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Los Libros de Erigiend.

II

El Fuego Sagrado.
Introducción.

Los Libros de Erigiend I: Valyrzon en busca del Malored.

El Libro Primigenio narra el viaje de Siel Valyrzon de Unax, Intelyon de Gatha, Hanzui de Joke,
Deh-Jilon de Sagor y el bikarnio Beawinhor (un caballo alado capaz de hablar) a la Tierra Blanca
de Agantyan, buscando una piedra mágica llamada Malored para devolvérsela al dios Odeon.
Enfrentan a los Thenagon, fantasmas plateados y malignos, cuyo rey, Angel, deseaba poseer el
Malored. Cien años después de la búsqueda, Valyrzon viaja en el tiempo con el Malored a la
época actual, en la que conoce a una joven llamada Mila Kotka y a su padre Ivan. Les cuenta su
historia, ellos la aceptan y lo alojan en su hogar; Valyrzon y Mila se convierten en grandes
amigos.

Los Libros de Erigiend II: El Fuego Sagrado.

El Libro Primero narra el cumplimiento de una misión encomendada por el dios Odeon a
Valyrzon, la cual llevará al muchacho oriundo del reino de Sadornia y a sus amigos a través de
un extenso territorio en la búsqueda de un nuevo objeto divino.

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Capítulo 1: La fortaleza en las arenas.

La habitación era muy grande. Había sido construida con piedra de un hermoso color azul,
traída en grandes bloques desde el reino oceánico de Aquaban. Los hábiles trabajadores cilistras
se las habían ingeniado para erigir, en el centro del desierto terrano de Luzac, la Fortaleza del
Tiempo, la cual estaba conformada únicamente por aquella gran habitación de piedra azul.
Al terminar su trabajo, los cilistras regresaron a su reino. No entendían por qué, de todos los
lugares en los que se podría haber construido el Fortaleza del Tiempo, el dios Odeon les había
ordenado que lo hicieran en un desierto terrano. Sin embargo, como todos entendían, él tenía
sus razones, y los cilistras le obedecían.
La razón la supieron muchos años después, cuando por orden del dios Odeon un grupo de
jóvenes guerreros volvió a Luzac. El Fortaleza del Tiempo se hallaba en ese momento fuera de
la vista, cubierto por una delgada capa de arena. Pero lo que sí pudieron ver, a escondidas, fue a
un grupo de terranos, que se acercaban lentamente al lugar donde se hallaba enterrada la
construcción. Sólo cuando caminaron por la parte superior de la habitación, y uno de ellos cayó
a través de la arena hacia dentro de la Fortaleza del Tiempo, los cilistras comprendieron por qué
sus antepasados habían dejado un pequeño boquete en el cielorraso de la construcción.
-¡Señor Kotka! ¿Se encuentra bien? –exclamó uno de los hombres mirando a través del boquete
hacia abajo.
-¡Sí, Nazajem! ¡Vaya, tienes que ver esto! ¡Es realmente impresionante!
Nazajem les dijo a los tres hombres restantes que esperaran allí y saltó hacia abajo. El señor
Kotka, un hombre de unos cuarenta años, alto, delgado, de cabello y ojos negros, observaba a su
alrededor fascinado: se hallaban ante un hallazgo sorprendente. Recorrió la habitación de un
extremo a otro, y aunque no halló ningún objeto ni inscripción que le pudiera revelar qué hacía
una construcción de tal magnitud enterrada en medio del desierto, al subir a la superficie
sonreía de oreja a oreja. Nazajem no entendía qué era lo maravilloso, pero no hizo ninguna
pregunta. Tenían que regresar cuanto antes a la ciudad, así que siguieron su camino. El señor
Kotka volvería, claro está, pero acompañado por su hija y el muchacho alto, de cabello negro,
ojos azules y muy simpático que ella había conocido días atrás, y que vivía con ellos en su casa.
Cuando Mila Kotka y Siel Valyrzon de Unax escucharon el relato de lo que había sucedido,
reaccionaron de distintas formas.
-Puede ser cualquier cosa, como un antiguo depósito abandonado –dijo Mila sin interesarse
mucho.
-O tal vez una construcción de mi época –sugirió Valyrzon emocionado-. Es muy probable; la
piedra azul puede ser piedra aquiana.
-De todas formas, quiero que me acompañen mañana –dijo el señor Kotka-. Nazajem no debe
saber de esto; no le importan los descubrimientos, sólo quiere hacer su trabajo y ya. Aunque no
lo culpo por eso.
Mila y Valyrzon aceptaron. Luego de cenar, los tres se dirigieron a sus habitaciones, y cuando
Valyrzon entró a la suya se extrañó al ver una columna de luz blanca cerca de la ventana. El
muchacho cerró la puerta de la habitación y se dio vuelta. Entonces oyó una voz, proveniente
de la columna de luz:
-Siel Valyrzon de Unax, necesito una vez más que me prestes tus servicios.
-¿Dios Odeon? –preguntó el joven, atónito.
-Así es –dijo la voz-. Terribles hechos sucederán, y el único que puede evitarlos eres tú, con mi
ayuda.
-¿Es verdad?
-Sólo si tú decides hacerlo te lo explicaré, Valyrzon.
-Si hay algún modo de evitar que algo malo ocurra, debo llevarlo a cabo.

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-De acuerdo. Existe un objeto muy poderoso, el cual creé temiendo una posible destrucción del
Malored. Es tanto o más poderoso que la Piedra Divina, pero más difícil de encontrar, y una
persona quiere apoderarse de él. Tu misión es encontrar ese objeto antes que esa persona,
porque si él lo posee, dominará la Tierra y nadie podrá detenerlo.
-Pero, ¿cómo comenzaré la búsqueda?
-Debes ir, como lo habías planeado, al Fortaleza del Tiempo, con Ivan y Mila Kotka.
-¿La construcción encontrada por el señor Kotka es el Fortaleza del Tiempo?
-Así es. Allí colocarás al Malored en el suelo; se producirá un destello, y sabrás que has viajado
en el tiempo, a la época en que destruiste a los Thenagon.
La columna de luz desapareció. Valyrzon, confundido, apagó la luz de la habitación y se acostó,
pensando en lo que el dios Odeon le había dicho y preguntándose para qué tenía que volver al
tiempo en que los Thenagon habían sido destruidos.
Al día siguiente, Valyrzon les contó a Mila y el señor Kotka lo sucedido. Ambos se
entusiasmaron al saber lo que les ordenaba el dios Odeon, y aceptaron encantados acompañar
al muchacho al Fortaleza del Tiempo; así, luego de desayunar y prepararse, los tres
abandonaron el hogar donde vivían sin llevar nada más que el Malored y una cantimplora con
agua.

Capítulo 2: El rebelde Thenagon.

Miles de años antes, a muchos arhs1 de allí, en una gran isla con extensas playas y una inmensa
y tupida selva, un hombre de unos treinta y cuatro años despertaba asustado luego de una larga
noche de pesadillas. Se puso de pie rápidamente, mirando la habitación a oscuras que se
extendía a su alrededor con nerviosismo, y se abrochó la vieja y raída capa de tela. Miró a su
lado. Un joven Thenagon dormía apaciblemente, acostado en una gran cama hecha de huesos
humanos. El humano se arrodilló junto a él y le dijo en voz baja:
-Rolgan, despierta.
El Thenagon abrió los ojos de inmediato.
-¿Ya es la hora, Arghant? –preguntó. Parecía estar más asustado que el humano, puesto que al
ponerse de pie se tambaleó y cayó al frío suelo de tierra de la habitación. Se levantó velozmente,
temblando, y miró a Arghant.
-Debemos ponernos en marcha –dijo él-. Si los guardias saben que hemos huido, nos
perseguirán y nos matarán.
Rolgan asintió. Arghant y él salieron silenciosamente de la habitación y corrieron tan rápido
como les fue posible; sin embargo, eso no impidió que uno de los Thenagon que vigilaban la
casa despertara y viera la sombra de Arghant. Cuando Rolgan y el humano se vieron
perseguidos, corrieron al límite de sus fuerzas, y consiguieron así llegar a la costa, donde un
bote preparado hacía horas por Arghant esperaba, meciéndose ligeramente con el suave oleaje.
Rolgan, como los demás Thenagon, era mucho más rápido que Arghant, por lo que pudo llegar
antes que él al bote y comenzar a moverlo para escapar de la Isla. Mientras tanto, Arghant
corría hacia Rolgan, perseguido por una veintena de Thenagon armados con arcos, flechas y
lanzas. Uno de ellos se detuvo y preparó su arco, apuntó a Arghant y disparó. La flecha se
dirigió limpiamente a una de las piernas de Arghant, y lo hizo caer poco antes de llegar al bote.
-¡Vete, Rolgan! ¡Apresúrate! –le gritó al joven Thenagon.
-¡Claro que no! –replicó Rolgan. Se acercó a Arghant y lo llevó a rastras al bote. Remó tanto
como pudo, y finalmente se alejó de la Isla. Entonces se volvió hacia Arghant.
-¿Estás bien?

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Un arh es una medida antigua que equivale a un kilómetro y medio.
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-Sólo me hirieron –respondió Arghant, sosteniéndose la pierna herida. Arrancó la flecha
ensangrentada y la arrojó al mar. -Gracias, Rolgan. Te debo la vida.
-Estamos iguales –dijo el joven Thenagon-. Tú me has salvado la vida antes.
Siguieron navegando tranquilamente, ayudados por un suave viento que los llevaba en la
dirección correcta, como si la naturaleza supiera su destino.

Miles de años después, en el desierto de Luzac, Valyrzon, Mila y el señor Kotka llegaron, tras
una larga caminata, a la Fortaleza del Tiempo. Uno a uno, saltaron por el agujero en la arena y
cayeron al azul suelo de la habitación. Cuando se hubieron puesto de pie, Valyrzon posó al
Malored en el suelo de piedra, y éste emitió el destello del que había hablado el dios Odeon.
Los tres miraron a su alrededor. La habitación se hallaba en penumbras, y la única luz provenía
del Malored. Valyrzon lo tomó y lo usó para iluminar mejor el salón.
-¿Qué sucedió? –preguntó Mila.
La Fortaleza del Tiempo se iluminó repentinamente por una columna de luz blanca que
apareció junto a Valyrzon. Éste, sorprendido, retrocedió, y a continuación hizo una reverencia.
Mila y su padre lo imitaron.
-Para contestar a tu pregunta, Mila –dijo el dios Odeon-, les diré que han retrocedido en el
tiempo. Se hallan en el Fortaleza del Tiempo, enterrado en el antiguo reino de Sadornia, en el
desierto de Luzac. Fuera los esperan dos cilistras, Yhonoraia y Shdokore, a quienes he enviado
para que los lleven a Agantyan.
-¿Agantyan? –repitió Mila sorprendida-. ¡Genial!
-Allí, Valyrzon, tienes que conseguir que un joven Thenagon te acompañe de regreso aquí.
Buena suerte.
La columna de luz desapareció. Valyrzon, al igual que Mila y el señor Kotka, pensaba que la
misión que el dios Odeon le había encomendado carecía de sentido. ¿Por qué habría de evitar la
destrucción de un Thenagon, aunque se tratara de un joven, si toda la raza era igualmente
maligna, sin excepción? Pero si el dios Odeon le había ordenado que encontrara al joven, lo
haría.
Con ayuda de los cilistras, Valyrzon, Mila y el señor Kotka subieron a través del agujero en el
cielorraso a la superficie, donde Yhonoraia y Shdokore les explicaron el recorrido que harían
para llegar a Agantyan. Luego subieron a una especie de carruaje de piedra, que tenía cuatro
ruedas formadas por una niebla extraña y de color salmón, y se dirigieron a la costa de Sadornia
más próxima, donde terminaba el desierto de Luzac.
Llegaron rápidamente a un puerto sadornio, en el que los esperaba el barco más grande y
hermoso que habían visto. Era de madera negra, y tenía detalles llamativos de plata que
brillaban con la luz de la joven luna. Sus grandes velas, de un blanco puro, se mecían
suavemente al soplar las brisas nocturnas. Una hermosa rampa, larga y plateada, invitaba a
Valyrzon, Mila, el señor Kotka y los cilistras a abordar la embarcación, y así lo hicieron. Una vez
que estuvieron en el barco, Yhonoraia levantó la rampa, mientras Shdokore decía:
-Irkamule, Larelai–Oqua.–Miró a Valyrzon, Mila y el señor Kotka cuando el barco comenzó a
moverse-. Es el nombre de la embarcación en lengua cilistra. Significa “Espada del mar”.
-Es hermoso –dijo Valyrzon sinceramente. Y, tras una pausa, añadió: -¿Llegará a Agantyan a
tiempo para evitar que maten al Thenagon?
-Claro que sí –contestó Shdokore-. Nos sobrará tiempo.
-Y, ¿cómo viajaremos por Agantyan? –preguntó Mila.
-Tres bikarnios los esperarán allí –respondió Yhonoraia.
Ni Mila ni su padre habían viajado por la noche, y menos aún en un barco de aquellas
dimensiones. Mientras Valyrzon admiraba cada centímetro del Larelai-Oqua y conocía al resto
de la tripulación, ellos se maravillaban por la vastedad de las aguas oceánicas y el hermoso cielo
nocturno, salpicado de estrellas.
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Poco antes del amanecer, Valyrzon se acercó a Mila, quien continuaba mirando las aguas del
océano mientras pensaba en los aquianos. Tanto Valyrzon como ella y su padre suponían, a raíz
de lo que Valyrzon sabía, que los habitantes del mar eran los antepasados de Mila.
-¿No quieres ir a descansar? –preguntó Valyrzon. El señor Kotka dormía hacía horas, agotado
por el largo viaje, pero Mila parecía no tener mucho sueño.
-No aún –contestó la chica. Se volvió hacia su amigo y le preguntó: -¿Sabes qué es lo que mueve
al barco, Valyrzon? No tiene remos ni otro mecanismo para hacer que avance tan rápidamente
como lo hace. Sólo las velas. Además, no produce ruido alguno.
-Le pregunté a Shdokore –dijo Valyrzon-, y me explicó que, bajo el barco, hay remolinos de
aquella niebla que formaba las ruedas del carruaje. Es niebla del reino cilistra, muy especial, que
hace flotar y moverse velozmente a cualquier objeto. Los cilistras utilizan esta niebla hace siglos.
Poco después, al amanecer, ambos se fueron a descansar. El interior del Larelai-Oqua era muy
elegante, y sus aposentos eran tan cómodos que se durmieron enseguida. Y, mientras ellos
descansaban plácidamente, en el palacio eaferthiano un aquiano llamado Deh-Jilon salía de la
habitación que compartía con sus amigos, caminaba por un par de corredores, atravesaba el
salón del trono y el vestíbulo, y salía de la morada de los reyes para dar un paseo por el oscuro
y silencioso valle. Hallándose cerca de la cueva por la que se accedía a Eaferth, miró hacia ella, y
se sorprendió grandemente al ver a un joven Thenagon llamándolo mediante señas. Se alejó de
allí apresuradamente, pero cuando caminaba hacia una arboleda sintió que una mano lo tocaba,
por lo que se volvió sobresaltado. Se trataba de un hombre un poco mayor que él, de
penetrantes ojos azules y cabello castaño desordenado, ataviado con una vieja vestimenta
sadornia. Era Arghant. Tras él, Rolgan lo miraba asustado.
-Mira, estoy cansado, me siento mal y tengo que proteger a Rolgan hasta que podamos huir de
aquí hacia un lugar seguro –dijo cansinamente Arghant-, así que, por favor, óyeme bien. Rolgan
es el único Thenagon que quiere ayudar a los agantyos y sus aliados, y piensa que lo único que
puede hacer por ustedes es decirles algo sobre los ejércitos enemigos. Además de los Thenagon,
vienen en camino todos los aquianos que existen, además de una gran cantidad de fekarnos y
sumaderios, y... ah, sí, unas bestias aladas llamadas fagondas. No reveles la fuente de esta
información cuando la menciones a tus amigos. No nos hemos visto nunca, ¿de acuerdo?
Deh-Jilon alcanzó a asentir con la cabeza antes de que el humano y el Thenagon corrieran
rápidamente hacia la caverna por la que habían entrado al valle y desaparecieran por ella.
Regresó al palacio apresurado, al tiempo que, a algunos arhs de allí, el Larelai-Oqua llegaba a
las costas agantyas. Valyrzon, Mila y el señor Kotka, protegidos del frío por largas capas de
terciopelo verde, descendieron del barco y caminaron un trecho por la tierra de nieve hasta
divisar a tres jóvenes bikarnios, que esperaban para remontar vuelo. Emprendieron así la
búsqueda del Thenagon a gran altura, mirando la superficie blanca y helada del reino agantyo,
por largo tiempo. Viraron bruscamente en varias ocasiones debido a las grandes montañas que
parecían nacer sorpresivamente ante su paso, y luego de unas horas de vuelo aterrizaron,
puesto que una furiosa tormenta se había desatado. Se refugiaron en una caverna muy grande,
que parecía haber sido antiguamente el hogar de un agantyo, y esperaron que la tormenta
amainara.
Luego de lo que parecieron horas, vislumbraron dos figuras que se acercaban a ellos; una de
ellas, casi invisible, parecía ser un joven cuyo cuerpo era plateado, y la otra era la de un hombre
un poco más alto, vestido con ropas de color marrón claro. Ambos hombres llegaron a la
caverna, y al verlos mejor Valyrzon pudo comprobar que se trataba de un Thenagon y un
humano.
-Apresúrense y entren –les dijo. El humano, receloso, preguntó:
-¿Quién eres tú?
-Mi nombre es Valyrzon. Vengan, no les haremos daño. Buscamos a un Thenagon, el cual creo
que te acompaña.
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El humano y el joven Thenagon entraron a la cueva y se sentaron en el suelo como los demás.
-¿Por qué buscan a Rolgan? –quiso saber el joven hombre. Parecía desconfiar aún de Valyrzon.
-Eso es lo que quiero saber, y lo averiguaremos si nos acompañan –dijo Valyrzon-. ¿Cómo te
llamas?
-Arghant, de la ciudad sadornia de Nartros –respondió-. En realidad, hace veinticinco años que
no estoy en Sadornia. Los Thenagon me esclavizaron cuando tenía nueve años, y desde
entonces sirvo a Rolgan y su familia. Hace poco logramos escapar de la Isla de los Thenagon, y
casi nos matan, así que debemos tener mucho cuidado al viajar.
-Tenemos que regresar a la costa agantya cuando la tormenta cese –dijo Valyrzon-. Allí nos
espera un barco cilistra para transportarnos a Sadornia. Debemos ir al Fortaleza del Tiempo.
Arghant asintió y miró a Mila y el señor Kotka, quienes no habían hablado durante todo ese
tiempo. Padre e hija le devolvieron la mirada amablemente, y Arghant les preguntó:
-¿Quiénes son ustedes?
-Yo soy Mila Kotka, y él es mi padre –respondió Mila-. Somos amigos de Valyrzon.
-Ah –dijo Arghant. Cerró los ojos y no los abrió durante un rato; cuando lo hizo, dijo: -¿Alguno
de ustedes sabe curar una herida de flecha?
Sólo en ese momento Valyrzon notó que una de las piernas de Arghant sangraba, manchando la
nieve con un tono rojizo. Pensó en que, seguramente, un Thenagon lo había herido, tal como le
había ocurrido a Hanzui de Joke en una ocasión cuando huían de la Isla. Entonces recordó
haber leído en un libro agantyo algo sobre las armas Thenagon, y poniéndose de pie se acercó a
Arghant para examinar su herida. Era profunda, y la piel a su alrededor se estaba tornando
levemente plateada, lo cual le resultó preocupante a Valyrzon.
-¿Puedes sanarla? –le preguntó Arghant.
-No, pero los cilistras podrán hacerlo –dijo el muchacho-. Tenemos que regresar cuanto antes al
Larelai-Oqua, o de lo contrario te sucederá algo horrible.
-Sí, sí, ya lo sé –repuso Arghant-. Si la herida no es curada en un día, es probable que me
convierta en un Gaonnet.
-¿Qué es eso? –preguntó Mila.
-Los Gaonnet son seres, de cualquier raza, que han sido envenenados con armas Thenagon y
adquieren ciertas características de esa raza –explicó Valyrzon-. Y una de esas características es
ser totalmente maligno, con lo cual todos correríamos peligro.
-Hay que ponerse en marcha –dijo el señor Kotka, levantándose y tendiéndole la mano a su hija.
Valyrzon ayudó a Arghant a ponerse de pie, mientras Rolgan salía de la caverna para saber si la
tormenta había cesado.
Tras haber remontado vuelo en los bikarnios, todos se protegieron con sus capas debido al
gélido viento que soplaba sobre Agantyan. Valyrzon había permanecido durante cien años en
aquellas tierras, pero aún así no recordaba haber sentido tanto frío en toda su vida allí. Pensó
que tal vez en Egipto, donde había estado en los últimos días con Mila y su padre, hacía tanto
calor que se había desacostumbrado al clima de la Tierra Blanca.
Unas horas más tarde, cuando llegaron a las costas agantyas, Arghant demostró estar muy débil
por causa de la pérdida continua de sangre, por lo que necesitó la ayuda de Valyrzon para
poder caminar. Se despidieron de los bikarnios y abordaron nuevamente el Larelai-Oqua,
donde los cilistras atendieron rápidamente a Arghant. Así, unas horas más tarde, los demás
volvieron a ver al sadornio completamente saludable, con vestiduras nuevas y (como Mila se
encargó de hacer notar) mucho más aseado. Las preocupaciones de Valyrzon desaparecieron, y
el grupo se dedicó el resto del viaje a admirar el océano, que lucía muy diferente a su aspecto
nocturno.
Poco después de haber partido de Agantyan, Shdokore les comunicó que harían escala en una
isla llamada Ixtio, donde residía un grupo de humanos pacíficos a los que los cilistras solían

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entregar una cantidad determinada de niebla cilistra como regalo. Se desviaron de su curso
durante unos minutos, y al llegar a Ixtio el grupo no pudo dejar de asombrarse con lo que vio.
Era una isla muy grande, pero no se hallaba en el agua, sino que flotaba sobre una serie de
remolinos de niebla. Debido a que se hallaba a gran altura, Yhonoraia, Shdokore y el grupo de
viajeros necesitaron ascender a la parte superior del Larelai-Oqua para acceder a Ixtio; los
habitantes de la isla, que parecían ser un pueblo agricultor, los recibieron sonrientes y los
invitaron a recorrer su hogar.
-Lo siento, pero creo que no podremos –dijo Valyrzon-. Lo haríamos encantados, pero debemos
ir a Sadornia.
-Creo que tenemos tiempo, Valyrzon –dijo Mila, mirando a su alrededor. Los rodeaba el
ambiente más extraño y hermoso que habían visto alguna vez, con arroyos por los que corría
una sustancia anaranjada, árboles cuyos frutos eran pequeños y emitían débiles luces de colores
y grandes montañas completamente cubiertas por vegetación; las casas de los ixtianos,
construidas con una hermosa madera de color claro, flotaban gracias a la niebla cilistra sobre
amplios jardines de flores de maravillosas tonalidades, que crecían por doquier.
Valyrzon, que admiraba como los demás aquel extraño paisaje, sintió de repente que no debía
quedarse mucho tiempo, por lo que regresó rápidamente al Larelai-Oqua seguido de sus
amigos. Yhonoraia y Shdokore entregaron la niebla cilistra y se despidieron de los ixtianos,
retornando a su embarcación posteriormente.
Cuando ya se habían alejado de la isla, el señor Kotka le preguntó a Valyrzon qué le había
sucedido.
-Ese pueblo no es pacífico, señor Kotka –respondió el muchacho-. No sé por qué, pero creo que
es muy peligroso permanecer allí más de unos minutos.
El señor Kotka miró a Mila, quien tampoco parecía entender a Valyrzon. Sin embargo, no objetó
nada y permaneció en silencio hasta que llegaron a Sadornia.
Luego de despedirse por última vez de los cilistras, el grupo emprendió el largo camino hacia el
Fortaleza del Tiempo. Todos querían saber por qué el dios Odeon necesitaba a Rolgan, por lo
que caminaron apresuradamente y unas horas después, bañados en sudor, se hallaron en el
lugar. Uno a uno, saltaron hacia el interior de la habitación, preguntándose por qué los cilistras
no habían construido una escalera, y cayeron al frío suelo de piedra azul.
Una vez que se pusieron de pie, Valyrzon colocó al Malored en el centro del Fortaleza del
Tiempo, y luego de haberse producido el destello ya conocido lo tomó y lo guardó nuevamente.
Todos miraron a su alrededor, intentando descubrir algún cambio, pero nada parecía haber
sucedido. Entonces hizo su aparición el dios Odeon, como una columna de luz blanca a la que
Valyrzon se había habituado.
-Gracias por cumplir con tu misión, Valyrzon –dijo el dios Odeon-. Es de gran importancia que
Rolgan esté a salvo. Ahora te pido que salgas de esta habitación y asciendas nuevamente a la
superficie. Hanzui se acerca, y debes convencerlo de entrar aquí.
-¿Hanzui? –se extrañó Valyrzon-. ¿Cuánto hemos viajado en el tiempo?
-Cien años después –contestó el dios Odeon-. Tu amigo aún vive, y continúa siendo el rey de
Sadornia. En este momento está solo, y tal vez no lo reconozcas pues ha envejecido,
naturalmente.
-¿Cómo podré salir de esta habitación? –preguntó Valyrzon.
-Utiliza el Malored –sugirió Arghant, quien, gracias a lo que les había oído decir a los
Thenagon, sabía mucho acerca de la Piedra Divina.
Valyrzon sacó de su bolsillo al Malored y lo sujetó firmemente. El objeto emitió una luz que
envolvió al muchacho y lo transportó a la superficie, donde algo lo golpeó, derribándolo, y cayó
al arenoso suelo. Se puso de pie, mirando a su alrededor, y vio a un anciano de largos cabellos
blancos y ojos color miel, ataviado con una hermosa vestimenta similar a la utilizada por el rey

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Pendor, que lo miraba asombrado. A continuación abrazó a Valyrzon, y cuando se separaron el
anciano dijo:
-Valyrzon, creí que no te volvería a ver.
-¿Hanzui? –dijo el muchacho, sin creer lo que veía.
-Así es –asintió el anciano-. Vaya, parece ser que el tiempo no ha pasado sobre ti. ¿Qué haces
aquí?
-Lo sabrás si vienes conmigo –dijo Valyrzon. Lo guió hacia el boquete en la parte superior del
Fortaleza del Tiempo, y juntos saltaron hacia la habitación. Cuando se puso de pie, Hanzui miró
sorprendido a su alrededor, luego a los compañeros de Valyrzon, a la columna de luz blanca y
por último a su amigo, quien guardaba al Malored en su bolsillo.
-Me da mucho gusto que estés aquí, Hanzui –dijo el dios Odeon-. Tú me has prestado también
un gran servicio buscando el Malored hace un siglo.
-¿Dios Odeon? –preguntó el anciano, volviéndose hacia la columna de luz.
-Así es –confirmó el dios, y Hanzui se apresuró a reverenciarlo-. Te agradezco el haber
cambiado el culto al dios Shinun por la adoración a mi persona. Ahora necesito que me
escuchen, porque la misión que les encomendaré es muy importante. Tienen que encontrar el
Fuego Sagrado.

