leyendo esta carta, significará que ya no estaré en el


mundo el cual comienzas a transitar e intentas comprender a cada paso.
Te habrás hecho tantas preguntas, cariño… Intenta esforzarte por com-
prender siempre, ángel mío, yo siempre he puesto todo el empeño en ello,
aunque al final, la mayoría de las veces, no logre comprender muchas tan-
tas y todo quede resumido en estas letras que hoy te entrega en mano mi
gran amigo Alessio. En este momento debes tener ya la edad suficiente
para tratar de entender como pude llegar a morir a manos de mi gran
amor, porque así se lo hice prometer a mi querido secuaz para cuando mis
peores presagios se cumplieran y tu edad fuera la adecuada para ponerte
en mi lugar.
Te preguntarás como pude ser tan estúpida como para no huir de mi ase-
sino cuando tuve oportunidad, pero la realidad es que yo nunca he creído
ser una estúpida y mucho menos vivir con un asesino. También había otra
cosa, jamás había pensado en la posibilidad de que Alessio te hiciera en-
trega de una carta de este tipo hasta que llegó el día de tu tercer cumplea-
ños, cariño, cuando tu padre intentó quitarme la vida por primera vez.
Todo es muy sencillo, y se resume en una sola palabra, AMOR.
Quizás hoy seas una chica moderna, guapísima, independiente, soltera
que ve el amor como algo pasado de moda… pero yo siempre creí en ese
amor romántico y para toda la vida. Tu padre y yo nos queremos, puede

145
que él no se porte demasiado bien conmigo, pero tiene sus problemas en
el trabajo y ya sabes que un carácter un poco duro, pero yo sé que él
también me quiere, y a mí me parece que somos una de esas familias
precisas.
Estoy segura de que esto es una mala racha que estamos viviendo, y aun-
que llegue a casa malhumorado y me hable mal, sabe pedir disculpas y me
pide que siga a su lado toda la vida, y pienso que eso es amor honesto…”

Alessio tenía el codo apoyado sobre la mesa y su barba blanca apoyada


sobre la palma de la mano cuando Julieta levantó la cabeza y lo miró
fijamente. “Amor honesto… amor romántico…”, murmuró sarcástica
bajando la mirada de nuevo al papel.
El día que Victoria llegó a Verona para comenzar sus estudios de Doc-
torado sobre Historia y Teoría del Teatro, conoció a Alessio, su tutor y
jefe del departamento de Filología, y la persona con la que pasaría lar-
gas horas de charlas.
No pudo evitar ser seducida por la más bella historia de amor trágica
de todos los tiempos, hasta el punto de ser galardonada con la Pugnale
d'argento en el festival Ciudad de Verona, por su Tesis doctoral Dignos
de Ser: Montecchi e Capuleti.
“…Estoy escribiéndote esta carta porque hay momentos en los que pienso
que quizá algún día ni siquiera tenga la oportunidad de despedirme de ti,
luego creo que es una estupidez estar pensando esto, pero más tarde, des-
pués de cada empujón, tras cada humillación o guantazo, me encierro en mi
habitación y comienzo esta carta una y otra vez para ti, mi querido ángel.
Ayer recibí una llamada del departamento de Lengua Románica de la
universidad, me ofrecían la oportunidad de incorporarme parcialmente
para unos cursos de Máster, pero eso no le gustó nada a tu padre. Yo

146
pensé que ya, después de tres años y medio desde tu nacimiento, sería
una idea fantástica volver a aportar ayuda económica a la casa y reto-
mar mi trabajo, pero él no pensó lo mismo. Anoche me empujó a la calle,
eran las dos de la mañana y llovía mucho, no llevaba zapatos, ni móvil y
tuve que refugiarme en el porche de los vecinos hasta que ha amanecido
y me ha dejado entrar cuando él ha salido hacia el trabajo. Ahora ya no
tengo frío. Quizás fui un poco intrépida porque le dije las ganas que tenía
de volver a hacer vida social y trabajar, pero luego me hizo ver lo egoísta
que he sido y lo he comprendido. Aún eres pequeña y me necesitas en
casa todo el tiempo. Él mira mucho por ti, hija, nos quiere con locura.
Él tiene miedo de perdernos, sé que tiene pánico pensar que un día tú y
yo podamos desaparecer de su vida. Hubo una época, antes de nacer tú,
en la que se obsesionó porque pensaba que podía existir otra persona,
puso su objetivo en mi compañero Luís, decía que le engañaba, cuando
siempre he dado mi vida por él. Yo trabajaba en la Universidad y por las
tardes iba a clases de inglés, los sábados tenía que dedicar unas horas a
la compañía teatral y tenía poco tiempo libre. Me extrañaba ver su coche
algunas tardes cerca de la academia pero cuando le preguntaba, él siem-
pre tenía su perseverante respuesta “¡Estás loca!”, Empecé a cuestionar-
me ser una mala esposa. Ahí fue cuando me dio la primera paliza, cielo
mío, a los dos meses de nuestra boda…”
Julieta se enjugó una lágrima del ojo derecho con el dorso de la mano.
Alessio se levantó de la silla y le pidió que le siguiera. Caminaron por un
ancho pasillo húmedo y abovedado hasta entrar a una especie de Celda.

147
Escena III

Una celda del Convento de San Francisco del Corso

Julieta estaba sentada en el borde de un sarcófago de piedra rojiza.


En la habitación solo había un sarcófago y un mueble de madera viejo y
podrido. Alessio se acercó al mueble, y volviendo hacia el lugar donde
se encontraba sentada la joven puso sobre la piedra una estatuilla con
una daga bañada en plata, Julieta la miró inmóvil.
“Me pidió que la guardara yo, a tu padre no le agradaban sus éxitos
profesionales” y añadió “éste era su lugar favorito en el mundo, debía
estar aquí. Pasaba largas horas sentada donde estás tú ahora”, Julieta
pasó la mano sobre la piedra y depositó en silencia la mochila sobre
ella. “Esta es la tumba de Julieta”, informó Alessio.
La Tesis de Victoria fue materia de estudio en varias universidades
italianas, y trabajó durante años en la universidad de Verona hasta que
en uno de sus viajes a España conoció a Juan. Fue ella misma la que
puso fin a su carrera en Italia para casarse y formar la familia tradicio-
nal que siempre había soñado. Una familia con una hija llamada Julie-
ta.
“…Al poco me quedé embarazada de ti y el día que nos entramos de tu
existencia yo aún llevaba 6 puntos de sutura. Fue muy duro pensar que
tu concepción podía estar casualmente relacionada con el día de mi caí-
da por las escaleras y los puntos de mi ceja. Esa desgarradora inquietud
no desapareció hasta el día de tu nacimiento, cuando supe que estabas
perfectamente. Justo ese mismo día, mi inquietud se transformó en pa-
vor, ahora éramos dos a la ventura de esta obra teatral a medio escribir.

149
Fue cuando reconocí en nosotras nuestra parte de víctima cuando en-
tendí que debíamos convertirnos en supervivientes. No tuve que esperar
mucho para que tu padre llegara a casa y tuviera algo por lo que quejar-
se, por lo que cuando esto ocurrió, reuní el coraje suficiente, te envolví en
una manta y salimos de aquella casa. Lo comencé a echar de menos casi
automáticamente… supe que él entró en cólera y nos buscó a la desespe-
rada. Tú y yo nos escondimos aterrorizadas durante unos días en casa de
la abuela, aún recuerdo el enorme dolor que contenían mis lágrimas al
sentir no tenerlo a mi lado. Lo necesitaba, era como si me sintiera torpe,
como si no tuviera nada que esperar, como si me arrancaran los días.
Necesitaba sentir ese amor que a dosis me suministra.
Vino a buscarnos, y con lágrimas en los ojos me pidió perdón. Me prome-
tió que jamás te tocaría un pelo, y que a mí… tampoco...”
“El amor que le suministraba… ese tipo de amor misterioso e incluso
irracional que pudo mantenerla atada de ese modo a su verdugo”,
murmuró ella. “El tipo de amor desprendido que podía bridar una per-
sona tan bondadosa como lo era tu madre”, continuó él. “Amor… las
mariposas en el estómago pierden parte de gracia si lo vemos como el
simple proceso biológico que es”, protestó Julieta.
Se hizo un silencio y simplemente se quedó mirando el papel. Pensaba
en aquella cruel coyuntura que marcó su adolescencia y el momento
en el que despertó en una realidad muy diferente a la que había vivido
hasta entonces. El cuento había cambiado a los 13 años, la muerte de
sus padres ya no trataba de la historia afectuosa e infantil del lobo y la
chica de la caperuza roja que le habían contado a los 5, en esta nueva
historia el lobo tenía un aspecto mucho más terrorífico.
Estudió los ensayos de su madre acerca del amor, la pasión y la adver-
sidad intentando hallar una respuesta. Pasó años con la idea de que el

150
amor y el odio están íntimamente conectados en el cerebro. Había
leído que ambos sentimientos producen los mismos síntomas y ponen
en actividad las mismas sustancias químicas. Se preocupó de investigar
casos similares al de sus padres, y concluyó en una sola idea: en los
ciclos cardíacos de una persona no se puede apreciar diferencia entre si
la persona acaba de matar o ha tenido un orgasmo.
Después del paso de los años, parecía tener una respuesta… “El amor
nos hace imprudentes…”, dijo.

151
ACTO III

¡Por Dios, callad! El trastorno no es remedio del dolor. El cielo y vos te-
níais parte en la bella doncella; ahora todo es del cielo, y para ella es lo
mejor. Vuestra parte no pudisteis guardarla de la muerte, más la otra
eternamente guarda el cielo. Ansiabais verla encumbrada; elevarla ha-
bría sido vuestra gloria. ¿Y lloráis ahora que se ha elevado más allá de las
nubes y ya alcanza la gloria? ¡Ah, con ese amor la amáis tan poco que os
perturba su bienaventuranza! No es buen matrimonio el que años cono-
ce: la mejor casada es la que muere joven. La naturaleza nos obliga al
dolor, pero la razón se ríe del llanto.

153
Escena I
En el huerto del Convento de San Francisco del Corso
Julieta y Alessio de pie frente a una fosa.
“Querida hija mía, me pidió perdón tres veces, ¡Perdóname! ¡Perdóname!
¡Perdóname!, yo apenas podía ver por cómo me había dejado los ojos, me
había pegado muy fuerte, pero no par más dolor que tuvieran mis carnes
se podía comparar al dolor que sentía en el alma.
Llegó a casa con enorme oso de peluche de color rosa, todo estaba prepa-
rado para que esa tarde tú fueras la niña de tres años más feliz del mun-
do. Yo había comprado una piñata y una tarta de chocolate pero todo
quedó destrozado en el suelo.
Dijo “¿Has visto lo que me haces hacer?”. Sin saber por qué le pedí per-
dón. Desapareció sin dar las gracias y me quedé allí sola, en silencio,
temblando y oyéndote jugar en el patio con tu bici nueva, y aceptan-
do… no tardó dos minutos en volver dando un portazo, tú te asustaste
mucho y empezaste a llorar. Viniste corriendo a mis brazos y logré
empujarte a tiempo de que la raqueta de pádel pudiera golpearte a ti
también. No podía parar de mirarte mientras recibía golpes y más gol-
pes, tú, en el suelo desde la esquina, parecías leer lo que mi mente in-
tentaba decirte en silencio. “No vengas, cariño. Aléjate, no te acerques”.
Luego todo fueron luces y sirenas.
Ya hace dos días que regresé del hospital, tengo el riñón un poco infla-
mado y el cuerpo lleno de moratones, pero miro a mi lado y me siento la
mujer más feliz del mundo por tenerte conmigo. Ahora estás durmiendo,
preciosa mía, se te ve en calma y feliz, y yo haré todo lo posible para que
esto no cambie, mi pequeña. Mañana tendrás tu fiesta de cumpleaños,

155
aquella que mereces, con tu nueva piñata y tu tarta de chocolate. Será
nuestro día.
Ya hace más de un mes que no le vemos, pero esta vez éste es nuestro
cuento, el tuyo y mío.
Te quiere tu madre.
Victoria”.
Julieta puso la mochila en el suelo y de ella sacó el osario que contenía
las cenizas de su madre. Lo besó, lo depositó en la fosa del jardín, dobló
la carta, y junto a la estatuilla lo colocó a su lado. Alessio se agachó a su
lado. Murmuró entre dientes y colocó una flor. Entre los dos, lo cubrie-
ron todo con tierra. “Hermoso caos de bellas formas”, dijo Julieta ale-
jándose del lugar.
Los restos de Victoria ahora descansan donde en su día descansaron
los de su bella Julieta.

156
HORMIGAS EN TU SEMANA

Por Félix Valiente

«Pero ¿es que acaso sueño o, por el contrario,


es hasta ahora cuando he estado soñando?».

Cristóbal Sly

La fierecilla domada. W. Shakespeare

Yo soy Apolo. O al menos lo soy en este momento. Lo que ocurre es


que no parezco el de Bernini. No hay porte ni atributos clásicos. Por
eso aunque soy el hijo de Zeus y Leto, y hermano mellizo de Artemisa,
tengo mi cara. No es justo. Ser el dios de la belleza y tener mi cara. Es
cierto que tengo otras funciones. Tomo lápiz y papel y hago una lista
de ellas:
―Dios de la perfección.

―Dios de la armonía.
―Dios del equilibrio y de la razón.
―Dios iniciador de los jóvenes en el mundo de los adultos, (este
poder suena raro al anotarlo, lo reconozco).

157
―Dios conectado a la naturaleza, a las hierbas y a los rebaños, y
protector de los pastores, marineros y arqueros.
Me detengo un momento y reflexiono. No me reconforta. No importa
que sea protector de los cielos y me identifiquen con la luz de la ver-
dad. De nada sirve presidir las leyes de la religión y la constitución de
las ciudades, o tener consagrado a mi nombre el oráculo más famoso
de toda la antigüedad. Es banal ser temido por el resto de dioses y lide-
rar a las musas o erigirme en símbolo de inspiración profética y artísti-
ca. Mi rostro entorpece mi esencia. Y como estoy furioso aprieto con
fuerza el lápiz en mi mano y lo desintegro reduciéndolo a polvo y en-
tonces me alegro. “Qué coño, soy un dios. Ahora soy Apolo”.
Me incorporo, arrugo la lista y la tiro a la basura. Me pongo los zapatos
y cuando abro el armario para coger mi abrigo me quedo estupefacto.
Observo una pistola en su funda. Yo sé positivamente que esa no es el
arma de Apolo. Pero “qué cojones”, vale que no llevo un arco y un car-
caj de flechas, o la lira que Hermes creó para mí, pero tampoco soy un
hombre joven, ni pienso salir a la calle desnudo y sin barba. Además no
sé tocar la lira. Así que esto es lo que hay. El nuevo Apolo lleva pistola
remetida por el pantalón.
Salgo por el portal de mi edificio y comienzo a ejercer mi divinidad.
Nadie lo nota pero el poder reside en mí. Soy sin embargo magnánimo
y aunque puedo proporcionar la muerte súbita no lo hago. Y eso que el
panadero de nuestro barrio lo merece. “¿Ahora quién se ríe, gordo?”.
Lo que pasa es que esto no se lo digo. Lo pienso. Y como el otro día
hizo una broma cruel sobre mi incipiente calvicie y mis kilos de más
pues le envío una enfermedad: se le llena la cara de pústulas y el aliento
le huele a cloaca. No sabe lo que le ocurre. Ahora no sonríe. Yo sí.

158
Entonces de repente giro en una esquina y salgo a una vasta llanura.
Estoy en mitad del campo. Veo una serpiente y me asusto. Saco la pis-
tola y le meto un par de tiros. Henchido de orgullo continuo caminan-
do y me encuentro con el enano de mi jefe de estudios. Es todavía más
pequeño. Y al verlo ahí con su cara ridícula y ataviado con pañales y un
arco a la espalda, me burlo de él. Aquí, puedo hacerlo. Le digo:
―¿Qué haces, joven afeminado con esas armas? ―le suelto. Y me
sorprende mi propio vocabulario―. Esto es un arma de verdad. ―Y
empuño mi pistola―. Acabo de matar a una serpiente yo solo. Quítate
de mi vista, confórmate con que tus flechas hieran a gente enamoradi-
za y no quieras competir conmigo. ―Y prosigo mi camino.
No siento el flechazo.
Aparece mi mujer, que no es Dafne, pero la sigo. Comienzo a llamarla
pero no se detiene. “¡Carmen!”, grito irritado, pero me ignora. Salgo a
correr tras ella pero ella corre más rápido. No sé si me siento enamora-
do pero lo cierto es que quiero llegar hasta ella y no puedo. Inicio una
persecución. No entiendo nada. “¿Por qué no se detiene? ¿Por qué tie-
ne esa cara de espanto y huye de mí?”
Entonces caigo en la cuenta. El enano de mi compañero disfrazado de
bebé. Flechas de oro y de plomo. Amor y desamor.
La persigo más deprisa y cuando estoy a punto de darle alcance, se
transforma en un cactus. Como en una película, las palabras que una
vez leí en la facultad cuando estudiaba a Ovidio aparecen danzarinas
ante mi mente, pero ahora se refieren a un cactus:
“Apenas había concluido la súplica, cuando todos los miembros se le
entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza verde, los
cabellos se convierten en espinas, los brazos en ramas llenas de pin-

159
chos, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en una firme
columna de púas”. Y entonces yo añado exclamando en voz alta: “Todo
en ella pincha”.
Pongo mi mano derecha en el tronco y me clavo las púas. Comienzo a
sangrar y maldigo. Sería un suicidio intentar besar o abrazar el árbol así
que desisto. Siento una pena impuesta, como si no sentirla supusiese
una traición al mito. Empiezo a sudar y a preguntarme cómo puedo
consagrar este árbol. Nadie querría ponerse una corona de cactus. Na-
die querría salir victorioso. Y comienzo a llorar.
“A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban...”
Tengo el arma en la mano pero no sé que hacer con ella.

“Aquel que fue la causa de tal daño,


a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba...”

El problema es que yo no sé por qué lloro. Ni siquiera sé si quiero llo-


rar. Me agito angustiado. Un pitido familiar se acerca poco a poco has-
ta que lo reconozco. Entonces me despierto y paro el despertador.

Estás tumbado en tu cama, jadeas y tardas unos segundos en reponer-


te. Tienes un sabor desagradable atrapado en la garganta, como cuan-
do comes un fruto seco que está pasado. Tose para aliviarte. Carraspea.
Todavía tienes esa sensación de desorientación. Carmen, que no es
Dafne (antes tampoco lo era) refunfuña un poco y se gira hacia el lado
contrario y esa es toda la invitación que tú necesitas para salir de la

160
cama. Cuando te levantas ya posees la plena consciencia de que no eres
Apolo.
Permaneces erguido en la penumbra. Miras a Carmen-que-no-es-
Dafne. Contemplas la figura que dibuja su silueta bajo la sábana y sin
saber por qué te acuerdas de aquel dibujo de El principito en el que los
adultos confunden a una serpiente boa (que está digiriendo un elefan-
te) con un sombrero. Tú no los confundes. Para ti es una serpiente que
se ha tragado un elefante. No necesitas que te lo pinten de nuevo. No
requieres un dibujo número dos ni que te muestren claramente que en
el interior de la serpiente boa hay un elefante. No te hace falta mirar
bajo la sábana pues sabes que el elefante dormita allí. Puede que si tú
fueras engullido por una serpiente boa tampoco proyectases una silue-
ta digna. A lo mejor no serías un tigre pero te parece que tampoco se-
rías un elefante. Te pasas la mano por el pelo (“incipiente calvicie” la
llamó el hijo de puta del panadero) y en la oscuridad que aún refrena al
día te preguntas cuando dejaste de ser tigre y Apolo, y por qué Carmen
no es laurel sino cactus. ¿Por qué toda ella pincha?

La tranquilidad de un café en el salón, en soledad, con la lamparilla


encendida por lo temprano, el libro que estás leyendo y el primer ciga-
rro del día, es sinónimo de felicidad para ti. El problema es que dura
treinta y cinco minutos. Ese es el tiempo que te regalas. El tiempo que
le restas a tu sueño. A partir de ahí la casa se despereza y como un mo-
tor viejo echa a andar, despacio pero con muchísimo bullicio. Se acaba-
rá la tranquilidad justo cuando hayas bebido el último buche de un
café que preparaste hirviendo a propósito para poder alternarlo con el
tabaco y la lectura: sorbo, calada, y palabras. Saborea cada momento
antes de que finalice.

161
Carmen y los niños irrumpen en la escena y se acaba el soliloquio. Pasa
a ser una obra coral donde tu papel irá perdiendo protagonismo poco a
poco. Eres un personaje que irrumpe con fuerza al principio del argu-
mento pero conforme avanza la trama es relegado a un discreto segun-
do plano. Por eso el público rara vez recuerda a los secundarios e inclu-
so se extraña cuando éstos vuelven a aparecer y a tener voz en la obra.
Desde el momento en que se pone en marcha el ajetreo ya nada se
hace en solitario, ni en calma. Comienza una secuencia de turnos, co-
mo si la familia al completo estuviese en la fila de un supermercado,
como un baile acompasado de idas y venidas. Lo que sucede es que
todos los miembros conocen la coreografía, por eso aunque las quejas
propias de la mañana y de lunes están presentes, la danza no se resien-
te ni se detiene. “Pásame la leche, papá”, “acércame los cereales, ma-
má”, “papá, aparta que siempre estás en medio”, (esto última expresión
es de tu mujer que tiene la fea costumbre de nombrarte su padre. Cos-
tumbre nacida cuando los niños eran pequeños y ahora que no lo son
tanto la costumbre se ha enquistado, como las marcas blancas de la
vitrocerámica o la huella de quemadura de la cafetera que ahora con-
templas embobado).
Bebes una segunda taza de café, ahora menos cargado. Estás en silen-
cio pues tú a esas horas de la mañana necesitas silencio. Te levantas de
la mesa para coger un bol, un vaso de cristal, una cuchara y el cola cao.
Comienzas tu ritual de preparación. Viertes leche en el vaso. Le añades
el cacao y remueves. Cuesta que se disuelva pero a ti no te gusta el so-
luble. Un poco más de leche y una pizca más de cacao. Remueves de
nuevo. Después lo viertes en el bol y añades cereales. Tu mujer te ob-
serva frunciendo el labio superior. Se gira y comienza a fregar el desa-
yuno de los niños, que han dejado la mesa y han ido a vestirse, lavarse

162
los dientes y la cara y preparar sus maletas. Parece que esta vez va a
dejarlo pasar. Estabas equivocado.
―Mira que eres maniático. ¿No vale simplemente echar la leche
en el bol y añadir cereales? ―Carmen se seca las manos en el paño de
cocina―. Se ve que no ―se contesta ella sola―. Hay que ponerle cola
cao y ensuciar un vaso además. ―Suspira―. En fin, no sé que vas a
dejar para cuando llegues a viejo. ―Tu–mujer–que–no–es–Dafne se
dispone a abandonar la cocina pero antes de que vuelvas a estar solo te
recuerda―: en el frigorífico está anotada la agenda de la semana. Haz
el favor de no olvidarte.
Tú no has contestado. No has dicho nada. Es un reproche más. Ya es-
tuviste miles de veces a punto de decirle que lo preparas así porque es
como lo hacías de niño. Que lo preparas así porque no tiene nada de
malo ensuciar un puto vaso más. Que lo prepararas así porque te sale
de los mismísimos cojones y que le echas cacao por el mismo santo
motivo. Pero nunca lo hiciste así que hoy tampoco. Te limitas a guar-
dar silencio mientras te terminas tus copos de maíz tostado y azucara-
do y lees la información nutricional. Tu viejo amigo el tigre te saluda
desde la caja.
Cuando lees acerca de la energía, las proteínas, los hidratos de
carbono, las grasas saturadas y las grasas de colesterol o el hierro, pien-
sas en tu lista de poderes como Apolo, que antes tenías pero ya no.
Comparas los valores:

―Energía: 1600 kJ/370 kcal


―Proteínas: 4,5 g
―Hidratos de carbono: 87 g
―Grasas saturadas: 0,2 g

163
―Colesterol: 0 mg
―Hierro 7,9 mg (55% CDR*)

¿Cuánto tendrás tú como Dios de la perfección, Dios de la armonía,


Dios del equilibrio y de la razón, Dios iniciador de los jóvenes en el
mundo de los adultos o Dios conectado a la naturaleza, a las hierbas y a
los rebaños, y protector de los pastores, marineros y arqueros? ¿En qué
proporción eres un Dios en tu vida?

Ahora estás en el baño y te lavas los dientes. Humedécete la cara y péi-


nate, porque piensas hacerlo. Péinate. Todavía no estás calvo. Panta-
lón, camisa de cuadros por dentro, cinturón y mocasines. Te miras en
el espejo y miras tu indumentaria. No sabes si es ropa de viejo o joven.
Desconoces si es la apropiada para ti. Tal vez seas demasiado joven
para ser viejo o demasiado viejo para ser joven. ¿Qué tipo de ropa viste
alguien de tu edad? Estás parado en medio del salón preparando el
maletín que llevarás al instituto. Te detienes ante uno de los marcos
colgados encima del aparador. Apareces de niño junto a tu padre. Es-
táis en un parque. Recuerdas aquel día. Te llevó a dar de comer a las
palomas pero a ti te dieron pánico. Demasiado ruidosas y tan asustadi-
zas como tú. Al final de la mañana tu madre inmortalizó el momento.
Ninguno sonríe. Ni tú ni él. Tan solo posáis. Observas lo que lleva
puesto. Te parece ropa de viejo y entonces caes en la cuenta de que
quizás tengas una edad parecida a la que tu padre muestra en la foto.
Ahora tampoco sabes cómo sentirte. ¿Qué pensarán tus hijos de tu
indumentaria? ¿Te verán como una persona muy muy mayor o puede
que sea una sensación generalizada y universal que los hijos adquieren
acerca de todos los padres del universo que ya no son dioses o no lo
fueron nunca?

164
Tus hijos se presentan en el salón, peinados, lavados y con los dientes
limpios. Y juntos salís. Como hoy entras a segunda puedes llevarlos tú.
Carmen te recuerda la agenda.
―No olvides la agenda ―grita desde el interior.
―La llevo ―es tu respuesta. Y esa es vuestra fórmula de despedi-
da pues los adioses más íntimos hace tiempo que ya no proceden. Si
acaso un beso en la mejilla, si acaso. Pero es lunes y hoy no toca.

Conduces. Como un autómata. Llevas a tus hijos al colegio. La niña va


callada y al observarla por el espejo retrovisor ves que mira hacia el
exterior. No habla mucho. Seguro que ella también necesita silencio
por las mañanas. Te parece que ya no es tan niña y cuando piensas que
tal vez pronto se convierta en mujer te sobresaltas. Vuelves a contem-
plarla a través del espejo y te parece mentira. Que ya no hable tanto
contigo, que se pase más tiempo sola en su cuarto o más tiempo en el
baño, que comience a tener secretos que desconoces, que inicie su
independencia de ti o que empiece a sospechar de tu supuesta divini-
dad y descubra tu mortalidad: todo eso te parece mentira pero extra-
ñamente cierto al mismo tiempo. El niño va hablando de sus entrena-
mientos, que vuelven después de las vacaciones. Es más pequeño y
piensas que sus dudas tardarán más en aflorar. Pero no sabes si eso es
un deseo o una realidad. Cada independencia colonial a su tiempo.
Con una ya tienes bastante por el momento. La metrópoli no debe
perder todo su poder de golpe. Crees que tal vez la diferencia entre
ambos resida en quién de los dos va a darte un beso cuando los dejes
en el colegio. Mientras él habla de fútbol, compañeros, los equipos con
los que tendrán que enfrentarse esta temporada o equipaciones nue-
vas, tú recuerdas la lista de tareas, la famosa agenda semanal de Car-

165
men-que-no-es-Dafne. En un semáforo sacas el papel del bolsillo de tu
camisa y le echas un vistazo:

―Lunes: llevar a la niña al inglés y recoger al niño del fútbol.


―Martes: dentista de la niña.
―Miércoles: llevar al niño al fútbol y recoger a la niña del inglés.
(¿Lo habrás apuntado bien?)
―Jueves: compra semanal.
―Sábado: partido de futbol del niño.

La lista está en tu mano. Dale la vuelta al papel y búscate en él. No apa-


reces. Tus actividades no están en la lista. Por lo visto ella ha debido
olvidarlas. Y cuando estás añadiendo mentalmente una tarea para el
viernes tarde (visitar a un abogado separatista) tu hijo te avisa de que el
semáforo se ha puesto en verde, “papá, despierta”. Borras el viernes,
también mentalmente y arrancas.

