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ar/39984-femicidio-y-los-limites-de-la-formacion-juridica
Pregunto, aún sabiendo que la ley no es causal de comportamientos a menos que persuada y que
disuada: la ley no puede legislar, en el sentido de emitir un discurso eficiente, una declaración de
intenciones, para contrarrestar esta avalancha de acumulación de poderío y sus excesos
exhibicionistas? La ley no puede aunque sea declararse e intentar persuadir y educar a la sociedad a
favor de los expropiados, de los onerosamente tributados, por las necesidades de reproducción de
ese poder? La ley no puede leer las relaciones de poder y legislar para contenerlas, al menos
performativamente y a la manera de un conjuro que espera y cree que la magia ocurrirá? La ley no
debería ser acaso la expresión de deseo de una sociedad herida por el espectáculo bochornoso de
sujetos erotizados por su propia potencia, una sociedad que sufre ante los casos de Lucía, de
Micaela, de Araceli, y de tantos otros para cuyas iniciales no alcanzarían las letras del abecedario.
Pero la ley solo puede expresarse en términos de una “ciudadanía” cuya ficción es obligada a
sustentar.
Como he afirmado muchas veces, la ley no es otra cosa que un sistema nominativo eficiente, con
una capacidad particular de persuadir y disuadir, pues sin esas condiciones no obtiene causalidad
sobre el comportamiento de las personas de una sociedad. Por eso el acceso e inscripción en ese
sistema de nombres es tanto o más importante que la eficacia material de las sentencias, y de ahí
que hablemos muchas veces del “derecho a nombrar el sufrimiento en el derecho”. El martillo del
juez es lo que mantiene – o no- la vigencia y la audibilidad de esos nombres, y no al contrario. No
se trata de castigar más, se trata de colocar la voz de los derechos en un circuito en el que pueda ser
oída por muchos, se trata de entender que la ley, si no actúa como una pedagogía, no transforma los
gestos que instalan y reproducen el sufrimiento.
2. En otro momento, el autor nos dice que “Las marchas y manifestaciones públicas son medios de
lucha positivos que generan conciencia contra la cultura machista, pero en lo inmediato no tienen
eficacia preventiva (sic), tanto más si en realidad lo que se está registrando es un aumento de la
frecuencia femicida”. Dos enormes equívocos se manifiestan en esa frase. Apenas los apuntaré aquí.
El primero de ellos es su irreflexiva aproximación a un argumento ya conocido por nosotras, que
atribuye el mal a los comportamientos de la víctima: las marchas tendrían, desde esta mirada
incómoda y desagradada -reaccionaria podríamos decir sin temor a equivocarnos- ante el bullicio de
las calles, un efecto contraproducente, pues serían el motivo de lo que buscan abolir. Una vez más
nos deparamos con el desconocimiento y la lejanía que Zaffaroni guarda con respecto a la reflexión
feminista: las marchas promueven una “consciencia de género”, permiten que las mujeres
percibamos que hay amparo, y, por sobre todo, que hay “otras formas de felicidad” al alcance, bien
al alcance, de nuestra manera de ser, modeladas por nuestras tecnologías de sociabilidad y estilos de
politicidad, que ahora renacen después de un largo sometimiento y letargo. En segundo lugar,
nuestro letrado adhiere aquí, al parecer sin percatarse, al cortoplacismo de los malos periodistas, de
los jueces y policías, y del sentido común de la masa, porque apunta a una “eficacia preventiva”
que debe obtenerse “de inmediato”. Surge una duda: cómo sería este “de inmediato”; qué solución
sumaria sería esa? No ingresa aquí el autor en ruta de colisión con las grandes contribuciones que él
mismo ha aportado en su esfuerzo permanente por pensar el crimen y las penas en el tiempo largo
de la historia? Sin embargo, quienes conocemos el tema, sabemos bien que la objeción permanente
de aquéllos que en sus actos de gobierno poco demuestran importarse con el bienestar de personas y
de pueblos recurre siempre al argumento de la “celeridad”.
3. Sorprendente es también el momento en que nuestro autor sugiere su solución, pues escribe: “hay
que hacer algo diferente”, y estamos de acuerdo. Pero una vez más nos decepciona cuando lo que
concibe queda restringido a una investigación que no ultrapasa las fronteras del campo del derecho,
aprisionada en la miopía de los legajos judiciales, con su imperativo de “reducción a términos”, es
decir, de la exigencia de tamizar y convertir la riqueza de la pluralidad de historias a la grilla de los
términos jurídicos y categorías del ritual judicial. Además, los legajos judiciales están dictados,
redactados y transcriptos por personas que no tienen la menor preparación en el tema de las
violentas relaciones de género, en un judiciario que ha dejado en evidencia incontables veces su
gran defecto: no consigue pensar en términos de las relaciones de poder constituidas por la
asimetría entre las posiciones femenina y masculina de la sociedad, sustentada por un imaginario
colectivo de gran profundidad histórica y muy difícil de desestabilizar. Y también se equivoca
cuando afirma que en el terreno de los feminicidios “las cifras oscuras” del derecho –aquellos
crímenes que no resultan en sentencias- no constituyen un problema, ya que en términos
cuantitativos, la mayor parte de ellos son perpetrados por personas conocidas fácilmente
identificables. Se equivoca porque la cuestión no es en modo alguno cuantitativa sino cualitativa,
hermenéutica, de comprensión del tema. Y porque el problema no es la identificación del culpable
sino el tratamiento, las resoluciones y los encaminamientos que jueces, fiscales y otros agentes
estatales dan a los casos que nos ocupan. Y se equivoca porque no solo en Colombia y los países de
América Central y México hay fosas comunes donde yacen cuerpos que han estado expuestos a la
dominación y a la masacre sexual, en nuestro país también las hay, y son recientes. Sucede que sin
entender y vincular los crímenes públicos y bélicos de género, anónimos, y nunca resueltos, que,
según el letrado abultan “las cifras oscuras” del derecho, no podemos iluminar ni el papel ni el
significado de ningún ataque sexual, y viceversa – un campo clarifica el otro.
Por eso decimos que la solución sin salir del campo jurídico es imposible. La ley solo puede
tipificar la punta del iceberg, es decir, transformar en crimen punible algunas formas de violencia
emanadas de la dominación de género, del castigo misógino, homofóbico y transfóbico que la
posición del patriarca impone a todo lo que desafía su mandato y lo desacata. Pero el problema solo
puede indagarse, entenderse y ser tratado de forma eficaz en el cuerpo del iceberg, que es su caldo
de cultivo, es decir, en la vida de la sociedad. El meollo del argumento zaffaroniano, así como de la
perspectiva general del derecho y los propios límites de la concepción de lo legislable, converge en
la falsa idea de la predominancia del fuero íntimo de todo delito del orden de género. Hoy la punta
teórica del feminismo contesta el carácter libidinal y erotizado de los crímenes de género y los
clasifica como crímenes de poder, en un sentido complejo
[1] “Un elefante mató el pasado viernes a un conocido cazador en una reserva de la región de Gwayi de Zimbabue, al
oeste del país, al caer sobre él tras recibir un disparo, según han informado este lunes responsables y medios locales. Se
trata del sudafricano Theunis Botha, uno de los cazadores profesionales más experimentados del mundo y experto en
piezas grandes. Botha organizaba caza de trofeos para clientes, sobre todo de Estados Unidos, dispuestos a pagar miles
de dólares por matar a leopardos, jirafas, elefantes y otros animales”. ( “La dramática muerte de uno de los cazadores
más famosos del mundo”. El Pais, Crónicas internacionales, Madrid, 13 de mayo de 2017)