Capítulo 3: El bosque de Nalmor.

Valyrzon, que era el único que sabía qué era el Fuego Sagrado, dijo:
-¿El Fuego Sagrado, señor?
-Así es, Valyrzon –dijo el dios Odeon-. Hace siglos, los Thenagon lo quitaron del lugar donde
yo, su creador, lo había colocado, y lo ubicaron en un sitio desconocido para mí. Pero los
Thenagon han sido destruidos, y alguien debe encontrar el Fuego Sagrado para derrotar a un
ser más peligroso aún: alguien que desea dominar el mundo y destruir a sus habitantes.
-Disculpe, señor –dijo Rolgan. Todos lo miraron.-Quisiera preguntar, ¿para qué me necesitan?
-Oh, lo olvidaba –dijo el dios Odeon-. Hanzui, tienes aquel libro que llevaste en el viaje a
Agantyan, ¿verdad?
-Sí –dijo Hanzui, sacando de uno de sus bolsillos un libro pequeño y rojo.
-En su tapa, Linedi de Joke escribió unas palabras en una forma de lenguaje Thenagon –dijo el
dios Odeon-. El libro está escrito en lengua sadornia, pero en algunos fragmentos del texto
Linedi de Joke intercaló frases en el mismo lenguaje Thenagon, que son pistas para encontrar el
Fuego Sagrado. El único que puede traducirlas eres tú, Rolgan, y espero que estés dispuesto a
hacerlo, porque son de gran importancia.
La columna de luz desapareció. Hanzui le dio el libro a Rolgan, quien leyó las palabras de la
tapa con total seguridad.
-“Mion ul ashaf cracme dusui lo Trahask, smi yh Busan Languari” –dijo-. “Quisieras tú saber
dónde está el Fuego, ve a las Montañas Languari”.
-¿Sabes dónde están, Valyrzon? –preguntó Mila.
-Así es –contestó él-. Se encuentran en la isla de Owuan, en el helado Mar Blanco.
-¿Cómo llegaremos allí? –preguntó el señor Kotka.
-Por tierra –dijo Valyrzon-. Hay que ponerse en marcha, es un largo viaje hacia el norte. Ah,
Hanzui, creo que deberías...
Sacó al Malored de su bolsillo y tocó con él una de sus manos. Poco a poco, Hanzui volvió a ser
un joven de la misma edad de Valyrzon. Miró a su amigo sonriendo agradecido, y luego todos
miraron hacia arriba pensando cómo salir de allí.
-Pues, tendremos que volver a utilizar al Malored –dijo Mila.
Valyrzon asintió y ordenó a sus compañeros que se tomaran de la mano. Asiendo fuertemente
el Malored en lo alto, cerró los ojos y esperó haber sido transportado para abrirlos. Todos
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soltaron las manos de los demás y se pusieron en camino hacia el norte, llegando a las costas
sadornias tras unos minutos de caminata. Bordearon la costa buscando un muelle en el cual
abordar un barco para atravesar el mar, y llegaron así a un pequeño puerto donde un hombre,
amablemente, les ofreció una embarcación, sin reconocer a Hanzui como su rey debido al nuevo
aspecto de éste.
Mientras atravesaban aquel mar vieron, a poca distancia, la isla de Sador, donde se hallaba
Angeth, la capital del reino sadornio. Valyrzon añoraba aquella isla, la ciudad, y, sobre todo, a
sus padres. ¿Qué les habría sucedido durante su larga ausencia?
-Hanzui –le dijo a su amigo-, ¿has sabido algo sobre mis padres?
-Cuando regresé a Angeth me preguntaron por ti, y les dije que habías decidido vivir en
Agantyan –respondió Hanzui-. Se entristecieron un poco por eso, pero se alegraron al saber que
eras feliz.
-Fui egoísta al no regresar para visitarlos –se lamentó Valyrzon-. Si pudiera retroceder en el
tiempo, lo haría. Fueron los mejores padres que podría haber tenido.
-Qué hipócrita –dijo Mila-. Si quieres, puedes volver al Fortaleza del Tiempo y regresar unos
años para ver a tus padres.
-Sí, tienes razón –dijo el muchacho-. Pero creo que ahora es más importante buscar el Fuego
Sagrado.
Llegaron a la orilla opuesta poco después. Desde allí caminaron durante largas horas, hasta caer
la noche, y se detuvieron a descansar. Al día siguiente continuaron el camino y no cesaron hasta
cerca de la medianoche. Era un poco molesto descansar allí, en un territorio deshabitado y
constituido únicamente por arena, pero no tenían otra opción.
Luego de dos largas semanas de caminatas bajo un sol intolerante y breves descansos, el grupo
llegó a otro mar, donde se refrescaron y descansaron más tiempo del habitual. El señor Kotka
cargó con agua fresca su cantimplora para tener algo que beber durante el viaje y, minutos más
tarde, partieron nuevamente. Como esta vez no poseían ningún tipo de embarcación, bordearon
la costa de aquel mar y se internaron en una tierra un poco más húmeda, hacia el este, donde
comenzaron a ver las primeras plantas, que anticipaban grandes llanuras donde, según
Valyrzon, vivían pacíficas comunidades de pastores.
Las tierras arenosas y doradas fueron, poco a poco, siendo reemplazadas por fértiles terrenos en
los que vivían todo tipo de animales, y donde crecían plantas de gran altura. Unas semanas
después, hicieron su aparición los primeros árboles, de tamaño normal, con algunas extrañas
excepciones de árboles más altos que las secuoyas.
El viaje se tornaba demasiado tranquilo, y Valyrzon comenzó a sospechar que algo malo
ocurriría. Sin embargo, nadie más veía motivos para alarmarse, por lo que continuaron su
camino internándose en un bosque poblado de árboles gigantes.
-¿Sabes dónde estamos, Valyrzon? –preguntó el señor Kotka.
-Creo que es el bosque de Nalmor –contestó el muchacho-. Y si es así, aquí habitan los...
De repente y sin previo aviso, Valyrzon se vio golpeado fuertemente. La fuerza del golpe lo
arrojó contra un árbol, haciéndolo perder el conocimiento. Mila se acercó a él, pero tanto ella
como los demás viajeros fueron también golpeados y arrojados contra los árboles que los
rodeaban.
Cuando Valyrzon despertó, miró a su alrededor sin saber dónde se hallaba; pero no pudo ver
nada, pues el lugar se encontraba a oscuras. Se puso de pie dificultosamente, y llamó a sus
amigos.
-Creo que estamos solos aquí, Valyrzon –respondió la voz de Hanzui.
-¿Estás bien? –preguntó el muchacho.
-Sí, aunque siento un gran dolor en un brazo –dijo Hanzui-. ¿Cómo te encuentras?
-Tal vez tenga alguna lesión, como tú, pero estoy bien –dijo Valyrzon-. ¿Sabes dónde estamos?
-No –contestó Hanzui-. Desperté poco antes que tú, y no recuerdo cómo llegué aquí.
10
Valyrzon buscó el Malored en su bolsillo para poder iluminar el ambiente donde se hallaban
Hanzui y él, pero no lo halló. Buscó a tientas en la oscuridad, pero no encontró el menor rastro
de la Piedra Divina. Desesperado, caminó por lo que parecía ser una habitación circular de
madera, pidió ayuda a Hanzui, pero ninguno de los dos localizó al Malored.
-Quien sea que nos haya traído aquí, es la misma persona que robó el Malored –dijo Hanzui,
quien habiéndose parado también se sentó nuevamente en el suelo de madera.
Valyrzon no dijo nada. Estaba preocupado por no saber dónde estaba el Malored, en qué lugar
se hallaban Hanzui y él y el estado en que se encontraban sus demás compañeros de viaje. Se
sentó junto a Hanzui, esperando que algo sucediera, y permaneció así durante largo tiempo.
Luego de lo que a Valyrzon le parecieron días, una puerta estrecha se abrió y la habitación se
iluminó por primera vez. Valyrzon y Hanzui, acostumbrados a aquella oscuridad que parecía
eterna, apenas pudieron vislumbrar la figura que entró al lugar y se acercó a ellos. Pero después
de pestañear varias veces, vieron que se trataba del ser más extraño que habían visto en sus
vidas. Era un hombre, pero su cabeza y sus grandes y oscuras alas eran las de un águila. Su
cuerpo estaba cubierto por una simple vestimenta de cuero, larga y tosca, y tenía en su cintura
un cinturón del mismo cuero, el cual sostenía la funda de una larga espada. No llevaba calzado.
-Prisioneros, síganme –dijo con voz rígida.
-¿Quién eres tú? –preguntó Valyrzon poniéndose de pie.
-Soy Salcat, un leal sirviente del gobernador Hagem –respondió el ser. Ni Valyrzon ni Hanzui
encontraron alguna explicación clara en la respuesta, por lo que el segundo preguntó:
-¿Dónde estamos, y quién es el gobernador Hagem?
-Nos hallamos en el bosque de Nalmor, territorio de los Nalmos, cuyo líder es el gran Hagem –
dijo Salcat-. Vengan conmigo a su presencia y sabrán lo que necesiten saber.
-Un momento –dijo Valyrzon-. Éramos seis personas en total. ¿En qué lugar están nuestros
compañeros?
-Serán llevados a donde nos dirigimos –dijo Salcat, volviéndose. Valyrzon y Hanzui lo
siguieron, esperando poder salir de allí en el menor tiempo posible.
La habitación en la que los habían encerrado se situaba a gran altura, en la copa de uno de los
grandes árboles. Había otras construcciones de ese tipo alrededor de ellos, las cuales estaban
unidas por estrechos puentes de madera. Los puentes, a su vez, se unían en una gran
plataforma de madera ubicada a mayor altura que las habitaciones, y fue allí donde Valyrzon y
Hanzui volvieron a ver a sus compañeros, quienes habían sufrido leves lesiones al igual que los
muchachos. Frente al grupo, sentado en una silla construida con una madera más oscura
toscamente trabajada, se hallaba Hagem, un nalmo que parecía ser muy viejo y el que miró a los
viajeros con evidente desagrado.
-¿Cuál es la causa por la que están aquí? –preguntó-. ¿Acaso quieren invadir nuestro territorio?
¡Respondan!
-Sólo buscamos un... algo muy poderoso y muy útil para nosotros, señor –contestó Valyrzon.
-¿Y pensaban encontrarlo en Nalmor? –dijo Hagem-. ¿Qué es eso tan poderoso?
-Es el Fuego Sagrado, señor –explicó Valyrzon-. Viajamos hacia el norte, a las Montañas
Languari, y nuestro propósito no era entrar al bosque de Nalmor, así que le ruego que...
-¡Mi señor! -interrumpió un nalmo, acercándose a Hagem-. ¡Los itmagan nos atacan!
Hagem se puso de pie apresuradamente y ordenó a los nalmos más cercanos que defendieran
los límites del bosque. El grupo de viajeros, sin saber con certeza qué sucedía, aprovechó la
ocasión para tomar algunas armas de los nalmos y correr a través de los puentes para salir de
aquel lugar. Cuando habían descendido y se encontraban otra vez en tierra, Valyrzon advirtió
que aún no sabía dónde se encontraba el Malored, por lo que ordenó a sus amigos que corrieran
hasta salir de Nalmor y pidió a Hanzui que lo acompañara.
-¡Un momento! –dijo Mila-. ¿Adónde se dirigen?

11
-Debo encontrar el Malored –respondió Valyrzon-. No se preocupen, los alcanzaremos. Ahora
váyanse.
-Tengan cuidado –les dijo el señor Kotka mientras los muchachos se alejaban.
Buscaron a Salcat entre los nalmos que corrían hacia uno de los límites de Nalmor para
enfrentarse a los itmagan. Tuvieron suerte al no ser descubiertos por aquellos seres, porque de
ser así probablemente los habrían asesinado.
Llegaron, finalmente, al lugar donde se desarrollaba la batalla, y un nalmo, creyendo que los
amigos eran guerreros itmagan, los enfrentó, y Valyrzon y Hanzui lucharon con él. Cuando lo
habían vencido ya, se produjo un silencio absoluto. Los muchachos miraron a su alrededor para
saber qué ocurría, y vieron que una mujer itmagan miraba algo en el suelo. Los guerreros de
ambos bandos se reunieron a su alrededor, y Valyrzon y Hanzui se acercaron también. La mujer
miraba el cadáver de Salcat, y tras agacharse junto a él quitó un objeto pequeño y brillante que
una de las inertes manos del nalmo aferraba. Se puso de pie, mirando a su alrededor, y dijo:
-Ríndanse ahora, nalmos, o sufrirán el mismo destino de Salcat.
Los nalmos, observándola furiosos, decidieron retirarse de la batalla, y los itmagan los siguieron
hacia el grupo de árboles que sostenían los puentes de madera. Valyrzon y Hanzui se acercaron
a la mujer itmagan, quien caminaba tranquilamente detrás de sus compañeros de batalla, y le
preguntaron quién era ella.
-Betalhis, de Ookran –respondió la itmagan-. Ustedes son los prisioneros de los nalmos,
¿verdad? Sabíamos que habían secuestrado a alguien, pero no conocíamos su situación actual.
-Nosotros y nuestros compañeros fuimos encerrados durante días en distintas habitaciones –
dijo Valyrzon-. Eso ha retrasado un poco nuestro viaje.
-¿Cuál es su destino? –preguntó Betalhis.
-Las Montañas Languari, en Owuan –contestó Hanzui.
-Vengan con nosotros, podremos darles provisiones, animales de transporte y armas mejores
que ésas –dijo Betalhis, mirando las espadas que Valyrzon y Hanzui les habían quitado a los
nalmos-. Owuan está muy lejos de aquí. Por cierto, ¿cómo se llaman?
-Soy Valyrzon, y él es Hanzui –dijo el primero.
-¿Valyrzon? Creo que esto es tuyo –dijo Betalhis, entregándole el objeto pequeño y brillante al
muchacho. Era el Malored.
Valyrzon agradeció la devolución. Continuaron su camino hasta los límites de Nalmor, donde
los itmagan y el resto del grupo de viajeros esperaban su regreso. Así, se pusieron en marcha
hacia Ookran, ciudad que, según Betalhis, era la más próxima a Nalmor.
Tres días después, con muchísimo cansancio, el gran grupo de itmagan y viajeros llegó a
Ookran. Cuando entraban a la hermosa ciudad, Valyrzon se preguntó a qué llamaba Betalhis
“próxima”; en esos tres días habían caminado tanto que el muchacho creía que se tomaría un
descanso de un año.
Los itmagan se dispersaron en la ciudad, pero Betalhis guió al grupo hacia la Alta Casa de
Ookran, donde residía el anciano gobernador de aquella ciudad. El hombre les entregó gran
cantidad de provisiones, vestimentas y armas nuevas, seis hermosos y resistentes caballos para
transportarse y, por último, les brindó alojamiento por aquella noche en la Alta Casa. El grupo
aceptó, agradecido, y todos se dirigieron a una gran habitación para descansar.
Arghant, en un momento en el que Mila no lo oía, se acercó a Valyrzon y le preguntó cómo
podía soportar a la joven. Mila, el señor Kotka y él habían sido encerrados en el mismo lugar
durante una semana, y según Arghant no existía una persona más insoportable en todo el
mundo.
-Supongo que me he acostumbrado –respondió Valyrzon riendo-. Pero, ¿por qué dices que es
insoportable?

12
-No dejó de hablar ni siquiera un segundo –dijo Arghant-. ¿Puedes creerlo? Hasta su padre le
dijo que se callara, pero ella contestó que hablaba mucho cuando estaba nerviosa. No quise
decirle lo que quería porque, bueno, tú sabes, la conozco hace poco tiempo y...
-Y después te quejas de mí –dijo la voz de Mila. Valyrzon y Arghant se volvieron: la joven ya
estaba en su cama.-Deja de hablar, Arghant, necesito dormir bien aunque sea una vez durante
nuestro viaje.
-Como quieras –repuso Arghant cansinamente, y se dirigió a su cama. Valyrzon, sonriendo, lo
miró al acostarse. El joven hombre sonreía también, con los ojos firmemente cerrados. Poco
después, todos dormían tranquilamente.
Al día siguiente, luego de un rápido desayuno, Betalhis los guió hacia una de las torres de la
Alta Casa. Subieron por una escalera de caracol interior hasta la terraza de aquella torre, por la
que iban y venían personas, algunas de ellas saliendo de la torre. El grupo se acercó a una amplia
escalinata que acababa en la construcción más extraña que hubieran visto jamás. Era un puente,
bastante extenso, constituido por una sustancia muy similar al agua, pero que resistía cualquier
tipo de peso y flotaba en el aire sin ningún soporte. Los ookranios caminaban por él habituados
ya a su uso, pero los seis compañeros se mostraban inseguros de trasladarse por esa extraña vía.
-Este es el Puente de Ookran-Sinyere –dijo Betalhis-. Sigan su recorrido hasta su final, en el lago
Sinyere. Hay allí una ciudad itmagan. Cercanas a esa ciudad se encuentran las montañas Pira;
deben dirigirse a ellas si es que desean continuar su camino hacia el norte.
-Muchísimas gracias, Betalhis –le dijo Valyrzon-. Serás grandemente recompensada por tu
ayuda.
Bajaron la escalinata e hicieron contacto por primera vez con el Puente. Tuvieron una extraña
sensación en ese momento, pero ninguno habló. Caminaron por aquel extraño sendero sin
mirar atrás, y poco a poco se alejaron de Ookran.

Capítulo 4: La princesa de Pira-Mogtaun.

El lago Sinyere poseía las aguas más cálidas de la Tierra. Cálida era poco decir, según Valyrzon,
la primera persona del grupo de viajeros que sufrió una pequeña lesión en una de sus manos
cuando un itmagan tropezó con él mientras transportaba un recipiente de gran tamaño
rebosante de agua.
Valyrzon, al igual que sus amigos, se preguntaba por qué Betalhis había olvidado decirles que,
entre las montañas Pira, había un volcán de gran tamaño llamado Mogtaun, del cual provenían
las aguas del lago Sinyere. Si el volcán Mogtaun hacía erupción, eran pocas las probabilidades
de que el grupo sobreviviera, y menos aún los habitantes de la ciudad itmagan.
Sólo permanecieron unas horas en aquella ciudad. Un mediodía lluvioso, tras despedirse de los
itmagan, el grupo partió hacia las montañas Pira, las cuales atravesarían por el Paso de
Sawklan. Los corceles en que cabalgaban eran veloces, pero apenas habían caminado un trecho
por el Paso cuando la tierra comenzó a temblar, y de las montañas se desprendieron grandes
fragmentos de rocas. El grupo se apresuró hacia el otro extremo del Paso de Sawklan, pero las
rocas los cercaron sin dejarles una salida. Y, de pronto, el terremoto llegó a su fin,
produciéndose un silencio absoluto. Valyrzon y los demás miraron a su alrededor. Nada
sucedió. En ese momento, sin previo aviso, una gran llama surgió del suelo y envolvió a Rolgan,
desapareciendo luego. Un segundo después, otra llama apareció y se esfumó, llevándose a Mila.
Valyrzon, desesperado, miró al resto de sus compañeros. Ninguno de ellos sabía qué estaba
sucediendo. Entonces, una tercera llama nació del suelo, rodeó a Valyrzon y desapareció junto
al muchacho.
-¡Valyrzon, despierta!

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El joven abrió los ojos. Estaba sentado en el cálido suelo de tierra de un ambiente poco
iluminado. Había perdido el conocimiento al ser llevado por la llama, y no sabía dónde se
encontraba.
Pestañeó y abrió totalmente los ojos. Mila estaba de rodillas a su lado y Hanzui lo miraba,
sentado al otro extremo de la habitación.
-¿Dónde estamos? –preguntó. No sabía por qué, pero se sentía terriblemente cansado.
-Según dijo aquel hombre de pelo rojo que entró como setenta veces desde que apareciste aquí, -
Mila habló con una voz que simulaba ser tenebrosa-“nos hallamos en la gran ciudad de Pira-
Mogtaun”. Qué originales para nombrar a las ciudades, ¿verdad?
Valyrzon sonrió. Su amiga siempre conseguía que riera, siendo tan sarcástica como lo era. Se
puso de pie y miró a su alrededor. Una luz rojiza inundaba el lugar.
-No estamos en el interior del volcán Mogtaun, ¿o sí? –dijo.
-Lo estamos, mi querido muchacho, y otra vez te han quitado el Malored –respondió Mila.
Valyrzon cerró los ojos y volvió a abrirlos. Tendría que cuidar más la Piedra Divina si quería
continuar poseyéndola.
-¿Tienen alguna idea sobre cómo salir de aquí?
-Tendremos que esperar que alguien venga y nos libere –dijo Hanzui, poniéndose de pie.
-De acuerdo.
Unas tres horas después, una puerta se abrió y entraron por ella el señor Kotka, Rolgan y
Arghant, seguidos por el hombre de pelo rojo que Mila había mencionado. Arghant parecía
herido en su mano izquierda, como si se hubiese defendido de alguien. Se acercó a una de las
paredes y se apoyó contra ella. Rolgan se acercó a él, mientras que el señor Kotka se dirigió
hacia donde estaba su hija.
-¿Quién eres? –le preguntó Valyrzon al desconocido.
-Eso no te importa –replicó él-. Permanecerán aquí hasta que la reina Jianara ordene lo
contrario.
-Disculpa, pero tenemos que volver a la superficie –dijo Hanzui-. Necesitamos continuar
nuestro viaje.
-Han irrumpido en territorio pirog, y serán castigados por eso –dijo simplemente el hombre, y
se fue cerrando la puerta tras sí.
Valyrzon estaba impaciente por las continuas pérdidas de tiempo. Debían llegar cuanto antes a
las Montañas Languari para poder encontrar el Fuego Sagrado. Parecía ser que todos los
enemigos con los que se encontraban los encerraran a propósito, como si supieran la
importancia de su travesía. Valyrzon se sentó cerca de Arghant y Rolgan y permaneció en
silencio durante las horas que siguieron.
-Qué calor tan espantoso –comentó Mila. Ella y su padre se habían sentado cerca de la pared
opuesta a la que estaba Valyrzon.-Apenas me acostumbré a Egipto, pero esto es mil veces más
horrible. A decir verdad, jamás imaginé estar dentro de un volcán, pero...
-¿Quieres cerrar la boca, Mila? –le dijo Arghant. Él se había sentado también, luego de unos
minutos, y mantenía los ojos cerrados por el dolor de su mano.
-¿Qué te pasó en la mano? –le preguntó la joven, haciendo caso omiso al pedido de Arghant. El
sadornio no contestó.-Te he preguntado algo. ¿Qué te pasó en la mano?
-Nada –repuso él.
-El pirog lo hirió –dijo el señor Kotka.
-¿Te costaba mucho decir eso, Arghant? –dijo Mila.
-Déjalo en paz, Mila –le dijo su padre.
-¿Por qué? –dijo ella-. Se ve que no hablas jamás, ¿verdad, Arghant?
Arghant abrió los ojos. Miró a la muchacha, se puso de pie y fue a sentarse a su lado. Ella lo
observó sonriendo.

14
-¿Tienes algún problema conmigo? –preguntó Arghant suavemente. Mila no contestó. Miró a
Arghant a los ojos durante unos minutos, y luego dijo:
-No, no tengo ningún problema contigo.
-Entonces deja de fastidiarme.
-No te fastidio, sólo quiero que hables más. Eres más callado que una roca.
-No es así; tú hablas demasiado.
-Ya te dije que hablo mucho cuando...
-Estás nerviosa, sí, ya sé. Pero tú estás nerviosa todo el tiempo, entonces. ¿Hay algo que pueda
hacer para calmarte?
-Cambia tu horroroso carácter, por ejemplo.
Valyrzon escuchaba la conversación riendo interiormente. Sabía que en el fondo sus amigos
estaban bromeando y contenían la risa, mientras el resto del grupo rogaba estar en otro lugar en
ese momento.
-¿Horroroso?¿Qué es lo que te parece horroroso de mí?
-¡Qué sé yo! Estaba bromeando. Eres la persona más dulce del mundo, Arghant.
-Cállate.
Valyrzon miró al señor Kotka. El hombre observaba a su hija y al sadornio sonriendo. De hecho,
todos estaban sonriendo, excepto Rolgan, quien tenía en su rostro una extraña expresión que
Valyrzon no pudo interpretar.
-Tal vez seas un poco fastidioso, Arghant.
-Mi carácter no es de tu incumbencia.
-¿Eso crees?
La puerta se abrió en ese momento. El pirog entró a la habitación, seguido por otros cinco
pirogs armados. Los seis compañeros se pusieron de pie, recelosos.
-La reina Jianara ha pedido que los lleve a su presencia –dijo el pirog que encabezaba el grupo.
Los seis viajeros siguieron a los pirogs a través de una galería, iluminada por la misma luz
rojiza proveniente de la lava volcánica que corría en un río interno unos metros por encima de
sus cabezas. Valyrzon observaba en derredor. Las paredes de aquella galería eran de piedra
gris, que parecía estar hecha con ceniza volcánica. Todos se preguntaban cómo era posible que
alguien viviera en el interior de un volcán, pero nadie, ni siquiera Mila, habló hasta que llegaron
a una sala donde había más pirogs armados y una mujer de avanzada edad sentada en un trono
de roca, acompañada por una niña. Valyrzon, al igual que los demás, advirtió que la reina
Jianara sostenía en una de sus manos el Malored.
La mujer los miró en cuanto entraron a la sala.
-Tienen suerte –les dijo-. Los dejaré ir, pero con una condición. Esta piedra preciosa se queda
aquí –Les mostró el Malored.
-De ninguna manera –dijo Valyrzon-. Me pertenece. Le pertenece al dios Odeon.
-Veo que no –dijo la reina-. Ahora está en mi poder.
-Devuélvanos el Malored –le dijo el señor Kotka-. Por favor. Necesitamos salir de aquí, pero no
nos iremos sin la Piedra Divina.
-Pues entonces regresarán a su confortable habitación –dijo la reina Jianara.
Valyrzon actuó en una fracción de segundo. Tomó la espada del pirog más cercano y lo hirió.
Sus amigos lo imitaron y se enzarzaron en una confusa lucha con los demás pirogs; en cierto
momento la reina intentó huir, pero la niña que se hallaba a su lado se lo impidió y le quitó el
Malored, dejándola escapar luego. Valyrzon ordenó a sus compañeros que corrieran, y le hizo
señas a la niña para que huyera con ellos. Aunque la niña pareció no verlo, corrió igualmente
hacia los seis compañeros. Tres pirogs los persiguieron a través de la galería, y cuando se
encontraban ya cerca del grupo, Valyrzon asió firmemente el Malored y éste emitió una luz que
envolvió a los ahora siete compañeros, trasladándolos a un lugar muy lejano al volcán
Mogtaun.
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Valyrzon miró a sus compañeros. Mila se había sentado en el suelo, sujetándose una pierna. Su
padre miraba la herida que la joven tenía en la pierna, la cual sangraba mucho. Arghant había
resultado herido otra vez, en el mismo brazo, pero eso parecía no importarle. Estaba de rodillas
junto a Mila observando cómo el señor Kotka vendaba provisoriamente la herida. La joven se
había puesto pálida, pero no demostraba estar gravemente herida.
En cuanto a los demás, Rolgan no había sido herido nunca en toda su vida, puesto que era un
fantasma; Hanzui, al igual que Valyrzon, había salido casi ileso de la pelea, y la niña pirog no
tenía ninguna lesión. Valyrzon se acercó a ella.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó.
-Soy Luvan, princesa de Pira-Mogtaun –contestó ella-. La reina Jianara no es mi madre, sino mi
abuela. Mi madre está muerta. Mi abuela la mató.
-Lo siento mucho –dijo Valyrzon sinceramente. Miró a Luvan a los ojos. Era ciega. Eso explicaba
por qué no había visto a Valyrzon hacerle señas para que se acercara.
-¿Adónde iremos ahora? –preguntó Mila. Aún estaba pálida, pero su pierna ya no sangraba. El
señor Kotka se ocupaba ahora de Arghant.
-Quisiera saber primero dónde estamos –dijo Valyrzon, mirando a su alrededor.
Se encontraban en la ladera de una montaña, cercana a un grupo de pinos y abetos. No sabían
cuánto se habían trasladado con el Malored, ni hacia dónde estaba el norte, pero decidieron
dirigirse al bosque de coníferas. El señor Kotka y Arghant ayudaron a Mila a ponerse de pie y
caminar, y todos siguieron a Valyrzon bajando la ladera de aquella montaña.