Has dejado a los niños y has llegado a tu instituto donde ejerces como
profesor de latín y griego. Saludas a las conserjes y recoges las fotoco-
pias que dejaste encargadas ayer. Agradéceselo. Da los buenos días a
los compañeros en la sala de profesores y también al enano de tu jefe
de estudios. Sigue siendo pequeño. Y cuando lo ves con su cara ridícula
pero sin pañales ni arco a la espalda, no te burles de él, tan solo entris-
técete y piensa que hay personas que en la posesión de un cargo asu-
men poderes divinos que realmente no poseen. Sube las escaleras para
ir a tu departamento. Entra y coge el libro de primero de bachillerato.
Hojea el capítulo uno: introducción general sobre la localización del
Imperio romano y las distintas etapas del latín. Un breve resumen de
las lenguas romances. Cierra el libro. Observa las pruebas iniciales fo-

166
tocopiadas y niega con la cabeza. “Menuda gilipollez”, expresas en voz
alta y para nadie pues estás solo en el departamento. Te parece un des-
propósito. Valorar el nivel del alumnado en función de lo que recuer-
den del año anterior y con el verano de por medio es una majadería.
No tiene ningún sentido pasarles una prueba para comprobar si re-
cuerdan la declinación de Templum–templi, o de algún pronombre
anafórico (¿Hic, haec, hoc, por ejemplo?) o pedirles la traducción de
Civium discordiae maximas calamitates hominibus et civitatibus parave-
rant. Además tú tienes la certeza de que cualquier profesor sabe el ni-
vel de un alumno cuando lleva con él unas semanas sin necesidad de
esas chorradas.
Algunos compañeros repasan durante los primeros días de curso pero
tú has intentado explicarles el sinsentido. ¿Repasar no es alterar el re-
sultado de esta pantomima de evaluación inicial? ¿Tratar previamente
las preguntas que después van a realizar no es una manera de limpiar
conciencias sobre el nivel de vuestro alumnado? Te descorazona la
política educativa y sus incongruencias. A ti, terminología como nivel
competencial, destrezas adquiridas, aprender a aprender, construcción
de aprendizajes cooperativos o estándares de evaluación te suena a esa
colonia barata que no dura ni media hora y no es capaz de ocultar el
olor a sudor y a mierda. Pero sonríes al imaginar a algún iluminado
inventado esas expresiones y sintiéndose igual de orgulloso que si hu-
biese descubierto una vacuna contra el cáncer. Colonia barata para
curar enfermedades incurables. A lo mejor la frase latina correcta sería
Las discordias en la educación habían traído las mayores calamidades a
los alumnos. Y piensas que seguramente esa sentencia ya la habrían
ideado antes Sócrates o Aristóteles.
La mañana transcurre sin mayores sobresaltos si no tienes en cuenta
que un alumno de primero te ha cuestionado sobre la utilidad de estu-

167
diar una lengua muerta si hoy día nadie va a comunicarse con ella y
otro te ha preguntado dónde cabían más espectadores, en el Coliseo o
en el estadio del Barça. Cuando ibas de camino al coche has recordado
ambas observaciones y has debido reconocer que no les faltaba razón.
Hace ya tiempo que tu defensa del latín y la importancia de las etimo-
logías han ido perdiendo fuerza y por otro lado, ¿a quién coño le im-
portan los anfiteatros romanos si Messi no es gladiador? ¿A qué hora
salen los circos del Imperio en la tele? ¿Hay aplicaciones en los móviles
para declinar sustantivos en latín?

Después de calentar la comida en el microondas te sientas en el sofá.


Va a ser un momento. En treinta minutos te pondrás en marcha de
nuevo. Carmen hoy no llegará de la oficina hasta la noche y la lista
decía inglés y fútbol. La niña se va a su cuarto, seguramente a escuchar
música con sus auriculares puestos o a leer algún relato juvenil de jó-
venes que viven amores vampíricos en institutos vampíricos o adoles-
centes cadavéricas con poderes mentales y telepáticos o jóvenes que
educan a sus propios dragones hasta que aprenden a montarlos, en una
Edad Media fantasiosa y llena de nombres esdrújulos de ciudades in-
ventadas como Lórguemor o Trámelin. Al menos le encanta leer y por
eso no le insistes en que se quede en el salón con vosotros. La emanci-
pación sigue su curso. El niño sin embargo se queda contigo. Se sienta
en un sillón con los pies encogidos mientras juega con su tablet mien-
tras tú cierras los ojos, acompasado por la cadencia de la voz del pre-
sentador de un concurso cultural y posteriormente por un narrador
que detalla las maravillas de la fauna de los fiordos noruegos. No nece-
sitas despertador. Es una siesta aprehendida y perfeccionada.

168
La tarde la pasas de chófer. Lleva a la niña a la academia de idiomas.
Deja al niño en el entrenamiento. Haz tiempo durante la hora y media
que dura viéndolo correr, hacer controles y paredes, repartirse petos,
ensayar centros y tiros a puerta y cabecear balones. Te parece que to-
dos son poco coordinados físicamente, pero lo atribuyes a la edad. Se te
antoja un poco ridículo el entrenamiento: demasiado profesional para
un supuesto divertimento. Deben correr como adultos; controlar, dis-
parar, centrar y cabecear como adultos. Hacer cosas no acordes a su
edad. Como la vida de ahora. Ser mayores, vestirse como mayores, con
sus botas de tacos y sus calzonas de mayores, estudiando idiomas co-
mo mayores, con sus auriculares y sus tablets de mayores.
Tomas café en el bar de las instalaciones deportivas y charlas con algún
padre. Crees que éste es el padre de Ramón, el delantero centro del
equipo. El hombre habla con entusiasmo de la liga que empieza.
―Este año el grupo que les ha tocado es muy duro. Tienen a los fi-
liales en su liga ―comenta el padre con una información que tú desco-
nocías. Es un buen padre. Tú hijo te hablaba de eso esta mañana en el
coche.
―Eso parece ―mientes tú.
―Bueno enfrentarte a los mejores también te hace mejor. Ese por-
tero que tenemos está muy verde. No manda a la defensa. Y Julio es
muy blandito como central. Le Falta mala leche. ―Bebe de su café y te
da explicaciones técnicas como un entrenador de primera división.
―Son muy pequeños. Lo que tienen que hacer es divertirse. ―Tú
también bebes café, pero te parece que la mirada que el padre posa
sobre ti es como la que un experto posaría sobre un neófito en la mate-
ria, mitad pena mitad desprecio, como si un albañil le preguntase a
otro cómo realizar la mezcla, como si un profesor de latín te pregunta-

169
ra por el análisis sintáctico de Civium discordiae maximas calamitates
hominibus et civitatibus paraverant.

Conduces de regreso a casa. Le preguntas a la niña qué tal las clases y


responde con un escueto “bien, como siempre”. El niño detalla el en-
trenamiento que acabas de presenciar. “Ramón es un chupón. Nunca la
pasa. ¿A que sí, papá?”. Aparcas y cogéis el ascensor. Metes la llave en
la cerradura y abres. Ellos entran y entonces oyes el ruido de la puerta
del final de tu rellano. Es tu vecino Cristóbal. Te saluda. Hoy no tienes
ganas de eso pero aún así te detienes en el umbral.
―¿Qué tal el día, vecino? ―Está apoyado en el marco de su puer-
ta y luce sonrisa afable, como si los lunes no fuesen con él.
―Bien ―respondes cansado― todo lo bien que puede ir un lu-
nes.

―Ya. ―Cambia el peso de su cuerpo hacia la otra pierna y se apo-


ya en el otro lado del marco―. ¿Te digo una cosa? ―No espera que le
des tu beneplácito―. La cosa está entre protagonizar la obra o presen-
ciarla desde el público ―y sonríe un poco más.
―Es posible, vecino, es posible. ―No tienes tiempo ni ganas de
sus filosofías. Te despides con la mano y él te devuelve el saludo con la
cabeza. Cierra su puerta. A pesar de estar solo en el rellano te quedas
parado un instante. Y entonces las ves. Presencias una hilera de hormi-
gas que desfilan pegadas a la pared y parecen dirigirse al hueco de la
escalera. No sabes de dónde habrán salido. Las contemplas unos se-
gundos. Esas hormigas, todo el día trabajando, andando de un lado
para otro, incansables e indesmayables al desaliento. No sabes por un
momento si eres hormiga. Tú trabajas, conduces, enseñas declinacio-
nes y oraciones y anafóricos, calientas la comida en el microondas, ves

170
entrenamientos y conduces de nuevo. También andas de un lado para
otro. Pero te cansas. No eres indesmayable ni incansable.

Por la noche la familia vuelve a completarse. Os ducháis, os colocáis el


pijama, ponéis y recogéis la mesa, cenáis en la cocina, preparáis vues-
tras maletas y vuestra ropa para el día siguiente. Y como ya estáis en
época escolar los niños deben acostarse temprano. Por ellos y por voso-
tros, el tiempo de Apolo-el-hombre-que-también-es-hormiga y Car-
men-que-no-es-Dafne. Esa fue siempre la idea. Vuestro momento.
Cansados, agotados, exhaustos, pero un regalo del tiempo para voso-
tros. Nunca hablasteis de mirar la tele sin más pretensión que la de no
tener que girar la cabeza hacia el otro, ni de sumergirse en unos pape-
les de la oficina, “estos datos los tengo que tener para mañana, es solo
un momento”, ni de comprobar las oraciones con pronombres relativos
qui, quae, quod, “he encontrado un blog buenísimo con oraciones co-
rregidas, es solo un momento”. Es una forma como otra cualquiera de
rechazar el regalo del tiempo. “¿Quieres que pongamos una peli?” dirá
uno de los dos. “¿Mañana mejor” responderá el otro. “Mañana tengo
que madrugar”, diría cualquiera de los dos. “Estoy cansado, agotado,
exhausto o cansada, agotada, exhausta”. Será la coletilla perfecta.
Así que esta noche de comienzo de semana tú escuchas música (saltas
de Radiohead a Los Planetas), y ella lee El millonario de la puerta de al
lado mientras la televisión emite en voz baja para nadie. Cuando co-
mienzan a sonar los acordes de Vuelve el rock mesiánico pulsas la pausa
y la miras para preguntarle qué lee. Ella te muestra la portada y te ex-
plica que los auténticos millonarios están ahí, “entre nosotros”.
―¿Sabes que los auténticos millonarios están entre nosotros?
―Cierra el libro, se gira hacia ti y sigue resumiéndote la idea princi-
pal―. Esta gente regatea el precio de coches de segunda mano; paga

171
impuestos bajos; cría unos hijos que, con frecuencia, ignoran que per-
tenecen a una familia adinerada hasta que ya son adultos; y, sobre to-
do, rechazan llevar el estilo de vida de gran consumo que muchos aso-
ciamos a la gente rica. ¿Sabías que la mayor parte de los millonarios
norteamericanos no vive en Beverly Hills o en Park Avenue? Es gente
que vive junto a ti, en la puerta de al lado ―y se queda pensativa du-
rante un momento.

―Parece interesante. ―Tú también reflexionas. ¿Será tu vecino


Cristóbal un millonario oculto, ocioso y altruista que debido a su tiem-
po libre estudia filosofía y la va regalando por ahí a los demás?
―Lo es ―responde ella distraída y vuelve sus ojos al libro.

Estáis alineados en la cama, cada uno del otro lado de la frontera natu-
ral e invisible que es vuestra propia mitad. Ella se quita la gomilla del
pelo y se sacude la melena. Tú miras al techo.
―¿Apago la luz?
―Sí ―contesta ella.
Giras el cuerpo para alcanzar el interruptor de la lámpara de la mesilla
de noche y cuando vuelves a tu posición se produce. Ella ha invadido la
frontera. Te deslizas hacia abajo para que tu almohada se acomode
bajo tu cabeza y ella sitúe la suya en el hueco que forman tu cuello y tu
hombro. Dura unos minutos, pero es muy agradable. Y te duermes.

Estoy parado en mitad de la calle. Sé que sucede algo, aunque todavía no


identifico qué. La gente parece asustada. Y de pronto lo veo. Aquí viene
la oscuridad. La veo llegar. Hay una enorme nave espacial bloqueando el
cielo y no hay ningún lugar donde escapar. Me vuelvo y echo a correr

172
para huir de la sombra gigante que proyecta la nave. Me arrodillo y me
cubro los oídos con mis manos, pero es el sonido más alto que he escu-
chado jamás. Resulta insoportable. Ahora todos estamos atrapados bajo
la oscuridad. Somos una nube negra de personas aterrorizadas, muñecos
de trapo negros, gente de clase oscura y estamos incapacitados para re-
sistir en esta, nuestra hora más oscura. Oigo una risa, pero parece menti-
ra. Me doy cuenta de que es mentira. No son risas, son gritos, incluso
desde este ángulo en que veo y escucho. Entonces la gente comienza a
derrumbarse al ritmo de los edificios, como en un baile diabólico. Es una
explosión de diez toneladas. Pero es una explosión de arena empapada
que nos cubre como un temor pegajoso, que se adhiere a nuestra ropa.
De pronto empieza a llover y noto cómo me crece hierba en el rostro.
Puedo palpar las briznas alrededor de mis ojos y mis mejillas. De repente
diviso su rostro en el escaparate de una tienda. Tiene que ser una broma
porque ella me sonríe, pero no sé si pretende salvarme desde su escondi-
te seguro. Me dice algo que no puedo oír, algo infinito que no puedo
descifrar. Coloco las manos a los lados de mi boca a modo de altavoz y
grito: ¿ya has tenido suficiente de mí? ¿No te soy necesario? Pero el ruido
ahoga mi voz. Y caigo en la oscuridad hasta que alguien tira de mí.
Ahora piloto una nave espacial y surco las estrellas. ¿Habré escapado?
Llega una información de la radio. Es ella. Comanda la nave que me pre-
cede. Pongo el rumbo correcto y la sigo, pero me siento extraño, como
una duda que crece en mi interior, como si presintiese una traición. ¿Me
habrá salvado para esto? ¿Para perderme en el espacio infinito? Lo que
contemplo a través del cristal de la nave no lo había visto nunca. Parece
un espacio nuevo, por descubrir. Y yo tengo la absoluta certeza de que
no sé cómo he llegado hasta aquí. Otras naves nos siguen. Mandan men-
sajes por los intercomunicadores. Preguntan a dónde vamos. Yo guardo
silencio. Dicen que el cielo me ha elegido a mí para que los guíe. “No

173
comprendo nada. Repito, no sé qué me estáis pidiendo”, respondo yo a
través de la radio. Resuena el rock mesiánico en mi cabeza.

“...el cielo me ha elegido a mí para que los lleve


directamente hasta el lugar donde los sentidos
se expanden para comprender lo desconocido...”

Ahora son ellos los que permanecen en silencio. Les informo de que no
tengo ni idea de hacia dónde nos dirigimos, que no me sigan.
Y cuando se cruza un cometa, fijo el rumbo y las coordenadas para
estrellar la nave contra él. El resto de la tripulación abandona la nave
en pequeñas lanzaderas y toda la flota al completo se desvía, dejándo-
me solo. “La colisión se producirá en un minuto”, informa el ordenador
central. Me reclino en mi asiento y cierro los ojos, esperando. Lo últi-
mo que oigo está en mi cabeza. Son frases de una canción que ya he
oído antes.

“Lo que tú me decías cuando hacíamos el amor


lo escuché el otro día en una película de ciencia ficción”

No estoy llorando sino tranquilo cuando escucho la cuenta atrás. “Diez,


nueve, ocho...”. Mi mente queda en blanco. “...Tres, dos, uno...”. Y des-
pierto.

Sales de la cama. Te encaminas hacia el salón con paso tambaleante.


Pareces aún dormido. La tranquilidad del café en el salón, en soledad,
con la lamparilla encendida por lo temprano, tu libro y el primer ciga-
rro del día, hoy no son sinónimo de felicidad. El sueño está demasiado
reciente y por eso treinta y cinco minutos después, el tiempo que te

174
regalas restándoselo a tu sueño no lo has disfrutado. No has podido
concentrarte. Se tuercen los sorbos, las caladas y las palabras.

Hoy conduces solo. Carmen va un poco más tarde a la oficina y por eso
lleva a los niños al colegio. Estás solo a los mandos, como en la nave. La
tripulación te ha abandonado. Te tocas la cara y no notas las briznas de
hierba alrededor de tus ojos y mejillas y cuando te pitan en un semáfo-
ro porque lleva en verde unos segundos, sonríes. Ese ruido no es com-
parable al sonido más alto que hayas escuchado jamás. No te hace ta-
parte los oídos ni arrodillarte. Así que levanta la mano en señal de dis-
culpa y ponte en marcha. Aterriza en el instituto y cuando apagues el
motor y recuerdes las dichosas pruebas iniciales, tan prosaicas y ridícu-
las, decide despojarte de los sueños espaciales, las explosiones de diez
toneladas, los cometas, los ordenadores de a bordo y los intercomuni-
cadores. El latín y el espacio exterior te parecen incompatibles.

Estás en la consulta del dentista. La lista de la nevera lo decía: martes,


dentista de la niña. Estáis en la sala de espera. Tu hija lee un libro y tu
contemplas al resto de pacientes. Una mujer con pinta de abogada o de
empresaria de edad incierta pero muy acicalada, un hombre canoso
con pantalones azules de obrero y otro padre con su hijo que te hizo
un leve gesto con la cabeza cuando llegasteis. Al cabo de unos minutos
entra una asistenta y pronuncia el nombre de tu hija. Es su turno. “No
te preocupes, cariño. Estaré aquí fuera esperándote”, son tus palabras.
Ella asiente. No parece preocupada ni asustada y cuando desaparece
tras la puerta de la consulta te sorprende su aplomo. Tú odiabas los
dentistas de pequeño. Te preocupabas y te asustabas. Y recuerdas que
tu padre nunca te llevó al dentista. Siempre fue tu madre.

175
Cuando sale tu hija le preguntas cómo está pero responde la enferme-
ra: “se ha portado como una campeona”. El semblante de tu hija es
serio. Tú sabes que odia esos adjetivos y que hablen de ella como si no
estuviera delante. “La mitad de los pacientes no se está quieto y protes-
ta a menudo”. Te sorprenden los anacolutos de la asistenta. “La gente
aquí en la consulta son más bien miedosos, pero ella, vamos, toda una
campeona”. La mujer persiste en sus discordancias. Asientes y posas la
mano en la cabeza de tu hija. Le dices: “¿vamos a casa, cariño?”. Sus
ojos parecen responder “sí, por favor”. Y dando las gracias abandonáis
la consulta del dentista y la enfermera-de-los-anacolutos.

De vuelta a casa vais en silencio. No es antinatural entre vosotros. Tu


hija contempla la ciudad a través de los cristales.
―¿A ti te gusta ser profesor, papá? ―La pregunta te coge despre-
venido, por eso no puedes evitar girar la cabeza hacia ella. La miras
unos segundos. Ella sostiene tu mirada y añade―: quiero decir, que si
disfrutas dando clases. O sea, mi profesor de matemáticas siempre está
riñendo a los niños y de mal humor. Parece que viene enfadado de
casa.
―¿Por qué me preguntas eso? ―vuelves a fijar la vista en la carre-
tera pero sabes que ella no te quita ojo de encima. Es una niña que aún
no es mujer pero te das cuenta de que sabe esperar una respuesta.
Comprendes que no cejará en su empeño hasta descubrir las verdades,
sus verdades, sus certezas. Es inteligente y cuestiona lo que no com-
prende.
―Hoy he levantado la mano y le he preguntado por un problema
que no entendía. ―Ahora tienes los dedos entrelazados en su rega-
zo―. Y te prometo que estaba prestando atención. Es solo que no lo

176
entendía. Y va y me responde casi gritando que la próxima vez esté más
atenta, que él no va a estar repitiendo y deteniéndose todo el tiempo.
―Estoy convencido de que no quiso hablarte mal. Los profesores
también tenemos malos días y a veces somos injustos con quien no
debemos serlo. Los trabajos son duros y no siempre la vida de los adul-
tos es fácil.
―Pero yo no había hecho nada malo…

―Lo sé, cariño. Pero ten en cuenta que ese hombre está pendiente
de muchos alumnos una hora tras otra y seguro que otros niños no se
portan bien en clase. Así que a veces pues nos enfadamos y a lo mejor
paga el pato alguien que no lo merece.
―¿Pero a ti te gusta enseñar, papá? ―Tu hija no pierde el hilo y
vuelve a centrar su atención en ti.
―A mí sí. Me encanta enseñar y explicar cosas que mis alumnos
no saben. Aunque a veces lo olvide y también me enfade.
―Cuando sea mayor no quiero ser injusta con nadie, ni tener ma-
los días, ni enfadarme con quien no haya hecho nada malo. ―Entonces
gira su cabeza y añade sonriéndote―: la vida de los niños tampoco es
fácil: tenemos que hacer deberes, levantarnos temprano, estudiar, ir a
academias de inglés o al dentista.
―Tienes toda la razón. ―Le devuelves la sonrisa y con las manos
en el volante reflexionas si has dicho la verdad, si te gusta dar clases de
latín, ser injusto con algún alumno o tener malos días; si de verdad la
vida de los mayores es tan dura como dices. ¿Querrías ser de nuevo un
niño? ¿Son más importantes los problemas de los adultos? Tienes que
darle la razón. Tú también quisieras no enfadarte ni tener malos días.

177
Os cruzáis con Cristóbal en el descansillo. Va con la basura en la mano.
Saluda a tu hija con un “hola, guapa” mientras a ti te dedica un “¿cómo
va eso vecino?”. Ella le cuenta que venís del dentista. Y cuando tu ve-
cino le pregunta si le ha dolido, tu hija le responde que un poco al
principio pero que luego no fue para tanto. Entonces Cristóbal se cam-
bia la bolsa de basura de mano y entona su famoso:” ¿Te digo un cosa?”
Tampoco en esta ocasión espera que le deis vuestro beneplácito. “La
vida es un continuo ir al dentista, un permanente arreglarnos los dien-
tes. Al principio duele pero después se arregla y nos alegramos. Cuando
volvemos a tener los dientes mal pues vamos de nuevo al dentista”.
Sonríe y llega el ascensor. Se despide de vosotros y pulsa el cero.
Al entrar tu hija en casa ves de nuevo las hormigas en hilera desfilando
pegadas a la pared hacia el hueco de la escalera. Y te planteas si la
hormiga hija hablará con su hormiga padre para preguntarle por las
hormigas adulto o las hormigas profesor y si querrán no tener malos
días. ¿Tendrán las hormigas días malos pese a su condición indesma-
yable e incansable?

Esta noche los dos leéis cuando los niños se acuestan. Carmen conti-
núa con El millonario de la puerta de al lado, imaginas que desentra-
ñando los secretos de la fórmula mágica de los ricos anónimos. Tú vas
a empezar La fierecilla domada. Has leído en Internet un estudio de un
tipo americano sobre las referencias mitológicas en esa comedia de
Shakespeare. Así que mientras repasabas cómo Venus se encaprichaba
con Adonis y lo lloraba después su muerte o releías que cuando murió
Europa, Zeus le rindió honores y convirtió a un toro en el símbolo del
amor entre ambos, pasando a formar parte de las constelaciones y de
los signos del zodíaco, te entraron ganas de leer la obra. Un compañero

178
del departamento de lengua te ha prestado una colección de las come-
dias más conocidas del dramaturgo inglés.
Las primeras páginas ya te han dejado frases sobre las que pensar. Por
eso posas de cuando en cuando el libro sobre tus piernas y elevas la
cabeza reflexionando sobre lo recién leído. Luego las apuntas en una
pequeña libreta en la que te gusta tomar notas.
“Qué sorpresa al despertar, como la impresión que causa un ensueño
halagador, una quimera”, dice un Lord a uno de sus criados.
“Pero ¿es que sueño o, por el contrario, es hasta ahora cuando he esta-
do soñando? Sin embargo, no estoy dormido puesto que veo, oigo y
hablo”, pronuncia Cristóbal Sly, y el falso criado número dos le respon-
de: “hundido habéis estado durante los últimos quince años en un ver-
dadero sueño. Hasta cuando despertabais parecíais dormido”.
“El exceso de tristeza ha congelado vuestra sangre, por eso encuentran
saludable que oigáis una pieza teatral con objeto de que vuestro espíri-
tu se predisponga a la bulliciosa alegría, que como es sabido, previene
toda suerte de males y alarga la vida”. Y anotas esta frase que el falso
criado número uno recita a Sly, su falso amo.
“Señora mi mujer, siéntate a mi lado y dejemos que el mundo siga
dando vueltas. Jamás seremos más jóvenes que ahora”, dice Cristóbal
Sly justo cuando van a empezar a representar para él la falsa comedia
de la fierecilla domada.

Desconocías la obra y te está gustando. No sabías de la vis cómica de


Shakespeare. “El precio del valor de sus tragedias”, piensas. Te sor-
prende su pensamiento por lo certero. Cierras el libro admirando la
idea de la obra dentro de la obra, la vida dentro de la vida, el sueño

179
dentro del sueño, el doble distanciamiento. Y así te irás durmiendo en
esta noche en la que Carmen y tú no traspasáis fronteras.

Veo una iglesia. La gente va de negro y algunos lloran. Estoy en un fune-


ral pero sucede que hasta pasado un rato no descubro que es el mío. Mi
semblante en el ataúd es solemne. Llevo un traje negro que no recordaba
y un ridículo peinado de galán de cine con raya muy marcada al lado.
Empiezan las lecturas y las palabras suenan tristes y es en ese momento,
aunque ya estoy muerto, que siento que me ahogo. Quiero decir algo.
Un alegato final, una defensa de mi existencia, un ajuste póstumo de
cuentas conmigo mismo. Pero no puedo. “Lo traigo escrito en una nota.
Cogedlo, por favor, está en el bolsillo de mi chaqueta”, me gustaría decir
pero es imposible. Por eso me estoy ahogando. Si pudierais leerla diría:
“Me arrepiento de la veces que no dije lo siento, de todo lo que hice
mal. Sé positivamente que lo tuve entre mis manos y lo dejé escapar”.
(No puedo evitar que Los Planetas resuenen en mi cerebro).
“Qué lástima no haber prestado atención cuando alguien me advirtió
que llegaría esta tormenta. Ahora siento frío pero no tengo abrigo.
Nunca imaginé quedar sepultado bajo esta nevada y ahora miradme,
no puedo parar de temblar. El gran sueño se ha esfumado. Estoy de pie,
despierto, helado y solo”.
Carmen y los niños hablan de mí. Leen acerca de mí. Me resulta difícil
reconocerme en sus cálidas palabras. Ella lamenta las fronteras natura-
les e invisibles. Mi hijo habla de un padre que no sabe de fútbol pero lo
mira entrenar y la niña lee un poema sobre los profesores de latín que
no se permiten días malos. Me ahogo definitivamente y mientras me
convierto en hielo, aprieto los ojos llorosos y musito: “rezad por mí,
que pueda descansar en paz”.

180
Apagas el motor del coche. Un edificio alto con fachada de cristal se
eleva ante ti. Se eleva casi hasta el infinito, como el espejo inmenso de
un gigante. La dirección pone que es ahí. Miras el papel donde lo llevas
anotado y lo confirmas. Un sol que va decayendo se refleja en las ven-
tanas de las plantas más altas. Son las siete de la tarde del viernes que
puede cambiar tu vida. La lista de tareas semanales ya lleva tachadas el
resto de actividades:

―Lunes: llevar a la niña al inglés y recoger al niño del fútbol. He-


cho.
―Martes: dentista de la niña. Hecho.
―Miércoles: llevar al niño al fútbol y recoger a la niña del inglés.
Hecho. (Al final lo habías apuntado bien)
―Jueves: compra semanal. Hecha.

El lunes te buscaste en el reverso del papel y no aparecías. Tus activi-


dades no estaban en la lista. Por lo visto habían sido olvidadas. Al final
añadiste una tarea para el viernes tarde y hoy, ahora, estás allí, enfrente
del edificio alto con fachada de cristal. Zabala abogados. Nadie te avisa
de que despiertes y arranques. Al final no borraste el viernes.
Bajas la ventanilla y enciendes un cigarrillo. No hay prisa. Una pequeña
caminata hasta la entrada pero un gran paso en tu vida, como Ams-
trong pero en la tierra. Mientras el tabaco y el tiempo se van consu-
miendo, tú cabeza danza, no para quieta. Piensas en los sueños de la
semana. Apolo, Dafne y el cactus. La oscuridad sin escapatoria. La nave
hacia ninguna parte y su explosión contra el cometa. Tu propio entie-
rro. ¿Será cierto? ¿Ha sido una quimera despertar o ha sido pesadilla
volver del sueño? Recuerdas a Shakespeare. ¿Estás soñando tu vida o es

181
ella la que te sueña? ¿Está tu vida dentro de otra en la que no te reco-
noces? ¿Acaso eres la fierecilla que tu vida ha domado? ¿Eres especta-
dor o protagonista? ¿Podrás siempre ir al dentista y arreglar tus días
malos? ¿Eres una hormiga indesmayable e infatigable a la que le gusta
enseñar latín?
El sol ya no toca los cristales y se va escondiendo en su caída detrás de
otros tejados, de espejos diferentes. No te has desabrochado el cintu-
rón porque sigues agarrado al volante, como en el sueño te aferrabas a
los mandos de tu nave, pero ahora esquivando el cometa, evitando el
edificio de cristales, la colisión. Cuando arrancas el motor escribes
mentalmente: tarea del viernes, no hecha, porque te has dado cuenta
de que todavía existen fronteras por traspasar, y entrenamientos a los
que asistir y niñas que leen poemas sobre profesores de latín. Y piensas
que eso no es sueño, puesto que “veo, oigo y hablo”.

En el descansillo, al volver a casa, ves de nuevo a las hormigas. Sonríes


y las saludas. “Mañana no habrá que madrugar”, les confiesas, “pero el
lunes sí”.

182
LOBOS

Por Rafael Cruz-Contarini

«El amor de los jóvenes no está en el corazón sino en los ojos».


Venus y Adonis. W. Shakespeare

Una ola de seis metros está a punto de romper contra la orilla. La gente
corre de un lado hacia otro, juegan o se extasían mirando el espectáculo
en una mañana luminosa. El sol baña sus cuerpos y la marea hace llegar
el agua hasta la duna. Un hombre observa quieto, asombrado e incrédulo
el cuadro que se ofrece ante sus ojos mientras permanece en un pórtico a
la sombra de los muros de un edificio medieval. Ese hombre ha llegado
sorpresivamente hasta allí cruzando en un escarabajo amarillo un calle-
jón de su pueblo natal situado en el interior del país, ¡a 500 km. de la
costa más cercana! Al final de ese callejón se topa con una playa y mira
fijamente el cuerpo de una bañista que está a punto de lanzarse sobre esa
inmensa ola.

Llovía. J. tomó el metro de las 6:15 a.m. hacia la universidad en la para-


da nº 4 del anillo interior. Tenía coche pero ese día era más cómodo
para él desplazarse de esa forma para evitar los atascos de primera hora
en la ciudad, aunque con el buen tiempo prefería la bicicleta. El sueño
de la playa era recurrente y lo recordaba con gran nitidez. Se entretenía
durante el trayecto en identificar y asignar a los pasajeros del vagón un

183
papel en los personajes de aquel lugar dorado. Algunos de ellos se repe-
tían a diario y otros eran caras nuevas que le permitían fantasear con
situaciones imprevistas. Estaba la señora del pelo violeta y el señor del
maletín negro que casi nunca fallaban. Creía haberlos visto alguna vez
por el bar de la facultad de ciencias. Tal vez trabajaban en el edificio de
oficinas adyacente. J. era el jefe de mantenimiento del campus y procu-
raba que todo estuviera en perfecto estado. A su cargo estaban los jar-
dineros, los electricistas, los pintores y demás profesionales que requie-
re un complejo con veinte edificios y varias zonas verdes y aparcamien-
tos. Sus aficiones siempre pasaban por la actividad física y la literatura:
deportes variados, excursiones de escalada, rutas de media montaña y,
cuando podía, viajaba de una forma muy alternativa, bien intercam-
biando su casa por aficionados al deporte o a la montaña, como él, u
organizando viajes a países orientales con amigos de su grupo de medi-
tación y crecimiento personal. También le gustaba escribir poesía. A
pesar de su edad, J. era lo que podríamos denominar un hombre activo
y en forma por dentro y por fuera. El vagón iba repleto por la concu-
rrencia de las siguientes paradas y J. cedió su asiento a una señora ma-
yor que intentaba mantener su equilibrio sobre una de las barras. Al
incorporarse y darse la vuelta en el sentido del trayecto tropezó con M.,
una mujer joven con un impermeable azul que le daba la espalda. Lo
primero que percibió de ella fue su Chanel5 que de forma muy suave
invadió sus pituitarias.
―Lo siento. No he podido evitarlo y… ―J. se sentía torpe al diri-
girse a aquella desconocida.

―No se preocupe ―ella giró su cabeza hacia él―. No tiene im-


portancia. Me he dado cuenta de que ha cedido su asiento y el vagón
está repleto. Es inevitable a veces el contacto.

184
―Repleto como en una playa ―J. no pudo resistirse a expresar en
voz alta la imagen de su sueño.
―¿Cómo dice? ―ella sonrió.
―No, nada. Disculpa. Pensaba en voz alta ―J. identificó a la des-
conocida como a la bañista que interrumpía su sueño, aquella que es-
taba a punto de lanzarse sobre la gran ola y que siempre quiso conocer.
Una mujer joven, con piel dorada, perfil pronunciado, labios carnosos y
pómulos suaves que le cautivó con su sonrisa. Sin duda es ella, pen-
só―. ¿Le gusta nadar?
Sorprendida por la pregunta, la mujer no respondió y bajó su cabeza
mientras le daba la espalda a su interlocutor.
―Disculpa de nuevo ―insistió J.―. Vuelvo a pensar en voz alta.
¡Es que eres tan igual a ella!
―¿A ella? ―M. No pudo resistir un gesto de sorpresa cuando de
nuevo se giró y lo miró.
―Sí… ella es… parte de un sueño ―pronunció en voz baja― y tú
eres tan ella como ese impermeable o ese perfume lo es a su cuerpo.
Inesperadamente el tren se paró y M. salió del vagón no sin antes hacer
un ademán de despedida levantando su mano al aire. J. no esperaba
que ese momento llegara tan pronto y solo le dio tiempo a fijarse en el
colgante que la mujer llevaba sobre su cuello y que representaba una
pequeña cabeza de un lobo plateado, o ¿sería un perro? Las compuer-
tas del vagón se cerraron y J. miró a través de la ventana cómo M. salía
mientras se giraba para sonreírle y despedirse con su mano.
J. llegó antes de tiempo a su despacho en la zona de mantenimiento e
intentó recordar la hora a la que M. subió al tren. Tenía que saberlo, se
decía. Tenía que volver a verla, pensaba. Tenía que volver a hablar con

185
la mujer al pie de la gran ola. Recordó que ni siquiera le había pregun-
tado por su nombre. Justo se ha bajado en la penúltima estación, mal-
dijo. Pensó que aquel encuentro no había sido un flechazo sino una
premonición o manifestación de algo sobrenatural, de una visión, de
un déjà vu y de alguien con quien soñaba desde hacía un tiempo. Aque-
llo le produjo mucha curiosidad y era la razón por la que se mostró
desconcertado y sin reflejos. La mujer de su sueño era una idealización
que se convirtió en obstinación desde hacía un rato. Durante toda la
mañana fantaseó con la idea de encontrársela en algún lugar del cam-
pus, tal vez en algún lugar de paso, en el parking o quién sabe si en la
biblioteca.

En el trayecto de vuelta J. se apeó en la estación donde por la mañana


M. lo había hecho, sin saber que ella estaba muy cerca del lugar de
donde él había salido. Se preguntó por qué estaba haciendo aquello.
Por qué se dirigía a la calle a deambular por sus alrededores con la in-
tención de un encuentro fortuito. La razón está dentro de mi corazón,
pensó, y nunca sabré bien el verdadero significado. ¿O tal vez se en-
contrara en el lugar más profundo de su mente, allá, en el límite de su
conciencia, en la zona oscura de su pensamiento? Seguramente se tra-
tara de curiosidad, se convenció. Lo verdaderamente cierto es que
aquel encuentro se había convertido en una pequeña obsesión que
estaba dispuesto a controlar. Sin éxito en su propósito regresó a casa y
aquella noche volvió a soñar con la playa, con las calles vacías de su
pueblo y, de una manera más nítida y profunda, con aquella mujer que
acababa de encontrase en un abarrotado suburbano y siempre a punto
de sumergirse en aquella ola inmensa.
A la mañana siguiente, J. se levantó con la ilusión del día: encontrarse
con M. en el metro. Pensó que esta vez no podía dejarla escapar. Se

186
dispuso a abrir bien los ojos en todas las paradas por si la veía y espe-
cialmente en la penúltima. No hubo suerte. J. empezó a pensar que tal
vez nunca llegara ese momento y que sería difícil encontrarse con un
desconocido de forma casual. ¿Qué probabilidades habría de coincidir
con alguien dos veces, y cuáles de ellas que ese encuentro se produjera
en un breve espacio de tiempo? Se ilusionó pensando que esas posibi-
lidades aumentaban si se frecuentaba el mismo lugar en donde suce-
dió. Pero, ¿qué le diría si aquello ocurriera? ¿Qué le propondría para un
tercer encuentro? No conocía a aquella mujer. Solo sabía que en su
sueño aparecía como una beldad a punto de sumergirse y recordó que
esa noche, en la playa, ella lo miró al girar su cabeza y sonreírle.
No pasó ni una semana en poder responder a todas sus preguntas. Du-
rante ese tiempo, J. se propuso encontrarla e ir hacia ella. Incluso la
había intentado dibujar desde lo que su mente pudo recordar y rete-
ner. No solo eso, sino que había escrito un par de poemas donde ella
aparecía sustanciada en un cúmulo de metáforas continuas que termi-
naban en llamas abrazadoras o en luces resplandecientes o en paisajes
iluminados. Y así, cada mañana, tras su sueño, afianzaba su imagen, la
describía y la transfiguraba hasta hacerla suya. Deseaba conocerla, lo
necesitaba. Y ocurrió. Aquel día el comedor IV del campus estaba re-
pleto, como casi todos los días a esa hora. Apenas quedaban bandejas
ni cubiertos en el inicio de la línea de autoservicio. Cuando se hubo
servido el desayuno y avanzando con la vista perdida hacia la última
mesa, una mancha azul llamó su atención. ¿Es quien imagino? Tenía
que serlo. Lo era. Se acercó y se sentó frente a ella.

―¡Qué sorpresa! Espero que no te moleste compartir la mesa


conmigo. Al fin y al cabo ya nos conocemos, ¿verdad? ―su corazón no
paraba de latir con una fuerza inusitada. Lo escuchaba como un in-

187
menso timbal intentando que no se le notara en su voz―. Disculpa, no
me he presentado. Mi nombre es J. ¿Eres estudiante?
―Ni me molesta ni soy estudiante. Me llamo M. ―dijo mientras
apuraba su vaso de zumo―. Le recuerdo. Es usted el gentil caballero
del metro.
Tras unos segundos en silencio J. no supo qué decir. En su mente se
agolparon todas las preguntas que quería hacerle y todos los misterios
sobre la bella joven que desayunaba frente a él. En esos instantes volvió
a fijarse en su colgante, el mismo de aquel día, y también recordó su
mismo perfume. Y las metáforas, pero antes de llegar a eso tenía que
saber de ella, necesitaba hablar, conocer y que supiera de él. No era
estudiante, entonces…
―Por favor, tutéame. ¿A qué te dedicas? ¿Trabajas aquí? ―No era
un buen comienzo, pensó él.
―Me han contratado. ¿No me ha visto, perdón, no me has visto
en la revista de la Universidad? ―ella apuraba los últimos restos de su
yogurt―. Dirijo un proyecto en el departamento de cirugía con una
beca de alto presupuesto. Vengo de otra universidad. Me llamaron y
quise aprovechar la oportunidad. Soy la doctora más joven y con mejor
expediente de mi promoción.
―¡Enhorabuena! ―acertó a decir sospechando que quedaba poco
tiempo para que ella se fuera de nuevo inesperadamente―. Le echaré
un vistazo al último número y espero que podamos comentarlo.
―¿Y tú? ¿Dónde trabajas? ―preguntó ella recogiendo sus cubier-
tos sobre su bandeja―. ¿Eres profe?

188
―Soy jefe de mantenimiento de todo esto. Me encargo de que por
las mañanas no paséis frío, de reparar lo que se estropea y de que todo
esté en orden.
―¡Qué interesante! ¿Y también sabes arreglar coches? ―a él le
pareció que fue la primera vez que ella lo miró, al menos con cierta
atención―. Aquel día iba en metro porque se me estropeó y llovía.
Menos mal que ya me lo repararon. Es un coche muy especial y algo
falló en el sistema electrónico y tuve que dejarlo en el concesionario.
―Algo sé. Toma ―metió sus dedos en el bolsillo delantero de su
chupa y no tardó ni dos segundo en extenderle su tarjeta de visita―.
Por si se te estropea en domingo ―dijo sonriendo mientras la mira-
ba―. ¿Y ese colgante?
―Es un husky siberiano, un amigo que se fue ―dijo ella apagando
su voz―. Antes de ser médica quise ser veterinaria, un viejo sueño.
―Bueno, siempre podemos volver a hacer nuevos amigos y recon-
ciliarnos con nuestro pasado ―J. no apartaba su mirada <<¿me estoy
enamorando?. No puede ser, es muy joven, pero… tan encantadora, tal
dulce. Esa voz>> ―. Yo también tuve uno, un teckel. La atropelló una
furgoneta cuando por la calle la llevaba sin amarre.
―¡Te gustan los perros! ―exclamó ella en un tono de admiración.
―En general, todos los animales ―en ese momento pensó que
ella quiso ser veterinaria―. Y los caballos y las tortugas y el infinito
manto del océano ―dijo él descendiendo su voz.
―Yo tengo a Prezci en un picadero. Es un joven caballo árabe que
aún conservo, aunque en realidad son mis padres quienes se ocupan de
él. Fui amazona desde niña. Incluso participé en algunos campeonatos
de hípica.

189
―Fascinante. No puedo por menos que coincidir contigo en tus
aficiones. A mí me encanta el deporte ―J. quería llevarla a su terreno.
“¡Sus ojos! No me había fijado bien. Pero es su mirada lo que me fasci-
na, su forma de mirarme, su transparencia. No se va, aún”―, aunque
también me encanta leer. Ya sabes lo que me gusta.
―Yo practico el tiro con arco, en fines de semana, claro. Pronto
acudiré a una competición en Sierra del Campo. Y a diario, nado. ¿Có-
mo lo adivinaste aquél día en el metro? El agua es mi segundo medio
―dijo M. mirando su reloj.
―Ya decía yo que tenías algo de Cupido, y más que saber que te
gusta nadar, lo intuía. Ya te lo contaré si nos volvemos a ver ―dijo J.
con toda naturalidad.
―Me lo tienes que contar con detenimiento. Parece que sabes
más de mí de lo que puedo sospechar ―dijo M. levantándose y to-
mando su bandeja―. En el metro también me dejaste intrigada cuan-
do me confundiste con alguien. No sé quién. Pero será en otro momen-
to, sí, porque me esperan en el hospital. Hoy me he acercado hasta
aquí para preparar con el director del departamento de microbiología
una ponencia en el aula magna para los alumnos.
―Tienes mi tarjeta, no lo olvides. Llámame cuando quieras. Aun-
que sea para arrancar tu coche si vuelve a fallarte ―dijo J. con una sonri-
sa.

―Lo haré.
M. se alejó hasta la puerta de salida mientras J. la siguió con su mirada.
“Es el mar inundando mi paisaje, una gaviota sacudiendo mi costado,
una huella en la arena de mi alma, un corazón, en su estigma, renaci-

190
do”. En ese momento J. solo pensó en el próximo encuentro y en cómo
seducirla.

Lo primero que hizo J. al salir de su trabajo y llegar a su casa es leer el


número de la revista donde aparecía la noticia relacionada con M. Se
narraba que la universidad había solicitado la presencia de la joven
promesa M.R.T., cirujana e investigadora del trasplante de médula ósea
y en concreto de una técnica de disolución en células con antígenos
adversos en el factor de inmunidad, todo un aporte en las nuevas for-
mas de acometer las nuevas cirugías contra el cáncer de huesos. J. que-
dó impresionado, aunque lo que más le llamó la atención fue la peque-
ña entrevista que le hacían y en la que M. se manifestaba como activis-
ta contra el maltrato animal.

***

Pasaron unos días y M. continuaba sin llamarlo. Ya dudaba si se trataba


de una obsesión o de un flechazo, si de un capricho o de una pequeña
manía convertida en rutina mental. Lo cierto es que no podía eliminar-
la de su pensamiento, aunque tampoco quería. Todo lo que hacía y
todo lo que veía lo relacionaba con M.: al pasar por las marquesinas la
veía a ella; al ver una película había siempre algo en sus personajes
femeninos que le recordaba a ella; al entrenar o correr por el parque
estaba ella sentada de espaldas en cada banco donde una pareja se
entretenía; al pasar por el polideportivo la veía nadar a espaldas y a
mariposa; en los grandes almacenes no podía evitar oler su perfume en
los mostradores de fragancias y así, casi todo el día, había algo que le
recordaba y a lo que se vinculaba para pensar en aquella joven desco-
nocida aún para él. Una mañana, como ya conocía su nombre, la buscó

191
por Internet y de esa forma pudo comprobar cómo aparecían decenas
de páginas contando sus logros, hasta que se le ocurrió buscar su perfil
en Facebook. Allí apareció ella montada en un hermoso corcel y sal-
tando una valla de hípica junto a algunas fotos mostrando paisajes
donde siempre aparecían animales, y otras donde ella aparecía en actos
académicos. Inmediatamente le pidió amistad en el canal de mensaje-
ría con la esperanza de que le respondiera. Después recordó lo de la
ponencia y la buscó a través de su nombre y del nombre del aula donde
la daría.
Al día siguiente se presentó a la hora prevista en el auditorio y a punto
de comenzar la conferencia se sentó en la penumbra de última fila. La
mitad de la platea estaba desierta siendo J. el único que observaba des-
de el fondo. Más que interesado en escuchar hablar sobre cirugía, esta-
ba encantado con poder oír la voz de M. En un cuaderno, más que to-
mar notas del discurso, escribía mensajes que él mismo se dictaba,
pequeños versos que iban surgiendo entre meditando y escuchando,
en una especie de estado límite entre la consciencia y lo reflexivo.
―…y de esa forma el paciente podrá beneficiarse del cultivo y de la
sustancia madre de… ―M. había comenzado su discurso tras unas pre-
ceptivas presentaciones donde el Jefe del Departamento elogió su traba-
jo― …con técnicas no invasivas la microcirugía ha establecido las bases…
J. miraba su cuaderno mientras escuchaba la voz de M. entremezclada
con su voz interior “…y yo podré beneficiarme de tu pelo arrastrando la
orilla de mis ojos, de tus yemas mirando la base de mi frente… y tú
cultivarás mi espera y mi apetito estará saciado con la sustancia de tu
tacto… hasta que acabes invadiendo mi impaciencia…” y escribía. Todo
el discurso de ella, J. lo transcribía a su manera, de una manera muy
libre, eso sí. Antes de terminar, J. tuvo que salir a atender una llamada

192
de su móvil que le vibraba en silencio. Era requerido en la central de
alarmas del complejo. Al cabo de un par de horas, J. recibió un mensaje
de M.: Me hubiera encantado que estuvieras aquí, hubieras aprendido
mucho de cirugía y trasplantes… jejeje. Y después otro: …mi coche sigue
funcionando. En ese momento J. respondió: Tengo tu conferencia escri-
ta en mi cuaderno… jijiji. Y a continuación: ¿Comprobamos lo que he
aprendido? Te espero esta tarde en el Bird´s para merendar, vale? Estoy
deseando conocer tu coche. El mensaje de M. no se hizo esperar: ¿Cómo
que tienes mi charla en tu cuaderno? A ver… ¿A las 6? ¡Ah! y ya me con-
tarás quién es esa mujer tan misteriosa que es tan igual a mí. A conti-
nuación J. le respondió con un OK.

J. se quedó gratamente sorprendido de que M. recordara aquel comen-


tario que le hizo cuando se encontraron por primera vez en el vagón
del metro y de que ella tuviera interés en saber sobre esa mujer.
Mientras esperaba en la puerta de la cafetería a que ella llegara, J. pen-
só en algunas coincidencias que se daban entre la mujer de su sueño y
M. Físicamente eran casi idénticas. Tal vez la aparición de ella en su
vida hizo que esas semejanzas se acentuaran. Sonó su teléfono. Era M.
diciéndole que ya estaba llegando.
Cuando M. apareció en su Jaguar Coupé, J. se quedó impresionado. Eso
no es un coche, pensó. Eso es una bala.
―¿Me lo puedes aparcar tú? Se me da muy mal esa maniobra y
veo que el hueco es muy justo. ―Ella descendió del vehículo indicán-
dole a J. que el coche era automático.
―Lo intentaré. Toma, sostén un momento mi mochila.

―No te preocupes. Tiene sensores de aparcamiento.

193
―Aún así, no es mi coche y no quisiera estropear nada. Allá voy
―J. mostró su destreza y con una mano al volante y en dos maniobras
pudo encajarlo―. Mi coche es más modesto pero también más funcio-
nal ―dijo señalando su monovolumen.
―¡Qué bien! ―dijo ella entusiasmada―. Me vas a tener que ense-
ñar.
―Más que de enseñanza es una cuestión de aprendizaje
―sonrió―. Es como todo en la vida: enseñanza, aprendizaje y auto-
aprendizaje. Además, tú sabes mucho y eres muy lista ―volvió a son-
reír y esta vez con una pequeña carcajada mientras bajaba del Jaguar.
―¿Cómo? ¿También sabes mi C.I.? Eres todo un misterio a descu-
brir ―respondió ella con cierto sarcasmo.
―No sé tu C.I. pero puedo imaginar tu I.C. ―sonrió―. Ya sabes,
tu índice de curiosidad ―prosiguió, dándole a M. un leve toque con su
yema del dedo en la punta de su nariz―. Es cuestión de manejar la
situación y de saber manejar la máquina. Cualquier máquina ―J. em-
pezó con su juego favorito de los dobles sentidos, algo que M. tardaría
muy poco en descubrir.
―Muy ingenioso, el señor arreglalotodo ―dijo M. mientras se
sentaban a la mesa de un velador.
―¿Tengo algo que arreglar? ¿O es algo que haya que desarreglar?
―J. la miraba fascinado y ella lo sabía. “Es Chanel5 y viene espléndida.
Tengo que besarla esta noche”―. Todo es cuestión de ponerse manos a
la obra.
―Pues sí, arréglame mi curiosidad ya que lo dices. ¿Por qué no
empezamos por esa chica misteriosa?
―La llamo Nereida, pero no existe en realidad.

194
―¿No existe?
―Bueno, sí pero no. Existe porque está en mis sueños, pero no,
porque no es real, aunque ahora ha empezado a serlo. Cuando tropecé
contigo aquel día en nuestro primer encuentro la vi en ti. Quiero decir,
que tú te representaste como ella porque ella es alguien que está siem-
pre a punto de sumergirse en el mar dentro de un sueño que aparece
recurrentemente en todas mis noches. Pero el sueño se esfuma ahí, y
cuando te vi, albergué la esperanza de continuarlo en ti, contigo. Es la
verdad. Fue por eso que te dije lo que te dije y que aún recuerdas. Ne-
reida pasó a ser tú, una linda doctora. Una mujer a la que también le
gusta sumergirse en el agua y que tal vez tenga su misma edad, sus
mismas facciones, su mismo pelo y belleza. Lo que no sé es si ella ten-
drá tu mismo corazón, tu misma sensibilidad y talento, y ello es lo que
me gustaría descubrir contigo. Si tú me dejas ―J. pausó su discurso
“¿ha sido esto una declaración? ¿No habré sido demasiado sincero?”.
M. lo miraba fijamente, casi sin moverse, extasiada y en silencio.
―Y desde ese momento todo a mi alrededor eres tú
―prosiguió―. Pensé que te perdí cuando bajaste en aquella estación y
después en el comedor mi corazón subió hasta mi garganta. Desde
entonces te he seguido como las huellas al caminante. Hasta te busqué
en Facebook y te solicité amistad. Podrías ser mi hija y mira hasta don-
de he llegado contigo. Pareciera esto una declaración y solo quiero que
entiendas lo que me está sucediendo. Tú eres esa ninfa y me encantaría
nadar contigo hasta el océano más profundo y con más delfines que
haya.

―¿Y lo de tu cuaderno? ¿Estuviste en mi conferencia? No te vi. Ni


antes ni después de la charla.

195
―Sí, asistí, y me encantó escucharte. Hasta tomé notas ―dijo J.
emitiendo un ligero suspiro. No quise que lo supieras en aquel mo-
mento.
J. sacó de su mochila deportiva su pequeño cuaderno y se lo extendió a
M.
―Toma, lee algo si quieres. La he titulado Dulcísima voz desde el
lejano lugar de un sueño. Y no sé si reconocerás algunas de las cosas
que dijiste entre esas anotaciones, que no son más que figuraciones de
tus palabras, o mejor, transfiguraciones de tu discurso.
M. leyó en silencio aquellas hojas hasta que paró de pasar páginas. Se
quedó un rato con la cabeza agachada sobre aquel cuaderno sin decir
nada hasta que levantó su mirada a la altura de los ojos de J. y unas
lágrimas brotaron de sus ojos mientras le sonreía. Él las enjugó con una
servilleta diciéndole, ¿y ahora qué? Ella tomó su mano, dejó un billete
sobre la mesa y lo arrastró hasta su coche.
―Ahora toca jugar al juego de la pasión y del delirio. El deporte
que no está a la vista ―dijo M. arrancando su bólido y acelerando has-
ta su casa.

Todo estaba preparado para el amor. Los labios ardientes de los aman-
tes ya se habían encontrado en cada semáforo en rojo. Sus manos, sus
cálidas mejillas, sus cuerpos encendidos surgían de un volcán a punto
de estallar. J. pudo comprobar que aquello no estaba sucediendo den-
tro de un sueño y que Nereida pasó a ser M. por azar del destino o por
otras casualidades. La piel de M. era aún más suave y tersa que la de su
bañista, y aún más cálida sin haberle dado el sol. En su desenfreno no
atinaban a desnudarse el uno al otro. Solo desprendían calor mientras
se mordían y sus lenguas se entrelazaban. Se reían cuando se despega-

196
ban y se miraban como queriendo expresar la alegría de ese encuentro
pasional. La poesía, ahora, estaba sobre la sábanas de la cama de M. y
las palabras transfiguradas no eran más que gemidos, jadeos y suspiros.
―Hazme ahora un poema, ¿eh? Házmelo ahora si te atreves ―le
retó M. jadeando.
Los cuerpos sudorosos no daban tregua y las bocas comenzaron a ex-
plorar cada centímetro de aquel mapa conociéndose, jugando a descu-
brir y humedeciendo con sus lenguas las zonas más hermosas y sensi-
bles de cada uno. Y sintiendo los besos en cada abrazo, y las manos en
cada rincón de aquella batalla.
―Y ahora, sumérgete en mí. Explora con tu barco los confines de
mi océano. ¿Es así como tú lo dirías? ―dijo M. extasiada mientras le
sonreía.
―Yo en la cama hablo con mi cuerpo. Las palabras suelo dejarlas
para el final ―dijo J. cumpliendo órdenes―. Pero sí, así lo diría, o pa-
recido. Ya lo pensaré después.
―Come de mí. Bebe de mí hasta saciarte en la fuente del placer
―gemía M. sin dar oportunidad a la réplica.
Y así, los amantes, durante miles de segundos se entregaron a un
mar de olas y gozaron en la marea de un turbulento tsunami que cul-
minó en clímax.

Después de un combate agotador se relajaron y se bañaron juntos. Él,


con la dulzura que nunca conoció de sí mismo, la aseaba, la acariciaba
y la besaba sin conocer el tiempo. Para ella, sin embargo, se terminó la
partida.

197
Cuando volvieron al dormitorio, M. extendió un perfume por la habita-
ción y por las sábanas y después se acostaron de nuevo. Él, enamorado
ya de ella, se tumbó a su lado abrazándola por detrás.
―¿Y tus palabras? Esas que dejabas para el final, me refiero.
―Podría ahora inundarte con ellas si eso es lo que quieres ―dijo
J. pausadamente―. Solo deseo en estos momentos dejarme llevar por
tu suavidad, y sentir que puedo abrazar a la mujer de mis sueños.

―¿Te estás enamorando?


―Creo que sí, aunque ya lo hablaremos más adelante. No existe el
amor si no es correspondido. Así que la respuesta no está en mí sola-
mente.
Y en la mitad de la noche, cuando el aullido del lobo es una sinfonía de
luz pálida, ella se le acercó al oído humedeciendo su lóbulo con sus
labios, con un aliento casi jadeante a esas horas, y le preguntó susu-
rrando en voz muy baja y suave que cómo le gustaría que lo despertara.
Su lengua recorría todo el arco de su cuello mientras él le respondió
que con un beso, con un profundo y largo beso que devore con tu boca
todo mi secreto.

A la mañana siguiente, cuando las cosas se ven diferentes, ella lo des-


pertó pero para decirle que todo había terminado. Que el sueño conti-
nuaba pero que ella se salía de él. Ataviada con ropa deportiva, M. fue
lo más delicada que pudo aunque también quiso ser clara y concisa.

―Al menos has satisfecho tu curiosidad y has podido saber un po-


co más de ella a través de mí ―dijo M.

198
―Me encantaría continuar conociéndola, conociéndote ―matizó
J.―, y aunque tu decisión esté tomada seguiré intentándolo desde mi
más profundo respeto.
―El día de ayer fue estupendo. Lo reconozco
―Y el de hoy también podría serlo si queremos.
―Es cierto, pero yo no quiero. Deseo salir, huir y escapar. Ser li-
bre. No me gustan las ataduras ni las complicaciones sentimentales
―M. se arrodilló en el borde de la cama y le tocó sus pies acariciándo-
los.
―Eres un encanto, una ventana a un mar cálido en el que me gus-
taría bañarme todas las noches ―dijo J. apoyando su cara contra la
almohada.
―Y tú también, pero esta noche, en un duermevela, he visto pasar
nuestra película por delante de mis ojos, la que hubiera podido suce-
der, y no me ha gustado el final. Creo que lo mejor es despedirnos co-
mo nos encontramos: con alegría y misterio.
―Es tu decisión.
―Sí, es mi decisión. Sentimentalmente no me veo ahora para esto,
y emocionalmente me debo a mi trabajo y a mis compromisos. Y vá-
monos que llego tarde.
Se despidieron con un beso y M. subió a su deportivo en dirección a
Sierra del Campo mientras que él se dirigió a su casa para cambiarse y
correr en bicicleta. Durante el trayecto, J. pensó que en el sueño de
esa noche había ocurrido algo diferente, algo que no había sido igual
que en veces anteriores y recordó que la bañista no apareció en la es-
cena. ¿Tendría aquello algún significado? Pensó que tal vez su sub-
consciente coincidía con la decisión de M., o quizás que aquella joven

199
ya estaba transfigurada en la realidad y no era necesaria en el espacio
de su sueño.
Después de unas semanas, camino del campus, J. se desvió dirección al
Zoosanitario a recoger un encargo del departamento de biología. Co-
nocía al encargado y al pasar por la nave de perros abandonados se fijó
en un cachorro de husky siberiano dentro de una pequeña jaula.
―Acaban de encontrárselo cerca de la carretera ―dijo el encarga-
do.
―¿Puedo quedármelo? ―J. miró al perro y pensó en ella. “Tengo
que preguntar por M. y despedirme antes de que regrese a su universi-
dad”―. Quiero hacerle un pequeño regalo a una vieja amiga amante de
los animales.
―Claro. Pero cuídalo, es una especie muy apreciada y codiciada.
―Gracias, R. Te debo un favor ―J. se hizo con una pequeña jaula
para trasportarlo y con un collar, y pensó en cómo entregárselo a M.―.
Lo llamaré Lobo.
Aquel lunes por la mañana J. limpió y preparó la jaula envolviéndola en
un papel de regalo rojo incluyendo una pequeña nota en un sobre.
―Lobo, hoy te encontrarás con una vieja amiga, tu nueva dueña.
Espero que os llevéis bien ―dijo J. antes de salir de su casa en direc-
ción al hospital.
Mientras subía a su monovolumen, J. recibió un mensaje en su móvil
de S., uno de sus subordinados del campus que se encontraba de guar-
dia:

200
J., la doctora M. está muy
grave. Ayer por la noche sufrió
un accidente en la carretera de
la sierra. Se encuentra en la
UCI. Se teme por su vida. Hay
que preparar una sala en el
campus en previsión de lo peor.
Yo estaré esperándote en el hospital.