Capítulo 5: Therat, la primera ciudad.

Hacía unas cinco horas que habían atravesado el pequeño bosque, y no tenían la más remota
idea de dónde estaban. Hicieron un alto en el camino, hallándose en lo que parecía ser un
pequeño valle, y descansaron unos minutos. Valyrzon no sabía qué hacer: se encontraba
totalmente desorientado, y al parecer a sus amigos les sucedía lo mismo. Entonces pensó que tal
vez, en el libro que Hanzui llevaba consigo, pudiera decir algo, darles una pista sobre cómo
continuar. Se lo comunicó a su amigo, y él sacó de su bolsillo el pequeño ejemplar, dándoselo a
Rolgan para que interpretara la primera frase en lenguaje Thenagon que encontrara en el texto.
Rolgan leyó detenidamente la primera página, y luego miró a Valyrzon.
-Encontré algo –dijo-. Es una frase que dice “En el valle de Quentinor se esconde la antigua
ciudad; mas no la encontrarás sin que la oscuridad se presente”.
-¿Y qué significa eso? –preguntó Valyrzon.
-Pues... supongo que éste es el valle de Quentinor, y si la ciudad oculta está aquí, quizás sus
habitantes nos puedan brindar ayuda.
-Tienes razón –dijo Valyrzon-. Pero en la segunda parte de la frase dice...
-“Mas no la encontrarás sin que la oscuridad se presente” –repitió Rolgan.
-Lo cual debe de significar que la hallaremos por la noche –dijo Mila.
-Pienso lo mismo –dijo Valyrzon-. Falta poco tiempo para el anochecer, así que sugiero que
esperemos aquí.
Los demás asintieron y se sentaron a un lado del camino. Rolgan, por una razón que sólo él
conocía, se apartó un poco de los demás y continuó la lectura del libro. Valyrzon y los demás,
en tanto, se sentaron formando un círculo y hablaron animadamente durante una hora.
-¿Te sientes mejor, Mila? –le preguntó el señor Kotka a su hija. La joven continuaba pálida, y la
sangre, aunque en pequeña cantidad, seguía manando de su herida y manchando su vestimenta
y la tierra que tenía debajo.
-Sólo estoy un poco cansada –respondió Mila. Miró a Rolgan y luego a Arghant.-Tal vez
deberías hacerle compañía, ¿no crees? Eres quien más lo conoce de este grupo.

16
-Últimamente dudo mucho que sea así –dijo Arghant-. Ha estado muy extraño. Ni siquiera
habla conmigo.
-¿Hablar contigo? ¡Si tú no hablas con nadie! –dijo Mila.
-Y tú no dejas de hacerlo –repuso Arghant.
-Ya no digas eso –dijo Mila-. Sólo quiero animar un poco el viaje, y tú...
-Ya anocheció –la interrumpió Valyrzon. Sin que nadie le hubiera prestado atención, la
oscuridad había inundado el lugar, y el cielo se había poblado de grandes nubes que
anunciaban que llovería.
El grupo se puso de pie. Rolgan se acercó a ellos, y todos caminaron por el valle mirando a su
alrededor. Valyrzon pensó en utilizar el Malored para iluminar el camino, pero se dio cuenta de
que, si lo hacía, probablemente no hallarían la ciudad.
De repente, el grupo se paró en seco (aunque no totalmente, debido a que en ese momento
comenzó a llover a cántaros y no tardaron en mojarse). Luvan señalaba un sitio determinado, al
pie de un monte. Valyrzon se acercó a ella y le preguntó:
-¿Puedes ver la ciudad?
-Sí –contestó Luvan-. Está a gran profundidad bajo ese lugar.
-¿Bajo tierra? –dijo Hanzui-. Pero entonces no la hubiésemos visto, aunque fuera de día.
-Es que es invisible –dijo Rolgan. Todos lo miraron.-De otro modo, Luvan no la vería. Ve cosas
que son invisibles.
-¿Cómo sabes eso? –le preguntó Arghant. Pero el Thenagon no respondió.
-Rolgan, ¿cómo sabes que Luvan tiene ese don? –quiso saber Valyrzon.
-Los Thenagon siempre hemos sabido que algunos pirogs no videntes poseen esa característica
–dijo Rolgan. Estaba evidentemente enojado con Arghant, aunque nadie sabía por qué.
-¿Cómo podremos acceder a la ciudad? –dijo el señor Kotka.
Valyrzon miró a Luvan.
-¿Tienes alguna idea sobre cómo hacerlo? –le preguntó.
-Hay una compuerta oculta –contestó la pequeña pirog-. Es invisible también. Creo que podré
abrirla.
El grupo se puso en marcha hacia el monte. Al llegar, Luvan se adelantó y extendió una mano
hacia el suelo, asiendo un picaporte invisible para los demás, y abrió una puerta que sólo ella
veía. Pudieron ver, sin embargo, lo que había al otro lado; se trataba de una escalera de caracol
de piedra, bastante estrecha, que descendía hacia las profundidades de la tierra. El grupo bajó
por ella, siguiendo a Valyrzon y Luvan, y poco a poco se internaron en una absoluta oscuridad.
Cuando llegaron al final de la escalera, no supieron dónde estaban, pues ni siquiera Luvan veía
algo en aquellas tinieblas. Valyrzon decidió utilizar una vez más al Malored para iluminar el
ambiente en torno a ellos, y cuando elevó la Piedra Divina por encima de las cabezas de sus
amigos se oyeron muchas voces de ofuscación:
-¡Apaga eso, apágalo!
Valyrzon miró el lugar donde se hallaban. No había nadie allí, por lo que creyó haber
imaginado las voces.
-¡Oye, hemos dicho que apagues esa luz! Nos hace mucho daño, ¿sabes?
Valyrzon miró nuevamente a su alrededor, pero no pudo ver nada. Entonces pensó que podían
ser seres invisibles, y le preguntó a Luvan si podía ver a alguien.
-Están agazapados contra las paredes –respondió la niña-. Son muchas personas, y todas
invisibles. Tal vez debas guardar el Malored, Valyrzon.
-De ninguna manera –repuso el muchacho-. Sin él no podremos ver nada.
-Hazlo, Valyrzon –dijo Hanzui-. Luvan podrá guiarnos.
Valyrzon guardó el Malored en su bolsillo, y éste dejó de emitir luz. El muchacho parpadeó
para acostumbrarse a aquella oscuridad que parecía impenetrable, y sin mirar ningún sitio ni a
nadie (aunque tampoco podía verlos), preguntó:
17
-¿Quiénes son ustedes?
-Somos therianos –respondió una voz masculina-. Mi nombre es Ondalan, y soy el rey de Therat
y de su pueblo.
-¿Siempre han sido invisibles? –preguntó Hanzui.
-Sólo para los terranos como ustedes, que están habituados a la luz del sol –dijo Ondalan.
-¿Y por qué viven en las oscuras profundidades de la tierra? –inquirió el señor Kotka.
-Porque allí nacimos –contestó Ondalan-. Los terranos descienden de un grupo de therianos que
abandonaron la ciudad para explorar la superficie. Pero muchos permanecieron en Therat para
preservar la primera ciudad construida por los humanos, y nosotros somos sus hijos.
-¿La primera ciudad? –dijo el señor Kotka-. Pero en nuestros libros de historia dice que las
primeras ciudades surgieron en...
-Exactamente –dijo Ondalan-. Sus libros dicen eso. Pero hablan de las primeras ciudades
construidas en la superficie. Therat es, ha sido y será, la primera ciudad.-Se produjo un breve
silencio, tras lo cual Ondalan prosiguió-. Por cierto, ¿cómo han llegado aquí?
Valyrzon explicó la razón de su larga travesía y la suposición del grupo de que en Therat
pudiesen hallar una pista para continuar su viaje, y pidió ayuda para poder orientarse. Ondalan
decidió hacerlo y los guió (ciertamente, guió a Luvan, y la pequeña pirog señaló el camino a los
demás) hacia otra escalera de caracol, por la que descendieron durante al menos una hora.
Llegaron a una gran puerta invisible, la cual se abrió para darles paso a una extraña ciudad, que
por alguna razón pudieron ver.
Estaba constituida por muchas casas pequeñas, que tenían aspecto de cavernas, como si alguien
las hubiera tallado en la tierra. Aquellas casas rodeaban un castillo formado también por tierra,
cubierto de lo que parecía ser musgo. Había muchísimas plantas en los jardines de las casas, y
no se veía ningún animal.
Ondalan y los siete viajeros caminaron hacia el castillo observando todo a su paso. Luvan era la
única que podía ver a los therianos que miraban al grupo con curiosidad, o bien realizaban sus
actividades cotidianas. Sabía que ellos tenían conciencia de que la pequeña pirog podía verlos, y
algunos le sonreían amistosamente, haciéndola sentirse muy a gusto en aquel lugar.
En el castillo, Ondalan ordenó a algunos sirvientes que proveyeran a los viajeros de todas las
comodidades posibles, y luego los guió hacia una habitación espaciosa, en la cual había muchas
estanterías con libros de todos los tamaños. Valyrzon vio, no sin sorprenderse, cómo un libro
especialmente grande y cubierto de polvo se movía en el aire y se dirigía a una mesa, posándose
suavemente en ésta. A continuación, el libro se abrió y sus páginas se movieron rápidamente,
como si sobre ellas soplara una ráfaga de viento, y, de repente, se detuvieron. El libro se elevó y
se acercó a Valyrzon, quien miró lo escrito en aquellas páginas. Sin embargo, no pudo ver nada.
Las hojas no tenían nada escrito. Valyrzon miró frente a él, donde suponía que se hallaba
Ondalan.
-¡Oh, lo olvidé! –dijo el rey, y le entregó el libro a Luvan-. Tú puedes leerlo. Es tinta invisible.
Luvan leyó el texto y miró a Ondalan. El rey cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.
-¿Y bien? –dijo Valyrzon-. ¿Qué dice?
-Era un mapa –contestó Luvan-. Nos hallamos en el valle de Quentinor, próximo al Abismo de
los Hariots.
-¿Qué son los Hariots? –preguntó Mila.
-Gigantes formados por humo gris, que asfixian a cualquier ser vivo que deseen asesinar –
explicó Ondalan-. Son muy peligrosos, así que les sugiero que no se acerquen a su hogar.
-¿En qué dirección se encuentra? –quiso saber Valyrzon.
-Al norte, ¿por qué? –dijo Ondalan.
-Porque nosotros viajamos en esa dirección, y creo que no deberíamos desviarnos mucho de
nuestro camino.

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-Entonces tendremos que pasar por el Abismo de los Hariots –dijo Hanzui-. Aunque no veo
cómo podremos hacerlo.
-Conozco algo de él. Hay un pequeño puente por el que podremos caminar –dijo Valyrzon-.
Creo que deberíamos partir ya. Sabemos lo que necesitamos saber, así que lo único que nos
faltaría sería un mapa para poder orientarnos.
-Tal vez puedan quedarse hasta que comience el día –dijo Ondalan-. De no ser así, caminarán en
una total oscuridad.
-El Malored podrá servirnos –dijo Valyrzon.
-Entonces será como lo deseen ustedes –dijo Ondalan-. Permítanme buscar un mapa. Luego
podrán partir.
Ondalan buscó en las estanterías un mapa dibujado con tinta visible, y tras largos minutos de
búsqueda le entregó a Valyrzon un viejo y desgastado pergamino que contenía un mapa del
valle Quentinor y el Abismo de los Hariots.
-Es el único que puedo darles con información útil –dijo Ondalan, mientras el muchacho
examinaba el mapa-. Creo que podrán guiarse bien con él.
Valyrzon asintió y lo guardó. Agradeció a Ondalan la ayuda recibida, y salió de la habitación
seguido de sus amigos. El grupo salió del castillo y caminó de regreso a las escaleras de caracol;
ninguno de ellos hablaba, ni siquiera Mila. Tenían una extraña sensación, la misma que
Valyrzon había tenido poco antes de entrar al bosque de Nalmor. Fue entonces cuando Luvan
dijo:
-Valyrzon, quiero quedarme.
El muchacho se volvió y miró a la niña. Ella se había detenido y miraba hacia una casa theriana,
al parecer viendo a sus habitantes. Valyrzon se acercó a Luvan.
-¿Por qué quieres quedarte, Luvan? –le preguntó suavemente.
-Porque éste es mi hogar –respondió la pequeña pirog-. Me gustaría acompañarlos en su viaje,
pero debo quedarme aquí.
-Será como tú lo desees –dijo Valyrzon-. Gracias por todo lo que has hecho por nosotros, Luvan.
Volveremos a verte cuando nuestra travesía finalice.
-Me encantaría –dijo Luvan-. Los echaré de menos.
-Adiós, Luvan.
Valyrzon se dio vuelta y siguió caminando, con un extraño pesar en su corazón. Quería mucho
a la pequeña pirog: ella los había ayudado durante el breve tiempo en que viajaron juntos y,
sobre todo, les había devuelto el Malored. Pero si sentía que debía permanecer en Therat, así
sería.
Cuando estuvieron nuevamente en la superficie, Valyrzon sacó el mapa y el Malored de su
bolsillo; entregó el Malored a Hanzui para que iluminara el mapa, y estudió el pergamino
cuidadosamente.
-Tenemos que ir en esa dirección –dijo finalmente, señalando una arboleda que se hallaba al pie
de una montaña.
Los demás asintieron. Valyrzon guardó el mapa y pidió a Hanzui el Malored, con lo que
iluminó su camino hacia el norte. No podía saber que se dirigía a un peligro mucho mayor que
cualquiera que hubiese enfrentado; los Hariots eran bestias realmente mortíferas, y los seis
compañeros no sabían que su territorio era mucho más extenso de lo que creían, por lo que les
sería más difícil escapar.

Capítulo 6: En las profundidades del Abismo.

Rolgan continuaba enfadado con Arghant, y los demás viajeros seguían sin conocer la razón. El
señor Kotka intentaba hacer las paces entre ellos, pero por lo visto el Thenagon era indiferente a

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cualquier miembro del grupo. Por esa razón, su repentina desaparición (o lo que los demás
viajeros pensaron que fue su desaparición) no despertó sospechas en nadie.
Hacía tiempo que habían abandonado la arboleda, y cruzaban ahora una cordillera por un
estrecho y frío paso. Un amanecer en el que Rolgan y Arghant realizaban la guardia del
campamento mientras los demás descansaban, el sadornio le preguntó a su antiguo amigo por
qué estaba enojado con él.
-Si quieres saberlo –replicó el Thenagon-, es porque me he dado cuenta de que eres débil.
-¿Débil? –repitió Arghant, asombrado y confundido al mismo tiempo-. ¿Por qué lo dices?
-Hay algo que te ha perturbado –respondió Rolgan, evitando mirar a Arghant-. Lo supe en Pira-
Mogtaun. Y yo no quiero tener amigos débiles.
-Suponiendo que realmente lo soy, ¿por qué no podríamos continuar siendo amigos?
-Porque ya no me sirves.
-¿Servirte para qué?
Rolgan advirtió que había dicho algo que no debía. Sin embargo, miró a Arghant, sonriendo
maliciosamente, y le dijo:
-¿Lo ves? Tu debilidad no te ha permitido darte cuenta. Creo que hasta la pequeña mocosa
sospecha algo.
-¿De qué estás hablando?
-Vamos, Arghant. Soy un Thenagon.
Arghant comprendía ya que algo no estaba bien. Pero quería saber qué planeaba hacer Rolgan,
por lo que preguntó nuevamente a qué se refería. Pero el Thenagon no contestó. Continuó
mirándolo a los ojos y de repente, sin que Arghant pudiera hacer nada, lo atacó.

-¿Dónde está Rolgan? –preguntó Valyrzon.


El señor Kotka, Mila, Hanzui y él habían despertado. Mientras los tres primeros buscaban agua
cerca de allí, Valyrzon y Arghant esperaban en el lugar donde habían permanecido aquella
noche. Valyrzon notaba a Arghant algo extraño, por lo que le preguntó si le había sucedido algo
con Rolgan.
-Discutimos y escapó –dijo el sadornio.
-¿Hacia dónde?
-No lo sé.
-Pero, ¿no lo viste huir?
-No.
-Ahora es más peligroso de lo que creía. Tenemos que apresurarnos. Pero... ¿no te dijo qué
planeaba hacer?
-No.
El señor Kotka, Mila y Hanzui regresaron unos minutos después. Valyrzon les contó lo
sucedido, y los tres se preocuparon mucho.
-Era obvio que algo malo sucedería con él –dijo Mila-. Yo suponía que intentaría robar el Fuego
Sagrado una vez que lo hubiéramos encontrado.
-Sí, también yo –dijo el señor Kotka-. Pero intentaba pensar que podía ser una buena persona.
-Con un Thenagon, es imposible –dijo Hanzui.
-Debemos apresurarnos para llegar al Fuego Sagrado antes que él –dijo Valyrzon-.
Manténganse en guardia. Arghant, ¿estás bien?
El sadornio parecía estar enojado, y empuñaba su espada firmemente. Para los demás era
normal que estuviese enfadado con Rolgan, quien había sido su amigo durante muchos años y,
en una noche, lo había traicionado. Miró a Valyrzon y dijo:
-Sí, estoy bien. Sólo que... tú sabes.
-Sí, lo sé.
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Los ahora cinco compañeros marcharon, confundidos por la acción de Rolgan, rumbo al norte,
preparándose para los peligros que habían de afrontar en el Abismo de los Hariots. Como
Hanzui había dicho, el viaje habría sido algo más rápido si no les hubieran quitado los caballos
y las provisiones en Pira-Mogtaun, aunque por supuesto nadie quería regresar al volcán para
exigir que los devolvieran. Caminaban, pues, durante largas horas, hasta sentirse realmente
cansados; en ese momento se detenían y descansaban unos minutos, y continuaban la marcha.
Habían recorrido tantos territorios que se sorprendían de que la Tierra fuera tan grande y que
en ella habitaran tantos pueblos, criaturas y bestias, muchas de ellas grandemente poderosas.
Valyrzon pensaba en eso muchas veces, y también pensaba cómo aquellas criaturas habían
desaparecido en la época de Mila. La Tierra debía de haber afrontado una gran destrucción,
asolando el mundo que Valyrzon, Hanzui y Arghant conocían.
El cielo se había cubierto de nubes oscuras que, nuevamente, amenazaban con dejar caer un
aguacero. Pero no llovió, sino que los cinco compañeros hicieron frente a la peor tormenta de
nieve y viento que habían visto. Sólo cuando la tormenta amainó pudieron continuar, pues las
ráfagas de viento eran tan fuertes que no podían avanzar. Y, cuando continuaron su camino,
vieron que habían llegado al Abismo de los Hariots.
Era tan vasto que diez volcanes Mogtaun podrían haber cabido allí sin problemas. Su
profundidad era tal que el grupo pudo pensar que su fin llegaba al centro de la Tierra, y allí
debían vivir los Hariots. Valyrzon caminó, seguido por sus compañeros, bordeando el Abismo,
hasta llegar al estrecho puente que él mismo había mencionado. Uno a uno, comenzando por
Valyrzon, atravesaron el Abismo por ese camino, y cuando arribaban ya al otro extremo
apareció el primer Hariot.
El grupo se volvió, sorprendido por un rugido bestial. Un ser gigante, constituido por humo
gris, había surgido del Abismo y los miraba con furia, preparado para atacar. Se arrojó encima
del grupo, y Valyrzon sólo atinó a gritar:
-¡Corran!
El señor Kotka, Hanzui y él llegaron al otro extremo del Abismo y se dieron vuelta para esperar
a Arghant y Mila. La joven corría hacia sus amigos con todas sus fuerzas, pero Arghant, que iba
tras ella, la siguió y aferró una de sus manos, impidiéndole continuar. Mila se volvió hacia él.
-¿Qué haces? –le gritó-. ¡Déjame ir!
Pero Arghant no soltó su mano. Y, a su alrededor, más Hariots hacían su aparición y se
acercaban al pequeño puente. Valyrzon corrió hacia Mila, exclamando:
-¡Suéltala, Arghant!
El sadornio desenvainó su espada, hirió a Mila y la empujó fuertemente. La joven cayó al
Abismo y fue atrapada por un Hariot, el cual la llevó a las profundidades de su hogar. En ese
momento, Valyrzon llegó junto a Arghant, sin poder creer lo que había visto, y desenvainó su
espada.
-¡¿Cómo pudiste hacer eso?! ¡¿Te has vuelto loco?! –le gritó. Pero Arghant se limitó a sonreír
maliciosamente.
Valyrzon miró al Hariot más cercano. Luego miró a Arghant, y tomándolo por su capa se arrojó
con él al Abismo para rescatar a Mila.
Fue una larga caída, en la que Valyrzon realizó una complicada maniobra para sujetar, al
mismo tiempo, su espada, a Arghant y al Malored, para evitar dañarse al llegar al suelo. Lo
logró, y el sadornio y él cayeron ilesos al cálido suelo del Abismo. Reinaba la penumbra, y sólo
pudieron ver a su alrededor gracias a la luz del Malored.
No había allí ningún Hariot, lo cual Valyrzon consideró una suerte. Encontraron a Mila
inconsciente, al parecer afectada ya por el poder de asfixia de los Hariots, tendida sobre una
roca plana. Valyrzon se acercó a ella e intentó despertarla, pero no lo logró.
-¡Ven y ayúdame, a ver si eres útil en algo! –le gritó a Arghant. Él se acercó de mala gana al
cuerpo de la muchacha y tocó la mano de la chica. Mila no reaccionó. Valyrzon resolvió llevarla
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a la superficie para ponerla a salvo, y le ordenó a Arghant que la tomara en sus brazos, pero el
sadornio no lo hizo.
-¡Hazlo! –exclamó Valyrzon airado. Arghant obedeció con desgano, y cuando se disponían a
regresar un Hariot hizo su aparición frente a ellos. Valyrzon empuñó su espada, preparado para
defenderse, y el Hariot se arrojó hacia él. El muchacho lo esquivó y guardó la espada, puesto
que advirtió que en realidad no le serviría de nada contra aquel enemigo, y le dijo a Arghant
que se alejara de allí. El sadornio se ocultó tras unas rocas, y Valyrzon se enfrentó al Hariot.
El gigante lo persiguió a través del Abismo durante unos segundos, y entonces se detuvo. Rugió
como lo había hecho antes, y una docena de Hariots rodeó a Valyrzon. Uno de ellos lo tomó
rápidamente por el cuello y lo elevó en el aire, asfixiándolo. Valyrzon, incapaz de defenderse,
cerró los ojos intentando pensar qué podía hacer. El aire en sus pulmones se acababa... Se iba a
desmayar... Entonces lo supo. Abrió los ojos, sin poder creer que no se le hubiera ocurrido
antes, y aferró el Malored, el cual aún sujetaba con su mano izquierda; miró al Hariot que
estaba asfixiándolo y colocó el Malored frente a él. El Hariot se encegueció con su luz, y soltó
rápidamente al muchacho. Éste corrió velozmente hacia Arghant y Mila, aferró el Malored
firmemente y la Piedra Divina los envolvió con una luz que cegó a todos los Hariots y
transportó a los viajeros a la superficie, donde el señor Kotka y Hanzui los esperaban
preocupados. El grupo se dio vuelta justo para ver a los Hariots surgiendo del Abismo para
perseguirlos, y ésta vez Valyrzon no necesitó gritar nada. Corrieron, alejándose todo lo posible
de los gigantes, pero no fue suficiente. Los Hariots los rodearon y los empujaron hacia el
Abismo, y el grupo cayó en él. Valyrzon apenas pudo proteger a sus compañeros con el
Malored, antes de llegar al suelo y quedar inconsciente.
Cuando despertó se hallaba rodeado por los Hariots. Uno de ellos sostenía un objeto pequeño y
brillante que Valyrzon no tardó en reconocer. Se puso de pie rápidamente, y sintió un gran
dolor en su pierna derecha. La protección había resultado eficiente, pero eso no había impedido
que el muchacho sufriera una lesión.
Miró a su alrededor. Sus compañeros habían despertado ya, inclusive Mila, quien se hallaba
recostada contra una pared junto a su padre. Hanzui estaba cerca de ellos, mirando a los
Hariots, y Arghant se encontraba bastante apartado de los demás, observando las paredes del
Abismo. Valyrzon miró a los Hariots.
-Oigan, ¿podrían devolverme eso? –les dijo, aunque sin saber si entenderían lo que decía-. Es
mío, y lo necesito.
-¡Piedra poderosa! –exclamó el Hariot que aferraba el Malored-. ¡Nuestra!
-Es que debo llevármela para continuar nuestro viaje –dijo Valyrzon-. Y es mía, no suya.
-¡Atrapados! –dijo el Hariot-. ¡Muertos!
Valyrzon miró al señor Kotka. Él negó con la cabeza y le hizo señas de que se acercara. El
muchacho fue hacia él y su hija, sin que los gigantes hicieran nada, y se sentó a su lado.
-Lo he intentado –dijo el señor Kotka-. Pero no hacen más que decir que estamos atrapados y
que moriremos. No sé cómo saldremos de aquí.
Hanzui se acercó a ellos. Se sentó a su lado y miró a Arghant.
-Todo esto es por su culpa –dijo furioso-. Si no hubiera arrojado a Mila al Abismo...
-Yo que creía que era una buena persona –dijo la joven. Tenía dificultades para respirar, pero
parecía querer desahogarse hablando.-No confiaré más en un desconocido. Ya he tenido malas
experiencias.
-¿Qué ha hecho hasta ahora? –preguntó Valyrzon.
-Nada más que mirar hacia arriba –dijo Hanzui-. Como si fuera el único que quisiera escapar
de aquí.
Mila se puso de pie y se dirigió a donde estaba Arghant. Valyrzon no oyó qué dijeron, aunque
gritaban. Arghant se levantó y desenvainó su espada, con la que amenazó a Mila; pero ella, sin

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miedo, desenvainó la suya y se preparó para defenderse. Valyrzon se apresuró a separarlos,
pero Arghant insistía en pelear con Mila, e inclusive amenazó a Valyrzon para que se alejara.
-¡Ya basta! –gritó él, harto-. ¡Guarden ya mismo sus espadas! ¿Cómo pueden estar pensando en
pelear en la situación en la que estamos?
-¡Por culpa de Arghant, Valyrzon! –replicó Mila, fulminando con la mirada al sadornio.
Arghant lanzó una risotada y le dijo:
-Eres como él, niña.
Valyrzon lo miró.
-¿Cómo quién? –preguntó Mila, tan confundida como su amigo.
Pero Arghant se limitó a reír. Entonces los Hariots se acercaron a ellos, y el que sostenía el
Malored dijo:
-¡Morir! ¡Comer!
-Creo que sería mejor huir –dijo Valyrzon, y los tres corrieron hacia el señor Kotka y Hanzui.
Decidieron, en un segundo, trepar las paredes del Abismo lo más rápido que pudieran, y así lo
hicieron. Los Hariots rugieron horriblemente, y Valyrzon se volvió mientras sus compañeros
continuaban el ascenso. Saltó el corto trecho subido, y se dispuso a enfrentar a los Hariots. No
podía dejar que se llevaran el Malored.
Los Hariots fijaron su atención en Valyrzon y lo atacaron; el muchacho los esquivó hábilmente
y, sin pensarlo, atacó con su espada. De un modo fantástico, la espada se iluminó con una luz
dorada y logró herir al Hariot al que había atacado, por lo que Valyrzon agredió a tantos
Hariots como le fue posible. Uno a uno, los gigantes cayeron y algunos escaparon, hasta que en
cierto momento el Hariot que aún tenía al Malored estuvo frente a frente con el muchacho. Lo
tomó, tan velozmente que Valyrzon no pudo hacer nada, por el cuello, y una vez más comenzó
a asfixiarlo. Valyrzon se estaba desmayando por la falta de oxígeno, y no podía hacer nada. El
Hariot lo mataría, y sin el Malored sus amigos quedarían indefensos. Valyrzon no veía casi a
su alrededor. No podía respirar ya. Pero entonces, vio, como en un sueño, una luz brillante
que crecía cada vez más, y entonces el muchacho se sintió despierto como nunca antes en toda
su vida. Le arrebató el Malored al Hariot, lo asió Malored firmemente, y la luz que la Piedra
Divina emitía lo envolvió y lo trasladó a la superficie. Llovía a cántaros, y sus amigos lo
rodeaban.
-¡Valyrzon! –exclamó Mila, arrodillándose a su lado-. Creía que... te había sucedido algo
horrible. ¿Estás bien?
El muchacho estaba tendido en la tierra transformada en lodo por la lluvia. Apenas podía ver
todo borroso, y respiraba con mucha dificultad. Sin embargo, tras unos minutos se puso de pie
y guardó el Malored en su bolsillo. Miró a su alrededor y luego al distante Abismo.
-Decididamente estoy bien –dijo-. De no haber sido por el Malored, ni siquiera estaría aquí. El
Hariot me estaba matando.
-¡Oh, Valyrzon!
Mila lo abrazó fuertemente. Cuando se separaron, Valyrzon dijo:
-Tenemos que alejarnos de aquí. Los Hariots pueden regresar en cualquier momento.
-Así es –dijo Hanzui.
Emprendieron la marcha alejándose del Abismo. Delante de ellos se extendía una llanura,
surcada por numerosos ríos y arroyos. Sólo al llegar a un sitio muy lejano al Abismo se
detuvieron para descansar y recuperar energías. Fue allí donde Valyrzon le preguntó a
Arghant, conteniendo la ira, por qué había intentado matar a Mila.
-Pero qué ingenuos son –dijo Arghant sonriendo-. ¿Aún no lo saben? Aunque, bien, así es
mejor para mí. No hagan preguntas y podremos continuar el viaje.
-Nada de eso –replicó Valyrzon-. Quiero que te alejes de nosotros tanto como te sea posible. Y
no regreses.
Arghant lo miró enfadado.
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-¿Por qué debería irme? Soy su compañero de viaje –dijo.
-No eres nada –repuso Hanzui-. Vete de aquí.
En ese momento Arghant cambió de expresión. Parecía muy asustado y, a la vez, enojado.
Miró a sus antiguos amigos uno por uno, y a continuación posó su vista en Valyrzon.
-Valyrzon, dame el Malored.
El muchacho lo miró, incrédulo.
-¿Cómo te atreves a pedirme el Malored? –le dijo.
-Por favor, Valyrzon, dámelo –Arghant temblaba y sudaba-. Por favor, lo necesito.
-¿Para qué lo necesitas? –preguntó Hanzui.
-¡Sólo entrégamelo! –exclamó Arghant, sin prestar atención a Hanzui.
-¡Nada de eso! ¡El Malored se queda aquí! –exclamó Valyrzon.
Arghant desenvainó su espada.
-Te lo estoy pidiendo yo, Valyrzon –dijo suavemente-. Yo, Valyrzon.
Valyrzon estaba confundido. ¿Qué quería decir Arghant? ¿Acaso tenía una doble
personalidad? Por la forma en que se comportaba, parecía un demente.
-¡Tengo que deshacerme de él, Valyrzon! –exclamó Arghant.
-¿De quién? –le preguntó el muchacho.
-¡De... !
Arghant cayó al suelo. El señor Kotka se acercó a él y se puso de rodillas para saber qué le
había sucedido.
-Está inconsciente –dijo, poniéndose de pie-. ¿Qué le habrá sucedido?
-En realidad, no me interesa –dijo Valyrzon-. Vayámonos de aquí.
-¿Lo dejaremos? –preguntó Mila.
-Él eligió su destino –repuso Valyrzon-. Y yo elijo el mío. Tenemos que encontrar el Fuego
Sagrado, eso haremos. Apresúrense.
Y los cuatro compañeros se marcharon, dejando a Arghant solo en aquella llanura. La lluvia
caía aún sobre él cuando despertó horas más tarde, y descubrió que sus amigos lo habían
abandonado.
-Esto es tu culpa –dijo, poniéndose de pie-. Ellos creen que yo controlo este cuerpo. Pero en
cuanto pueda te mataré, Rolgan.
Le dolía terriblemente la cabeza. Tomó su espada, que había quedado tirada a un lado, y la
guardó. Cuando se disponía a seguir a sus compañeros, sintió que se desmayaba nuevamente.
Pero seguía de pie. Una sonrisa maliciosa apareció en su rostro.
-No lo harás, Arghant. Claro que no lo harás –dijo, y se puso en marcha.

Capítulo 7: La fortaleza en el aire.

Siguiendo el curso de uno de los ríos, los cuatro viajeros caminaron durante algunos días,
tomando breves descansos, por aquella vasta llanura que parecía no tener fin. Todos se sentían
muy extraños aún, pero no conocían la razón. Valyrzon no podía dormir muy bien desde que
habían abandonado a Arghant, y pasaba largas horas durante la noche pensando en que algo
no estaba bien. Arghant había querido decirle algo, y él lo había ignorado. Puede que estuviese
en peligro en ese momento...
-¿Valyrzon?
El muchacho abrió los ojos. Se había quedado dormido sin desearlo, y la mañana estaba
avanzada ya. Mila era la única que se encontraba despierta, aunque Valyrzon pensó que era
porque tampoco dormía muy bien desde hacía varias noches.
-Tenemos que apresurarnos –dijo Valyrzon, poniéndose rápidamente de pie. Sintió un dolor
espantoso en la pierna herida; había olvidado que, como no tenían ningún elemento para
curarla, el señor Kotka sólo la había atado fuertemente con un retazo de tela, aunque eso no
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impedía que el dolor permaneciera y que el viaje se retrasara porque debía caminar
lentamente.- Despierta a Hanzui y a tu padre, debemos irnos cuanto antes.
Mila hizo lo que su amigo le dijo, y una vez que todos estuvieron listos partieron tan
velozmente como la pierna de Valyrzon lo permitió. Pero sólo habían caminado un trecho
cuando se detuvieron. Valyrzon miró a sus amigos. Todos parecían confundidos.
-¿Qué nos sucede? –dijo Mila-. Hace días que me siento muy mal, pero no sé por qué.
-Yo también me siento así –admitió Hanzui-. Creo que corremos peligro, Valyrzon.
-Es muy posible –dijo Valyrzon-. Cada vez que el viaje se torna demasiado tranquilo, un ser
aparece e intenta matarnos.
-Gracias por los ánimos, Valyrzon –dijo Mila.
-Es verdad –repuso el señor Kotka-. Continuemos, pues de otra forma no sabremos qué
seguirá.
Así, siguieron su camino, con un mal presentimiento, pero con la esperanza de que el próximo
enemigo fuera más fácil de derrotar que los Hariots. La llanura parecía extenderse cada vez
más en el horizonte, pero, inexplicablemente, llegaron pronto a un ancho río que los separaba
de una colina bastante grande, sobre la cual alguien había colocado una escalera. Sí, una
simple escalera de madera rosada, con amplios escalones, y la cual parecía no tener propósito
alguno. Valyrzon miró a sus compañeros. Ninguno entendía qué hacía una escalera en la cima
de una colina, sin ninguna construcción a su alrededor, por lo que Valyrzon decidió cruzar el
río nadando (no poseían otro medio para hacerlo) y averiguar qué hacía allí la escalera.
Se sumergieron en el agua helada y nadaron lo más rápido posible hasta llegar a la orilla
opuesta, lo cual les tomó unos minutos. Salieron del río calados hasta los huesos, y subieron la
colina con mucho esfuerzo. Uno a uno, comenzando por Valyrzon, ascendieron por la escalera
hasta llegar a la parte superior, y ninguno pudo ocultar su asombro al ver lo que había allí.
La escalera debía tener, como máximo, diez o doce escalones, que de algún modo conducían al
lugar más espléndido que hubiera existido en el cielo, y que por algún motivo no podía verse
desde el suelo. Era una fortaleza de piedra blanca y brillante, iluminada por el sol y rodeada
por las nubes más bellas que los cuatro compañeros habían visto. Eran grandes y algodonosas,
y tenían distintas tonalidades que variaban desde un rosado suave hasta un rojo furioso. Un
sendero de nubes que partía de la escalera los llevaba a la entrada a la fortaleza, y el grupo
caminó por él.
Cuando llegaron al gran portal de piedra, vieron que la fortaleza estaba rodeada por cientos de
pequeñas luces que parecían ser luciérnagas. Sin embargo, al observarlas mejor, notaron que
eran pequeños pajarillos dorados, que resplandecían por la luz solar. Uno de ellos se acercó a
Valyrzon y habló con una vocecilla aguda y muy dulce:
-¿Quieres entrar a la fortaleza, terrano?
-Así es –respondió Valyrzon-. ¿Sabes cómo hacerlo?
-Espera un momento –dijo el pajarillo, y se alejó volando hacia arriba. Regresó poco después y
dijo:
-La puerta se abrirá en un segundo.
Efectivamente, la gran puerta se abrió y Valyrzon y los demás entraron a la fortaleza, que por
dentro lucía tanto o más bella que por fuera. Se encontraron en un salón que debía ser el
vestíbulo del castillo, inundado por la luz del sol, que entraba a raudales por amplios
ventanales ubicados en las paredes de la construcción. Valyrzon y sus amigos recorrieron
aquel vasto salón sin darse cuenta de que alguien los observaba. Sólo al llegar a un trono de
piedra negra que se hallaba al otro extremo de la puerta supieron que un anciano de cabellos
dorados los miraba sonriendo.
-Disculpe, señor, nosotros sólo... –comenzó Valyrzon, pero el anciano negó con la cabeza sin
dejar de sonreír.

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-No necesitan darme explicaciones –dijo-. Son los únicos terranos que han venido desde la
batalla de Castlian.
-¿La batalla de Castlian? –repitió Valyrzon-. ¿Dónde sucedió eso?
-Pues, aquí, en Castlian –contestó el anciano-. Es el nombre de esta fortaleza. Soy el último
castliano que vive. Los demás han muerto. Todos fueron contaminados por Éngren en aquella
horrible batalla.
-¿Qué es Éngren? –preguntó Hanzui.
-Éngren es el señor de los Seres del Fuego, o, para ser precisos, los Zentiar -explicó el anciano-.
Él los guió en una batalla contra nosotros, los castlianos, pero cuando advirtió que no podía
obtener la victoria provocó un gran incendio que destruyó esta fortaleza. El dios Odeon los
condenó a una estancia eterna en el Naorbatus, el mundo de la condena, por sus acciones, pero
los castlianos enfermaron por las cenizas del incendio y, poco a poco, el pueblo ha ido
desapareciendo, hasta el día de hoy en que sólo vivo yo, Kaoldar.
-¿Y los pajarillos que vuelan afuera? –preguntó Mila.
Kaoldar la miró con extrañeza.
-¿Qué pajarillos?
-Hay un centenar de pequeñas aves doradas fuera de la fortaleza –respondió Mila-. Ellos nos
permitieron entrar.
-Ah, sí, discúlpame –dijo Kaoldar-. Yo... estoy muy viejo, apenas recuerdo que los Jalnan
siguen protegiendo Castlian. Los Jalnan fueron enviados por el dios Odeon para protegernos
de un nuevo ataque de los Zentiar, lo cual aún es posible que suceda. Castlian todavía guarda
el secreto de los magos castlianos.
-¿Qué secreto? –preguntó Hanzui.
-Los magos castlianos descubrieron una sustancia muy poderosa que fortalece a quien la bebe
y cura cualquier tipo de heridas -explicó Kaoldar-. Los Zentiar lo supieron, y fue ésa la razón
de su ataque: obtener por la fuerza la sustancia. Y esa sustancia continúa aquí, aunque en
pocas cantidades.
-¿Y por qué no la utilizaron para curar su enfermedad, si es que sana cualquier cosa? –quiso
saber el señor Kotka.
-Usted no sabe cómo es estar contaminado con ceniza Zentiar, señor. Es imposible curarse.
Créame que todos fuimos lo bastante inteligentes como para pensarlo, pero supimos que no
podríamos hacerlo. Y ahora puede que los Zentiar regresen para robar de una vez por todas la
sustancia.
Valyrzon se echó al suelo. Todo lo que Kaoldar había dicho era muy interesante, pero no podía
aguantar mucho tiempo más el dolor de su pierna. Además quería irse cuanto antes, puesto
que Rolgan o Arghant tenían muchas posibilidades de llegar a las Montañas Languari antes
que ellos.
-Kaoldar, ¿puedes darme algo de esa sustancia? Necesito que alguien cure mi pierna –dijo
Valyrzon al anciano-. Tenemos que salir de aquí lo antes posible. Viajamos al norte, y aún nos
falta mucho por recorrer.
-Claro que te puedo dar un poco –respondió Kaoldar, poniéndose de pie-. Y si me esperan
unos segundos puedo darles también algunas cosas para su viaje. Veo que no llevan más que
sus vestimentas y sus espadas.
Kaoldar salió del salón por una pequeña puerta lateral, y el señor Kotka, Hanzui y Mila se
acercaron a Valyrzon. Mila se sentó a su lado, mirando hacia fuera por uno de los ventanales
de la pared opuesta. El cielo estaba más brillante que nunca, lo cual indicaba que era mediodía.
Valyrzon, sosteniéndose la pierna fracturada, pensó sin querer en aquel día en que habían
abandonado a Arghant. Era un pensamiento recurrente, y Valyrzon creía que él mismo quería
decirse algo, pero no sabía qué. Miró a Mila y le dijo:

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-¿No crees que Arghant estaba muy extraño el día en que Rolgan escapó? Quiero decir, estaba
demasiado extraño.
-¿A qué te refieres? –preguntó Mila.
-A que Rolgan... me parece que no escapó. Has visto cómo se comportó Arghant en la llanura.
¿Me explico?
-No, realmente.
-Tal vez Rolgan poseyó a Arghant, Mila.
La joven miró a su amigo.
-No creo que Arghant estuviera muy poseído cuando me arrojó al Abismo de los Hariots,
Valyrzon.
-Pero es probable, ¿no lo crees? Arghant y tú solían tener pequeñas discusiones, pero todos
sabíamos que eran simuladas. Sólo se divertían. Quiero decir, si hubiera estado molesto por las
cosas que le decías, podría habértelo dicho, en vez de intentar matarte. Pero Rolgan, en
cambio, era un Thenagon. Él pertenecía a una raza malvada por naturaleza.
-No entiendo una palabra de lo que dices, Valyrzon.
-¡Vamos, Mila! ¡Lo que intento decirte es que quizás Rolgan no escapó, sino que poseyó a
Arghant, te arrojó al Abismo y quiso continuar el viaje con nosotros para encontrar el Fuego
Sagrado y robarlo, matarnos y hacer lo que quiera con él pero en el cuerpo de Arghant para
que no sospecháramos demasiado!
Valyrzon estaba airado, y miraba a Mila como si no supiera cómo hacerle entender a su amiga
lo que pensaba. La muchacha, sin embargo, pensaba que su amigo había formulado la teoría
más absurda que había oído en su vida.
-Escucha, Valyrzon, sé que tú y Arghant pertenecen al mismo reino y por eso son, o eran, casi
hermanos, pero ésa no es razón para pensar que estaba poseído por Rolgan cuando hizo lo que
hizo. Ahora necesitamos llegar cuanto antes a Owuan, sin preocuparnos por nada de eso
excepto que Rolgan o Arghant se nos acerquen con intención de matarnos, ¿de acuerdo?
-Como quieras.
Mila estaba algo enfadada, pero lo disimuló muy bien. Kaoldar regresó en ese momento,
acompañado por algunos caballos grandes y de hermoso pelaje blanco, en cuyos lomos el
anciano había colocado sillas de montar doradas. Hanzui ayudó a Valyrzon a ponerse de pie y
el muchacho recibió una copa de plata que Kaoldar le dio, la cual contenía un espeso líquido
de color azul. Valyrzon lo bebió; la sustancia no tenía sabor alguno y estaba tibia. No
experimentó ningún efecto hasta que sintió que una fuerza invisible sujetaba los huesos
fracturados firmemente y los movía, y en ese momento se escuchó un fuerte crujido. Valyrzon,
con lágrimas en los ojos, devolvió la copa a Kaoldar y miró su pierna. Estaba completamente
sanada.
-Muchas gracias, Kaoldar –dijo el muchacho mirando al anciano-. Bueno, creo que deberíamos
partir.
-Espero que estas criaturas los lleven rápido a su destino –dijo Kaoldar-. Oh, lo olvidaba...
esperen un momento.
El anciano se fue nuevamente del salón y volvió enseguida. Llevaba cuatro bolsas de cuero, de
las cuales entregó una a cada uno de los viajeros.
-Provisiones, medicinas y ropas para su viaje –dijo.
-Muchísimas gracias, Kaoldar –dijo Valyrzon, poniéndose su bolsa al hombro-. Si nos es
posible, un día regresaremos a Castlian.
-De nada les servirá –repuso el anciano, sonriendo con resignación-. Mis días están contados, y
cuando muera los Jalnan se irán, llevándose la sustancia de los castlianos. Esta fortaleza pronto
será abandonada.
-Yo sugiero que la abandonemos ahora mismo –dijo Mila, mirando hacia fuera a través de un
ventanal. Valyrzon y los demás se acercaron. El cielo, brillante hasta hacía unos momentos, se
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había cubierto de nubes rojas, y Castlian estaba rodeada por un ejército de lo que debían ser
numerosos guerreros Zentiar.
Valyrzon miró a Kaoldar, que parecía no poder creer lo que veía. Estaba paralizado y no habló
hasta que Valyrzon le preguntó qué harían.
-No podremos escapar –dijo-. Los Jalnan se enfrentarán a ellos, pero no los vencerán.
-¿Y entonces qué vamos a hacer? –preguntó el señor Kotka.
-Si peleamos junto a los Jalnan, moriremos –dijo Hanzui.
-Y si nos quedamos aquí, también –dijo Mila.
-¿No hay otra opción? –quiso saber Valyrzon.
-Sólo rogarle al dios Odeon que envíe más ayuda –contestó Kaoldar.
Así que todos se sentaron en el suelo a esperar, todos excepto Mila, que continuaba mirando
por el ventanal muy nerviosa. Comenzaron a oírse los primeros ruidos de la batalla entre los
Zentiar y los Jalnan, y Kaoldar cerró los ojos. Mila se apartó del ventanal horrorizada por lo
que veía, y se refugió en los brazos de su padre. Valyrzon, en tanto, se puso de pie y comenzó
a caminar por la habitación, esperando con ansias que la ayuda llegara.
Pero habían pasado varios minutos y nada sucedía. Entonces se oyó una exclamación al otro
lado de la gran puerta de piedra:
-¡Derríbenla! ¡Si los Jalnan aún están aquí, quiere decir que también los castlianos y su
sustancia!
La puerta se sacudió al recibir un fuerte golpe. Se oían muchas voces de Zentiar furiosos, que
parecían estar luchando aún con los Jalnan, y otras voces de Zentiar que intentaban derribar la
puerta para entrar a la fortaleza. Valyrzon desenvainó su espada, preparándose para enfrentar
a los Zentiar, y sus amigos se apresuraron a imitarlo. Se acercaron todos a Valyrzon, y Kaoldar,
que no poseía armas, se sentó en la silla que estaba al final del salón y permaneció allí.
Los Zentiar lograron entrar a la fortaleza, y los cuatro viajeros los vieron de cerca por
primera vez. Eran hombres corpulentos, de ojos rojos y tez pálida, con largos cabellos
formados por llamas; estaban ataviados con armaduras de fuego, y sus armas eran espadas
cuyas hojas estaban al rojo vivo. Se acercaron a los cuatro compañeros, quienes retrocedieron
a medida que los Zentiar avanzaban, y, de repente, se detuvieron. Los compañeros se
detuvieron también; estaban muy cerca del trono de Kaoldar, y el castliano aún no se había
movido de allí. Uno de los Zentiar se adelantó.
-¡Entréguennos la sustancia y tal vez los dejemos en paz! –exclamó.
-Nada de eso –repuso Kaoldar-. En nombre de los castlianos, te pido que te vayas, Éngren.
El Zentiar rió fuertemente.
-¿De qué castlianos hablas, Kaoldar? –dijo-. Todos han muerto, y ahora yo te mataré a ti. Pero
primero debes entregarme la sustancia que descubrieron tus hermanos, y luego morirás de la
forma más rápida posible. Aunque, claro, eso depende de ti.
-No te entregaré la sustancia, Éngren –dijo Kaoldar. Se puso de pie, firmemente, y se acercó
al Zentiar.-El dios Odeon los condenó a una vida eterna en el Naorbatus, y los obligará a
cumplir su castigo.
-¿Cómo, castliano? –preguntó Éngren riendo.
-Así –dijo Valyrzon, señalando la puerta. Éngren y los demás Zentiar se volvieron al tiempo
que un numeroso grupo de guerreros con apariencia de ángeles de alas grandes y doradas
entraban al salón y se enzarzaban en una confusa y feroz lucha con los Zentiar. Valyrzon
ordenó a Kaoldar que se ocultara y el señor Kotka, Hanzui, Mila y él atacaron también.
Al cabo de unos minutos de lucha, los ángeles guerreros y los cuatro viajeros habían logrado
mantener a raya a los Zentiar; utilizando un intensamente iluminado Malored, Valyrzon
reunió a los Seres del Fuego, y sin saber muy bien cómo, los obligó a regresar al Naorbatus,
con lo que la paz volvió a la fortaleza.

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Ante los ojos de los sorprendidos amigos, los ángeles guerreros se transformaron en los
frágiles pajarillos que les habían permitido entrar a Castlian. Sin decir ni una sola palabra, los
Jalnan salieron de la fortaleza y emprendieron el vuelo a su hogar; en ese momento,
Valyrzon estaba seguro de que no los volvería a ver, pero se equivocaba.
-Un momento –dijo Mila luego de que Valyrzon y Kaoldar se agradecieran mutuamente la
ayuda recibida.-¿Por qué se han ido los Jalnan? Se suponía que resguardaran la fortaleza
hasta la muerte del último castliano.
-Lo que ocurre es que mi hora está próxima –dijo Kaoldar-. No pasará mucho tiempo hasta
que vuelva a reunirme con mis hermanos. Pero ustedes no deben preocuparse, puesto que
una importante misión les ha sido encomendada y deben cumplirla. Ahora tienen que irse.
Valyrzon asintió. Todos montaron en sus caballos, y despidiéndose por última vez de
Kaoldar regresaron a la superficie. El sol se ocultaba en el oeste, y a partir de ese dato los
viajeros se dirigieron hacia el norte. No se detuvieron hasta la madrugada.