De camino, sus sentimientos se agolparon en una mezcla explosiva de


rabia, impotencia y compasión. Se agarraba, como todos los humanos,
a ese hilo de esperanza porque sentía que necesitaba despedirse y de-
cirle adiós antes de que se marchara. Oía cómo Lobo ladraba en los
asientos de atrás mientras él lloraba sin consuelo.
―¿Cómo ha sido ―preguntó J. a S. nada más llegar.
―Un jabalí se cruzó inesperadamente en la carretera. Por lo visto
no pudo esquivarlo, lo atropelló y se salió de la vía. Ha sido en la A-452,
muy cerca de la Venta Los Álamos.
Una hora después corrió la fatal noticia y él, sin pensárselo dos veces,
se dirigió impulsivamente hacia el lugar del siniestro. Necesitaba visi-
tarlo y verlo tal y como ella lo vio antes de cerrar sus ojos para siempre.
Necesitaba incorporarlo a su imaginario y a sus sueños.
Cuando llegó al punto exacto del accidente aparcó y J. soltó a Lobo
para que correteara libremente. Hacía una tarde despejada y luminosa.
Había restos de sangre del animal atropellado en medio del asfalto y
huellas de los neumáticos en donde M. debió girar de forma inespera-
da. Allí anduvo y respiró profundamente recordando y anhelando la
noche que pasaron juntos. Quiso mirar bien por si adivinaba el lugar

201
donde su coche paró, pero todos los restos del siniestro habían sido
retirados. Giró su cabeza y un pequeño reflejo llamó su atención. Sobre
una piedra apareció el colgante de M., esa pequeña cabeza plateada de
lobo o de perro que siempre llevaba sobre su garganta. Lo tomó y lo
apretó con fuerza entre su mano y le gustó porque se sintió más cerca
de ella, y pensó que desde ese momento el amor que sintió por aquella
mujer iría siempre unido al dolor que ahora sentía por su desaparición.
Y de pronto, Lobo ladró, pero lo hizo como si aullara. Un aullido sin
luna llena.

202
MARCOS Y CHLOÉ

Por Joaquín Abad

«No viertas ni una lágrima; una lágrima tuya


vale lo que ganamos y perdimos: dame un beso».
Antonio y Cleopatra. W. Shakespeare

Yo estuve allí para ver el final, el de los dos, el hombre y la mujer más
grandes que he conocido. Yo los conocí en persona, yo viví con ellos
sus pasiones majestuosas, hasta el día de su caída. Marcos reunía todas
las virtudes que puede tener un hombre de nuestro tiempo, nunca
hubo ministro en el Gobierno más decidido en la lucha contra la co-
rrupción, jamás un hombre le plantó cara como había hecho Marcos.
Era el mejor diplomático y representante de nuestro país en el extran-
jero, jamás las naciones nos respetaron tanto. Y tenía a Emilio comien-
do de su mano. Fue Marcos quien hizo que Emilio destituyera a tantos
jueces corruptos, a tantos alcaldes vendidos a tantos tesoreros podridos
que se habían enriquecido a costa de la sangre y el sudor del pueblo.
¿Emilio? Por más que fuera ministro del Interior jamás hubiera movido
un solo dedo contra toda esa red de putrefacción que corrompía las
entrañas del Estado. Iba a comer de la mano de Marcos a la mano de
Carlos, y no había decisión alguna que no tomara que no se debería a
uno de sus dos amigos. Marcos, Emilio y Carlos, la Junta que hizo un

203
gran servicio al Estado, compartiendo en un alarde de generosidad y
altura de miras la Secretaría del Partido cuando cayó el antiguo Secre-
tario General, abatido, una vez más por la lacra de la corrupción; pero
eso fue antes de que se acabaran destrozándose entre ellos a dentella-
das como perros rabiosos.
¿Qué pasaba sus días consumiéndose en la Ópera de París, en las
fiestas de la embajada junto a esa viuda alegre, esa ramera francesa de
Chloé? Yo también llamé ramera Chloé un tiempo. Yo estaba al lado de
Marcos cuando Chloé descendió por primera vez de aquella limusina
negra. Era la misma imagen de la belleza y la sensualidad, y tenía todo
lo que un hombre puede desear en una mujer, y para un hombre como
Marcos, eso la transformaba en una diosa. Se adoraban y se odiaban
por igual. En el palacio de Chloé en el Marais, todos podíamos oírlos
mientras se dedicaban a sus jueguecitos. Una vez oí la voz de Marcos
que me llamaba y subí hasta el dormitorio de Chloé, la suntuosa cham-
bre orientale, con esclavas egipcias y pavos reales tallados en los pilares
del dosel de ébano de su lecho, el lugar del que surgían tantos gritos y
gemidos que los criados y los fieles habíamos escuchado. Marcos, esta-
ba atado a una cruz de madera que ocupaba todo el espacio detrás del
lecho del dormitorio. Su espalda estaba cubierta de heridas que sin
duda tenían que haber sido hechas por un látigo.
―Alberto, querido ―me dijo―, Chloé me ha dejado en esta in-
cómoda situación, hace rato que se ha ido y no sé nada de ella. ¿Quie-
res, por favor, rellenar esa copa con champán y darme de beber?
―¿No preferís que os desate, señor?

―Eso sería una descortesía horrible para nuestra anfitriona, ¿no


crees? Haz lo que te ordeno.

204
Y lo hice, pero recuerdo que sentí por primera vez verdadera repug-
nancia hacia el hombre que más he admirado en toda mi vida. Aquél
hombre fuerte, que había conseguido triunfos para nuestra nación y
que se manejaba en el campo de la diplomacia como Napoleón en el
campo de batalla, era el esclavo de una ramera.
―¿Hay noticias de Madrid, Alberto?
―Señor, hay noticias, pero no son buenas. Pablo amenaza con
presentarse a Secretario General del Partido, y tiene todo el apoyo del
sector liberal. Carlos y Emilio os quieren en Madrid, para que les deis
su apoyo.
―Que se vayan a la mierda. Soy el ministro de Exteriores, mi
puesto está fuera. No pienso dejar París.
―Señor, vuestra esposa os espera también en Madrid.
El ruido de los tacones resonando el mármol nos interrumpió.
Aquella mujer, aquella bruja seductora entró en la habitación y em-
pezó a desatar las ataduras que tenían a mi señor en aquella maldita
cruz. Luego solo tuvo que hacer un gesto con sus dedos enguanta-
dos y antes de que me diera cuenta, el ministro de Exteriores estaba
a cuatro patas y aquella mujer le estaba cerrando un collar al cuello
y enganchándole una cadena.
―Muy bien, perrito ―le dijo―, ahora vamos a dar una vuelta por
el cuarto para que estires esas patitas un rato.

No quería ver más, no podía soportarlo. Pero cuando estaba a punto de


marcharme la voz de Chloé me detuvo como si me hubiera atrapado
con un lazo invisible. «Espera», me dijo. Me quede petrificado. Me
volví y por primera vez en esa noche reuní el coraje de mirarla a los
ojos. Mantener aquella mirada me costó mucho más de lo que hubiera

205
imaginado. Chloé tenía la apariencia de una actriz de cine negro los
años cincuenta, con ojos azules y acerados, gesto de indefensión y
crueldad terrible, el pelo negro ondulado que le caía por los hombros
hasta su corsé de cuero negro. Acarició la cabeza de mi señor que se-
guía a cuatro patas y metió un dedo en su boca hasta que abrió la boca.
Luego le puso el asa de la correa en la boca y lo dejó allí.
Se me acercó como se acerca un gato enorme, y, ante los ojos de mi
señor que estaban a la altura de mis rodillas, me besó y me acarició
hasta sacarme el miembro.
―Ahora vas a ser un perrito bueno y le vas a lamer la colita a este
otro perrito ―le dijo a mi señor.
Aquella mujer, hija y viuda de los dos empresarios más grandes de
Francia, la que controlaba su país a través de la cadena de grandes al-
macenes más grande de Francia, y que tenía en su mano la mayor red
de gasolineras del país, la dama oscura de la que se hablaba en todos
los salones, el rostro y el cuerpo que aparecía en todos las revistas, ado-
rada y repetida en las Redes Sociales hasta el agotamiento, pero de
cuya vida privada apenas nadie sabía ni una décima parte, no era una
ramera como todos murmuraban, era una diosa.

―No quiero, verlo ―me dijo Chloé―, un pensamiento español se


ha apoderado de él.
Pero sin ese pensamiento español Chloé jamás se hubiera enamorado de
él.
―Ve a buscarlo ―me dijo al instante.
Cuando volví con Marcos, Chloé ya no estaba. Se puso hecho una fiera,
gritaba su nombre con ardor y sus sienes se crispaban. Una doncella

206
apareció. Nos dijo que su señora le había encargado decirle que se iba
de compras, que había visto un reloj en la place Vendôme que quería
regalar a mi señor y que no volvería sin él.
―Señor ―le dije―, olvidaos por un momento de Chloé. Asuntos
más importantes nos empujan a Madrid. Esta mañana han publicado
los nuevos sondeos. Tras la entrevista de ayer en televisión Pablo es el
tercer líder más valorado del país, solo por debajo de Carlos y vos. Ya
tiene el apoyo del sector moderado y liberal del partido y ha ganado la
simpatía de cuatro Comunidades. Tenéis que volver y poner las cosas
en su sitio.
―¿A qué cosas te refieres, Secretario?
―La gente, señor, en las Redes, es algo público y notorio: vuestra
mujer se muere de cáncer en Madrid mientras vos estáis en París con
esta…
―Dilo, Alberto. Ramera. En Twitter es la palabra más utilizada pa-
ra referirse a ella. Ramera. Pero tú la has conocido. La has visto en pú-
blico, en las recepciones, vestida como una emperatriz de la antigüe-
dad, y en su chambre, has visto su divino cuerpo desnudo, ¿puedes
acaso dudar de su majestad?
―Yo, señor…
Llamaron a la puerta con insistencia. Los criados nos advirtieron que
pusiéramos la televisión. En la pantalla vimos un grupo de periodistas
que se agolpaban en torno a la entrada del hospital Gregorio Marañón.
Los subtítulos corrían en la parte inferior: «Esposa del ministro de Exte-
riores ha fallecido de cáncer esta madrugada. Aluvión de mensajes de
apoyo en las Redes Sociales a una de las mujeres más queridas del país».

207
Marcos apagó la tele al instante. Le pregunté si quería que saliera, pero
me contestó que no.
―Muerta… Tengo que decirlo, Alberto, una gran mujer se ha ido.
Y sin embargo, no puedo negar que no lo deseara.
La entereza de su rostro me recordó por qué lo había admirado tanto,
desde el primer día que entré en el Partido, y por qué lo seguía admi-
rando ahora.

―Debo volver a Madrid, Alberto. Ahora es el momento. El pueblo


no entendería jamás que estuviera allí en estos momentos. Pablo nos
arrebatará la Secretaría general antes tan siquiera de que terminen las
primarias. Tengo que entenderme con Carlos, mal que pese.
Estuvo un instante dubitativo y por un momento yo también dudé y
temí que el pensamiento español le hubiera abandonado. Pero no fue
así:
―Prepara las cosas, salgo en una hora a Madrid.
―Mi señor, ¿una hora? ¿A qué tanta prisa? Mañana, esta noche, si
queréis puedo tenerlo todo listo.
―Una hora ―me interrumpió ―, habré salido antes de que Chloé
vuelva o no me iré nunca.
Luego volvió sus ojos a los míos y su tono de voz se apaciguó un punto:
―Quiero que te quedes aquí para que apacigües a Chloé hasta que
regrese. Mientras las cosas estén revueltas en el Partido, no puedo vol-
ver.
No repliqué. Quería estar a su lado y tener el placer de ver a Pablo per-
der todo el apoyo del partido, caer y revolcarse por el fango. En ese

208
momento ni siquiera imaginaba que iba a traicionar al hombre que
todavía admiraba más.

―El mejor político de toda España se ha vuelto el mayor mentiro-


so.
―Mi señora, si un político no es un mentiroso, no es nada
―repliqué―. Pero él es un hombre de honor. Debe volver. El Partido
lo necesita, está al borde la guerra civil. Además, su mujer ha muerto.
―¿Puede su mujer morir? Porque yo soy su mujer. Su verdadera
mujer ―Y sus ojos se volvieron a clavar en mí como la noche que tenía
a mi señor asido de una correa―. No hay nada más importante de lo
que yo necesito.
―Su corazón está con vos ―traté de mediar.
―Su corazón no me basta. Yo no hago el amor con su corazón.

El resentimiento la había dominado. Cerraba los puños con fuerza


y clavaba sus uñas rojas en los muslos de la esclava de madera de su
lecho. Decidí que era el momento de marchar. Pero otra vez su voz me
detuvo, esta vez era delicada y temblorosa. No había escuchado tanta
incertidumbre contenida en una sola palabra:
―¿Volverá?

―Volverá, mi señora.

Y se tumbó sobre su lecho a llorar calladamente.

Fue idea de Emilio convocar el Congreso Extraordinario del Partido,


porque aunque nunca destacó por su iniciativa, era el más conciliador
de los tres miembros de la Junta. Carlos y mi señor hubieran preferido

209
enfrentarse a Pablo cara a cara, mitin tras mitin, en los platós de televi-
sión y continuar con las primarias, pero Pablo jugaba con un as en la
manga: desde hace tiempo se rumoreaba que podía filtrar a la prensa
unos papeles que demostraban la contabilidad en negro del Partido
durante la anterior Secretaría General. Y eso pondría en serio peligro
más a Carlos y a Marcos, porque aunque no podría probarse que hu-
bieran participado en ese escándalos, fueron protegidos y amigos del
antiguo Secretario. A Emilio, lo ensuciaría menos, ya que venía del
sector liberal del partido, incorporado hacía muy poco. Pero aunque se
hubiera incorporado recientemente, su ambición era tan desmedida
como la de sus adversarios de la Junta, y no dudaría en hacer pública
toda la suciedad de las cloacas del Partido.
Mientras, Chloé se había encerrado en su palacio del Marais y me man-
tenía con ella en su encierro. Tenía en su palacio un salón acondicio-
nado como una sala de cine y todos los días nos obligaba a los sirvien-
tes y a mí a ver los grandes clásicos del cine. Una noche, recuerdo que
estábamos viendo Fedora, cuando le preguntó a una de sus criadas:
―Dime, ¿alguna vez estuve tan enamorada de mi marido como lo
estoy de Marcos?
―Su marido era un gran hombre, señora. Construyó un imperio.
Chloé la miró con ojos fulminantes, se levantó y la abofeteó en la cara.
Con fuerza, con frialdad, con desprecio precisos. Hubo un momento de
silencio en el que nadie supo cómo reaccionar. La película continuaba
proyectándose en la pantalla y la música que salía de los altavoces lo
invadía todo. Luego se sentó tranquilamente en su mismo asiento y
todo siguió su curso como si nada hubiera pasado.

210
Tuve que volver a Madrid para la boda de mi hija. Se celebraba un mes
antes del Congreso y era una ocasión especial para que los tres de la
Junta, junto con unos pocos allegados del Partido de cada uno de ellos,
nos reuniéramos para llegar a un acuerdo previo antes de negociar con
Pablo y para dar en el congreso una imagen de impecable unidad del
Partido ante los medios. La boda era además una ocasión idónea en la
que los tres podrían coincidir sin que nadie los medios sospecharan de
conciliábulos.
Fue difícil que los tres aceptaran. Carlos era demasiado ambicioso para
renunciar a la Secretaría General e iba a ser difícil convencerlo de que
mi señor no aspiraba a ella. Carlos le reprochaba estar alejado de la
primera línea de batalla política, de no haberle prestado ayuda y estar
los brazos de esa ramera en París (pero Carlos era demasiado diplomá-
tico para decir «ramera» y dijo en su lugar «mujer»), cuando el partido
estuviera a punto de partirse en dos. Pero al mismo tiempo tampoco lo
quería cerca porque temía que un político de su categoría le arrebatase
la Secretaría General. Solo Emilio pudo ponerlos de acuerdo y tejer una
débil alianza, recordándoles que los tres tenían un rival muy peligroso
en Pablo, y que la amenaza de los papeles de la contabilidad en negro
era muy seria para el partido.
Entonces comprendí que tenía que hacer algo para que fortaleciera
ese pacto entre los dos, y que me hiciera ganar prestigio ante los
ojos de mi señor:
―Esta boda es una ocasión especial para mí. Las bodas siempre lo
son ―Permanecí un momento en silencio preparando el momento―.
Mi señor, Carlos, tiene una hermana…
―Cállate ―me interrumpió―, no eres más que un simple secretario.

211
―Déjale hablar ―terció Carlos―, me interesa lo que tiene que de-
cir.
―Elena es una mujer muy querida por el pueblo, si os unierais en
matrimonio España entera saldría ganando.
―Chloé nunca permitiría ese matrimonio ―espetó Carlos a Mar-
cos.
―Soy un hombre viudo, Carlos, no lo olvides, puedo casarme con
quién quiera.
Tres semanas después, los invitados se repartían la tarta de la boda
entre Marcos y Elena, la hermana de su rival secreto y compañero
de Partido, Carlos. Elena era una mujer virtuosa, alejada de la esfera
política y con ello de toda corrupción, con un trabajo bien valorado
socialmente en una Fundación para la gestión de los museos en Es-
paña, que escribía con estilo impecable artículos de opinión en pe-
riódicos progresistas en los que defendía con buenas intenciones y
pocas propuestas prácticas el apoyo institucional a la cultura. Care-
cía de toda la ambición que tenía su hermano y no se le conocían
amantes ni escándalos. Era, en una palabra, lo contrario a Chloé.
A solo una semana del Congreso, la oportuna e inesperada boda
sirvió también para que los tres de la junta negociaran con Pablo un
acuerdo previo. La Junta no se disolvería, Pablo retiraría en el Con-
greso su candidatura a la Secretaría General y las primarias se disol-
verían. Y así pasó, los medios se hicieron eco de la noticia que noso-
tros habíamos programado como una gran sorpresa, y Pablo dejó de
ser de la amenaza que haría destruir el Partido.
Mi señor Marcos me abordó una noche, mientras viajábamos en coche
oficial hacia el Bernabéu, donde teníamos reservado un palco:

212
―Alberto, no puedo hacerlo. Lo he intentado, muchas veces, pero
es como intentar amar a un bloque de mármol. No puedo soportarlo.
Nos volvemos a París.
―Pero es la hermana de Carlos, si la abandonáis os devorarán vi-
vo, Carlos mismo se ocupará de revolcar vuestro cadáver por el fango.
Tiraréis vuestra carrera por la borda.
―Mi placer está en París ―sentenció.

Lo detesté profunda e íntimamente, y sin ser consciente de ello, en ese


momento decidí que lo traicionaría.

Las Redes Sociales tenían su mártir, Elena, la mujer perfecta abando-


nada por su lascivo y reciente marido para correr a meterse bajo las
faldas de la depravada viuda parisina. Como no podía ser de otra for-
ma, se refugió entre los brazos de su hermano y esta vez no permane-
ció de brazos cruzados, abandonó su neutralidad política y se la vio en
todos los actos del Partido, siempre al lado de su hermano.
Con Marcos en fuera del tablero, pronto la partida se puso en marcha
de nuevo. Una mañana los papeles de la contabilidad del partido apa-
recieron en las portadas de los periódicos y esa imagen de una escri-
tura apretada subrayada de amarillo no paró de multiplicarse en las
Redes Sociales.
Pero al contrario de lo que podía esperarse, el primero que fue arras-
trado por el escándalo no fueron ni Carlos ni Marcos, sino Pablo, lo
que nos llevó a pensar a mi señor que no había Pablo quien había
filtrado los papeles a la prensa, tal como había amenazado, si no el
propio Carlos. Los nombres de su cuñado y su mujer aparecían en los
papeles como testaferros de una empresa con sede en Panamá. Por la
mañana declaró que esa empresa era suya, por la tarde cuando apare-

213
ció nueva información, de su mujer. Todo estaba perfectamente or-
questado para quitarle toda credibilidad y convertirlo en un cadáver
político. Carlos, se ocupó de destituirlo de su cargo, con el apoyo tibio
de Emilio, que empezaba a darse cuenta de la caza de brujas en la que
se estaba convirtiendo todo aquello.
Y estaba en lo cierto, porque el siguiente en ser destituido fue él. Su
nombre, como el de medio partido, también aparecía en los papeles,
pero al contrario que muchos, no había sido imputado. Carlos, utilizó
toda su influencia y su inventiva para que lo expulsaran del Partido, ya
que no podía destituirlo directamente. Compareció ante los medios
como el hombre recto que no tolera la corrupción y que, pese a lo que
le dolía en lo personal tener que pedir la dimisión de un amigo fiel y
leal, de cuya inocencia estaba convencido, se debía sobre todo al Parti-
do y sus valores de honestidad y transparencia.
Una vez solo, sabiendo que su único posible rival estaba lejos y ensi-
mismado en sus placeres en París, disolvió la Junta y tomó el cargo de
Secretario en Funciones, hasta ser ratificado por la militancia.
En París, Marcos reaccionó como el hombre de Estado que es, el que
siempre he admirado:
―Ese traidor, ese gusano de Carlos, ese hombre sin honor. Él, que
tanto ha luchado contra la corrupción es ahora la corrupción.
―¿Otra vez me abandonas, Marcos?

―Maldita seas, Chloé, ¿cómo quieres que sea un hombre y per-


manezca aquí contigo?
―Deja que Carlos gobierne el mundo si le apetece, pero no vuel-
vas a irte de mi lado.

214
Marcos presentó su candidatura a Secretario General y se abrió el plazo
para las nuevas primarias. Carlos y Marcos, Marcos y Cesar, el Partido
estaba más dividido que nunca.
Chloé no solo no lo abandonó, sino que se convirtió en su más fiel apo-
yo en su carrera contra Carlos. Aparecieron juntos en todos los maga-
zines de sobremesa y talk shows de madrugada. Eran la pareja de moda
y parecía que ni siquiera la inteligencia fría de Carlos, su visión de es-
tratega genial iba a poder con ellos. Hasta que se produjo la vergüenza.
Fue en un debate a tres en hora de máxima audiencia, anunciado du-
rante días. Marcos y Chloé parecían estar ganando, Carlos estaba com-
pletamente arrinconado y no podía resistir el carisma de la pareja de
moda cuando Chloé, en pleno directo, se levantó y sin decir una sola
palabra salió del plató. Y casi sin pensarlo, de un salto, Marcos salió
tras ella. Había regalado la victoria a Carlos.

Hice lo que tenía que hacer, como antes ya había filtrado los papeles de
la contabilidad del partido, filtré las fotos que aquella sesión donde
Marcos se paseaba desnudo como un perro por la habitación del pala-
cio del Marais atado a la correa que sostenía Chloé. Las Redes Sociales
ardieron, y batieron todos los records de tweets. Todo el mundo habla-
ba de las perversiones de la ramera parisina y de cómo Marcos era un
hombre débil y corrompido, incapaz para la política.
El final es el esperado: yo los encontré, en la cama, bajo la mirada indi-
ferente de las esclavas egipcias, él atado a la cama y desnudo, ella sobre
él, la sangre goteando desde su nariz. El informe policial confirmó la
muerte por sobredosis, pero durante días se repitió las «extrañas cir-
cunstancias» de la muerte de la pareja.

215
En su discurso de investidura como Secretario del Partido, Carlos tuvo
palabras conmovedoras para su rival. Destacó la nobleza y la entereza
de Marcos, su honestidad más allá de toda duda, y cargó duramente
contra las malas lenguas que lo acusaban de traidor y corrupto solo por
sus «extravagantes y excéntricos» gustos personales, que solo Dios (y
repitió con énfasis la frase) tenía derecho a juzgar.
Y tiene razón. Yo lo admiraba y lo conocí como nadie lo conoció. Los
conocí a los dos, y tuvieron el final que se merecieron porque eran un
hombre y una excepcionales y se merecían el uno al otro. Pero en el
fondo, tengo que decir, que era un hombre corrupto, por el placer y
por la sensualidad de una diosa.
También yo me merezco lo que he conseguido. Carlos será Presidente
y yo pronto seré Ministro. Y mi traición no pasará a la historia, como sí
lo harán sus nombres. Pero con la ayuda del nuevo Secretario General,
acabaré con la corrupción del Partido de una vez por todas.

216
¿QUIÉN ES ESE HOMBRE
CUBIERTO CON SOTANA?

Por María Dolores Rubio de Medina

«Ducan: ¿Quién es ese hombre cubierto de sangre? ».


La tragedia de Macbeth. W. Shakespeare

Aquella tarde oscurecida por la tormenta, cuando Mateo volvió a su


pueblo con la ansiedad brillándole en los ojos, las campanas tocaban a
muerto. Se bajó del autobús muy cambiado, sosteniendo la jaula en la
que llevaba a su gata, Lady Macbeth. Se quitó la gorra para besar a su
madre, mostrando el cráneo despejado por la calvicie. En su rostro
delgado, las gafas de aumento duplicaban el tamaño de sus ojos grises.
Cándida Capilla Llorente deslizó sus dedos bajo las gafas de su hijo y le
acarició las patas de gallo, impropias de los años. «Estas arrugas son
cosa de los latines», sentenció compasiva.
Saciada su avidez de hijo, largos años reprimida, hablándole y besándo-
le; besándole y besándole, lo llevó a casa cogido del brazo y le deshizo
el equipaje. Mateo entró en la cocina para llenar un platillo de leche
para la gata. Se asomó a la chimenea y alzó la cabeza para mirar el azul
del cielo que se veía al final del humero. Los chorizos y la morcilla de la
matanza colgaban de los palos que atravesaban la chimenea, tan am-
plia que daba cabida a un hombre acostado.

217
Cándida, sobre las cinco de la tarde, colgó en el armario la sotana re-
cién planchada de su hijo. Se peinó como si fuera fiesta de guardar,
echándose unas gotas de agua de colonia y se encaminó, a paso vivaz, a
casa de su sobrina Patrocinio, a decirla que su hijo Mateo ya era cura.
La niña Patro estaba subida al poyo de la cocina enjalbegando el techo,
por tradición a la memoria de su madre, quería acabar la limpieza
anual de la casa antes del 24 de febrero, cuando se cumplían cuatro
años de su muerte. La niña Patro siguió pasando la escobilla impreg-
nada de cal por el cuadrante de las paredes y el techo. Su tía le sostuvo
el cubo de la cal para que se sirviera sin agobio.
―He pensado que Mateo podría decir la misa por tu madre.
―¡Córrase a un lado, tía! ¡Le van a caer goterones en el pelo!
―¡Coña, niña! Déjate de limpiezas y atiende. ¿Quieres que diga
la misa?
―¿Y el cura qué dice, tía?
―¿Qué va decir?... ¿No soy yo su madre y tú su prima? ¡Cómo si le
digo que me haga el funeral viva para no perdérmelo!

***

Mateo Ababa arrastró una mecedora al portal interior, una estancia


alargada que era una especie de paréntesis entre el cuerpo de la casa y
los corrales. El portal se abría al primer patio, acabando en cuatro co-
lumnas de tosco granito sobre las que se asentaban dos enormes vigas
que soportaban la estructura del tejado. Un pequeño umbral le daba
cierto desnivel respecto al primer corral, que quedaba un escalón más
bajo.

218
Se quedó amodorrado con la gata dormida en el regazo, soñó
con espectros. Entre la niebla divisó figuras humanas desprovis-
tas de carne. Vagaban con el alma desnuda, sin identidad apre-
ciable por la ausencia de materia corpórea. Los espectros le re-
cordaron el pequeño escenario de un teatro dispuesto para la
fantasmal escena en la que Macbeth se encuentra con las brujas
que le pronostican el futuro. Un golpe de sol entre las nubes re-
saltó una figura cubierta con una raída sotana, semejante a la
que había birlado de los arcones metálicos con los que traslada-
ban el vestuario de la compañía teatral a la que pertenecía. Las
brujas del sueño intentaron comunicarle algún veredicto rela-
cionado con la sotana. Agudizó los oídos mientras la atmósfera
se impregnó de un olor semejante al que desprende el campo
durante la quema de los rastrojos, pero el ruido de unos pasos
metálicos sobre el cemento del portal, le desveló. La gata saltó de
su regazo y se perdió por la puerta del segundo corral.
Sebastián, de vuelta de las labores del campo, paso caminó de las
cuadras tirando con energía del cabestro de la montura, saludó a
su hijo con un gruñido y un necio inclinar de cabeza. El hombre
no estaba por fijarse demasiado ni en las personas ni en las cosas.
―¡Qué burra más puta, ha tenido que caerse! ―comentó.
Sebastián Ababa, de rasgos chupados, pelo entrecano y mirada oculta
por unos párpados muy caídos, no era alto, pero esas cosas poco im-
portan cuando se tiene casi setenta años.
―Usted, ¿está bien, padre?
―Me eché a un lado conforme la pollina caía.

219
Mateo se levantó para desabrocharle la chincha a la montura. Engan-
chó las manos en las angarillas para bajarlas de los costados del animal.
Su padre le golpeó las manos con enojo.
―No es faena de curas desvestir a la pollina. Tu padre se apaña y
se basta solo.
―Padre… ¿Quién le dijo que soy cura?
―Tu madre que ha lavado tu ropa y la sotana. Como es tan larga,
para que no se arrastrara por el suelo, me dijo que trajera del campo
una estaca más larga para subir más alto el cordel donde pone a secar
la ropa. La burra la quebró al caerse... Además, tú te fuiste de esta casa
para entrar en el seminario ¿no?
―¿No le parece raro que vuelva pasados los treinta como cura?
―Siete años enteros me pasé yo en Alemania sin escribir a tu ma-
dre por no gastar en sellos. Ahorrando y malviviendo. Si tu madre sabía
que estaba vivo aunque no tenía noticias, tú bien has podido vivir des-
de los catorce en el seminario sin decirnos ni mu.

***

Patrocinio Amor Capilla divisó a su primo al final de la calle mientras


barría la puerta. A voces, le dijo que se acercara. A Mateo, la sotana que
vestía le daba aspecto cansado. Cargaba los hombros, con el torso
echado para adelante. Parecía contar algo con los dedos, caminaba con
las manos levantadas a la altura del pecho y los pulgares apretados,
sosteniendo una quiniela rellena. Patro pensó que su primo llevaba con
las manos la cuenta del rosario que parecía ir rezando, mientras se
acercaba a La puerta de sol, el bar de la plazoleta Santa Ana, a probar
suerte con la quiniela.

220
―Pasa, tengo café calentito, primo.

Mateo se adentró en la casa y, en el espacio que mediaba desde la calle


al umbral, completó sus asuntos o lo que contase con los dedos porque
se guardó la quiniela en el bolsillo y dejó de mover los labios.

―Te agradezco mucho la molestia de decir la misa por mi madre


–dijo Patro, tendiéndole una taza llena―. Desde que estoy sola, no doy
abasto. Solo llego a la mitad de las cosas, por eso no pude pedirte que
dieras la misa y lo hizo tu madre.

―Pídele ayuda para ocuparte bien de tus hermanos hasta que se


casen.

―Siempre anda ayudándome, pero desde que estás aquí, está más
entretenida. No veas el apuro que pasé por no comulgar ―se quejó
Patro, cambiando de tema―. No tuve tiempo de confesarme.

Mateo se encogió ligeramente de hombros. Tomó un bizcocho del


plato que había sacado su prima de una alacena. Se quedó un momen-
to solo, mientras Patrocinio salía de la cocina; cuando volvió a entrar,
apretaba entre los dedos una hilera de cuentas de madera.

―¡Toma! Un obsequio por decir la misa, para que no vayas por la


calle echando la cuenta de los rezos con los dedos.

Mientras Mateo se guardaba el rosario, Patro inquirió, curiosa, lo que


medio pueblo andaba diciendo por lo bajo:

―¿Es verdad que anduviste de secretario del Papa?

―Dicen muchas tonterías, niña. Ando con don Ignacio que está
delicado.

221
―Tú no pareces cura, primo.
―¿Lo dices tú o lo dicen tus hermanos?
Patrocinio Amor Capilla dudó un momento, apretó los labios en un
obstinado silencio. Miró el dibujo del hule de la mesa, cogió una punta
bajera del mandil que vestía, y con la tela, empujó las migas de los biz-
cochos mesa adentro, antes de confesar:
―Lo dice Agustín.

―El que siempre me ha mirado de lado.


―El que siempre te mira de lado ―corrigió Patrocinio―. Dice
que no hablas como los curas, que te gusta demasiado el fútbol, tam-
bién las quinielas, la caza, las mozas y el teatro.
―Un cura tiene que ser soso como don Ignacio, ¿no?
Mateo sonrió, se sacó la quiniela del bolsillo y se levantó para ir a se-
llarla al bar. La puerta del sol.

***

El cartero llegó más pronto que de costumbre a la vera de Cándida y


desde la calle, asomándose por la ventana, preguntó por el señor don
Mateo Ababa Capilla, mientras mostraba una carta con sello extranje-
ro.

―Rato hace que salió, por ahí solo anda su gata ―dijo Cándida.
Pedro, el cartero, preguntó cuándo volvería y Cándida respondió que
no sabía si vendría a comer. El hombre se metió la carta en el bolsillo
de la chaqueta y retrocedió lo andado hasta la calle Corredera, mien-
tras preguntaba de paso a todos los transeúntes con los que se cruzaba

222
por el paradero de Mateo. Como no le dieron señas correctas, retroce-
dió a un extremo de la calle del Carmen para continuar con el recorri-
do habitual del reparto.
Se corrió la voz. Había llegado una carta del extranjero para el cura
Mateo Ababa. Unos y otros, fueron preguntando pueblo arriba, pueblo
abajo, y el aludido no aparecía por sitio alguno. Cuando Pedro terminó
la mitad del reparto, impaciente, con la carta quemándole en el bolsi-
llo, decidió retornar a la estafeta y pedirle permiso a su hermano José
Manuel, que era el único que tenía oposiciones de correos, para dedi-
carse en exclusiva a la búsqueda del cura.
―Más que permiso ―dijo José Manuel―, hoy hacemos fiesta y
vamos los dos en su busca.
Muy tiesos, salieron de la oficina y tuvieron suerte, de buenas a
primeras. porque se toparon con Marcelina, la mujer que cuidaba al
viejo Ignacio. La anciana les dijo que Mateo andaba en la casa pa-
rroquial, leyéndole al párroco ―que con los años había perdido la
vista― como las brujas le habían pronosticado a Macbeth que sería
thane de Glamis y, más tarde, rey.
―¡Qué alboroto es este! ―susurró, escandalizado don Ignacio, al
escuchar el ruido de muchos pasos y las voces que invadían la sala de
estar de la casa parroquial, precediendo a Marcelina, que trataba de
imponer orden.

Una mujer que se había unido a la comitiva de los carteros, se adelantó


unos pasos, e hincándose de rodillas ante Mateo, le preguntó con voz
humilde qué cómo era el Papa. Mateo, estupefacto, dejó de hacer pre-
sión sobre las páginas del libro que tenía en las manos y este se le cerró
sobre las rodillas.

223
Don Ignacio se arropó con la manta y, pese a los años y la ceguera, alzó
la voz:
―¡Silencio! ¿Qué lío es este?
Pedro Rodríguez, apartó a un lado a Marcelina, y ceremoniosamente
acercó la carta dirigida a Mateo a las manos del viejo sacerdote.
―¡Toque, padre Ignacio! Es una carta del Papa ―explicó.
―¡Léemela! ―gritó don Ignacio.
―No es para usted, padre Ignacio.
―¿No os da vergüenza? ¿Cómo podéis ir por el mundo diciendo
que el Santo Padre me escribe cartas?
―No le escribe a usted. La carta lleva un sello del Vaticano
―explicó, todo orgulloso, Pedro―. No tiene remite, tengo por enten-
dido que de romacá hay...
―De roma ¿qué? ―inquirió Marcelina.
―De Roma, de allí a aquí... Eso dice este ―aclaró José Manuel,
señalando con la cabeza a su hermano.
―De Romacá ―prosiguió Pedro, sin inmutarse― hay mucho ca-
mino. Desde tan lejos solo escriben sin remite los reyes y los papas. Los
reyes ponen su nombre de reyes y los papas ni siquiera eso.
Don Ignacio tanteó buscando algo en la mesita que tenía al lado. Las
yemas de sus dedos rozaron las cajas de píldoras y los frascos de jarabe
hasta posarse sobre la cubierta de su breviario. Levantó el libro con
violencia, volcando el vaso de agua que estaba en la mesa. Apretó el
tomo contra su pecho. Giró la cabeza en dirección al crucifijo colgado
en la pared, que ya no veía, y recordó lo que se decía en el pueblo, que
Mateo había servido al Papa.

224
Se sentía violento entre las respiraciones de los feligreses que ocupaban
su cuarto, sus imágenes y sus oraciones, porque en aquella estancia se
habían producido sus sentimientos religiosos más íntimos y místicos.
Su soledad acompañada se acrecentó por el crujido del sobre al ser
tomado por Mateo. El párroco no sentía el júbilo de Marcelina, la ale-
gría de los carteros, ni la teatral humildad de Mateo. En el viejo sacer-
dote un sentimiento nuevo comenzó a cuajar y fue apoderándose len-
tamente de su cuerpo. Se le subió el tormento a la cabeza y se le enro-
jecieron las orejas, avergonzado empezó a tomar el aire a pequeñas
bocanadas. Marcelina se precipitó sobre el viejo y le golpeó la espalda,
creyendo que se ahogaba. El ciego se atragantó con su propia saliva al
reconocer que el sentimiento que lo dominaba era la envidia de no ser
el destinatario de aquella carta. Tosiendo y tapándose la boca con el
breviario, intentó hablar a trompicones para hacerles saber el gran
futuro que tendría aquel joven que ya no lo era tanto y que se carteaba
con el Papa.

***

Mateo tardó una semana exacta en abrir la carta porque en el mismo


momento en que Pedro se la tendió con mano temblorosa, reconoció
la letra de Concha Isaura, su amante casada.

Queridísimo Matt:
Quedamos en riñas y no hago más que acordarme de lo picajoso
que eres en las cosas de amores y teatros y quiera Dios que el tirón de tu
tierra se te atranque pronto en el culo y estés de vuelta a tiempo para el
estreno de Macbeth.

225
Basta que se lo pida a don Fernando como una putita para que te dé
el papel de Ducan y podamos estar en Almagro callando mucho la voz y
corriendo más el gesto para que no se note el poco ensayo.
Paolo ha adaptado algunas piezas en su lengua y a trancas y ba-
rrancas las apañamos para tener preparado un repertorio si lo de Fran-
cia no cunde. ¿Para qué necesitabas la sotana, hijoputa? Paolo estuvo
loco buscándola y ya sabes lo que son las locuras del italiano, salió a
escena sin traje adecuado, tan cabreado que le dio por recitar todo el
papel en su lengua. No fueron cosas de cura ni de diablo las que don Fer-
nando nos largó después.
Ándate, a la vuelta, con tiento con Paolo, mi amor.
Tuya.
Conchita.
P. D.: Gloria y Alba te mandan recuerdos. No escribas a la pensión
de Roma, mi marido ha sacado los billetes del tren para esta noche, te
haré saber las nuevas señas.

***

Agustín Amor Capilla no era ni el más grande ni el más chico, exacta-


mente el cuarto de los hermanos empezando por el más grande y el
quinto empezando por el más chico. Si alguien necesitaba enderezar la
tapia, se llamaba a Agustín para que cargase con las piedras más gran-
des. Era moreno, de pómulos marcados, sano y tan casto ―según vox
populi― como todos sus hermanos. Que ayudasen a medio pueblo,
nada tenía que ver con la caridad, sino que la predisposición a los de-
más era un bagaje que habían heredado, sin distinción. Una tarde ju-

226
gando, cuando niños, a Agustín se le fue la fuerza y empujó a la niña
Patro, cuando esta intentaba esquivar a su hermano rodeando un ara-
do. La muchacha perdió el equilibro y se descalabró al golpearse contra
el timón del apero. Cuando se levantó del suelo, tenía en la cabeza, al
lado de la sien izquierda, una raya de diez centímetros. La herida ape-
nas sangró. No se tomó ningún cuidado porque la niña no se quejó,
pero al día siguiente, Luisita Capilla fue al médico para que le recetase
unas pastillas y la cría le soltó a don Carlos:
―Me casqué una mijita la cabeza al caerme encima del arado de
mi abuelo Santos.
Don Carlos le miró la herida, llevó aparte a la madre y la dijo que por
un milímetro de suerte la niña andaba viva, que no muerta. Luego se
dijo a sí mismo que a menos que se caigan las belortas del arado y se
suelten las piezas, nunca se tenía que dejar el chisme en mitad de un
corral, estorbando el paso. La niña dejó que el médico dudase de la
cordura de su abuelo, antes que acusar del descalabro a su hermano
Agustín, y este, desde ese instante, cambió. Se mostraba sereno y refle-
xivo, poniendo en cuestión todas las historias. Vivía echando jarros de
agua fría sobre los rumores y las verdades no solo de la familia, sino
también del pueblo todo. Un día, tomando un café en La puerta del sol,
explicó a quien quiso escucharlo que tenía una convicción: su primo
Mateo no era cura. Los demás clientes tomaron el comentario como
una bravuconería; sin embargo, varios días después, Marcelina, mien-
tras remataba las labores de costura con otras mujeres, introdujo una
duda muy razonable en la profesión de Mateo, al observar:

―Agustín nunca ha errado ningún pronóstico.


―¿Entonces por qué dicen que es una hebra torcida? ―replicó
otra mujer, bastante escarmentada.

227
―Porque saca las hebras torcidas de todas las familias. Nunca
pronostica una hermosura, sino las desgracias: el embarazo de una
soltera, el vuelco de un tractor que deja viuda y huérfanos de padre
―dijo Marcelina.
―Para mí ―dijo otra―, se la fue la chaveta. Sólo un hombre que
es cura puede recibir una carta del Papa.

***

Mateo había sustraído la vieja sotana del ropero de la compañía de


teatro con una convicción : su fe en Dios estaba perdida desde el día
que, en el seminario, representó el papel de ángel en un auto sacra-
mental y descubrió que era más fácil creer en las tablas que en el cielo.
Tenía un anhelo: representar a Macbeth y con el propósito de ensayar
el papel con la larga túnica bordada que vestía el actor que tenía asig-
nado el papel, abrió los arcones de la compañía para llevársela. Su ac-
ción se cruzó con la mala suerte: fue oído en mitad de la noche al tras-
tear en el camión y tuvo que huir con lo primero que pilló. No fue la
túnica real lo que guardó en la maleta, sino una vieja sotana que le
estaba grande. Su madre, al deshacerle el parco equipaje, tomó aquel
ropaje por lo que no era y cuando a sus oídos llegó el rumor que su
primo Agustín andaba pregonando, quien decía no era cura, tomó la
determinación de representar el papel sacerdotal como si el pueblo
fuera un gigantesco escenario y sus habitantes unos entusiasmados
espectadores.
La carta de Conchita la releyó en el interior del confesionario, alum-
brado por la débil lucecita con la que don Ignacio se auxiliaba para leer
el breviario, antes de perder la vista, en ratos de aburrimiento. Mateo
estaba sentado sobre un taco de periódicos para combatir la humedad

228
del interior del confesionario y evitar que los listones del asiento de
madera se le clavaran en la carne.
Una mujer cruzó como una exhalación la nave de la iglesia y se persig-
nó mirando al altar. Mateo intentó ver la nave lateral por la que había
desaparecido, sin conseguirlo. De imprevisto escuchó una voz a su
izquierda, al otro lado de la celosía cerrada:
―Ave María Purísima.

Recordó la carta y la dobló para metérsela en un bolsillo de la sotana.


Apagó la luz y sin mirar a la recién llegada, abrió levemente la contra-
ventana y asumió su papel de sacerdote.
―Sin pecado concebida ―contestó, tapándose la cara con la
mano izquierda, como acostumbraba don Ignacio.
Esperó a que la mujer confesara sus pecados; como nadie hablaba, se
descubrió la cara para mirar a través de los rombos de la celosía. Identi-
ficó a la feligresa al momento, era la niña Patro.
―Con amor concebida ―dijo con emoción.
Imaginaba que con esos apellidos, ningún pecado tendría que confesar.
Su prima bajó los ojos, el temor se enredó en su garganta sin darle oca-
sión para pronunciar palabra. Mateo metió la mano en el bolsillo. El
papel crujió al roce de su mano.
―No sé cómo decírselo, padre...
―Mejor, así puedes contárselo a don Ignacio, ya sabes que tu
hermano Agustín anda enredando. Dice que no soy cura.
―En los pecados de una, sólo manda una. Don Ignacio tiene más
planta de santo, pero tú, primo, eres más sabio, por eso dicen que has
sido secretario del Papa.

229
―¿Crees que tengo más poder de absolución por haber servido al
Papa? ―replicó Mateo, arrepintiéndose, por primera vez, de la alegría
que quiso darle a su madre, al contarle que había sido secretario del Pa-
pa. Se había callado que lo había sido durante una representación tea-
tral.
―No lo sé primo, quiero decir, padre... A lo mejor la cabeza de
una cree eso. ¡Esto no parece una confesión, primo!

―Es una conversación muy sensata. Tú no tenías que nacer den-


tro de esta familia.
No entiendo, primo.
No deberías haber nacido para tener esos apellidos. No entiendo
que con tanta lumbre de amor y de iglesia en tu partida de bautismo
vengas a confesarte.
¡No hablas como los curas, primo!
Mateo Ababa se agitó sobre los diarios atrasados, de nuevo la humedad
de la iglesia, olvidada con la irrupción de la mujer a su derecha, se le
clavó en el cuerpo. Notó el frío empinándole el bello y violentándole
los dientes con una tiritera. Tosió un par de veces, antes de cubrirse la
boca con la cortinilla carmesí de la ventana del confesionario.
―Adelante, y engañemos a todos fingiendo la inocencia: que es-
conda el rostro el hipócrita lo que conoce el falso corazón ―respondió,
recordando una frase de Macbeth―. Te confesaré, pues. Sin pecado
concebida, hija.
Y se dispuso a escuchar. Levantó el codo izquierdo y lo apoyó sobre
un listón de madera a la altura de la ventanilla izquierda para poder
taparse la cara con los dedos de la mano izquierda, que desplegó
como una pantalla.

230
Estoy de amores con el hijo de don Joaquín, padre ―confesó Pa-
tro.
Había un Joaquín padre y un Joaquín hijo. El primero a los diez años
entró de recadero en la ferretería y hoy era el dueño de la empresa Hie-
rros Joaquín, S.A. Esas siglas las puso por un poner, pues no había mas
socios que su astucia de Sísifo, el engrandecimiento del negocio a base
de firmar un contrato con un representante de abonos de los del saco
colorado de Córdoba y un hijo, Joaquín que fue a la capital a hacer es-
tudios y volvió licenciado en juergas. El hijo sólo se acercaba a la ferre-
tería a tomar unos cigarrillos del paquete de su padre cuando andaba
corto de cuartos y a pedir yerros, porque para don Joaquín Cortes solo
existían dos clases de hierros: los que vendía en el comercio o en el
almacén, transformados en alicates, puntillas, vigas, planchas, tuercas y
abrazaderas; y aquellos otros que servían para pagar a los primeros.
Así que la niña Patro hacia cosas malas con Joaquinillo. Mateo Ababa se
olvidó de la carta de Concha Isaura, de los latines que sabía desde niño,
de las oraciones aprendidas en el seminario, y de las palabras rituales
que tenía que pronunciar para otorgar la absolución de los pecados. Ce-
rró los ojos, despojó su mente de todo sentimiento y se preparó para que
su lengua pronunciase al azar las primeras palabras que encontrase; fi-
nalmente, recuperó unas frases aprendidas gracias al encono de Conchi-
ta, que logró que se aprendiera de memoria párrafos enteros de Mac-
beth:
Nought’s had, all’s spent, where our desire is got without content.
’Tis safer to be that we destroy. Than by destruction dwell in doubtful
joy3.

3 «Nada se gana, todo está perdido


cuando nuestro deseo se colma sin placer.

231
Mateo Ababa había vuelto al pueblo con una personalidad prestada
que a nadie había arrebatado. El destino le había usurpado el futuro
que su madre había imaginado para él, quien soñó con hacerlo cura.
Aquellos ojos gastados tras los gruesos cristales de las gafas no eran
culpa de los latines, sino de los frecuentes repasos que daba a la luz de
una linterna a las obras de Shakespeare, Lope de Vega, Tirso de Molina
y Zorrilla. Aquella soltura con los clásicos le había servido para otorgar
la absolución a su prima, aunque tenía la sensación que todo lo rela-
cionado con su familia estaba perdido y que tenía que prepararse para
recibir el golpe que desenmascarara su propia hipocresía.

***

El día de la Patrona amaneció de un azul rasgado por hilachos de nu-


bes blancas, y como de costumbre, el tañido tétrico de las campanas
laterales fue devorado por el estruendo de La Gorda, la campana gran-
de. La cigüeña giraba en círculos alrededor de la torre, dejando caer su
sombra sobre los adoquines de la plaza. Cándida Capilla había sacado
la colcha roja del arca. Le había pasado por encima una plancha de
hierro llena de ascuas, no porque no tuviera plancha eléctrica, sino
para que viera su hijo que las cosas de Iglesia se hacían a la antigua.
Mateo se asomó en calzoncillos por la ventana a la calle. La gente paseaba
a la espera de la procesión. Holgazaneaba en la cámara entre sacos de
cebada, con las patatas y las cebollas dispersas por las esquinas para con-
servarlas largo tiempo. Tenía abierto el libro con varias obras de Shakes-
peare sobre un costal de trigo, que lo sostenía a modo de atril. Declamaba

Es mejor ser lo que nosotros destruimos,


que al destruirlo no vivir sino un goce dudoso».
Lady Macbeth. Escena II. Acto Tercero. Obra citada.

232
el papel de Malcolm con voz profunda para su gata, aposentada encima de
medio costal del cebada. Repetía «busquemos alguna umbría desolada…»,
dando inicio a la Escena III del Acto Cuarto de Macbeth, cuando una
mano tocó su hombro. Era Agustín vestido de diario. Traía los botos man-
chados de estiércol y la barba crecida y dura como un cactus. Mateo cerró
el libro que tenía abierto sobre el saco de trigo. Hinchó el pecho y resopló:
―¡Dilo! ¡Diles ya que no soy cura!

Agustín se encogió de hombros. Se acercó a la ventana y miró a la calle.


Observó la colcha roja que pendía en la fachada de la casa, sujeta a los
barrotes de las ventanas. Levantó la gata del costal y ocupó su lugar,
después sentó al animal sobre su regazo.
Solo eres dos años más joven y pareces muy viejo ―dijo Agustín.
Mateo se dio cuenta que su primo, aunque no parecía verle, le había
visto, hasta el navajazo que tenía en una de las nalgas.
Me he gastado mucho.
¿Estudiando para cura?
No, Agustín. Los curas dicen misas y hacen muchas otras cosas.
Estas muy calvo, primo replicó Agustín, sin venir a cuento.
Estoy.
Mateo no contó que su calva no era natural. En su familia los hombres
morían llevándose a la tumba hasta el primer pelo. Su alopecia fue una
rebelión de la naturaleza, se había cambiado tantas veces el color del
cabello para hacer de galán o de tirano que, un buen día, tras un tinte
que le puso un extraño parrucchiere durante una gira por Italia, el pelo
se desprendió de su cabeza. No le volvió a crecer.

233
Se quedó quieto, como si algo lo estuviera inmovilizando junto al saco
de cebada. Notó que tenía miedo y que los calzoncillos, inexplicable-
mente, le colgaban como si fueran muy pesados. Su primo Agustín
estaba delante como un justiciero. Tuvo la sospecha que, a la una de la
tarde, cuando estuviera diciendo la misa por la Patrona, Agustín entra-
ría por la puerta, caminaría varios metros entre las dos hileras de ban-
cos de la iglesia y, ante el asombro de los feligreses, se detendría en
mitad de la nave. Lo señalaría con el dedo y diría con su voz timbrada:
―¿Quién es ese hombre cubierto con sotana?
No le quedaría otro remedio que pronunciar algunas palabras de
Macduff para salir del embrollo. Visualizó el previsible estupor de su
madre, sentada en el primer banco de la derecha; la incomprensión del
ciego don Ignacio, que le había cedido el honor de oficiar la misa, ade-
más de decirle que permanecería muy sumiso, de rodillas en un recli-
natorio para mostrar su humildad ante todos sus feligreses. Se veía
señalándose el pecho, cubierto por la sotana hurtada, antes de acusarse
a sí mismo con esas palabras:
―«Ríndete, entonces, cobarde… ¡Vive para ser ludibrio y espec-
táculo del Universo! Te colocaremos, como a los monstruos raros, ante
una barraca, y debajo escribiremos. ‘Aquí puede verse el Tirano’». ¡Aquí
está el falso cura!
Se pinzó los calzoncillos por el culo y se los despegó de las nalgas.
Abrió los dedos y escuchó el chas de la goma golpeándole la carne.
Agustín cerró los ojos. Recordó que a las doce y veinte salía el autobús
que iba a Madrid.
―Ten valor y ríndete, cobarde ―se dijo a sí mismo, en un susu-
rro, el falso cura.

234
Eran las doce. Acarició a Lady Macbeth y volvió a despegarse los cal-
zoncillos de las nalgas.

235
LEAR Y RAEL

Por Guillermo Canelo

«Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.


¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?».
Ajedrez. Jorge Luis Borges.
Basado en El Rey Lear. W. Shakespeare

El cimborrio acristalado de la torre del ala oeste destaca sobre las nu-
bes tormentosas de poniente, aún más oscuro que éstas. Pero, igual
que la mano de un niño arrepentido dejaría escapar esa luciérnaga que
apresó en el crepúsculo, el viejo torreón libera, por una de sus altas
vidrieras, la suave luz que guarda en su interior.
Ese fulgor se erige en guía de las criaturas que ya comienzan a poblar la
noche, antes perdidas en las sombras crecientes.
El cielo se rasga en destellos que atraviesan la negrura. Suena un
trueno, no muy lejos.
Los fuegos fatuos danzan entre los tupidos árboles del exterior, tal vez
celebrando la tormenta inminente.
Una corza, temerosa del cercano aullido de los lobos, emprende la hui-
da. En su carrera, sus pezuñas escarban el lecho del bosque. Al paso

237
ágil del animal, salen disparados hojas mustias y porciones de tierra
arcillosa, en los que bulle la vida pequeña de insectos, larvas, y hongos.
Como invocada por un hechizo contra natura, una de esas hojas se
sube a lomos de una racha de brisa y alza el vuelo. Remonta el muro de
la torre, la cual se recorta en las tinieblas con los cegadores relámpagos.
Da un par de vueltas frenéticas, rozando las piedras húmedas de la
pared agrietada. Finalmente se posa, diríase que exhausta, en el alféizar
de esa única ventana iluminada. De vez en cuando, impulsada por al-
guna ráfaga airada, golpetea contra el cristal. Sin querer marcharse.
Dentro, dos hombres están jugando al ajedrez. En la chimenea chispo-
rrotea un leño rojizo. El vino se mece en las copas y la madera de las
vigas cruje como si se tratara de la arboladura de un navío.
La persona de más edad, de porte regio y perfil majestuoso, se levanta
del lugar que ocupa en la mesa y se apresta a asegurar las contraventa-
nas, que baten con el fuerte viento. Al punto, ve aquella hoja. Aletean-
do levemente, desde el otro lado. Parece saludarle. O aun pedirle auxi-
lio.
Abre la ventana y la recoge en su mano, pensativo. La sostiene durante
unos momentos por el peciolo, entre índice y pulgar.
Luego, la arroja de nuevo a la inmisericorde llovizna y cierra otra vez la
ventana.
La hoja vuelve a caer, girando sin cesar. Hasta que, consumida su efí-
mera magia, termina por aterrizar a medio metro escaso del lugar que
ocupaba al principio.
También se desploma la corza algo más allá, en la espesura, agotada
por el acoso de los lobos.

238
El noble anciano permanece junto al ventanal, ignorante de tales coin-
cidencias y sucesos; desconocedor de que sus propios actos se deciden
conforme a leyes más severas que las que él mismo dicta para el go-
bierno de su reino. Las preocupaciones surcan de arrugas su rostro
meditabundo.
―Le toca mover, majestad ―dice el pequeño hombre que se sien-
ta al otro lado del tablero.