Capítulo 8: La selva de los espejos.

Unos días después, agotados por una extensa jornada, Valyrzon, Hanzui, Mila y el señor
Kotka se detuvieron para tomar un descanso en un lugar oscuro y frío, poblado de árboles
grandes y siniestros. Ataron los caballos a uno de los árboles, y se acostaron en el suelo
envueltos en sus capas. Valyrzon, a pesar del cansancio que sentía, no pudo conciliar el
sueño. Aquella sensación que había tenido por primera vez en el bosque de Nalmor cada vez
era más recurrente, transformándose poco a poco en un estado permanente de alerta. Sabía
que la causaba algo más que la conciencia de que Arghant y Rolgan los perseguían, pero no
podía explicarse a sí mismo qué sucedía. Ensimismado en esos pensamientos, Valyrzon no
oyó el crujir de una pequeña rama a poca distancia de él. Se envolvió aún más en su capa y
cerró los ojos. Aquel silencioso bosque escondía algo... pero él no podía saber qué.
Unas horas después, los cuatro viajeros emprendieron nuevamente el camino, atravesando el
bosque. Valyrzon marchaba lentamente a la cabeza del grupo, pues parecía que su medio de
transporte tenía las mismas inquietudes que él. Luego de unos minutos de marcha, Valyrzon
se detuvo en seco. Esta vez sí había oído los pasos apresurados de una persona. Miró a su
alrededor, aguzando la vista. Sus compañeros de viaje, detenidos tras él, no comprendían
qué hacía Valyrzon.
-¿Qué sucede, Valyrzon? –preguntó Hanzui-. ¿Has visto algo extraño?
-De hecho, eso es lo que intento hacer –respondió el muchacho-. ¿No oyeron eso?
-¿Qué cosa? –quiso saber Mila.
-Hay alguien más aquí –dijo Valyrzon, mirando hacia atrás. Entonces sintió que algo lo
rozaba, y se volvió. No había nada. Desenvainó su espada y se dispuso a esperar una nueva
señal. Sus amigos, confusos por la acción del muchacho, se acercaron a él.
-Valyrzon, no hay nadie más aquí –dijo Mila-. ¿Te encuentras bien?
-No estoy alucinando, Mila –replicó él-. ¿Cómo es posible que no oigan nada? Pueden ser
Rolgan o Arghant, o tal vez los dos juntos.
-Creo que te equivocas, Valyrzon –dijo el señor Kotka, mirando hacia un lado. Los demás
miraron también.
Un ser (ninguno de los cuatro compañeros lo podía definir de otro modo), aparentemente un
humano salvaje, completamente desnudo pero cubierto por una larga cabellera de pelo sucio
que ocultaba también su rostro, estaba parado allí, cerca de un árbol, y, según parecía,
mirándolos. No se movió cuando los viajeros lo descubrieron; pero unos segundos después
saltó ágilmente hacia ellos, y antes de que lo advirtieran les quitó las armas.
-¡Jacala, ma sohai! –exclamó, y se internó entre los árboles.

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Valyrzon y sus amigos lo siguieron rápidamente. Apenas podían verlo, debido a la oscuridad
del ambiente y a la velocidad a la que marchaba el ser, pero pudieron alcanzarlo. Valyrzon lo
derribó golpeándolo, y a continuación bajó de su caballo y lo sujetó con firmeza. Los demás
se acercaron a él y le quitaron las armas, guardándolas luego. Valyrzon miró a la criatura.
-¿Quién eres? –le preguntó.
-Saddona –dijo. Era, sin lugar a dudas, un hombre.-Rreno Saddona.
-¿Qué significa eso? –preguntó Mila.
-Me parece que intenta decir “Reino Sadornia” –dijo el señor Kotka, y el desconocido asintió
con la cabeza.
-¿Eres de Sadornia? –le preguntó Valyrzon.
-Hijo –respondió el hombre-. Made Sadornia.
-“Made Sadornia” -repitió Valyrzon pensativamente-. Es hijo de una mujer sadornia. ¿Cómo
te llamas?
-Telmeuri –contestó el hombre-. Jove jacala, ir Telmeuri selva.
-Se llama Telmeuri –dijo Valyrzon. El hombre asintió.-Creo que quiere que lo acompañemos
a la selva.
-¿Qué selva? –dijo Hanzui-. No puede haber ninguna selva aquí. Esto es un bosque –le dijo a
Telmeuri.
-Lejos –dijo él, señalando un árbol especialmente grande en cuyo tronco habrían podido
caber los cuatro viajeros y los caballos juntos-. Made Sadornia lejos –dijo Telmeuri, mirando
hacia aquel árbol. Valyrzon se mostró dispuesto a seguirlo, por lo que dejaron allí a los
caballos y caminaron tras Telmeuri hacia el árbol. Allí, el hombre tocó con su dedo índice
una de las gruesas ramas color negro, y el tronco del árbol se abrió formando una puerta, por
la que se entraba a una pequeña habitación. Una vez que estuvieron dentro de ella, Telmeuri
cerró el tronco y dijo:
-Fanwe isgio.
Valyrzon se sorprendió al oír esas palabras. Por alguna razón, supo enseguida que
pertenecían al lenguaje Thenagon en que Linedi de Joke había escrito las señales en el libro
que tenía Hanzui. Sin embargo, no hizo ningún comentario al respecto, en parte porque no
quería alarmar a sus amigos si ello era en vano, y también a causa de lo que vio cuando el
tronco se abrió nuevamente.
Ante ellos se extendía una selva, una formidable variedad de plantas de todos los tamaños,
colores y formas, cuyas hojas eran finos espejos. El efecto que producían aquellos espejos era
muy extraño, pues cada uno reflejaba un objeto, y el espejo opuesto a ése reproducía a la hoja
y a su imagen, de modo que cada planta existía por cien en aquella selva. A pesar de ser una
selva, sus únicos pobladores eran un grupo de humanos y algunos insectos, sin que hubiera
animales; además de eso, el lugar se caracterizaba por la sensación de mareo que producían
los extraños vegetales.
Valyrzon pestañeó varias veces para poder adaptarse a las múltiples imágenes que veía.
Telmeuri caminó rápidamente entre las plantas, aparentando ignorar los espejos que lo
reflejaban y lo convertían en mil Telmeuris, pero los cuatro compañeros lo siguieron
lentamente, observando las extrañas hojas de los vegetales. Sin embargo, unos minutos
después de haber entrado en la selva, Valyrzon se sintió mal, y se sentó a un lado del camino.
Sus amigos se acercaron a él, y Hanzui le preguntó qué le ocurría.
-Sólo estoy mareado –respondió Valyrzon-. Con todos estos espejos a mi alrededor...
-Me siento como tú –dijo Mila-. Tal vez deberíamos esperar un poco antes de seguir, o nos
volveremos locos.
-¡Ir rapo! –exclamó Telmeuri, quien no se había detenido para esperar a sus acompañantes.
Valyrzon y los demás lo miraron. -¡Planta caza!

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Valyrzon comprendió de inmediato lo que quería decirles Telmeuri. Las plantas se habían
movido como si una ráfaga de aire las sacudiera, pero no soplaba ningún tipo de viento, por
lo que el grupo se apresuró a seguir a Telmeuri. Llegaron así al final del camino, en el que
había una aldea de chozas muy humildes alrededor de las cuales caminaban algunas
personas casi con el mismo aspecto de Telmeuri, realizando sus actividades cotidianas.
Telmeuri guió al grupo a una de las casas, donde una mujer muy diferente a los demás
habitantes de la aldea los recibió amablemente. Mientras Telmeuri salía de la casa, la mujer
los hizo sentarse en cómodos asientos y miró a Hanzui.
-¿Eres sadornio, verdad? –le preguntó.
-Sí, lo soy –contestó Hanzui-. Y también lo es Valyrzon –añadió, señalando a su amigo.
-Por lo que nos dijo Telmeuri, usted también proviene de Sadornia –dijo el señor Kotka.
-Así es –confirmó la mujer-. Mi nombre es Linedi de Joke.
Los cuatro amigos quedaron paralizados al oír aquella declaración. ¿Cómo era posible que
un antepasado de Hanzui, el cual había vivido hacía más de doscientos años, estuviera allí,
frente a ellos? Aunque era el más perplejo de los cuatro, Hanzui fue el primero en hablar.
-¿Usted es Linedi de Joke? –preguntó.
-Lo soy –contestó ella-. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque yo soy su descendiente –respondió Hanzui-. Soy Hanzui de Joke, rey de Sadornia.
-¿Rey? Vaya, entonces ya no me preocuparé por mi posteridad. Telmeuri tiene sangre
sadornia, pero jamás podría llegar a ser un noble de nuestro reino, porque ha vivido siempre
aquí, así que me alegro por ti.
-Pero... no entiendo –dijo Hanzui-. ¿Cómo puede ser que usted esté viva? Es mi ancestro más
antiguo, según tengo conocimiento. Mire –Sacó de su bolsillo el libro pequeño y rojo que
llevaba siempre consigo-. Este libro fue escrito por usted, y es uno de los más antiguos libros
que ha habido en Sadornia. Quiero decir... ¿cuántos años tiene usted?
-Cuatrocientos veinte –respondió Linedi-. Abandoné Sadornia hace cuatrocientos años, viajé
a Agantyan, estuve presa de los Thenagon en su Isla, donde aprendí a escribir en su lenguaje;
fui rescatada por una familia de navegantes cuyo hijo mayor, llamado Nishar de Nartros, se
casó conmigo en la isla de Miq, donde viví hasta que él murió, habiendo dejado una gran
descendencia. Luego partí hacia Yadi, pero nunca me establecí allí. Seguí mi viaje sin rumbo
fijo, hasta que llegué aquí y decidí vivir por el resto de mis días en esta aldea, protegiendo a
sus habitantes de las plantas de la selva. Así es como he vivido durante todos estos años.
-Ese libro tiene claves que nos ayudaron y nos ayudarán a lo largo de nuestra travesía –dijo
Valyrzon-. ¿Cómo pudo saber lo que nos sucedería?
-Nishar me lo dijo –explicó Linedi-. En su familia había muchas personas con el don de ver el
futuro, y él era uno de ellos. Creo que su hermano Arghant también poseía ese don.
-¿Arghant? –dijo Valyrzon.
-Sí, el hermano menor de Nishar se llamaba Arghant de Nartros –dijo Linedi-. Como toda su
familia, nació en esa ciudad sadornia, y luego de una vida de viajes por el mundo regresó a
su ciudad natal para morir allí. Por la expresión de sus rostros creo que lo conocieron,
aunque me parece imposible.
-No a él, pero sí a uno de sus descendientes –dijo Hanzui-. Viajaba con nosotros, pero nos
traicionó y lo abandonamos a su suerte.
-Es extraño –dijo Linedi-. Jamás hubiese creído que uno de sus descendientes fuera un
traidor. Arghant era un hombre muy bueno y valiente.
-Me parece que cabe la posibilidad de que Arghant no... –comenzó Valyrzon, pero fue
interrumpido por un fuerte codazo proveniente de Mila. El muchacho miró a su amiga. Ante
la mención de Arghant parecía haberse enojado un poco, pero no dijo nada. Sin embargo,
Linedi quería oír lo que Valyrzon decía.

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-¿Arghant no qué, Valyrzon? –le preguntó cortésmente. Todos miraron al muchacho,
haciéndolo sentir algo incómodo.
-Pues... creo que Arghant no nos traicionó por voluntad propia. Quiero decir, tal vez no era él
mismo cuando...
-Arghant era él mismo cuando intentó matarme, Valyrzon –dijo Mila, mirando enojada a su
amigo.
-Pero, ¿cómo explicas la desaparición repentina de Rolgan? –dijo Valyrzon.
-Simplemente decidió marcharse –contestó Mila.
-Pues yo no opino lo mismo. Algo extraño sucedió aquel día, y quiero saber qué. Arghant no
nos traicionó.
-Un momento –dijo Hanzui. Esta vez todos se volvieron a él. -Si el hermano de Nishar poseía
el don de ver el futuro, quiere decir que sus descendientes deben tenerlo también. ¿Qué
ocurriría si Arghant tuviese ese don?
Valyrzon había centrado tanto sus pensamientos en los sucesos del Abismo de los Hariots a
raíz de la discusión con Mila que no había pensado en esa posibilidad. Si Arghant tenía el
don de ver el futuro, quizás supiera dónde estaba el Fuego Sagrado, y podría encontrarlo
antes que ellos. Eso lo convertía en un enemigo más peligroso aún. Aunque no sabían con
seguridad la situación de Arghant en aquel momento; podía haber regresado a Sadornia, o
inclusive ir tras Rolgan.
-Suponiendo que Arghant busque el Fuego Sagrado, tenemos que intentar encontrarlo a él –
dijo Valyrzon-. En ese caso estaríamos seguros de que no ha llegado al Fuego Sagrado.
-¿Suponiendo? –dijo Mila.
-Si Arghant no nos ha traicionado, no intentará robar el Fuego Sagrado –explicó Valyrzon.
-Oh, es cierto. Olvidaba que tú aún crees en él.
-Mila, piénsalo detenidamente –dijo Valyrzon-. ¿No crees que...?
-Quizá sea la hora de irnos –lo interrumpió el señor Kotka. Fue una suerte que lo hiciera
porque, evidentemente, Mila estaba reprimiendo con todas sus energías el deseo de gritarle a
Valyrzon. Pero dijera lo que dijera ella, Valyrzon seguiría opinando lo mismo.
-¿Tan pronto? –dijo Linedi.
-Sí, es un largo viaje y aún nos queda mucho por recorrer –dijo Hanzui-. Ha sido un placer
haberla conocido, señora de Joke.
-Llámame Linedi, Hanzui –sonrió ella-. Me gustaría que regresaras algún día. Eres un joven
encantador, y no sólo porque seas rey.
-No soy joven. Tengo ciento diecisiete años –aclaró Hanzui. Linedi sonrió, asombrada, y
acompañó a los viajeros a la puerta de la casa. Se despidieron, prometiendo volver, y un
segundo después cumplieron su promesa.
La aldea había sido poblada, en aquellos minutos, por la vegetación de la selva que la
rodeaba. Las chozas habían sido destruidas por el asolador avance de las plantas de espejos,
los cuales habían capturado a los aldeanos en su interior para siempre. Puesto que aquel era
el verdadero efecto de los espejos, la causa por la que Telmeuri les había dicho que se
apresuraran para llegar a casa de Linedi: los espejos de las plantas atrapaban la imagen que
reflejaban, y la consumían como si fuese un alimento. Linedi no comprendía el motivo por el
cual la selva, luego de tantos años, había destruido repentinamente la aldea y a sus
habitantes; mas ésa no debía ser su preocupación en aquel momento, sino la forma en que
escaparían a su horrible destino. Las espadas no servirían de nada contra aquellos
espeluznantes vegetales, por lo que Valyrzon, Hanzui, Mila, el señor Kotka y Linedi
caminaron bajo la protección del Malored. Lograron llegar así al grueso tronco del árbol por
el que habían ingresado a la selva de los espejos, y vieron allí la imagen de Telmeuri
atrapada en un gran espejo, perteneciente a la última planta de la selva. Al ver la
desesperación grabada en el rostro de Telmeuri, el grupo sintió una sensación espantosa, una
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mezcla de depresión y desesperanza, y Mila no pudo contener una lágrima. Linedi se
apresuró a transportarlos al sombrío bosque en el que habían estado antes, donde sus
caballos continuaban amarrados a los árboles. Mila montó en el corcel de su padre para que
Linedi se transportara en el suyo, y de ese modo siguieron el camino, atravesando el bosque.
Ninguno de ellos hablaba; hasta Mila había olvidado su enfado con Valyrzon, y reprimía el
horrible deseo de llorar. Valyrzon, por su parte, creía saber por qué las plantas habían
destruido la aldea. La presencia del Malored, una piedra de un poder inimaginable, habría
despertado con seguridad la maldad de aquellos seres conscientes con aspecto de vegetales.
Pero no expuso sus pensamientos, pues ni él quería hablar ni los demás deseaban escuchar.
Sumidos en sus pensamientos, los viajeros no oyeron una leve respiración jadeante a poca
distancia de ellos.

Capítulo 9: Onelar, la Tierra Lejana.

El ambiente natural que los rodeaba persistió durante días. Aquel bosque siniestro parecía no
tener fin, lo cual puso a prueba la voluntad de los viajeros de continuar la travesía, que al
principio había sido el firme propósito de todos. Pero lo ocurrido en la selva de los espejos
los había deprimido de tal modo que marchaban lentamente, y ninguno hablaba mucho, ni
siquiera Mila. Valyrzon, que como siempre encabezaba el grupo, se había detenido varias
veces a un lado del camino, y se había sentado en el suelo húmedo con los ojos cerrados.
Luego subía otra vez a su corcel, y continuaba el viaje. Los demás no protestaban, sino que lo
imitaban en sus acciones. Pero luego de unos días de súbitas detenciones, Valyrzon notó que
algo estaba mal. Ninguno de ellos se había comportado así hasta llegar a ese bosque, por lo
que pensó que si querían apresurarse debían salir rápidamente de allí. Sus compañeros
estuvieron de acuerdo, pero unos minutos después de comenzar a cabalgar a mayor
velocidad, Valyrzon advirtió que se había distanciado de sus amigos, pues ellos continuaban
marchando como si estuvieran cansados.
-Oigan, ¿qué les sucede? –les preguntó al volver junto a ellos-. Se suponía que aceleraran el
paso.
-Es el bosque, Valyrzon –dijo Linedi-. Esconde algo más que la selva de los espejos.
-¿Algo como qué? –quiso saber Valyrzon.
-Dame el libro, Hanzui –pidió Linedi al muchacho. Hanzui obedeció, y la mujer abrió el libro
casi al principio; leyó con rapidez unas palabras escritas en lengua Thenagon y le devolvió el
texto a Hanzui, mirando luego a Valyrzon.
-Como lo sospechaba –dijo, satisfecha-. Son los Espíritus de la Antigua Tierra, almas
milenarias que vagan por el mundo llevando sus tristezas a los terranos. Los persiguen a
ustedes desde el Abismo de los Hariots, pero nunca habían podido influenciarlos de esta
manera. Por alguna razón, sólo tú y yo hemos escapado parcialmente de su efecto.
-Necesitamos librarnos de ellos –dijo Valyrzon-. ¿Qué debo hacer?
-Según escribí, Nishar me dijo que tienes que convocarlos y encerrarlos en un objeto muy
poderoso para liberarlos en el momento justo, que será cuando tú decidas –explicó Linedi.
Valyrzon sacó de su bolsillo al Malored y lo sostuvo en alto durante unos minutos. Sus
amigos, que no habían oído ni una palabra de lo dicho por Linedi, lo miraron con extrañeza.
Valyrzon esperó... y, entonces, cientos de espíritus surgieron de las sombras de los árboles y
se dirigieron a él. Parecían constituidos por una materia semejante al vapor de agua, y no
tenían rostro. Cantaban en voz baja una canción que, aparentemente, era un lamento; al oírla,
Valyrzon sintió que no podía reprimir el deseo de llorar, tal fue la tristeza y la desesperanza
que sintió. Con mucho esfuerzo, logró sobreponerse y mirar a los Espíritus de la Antigua
Tierra, reunidos en torno a Linedi y él.

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-Espíritus –dijo Valyrzon-, les pido por el bien de este mundo y sus habitantes que entren a la
Piedra Divina y esperen su libertad.
-¿Nos darás tú, terrano, la gracia de abandonar finalmente esta vida y llegar al Domari para
descansar en paz? –preguntó una suave voz.
-Soy el fiel servidor del dios Odeon, y sé que él lo hará –contestó Valyrzon, preguntándose
qué sería el Domari.
Los Espíritus se unieron en uno, y éste entró al Malored sin hablar. La Piedra Divina brilló
intensamente durante unos segundos, y a continuación su luz se apagó y Valyrzon la guardó
en su bolsillo. Miró a Linedi, quien sonreía observando a los demás viajeros. Valyrzon los
miró también. Parecían estar despertando de un largo sueño, y se extrañaron de que
Valyrzon también les sonriera.
-¿Qué sucede? –preguntó Mila.
-Creo que nos falta poco para llegar al Mar Blanco –dijo Valyrzon, volviéndose-. Tendremos
que apresurarnos.
-¿Cómo sabes eso, Valyrzon? –inquirió Hanzui mientras proseguían el viaje.
-No lo sé –contestó él-, pero creo que es así.
De ese modo, el grupo recobró la firmeza y cabalgó tan rápido como le fue posible. Salieron
del bosque una mañana gris y lluviosa, y se detuvieron para observar a su alrededor.
Valyrzon vislumbró a lo lejos una ciudad amurallada como la mayoría de las poblaciones
que conocía, así que el grupo decidió dirigirse a ella para informarse mejor sobre la dirección
que debían seguir. Llegaron a la puerta de la ciudad en pocos minutos; las murallas eran
mucho más altas de lo que suponían, y en la parte superior de ellas caminaban varios
guardias armados con arcos y flechas. Desmontaron de los caballos antes de entrar a la
ciudad, puesto que sus habitantes se trasladaban dentro de ella caminando y los viajeros
corrían el riesgo de derribar y herir a alguien.
Uno de los guardias que hallaron en los caminos de la ciudad les preguntó quiénes eran en
un lenguaje que no lograron comprender, y el cual el señor Kotka reconoció como algún
idioma procedente del ruso. Valyrzon pudo, mediante señas, hacerle entender al guardia que
ellos eran viajeros, y no entendían su idioma. El guardia les sonrió y los acompañó al palacio
de la ciudad, donde un intérprete repitió las preguntas del guardia a medida que éste las
formulaba, y Valyrzon respondió honestamente, preguntando luego dónde se hallaban.
-Esta ciudad es Siyma, una de las muchas ciudades del reino de Onelar, la Tierra Lejana –
contestó el intérprete-. Al seguir su viaje deberán cuidarse de los numerosos sivatherium que
hallarán a su paso, puesto que resultan un poco agresivos con personas que no han nacido
aquí.
-¿Qué son los sivatherium? –preguntó Hanzui.
-Lo siento, olvidé decírselos. Son animales semejantes a ciervos, pero de mayor tamaño, y
una cornamenta más pequeña detrás de unos cuernos muy dañinos. Por instinto natural
cuidan de los onelarem, pero se sienten amenazados por los viajeros.
-Gracias por la advertencia –dijo Valyrzon-. ¿Sabes qué camino nos puede llevar al norte?
-Continúen en su ruta actual –respondió el intérprete-. No pasará mucho tiempo hasta que
lleguen a la costa.
Valyrzon agradeció nuevamente y se despidió del intérprete. El grupo salió de Siyma, volvió
a montar en los corceles y continuaron su camino por aquella húmeda llanura en la que se
veían grupos dispersos de árboles de mediana altura. Apresuraron el paso durante un trecho
del camino; pero entonces comenzaron a hacer su aparición manadas de los ciervos más
extraños que habían visto. Eran casi tan grandes como los caballos en los que se trasladaba el
grupo; tenían un tupido pelaje rojizo y sus ojos, de un bello color dorado, miraban a los
viajeros con cierto aire de amenaza, por lo que la marcha se hizo más rápida. Durante
algunos días el viaje fue tranquilo, o, mejor dicho, seguro, pues la tranquilidad desaparecía a
34
medida que los sivatherium se acercaban en grupos más grandes. Además de las manadas de
cérvidos y las arboledas dispersas, los viajeros también veían distintas ciudades y pequeños
poblados a poca distancia de ellos, algunas torres abandonadas y casas solitarias habitadas
por humildes campesinos.
Fue así como, en una oscura noche en la que todos descansaban vigilados por Valyrzon, una
numerosa manada rodeó repentinamente el campamento. Valyrzon desenvainó velozmente
su espada y despertó a los demás; en menos de un minuto los cinco viajeros estaban de pie,
preparados para defenderse de los sivatherium, que se acercaban cada vez más, dispuestos a
matarlos. El silencio y la oscuridad aumentaban a cada paso que daban los animales, y en
cierto momento no se oyó más que los latidos de cinco corazones, pertenecientes a cinco
personas que pensaban a toda velocidad cómo escapar de aquella situación. A pesar de la
advertencia del intérprete, no podían hacer nada para alejarse de Onelar sin desviarse
demasiado de su ruta, y así habían llegado a aquel momento en que los sivatherium estaban
a punto de atacarlos. Los pelajes de los animales se movían suavemente con la brisa
nocturna, lo que hacía que aumentara la ferocidad de sus aspectos. Entonces uno de los
sivatherium saltó. Fue algo tan repentino, y sin embargo tan esperado por los viajeros, que
apenas reaccionaron haciéndose a un lado. El sivatherium saltó otra vez, pero en esta ocasión
lo hizo también una figura irreconocible, la cual hirió hábilmente al ciervo y se dispuso a
alejar a los demás animales. Valyrzon se esforzó por ver a aquella persona, criatura o lo que
fuera, pero ella se desvaneció junto a los otros sivatherium tan pronto como había surgido de
las sombras, y el muchacho pensó por un instante que se había tratado de una alucinación.
Pero entonces Mila dijo:
-¿Qué fue eso?
-No lo sé –dijo Valyrzon-, pero será mejor que continuemos la marcha o le daremos a los
sivatherium otra oportunidad para atacarnos.
Todos estuvieron de acuerdo, y al amanecer llegaron a un grupo de montes que ponían fin al
reino de Onelar. Sin embargo, cuando no habían atravesado aún el grupo de montes,
Valyrzon tuvo la sensación de que algo los perseguía, y se volvió para comprobarlo.
Efectivamente, todos los sivatherium de Onelar se habían congregado allí, conformando un
aterrador ejército, y los seguían con furia y dispuestos a acabar con ellos. Valyrzon miró a su
alrededor, pero no con la esperanza de que la figura desconocida que los había salvado la
noche anterior lo hiciera nuevamente, sino esperando que hiciera su aparición para poder ver
su rostro. No obstante, los sivatherium se acercaron rápidamente y el desconocido no se
presentó; Valyrzon y sus compañeros desenvainaron sus espadas y se prepararon para
defenderse, y en ese momento los primeros cérvidos saltaron ágilmente hacia ellos. Los
viajeros lucharon tanto como pudieron mientras intentaban huir, y muchos sivatherium
cayeron al mismo tiempo que los viajeros eran heridos. La batalla duró unos quince minutos,
y mientras que los sivatherium atacaban ferozmente, los cinco compañeros se debilitaban
poco a poco, en gran parte por las numerosas heridas ocasionadas por los ciervos. Y
entonces, en el momento en que Valyrzon creyó que no podría continuar defendiéndose, el
desconocido reapareció y decapitó al ciervo que lo atacaba golpeándolo con su cornamenta.
Mientras alejaba al resto de los sivatherium, Valyrzon miró a la figura. Impresionado, vio
que se trataba de un animal de aquella especie, casi tan grande como los demás pero con el
pelaje un poco más oscuro. La bestia alejó a los feroces enemigos y se acercó luego a Mila,
quien había sido herida gravemente en una de sus piernas y por esa razón había caído al
suelo. Valyrzon y los demás se acercaron también a la chica, que miraba con desconfianza al
sivatherium y se alejaba de él tan rápidamente como podía. El ciervo, sin embargo, no la
siguió. También él estaba herido, y se echó al suelo respirando dificultosamente. Valyrzon
miró a sus amigos, y luego al sivatherium. El animal cerró los ojos. Parecía estar dormido,
pero repentinamente abrió los ojos, se puso de pie y miró furioso a los viajeros. Ellos
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retrocedieron unos pasos, pero el animal se limitó a correr, aún en el estado en el que se
encontraba, y se alejó de allí. Valyrzon se acercó a Mila.
-¿Te encuentras bien? –le preguntó.
-¿Tú que dices? –replicó Mila sonriendo.
-Veré si puedo sanarte –le dijo su padre, y se acercó con algunas medicinas. En unos
minutos, todo el grupo estaba ya en condiciones de partir, aunque, por supuesto, todavía
tenían heridas. Valyrzon, pensando en que necesitaban un descanso para poder apresurarse
más tarde, decidió acampar allí mismo, y así lo hicieron. Cuando la mañana estaba avanzada,
los cinco compañeros partieron pausadamente, y hacia el mediodía cabalgaron a mayor
velocidad. Salieron de esa manera de Onelar, y se internaron en una zona montañosa donde
la simple humedad fue reemplazada por heladas corrientes de viento. Descansaron pocas
veces en aquel lugar, y cuando lo hacían se limitaban a dormir unas horas y repartir las
provisiones, pues el frío y el agreste paisaje hacían difícil el tránsito y atrasaban el viaje. Una
mañana, Valyrzon le preguntó a Linedi si en su libro había alguna pista sobre dónde se
hallaban o lo que encontrarían en aquel lugar. Hanzui le dio el libro a la mujer, y ésta buscó
en sus páginas alguna frase que los ayudara.
-“Cuidado han de tener al entrar al Infierno Helado, pues se esconden allí las criaturas más
temibles y peligros que ninguno ha enfrentado jamás” –leyó Linedi. Cerró el libro y se lo
devolvió a Hanzui.-Estamos, pues, en el Infierno Helado. No falta mucho tiempo para que
lleguemos al Mar Blanco, pero tenemos que marchar lo más rápido posible en estas tierras.
-Sí, creo que tendremos que apresurarnos –dijo el señor Kotka, señalando a sus espaldas. Los
demás miraron: los sivatherium de Onelar habían regresado, pero esta vez acompañados por
otros ciervos distintos a ellos. Eran igualmente grandes y con mucho pelaje, pero se paraban
en dos pies como los hombres y tenían aspecto de guerreros itmagan; de hecho, estaban
armados con espadas y lanzas, y se acercaban corriendo junto a los otros sivatherium.
Valyrzon, harto de los sorpresivos ataques de aquellos furiosos animales, desenvainó su
espada y ordenó a sus amigos que hicieran lo mismo.
-¿No pensarás luchar contra ellos, verdad? –preguntó Hanzui.
-Claro que no –respondió Valyrzon-. Pero si nos alcanzan tendremos que hacerlo, ¿no crees?
Se volvió y apremió a su corcel para que se apresurara, y los demás caballos lo imitaron.
Corrieron todo lo posible a través de los montes, cruzando pequeños arroyos y ascendiendo
y volviendo a bajar las colinas, y de ese modo perdieron de vista a los sivatherium. Los
corceles, aunque cansados por la velocidad de la marcha, parecían tan dispuestos a continuar
como sus jinetes, y así continuaron hasta vislumbrar las primeras montañas, todas de gran
altura y cubiertas por una densa capa de nieve. A medida que el grupo avanzaba el frío
aumentaba, por lo que se ataviaron con dos capas cada uno y tomaron descansos más breves.
Habían llegado finalmente al Infierno Helado.

Capítulo 10: Territorio de sumaderios.

Ni siquiera Valyrzon, quien había vivido durante cien años en Agantyan, había soportado
alguna vez un ambiente con tales temperaturas. Si alguien vivía allí debía de desconocer el
calor, puesto que el sol tampoco se hacía presente. Sólo nevaba en aquel oscuro lugar.
En numerosas ocasiones, tanto Valyrzon como sus compañeros resbalaron al intentar escalar
una de las montañas llevando consigo los caballos, y habían caído varios metros sin
lesionarse de milagro. Además de aquellas peligrosas caídas, Valyrzon no sabía a qué se
había referido Nishar de Nartros al advertir sobre los peligros del Infierno Helado. Aquella
tierra era inhabitable, y ninguna criatura ni ser humano podría perseguirlos allí para hacerles
daño. Entonces pensó en el enemigo que deseaba obtener el Fuego Sagrado, y por primera
vez se dio cuenta de que el dios Odeon no les había dicho quién era. Mila, que al parecer
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adivinaba los pensamientos de su amigo como lo había hecho años atrás Miladic, habló de
aquel tema un día en que subían una montaña especialmente grande, resbalando muchas
veces por la gran cantidad de nieve y luchando contra las corrientes de viento helado que de
vez en cuando les llevaban algunos copos blancos.
-Oye, Valyrzon –dijo Mila-, ¿el dios Odeon te dijo alguna vez quién era nuestro enemigo?
Porque, además de cuidarnos de Arghant y Rolgan, sabemos que debemos llegar al Fuego
Sagrado antes que otra persona, ¿verdad?
-He pensado mucho al respecto –contestó Valyrzon-, y advertí que el dios Odeon no me dijo
quién era nuestro gran enemigo.
-Probablemente es Rolgan, pero el dios Odeon no quiso decírnoslo en su presencia –dijo
Hanzui.
-Siendo así, ¿por qué le ordenó a Valyrzon que lo encontrara? –dijo el señor Kotka.
-Es verdad –convino Linedi-. Si realmente necesitaban un traductor para este libro, el dios
Odeon habría sabido que me hallarían.
-Pues entonces concluyo en que no sabemos a quién nos enfrentamos –dijo Valyrzon,
desanimado. ¿Cómo era posible que se encontraran en esa situación? ¿El dios Odeon habría
olvidado decirles sobre su enemigo, o no sabría quién era? No, pensó Valyrzon, eso es
imposible. Es un dios, y tiene que saber todo. ¿Pero entonces por qué no mencionó a su
adversario?
Sumido en esos pensamientos, Valyrzon no sintió el aleteo de grandes alas tras ellos. Pero los
demás sí lo sintieron, y Hanzui se lo comunicó a su amigo. Valyrzon se volvió justo a tiempo
para ver acercarse a la montaña y a ellos, echando fuego azul por la boca, a un dragón de
cuatro cabezas, completamente blanco, casi invisible entre las montañas. Valyrzon reconoció,
asombrado, al sumaderio, y apenas alcanzó a decirles a sus compañeros que corrieran
cuando el dragón lanzó una llamarada de fuego helado en dirección a ellos. El grupo la
esquivó haciéndose a un lado, y decidieron separarse cuando el sumaderio los atacó
nuevamente. Valyrzon, Hanzui y Mila, por un lado, corrieron hacia la cima de la montaña,
intentando alejarse tanto como fuese posible del sumaderio. Lograron llegar a lo alto de la
montaña sanos y salvos, pero el señor Kotka y Linedi, junto a los caballos, no podían eludir
al sumaderio, quien atacaba a ambos grupos al mismo tiempo. Entonces Valyrzon,
recordando su primer hazaña en Sadornia, gracias a la cual lo habían llamado
posteriormente “Siel el Mata dragones”, desenvainó su espada y les ordenó a Hanzui y Mila
que se ocultaran. Esperó que el sumaderio se acercara lo suficiente a él y luchó contra la
bestia; al cabo de unos segundos logró cortar una de sus cabezas, pero aún tenía que cortar
las otras tres, y no estaba seguro de poder hacerlo. En vista de eso, sacó el Malored de su
bolsillo e hirió con él al sumaderio. La herida emitió un destello que se propagó por todo el
cuerpo del dragón, envolviéndolo en una luz blanca e intensa, y el sumaderio cayó muerto
en la ladera nevada. Valyrzon llamó a Hanzui y Mila y juntos ayudaron al señor Kotka y
Linedi a ascender, pero cuando se disponían a bajar la montaña en la dirección contraria,
oyeron un nuevo aleteo, pero esta vez multiplicado por diez, y al volverse vieron a una
decena de sumaderios acercándose amenazadoramente. Los viajeros montaron en los
caballos y cabalgaron tan rápido como podían, pero los sumaderios eran muy veloces y en
poco tiempo lograron alcanzarlos. Sin embargo, cuando los viajeros descendían por la
montaña, vieron en el valle situado frente a ellos a un centenar de hombres y mujeres con
arcos y flechas, preparados para disparar. Los sumaderios se acercaron al valle para atrapar a
los cinco compañeros; mas en el instante en que uno de ellos echaba una bocanada de fuego
hacia el grupo, una flecha atravesó su corazón matándolo instantáneamente. Cientos de arcos
dispararon flechas entonces, eliminando rápidamente a los sumaderios. Cuando Valyrzon y
sus amigos llegaron al valle, los arqueros se acercaron a ellos. Eran hombres y mujeres de
cabello dorado, con ojos azules y casi tan pálidos como los aquianos, aunque con una especie
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de rubor azulado, como si estuvieran congelados (lo cual no fue de extrañar a los viajeros,
tales eran las condiciones climáticas del lugar). Uno de los hombres, ataviado como los
demás con una larga vestidura de color azul claro y una capa de gruesa piel, se acercó a
Valyrzon y le habló en el idioma de Mila.
-¿Qué hacen tú y tus amigos en el Infierno Helado? ¿Acaso no saben que abundan aquí los
peligros? Han tenido suerte al contar con nosotros, o de otro modo hubieran podido morir.
-Necesitamos cruzar el Infierno Helado para llegar al Mar Blanco –explicó Valyrzon-. Vamos
a Owuan.
-Éstas tierras pertenecen a las criaturas más malignas que hayan visto –dijo el hombre-. No
sólo habitan aquí los sumaderios, aunque son los que se encuentran en mayor número, sino
también otras especies, como las Ninfas del Hielo y los Oloxos. Tampoco pueden olvidar que
el Infierno Helado es el único lugar en el mundo en el que hay volcanes de hielo.
-Pero si es tan peligroso, ¿por qué viven ustedes aquí? –preguntó Mila.
-Finelan es nuestro hogar también –respondió el hombre-. Somos sus habitantes así como los
sumaderios o los Oloxos. Puedo acompañarlos hasta la costa del Mar Blanco para asegurar
su supervivencia, pero tendrán que apresurarse si quieren salir vivos de aquí.
-De acuerdo –aceptó Valyrzon. El hombre pidió a sus compañeros un kalami, que resultó ser
un caballo pequeño y veloz que transportó al hombre, llamado Viker, al frente del grupo
durante un largo recorrido por Finelan. Aquel nombre le resultaba a Valyrzon extrañamente
familiar, y no pasó mucho tiempo hasta que supo que se asemejaba a Finlandia, país del cual
provenía Mila. Esa era la razón por la cual Viker hablaba el mismo idioma que la muchacha:
sería uno de los primeros seres humanos que habitaran el territorio que posteriormente sería
el país del norte donde habían nacido los Kotka.
Mila le preguntó a Viker quiénes eran las Ninfas del Hielo, pero él se limitó a decirle a la
joven que pronto las vería, puesto que se acercaban ya a su morada. Efectivamente, minutos
después llegaron a un ancho río de heladas aguas, en cuya costa estaban sentadas varias
mujeres jóvenes, de largos cabellos blancos, que miraron a los viajeros tan pronto como ellos
se acercaron al río. Sus ojos eran grises, y sus delgados cuerpos eran casi transparentes. Una
de las Ninfas se puso de pie y dijo con una voz estridente:
-Aléjate, Viker, porque ya sabes lo que les espera a ti y a tus hermanos si irrumpes en nuestra
vida.
-Sólo queremos cruzar el río –dijo Viker.
-¡El río es nuestro! –gritó la Ninfa, y junto a sus hermanas atacó al hombre. Valyrzon se
apresuró a ayudarlo, pero una Ninfa lo empujó hacia el río y el muchacho cayó al agua.
Apenas pudo nadar en aquellas aguas, pues la baja temperatura del líquido lo congeló
rápidamente y no pudo moverse durante unos segundos. No obstante, logró llegar a la orilla
del río y poner a salvo a sus amigos, que luchaban desesperadamente contra las Ninfas. Las
jóvenes intentaban por todos los medios tocar el corazón de los viajeros, pues así su sangre se
helaría, provocándoles la muerte, pero no lograron hacerlo. Valyrzon utilizó el Malored para
iluminarlas y obligarlas a volver al río, y así el muchacho y sus amigos pudieron atravesar la
helada corriente y proseguir su camino.
Poco después, acercándose a un grupo de montañas nevadas, salió a su paso una manada de
Oloxos. Aquellos lobos tenían un aspecto feroz, pero por algún extraño motivo no atacaron a
los viajeros y ellos pudieron continuar con tranquilidad. Sin embargo, lo peor llegaría
cuando se dispusieran a atravesar la última cordillera de Finelan, pues era el sitio más
peligroso del Infierno Helado.
Una terrible tormenta comenzó a azotar la región, atrasando el tránsito de los viajeros. La
visibilidad disminuyó cuanto más avanzaban y apenas podían vislumbrar la silueta de la
cordillera recortada contra el oscuro cielo. Al mirar hacia una de las montañas, Valyrzon se
sorprendió al ver que salía de ella una enorme llamarada de fuego azul, pero recordó que
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Viker había mencionado que en Finelan había volcanes de hielo. Al emprender el ascenso a la
cordillera, vieron aproximarse a un grupo de sumaderios, por lo que aceleraron el paso; sin
embargo, apenas habían llegado a la mitad de la montaña cuando oyeron gruñidos detrás de
ellos. Valyrzon se volvió y vio que los Oloxos, que no habían atacado a los viajeros
anteriormente, se habían reunido en un numeroso grupo y los perseguían, hambrientos.
-Estas montañas son muy peligrosas –dijo Viker-. Si queremos atravesarlas sin resultar
heridos por las bestias, tendremos que escalar uno de los volcanes. Nadie nos perseguirá allí.
-Pero un volcán resultaría mucho más peligroso que todos los sumaderios y Oloxos de
Finelan atacando al mismo tiempo –objetó Mila.
-No si tenemos cuidado –dijo Viker.
Valyrzon decidió seguir el consejo de Viker y se volvió para descender la montaña. Pero
entonces se encontró con que la horda de Oloxos les había dado alcance, y miraba al grupo
de viajeros esperando atacarlos de un momento a otro.
-¿Alguna idea? –preguntó Valyrzon, retrocediendo mientras tanteaba su espada.
-Sólo una –dijo Hanzui.
-Lo mismo digo –dijo Valyrzon-. ¡Corran!
Los caballos parecieron acatar también la orden y trotaron montaña abajo, eludiendo a los
Oloxos. Sin embargo, al llegar al pie de la montaña se vieron rodeados por una manada de
grandes osos negros, y sin comprobar si les harían daño o no viraron bruscamente y se
dirigieron al volcán de hielo más cercano. Hanzui, el último del grupo, miró a sus espaldas
cuando ya casi estaban del otro lado de la cordillera; lo hizo justo a tiempo para ver acercarse
a un sumaderio y echar hacia ellos una bocanada de fuego helado. Los viajeros se
dispersaron, pero entonces los Oloxos, los osos negros y los sumaderios se unieron para
atacar a cada uno de los compañeros, y fue entonces muy difícil evitar las agresiones de las
bestias del Infierno Helado. Entonces, como si el peligro que corrían no fuera suficiente, el
volcán donde se hallaban comenzó a hacer erupción. De su cráter surgieron grandes
llamaradas de fuego azul, y la tierra bajo los pies de los corceles que transportaban a los
viajeros tembló. Los Oloxos se detuvieron y miraron al volcán; decidieron entonces irse de
allí, acompañados por los osos negros, pero los sumaderios persistieron en las embestidas y
volaron encima del separado grupo, echando bocanadas de fuego a uno y otro lado. Todos
los viajeros habían resultado heridos ya, y no tenían fuerzas para continuar, pero hicieron un
agotador esfuerzo y lograron descender el volcán. Los sumaderios se retiraron, pues la
erupción se tornaba cada segundo más violenta, y los cinco amigos pronto se vieron
rodeados de lava azul, la cual congelaba de tal modo la tierra que ésta se resquebrajaba con
facilidad. Los viajeros miraron hacia el norte. A unos arhs de distancia se vislumbraba una
porción de azules aguas. Valyrzon miró el volcán, que despedía grandes trozos de piedra
congelada envuelta en una llama azul. Las rocas se dirigían hacia su posición.
-Valyrzon, tenemos que apresurarnos o esas rocas nos matarán –dijo Mila.
-Sí –dijo él-. Falta poco por recorrer. Vamos.
El grupo se encaminó hacia las aguas avistadas al norte. Tras ellos, el volcán seguía
despidiendo lava azul y rocas congeladas. Los viajeros recorrieron los arhs que restaban
hasta la costa del Mar Blanco sintiendo una extraña paz en sus corazones. Habían logrado
sobrevivir a tantos peligros, que les parecía que la travesía llegaba a su fin, aunque no lo
deseaban. Entonces llegaron al Mar Blanco. Era una gran extensión de aguas heladas, de un
color azul oscuro que hizo reflexionar a Valyrzon acerca del nombre del mar. Flotaban en él
algunos bloques de hielo de gran tamaño y plataformas de agua congelada, pero no se veía
ninguna isla de tierra.
-Bien, aquí nos despedimos –dijo Viker. Todos lo miraron.-Les dije que los acompañaría
hasta la costa del Mar Blanco, y lo he hecho. Debo regresar a mi hogar ahora.

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-De acuerdo –dijo Valyrzon-. Te agradecemos mucho habernos acompañado. Otras personas
no hubieran hecho lo mismo.
-Otras personas no podrían haberlos guiado por el Infierno Helado –repuso Viker sonriendo-
. Adiós, y espero que volvamos a vernos.
-Pienso lo mismo –dijo Valyrzon devolviendo la sonrisa.
Vieron alejarse al hombre y hacerse diminuto hasta desaparecer en el volcán. Valyrzon miró
entonces al Mar Blanco.
-¿Tienes alguna idea sobre cómo atravesaremos estas aguas? –le preguntó Mila.
-Quisiera saber primero dónde está la isla de Owuan –contestó Valyrzon.
Fue entonces cuando vieron acercarse una enorme construcción de madera negra, flotando
rápidamente sobre las heladas aguas del Mar Blanco gracias a una extraña niebla de color
salmón. Era una embarcación cilistra.
-Creo que disponemos ya de un medio de transporte –dijo el señor Kotka.
El barco cilistra se aproximó rápidamente a la costa. Una rampa larga y plateada descendió
hasta tocar tierra, y por ella bajó un anciano cilistra de largos cabellos blancos, vestido con
una túnica del mismo color, que miró al grupo sonriendo cordialmente.
-Suban al barco, mis amigos, y los transportaremos a la isla de Owuan –dijo.
Los cinco compañeros bajaron de los caballos y abordaron la embarcación. El anciano cilistra
subió tras ellos y levantó la rampa; se acercó a uno de los tripulantes y le ordenó que moviera
al barco en dirección a Owuan. El tripulante obedeció, y el anciano guió a los cinco viajeros a
sus aposentos, en los que permanecieron cómodamente durante el resto del breve viaje.

Capítulo 11: Magos y Hadas Owu.

Owuan era una isla pequeña, con un bosque de coníferas, una playa de arenas blancas (lo
cual era muy extraño, considerando que se hallaba en el norte), y una hilera de montañas, el
objetivo de los viajeros. Al llegar a la isla, los cinco compañeros se despidieron de los
cilistras, agradeciéndoles por su ayuda, y se internaron en el bosque. Pronto se encontraron
con un niño de ojos brillantes, largos cabellos blancos y tez sonrosada, el cual los guió hacia
la aldea de los habitantes de aquella isla. Valyrzon y sus amigos necesitaron correr para
alcanzar al niño, cuya agilidad le permitía realizar saltos increíbles de árbol en árbol.
Llegaron extenuados a la aldea, donde el niño se despidió.
La aldea estaba conformada por casas grandes y redondas, como cúpulas, de vidrio rojo, y
hermosos jardines con las plantas más bellas del mundo. Entre las casas correteaban muchos
niños bastante parecidos entre sí, ataviados con túnicas de distintos colores y llevando
juguetes que despedían luces de un aspecto mágico. Los adultos parecían ser, en su mayoría,
ancianos sonrientes y de aspecto bondadoso, a excepción de algunos hombres y mujeres
jóvenes y trabajadores. Valyrzon guió a sus amigos hacia el final de esa calle, en el que había
una casa muy grande de piedra gris. Suponía que allí vivía el gobernador o la gobernadora
de Owuan, y quería comunicarle lo que haría en las Montañas Languari. Al aproximarse el
grupo a la casa, la puerta se abrió y salió por ella un anciano de profundos ojos verdes y una
cabellera sedosa que llegaba hasta su cintura. El anciano los miró y les dijo:
-Entren. Los esperaba.
Valyrzon y los demás entraron a la casa y el anciano cerró la puerta tras sí. La habitación en
la que se hallaron era muy grande. Tenía varios asientos semejantes a tronos de plata, y el
suelo estaba cubierto por una alfombra de terciopelo en la que estaba representada la imagen
de un rey con el rostro firme. Las paredes de piedra de la habitación sostenían varias
antorchas de piedra también, entre las cuales había varios tapices de piel que representaban
reyes y reinas. No había ninguna puerta o ventana.
-Siéntense –les ordenó el anciano, haciéndolo también él.
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Valyrzon y sus amigos obedecieron.
-Se dirigen a las Montañas Languari –dijo el anciano-. Buscan el Fuego Sagrado, pero no lo
encontrarán allí.
-Pero podemos hallar algo que nos diga dónde está –repuso Valyrzon.
-Claro que sí –dijo el anciano-. Sólo quería evitarles la decepción de ir a las Montañas
Languari y no hallar nada.
-¿Sabe usted, por casualidad, dónde está el Fuego Sagrado? –preguntó Hanzui.
-No –dijo el anciano-. Los Magos y Hadas Owu sabemos muchas cosas, pero la ubicación del
Fuego Sagrado también para nosotros está oculta.
-¿Magos y Hadas? –dijo Linedi.
-Así es –confirmó el anciano-. Mi nombre es Caod, y soy el líder de los habitantes de Owuan.
Los hombres son magos desde niños, y las mujeres son hadas también desde su infancia.
Siempre hemos sabido que llegarían buscando el Fuego Sagrado. ¿Hay algo que pueda hacer
por ustedes?
-Sólo necesitamos saber que esto no interrumpirá la tranquilidad de Owuan –dijo Valyrzon.
-Por supuesto que no –dijo Caod-. Seguirán reinando aquí la paz y la prosperidad.
Valyrzon y sus amigos se pusieron de pie para salir de la casa. Entonces el muchacho pensó
en la identidad desconocida de su enemigo, pero Mila se adelantó una vez más.
-Caod, ¿no sabe quién es la persona que intenta robar el Fuego Sagrado? –le preguntó al
anciano.
-¿El dios Odeon no les ha dicho nada al respecto? –quiso saber Caod, extrañado.
-No, en absoluto –respondió Valyrzon-. ¿Cabe la posibilidad de que sea un Thenagon?
-No se trata del joven Rolgan, aunque él será un aliado –dijo Caod-. Es un humano.
-Arghant –murmuró Mila.
-Tampoco lo es Arghant de Nartros –repuso Caod. Mila se ruborizó levemente.-No puedo
decirles quién es, porque el dios Odeon no me ha dado autoridad para hacerlo, pero deben
saber que es un humano.
-Bien, eso ya es algo –dijo Valyrzon-. Muchas gracias, Caod.
Caod asintió con la cabeza. Valyrzon y los demás salieron de la casa y se encaminaron a las
Montañas Languari. Estaban ansiosos por ver qué se ocultaba allí, qué secretos descubrirían
en ese lugar al que habían deseado llegar desde hacía tanto tiempo.
Finalmente llegaron al pie de una de las montañas. Había allí una cueva bastante grande, a la
que Valyrzon entró seguido por sus amigos. Reinaba la oscuridad, por lo que el muchacho
hizo uso del Malored para iluminar el lugar a medida que avanzaban. Se internaron tanto en
las Montañas Languari, que pronto la única luz visible fue la del Malored. Entonces llegaron
al seno de la montaña. Era una pequeña habitación, iluminada por una columna de luz que
entraba a través de un agujero en la parte superior, como en el Fortaleza del Tiempo. La luz
caía directamente en el centro de la habitación, donde alguien había construido una pequeña
mesilla de piedra, similar a un altar, sobre la cual había una caja pequeña de madera con un
candado de cobre. El grupo de viajeros rodeó la mesilla.
-¿Cómo abriremos la caja? –preguntó Valyrzon.
-Tal vez el Malored pueda hacerlo –sugirió Hanzui.
Valyrzon acercó la Piedra Divina al candado y éste se abrió de inmediato. Miraron dentro de
la caja. Sólo había allí dos hojas de pergamino. Valyrzon las tomó: una de ellas era un mapa
del mundo entero, y la otra un simple texto escrito en lenguaje Thenagon. El muchacho le
pidió a Linedi que lo leyera.
-“Quienes busquen el Fuego Sagrado, aquí no lo hallarán; mas sigan el recorrido trazado en
el mapa, y lo encontrarán” –leyó ella en voz alta.