El que ha hablado es Rael, bufón del rey. Más que pequeño, es uno de
esos enanos contrahechos que parecen escapados de un cuento de
hadas. Su cara es un compendio de exageraciones y desafueros. A pesar
de lo cual, sus cejas hirsutas protegen, como lo harían los dos tendere-
tes entoldados de un comerciante avariento respecto a su única mer-
cancía valiosa, unos ojos cargados de astuta inteligencia.
El rey Lear, pues el que está de pie no es otro que tal, responde a su
requerimiento con impaciencia:
―Eres un gusano con la boca muy grande, Rael. ¿Acaso crees que
me puedes urgir a tomar mis decisiones? Le estás hablando a tu rey,
bastardo.
―No sabía que desconocierais a vuestro padre, su alteza ―dice
Rael, obviando alguna coma en la advertencia de su interlocutor. Y,
guiñándole un ojo, aclara―: soy el espejo de feria en quien se refleja
vuestra imagen gloriosa. Hasta mi nombre impostado habla de esto.
Por no tener, fijaos, no tengo ni un verdadero nombre. Que el mío no
es sino mala versión del que a vos da fama. Y nadie, hasta donde sepa
este humilde servidor vuestro, puede obligar a un espejo a que cuente
otra cosa que lo que ve. Vos me pagáis para que yo sea yo. Y, si me
permitierais devolver lo que invertís en mi en la forma de buenas pala-
bras, vuestro dinero habría ido a caer en un saco tan roto como culo de

239
bujarrón. La verdad sale a cabalgar desde mi boca, sin que este enfer-
mizo cerebro mío pueda gobernar su trote. Esa es... la verdad.
―Pequeño idiota: el día en que tus impertinencias dejen de ha-
cerme gracia, ese cuello tuyo, tan torcido de tanto sostener tu gorda
cabeza, conocerá el filo de mi espada. Voto a Dios que, ésa..., también
es la verdad.
―Antes de que llegue ese día, mi señor, aspiro a haber crecido un
palmo en vuestro afecto. Y no por la parte que suelo crecerlo.
»Pero atended al juego, majestad, os lo ruego: moví mi torre para
capturar vuestro alfil de casillas blancas.
―De acuerdo ―se acerca otra vez el rey y vuelve a sentarse―. Vi
esa jugada astuta. Eso me plantea un difícil dilema.
De no ser por los candiles que iluminan el breve rincón en que se en-
frentan, los dos hombres se hallarían sumidos en la clase de oscuridad
que nos acecha al resto de los mortales.
La cúpula, que la tenue claridad ilumina desde abajo, parece flotar so-
bre la estancia en penumbra. A la par que derrama sobre los presentes
caballos rampantes y dragones dorados.
Fuera, la ventisca silba alrededor de la aguja del pináculo superior.
Imbuido de negros pensamientos, Lear dice:
―La vida es un sueño vacuo. Un sueño del que nos esforzamos en
no despertar. Hasta que llega la parca y, agitando nuestra cama con su
guadaña, la muy puta nos obliga a abrir los ojos para que se asomen a
su feo rostro.
Pocas caras amables se ven en vida, en todo caso. ¿Sabes lo que me
aconteció con mis tres hijas, hace ya una semana?

240
―Algo oí, Majestad. Os disgustasteis con la joven Cordelia. Sólo
porque se negó a sumarse a los halagos y alabanzas que se apresuraron
a prodigaros vuestras dos hijas mayores. Y la castigasteis por ello. Seve-
ramente, según creo.
―¡Maldita sea! ¡Hirió mi orgullo! ―brama el rey, rojo de ira, a la
par que un trueno hace temblar los cristales emplomados ―. Repartí
mi reino entre las tres, con la sola condición de mantener mi regia po-
testad hasta la muerte. Creo que eso bien merecía unas lisonjas a su
viejo padre, ¿no te parece? Ahora Cordelia, por su insolente compor-
tamiento, deberá ceder su tercio a esas mismas hermanas a las que
aborrece.
―¿Insolente comportamiento, decís? ¿Sólo porque os dijo que el
amor que sentía hacia vos no era diferente del que cualquier buena hija
destinaría a su padre? No creo que sea razón suficiente para causar
vuestro enojo y llevaros hasta el punto de obligarla a renunciar a su
porción de tarta ―arguyó el bufón. Y, sin amedrentarse, continuó―:
El orgullo ha hecho tomar decisiones erróneas a muchos grandes
hombres, antes que a su alteza.
―Aunque a veces me haya esforzado en aparentar que así suce-
diera, no es el orgullo lo que gobierna mis actos. Antes bien, en todo
momento hago primar sobre mis caprichos el beneficio de Inglaterra.
La adulación que me destinan mis hijas mayores no logra disimular su
graznido de cornejas codiciosas. Eso es cierto. Y agradezco tu adver-
tencia en lo que vale.
Pero, como sabes (o, por mejor decir, como te esfuerzas en ignorar), el
respeto al monarca es la clave de una sana convivencia en palacio: Go-
nerilda, mi primogénita, se casará con el duque de Albania, cual es mi
deseo. Y Regania desposará al duque de Cornualles, pues tal es mi vo-

241
luntad. Un tercio de mis posesiones no es pequeña recompensa, a
cambio de que expresaran la devoción que sienten hacia su padre.
Si mi hija Cordelia evitó agradecer ese presente como es debido,
afear su comportamiento pasa a convertirse en una obligación para
mí. Así como recordarle su deuda.
―Desterrarla parece un excelente recordatorio, sin duda...
―¡Demonios, yo no la desterré; no fue esa mi decisión! ¡Fue ella
quien decidió buscar asilo en Francia, arrojándose a los brazos del jo-
ven rey que, en su día, la pretendiera! Habría bastado, para conseguir
mi perdón, con que se retractara de sus palabras. En público, por su-
puesto. Pero es tan terca como una mula.
―Y tan soberbia como un rey, añadiría yo.
El rey, casi con desdén, toma con su peón de alfil la torre que el bufón
ha sacrificado antes contra su enroque. Luego dice:
―Puedo entender que, en las disputas que mi bienamada Cordelia
sostenga contra sus hermanas, te alistes en su bando. Pero no pienso
tolerar que mi hija menor juegue a su antojo con las condiciones que
exijo a quienes quieran ocupar mi trono.
―¿Jugar a su antojo? ¿Como juegan con él vuestras dos hijas ma-
yores? Mucho me temo que, si bien tan regio asiento calzaría como un
guante en el grácil trasero de Cornelia, las enormes posaderas de vues-
tras mayores han de colmar tan exiguo espacio hasta hacerlo saltar por
los aires.
―¡Cuidado con lo que dices, corcovado metiche! ¿A qué te refie-
res con esas insinuaciones?

242
―Pues me refiero, mi señor, a que el hambre de poder de Gone-
rilda es bien conocida por todos. Como también lo es la sed de cetro
que hace latir el corazón de Regania. Vuestras dos herederas son muy
influyentes en las acciones de sus maridos, por demás. ¿Cuánto tiem-
po creéis que van a tardar en alzarse ambas contra vos? ¿Ahora que,
además y gracias a vuestro despecho, han obtenido la parte legítima
de la muy noble Cordelia?

―¿Piensas que, a un hombre, la corona pueda robarle el entendi-


miento?
»Atended al juego, hace un rato que os toca mover.
―Doy jaque con mi alfil ―responde Rael de inmediato―. En
cuanto a eso de que el peso de la corona llegue a ablandar las ideas que
yacen debajo, me temo que no seríais el primero a quien tal suceda, mi
señor.
―Pues bien, ahora que habéis caído en mis redes en el tablero, os
lo puedo confesar: ¡por supuesto que sé que mis hijas mayores se levan-
tarán contra éste que habla, su padre y su rey! ¿A qué habría de dejarles
mi reino en vida, si no fuera para evitar que lo destrocen tras de mi
muerte?
―¿Me estáis diciendo, señor, que habéis hecho esa maniobra a
sabiendas? ¿Que habéis calculado las consecuencias, como si se tratara
de un movimiento en esta partida nuestra? Mucho me temo que os
equivocáis al considerar que la vida pueda ser ajedrez.
―La vida es ajedrez, pequeño mastuerzo. Por supuesto que lo es.
Les he entregado mi reino como se entrega un juguete a un par de vás-
tagos de manos torpes. Es menester que ahora ellas descompongan lo
que yo mismo pueda recomponer más tarde. De otro modo este mun-

243
do nuestro se desvanecería conmigo, tras mi desaparición, cuando ya
no quedase ninguna opción de reintegrar sus partes.
»Del mismo modo que te he hecho creer sobre el tablero que me
tenías acorralado, sólo para que hicieras lo que necesitaba que hicieras,
les he hecho creer a ellas que son las dueñas de mi destino.
―Una idea muy ladina, mi señor. Pero debo recordaros que soy
yo quien os está dando jaque.

―No lo niego. Pero ahora me cubro de tu jaque con mi caballo. Y,


al saltar él hacia atrás para proteger a su rey amenazado, permite que
mi reina de jaque, a su vez. Es mate en dos jugadas.
―¡No tan rápido, majestad!... ¡Os dejáis la dama! Puedo tomarla
ahora con mi otra torre, impunemente. Hum..., dejadme ver eso.
―Puedes verlo cuanto quieras. Pero no va a variar el resultado.

»Mi hija Cordelia, a resultas de un incidente “imprevisto”, se ha


visto despojada de su herencia y ha partido a buscar el calor del rey del
país vecino. El cual, no hace tanto, me pidió su mano. Resulta fácil
prever qué pasará. Igual que a esta dama del tablero, yo la entrego. Y
será ella la que, llegado el momento, acudirá en mi rescate. Será mi
amada Cordelia, precisamente ella, la que me brinde la victoria.
―Ya. ¿Y cuándo será eso, mi rey?
―Cuando mi fiel hija menor, dirigiendo todos los ejércitos de
Francia, acuda a restituir en el trono a su anciano padre. Con su ayuda,
lograré vencer en la guerra que habré de sostener contra las tropas de
sus hermanas sublevadas.
―Impresionante, majestad.

244
―¿Verdad que sí? Tengo pensado, incluso, hacerme pasar por lo-
co, de cara a mis últimos días. Dramatizar un poco ayuda a transformar
una mera actuación solvente en una verdadera jugada maestra.
―Ni a mi se me habría ocurrido, debo reconocerlo.
―Ese es el motivo de que yo sea un rey radiante y tú un insignifi-
cante bufón. Ahora tendré que cortarte la cabeza. Sabes demasiado.
―¿No podría ser un brazo, para el caso de que se me fuera la len-
gua? Puestos a elegir... Prefiero entregar un brazo, si llegara a hablar,
antes que perder la cabeza, sin haber dicho una sola palabra...
―¿Un brazo, botarate? Con lo cortos que los tienes, ni con los dos
obtendría yo una compensación suficiente.
―¿Qué tal otro miembro entonces, alteza? Uno algo mejor dota-
do...

―Acepto, Rael, me consta que le tienes gran apego. Y, a la hora de


la verdad, tanto dará un palmo más que menos, ¿no es cierto?
―Tenéis toda la razón, señor. Total, para lo que lo uso... Aunque,
para perderlo, antes tendría que hablar, ¿no os parece? Y, como vos
bien sabéis, cuando se trata de resucitar mis intereses, puedo ser tan
silencioso como una tumba...
―Ah, mequetrefe... El día en que dejes de hacerme reír, encontra-
rás la tuya...

245
LA ROSA DE LA BAHÍA

Por Enrique García López-Corchado

«Porque César me amó, lo lloro;


porque fue afortunado, lo celebro;
porque fue valiente, lo honro;
pero, porque fue ambicioso, lo maté».
(Brutus dixit)
Julio César. W. Shakespeare

Mi abuela solía decir que la ingratitud es más fuerte que el puñal del
traidor.
No recuerdo que habitualmente utilizara proverbios, pero este lo sol-
taba en cualquier circunstancia como si fuese de su propia cosecha.
Cuando supe que no era así, ya era demasiado tarde para reprochárse-
lo.
Fue durante su funeral, en septiembre de 2011.

Al acabar la misa, estuve conversando un rato con mi primo Alberto, a


quien no veía desde un par de meses antes con ocasión de alguna visita
a su casa o algún otro evento familiar.
Parecía afectado por la muerte de nuestra abuela. Aunque también era
lógico, porque vivía con ella desde que yo tenía uso de razón.

247
―En Julio César, la famosa tragedia de Shakespeare, Marco Anto-
nio pronuncia esa frase ante el cadáver del dictador romano. ―Me
sorprendió tanta erudición en mi primo. Pero él mismo se encargó de
justificar mis recelos―: Me lo ha contado mi madre esta mañana.
―Shakespeare... ―murmuré yo―. ¡Vaya con la abuela!
―¿No sabías que fue maestra durante la Segunda República? Des-
pués lo dejó y se ganó la vida como tonadillera por verbenas y teatros
de pueblo.
Enseguida cambió de asunto, pero aquella inesperada revelación me
conmovió profundamente.
Hasta ese momento, no había tomado conciencia de que apenas cono-
cía nada sobre aquella mujer casi centenaria, frágil y risueña, que ahora
despedíamos para siempre. Nació el 15 de abril de 1912, el mismo día en
que se hundió el Titanic. Una fecha demasiado significada para olvidar-
la. Sabía eso... y poco más.
La culpa no era solo mía.
Cierto que nunca me había interesado por la vida de mi abuela, pero
tampoco mi padre la mencionaba con mucha frecuencia. Además,
nuestro contacto se limitaba a las esporádicas visitas que le hacíamos
en casa de mi tía Cristina, la madre de mi primo Alberto.
Íbamos por allí, a Vallecas, una tarde de domingo cada dos o tres me-
ses, y era entonces cuando le escuchaba aquella lapidaria sentencia.
«La ingratitud es más fuerte que el puñal del traidor», repetía entre
estrofa y estrofa de alguna melodía que tarareaba desde su mundo
imaginario. A esa cita del dramaturgo inglés, junto a otro puñado esca-
so de palabras inconexas, se había reducido todo su vocabulario duran-
te los últimos años, cuando su memoria se convirtió en un colador y la
demencia se atrincheró definitivamente en su cerebro.

248
Maestra y tonadillera.
Desde crío, el recuerdo que guardaba de mi abuela era el de una ancia-
na en silla de ruedas, sin dentadura, ataviada con bata de felpa, zapati-
llas de paño y un moño semejante a un nido destartalado. Por tanto,
me resultaba imposible recrear su figura en un cuerpo esbelto y una tez
sin arrugas, impartiendo clases en un aula o, más difícil aún, entonan-
do coplas sobre un escenario.
De modo que, cuando terminó su entierro en el Cementerio de la Al-
mudena, acompañé a mi padre de regreso al coche y, caminando bajo
un estrecho pasillo de cipreses, le pregunté al respecto sin rodeos.
―¿Y a ti quién carajo te ha dicho eso? ―replicó a su vez, frun-
ciendo el ceño. Yo permanecí callado―. No creo que sea el mejor mo-
mento para hablar de ese tema.
―¡Por favor, papá! Nunca es buen momento para hablar de nada
contigo.
Tras mucho insistir, le arranqué la vaga sugerencia de que, si tanta
curiosidad sentía, me pasara al día siguiente por su apartamento a la
hora del almuerzo.
―¿El almuerzo? ¿Te refieres a la comida o al aperitivo de media
mañana?
Lo pregunté sin ironía.
Pero él no debió de entenderlo así, porque me fulminó con la mirada,
montó airadamente en su coche y se largó. Yo tuve que volver en me-
tro a mi oficina.
El resto de la tarde estuve realizando algunas gestiones de poca tras-
cendencia. Desde hace diez años, regento un servicio de asistencia
informática que, por fortuna, me permite sobrevivir como autónomo y

249
organizarme el trabajo a mi antojo. De manera que, como no lograba
concentrarme en asuntos de mayor envergadura, me dediqué a archi-
var papeles y a barrer las pelusas que proliferaban por los rincones.
Cuando llegué a casa de noche, cansado y tenso por las emociones de
la jornada, intenté relajarme con una buena ducha. Aún hacía bastante
calor en Madrid, pero me agradó sentir el agua tibia sobre la piel.
Luego me saqué una cerveza helada y me preparé un sándwich de le-
chuga con pavo, queso en lonchas y paté.
Los sándwiches o cualquier otra variedad de bocadillos son mi especia-
lidad gastronómica, y prácticamente mi único sustento desde que vivo
solo. Arrendé una buhardilla minúscula y muy económica en cuanto
me gradué como técnico informático y mis padres decidieron divor-
ciarse. Consideré que, abandonando aquel manicomio familiar, podría
mantenerme neutral y no involucrarme en sus rencillas.
Al final, los dos se enojaron conmigo, porque cada cual estimaba que el
otro me manipulaba con excesiva facilidad.
El caso es que, mientras daba cuenta de tan magra cena, me puse unos
cuantos videos domésticos, viejas grabaciones de pésima calidad vol-
cadas al ordenador en formato digital.
Eran secuencias de pocos segundos, protagonizadas por mis padres y
yo disfrutando en la playa o en el campo. A veces salían mi tía Cristina
y su marido, el tío Fidel, con mi primo Alberto y yo chapoteando en el
mar o correteando detrás de un balón.
Mi abuela no aparecía en ninguna.

***

250
Al día siguiente era viernes.
Como ya había decidido que no trabajaría por la tarde, me despaché a
los clientes con quienes había programado mi agenda, devolví algunas
llamadas pendientes y cerré la oficina media hora antes de lo acostum-
brado.
Mi padre vivía a escasas manzanas, en el barrio de Chamberí, donde
también había alquilado un apartamento con un solo dormitorio. Así
no necesitaba excusas para evitar que me quedara a dormir.
Nuestras relaciones nunca fueron precisamente fluidas, pero desde su
divorcio se habían enfriado aún más. Nos veíamos apenas cuando visi-
tábamos juntos a la abuela, o cuando me pedía que le arreglara algún
problema con su portátil, o que le enviara algún recado a mi madre.
Siempre eran quejas relacionadas con la pensión compensatoria que,
por mandato judicial, debía pagarle cada mes.
Su carácter me resultaba sencillamente insufrible. Y supongo que mi
madre opinaba lo mismo, porque fue ella quien tomó la iniciativa en su
ruptura conyugal.
Mi padre me recibió con un saludo protocolario, y yo le correspondí
con un beso apresurado. No había atravesado el umbral cuando ya me
estaba soltando una pulla.
―No te presentarás con las manos vacías... Seguro que traes una
botella de buen vino.

Me constaba que disponía de una nutrida y selecta bodega que ateso-


raba cicateramente en la despensa.
―Pensé que descorcharías tu mejor rioja para honrar la memoria
de la abuela. Pero traigo patatas fritas. Y unas aceitunas rellenas de

251
anchoa, como a ti te gustan. ―Le entregué la bolsa con los aperitivos
que acababa de comprar en un supermercado.
Se giró mascullando alguna grosería entre dientes y yo seguí sus pasos
hasta el salón.
La decoración era clásica y abigarrada, un auténtico homenaje a la vul-
garidad. Mobiliario estilo isabelino, bodegones de imitación en las pa-
redes, figuritas de porcelana sobre las repisas...

Además, en el ambiente erraba un aroma insano, una indefinida mez-


cla de guiso, bajante o ropa sucia.
Comimos sin cruzarnos la palabra más que para pedirnos el pan y el
vino, un tintorro que maridé con gaseosa para hacerlo digerible. En la
televisión echaban un magacín que nos relató la crónica de los últimos
romances entre famosos. Y podría jurar que mi padre prestaba una
atención desmesurada.
Sin duda la soledad empezaba a cobrar su tributo.
Cuando terminamos de comer (un estofado y unas croquetas bastante
decentes) lo ayudé a recoger la mesa. De postre me ofreció un gin-tonic
que no rechacé.
―Entonces, ¿es verdad que la abuela fue maestra y tonadillera?

Lo abordé dándome la espalda, mientras buscaba la botella de ginebra


en un aparador. Así me ahorraba su mueca de fastidio y le daba tiempo
para reaccionar.
Antes de contestarme, preparó las copas con parsimonia, me pasó la
mía y se apoltronó en el sofá.

252
―«Tonadillera»... Bueno, es una forma elegante de nombrar su
oficio. Aunque tal vez sería más acertado decir que tu abuela fue pros-
tituta.
Empleó un tono deliberadamente frío y calculado, como la incisión
de un cirujano. Y yo sentí una especie de vértigo, un intenso y moles-
to hormigueo recorriendo mi columna. La copa casi se me resbaló de
la mano.

―¿¡La abuela... una prostituta!? ―exclamé, confundido.


Me arrepentí de inmediato, pero ya no tenía remedio.
Aunque obviamente era una pregunta retórica, mi padre se percató del
efecto perverso que había producido, acentuando el agravio de su bru-
tal acusación. Por eso permaneció un rato en silencio, dejando que
espesara y me abofetease el eco de mis propias palabras.
Al cabo de esa incómoda pausa, se levantó y extrajo una gastada carpe-
ta de un estante.
―Fue maestra en una escuela de Cádiz, donde nació y creció. Ob-
tuvo su plaza durante la Segunda República.
Abrió la carpeta y me mostró el título oficial que la habilitaba para im-
partir clases de «Primera Enseñanza». Era una cartulina amarillenta de
tacto rugoso, ribeteada con una filigrana, cuyo texto encabezaba el
Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes.
―Entonces, ¿fue a la universidad?

―En aquella época no era imprescindible. Bastaba con recibir


unos cursos de formación y prácticas. ―Dejé mi copa sobre la mesa de
cristal frente al sofá, y cogí cuidadosamente el título para observarlo

253
con detenimiento―. Al año siguiente se casó con el abuelo, que era
ferroviario. Eso ocurrió unos meses antes de estallar la Guerra Civil.
En casa yo siempre había escuchado que mi abuelo fue fusilado cuando
finalizó la contienda, estando ella embarazada de su segundo hijo, mi
padre.
―¿A qué se dedicaba él? ¿Era maquinista?
Sacó de la carpeta una fotografía muy antigua en blanco y negro. Un
grupo de jóvenes trabajadores, pobremente uniformados de faena,
posaba con cierto viso de cansancio. Raídos petos y chaquetas, lámpa-
ras, boinas o gorras de plato, y algunas herramientas al hombro o entre
manos. La mayoría fumaba, esforzándose en sonreír, y uno de ellos
sostenía en alto un puño cerrado.
Yo recordaba vagamente haber visto aquella estampa en otras ocasio-
nes. Pero nunca me había fijado en tantos detalles. Mi padre señaló al
muchacho con el puño alzado, que no debía de superar los veinte años.
―Era un simple operario. Pero se significó como líder local del
sindicato ferroviario. Luchó en el frente republicano, y al acabar la gue-
rra lo asesinaron.
―¡Vaya! Creía que lo habían fusilado...
―Tras la victoria de los sublevados, regresó a Cádiz y se presentó
en su puesto de trabajo. Lo mandaron a casa, asegurándole que ya lo
avisarían cuando se reorganizara el servicio. ―Dio un largo trago a su
gin-tonic, aunque continuó con la mirada perdida en el pasado. Yo
aproveché también para beber―. Pocas semanas después, lo detuvie-
ron a plena luz del día. Esa misma noche lo acribillaron junto a la tapia
del cementerio y lo arrojaron a una fosa común. ―Dejó su copa sobre

254
la mesita y se levantó con brusquedad―. Estarás de acuerdo en que
eso fue un asesinato.
Razón no le faltaba. Pero, como parecía algo tan evidente, me resultaba
ridículo volver a afirmarlo.
Decidí saltarme ese trágico capítulo.
―¿Y qué pasó cuando la abuela se quedó viuda?
―Los fascistas no se contentaron con matar a su esposo. ―Mi pa-
dre pululaba nerviosamente por el salón―. La inhabilitaron para se-
guir ejerciendo como maestra, igual que a tantos otros colegas suyos.
Tenía una niña de tres años, la tía Cristina..., y estaba embarazada de
mí. Ya sabes que nací en febrero del año 40.
―Supongo que alguien os ayudaría, ¿no? La familia, los amigos...
―Pues supones mal. Pero tampoco sería justo censurar a nadie.
En esos tiempos cada cual trataba de salvar su pellejo.
Durante un instante, imaginé las penurias que debió de sufrir aquella
joven madre, represaliada por el régimen franquista y sin nadie a quien
recurrir. Entonces, hasta el horrendo salón de mi padre se me antojó
un lugar cálido y confortable.
Apuró su gin-tonic de una tacada.
Tal vez pretendiera zanjar el tema. Pero, como yo estaba ansioso por
indagar más sobre mi abuela, lo imité y fui a la cocina para coger hielo
del frigorífico. Luego me acerqué al aparador y rellené las dos copas sin
pedirle permiso.
Preparaba las bebidas escrutándolo de reojo, porque me extrañaba que
no lanzase alguna insolencia. De modo que no quiso defraudarme.

255
―¡Eso, sírvete cuanto gustes! Como si estuvieras en tu casa.
Lo ignoré y retomé el hilo de la conversación.
―Sin marido y con dos criaturas que alimentar... No era una si-
tuación muy envidiable.
Mi padre no respondió nada, y se limitó a encender un cigarrillo que
sacó de un cajón. Yo pensaba que había dejado de fumar, pero preferí
no afeárselo para no darle un nuevo motivo de discordia.

Tras buscar un cenicero, suspiró hondamente y volvió a derrumbarse


sobre el sofá. Mostraba signos de hartazgo, o fatiga quizás. No en vano,
hacía varios años que estaba jubilado, aunque no aparentase su edad.
―Conocía al dueño de un cabaret. Era el padre de un alumno su-
yo. ―Le entregué la copa y, con movimientos circulares, se dedicó a
agitar su contenido mientras hablaba―. Por aquel entonces, el mundo
del espectáculo era un buen negocio. La gente necesitaba un poco de
distracción para evadirse de sus miserias, porque en España aún no
existía la tele. Así que se llenaban las salas de cine, los teatros de barrio,
y hasta los circos ambulantes. También se pusieron de moda los musi-
cales, «revistas» las llamaban.
―¡Ah, sí! Las revistas... Mamá las menciona a menudo. Dice que
Celia Gámez fue la mejor actriz del género.
Mi padre me miró huraño.
Admito que no fue un comentario demasiado afortunado, porque la
mera mención de su exmujer lo sacaba de quicio.
―Ya, Celia Gámez. ―Se quedó un rato abstraído, envuelto en una
nebulosa de humo―. Ese empresario..., el dueño del cabaret, conocía a
Celia Gámez. Había actuado en su local durante una gira cuando ter-

256
minó la guerra. El caso es que ese señor le firmó a la abuela una carta
de recomendación. Seguramente no fue un favor gratuito. ―Tras esa
mezquina insinuación, dio un lento trago a su combinado―. Mi madre
vino a Madrid y se presentó en el Teatro Eslava con la carta y con sus
dos hijos. Yo aún estaría mamando pecho.
―¿El Teatro Eslava? ―lo interrumpí con vehemencia―. ¿No será
ahora la discoteca Joy Eslava, en la calle Arenal?

Mi padre enarcó una ceja.


En realidad, tanto entusiasmo no tenía mucho fundamento. Simple-
mente me ilusionaba ubicar un episodio en la vida de mi abuela.
―Eso creo ―contestó sin más―. Celia Gámez le hizo un hueco
como figurante en su compañía. Ensayaban una comedia musical que
se estrenó en 1941. Al parecer, fue un éxito rotundo de crítica y público.
Así que mi abuela trabajó con Celia Gámez...
Yo solo manejaba vagas referencias sobre esa artista, pero asociaba su
nombre con el glamur de las estrellas más rutilantes del siglo pasado.
Mi padre aplastó el cigarrillo contra el cenicero, como si se ensañara
con un insecto resbaloso.
―¡Una artista de primera fila, Celia Gámez! ―Se diría que había
adivinado mis pensamientos―. Tampoco era de extrañar, coqueteando
siempre con los gerifaltes de la dictadura... Se cuenta incluso que fue
amante de Millán-Astray, el fundador de la Legión.

―¡Sí, Millán-Astray! Lo estudié en el colegio. Fue uno de los gene-


rales que apoyó el alzamiento de Franco.
―¿«Alzamiento»? ―remedó―. Era la palabra acuñada por la
propaganda fascista para maquillar el golpe de Estado.

257
Me sentí como un palurdo.
Pero eso era exactamente lo que pretendía mi padre, de modo que hice
caso omiso a su sarcasmo para no darle una satisfacción.
―Así que la abuela empezó a ganarse la vida como cantante.
―¡Yo no he dicho eso! ―ladró―. En su primer espectáculo ni si-
quiera abría el pico. Además, debía de cobrar una miseria, porque vi-
víamos en una corrala medio ruinosa.

―Ya apenas quedan corralas. Ahora los vecinos ni nos saludamos.


―¡Chorradas! No recuerdo que aquello fuera distinto. Mi madre
pagaba cuatro perras gordas a una muchacha para que se encargara de
nosotros mientras ella trabajaba en el teatro.
Entonces sonó mi teléfono móvil.
Comprobé que era Fabiola, una buena amiga con posibilidades de me-
jorar en el escalafón, y me dirigí a la cocina buscando cierta intimidad.
La conversación fue breve y algo tirante. Llamaba para transmitirme
sus condolencias por la muerte de mi abuela. Su voz sonaba seria y
monocorde, pero fue adquiriendo un matiz crispado. «Acabo de ente-
rarme de pura casualidad». Y me reprochó que no la hubiera avisado
personalmente para poder acompañarme en un trance tan doloroso.
Yo no quería discutir, ni explicarle que la situación no era tan dramáti-
ca como ella imaginaba. A fin de cuentas, mi abuela estaba demenciada
y le faltaban pocos meses para cumplir cien años. Así que me disculpé
con Fabiola y le prometí que no volvería a suceder.
En cuanto colgué, me sentí como un idiota, de manera que también
me prometí a mí mismo descender a Fabiola una docena de puestos en
el escalafón y distanciarme de ella durante una temporada.

258
Regresé al salón y me centré en lo que realmente me importaba en ese
momento.
―Estábamos en que la abuela participó en una revista con Celia
Gámez...
Pero allí no había nadie para responderme.
Oí la descarga de una cisterna y enseguida mi padre se asomó desde el
cuarto de baño, secándose las manos con una toalla desflecada. La sol-
tó despreocupadamente en cualquier sitio y se arrellanó de nuevo en el
sofá.
Repetí mi frase anterior y ahora sí me contestó.
―Actuó con ella cuatro o cinco años en varios espectáculos más, y
después trabajó en el Circo Price.
―¡No me digas!

―Pues sí, codeándose con lo más granado de la aristocracia ma-


drileña ―ironizó―. Payasos, saltimbanquis, domadores de fieras, ena-
nos bomberos...
―¿Ella no sería la mujer barbuda? ―me atreví a bromear. Mi pa-
dre me reprendió con una mirada oblicua―. ¿El hombre forzudo?
―insistí.
Pero nada. Se resistía a obsequiarme con la más efímera de sus sonri-
sas.
―También presentaban números musicales. Fue donde conoció a
Manolita Chen. ―Yo no tenía ni idea de quién era esa señora, y mi
padre debió de barruntarlo―. Era una vedete, una... «actriz de varie-
dades» ―subrayó con sorna―. Estaba casada con un chino que fundó
su propio circo ambulante, y contrataron a la abuela como corista.