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Valyrzon escudriñó el mapa. Una línea de color negro trazaba la ruta que debían seguir
desde Owuan hasta el Fuego Sagrado. El corazón le dio un vuelco al llegar al final de la línea.
Acababa en...
-¿Ese continente es...? –preguntó Mila, quien observaba el mapa por encima del hombro de
Valyrzon.
-Sí, definitivamente –contestó el muchacho.
-Un momento –dijo el señor Kotka-. ¿Realizamos una peligrosa travesía para saber que el
Fuego Sagrado está en otro continente?
-Bueno, pero no puedes negar que fue emocionante –dijo Mila.
-Ha sido una total pérdida de tiempo –dijo Valyrzon, mirando a sus amigos con una mezcla
de desconcierto y consternación-. Una total pérdida de tiempo.
Entonces oyó un movimiento a poca distancia de ellos, y miró para ver de quién se trataba.
Sin embargo, no había nadie más allí.
-¿Oyeron eso? –preguntó.
-Sí –respondió Hanzui-. Creo que tuvimos compañía.
-Salgamos de aquí –dijo Valyrzon, cerrando la caja de madera y llevando consigo el mapa y
el texto.
Volvieron a la aldea de los Owu, sin encontrar ningún extraño a su paso. Valyrzon
sospechaba sobre quién podía ser la persona que los había espiado, pero no dijo nada a sus
amigos, pues seguramente creerían que estaba obsesionado con eso. Se dirigieron
apresuradamente a la playa, donde por fortuna la embarcación cilistra los esperaba. Sin
hablar, abordaron rápidamente el barco y fueron guiados por el anciano que habían conocido
poco tiempo antes hacia una habitación, donde permanecieron muchas horas pensando.
Entonces, horas después de abandonar Owuan, el anciano cilistra fue a la habitación. Estaba
muy serio. Cuando Valyrzon le preguntó qué ocurría, el anciano respondió:
-Hay un intruso en el barco.

Capítulo 12: El levantamiento del Naorbatus.

-Síganme –añadió el anciano. Valyrzon y los demás se pusieron de pie y salieron de la


habitación. Todos los cilistras que tripulaban el barco estaban reunidos en los corredores de
la embarcación, quietos y en silencio. Se apartaron para que los viajeros pudiesen pasar. El
anciano cilistra los guió hacia una sala pequeña y totalmente iluminada. Cerró la puerta tras
sí, y dijo:
-Creemos que es uno de sus antiguos compañeros. No lo hemos visto, pero podemos sentir
su presencia. ¿Es posible?
-Sí, lo es –dijo Valyrzon-. Tengo que buscarlo antes de que dañe a alguien.
-¿Acaso se trata de Arghant? –preguntó Mila cuando el grupo abandonó la sala.
-Sí –respondió su amigo-. Y de Rolgan.
Mila no replicó esta vez. Buscaron por toda la embarcación, atentos al menor movimiento o
sonido. Pero no podían encontrar nada. Entonces Valyrzon asomó la cabeza a un corredor,
casi sin pensarlo, y vio a Arghant.
-¿Arghant, eres tú? –preguntó en voz baja Valyrzon. Lo reconocía, a pesar de su aspecto.
Tenía la vestimenta rasgada, manchada de sangre y tan sucia como la que le había visto
llevar el día en que se conocieron, y su rostro tenía muchas heridas. Sin embargo, lo que
Valyrzon necesitaba saber era si realmente Arghant controlaba su cuerpo en aquel momento.
-Sí, soy yo –contestó el sadornio, también en voz baja-. No tengo mucho tiempo, Valyrzon.
Debes darme el Malored.
-¿Está allí, verdad? –preguntó Mila, que estaba contra la pared junto a Hanzui, Linedi y su
padre.
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-Sí –contestó Valyrzon-. No hables. Arghant, ven... ¿Arghant?
El sadornio jadeaba. Valyrzon, Mila y los demás dieron vuelta la esquina. Arghant estaba de
rodillas, mirando el suelo. Valyrzon se acercó a él, pero Arghant dejó de jadear y se puso de
pie. Un brillo maligno en sus ojos le indicó a Valyrzon que en ese momento se enfrentaba con
Rolgan, y retrocedió.
-¿Qué está pasando? –preguntó Hanzui.
-Sucede que tenías razón, Valyrzon –dijo Rolgan-. Entré en el cuerpo de Arghant aquella
noche, cerca del Abismo de los Hariots, y cuando me abandonaron pensando que era
Arghant los perseguí. Mi único objetivo es obtener el Fuego Sagrado sin matarlos, pero tal
vez me vea obligado a hacerlo.
-No lo hagas, Rolgan –dijo Valyrzon-. Puedes unirte a nosotros en nuestro viaje, pero tienes
que salir del cuerpo de Arghant. Déjalo en paz.
-¿Nunca has aprendido a no darle órdenes a un Thenagon? –preguntó Rolgan, sonriendo
maliciosamente.
-Puedo destruirte –dijo Valyrzon, sosteniendo frente a él el Malored.
-¡Hazlo entonces! –exclamó Rolgan. En un segundo desenvainó la espada de Arghant y se
dispuso a luchar contra Valyrzon. Éste lo esquivó cuantas veces pudo, pero luego pensó que
no tenía más remedio que matar a Rolgan. Sostuvo el Malored frente a él; la Piedra Divina
emitió un rayo de luz, el mismo que había destruido a los Thenagon en Eaferth, y el cual tocó
el pecho de Arghant y lo elevó varios metros en el aire, arrojándolo contra la pared opuesta
del corredor. Por un minuto pareció estar inconsciente; pero entonces Rolgan, sólo Rolgan, se
puso de pie, dejando a Arghant en el suelo, y avanzó hacia Valyrzon. Por primera vez en su
vida, Valyrzon vio a Rolgan como un verdadero Thenagon, un ser maligno y despiadado al
que no le importaba asesinar a nadie. Valyrzon mantuvo en alto el Malored. Nada sucedía, y
Rolgan continuaba avanzando. Entonces la Piedra Divina emitió una luz tan intensa que cegó
a todos los presentes, y golpeó a Rolgan e inundó cada corpúsculo de su fantasmal figura, y
lo hizo explotar en mil partículas de luz. Cuando la luz se apagó, Valyrzon miró a su
alrededor. No había el menor rastro de Rolgan. Finalmente había sido destruido.
-¿Ya se ha ido? –preguntó Hanzui.
-Sí, se fue. Mila, ahora podrías creer en lo que te expliqué en Castlian, ¿no es cierto?
-Supongo que tendré que hacerlo –repuso Mila. Todos se acercaron a Arghant, quien yacía en
el suelo inconsciente. Valyrzon lo despertó tocándole el brazo, y junto a Hanzui lo ayudó a
sentarse. Tenía muchas más heridas de las que creía Valyrzon, pero en ese momento lo único
que parecía sentir era un horrible cansancio. Arghant miró a Mila, quien estaba sentada a su
lado mirándolo con una mezcla de lástima y enojo. Entonces, sin que nadie la pudiera
detener, Mila golpeó a Arghant en el rostro, y a continuación se puso de pie y lo pateó.
Luego se sentó nuevamente junto a él, ante la mirada desconcertada de sus amigos. Arghant
se tapaba la sangrante nariz, dolorido. Miró a Mila y le preguntó:
-¿Qué te pasa? Me acabas de destrozar la nariz, por si no te has dado cuenta.
-Te lo merecías –repuso ella.
-¿Por qué?
-Por haberte dejado poseer por un estúpido Thenagon.
-Mila, Arghant no podía evitarlo –dijo el señor Kotka-. Los Thenagon siempre han sido
difíciles de combatir, como bien sabes.
Mila no respondió. Se limitó a mirar a Arghant, quien intentaba retener la sangre que salía
inconteniblemente de su nariz. Valyrzon ayudó a Arghant a ponerse de pie, y todo el grupo
se dirigió al corredor más próximo, en el que el anciano cilistra esperaba, alarmado por el
ruido de la pelea entre Valyrzon y Rolgan. Valyrzon le explicó lo sucedido, y el anciano
ordenó a los sirvientes cilistras que prestaran servicios a Arghant; de ese modo, en menos de
una hora el sadornio se hallaba completamente sano, aseado y dispuesto a acompañar a sus
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amigos al lugar en que se encontraba el Fuego Sagrado. Reunidos en una amplia y cómoda
habitación, los cinco viajeros oyeron sorprendidos el relato de Arghant sobre la solitaria
travesía emprendida en el Abismo de los Hariots. Había soportado cosas mucho peores que
las sucedidas a los cinco amigos. Luchó contra los Zentiar en Castlian, hasta que Rolgan lo
obligó a huir y esperar la derrota de los Seres del Fuego. No había conocido la selva de los
espejos, pero los Espíritus de la Antigua Tierra lograron envolverlo en su tristeza de tal
modo que aquello retrasó su persecución. No encontró a los viajeros durante días, hasta que
los avistó cerca de Siyma, en Onelar. Los siguió silenciosamente, siendo a veces él y a veces
Rolgan. Pero siempre fue él quien soportó las inclemencias del tiempo, y quien sufrió las
heridas, y el que fue mordido por los sivatherium de la Tierra Lejana, transformándolo cada
cierto período de tiempo en uno de ellos.
-¿Te transformas en un ciervo onelarem? –lo interrumpió Mila.
-Al principio no podía controlarlo, pero ahora sí –confirmó Arghant-. Es verdaderamente
doloroso, aunque supongo que me acostumbraré.
-Entonces fuiste tú el que nos salvó en Onelar, cuando nos atacaron todos los sivatherium de
aquel lugar –dijo Valyrzon.
-Sí, así es. Pero luego Rolgan tomó el control del cuerpo, y me alejó de ustedes.
-Quieres decir que Rolgan y tú nos han seguido desde que los abandonamos –dijo Hanzui-. Y
eran ustedes los que nos espiaban en las Montañas Languari.
-Así es –dijo Arghant.
-Vaya, qué idiota –dijo Mila. Arghant la miró.-¿Por qué motivo soportaste todo eso? ¿Sólo
para alcanzarnos?
-Debía asegurarme de que Rolgan no les hiciera daño –contestó Arghant, demostrando
sentirse algo incómodo.
-Él estaba contigo. ¿Cómo podría acercarse a nosotros sin que tú lo supieras?
-Tuve mis razones –dijo Arghant.
El grupo continuó hablando animadamente durante las horas que restaron del viaje.
Llegaron a tierra firme en tan poco tiempo que Valyrzon se sorprendió de que viajes como
aquellos duraran menos de un día. Se despidieron de los cilistras y se dispusieron a caminar
por aquella costa húmeda y silenciosa. Frente a ellos se extendía un grupo de palmeras,
detrás de las cuales se veían algunas casas grandes y blancas de piedra, dispersas bajo el sol
de verano. Los viajeros avanzaron entre las palmeras y se internaron en aquella tierra
desconocida.
Hacía mucho calor. Valyrzon y sus amigos se quitaron las capas de terciopelo azul y las
llevaron dobladas en la mano, asombrados de que en el lugar que habían abandonado hacía
tan sólo unas horas hubiese un clima tan distinto.
Miraron las casas a medida que caminaban entre ellas. Parecían estar deshabitadas, pues
eran muy silenciosas y los ahora seis viajeros no veían, a través de las puertas y ventanas
abiertas de par en par, a nadie dentro de ellas. Pero entonces, cuando habían pasado ya por
la última casa y se internaban en una tupida selva, oyeron gritar a alguien.
-¡Oigan! ¡Ustedes, los de las capas de terciopelo!
Era una voz femenina. Valyrzon y los demás se volvieron y se acercaron a una joven mujer,
muy bella, con aspecto de haber estado batallando hacía poco tiempo. Valyrzon no tardó en
reconocerla. Era Betalhis.
-¡Betalhis! –exclamó Valyrzon cuando llegaron a ella-. ¿Qué haces aquí? ¿Estás bien?
-¿Cómo podría estarlo? –dijo la joven sollozando-. ¡Ha vuelto, todos han vuelto! ¡Es terrible!
-¿Quiénes han vuelto? –preguntó el señor Kotka.
-¡Dantalyon, y los demás habitantes del Naorbatus! –respondió Betalhis. Parecía estar
desesperada, pero Valyrzon no comprendía por qué.
-Espera, tranquilízate –dijo, tratando de calmarla-. Primero dime, ¿cómo llegaste aquí?
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-Dantalyon me secuestró –contestó Betalhis-. En un barco muy grande y negro.
-¿Quién es Dantalyon? –inquirió Valyrzon.
-Mi hermano mayor –dijo Betalhis-. Murió en aquella batalla contra los nalmos, en la que
maté a Salcat. ¿Recuerdas?
-Sí, la recuerdo.
-Pues, Dantalyon siempre fue maligno, y quería ser el rey de Itmaga y de los demás reinos a
cualquier costo. Por eso, al morir, el dios Odeon lo envió al Naorbatus. ¡Pero ahora han
vuelto, él y los otros! ¡Revivieron para cumplir con su objetivo, el cual incluye robar el Fuego
Sagrado!
Valyrzon se quedó helado al oír eso. Sabía ya quién era su enemigo: Dantalyon de Ookran,
hermano de Betalhis. Eso quería decir que disponían de poco tiempo para encontrar el Fuego
Sagrado y llevarlo a un lugar seguro. Se dio vuelta y caminó rápidamente, seguido por sus
amigos.
-¡Espera, Valyrzon! –exclamó Betalhis-. ¡Necesito tu ayuda! Dantalyon ha logrado reunir un
ejército y en este momento arrasa con Itmaga y los territorios aledaños. No está solo. Los
Zentiar y su señor Éngren lo acompañan, y muchos otros hombres y bestias malignas. Tienes
que salvar a mi gente.
Valyrzon se volvió y miró a Betalhis. La joven miraba al muchacho, suplicante, el rostro
surcado por lágrimas silenciosas. Valyrzon pensó un momento y luego miró al señor Kotka y
Linedi.
-¿Podrían permanecer aquí con ella durante unos minutos? –les preguntó-. Hanzui, Mila,
Arghant y yo buscaremos el Fuego Sagrado. No tardaremos demasiado; regresaremos a
Owuan y pediremos ayuda.
El señor Kotka, Linedi y Betalhis asintieron. Valyrzon y sus jóvenes amigos se internaron en
la tupida selva, abriéndose paso entre la vegetación como lo habían hecho Valyrzon y
Hanzui en la Isla de los Thenagon: utilizando sus espadas. Al principio caminaban
rápidamente, pero luego de dos horas advirtieron que estaban perdidos. Se detuvieron en un
claro de la selva, donde se oían los sonidos producidos por aves e insectos. Cerca de allí
corría un arroyo, cubierto por la misma flora que no permitía que la luz solar iluminara el
ambiente. Valyrzon sacó de su bolsillo el mapa y se dispuso a leerlo, mientras los demás
miraban a su alrededor.
-Hay un problema aquí –dijo Valyrzon frunciendo el entrecejo. Sus amigos se acercaron a él.-
El Fuego Sagrado está cerca de aquí, pero...
-¿Qué sucede, Valyrzon? –preguntó Hanzui.
-Antes, al leerlo, estaba en una montaña –dijo Valyrzon-. Pero no hay montañas aquí, y veo
que el punto que indica su ubicación está en una ciudad llamada “Akenolji”, a pocos arhs de
este lugar.
-Valyrzon, creo que el único problema que tenemos es que estamos perdidos –dijo Arghant.
-No, no es así –repuso Valyrzon. Guardó el mapa en su bolsillo y miró hacia una dirección
determinada.-Allí está el norte. Iremos a Akenolji.
Caminaron, pues, en esa dirección. No pasó mucho tiempo hasta que salieron de la selva,
para vislumbrar la ciudad más maravillosa del mundo, aquella que resguardaba al Fuego
Sagrado desde hacía miles de años.
Akenolji era un gran conjunto de magníficas edificaciones de color blanco y construidas en
piedra; torres y palacios de ese color puro y luminoso, rodeados por altos muros de piedra
aquiana, el mismo material con el que los cilistras habían edificado el Fortaleza del Tiempo.
Un portal de gran tamaño, hecho de piedra blanca y azul y coronado por diamantes, se abrió
en cuanto los amigos se acercaron, y se cerró suavemente tras ellos una vez que hubieron
entrado. Estaban alucinados por lo que veían, pues ninguno había estado alguna vez en un

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lugar así. Valyrzon miró delante de él. Entre los palacios y las torres discurrían calles de una
extraña piedra similar a diamantes, muy resistente.
Caminaron por una de las brillantes calles, Hanzui, Mila y Arghant siguiendo a Valyrzon,
que por alguna extraña razón sabía perfectamente a dónde se dirigían. Entonces llegaron al
centro de Akenolji. Había allí una especie de altar de piedra aquiana, decorado con palabras
plateadas en lenguaje agantyo, que rezaban: “Aquí está lo que buscas, aquello que te
inmortalizará y te purificará, el arma más poderosa contra tu enemigo, quien arderá en la
llama divina tan sólo si tú lo deseas. Decide pues, poseerlo o no”. En la parte superior del
altar descansaba un pequeño cofre de plata.
-Valyrzon, ¿está ahí? –preguntó Mila.
El muchacho no respondió. Tomó el cofre y lo abrió cuidadosamente. Adentro había una
antorcha, la más extraña y hermosa antorcha que habían visto en sus vidas. Era delgada, de
oro puro y liso, sin argollas, y con pequeños rubíes incrustados alrededor de la boca. Pero no
tenía fuego. Mila miró asustada a Valyrzon; sin embargo, el muchacho parecía no
preocuparse por ello, y tomando la antorcha sonrió con satisfacción.
-Valyrzon, ¿ése es el Fuego Sagrado? –preguntó Hanzui.
-No lo es –respondió Valyrzon-. Es la antorcha que lo preserva en su interior. Cuando sea
necesario, la llama volverá a arder. Tenemos que regresar ahora. Debemos ir a Itmaga para
defender a sus habitantes, como le prometí a Betalhis que haría.
Aliviados ante las palabras de su amigo, los jóvenes lo siguieron de regreso por la entrada a
la deshabitada ciudad, internándose nuevamente en la selva y llegando finalmente a las casas
de piedra blanca en la costa, donde el señor Kotka, Linedi y Betalhis esperaban preocupados
y sentados en unos alargados asientos de madera junto a un grupo de palmeras.
-¿Lo encontraron? –preguntó el señor Kotka, poniéndose de pie.
-Así es –contestó Valyrzon-. Betalhis, ¿sabes si Dantalyon volverá?
Betalhis negó con la cabeza.
-Pues entonces apresurémonos y vayamos a Agantyan –dijo Valyrzon decidido, y se acercó a
la playa. Sus amigos lo siguieron, extrañados.
-Valyrzon, dijiste que iríamos a Owuan –dijo Arghant.
-Sí, lo sé –dijo Valyrzon-. Pero en Agantyan podremos encontrar más ayuda. Además, allí es
donde está Moderna.
-¿Y para qué vamos a Moderna? –preguntó Hanzui.
-Porque un joven llamado Ivhian me dijo, en una ocasión, que allí vivían los mejores
navegantes agantyos.
Los demás no comprendieron lo que Valyrzon quería hacer. Pero después de pensarlo,
Hanzui, Mila y Arghant lo supieron. Valyrzon enfrentaría a Dantalyon en el océano, donde
cualquier ser que se relacionara necesariamente con el fuego no pudiese ayudarlo. Era un
plan inteligente, pero...
-Si deseas batallar en un lugar donde haya agua, el Fuego Sagrado no te servirá, Valyrzon –
dijo Mila, mientras los demás se preguntaban qué hacían parados en la playa, mirando la
vastedad de las aguas oceánicas. Valyrzon miró a su amiga.
-El Fuego Sagrado es una llama poderosa y divina –repuso-. Ningún tipo de agua le hará
daño, pero el Fuego Sagrado dañará a quien yo desee herir.
-Siendo así, bien por nosotros –dijo Mila.
El oleaje golpeaba suavemente las arenas blancas y relucientes. El cielo era limpio y azul, sin
una nube, y el aire marítimo soplaba una brisa fresca en los rostros de los viajeros. Habían
hallado el Fuego Sagrado, pero ahora un nuevo desafío se presentaba ante ellos: derrotar a
Dantalyon y sus ejércitos. Valyrzon sabía que sería mucho más difícil de lo que había sido
destruir a los Thenagon. Angel y los Espectros eran fantasmas, pero no habían muerto y
regresado a la vida como Dantalyon. Sólo había un medio para obtener la victoria, y era
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pelear cara a cara con Dantalyon. Recibiría la ayuda del Fuego Sagrado, por supuesto, pero
las cosas no acabarían tan fácilmente.

Capítulo 13: La primera batalla.

Anocheció en la costa, y el grupo continuaba allí, esperando algo que sólo Valyrzon sabía
qué era. Todos se habían sentado en la arena; el señor Kotka hacía preguntas a Betalhis
respecto a la situación en Itmaga, Linedi hablaba con Hanzui sobre Sadornia, y Arghant, Mila
y Valyrzon miraban el océano en silencio. Al cabo de unas horas Mila no soportó más la larga
espera, por lo que le preguntó a Valyrzon por qué no habían viajado a Agantyan como él
había decidido hacer. Valyrzon miró a su amiga y respondió:
-Ten paciencia. Los cilistras vendrán por nosotros.
-Claro que tendré paciencia, pero sabiendo que Dantalyon está asesinando en estos
momentos a mucha gente inocente, me gustaría poder hacer algo útil.-Mila miró a Arghant-.
Oye, había olvidado preguntarte, ¿no posees, por casualidad, el don de ver el futuro?
-¿El don de ver el futuro? –repitió Arghant-. No lo sé. Si lo tengo, nunca lo he utilizado. ¿Por
qué crees que puedo ver el futuro?
-Pues, Linedi nos dijo que su esposo, Nishar de Nartros, tenía ese don, y el hermano de
Nishar, Arghant de Nartros, también lo poseía, por lo que supongo que tú debes ser uno de
sus descendientes. Siendo así, debes poder ver el futuro como ellos.
-Probablemente –dijo Arghant. Pensó durante unos segundos, y entonces dijo: -Oye, si Linedi
de Joke perteneció a mi familia, quiere decir que Hanzui y yo somos parientes, aunque
bastante lejanos, ¿no crees?
-¡Vaya, es cierto! –dijo Mila sorprendida-. ¡Es increíble! Y además, puede ser posible que
Hanzui también posea el don. Este grupo está compuesto por seres prodigiosos, ¿te das
cuenta? Valyrzon ha vivido largamente y lleva consigo el Malored; Hanzui también ha
vivido durante muchos años y es posible que pueda ver el futuro; Linedi entiende a la
perfección la lengua Thenagon; Betalhis... es una guerrera formidable, ¡y tú te conviertes en
un precioso sivatherium!
-¿Qué?
-Vamos, nos dijiste que te puedes transformar en un sivatherium, ¿no lo recuerdas? Pues yo
me acuerdo muy bien de aquel gran ciervo que se acercó a mí en Onelar, y luego se fue como
si hubiera visto quien sabe qué cosa.
Arghant se sonrojó y no respondió, y para su suerte Mila no tuvo oportunidad de continuar
la conversación, pues Valyrzon se puso de pie y se acercó al mar. Había visto, a lo lejos, una
embarcación cilistra, que se aproximaba con rapidez a la playa donde el grupo se hallaba. En
efecto, pocos minutos después los amigos ascendían por una rampa plateada hacia el barco,
donde el anciano cilistra que los había transportado a aquel lugar les daba la bienvenida.
-Siento haberlos hecho esperar –se disculpó, cerrando la rampa. El barco comenzó a
moverse.-Hemos evacuado a mucha gente de las costas. Dantalyon y sus huestes están
asentados, principalmente, en Itmaga, pero han avanzado sobre Yadi y Sadornia.
-¿Sadornia? –repitieron Valyrzon, Hanzui, Arghant y Linedi.
-Así es –confirmó el anciano-. La isla de Sador está casi deshabitada. Otros barcos cilistras se
encargaron de llevar a la mayor cantidad posible de su gente a otro sitio. En fin, ¿adónde
desean ir?
-A Agantyan –respondió Valyrzon-. Vamos a Moderna. Necesitamos reunir una flota de las
mejores embarcaciones del mundo para enfrentar a Dantalyon.
-Supongo que podré informar de esto a los otros barcos –dijo el anciano-. De esa manera, no
estarán solos en la batalla. Pónganse cómodos, será un largo viaje.

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Valyrzon no creía que fuese un viaje muy extenso, pues las naves cilistras eran veloces, pero
aún así se dirigió en compañía de sus amigos a una habitación pequeña y agradable, en la
que se dispuso a examinar la antorcha que llevaba consigo, rodeado por Hanzui, Mila y
Arghant, mientras los otros tres hablaban animadamente. La antorcha era bastante simple,
pero no por eso carecía de una extraña belleza que les hacía sentir a los cuatro jóvenes un
profundo respeto hacia ella. Valyrzon pensaba en el momento en que el Fuego Sagrado
cobrara vida. Ése sería el verdadero momento en que lo hallara, pero por ahora debía
contentarse con haber encontrado al objeto que lo guardaba en su interior.
-¿Has pensado en alguna estrategia de batalla, Valyrzon? –le preguntó Hanzui.
-No en verdad –respondió el muchacho-. Probablemente los navegantes modernos sepan
sobre esas cosas mucho más de lo que yo sé. Por lo tanto, esperaré su opinión.
-¿Tú nos dirigirás, Valyrzon? -inquirió Mila.
Valyrzon, Hanzui y Arghant la miraron.
-¿A qué te refieres? –preguntó el primero.
-En la batalla, ¿tú estarás al frente de nosotros?
-Tú no batallarás, Mila –repuso Valyrzon. Tuvo la sensación de haber dicho eso antes, pero
no a su amiga.
-El que sea mujer no quiere decir que sea débil –replicó Mila-. Déjame pelear.
Al oír esas palabras, Valyrzon recordó que eran las mismas que había pronunciado Miladic
cien años antes, y rió interiormente.
-Tienes que prepararte si quieres batallar –dijo-. Y recuerda que esto no es una guerra contra
los Thenagon, aunque es probable que ellos estén también. Nuestros enemigos son seres y
criaturas mucho más terribles.
-Sí, sí, ya lo sé –dijo Mila, simulando restarle importancia-. Además, Arghant debe
prepararse también. Nunca has peleado en una batalla, ¿verdad, Arghant?
-En la Isla de los Thenagon, es imposible que pudiera hacerlo –dijo el sadornio-. Voy a
necesitar mucha preparación.
-Pues entonces, no hay problema –dijo Mila sonriendo-. Puedes enseñarnos tú, Valyrzon.
-Lo haré, pero será breve –dijo el muchacho.
Finalmente llegaron a Agantyan. El barco cilistra se marchó tan pronto Valyrzon y los demás
estuvieron en tierra, con la promesa de regresar acompañado por una flota de barcos
cilistras. Valyrzon se volvió y caminó hacia el sur, seguido de sus amigos. No tardaron en
avistar Moderna, aquella bella ciudad de piedra donde vivían lo navegantes y pescadores
agantyos, y donde el hijo de Ivhian, el primer moderno que habían conocido Valyrzon,
Hanzui y el mago sadornio Intelyon, los recibió con mucho agrado en su hogar.
-Valyrzon, ¿tú no eras un anciano de ciento diecisiete años, que vivía en Eaferth? –preguntó
Tolwon, el moderno, sentándose en una silla frente al grupo de viajeros.
-Lo era, hasta hace un tiempo –admitió Valyrzon-, pero gracias al Malored logré rejuvenecer.
Ya tendremos tiempo para hablar de eso; ahora necesito un gran favor. ¿Eres el líder de los
navegantes agantyos, verdad?
-Sí, lo soy –respondió Tolwon-. ¿Necesitas algún barco?
-Todos, de hecho –dijo Valyrzon, y le explicó la situación en la que se hallaban Yadi,
Sadornia, Itmaga y los demás reinos, y en la que seguramente Agantyan se vería envuelta.
Tolwon escuchó las palabras de Valyrzon atentamente, y ofreció la flota agantya en su
totalidad.
-Sólo permíteme avisar a los navegantes –dijo-, y en unas horas estaremos listos.
-Muchas gracias –dijo Valyrzon, poniéndose de pie.
-Pueden quedarse aquí hasta entonces –dijo Tolwon.
-Prefiero no abusar de tu hospitalidad. Además, conozco la posada de Ceahlor. ¿Vive él aún?