259
―Corista... O sea, que cantaba en un coro ―apunté ingenuamen-
te.
Mi padre me escudriñó de perfil, entrecerrando sus ojos agrisados.
―Cantaba y bailaba enseñando las nalgas.
Volvió a abrir la carpeta, que seguía sobre la mesita, y extrajo un folio
ajado de color violeta, sin imágenes y con el texto impreso en letras azu-
les.

No tenía desperdicio:

«TEATRO CHINO
Presenta su Gran Espectáculo de Altas Variedades
GALAS ORIENTALES
Con la gran Supervedette MANOLITA CHEN
50 artistas internacionales, 20 bellísimas señoritas
Cante y baile flamenco-Ilusionismo-Risa continua
Canciones españolas y sudamericanas-Ritmos modernos
Poesía-Bailes regionales y de fantasía-Melodías
Bellos conjuntos y mucho más en el suntuoso
Escenario Panorámico en Technicolor»

―Fueron diez años recorriendo España en carromato.

―¿Contigo y con la tía Cristina a cuestas?


―¡No, hombre! Ya íbamos a la escuela. Cuando se marchaba de
gira, nos dejaba al cuidado de esa misma muchacha que nos atendía
desde pequeños. Teresa se llamaba. Era de pueblo, y mi madre le pro-
puso que viviera con nosotros en la corrala. Teresa aceptó, porque eso
le permitía ahorrarse el alquiler de la fonda donde se alojaba.

260
―¡Vaya! Teresa... ¿Y qué fue de ella?
Rebuscó otra vez en la carpeta y desdobló un cartel de tamaño medio.
Anunciaba el estreno de un nuevo espectáculo en la carpa instalada en
la Plaza de Castilla, el 20 de junio de 1957. Este cartel sí contenía una
docena de fotografías en tono sepia. En un par de ellas, una joven des-
pampanante posaba en solitario con una falda y un corpiño diminutos.
―Manolita Chen ―me confirmó mi padre.

En las restantes fotos, grupos de actrices o bailarinas se exhibían ligeras


de ropa. Mi padre señaló a una mujer esbelta que, como las demás,
lucía una especie de maillot con un pronunciado escote, mostrando las
piernas y los brazos desnudos.
―¿La abuela? ―pregunté, atónito.
―Fue su última función en el circo chino. ―Bajó la mirada antes
de continuar―. Teresa murió al día siguiente del estreno, tras una se-
mana agonizando con fiebre en un catre de hospital. El tifus, proba-
blemente. ―Encendió otro cigarrillo y le pegó una larga calada―. Era
una buena persona.
Mi padre se mostraba más locuaz, y no desaproveché la oportunidad
para seguir tirándole de la lengua.
―¿Qué edad tenías por entonces?
―Yo diecisiete, y la tía Cristina veinte. Mi hermana había dejado
el instituto y trabajaba en una tienda de confecciones. Todo su sueldo
lo aportaba para los gastos de casa y de mis estudios. ―Evocaba el
pasado con cierto deje de resentimiento o amargura, mientras fumaba
con avidez, mordisqueando la boquilla del cigarro y expulsando el hu-
mo por la nariz―. Cuando acabé el bachillerato, me matriculé en una
academia para aprender el oficio de electricista. Yo no había cambiado

261
una bombilla en mi vida, pero era el curso más económico de todos los
que se ofertaban.
Durante varias décadas y hasta su jubilación, mi padre había sido
empleado de Unión Eléctrica Madrileña, la compañía que desde anta-
ño ―aunque actualmente con otro nombre― suministra luz a la ciu-
dad.
―Y entretanto, ¿qué hacía la abuela?

―Bueno... Por las mañanas servía a una familia de ricachones en el


paseo de la Castellana. Y pasaba las tardes en casa, intentando compen-
sar todo el tiempo que nos había escatimado durante la infancia. A veces
llegaba con unos cuantos billetes en el monedero, propinas por su buen
hacer, según ella. Y un día nos dijo que el «señorito» le había propuesto
matrimonio. Así que sospecho que esas propinas no se las ganaba lim-
piando alfombras persas o lustrando cubertería de plata. ―Inhaló una
profunda bocanada y apagó el cigarro en el cenicero. Luego volcó el gin-
tonic sobre su gaznate y lo apartó arrugando la nariz―. ¡Qué asco! ¡Está
aguado!
Efectivamente, el hielo se había derretido en nuestras copas. Aunque
yo había apurado la mía un buen rato antes.
―Pero, como tú dices, eso no son más que meras sospechas...
―me rebelé―. Además, si fuera verdad que se acostaba con el «señori-
to» por dinero, lo habría hecho para sacar adelante a sus hijos.

―¿Y eso lo justificaría? ¡Hay muchas maneras dignas de mantener


a los hijos! ―exclamó sin disimular su irritación, apuntándome seve-
ramente con el índice―. Pero ella eligió la menos respetable.
―Puede que estuviera enamorada de ese hombre...

262
―¡Bobadas! En ese caso, se habrían casado y habríamos dejado de
sufrir penalidades. Habríamos vivido con desahogo en una lujosa man-
sión, y seguramente ahora disfrutaríamos de una suculenta herencia.
Pero incluso aunque le hubiera repugnado ese individuo, no tuvo la
decencia de aceptarlo como marido para garantizar nuestro bienestar.
¡Prefirió cobrar unos miserables billetes por ser su concubina!
―¡Por favor, papá! Haces juicios de valor basándote en meras es-
peculaciones.
―Menuda frase... ¿Y tú sí puedes juzgarla y absolverla? ¡Qué sa-
brás tú de la abuela!
Tenía razón.
Aparte de su fecha de nacimiento (el mismo día en que se hundió el
Titanic), la escasa información que conocía sobre ella me la estaba faci-
litando su propio hijo en ese momento, por medio de unas hirientes y
descarnadas confidencias.
―Solo digo que la abuela querría lo mejor para vosotros, aunque
ello le exigiera sacrificios personales.
―Fuimos nosotros quienes nos sacrificamos, quienes debimos re-
signarnos a sus ausencias y a sus frivolidades, que estaban en boca de
todo el vecindario.
―Sin embargo, cuando la necesitasteis cerca, renunció a su carre-
ra artística y se convirtió en sirvienta para poder atenderos.

Mi padre rió despectivamente.


―¡Eso duró menos de un año! ―gruñó con voz ronca. Se arrimó a
la única ventana del salón, y su mirada glacial se clavó en algún detalle
de la fachada que se alzaba en la acera de enfrente―. Sus ínfulas de

263
artista se avivaron en cuanto yo conseguí empleo en la Unión Eléctrica
y mi hermana Cristina alcanzó la mayoría de edad con veintiún años.
Ya éramos adultos, al menos lo suficiente para privarnos de sus cuida-
dos sin remordimientos.
Se encendió el tercer cigarrillo. El olor a tabaco viciaba la atmósfera de
la habitación, y ya no pude resistirme.
―¿No habías dejado de fumar?

Pero no me escuchó o no quiso responderme. Estaba ensimismado,


atisbando por la ventana mientras conjuraba aquellos fantasmas de su
adolescencia.
―Según nos contó, aquel empresario gaditano..., el dueño del
cabaret que la había ayudado al acabar la guerra, volvió a contactar
con ella porque proyectaba formar una compañía ambulante de
variedades: un cóctel de música, baile, teatro... Yo siempre he pen-
sado que debió de ser al contrario, que fue mi madre quien lo buscó
para proponerle esa idea.
―Así que la abuela fue una emprendedora...
―Para emprender negocios hay que tener dinero o influencias pa-
ra que te lo presten. Ella nunca logró ahorrar más de cien pesetas, y
tampoco conocía a nadie en el mundo de las finanzas. Imagino que
desplegaría otras... habilidades. A mi madre le sobraban encantos.
―De nuevo más insinuaciones abyectas―. El caso es que ese empresa-
rio de Cádiz decidió organizar una tournée de la compañía que actuaba
en su cabaret. Una gira al uso de las que por entonces recorrían la geo-
grafía española, buscando público en verbenas, romerías o festejos
populares.
―¿Quieres otra copa? ―le pregunté.

264
―No, ya he bebido bastante. Y tú también ―dictaminó, abortan-
do mi incursión en el frigorífico para abastecerme de hielo. Todo un
derroche de hospitalidad, mi padre.
―¿Siguió actuando como corista en ese espectáculo?
―¿Corista? ¡Qué va! Ya tenía un bagaje artístico, una reputación
que se había forjado junto a Celia Gámez y Manolita Chen. ―Lo decía
con el mismo desapego que si hablara de un pariente siberiano. Y en
igual tono añadió―: Empezó a representar un número en solitario.
―¿En serio? ―contesté con sincera emoción―. ¿Y en qué consis-
tía?
―Imitaba a las grandes folclóricas de la época. Concha Piquer,
Estrellita Castro, Imperio Argentina... Supongo que aprendería sus
coplas mientras escuchaba la radio fregoteando suelos en casa del
«señorito».
Desdeñé su burla feroz.
―¿Y utilizaba algún nombre artístico?
―¡Desde luego! La Rosa de la Bahía. Muy poético, ¿no? Evocaba el
mar, sus raíces andaluzas. Y también su enorme atractivo. Con más de
cuarenta años, conservaba una belleza serena y madura.
Yo no era muy versado en asuntos de canción española. Pero ni siquie-
ra en casa había oído mencionar jamás a ninguna Rosa de la Bahía.
Mi padre volvió a fisgar en la carpeta. Con una actitud pueril, trataba
de ocultarme su contenido, pero aun así pude entrever algunos docu-
mentos cuarteados, viejas entradas de cine o teatro, recortes de prensa,
fotografías... Sacó una en blanco y negro, del tamaño de una postal.
Ahora sí reconocí a mi abuela, de cintura hacia arriba, risueña y con los

265
brazos en jarras, vestida de flamenca con grandes argollas, peineta y
mantoncillo. Aunque, claro, con medio siglo menos que como yo la
recordaba, encogida en una silla de ruedas y repitiendo su frase lapida-
ria.
«La ingratitud es más fuerte que el puñal del traidor».
Unas palabras que, a la luz del relato que tejía su hijo, comenzaban a
cobrar significado para mí.

Fue entonces cuando asumí conciencia de que, en aquella casa de olo-


res rancios que siempre me había resultado tan ajena, no existían retra-
tos de mi abuela. Ni antiguos ni recientes. Ni sola, ni en grupo o con
otros familiares. Era como si mi padre la hubiera desterrado de su vida,
archivando en una carpeta los recuerdos que guardaba sobre ella.
Cogí la fotografía para poder examinarla mejor y me senté en el repo-
sabrazos del sofá.
―Era la foto que regalaba cuando le pedían un autógrafo o una
dedicatoria. Sus admiradores, a la salida del espectáculo..., o sus aman-
tes, cuando les calentaba el lecho.
―¡Papá! ¿Por qué te empeñas en agraviarla constantemente?
―Esa no es mi intención ―dijo con indolencia―. Solo te cuento
la verdad, hijo, aunque te moleste escucharla. Lo que vi con mis ojos y
viví en mis carnes. Además, fuiste tú quien se interesó por la abuela.
―Sí, cierto. Pero la enterramos ayer... No creo que sea preciso ha-
blar de ella en esos términos tan ofensivos.
Mi padre nada replicó. Se limitó a volcar el cigarro dentro del cenicero.
Apoyado en una muesca, se había consumido tras unas cuantas caladas
compulsivas.

266
«Es un pobre infeliz», pensé con lástima. «Al menos su madre mu-
rió acompañada. Pero él no tendrá la misma suerte, porque es una per-
sona insoportable». Reprimí las ganas de gritárselo a la cara, porque no
quise participar en su permanente juego de escarnios y censuras.
Hice, pues, un esfuerzo por sosegarme, pero decidí que carecía de
sentido continuar aquella conversación. Sin embargo, cuando me
levanté dispuesto a despedirme, mi padre reanudó espontáneamen-
te su historia.
―Ese año hicieron una gira durante seis meses. Y la aventura em-
presarial se prolongó varias temporadas más. Teatro Sicilia, se llamaba.
Era el apellido del empresario. Actuaban en carpas y barracones de
feria, durmiendo en pensiones de mala muerte o en los remolques
donde transportaban el vestuario y la utilería. Coplas, bailes de salón,
zarzuelas, comedias ligeras... Se atrevieron incluso con obras de Sha-
kespeare, Molière y Calderón, mutilando y manipulando los textos sin
pudor para amenizarlos con música y coreografías. En otoño, al final de
cada gira, mi madre se quedaba en Madrid hasta la primavera siguien-
te, cuando recogía los bártulos y se largaba de nuevo. Aunque los me-
ses que estaba aquí tampoco paraba mucho por casa. ―De vez en
cuando, mi padre hacía una pausa, como si tratara de organizar o re-
frescar la memoria. Escarmentado por sus desaires, yo había optado
por no interrumpirlo más―. Mi hermana, la tía Cristina, se casó al año
siguiente con el tío Fidel. Se compraron un piso en Vallecas, y yo me
quedé viviendo solo con la abuela.
De repente, volvió a sonar mi teléfono móvil. Corté la llamada cuando
comprobé que era Fabiola, esa buena amiga que acababa de relegar en
el escalafón. Quizás pretendiera recuperar posiciones disculpándose
por sus absurdos reproches, pero ahora mi interés se concentraba en

267
otros menesteres. De modo que le envié un mensaje diciéndole que
estaba reunido y que más tarde la llamaría yo.
Antes de continuar, mi padre me reprobó con una adusta mirada, que
después dejó extraviada en algún lugar difuso.
―Ese invierno, el primero que pasábamos sin Cristina, mi madre
comenzó a ausentarse por las noches. Regresaba de madrugada o al
amanecer, con la ropa apestando a humo y el aliento destilando al-
cohol. Ella nunca había bebido, salvo una copa de vino en alguna oca-
sión especial, por lo que, lógicamente, yo estaba bastante preocupado.
Pero, cuando le recriminaba su conducta, insistía en que los ensayos se
prolongaban hasta muy tarde y luego solían tomar algo todos los inte-
grantes de la compañía. Una vez me dijo que no tenía más remedio
que alternar. Que no quería perder su número musical porque otra
más espabilada o menos remilgada se camelara al director artístico en
su propio beneficio. «Espero que no seas tú quien se lo esté benefician-
do», respondí yo. ―Mi padre se quedó un momento en silencio, y tra-
gó saliva para deshacer el nudo que atenazaba su garganta―. Fue un
insulto imperdonable, lo sé. Por eso me disculpé de inmediato, pero la
herida ya no cicatrizó jamás.
Cambiando súbitamente de tercio, mi padre me preguntó si me queda-
ría a cenar. Podía preparar unas salchichas, descongelar unas empanadi-
llas o encargar una pizza. Algo rápido y sencillo para salir del paso.

Aunque yo no había hecho planes, tampoco me apetecía prolongar la


visita. Pero quise mortificarlo un rato y acepté su ofrecimiento. Aún era
pronto, así que, para alivio suyo, después tendría tiempo de improvisar
cualquier excusa.
Tras ese paréntesis, mi padre siguió recapitulando aquella remota y
espinosa etapa de su vida.

268
―Nuestra convivencia se convirtió en una auténtica pesadilla.
Discutíamos sin tregua y sin guardarnos el más mínimo respeto, sobre
todo desde que ella comenzó a beber y a fumar dentro de casa. Por
supuesto, pensé muchas veces en abandonar aquella maldita corrala.
Ya disponía de un salario digno y podría habérmelo permitido. Pero
aguanté, porque no quería sentirme responsable si, tal como evolucio-
naban los acontecimientos, mi madre acababa emputecida y alcoholi-
zada.
A punto estuve de protestar por la manera zafia y ruin de referirse a la
mujer que lo parió y lo crió en circunstancias tan adversas. Pero recor-
dé mi decisión de no interrumpirlo bajo ningún pretexto.
Sin preguntarme si quería tomar algo, mi padre se bebió en la cocina
un vaso de agua y permaneció unos minutos apoyado en la encimera.
A su vuelta, se encendió otro cigarrillo. Procuraba aparentar calma,
pero el leve temblor de los dedos delataba su ansiedad.
―Un día me desperté acatarrado, con malestar general y unas dé-
cimas de fiebre. Avisé por teléfono que no iría a trabajar, cerré la puerta
de mi alcoba y me acosté de nuevo. Aunque estaba amodorrado, a media
mañana escuché alboroto en el salón. Ruido de cacharros, risas estriden-
tes y voces aguardentosas. Era mi madre..., pero obviamente no venía
sola. Yo no sabía qué hacer. Me cubrí la cabeza con las sábanas, desean-
do que me tragara la tierra o que me fulminase un rayo divino. Pero Dios
tendría otras urgencias que atender. Poco después, las voces y las risas se
fueron sofocando..., hasta convertirse en gemidos. ―Mi padre volvió a
enmudecer un instante. Libraba una batalla interior por superar sus in-
hibiciones, larvadas sin duda durante décadas―. Furioso, salté de la
cama, me vestí apresuradamente y salí al salón. Mi madre yacía desnuda
sobre la mesa. Desnuda..., con un fulano descamisado encima.

269
Yo debí de quedarme lívido, porque mi padre sugirió que me sirviera
otro gin-tonic. Pero el impacto de esas últimas palabras me había des-
compuesto las tripas. Traté de imaginar aquella sórdida escena: mi
padre pasmado ante mi abuela, la hermosa mujer que sonreía desde la
foto en blanco y negro, desnuda sobre una mesa y abrazada a un des-
conocido. Sentí rabia, mucha rabia... y tristeza.
―No sé si era el director artístico o el tramoyista de la compañía.
Tampoco se lo pregunté antes de abalanzarme sobre él y atizarle un
puñetazo en la cara. Con los pantalones por los tobillos y tan borracho
como estaba, no se percató ni se defendió. Solo se desplomó como un
fardo. Mi madre se había incorporado, y se tapaba como podía con la
ropa que había recogido del suelo. Avergonzada, era incapaz de hacer o
decir nada. ―Mi padre dio una intensa calada al cigarro, alzó el rostro
y expulsó el humo con violencia, como si fuera un suspiro de aire com-
primido―. Nunca me había pegado con nadie. Pero me costó mucho
reprimir las ganas de estrangular a ese tipo.
Incumpliendo mi propia determinación, balbuceé algo sin demasiada
coherencia. Quería mitigar el sentimiento de culpa que abrumaba a mi
padre, asegurándole que yo habría actuado igual. Pero la frase se me
agolpó entre los dientes y desistí de reproducirla.
―Esa misma tarde, cargué en una maleta mis escasas pertenen-
cias y me largué de casa. Mi madre no intentó retenerme. En realidad,
ni siquiera estaba allí cuando me marché... ―Apagó el cigarrillo y,
mientras seguía hablando, se fue a la cocina para vaciar el cenicero en
el cubo de la basura―. Estuve unas cuantas semanas alojado en una
cutre pensión, hasta que alquilé un apartamento decente. Y el resto no
es ningún misterio: pasaron los años, me casé con tu madre, nos com-
pramos el apartamento donde ella vive ahora, y enseguida naciste tú.
Aunque parezca mentira, eras un chiquillo muy majo y educado...

270
Seguí a mi padre hasta la cocina, y me resultó imposible morderme la
lengua:
―¡No tan deprisa, papá! ¿Cómo que «pasaron los años» y punto?
Tú te fuiste, sí, y formaste una familia. Pero ¿qué ocurrió con la abuela?
Mi padre se puso a secar con un paño la vajilla volcada sobre el escu-
rridor del fregadero. Luego la iba colocando en el estante de arriba.
―Pues siento decepcionarte, hijo, pero no queda mucho que con-
tar. La abuela vivió en la corrala durante algunos años más. La compañía
del cabaret continuó con sus giras, y ella con su número musical en soli-
tario. Hasta que el Teatro Sicilia bajó definitivamente el telón a media-
dos de los 60... ¡y se acabó la función! La Rosa de la Bahía se marchitó y
no volvió a pisar un escenario. Ahí concluyó su fulgurante carrera artísti-
ca. ―Lo dijo retomando el tono mordaz al que me tenía acostumbra-
do―. Yo no mantenía ningún contacto con ella. Pero, a través de la tía
Cristina, supe que cayó en una profunda depresión. Mi hermana se la
llevó a su casa, y allí se quedó para el resto de sus días. Fin de la historia.
―Había terminado de ordenar la vajilla y nos dirigimos al salón―.
¡Bueno, qué! Aún es pronto para cenar. ¿Echamos una brisca o un aje-
drez?
De sobra sabía mi padre que yo no era muy aficionado a los juegos de
mesa. O sea, que solo trataba de espantarme con sutileza.
―Te dije que cenaría contigo, pero no recordaba que ya había he-
cho planes con unos amigos. Tendrás que jugar al solitario.
Se le oscureció el semblante, aunque me extrañó que lamentara mi
ausencia. Comprendí que, por su doble sentido, la frase final no
había resultado muy oportuna.

271
Para sortear mi falta de tacto, volví a la carga antes de batirme en
retirada:
―¿Conservas alguna grabación de la abuela? ¿En audio o en vi-
deo? ¿En estudio o en pleno espectáculo? ―Se lo pregunté mientras
husmeaba en la carpeta, que había quedado abierta sobre la mesa.
―¡Qué va! Tampoco la vi actuar jamás. ¡Y deja ya de curiosear! Ahí
solo guardo documentos personales, nada que pueda interesarte.

Se protegía nuevamente con la coraza de sus provocaciones. Era evi-


dente que ya no le arrancaría más confidencias.
Consulté mi reloj y me encaminé hacia la puerta.
―Se me ha echado la hora encima ―mentí.
―¿Hasta cuándo, hijo?
La pregunta no tenía fácil respuesta. Sin las visitas a la abuela, nos ha-
bíamos quedado sin motivo ni ocasión para vernos.
―No sé, te llamo en cuanto pueda.
«Ahora me mandará algún recado para mi madre», pensé. «Como
siempre que nos despedimos».
Pero me equivoqué.
Nos dimos un beso distante, sin labios, apenas arrimando nuestras
mejillas.
Y me fui.

***

272
En la calle, la tarde ya iba declinando. Era final de verano y los días
cada vez resultaban más cortos.
Anduve despacio, desempolvando los recuerdos sobre mi abuela e in-
tentando reconstruir su imagen con toda la información que acababa
de proporcionarme su hijo.
Sin duda, había sido una mujer excepcional, con una vida convulsa,
ardua y apasionante. Al menos hasta donde yo conocía... Para descu-
brir el resto y contrastar la versión de mi padre, cargada de animosidad
hacia ella, debería hablar con mi tía Cristina.
Y desde luego estaba decidido a hacerlo.
Pero aquella historia también me ofrecía muchas claves que, con cierta
perspectiva y voluntad, podían ayudarme a entender el carácter y el
comportamiento de mi padre. Nunca se había sincerado así conmigo. Y
me cuesta creer que antes lo hubiese hecho con nadie, ni siquiera con
mi madre en los momentos más dulces de su matrimonio. Pero me
apenó comprobar que hubiera acumulado tanto rencor. Tanta ingrati-
tud, habría dicho mi abuela parafraseando a Shakespeare.
Con mi estado de ánimo bastante melancólico, consideré que no era
buena idea encerrarme en casa. Necesitaba despejarme, desconectar de
mis preocupaciones manteniendo una conversación insustancial con
cualquier amigo, picoteando unas tapas con una jarra de cerveza.
Me acordé entonces de Fabiola.

Era una muchacha guapa y agradable, que además estaba visible-


mente interesada por mí. De modo que la llamé por teléfono para sa-
ber si le apetecía cenar conmigo. Después trataría de convencerla para
tomar una copa en la intimidad de mi buhardilla, dispuesto a auparla
en el escalafón si la velada culminaba con un triunfo.

273
«Si me hubieras avisado antes... ―me respondió con aspereza―.
Pero ahora no voy a cambiar mis planes».
Me disculpé torpemente y le dije que no había problema, que la invita-
ción quedaba pendiente para otro día.
Cuando colgué, me sentí como un verdadero estúpido. Malhumora-
do, enfilé mis pasos hacia casa, parando en una tienda cercana para
solventar la cuestión del avituallamiento: compré pan, salami y bo-
llería industrial.
Observando al charcutero cortar el embutido, el hambre empezó a
roerme el estómago, y en cuanto llegué a la buhardilla, preparé un bo-
cadillo y me senté frente al ordenador. Mientras daba cuenta de tan
sofisticada cena, entré en internet y tecleé el nombre de mi abuela en
todas sus combinaciones posibles. Ninguno de los resultados guardaba
relación con ella.
Probé con su nombre artístico: Rosa de la Bahía. También denominado
laurel grande o rododendro máximo, un arbusto procedente del estado
norteamericano de Alabama.
Desesperanzado, afiné la búsqueda entrecomillando el sobrenombre
de mi abuela al completo, con el artículo delante: “La Rosa de la Bahía”,
tal como la había llamado mi padre. Sorprendentemente, solo apare-
cieron dos resultados en la pantalla. Uno de ellos era irrelevante. Como
el anterior, se refería a una especie vegetal, en concreto una variedad
de rosa trepadora oriunda de la bahía de Dublín.
Pero el otro era distinto.
El enlace remitía a una tesis doctoral sobre la canción española. Como
anexo, transcribía lo que denominaba una «estampa lírica» titulada La
Rosa de la Bahía. Compuesta por los maestros Quintero, León y Quiroga,

274
consistía en una dramatización poético-musical ambientada en Cádiz a
finales del siglo XIX. Estaba protagonizada por Concha Piquer.
Obviamente, esa curiosa pieza había inspirado a mi abuela, que sin
duda habría adoptado su título como nombre artístico en homenaje a
su tierra natal y a la copla, encarnada en esa célebre tonadillera.
La obra contenía un pasaje que me sonaba muy familiar:

«¡Ay, ay, ay!, que con las bombitas


que tirambitas
los fanfarrones.
¡Ay, ay, ay!, que las gaditanas
se hacen, serrana,
tirabusones».

Luego centré mi búsqueda por internet en el Teatro Sicilia. Todos los


resultados aludían a la isla italiana, sus magníficas ruinas romanas y
demás atracciones turísticas.
Pero no encontré nada sobre la compañía en que actuó mi abuela, ni
sobre el dueño del cabaret que auspició su discreta carrera artística.

***

Aunque esa noche me acosté pronto, tardé mucho en conciliar el sue-


ño.
Antes de quedarme dormido, me prometí que visitaría a mi padre to-
das las semanas. Me esforzaría en mejorar nuestra relación y en conse-
guir que reanudara el contacto con mi madre, para que al menos se

275
comportaran civilizadamente y dialogasen sobre los asuntos importan-
tes.
Sin embargo, no volví a verlo hasta siete meses después, en vísperas de
un doble centenario: el nacimiento de mi abuela y el naufragio del Tita-
nic.
Pero mi padre no estaba para efemérides. Tendido sobre una cama de
hospital, entre goteros y aparatos de monitorización, permanecía in-
consciente desde hacía varias horas, cuando había sufrido un infarto
cerebral mientras paseaba por el parque del Retiro.
El remordimiento no ha dejado de atormentarme desde entonces.
Mi padre ya no habla. Apenas articula unos cuantos monosílabos con
dificultad, y resopla impotente cuando trata de expresar su frustración
por cualquier causa. Tampoco baja nunca a la calle. Y el brazo izquier-
do le cuelga del hombro como un apéndice inútil, balanceándose lacio
cuando arrastra la pierna al caminar.
Pero, como no quiere vivir conmigo, ha contratado a una asistenta que
se encarga de todas las faenas domésticas y lo ayuda en su higiene per-
sonal. Yo prefiero que sea así, porque su discapacidad lo ha vuelto aún
más irritable, y nuestra convivencia sería un fracaso y un suplicio para
ambos.
Además, la asistenta es una mujer robusta y hacendosa, de mediana
edad, algo simple aunque muy jovial. Tararea coplas mientras cocina o
barre la casa, y a menudo me pregunto si mi padre le dará propinas
generosas o ya le habrá propuesto matrimonio.

276
¿QUÉ PERSONAJE DE HAMLET SERÍAS?
UN TEST TRÁGICO EN CINCO ACTOS

Por José Manuel Higes

«HORACIO:
Y dejad que relate al mundo aún ignorante
cómo sucedieron estos hechos. De este modo escucharéis
de actos lascivos, sangrientos e inhumanos,
castigos fortuitos, muertes casuales
y otras que se deben a engaños y artificios.
Y por último, de intrigas malogradas
que se vuelven contra sus autores.
Todo esto fielmente os contaré».
Hamlet. William Shakespeare.

Responda a las siguientes preguntas con la mayor sinceridad posible. No


hay respuestas correctas o incorrectas, sino felices o desgraciadas. No se
copie, ni busque ser demasiado auténtico. Lea antes las escenas con de-
talle, como si fueran puñados de carbón en los que se ocultase una cuca-
racha. No se rinda. Llegue al final.
Tiempo estimado: 15 minutos.

277
ACTO I

Jorge estaba cenando cuando le llamó el padre de Sara. Acababa de


sentarse en el sofá, con la bandeja de cuadros azules que Sara había
decorado con monos salvajes y que aún no se había llevado. Sara se
había marchado a casa de sus padres hacía unos días para terminar la
tesis. Necesitaba estar sola un tiempo, redactar informes, revisar datos,
clasificar viejos artículos que se desperdigaban en el archivador como
cristales rotos.
Sobre la bandeja le esperaba una tortilla con queso, quemada por los
bordes, y un puñado de patatas fritas de bolsa. La televisión emitía
dibujos animados de una osa galáctica que recorría el universo para
buscar amigos con los que cantar canciones rock.
―Si fueras un personaje de Hamlet, ¿qué personaje serías? ―dijo
el padre de Sara en cuanto Jorge descolgó.
Le costó reconocerle. Al principio pensó que le llamaba Sara. Le solía
llamar una o dos noches a la semana, a eso de las nueve, para pregun-
tar qué tal todo, si había cocinado o había encargado pizza, si se había
duchado o todavía llevaba el pijama y, sobre todo, si había ido al gim-
nasio a sacar músculo, el músculo era importante, decía Sara.

A veces, hablaban de las cosas que Sara se había dejado allí (ropa, cajas
con pendientes, fotos de ellos dos de viaje), bagatelas que ella no nece-
sitaba para terminar la tesis pero por las que siempre preguntaba.
Pero no era Sara la que llamaba sino el padre de Sara. Su voz sonaba
distante y bronca, como de ultratumba.

279
―Venga, di, ¿qué personaje de Hamlet serías?
―¿Perdón?
―Responde, meapilas, es importante. ―El padre de Sara usaba
esas palabras con él: meapilas, pichafloja, miniminga. Según Sara era
una forma de mostrar afecto. El padre de Sara decía de Jorge que era el
único ser sensible que conocía―. ¿Qué personaje serías?
Jorge masticó despacio un trozo de patata. Al otro lado de la línea, el
padre de Sara regurgitó algo y se oyó un escupitajo.
―¿Está ahí Sara? ―preguntó Jorge muy bajito, como si algo le es-
trangulase.
―¿Respondes o no, miniminga?
Jorge estuvo a punto de repetir la pregunta pero no lo hizo. Eran las
nueve y media y era martes, Sara estaría en su cuarto, liada con la tesis.
A ella le gustaba trabajar por las noches, hasta el amanecer. Esperó
unos instantes, intentando escuchar más allá de la línea, tal vez algún
sonido detrás del padre de Sara, una respiración, pasos... El padre de
Sara tosió y lanzó un rugido fuerte, lo suficiente para molestar a cual-
quier vecino.
―No sé… Sería Horacio, el criado de Hamlet.
―¡Mientes! ―gritó el padre.
―Horacio es el único que no muere al final. ―Jorge hablaba de-
prisa. En el televisor la osa galáctica volaba a velocidad luz sobre una
nave rosa mientras sonaban guitarras eléctricas―. Y yo no quiero que
me maten. ―Nada más decir eso sintió un cosquilleo, una especie de
vértigo, como cuando te arrojas desde lo alto de un trampolín.

280
―¡Mientes, pichafloja! ―insistió el padre de Sara. Hacía esos jue-
gos a menudo, sobre todo después de que le ingresaran en la unidad
psiquiátrica de la zona norte. Había estudiado filosofía un par de años,
también matemáticas y literatura eslava. No había terminado ninguna
carrera y se dedicaba a reparar enchufes y a hacer sencillas instalacio-
nes eléctricas, más para estar ocupado que porque necesitara el dinero.
La familia de la madre de Sara era rica―. Tú nunca serías Horacio. Eres
de los que no se enteran de nada.
―Mire, estoy cenando. ―Jorge estrujó una patata frita entre los
dedos, la aplastó y la desmenuzó hasta que fue polvillo. Repitió―: ¿Es-
tá ahí Sara?
―Tú nunca serías Horacio, eres un miniminga.
―Podría Sara…
―Tú eres un trágico de las narices sin pelotas.
―Mire…
―Y ahora escucha, trágico sin pelotas: “Algo huele a podrido en
Dinamarca”.
Y colgó. En la televisión la osa galáctica llegaba a un planeta con una
gran muralla en el centro. Sobre la muralla había gorilas armados con
lanzas y armaduras. Cuando llegaba la osa bailaban y silbaban. Jorge
dejó de cenar.

1. Elija la respuesta que más se ajuste a su personalidad.

A. Yo también soy un miniminga.


B. Yo grito, regurgito y reparo enchufes.
C. Yo soy la osa galáctica.

281
ACTO II

Durante los días siguientes, Jorge estuvo espiando el Facebook de Sara.


Era amigo de ella a través de dos cuentas, una como Jorge y otra como
“El Calavera”. Había abierto esa cuenta tres años atrás cuando fueron a
ver juntos una película de piratas. Jorge, a la salida, imitó al protagonis-
ta. Sara se burló de él. Le decía que era demasiado pequeño y enclen-
que, que no sabría manejar el sable ni arrojar a nadie por la borda. Jor-
ge casi nunca usaba aquella cuenta.
Ella últimamente compartía en su muro frases solemnes y cursis sobre
la vida, el amor y la muerte: “la vida sin amor es muerte”, “el amor sin
vida, mata”, “se puede morir en vida pero no se puede amar en muer-
te”. Junto a las frases aparecían ilustraciones de atardeceres, margaritas
pixeladas y monigotes pequeños, todos rubios (como Sara), todos con
los ojos azules (como Sara), todos con una sonrisa inmensa, excesiva,
los brazos abiertos de par en par, como si acabasen de encontrar a un
amigo de la infancia y tuvieran que estrujarle hasta sacarle el jugo.
A veces, también había fotos de Sara y sus amigas. Jorge sólo podía ver
esas fotos si accedía al Facebook de Sara como “El Calavera” y no como
Jorge. Fotografías luminosas de ellas en bares, tostándose al sol en las
típicas terrazas de la zona centro, las mesas llenas de botellines y pes-
cado frito, sonriendo a la cámara, sacando la lengua o mordiéndose el
pelo de forma juguetona.
Cuando Sara le llamó de nuevo, sólo hablaron de la tesis, ella le decía
que le estaba costando demasiado, que era como una gran roca enorme
y gris que se le clavaba en la espalda. Además, su padre estaba peor de lo
suyo.

283
Jorge no le dijo nada a Sara sobre las fotografías del Facebook.
La semana siguiente se dedicó a localizar los lugares donde había esta-
do Sara. Copiaba y pegaba las imágenes en Google y esperaba la res-
puesta. A veces tenía éxito, otras no. Cuando localizaba un lugar, iba
allí a tomar cerveza o a pasearse por la zona mientras recitaba a gritos
las frases del Facebook de Sara. A veces, mezclaba las frases del Face-
book con frases de obras de teatro que había ido a ver con Sara. Ella
siempre lloraba cuando los actores lloraban en escena, se llevaba las
manos a la cara, se acurrucaba y se frotaba su nariz de conejo.
Jorge recordaba perfectamente muchas frases de esas obras, sobre
todo las que le habían arrancado lágrimas a Sara. Y ahora las recita-
ba justo cuando pasaba por un sitio donde suponía que Sara había
estado en los últimos días. Las declamaba con voz solemne como si
rezase en un púlpito.
―Tengo el hígado de una paloma y me falta la hiel.
Estaba en la terraza de un bar especializado en bocadillos de calama-
res. Dentro del bar, un camarero pecoso miraba la televisión mientras
un cliente gordo mordisqueaba un chopito. Alzó la voz:
―El espíritu que he visto quizá sea el demonio.

El tipo de los chopitos volvió la vista hacia Jorge. Al final de la calle una
pareja junto a una inmobiliaria se le quedó mirando. Se abrazaban
asustados. Jorge gritó:

―Como una ramera me desfogo con palabras.


La pareja dio un brinco, aceleró el paso y torció la esquina sin dejar de
mirar a Jorge. El tipo de los chopitos se atragantó y tosió varias veces.
El camarero observó a Jorge con los ojos entornados. Tenía una mano
debajo de la barra. Jorge volvió a gritar, aún más fuerte que antes:

284
―El espíritu que he visto quizá sea el demonio.
El camarero se llevó el índice a la sien y lo movió a modo de tornillo.
Jorge sonrió aliviado, hizo una reverencia y regresó a casa. El verano
tenía algo de chisporroteo y de bullicio, de aire fresco y de siesta.
Ya de madrugada volvió a mirar el Facebook de Sara. Una última vez, se
dijo.
Sara acababa de colgar una foto con un chico pelirrojo. Jorge no le co-
nocía, no era uno de los amigos de siempre de Sara. Estaban los dos
muy juntos, rozándose las mejillas. Los dos sonreían y miraban a la
cámara mientras devoraban una ración de croquetas. El chico vestía
con camisa naranja y parecía muy alto. Sonreía mucho y con la sonrisa
se le marcaban dos surcos negros en la frente. Sobre la mesa, además
de las croquetas y una ración de calamares, reposaba un clarinete pla-
teado. Jorge pensó en una zanahoria, una zanahoria gigante devorado-
ra de fritos que tocaba el clarinete.
No dijo nada. Se metió en la cama y se imaginó que era un actor antes
en un estreno. Un actor importante, vestido con ropajes oscuros y con
una espada en el cinto. De la calle vino un aroma aceitoso, a fritanga.
Faltaban tres horas para el amanecer.

2. Exprese su opinión precisa.


A. Recito a Shakespeare en la calle como si rezase.
B. Ser una zanahoria gigante es el sueño de mi infancia.
C. Quiero ser un frito, a ser posible una croqueta de pollo, y que me
devoren.

285
ACTO III

Al día siguiente Jorge se apuntó a clases de teatro. Aquella semana ya


había hablado con Sara por teléfono dos veces. No volvería a hablar
con ella en cinco días.

―Debéis colocaros en el centro del jardín y gritar la frase de una


obra de teatro que conozcáis. ―La profesora era una mujer bajita y con
el pelo rizado, muy parecido al peinado que había llevado Sara cinco
meses antes, cuando fueron a ver esa película de gatos y perros que
vivían aventuras en las alcantarillas. A la salida habían tenido bronca
sobre el significado auténtico de “querer a una mascota”―. ¿Quién
quiere empezar a abrir su aura?
Nadie se movió. Todos agacharon la cabeza y se cruzaron de brazos.
Estaban en círculo, en el centro de un patio interior con baldosas ma-
rrones, todo abarrotado de rastrojos y hormigas. Apenas se colaba la
luz del sol y apestaba a humedad. La profesora lo llamaba “el jardín”.
―¿Algún voluntario?
Eran cuatro chicos, una chica y una mujer mayor. La chica estaba liada
con uno de los chicos. Aprovechaban cualquier momento para besu-
quearse y sobarse el trasero. La mujer mayor estaba muy flaca, vestía
con trajes holgados y se movía muy despacio, como si fuera una reina
justo después de ser coronada.
―Tú. ―La profesora señaló a Jorge―. Sal al centro. Alza las ma-
nos. Recita tu frase.

287
Jorge no se movió, permaneció en silencio, mirando al suelo. Una hor-
miga llevaba a hombros el cadáver de un abejorro. La profesora repitió
la orden.
Jorge entonces suspiró y avanzó despacio, como arrastrándose.
―¿Qué recito?
―Déjate llevar por el aura. ―La profesora le acarició la cabeza.
Antes habían hecho un ejercicio en el que todos se acariciaban la cabe-
za, los unos a los otros. Jorge había acariciado la calva de un tipo pe-
queño y sudoroso.
―Ser o no ser, he ahí la pregunta ―dijo Jorge.
―No, así no, no has alzado los brazos. ―La profesora le levantó
los brazos con un movimiento brusco. Jorge se tambaleó. Hubo un par
de risitas, una de ellas de la chica besucona―. Y ahora abre las manos,
mira al cielo como si invocases la lluvia y suelta tu frase.
Jorge levantó la vista. El pedazo de cielo que se divisaba era una man-
cha azul oscuro. Repitió:
―Ser o no ser…
―No, no ―le interrumpió la profesora. Más risitas―. Cierra los
ojos y siente.
Jorge cerró los ojos y esperó. Notaba un sopor envolviéndole, como si
estuviera en un horno que poco a poco le deshidratara. La misma sen-
sación que tuvo durante al viaje a Florencia. Había ido con Sara de
interrail por Italia durante el verano pasado. En el palacio Veccio ha-
bían visto la réplica del David de Miguel Ángel. Sara había insistido en
hacerse fotos señalándole el miembro y con cara de burla porque, cla-
ro, era algo muy pequeñito para una escultura tan grande. Jorge se

288
negó y discutieron y gritaron y se insultaron mientras los florentinos
les señalaban a hurtadillas y ella arrugaba la nariz de forma lobuna.
Aquella vez, Jorge también había sentido ese calor, esas ganas de me-
terse en una piscina y bucear hasta no oír nada, hasta que todo a su
alrededor fueran aguas tranquilas, ese sopor que ahora volvía a atena-
zarle y le presionaba y quería salir y gritar, gritar aquella frase que no
era una pregunta, ni una cuestión, sino un dilema, un dilema sobre la
existencia y la no existencia. Dijo:
―Ser o no ser, he ahí la pregunta.
Las risitas cesaron y Jorge notó cómo le recorría una sensación burbu-
jeante y feroz. Sopló una ligera brisa. El aroma a humedad se había
vuelto frescor de verano, como de batido de fruta.
―Sí, ese es Hamlet ―dijo la profesora.
Los otros aplaudieron. Jorge movió el pie y aplastó una hormiga.

3. Responda según su personalidad:


A. Yo creo que soy o no soy.
B. Yo creo en las auras y los jardines.
C. Yo creo que el David de Miguel Ángel la tiene pequeña.

289
ACTO IV

―Tocas muy bien el clarinete ―dijo Jorge.


El chico pelirrojo asintió con una sonrisa. Jorge había investigado: el
chico pelirrojo era músico amateur, participaba en una jam los jueves
por la tarde en un local del centro. Un sitio oscuro, con luces rosas y
púrpuras en el que las chicas parecían tener un rubor constante.
―Gracias ―respondió el chico pelirrojo. Tenía acento extranjero,
inglés o americano―. Hago lo que puedo.
Estaban los dos en la barra, sentados en taburetes, en el descanso de la
jam. El chico pelirrojo bebía cerveza y Jorge un gintonic. El gintonic era
la bebida preferida de Sara, un gintonic con dos rodajas de limón, exac-
tamente.
―En serio, creo que estás al nivel de Louis Armstrong pero con el
clarinete en vez de trompeta. ―Jorge lo dijo muy alto, recordando las
clases de teatro que había tomado. Abrir la boca, imaginar que el pala-
dar es una caverna profunda, proyectar la voz. Nadie reaccionó al grito
de Jorge. Éste insistió―: Sí, eres el jodido Louis Armstrong del clarine-
te.
El chico pelirrojo asintió y dio otro sorbito a la cerveza.
Jorge se había presentado en el local en mitad de la jam. Durante un
rato estuvo estudiando con detalle a las chicas de la sala. Tampoco
había muchas: un puñado de morenas, tres castañas, una con mecho-
nes verde musgo… Sólo había una rubia y era claramente teñida (no
como Sara), se le podían ver las raíces negras.

291
Cuando llegó el descanso el chico pelirrojo fue directo a la barra. No
pareció reconocer a Jorge. Aunque no tenía por qué reconocerle. Lo
lógico era que Sara no hablase de Jorge para nada o si hablaba de él no
tendría por qué enseñarle al chico pelirrojo incómodas fotos de Jorge.
―Si yo tocase así de bien mi novia no me estaría poniendo los
cuernos ―dijo Jorge―. ¿Tienes novia?
El chico pelirrojo se encogió de hombros y pidió otra cerveza. La cama-
rera era una mujer árabe (como la mejor amiga de Sara), vestía con una
camiseta plateada que emitía destellos al moverse.
―Mi novia prefiere que un músico le toque el instrumento, las
mujeres siempre prefieren a los músicos.
El chico dejó de beber de golpe y se quedó mirando a Jorge con ojos
turbios. Tenía flequillo y varias manchas pardas en la piel que con el
amarillo de la cerveza parecían más oscuras.
―¿Cómo te llamas? ―preguntó el chico pelirrojo.
―Guillermo ―dijo Jorge―. Estudio interpretación. Me estoy pre-
parando para un papel importante.
El chico pelirrojo pareció aliviado.
―¿Interpretación? Suena interesante.
―Quiero ser actor. ―Jorge bebió el gintonic imitando la forma
que tenía Sara de beber, sosteniendo la copa con tres dedos, el meñi-
que y el anular extendidos, en plan sofisticación absoluta, tal y como lo
había practicado en clase de teatro―. Y soy muy bueno, sobre todo
con Shakespeare. Puedo recitar sus monólogos casi tan bien como tú
tocas ese maldito clarinete.

292
―Estoy seguro, amigo ―dijo el chico pelirrojo con una sonrisa―.
Shakespeare es magnífico.
El chico pelirrojo pronunció Shakespeare con otro tono de voz, más
agudo y chillón. Jorge supuso que era el que usaba cuando hablaba en
su idioma materno.
―¿A tu novia le gusta cómo le tocas el clarinete?
El chico pelirrojo no respondió. Se quedó inmóvil.

―No te veo muy convencido, amigo. ―Jorge seguía gritando.


La camarera árabe le miró de reojo. Jorge dijo entonces la frase que
había ensayado―: Si me dejaran recitar Shakespeare, tu clarinete
sería derrotado.
El chico pelirrojo asintió en silencio. Dio otro sorbito. No le quedaba
apenas cerveza, sólo espuma gris ceniza.

―¿Quieres un duelo, Louis-Armstrong-del-clarinete? ―De nuevo


otro grito, la camarera le hizo un gesto con las dos manos para que
moderara el volumen. Jorge bajó un poco la voz―: Tú tocas y yo recito
un monólogo de Hamlet delante de tu novia, a ver quién se la cepilla
esta noche. ¿Apostamos?
―Perdona, tengo que practicar para la segunda parte. ―El chico
pelirrojo había desviado la vista y miraba el espejo de detrás de la ba-
rra, un espejo sucio, con manchas negras con forma de nube.
―¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te la quite? ―Jorge gritó de
nuevo. La camarera se acercó a ellos, pasos cortos, tambaleantes―. ¿O
es que eres como Ofelia? El amor te mata.
―Tengo que irme.

293
El chico dejó la cerveza, hizo un gesto de despedida con la cabeza y se
alejó hacia la cola de los servicios, donde había un grupo de músicos de
charla.
―El amor te mata, el amor te mata ―gritó Jorge sin moverse.
La camarera se acercó a él y le chistó. En ese momento, a un metro de
distancia, otro camarero abrió el grifo de la cerveza con el vaso ligera-
mente torcido. Un chorro de cerveza y espuma impactó en el cuello de
la camarera. Hubo risas. Alguien regañó al camarero. La camarera es-
taba empapada, como recién salida de un lago amarillo.
Jorge salió de aquel lugar y echó a correr. Estaba temblando.
4. Responda, no piense:
A. Técnicamente no se puede comparar a un trompetista con un
clarinetista.
B. Técnicamente los vasos se sostienen con cuatro dedos y no con
tres.
C. Técnicamente el amor te mata.

294
ACTO V

Jorge encontró la llave de casa de Sara dentro de una de las cajas de


zapatos, en un altillo. El cartón estaba gastado y era muy áspero. Un
pañuelo de algodón envolvía la llave, justo al lado de una foto de Sara y
Jorge en el barco pirata del parque de atracciones. Sara se habría olvi-
dado de que existía esa copia de seguridad.
Era una llave alargada, con forma de sable diminuto. Jorge pasó el dedo
por las muescas con mucho cuidado como si esperara cortarse. Pero
sólo notó el tacto rugoso y frío del metal.
Esa misma tarde fue a casa de Sara. Sabía por el Facebook de ella que
habían vuelto a ingresar a su padre y que ella pasaba las tardes en el
hospital. Sara no le había llamado para decírselo.
Las fotos con el chico pelirrojo habían aumentado los dos últimos días.
Ahora había fotos al anochecer, los dos fingiendo que se besaban, pa-
seando junto a un lago, o el chico pelirrojo tocando en la calle mientras
ella le escuchaba ensimismada.
Sara vivía en un edificio del norte, una urbanización privada con pisci-
na. La familia de la madre de Sara tenía una empresa de zapatos. A la
urbanización se accedía con clave, tanto al complejo como al portal.
Jorge se las sabía de memoria, llevaban tres años sin cambiarlas.
Llovía. No era el típico chaparrón de verano, sino una lluvia fina y pun-
tiaguda que arañaba la cara de Jorge. En un parquecillo techado dos
niños cavaban en la arena. Usaban palas negras de plástico. Introdu-
cían con fuerza el borde, sacaban un buen puñado de tierra y lo tiraban
por ahí. No guardaban la arena en cubos ni en cualquier otro recipien-

295
te, era hacer un hoyo por hacer un hoyo, como si fueran a enterrar
algo.
Jorge empuñaba la llave y avanzaba deprisa. Pronto darían las nueve,
los hospitales cerrarían y la gente volvería a sus casas.
La casa de Sara olía a lavanda. Jorge distinguió las formas en la penum-
bra. No parecía haber cambiado casi nada. Faltaban un par de fotos en-
cima de una estantería del salón y había un cuadro distinto en el pasillo.

Cerró los ojos, extendió los brazos y caminó en silencio, palpando las
paredes y los muebles. Gotelé abultado, cuero tibio, madera lisa, telas
suaves.
La puerta de la habitación de Sara estaba cerrada. Ella era así, le gusta-
ba cerrarla siempre, aunque no estuviese en casa. Lentamente giró el
pomo. Un aroma a sudor, a chocolate (Sara adoraba el chocolate) y a
eucalipto le golpeó de pronto. Recordó un paseo por el bosque el día
del cumpleaños de Sara, los dos corriendo bajo los árboles mientras
llovía.
La habitación estaba a oscuras pero no encendió la luz. Avanzó pal-
pando hasta que pisó algo flexible, junto a la cama. Era un libro. Sara
solía dejar los libros en el suelo, decía que así lo hacían los franceses.
Agarró el libro, abrió la ventana y lo lanzó lo más lejos que pudo. El
libro se adentró en la lluvia, atravesó las ramas de un abeto y se estrelló
en el aparcamiento.

Jorge, entonces, se tumbó en la cama. Estaba hecha a la perfección.


Sólo una sábana y una colcha con relieve a cuadros. Deshizo la cama y
palpó el colchón. Acercaba la mano y la retiraba como si fuera una
sartén hirviendo. Pero no estaba caliente, tampoco fría, sino de una
tibieza extrema, como si aún conservara el calor humano de Sara.

296
Fue a la mesilla de noche y abrió el cajón. Toqueteó los objetos e inten-
tó distinguirlos a la luz de la calle: Un paquete de pañuelos de papel,
unos pendientes que Jorge le había regalado, un bloc de notas, una caja
azul de preservativos, un bolígrafo.
Arrojó todo por la ventana menos el bloc de notas. Se sentó en la silla
de escritorio e intentó leerlo en la oscuridad. Era un diario. Había en-
tradas desde hacía unos siete meses, mucho antes del verano. Sara no
escribía todos los días, más bien una o dos veces por semana. La prime-
ra mención del chico pelirrojo era de cinco meses atrás. Según el diario,
Sara le había conocido en el otorrino, cuando tuvo ese constipado por-
que se empeñó en no secarse el pelo al salir a la calle. Él leía una revista
de música y ella le había preguntado sobre el tema, luego él la había
invitado a un concierto y ella había ido con una amiga.
También se hablaba de Jorge, pero siempre con frases breves, a modo
de resumen, como anotaciones de alguien que va a la compra. A partir
del segundo mes, las referencias al chico pelirrojo eran claramente obs-
cenas.
Jorge fue a la cocina, abrió el armario debajo del fregadero y sacó cinco
botellas de vino, el gran reserva que a Sara tanto le gustaba. Vació el
contenido en el cubo de la fregona y, una vez lleno, tiró dentro la libre-
ta. Se hundió despacio, con un vaivén del líquido oscuro.
Jorge regresó al cuarto de Sara y abrió todos los cajones. Volcó el con-
tenido en la cama, también los libros de las estanterías y lo que había
encima del escritorio. Finalmente fue arrojándolo todo al cubo con
vino. Aunque primero lo palpaba con los ojos cerrados y jugaba a adi-
vinar qué objeto era. Si acertaba alzaba los brazos, como en las clases
de teatro.

297
Bragas de encaje, un libro sobre el romanticismo, una colección de
anillos de plata, fotografías, un mono de peluche con mucha barriga,
dos entradas caras para un concierto de jazz el próximo invierno, bolí-
grafos, lápices de colores, una baraja de cartas recién comprada, me-
dias, los colgantes y postales que Jorge le había regalado, un jersey de
punto, una blusa, dos minifaldas…
Cuando el cubo estaba a rebosar, Jorge abría la ventana y volcaba el con-
tenido. Luego llenaba el cubo de nuevo con agua y añadía lejía o leche.
Estuvo así casi una hora hasta que no quedó nada que arrojar a la calle.
Afuera seguía lloviendo y estaba muy oscuro debido a la tormenta.
Como era verano las farolas aún no se habían encendido. En el apar-
camiento de debajo se desparramaba todo, sobre el asfalto, como un
cementerio de objetos raros.
Jorge se sentó en el sofá del salón y tomó aire. Estaban las mismas
almohadas sedosas, con hilos colgando en los extremos. Encendió el
televisor.
Echaban un programa antiguo de cómicos y payasos. Un tipo bajito
vestido de bufón, daba saltos y se burlaba de los cursis, los afectados y
los sensibleros.
Jorge suspiró y dijo en voz alta:
―El polvo es tierra.
Se levantó y escribió una nota de disculpa en la que pedía perdón por
el estropicio y prometía no volver a hacerlo. No la firmó. Dejó la nota
sobre el colchón, ahora sin sábana ni almohada.
Estaba a punto de irse cuando oyó el mecanismo de la puerta del as-
censor. Se quedó inmóvil y escuchó dos voces. Una voz aguda y otra
con acento inglés. Corrió a la cocina y rebuscó en los cajones. La luz del

298
descansillo emitía un zumbido sordo. Agarró un cuchillo, uno grande
para la carne. Risas. Un silencio. Risas. El chasquido de la llave en la
cerradura girando. Otro silencio. Más risas. Y Jorge avanzó, cerrando
los ojos y el cuchillo en la mano derecha.
―Pues entonces, veneno, haz tu obra.

4. Esta es la última pregunta del último acto del último instante:


A. Jorge acuchilla, mata, muere, alguien escribe un test con la his-
toria de Jorge.
B. Jorge se acuchilla, se mata, se muere, alguien escribe un test con
la historia de Jorge.
C. Las dos anteriores son correctas e incorrectas al mismo tiempo.

Por favor cuente sus respuestas y verifique qué personaje de Hamlet


es usted.

Mayoría de respuestas A: Usted es Hamlet. Si además se llama Jor-


ge, llegará el día en que estará en una cocina, a oscuras, con un cuchillo
en la mano, avanzando. Se oyen risas. Ser o no ser.
Mayoría de respuestas B: Usted es Hamlet padre, Horacio, Marcelo,
Fortinbrás, Laertes, Ofelia, una camarera árabe, el destello de un traje,
una hormiga, un niño que cava un hoyo, llueve, algo está sonando en el
aparcamiento, se oye un grito en la urbanización de vecinos.
Mayoría de respuestas C: usted es el rey Claudio, Gertrudis, Polonio
y si además se llama Sara ahora mismo está abriendo la puerta de su
casa, alguien le besa la boca, hay una peste a vino en el ambiente, la do-
ble cerradura de la puerta no está echada. Su padre está enfermo, su
nuevo amigo íntimo es músico. Aún no sabe como explicárselo a su no-

299
vio de toda la vida. Casi es feliz. Y afuera, en la calle, cae la lluvia. Cae la
lluvia como el telón de una tragedia.

300
ÍNDICE

Prólogo .......................................................................................................................................... 7

Escrito al defensor universitario .................................................................................. 13


Notas para una comedia en cinco actos ................................................................ 25
Infierno Chico.......................................................................................................................... 49

Tres muertos de por medio............................................................................................. 61

Silencio, por favor ................................................................................................................. 75


La mirada de otelo................................................................................................................ 93
Escena 1 .............................................................................................................................. 95
Escena 2 .............................................................................................................................. 99
Escena 3 ........................................................................................................................... 103
Escena 4 ........................................................................................................................... 107
Escena 5 ........................................................................................................................... 109
Escena 6 ........................................................................................................................... 113
Escena 7 ........................................................................................................................... 115
Escena 8 ........................................................................................................................... 119
Escena 9 ........................................................................................................................... 123
Escena 10 ........................................................................................................................ 125
Escena 11 ........................................................................................................................ 127
Escena 12 .........................................................................................................................129
Escena 13 .........................................................................................................................133
Dignos de ser .........................................................................................................................135
Acto I ...................................................................................................................................137
Escena I.......................................................................................................................139
Acto II .................................................................................................................................141
Escena I.......................................................................................................................143
Escena II .....................................................................................................................145
Escena III ...................................................................................................................149
Acto III................................................................................................................................153
Escena I.......................................................................................................................155

Hormigas en tu semana...................................................................................................157

Lobos .........................................................................................................................................183

Marcos y Chloé .....................................................................................................................203

¿Quién es ese hombre cubierto con sotana? ........................................................217

Lear y Rael ..............................................................................................................................237


La rosa de la bahía ..............................................................................................................247
¿Qué personaje de hamlet serías? Un test trágico en cinco actos ........... 277
Acto I .................................................................................................................................. 279
Acto II ................................................................................................................................ 283
Acto III............................................................................................................................... 287
Acto IV ............................................................................................................................... 291
Acto V ................................................................................................................................ 295

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