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-Sí, aunque su edad es muy avanzada. Sus hijos se encargan de la posada ahora. Mi padre le
presta ayuda algunas veces, aunque él es muy anciano también.
Valyrzon y sus amigos esperaron en la posada de Moderna la llegada de los cilistras, aunque
no creían que pasara poco tiempo hasta que regresaran. Por ello, Valyrzon y Hanzui se
dedicaron a entrenar a Arghant y Mila en las artes de la guerra: en el patio trasero de la
posada, Arghant demostró ser un gran esgrimidor, mientras que Mila fue tan hábil con el
arco que Valyrzon pensó que en realidad había estado todo ese tiempo con Miladic. Al
acabar la clase, Valyrzon les dijo a Arghant y a Mila que parecía ser que toda su vida habían
estado preparados para batallar, y ellos contestaron al mismo tiempo “Es la sangre”.
-Creo que ya es tiempo de que vayamos a la costa –dijo Valyrzon. Los demás asintieron y lo
siguieron saliendo de la posada, atravesando la ciudad y caminando bajo el oscuro cielo
estrellado. Era noche avanzada ya. Pocos minutos después de haber llegado a la costa de
hielo, el grupo vio acercarse, desde el norte, a una flota de grandes barcos de color negro, con
detalles plateados brillando a la luz de la luna: eran las embarcaciones cilistras. Por otro lado,
desde el oeste, se acercaba un conjunto más numeroso de barcos más pequeños, de madera
blanca, tripulados por cientos de agantyos. Ambas flotas se acercaron a la costa, y allí el
anciano cilistra que los viajeros conocían, llamado Gautan, junto a Tolwon y Valyrzon, hizo
un acuerdo sobre la disposición de las flotas.
-Entonces, mis amigos y yo estaremos en uno de los barcos agantyos, al frente de la batalla –
concluyó Valyrzon-. Estaremos preparados hacia la mañana. Iré con Hanzui, Arghant y Mila
a Eaferth para dar aviso al capitán del ejército de Agantyan, en caso de que necesitemos su
ayuda.
-De acuerdo –dijeron Tolwon y Gautan.
Valyrzon se reunió con sus jóvenes amigos y asió firmemente el Malored. La Piedra Divina
emitió una intensa luz que envolvió al grupo, y lo trasladó a Eaferth.
Valyrzon había olvidado que ni Arghant ni Mila habían visto jamás el valle oculto, por lo que
no contuvo la risa cuando éstos observaron la ciudad y dijeron “Qué maravilla” como si
estuvieran embobados con ella. Pero luego pensó que Eaferth de veras merecía tal
comportamiento, pues era uno de los pocos lugares que había logrado retenerlo a él debido a
su hermosura y tranquilidad.
Intentando recordar quién era el capitán del ejército la última vez que había estado allí,
Valyrzon guió a sus amigos hacia el silencioso y magnífico palacio eaferthiano. Encontró,
rondando entre las casas, a un guardia muy parecido a Smooanwish, el guardián que Eaferth
había tenido hacía cien años, y reconoció a su nieto, Iquam. El joven reconoció, a su vez, a
Valyrzon, y sonriendo le preguntó dónde había estado.
-Es una larga historia –contestó el muchacho-. Escucha, necesito que llames urgentemente al
capitán del ejército agantyo. Tiene que ayudarnos.
-¿Acaso se acerca una batalla? –preguntó Iquam.
-Nos enfrentaremos a un enemigo muy poderoso –dijo Valyrzon-, y tal vez necesitemos la
ayuda de...
-Eamelion Umarian –completó Iquam-. Oye, ¿puedo ir con ustedes a la batalla?
-Te recomiendo que permanezcas aquí, porque será muy peligroso. ¿Puedes llamar a
Eamelion?
Iquam asintió, y en menos de diez minutos Eamelion Umarian, un hombre de la edad de
Arghant, de ojos marrones, abundantes rizos castaños y muy agradable, se hacía presente
junto a ellos. Escuchó la rápida explicación de Valyrzon, y se comprometió a llegar en el
menor tiempo posible, con sus tropas, a la costa agantya.
De esa manera, habiendo asegurado los ejércitos que tendría a su disponibilidad, Valyrzon
regresó a la costa. Tolwon les entregó al muchacho y sus amigos algunas armaduras

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resistentes y armas nuevas; de ese modo, al amanecer estaban ya listos y esperando la
llegada de Dantalyon en los navíos.
Mila se preguntaba cuáles serían las armas de aquellas embarcaciones, puesto que no poseían
ningún tipo de lo que en su época se conocían como armas de fuego. Tolwon le explicó que
los barcos agantyos tenían, bajo el agua, tres largos tubos de plata, por los que se disparaban
esferas de luz que envolvían a las embarcaciones enemigas, y que al cabo de unos minutos
las hundían en el mar. Allí las retenían hasta que lograban destruirlas. Esas armas habían
sido siempre muy eficaces, por lo que los agantyos no dudaban de ellas.
Los cilistras, en tanto, poseían los mismos tubos plateados, pero los suyos disparaban la
niebla color salmón de su reino; ésta envolvía también a los navíos enemigos, y actuaba como
un verdadero explosivo, destruyendo el barco en miles de fragmentos. Valyrzon no sabía si
confiar más en las armas agantyas o en las cilistras, pues nunca las había visto en
funcionamiento. Sin embargo, contó con ambas flotas, y al amanecer se sentía muy seguro.
-Mila, ¿no quieres dormir un poco? –le preguntó el señor Kotka a su hija-. Creo que no
duermes desde que entramos a Onelar.
-Pues entonces tú tampoco, y ninguno de nosotros –repuso Mila-. Estoy bien. Además, no
puedo dormir sabiendo que horas más tarde me enfrentaré con seres terribles.
-Tú quisiste batallar, nadie te obligó –dijo Arghant.
-No protesté, ¿de acuerdo?
-Estás nerviosa, ¿verdad?
-Claro que lo estoy, Arghant. Pero confío en que venceremos a Dantalyon.
-Probablemente –dijo Arghant-. Pero, ¿qué sucedería si muriéramos todos?
-Dímelo tú.
Valyrzon, de espaldas a sus amigos, sonreía mientras miraba el mar. Esas “discusiones” entre
Mila y Arghant siempre lograban que olvidara todos sus problemas y permaneciera con
tranquilidad aunque sólo fuese por unos minutos. Podía, por ejemplo, mirar la vastedad del
océano, como en ese momento, y contemplar aquellas grandes embarcaciones de madera y
velamen negros, que se acercaban rápidamente hacia su posición.
-Valyrzon –dijo Hanzui, acercándose a su amigo-, ¿no son esos los barcos de Dantalyon?
-¿Qué?
Valyrzon pestañeó y volvió a mirar el mar. En efecto, se trataba de los barcos de Dantalyon;
nunca los había visto en su vida, pero el aura enemiga y el aspecto siniestro de los navíos
hacían evidente su identidad.
-¡Tolwon, a posición! ¡Todos a sus puestos! –exclamó Valyrzon.
Los navegantes obedecieron. Valyrzon, Hanzui, Mila, Arghant y Betalhis esperaron a la flota
enemiga preparados para el ataque, aferrando firmemente sus espadas. Tolwon, junto a las
plateadas armas con forma de tubos que tenían los barcos, esperó la orden de Valyrzon para
disparar. Los barcos enemigos se acercaban... estarían frente a ellos en poco tiempo...
Entonces llegaron. Se detuvieron, a poca distancia del barco donde Tolwon, Valyrzon y los
demás se encontraban, y ellos pudieron ver la tripulación de las naves enemigas.
Eran cientos de seres de todo tipo y de todas las razas, cada uno de ellos con un increíble
aspecto y aire malvados que bastaban para temerles a simple vista. Eran Thenagon, Nalmos,
humanos transfigurados por los fuegos eternos del Naorbatus, Zentiar y también aquianos,
todos los habitantes del mar que habían participado en la batalla de Eaferth contra los
pobladores de Agantyan un siglo antes. El Naorbatus era realmente el infierno, aquel
horrible lugar donde moraban los seres más malvados de la Tierra después de morir.
-¿Está Dantalyon en alguno de los barcos, Betalhis? –preguntó Valyrzon.
-No –contestó la joven-. Seguramente ha enviado a una parte de sus ejércitos, puesto que si
sufría la derrota no podría volver a enfrentarnos.

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-Tienes razón –reconoció Valyrzon-. Bien, será mejor que hagamos saber a Dantalyon que
tendrá que luchar junto a los demás seres del Naorbatus, porque éstos serán destruidos hoy.
¡Tolwon!
-¡Estamos listos, Valyrzon! –dijo el agantyo.
-¡Disparen!
-¡Disparen! –exclamó Tolwon, repitiendo la orden de Valyrzon.
Los barcos agantyos lanzaron las esferas de luz, que en poco tiempo envolvieron al primer
barco y lo hundieron en el agua. Valyrzon miró al resto de las embarcaciones. Ninguna
reaccionaba ante el ataque. ¿Se prepararían para un contraataque con armas más efectivas?
Los barcos agantyos dispararon nuevamente, y otra nave fue hundida en el océano. Valyrzon
aún sospechaba que algo andaba mal; de otro modo, ¿por qué los barcos de Dantalyon no
atacaban a los agantyos? Sin embargo, esa sensación desapareció gradualmente a medida
que más barcos enemigos caían, haciendo que el fondo del océano se iluminara con las
numerosas esferas de luz que envolvían a los navíos y los destruían paulatinamente.
-¡Tolwon, tenemos que avanzar! ¡Da la orden a los demás barcos para que nos sigan! –
exclamó Valyrzon.
Tolwon asintió y repitió la orden. La flota agantya comenzó a moverse, a medida que
disparaba y más barcos caían. Estaban obteniendo la victoria, pero de una forma demasiado
rápida y fácil. ¿Qué estaba sucediendo con los naorbatian? ¿Por qué permitían su derrota?
La flota del Naorbatus parecía estar llegando a su fin. Sólo quedaban en pie cuatro barcos, y
ninguno de ellos daba la menor señal de querer contraatacar. Entonces, cuando veían caer a
uno de los últimos navíos, Hanzui dijo:
-Valyrzon, debemos regresar a Agantyan.
-¿Regresar? –repitió Valyrzon extrañado-. ¿Por qué? Ya casi hemos ganado.
-Yo... he visto algo, Valyrzon. Sucederá algo terrible si no volvemos.
-¿Cómo que has visto algo? ¿Tuviste una visión?
-Eso creo, pero no importa. Tenemos que regresar. Por favor.
-De acuerdo. ¡Tolwon, retrocedamos!
-¿Qué? ¡Estamos destruyendo el último barco! –exclamó Tolwon.
-¡Lo sé, pero debemos retroceder antes que...!
Un minuto después, Valyrzon sólo pudo describirlo como un silencio absoluto que duró sólo
una milésima de segundo antes de aquel espantoso ruido que significó, al mismo tiempo, el
surgimiento de un barco naorbatian hundido y la destrucción de un barco agantyo que se
hallaba a poca distancia del barco de Valyrzon. Salpicado con agua helada y astillas de
madera blanca, el muchacho miró a su alrededor para asegurarse que sus amigos estuvieran
bien, y comprobó que también ellos estaban cubiertos por los restos del navío agantyo y con
aspecto de estar muy sorprendidos.
-¿Qué fue eso? –preguntó Mila.
-Lo que había visto –dijo Hanzui. Parecía estar muy asustado.-Vamos, Valyrzon, ¡tenemos
que regresar!
-¡Tolwon, apresúrate! –exclamó Valyrzon.
Entonces, cuando el barco agantyo se disponía a volver a la costa, otra embarcación
naorbatian surgió de las aguas, destruyendo el navío que había estado sobre ella. Así fue
como comenzó la destrucción de la flota agantya: con el surgimiento de las naves enemigas
que creían derrotadas. Como si aquello no bastara, los naorbatian iniciaron el ataque con sus
armas, las cuales, como Valyrzon había creído, eran mucho más poderosas que las agantyas.
Dada la situación en la que se hallaban, Valyrzon ordenó que reiniciaran fuego contra los
naorbatian mientras se replegaban hacia la costa, y junto a sus amigos se resguardó de los
ataques en la parte inferior del barco.

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-Esto –dijo Hanzui-. Vi que algo ocurriría, y era esto. Los naorbatian son demasiado
poderosos, Valyrzon. Además, debes recordar que no podemos matarlos porque ya están
muertos. ¿Cómo los venceremos?
-Podrías utilizar el Fuego Sagrado, ¿verdad? –sugirió Mila.
-O el Malored –propuso Betalhis.
-Ninguno de ellos servirá –repuso Valyrzon.
-¿Cómo lo sabes? –preguntó Hanzui.
-No sé, pero estoy seguro de que es así. Sólo podemos batallar en la costa, y probablemente
cuerpo a cuerpo.
-Entonces no tenemos ninguna opción –dijo Mila.
-Claro que hay una opción –dijo Arghant, mirando a la joven.
-¿Cuál? –preguntó Mila, con un tono más provocativo que interesado.
-¿Alguna idea, Valyrzon? –inquirió Arghant mirando al muchacho.
-Desgraciadamente, ninguna –contestó él. Y, luego de una pausa, añadió: -Tengo que volver
arriba. Tolwon necesitará ayuda.
-Ve, pero intenta regresar vivo –pidió Hanzui.
Valyrzon se encogió de hombros y salió de la habitación. En aquellos minutos se había
desatado una terrible tormenta, cuyo factor era desconocido para los agantyos y los cilistras,
puesto que hacía unos minutos el sol había aparecido en el limpio cielo azul, que ahora era
cruzado por distintos haces luminosos: las pequeñas y las gigantescas esferas de luz de las
armas agantyas y naorbatian, respectivamente, y los rayos y relámpagos de la tormenta.
Aquella batalla era un verdadero espectáculo de luces, aunque ninguna de ellas era benigna,
y menos aún las naorbatian, las cuales tenían el mismo efecto que la niebla cilistra pero mil
veces peor. De ese modo, mientras algunos barcos agantyos se replegaban, otros eran
destruidos por aquellas esferas cuyas explosiones formaban tales olas que los demás barcos
se veían amenazados con hundirse en el agua. De todas maneras, algunos pudieron llegar a
la costa y ser protegidos por los barcos cilistras a medida que sus tripulantes abandonaban
los navíos.
-¡Tolwon! ¡¿Cuántos barcos agantyos han sobrevivido?! –preguntó Valyrzon, intentando
hacerse oír en medio del ruido de la tormenta y de las armas naorbatian, mientras él y sus
amigos se dirigían a la superficie nevada.
-¡Eran cien, y sólo llegaron cinco! –respondió Tolwon, siguiéndolos.
-¡¿Adónde vamos, Valyrzon?! –preguntó Hanzui.
-¡A Moderna! ¡Debemos refugiarnos allí y reunir fuerzas para pelear!
Pero cuando habían tocado ya la tierra helada de la costa, Valyrzon sintió que algo terrible
sucedía, y se volvió para ver qué era en el momento justo en que una esfera de luz naorbatian
se dirigía hacia ellos. El muchacho sintió que era golpeado fuertemente, y cayó a la tierra
perdiendo el conocimiento.

Capítulo 14: Regreso a Ookran.

Valyrzon despertó y sintió rápidamente un gran dolor en su brazo izquierdo. Estaba


acostado en una cama, que se hallaba en una habitación grande y atestada de gente. Veía
todo un poco borroso, y le dolía mucho la cabeza. Aún así, miró a su lado y reconoció el
rostro de Hanzui. Parecía estar dormido, pero sus ojos se movían bajo los párpados.
-¿Hanzui? –susurró.
El muchacho abrió los ojos y miró a su amigo.
-¿Cómo te encuentras? –preguntó.
-Estoy bien –dijo Valyrzon sin querer. Luego de pensarlo un segundo, dijo: -No, en realidad
no lo estoy. ¿Qué ocurrió?
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-No sé mucho más que tú –contestó Hanzui-. Sólo que estamos en Moderna, y que los
naorbatian nos han sitiado.
-¿Sitiado? –repitió Valyrzon-. ¿Qué sucedió? Lo último que recuerdo es que nos atacaron.
-Los cilistras nos defendieron hasta el límite de su capacidad, pero los naorbatian eran
demasiado poderosos. Todos los tripulantes de los barcos cilistras y agantyos se refugiaron
aquí, y los naorbatian los persiguieron y sitiaron la ciudad. No hay salida alguna.
Valyrzon miró el blanco cielorraso de piedra. ¿Qué podrían hacer ahora? Tenían armas, pero
no serían suficientemente efectivas contra los naorbatian.
El señor Kotka se acercó a su cama y lo miró sonriendo.
-Veo que has despertado, Valyrzon. ¿Te encuentras bien? –le preguntó.
-Sólo me duele el brazo izquierdo –respondió el muchacho, sin darle mucha importancia-.
¿Cómo están los demás?
-Mila no resultó herida, pues Arghant la cubrió cuando la esfera de luz los golpeó. Ella está
en el salón contiguo, junto a Tolwon y Arghant. Antes estuvo aquí con ustedes.
-Es una joven con mucha suerte –dijo Valyrzon, y luego añadió: -¿Arghant se recuperará?
-Sí, pero tal vez pase mucho tiempo hasta que sane completamente. Sufrió muchas heridas.
-Entonces tendré que irme sin él –dijo Valyrzon, sentándose en la cama.
-¿Adónde irás? –preguntó Hanzui.
-A Itmaga –respondió Valyrzon, poniéndose de pie. Le dolía mucho la cabeza y no podía
mover muy bien el brazo, pero debía salir de allí cuanto antes para enfrentar a Dantalyon.
Sólo así Moderna sería liberada.
-Un momento –dijo Hanzui-. ¿No me has oído? No hay salida. Los naorbatian rodean cada
salida de Moderna. Si intentas escapar, te matarán.
-Tengo que hacerlo, Hanzui –repuso Valyrzon-. Debo matar a Dantalyon. No seremos libres
si no lo hago.
-No puedes matarlo porque ya está muerto, Valyrzon, y además es imposible vencer a los
naorbatian que están alrededor de la ciudad, por lo que tampoco podrás salir. Tranquilízate,
¿de acuerdo?
-No –dijo Valyrzon-. Señor Kotka, llame a todos los hombres que estén disponibles y
entrégueles armas. Necesito salir de aquí.
-Creo que Hanzui tiene razón, Valyrzon. No puedes...
-Se supone que los volcanes no pueden arrojar hielo, señor Kotka. Por favor, hágalo.
Valyrzon salió de la sala y se encontró con Mila. La muchacha parecía estar muy enojada, y
se molestó más aún cuando su amigo le comunicó lo que haría.
-¿Estás loco, Valyrzon? No puedes salir...
-Es la décima vez que lo oigo, pero debo...
-No debes hacer nada más que esperar ayuda. Tenemos aliados que siguen libres, como los
Magos y Hadas Owu. Pueden ayudarnos.
-No hay tiempo para esperarlos. Debemos salir y enfrentar a los naorbatian antes de que sea
demasiado tarde.
-No lo harás. Será ir directo a tu muerte, y a la de los que te acompañen.
Valyrzon pensó durante unos segundos en las palabras de su amiga. Por un lado tenía razón,
como Hanzui, pero si esperaban mucho tiempo era probable que la ayuda no llegase. No
podían no hacer nada.
-De acuerdo –dijo finalmente Valyrzon-. Esperaré. Pero si nadie acude, tendremos que pelear
nosotros mismos.
-Como quieras, pero vuelve a la cama. Estás herido.
-¿Cómo está Arghant? Tu padre me contó que impidió que resultaras herida.
-Está inconsciente. El golpe lo derribó fuertemente, y cuando se desmayó pensé que había
muerto. Tiene muchas heridas.
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-¿Dónde está Betalhis?
-En una habitación superior. Creo que se encuentra en mejor estado que cualquiera de
nosotros.
Valyrzon regresó a la sala y se echó en la cama. Estaba realmente muy cansado, en parte por
el dolor del brazo y el de la cabeza y por otra parte por las nuevas preocupaciones. Mila se
sentó junto a él y miró a Hanzui.
-¿Cómo te encuentras? –preguntó.
-Un poco mejor, gracias. ¿Y tú?
-Mejor que Valyrzon y tú. Oye –le dijo a su mejor amigo-, debes descansar, ¿de acuerdo?
Estaré por aquí si me necesitan.
Valyrzon se dio vuelta y miró otra vez el cielorraso de piedra. No supo en qué momento
cerró los ojos y se durmió, pero le pareció que se sumía en sus pensamientos y veía en ellos a
todos sus amigos, la batalla en el mar de Agantyan, el momento en que, hacía ya mucho
tiempo para él, había encontrado el Fuego Sagrado, y otras imágenes de su aventura
buscando aquella antorcha divina. Entonces abrió los ojos, sobresaltado. Se oía mucho ruido,
como si alguien estuviese batallando en la habitación contigua. Miró a su alrededor mientras
se sentaba en la cama. A su lado, Hanzui había despertado también.
-¿Qué sucede? –preguntó Valyrzon.
-No lo sé, pero creo que ha comenzado una batalla alrededor de Moderna –respondió
Hanzui.
Valyrzon se vistió rápidamente con una armadura que alguien había colocado cerca de su
cama y salió de la habitación. Hanzui lo alcanzó poco después, ataviado también con una
armadura. Otros hombres los siguieron a medida que avanzaban, y al llegar al balcón más
próximo eran ya, por lo menos, una docena. Valyrzon miró a las afueras de la ciudad.
Efectivamente, los naorbatian luchaban, pero Valyrzon no podía ver contra quién. En ese
momento, Mila entró a la habitación donde Valyrzon y los demás se hallaban y dijo:
-¡Valyrzon, los naorbatian están peleando contra el ejército agantyo al mando de Eamelion!
¡Tal vez sea tu oportunidad para salir de Moderna y viajar a Itmaga!
-Eso haré, y Hanzui y tú me acompañarán. Vamos, rápido.
-Necesitarán ayuda, señor –dijo uno de los modernos.
-Sígannos –dijo Valyrzon, saliendo de la habitación.
En el corredor encontraron a Betalhis, quien se mostró dispuesta a regresar a su reino junto a
ellos. De ese modo, Valyrzon salió de Moderna seguido de sus amigos, y pudieron ver cómo
Eamelion y los demás agantyos luchaban con todas sus fuerzas para destruir a los
naorbatian, casi sin resultados. Valyrzon miró durante unos segundos la batalla y decidió
ayudar a Eamelion, pues de no ser así era probable que el agantyo muriera. Así, Valyrzon se
acercó a la batalla y comenzó a pelear. Sus amigos y los modernos lo siguieron,
valientemente, y demostraron sus habilidades como guerreros. Sin embargo, al cabo de unos
minutos Valyrzon se convenció de que las habilidades no servirían de nada allí, puesto que
los naorbatian nunca iban a morir. Fue entonces cuando decidió utilizar el Malored, el cual
por una gracia del destino se hallaba en su bolsillo sin que él recordara haberlo colocado allí.
Así pues, sacó la Piedra Divina y la sostuvo en lo alto; ésta emitió la ya conocida luz blanca
que los había ayudado en tantas ocasiones a Valyrzon y sus amigos, y el campo de batalla se
vio iluminado por una luz más intensa que la del sol.
Fue una gran idea, dado que aquella luz distrajo a los naorbatian de la batalla, cegándolos de
tal modo que no podían ver a sus enemigos. La lucha se detuvo y el silencio reinó en el lugar.
Los naorbatian no podían ser destruidos, pero tampoco verían llegar a los Jalnan, en esa
ocasión con aspecto de pequeños pajarillos. No obstante, al apagarse la luz del Malored, los
Jalnan se habían transformado en los ángeles guerreros que habían derrotado a los Zentiar, y

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la batalla había recomenzado, con más furia que antes. En una ocasión, Eamelion se encontró
junto a Valyrzon y le dijo:
-¡Vete, Valyrzon! ¡Debes hacerlo antes que sea demasiado tarde!
-¡Pero ustedes morirán!
-¡Si sucede, deberá ser luego de que tú y tus amigos se vayan! ¡Apresúrate!
Valyrzon se abrió paso a través de los naorbatian y agantyos que hallaba a su paso, y corrió,
seguido por sus amigos, a la costa de Agantyan. Allí abordaron un barco agantyo, el último
en pie, y se alejaron de la Tierra Blanca lo más rápido que podían. Valyrzon miró el océano
helado que se extendía ante ellos. Si tenían suerte, podían llegar a Itmaga con ayuda del
Malored y destruir a Dantalyon antes que Moderna cayera.
-¿Están todos bien? –les preguntó a los demás. Todos asintieron.-Este barco es muy lento.
¿Nadie sabe cómo llegar a Itmaga por una vía más veloz?
-Podríamos transportarnos con el Malored –dijo Mila.
-Itmaga se halla a mucha distancia, no estoy seguro de que el transporte sea efectivo –repuso
Valyrzon. Se apoyó sobre el borde del barco.-Tendremos que esperar que el viento sea
favorable.

Horas después, el barco agantyo arribó a las costas de Sadornia. Valyrzon, Hanzui, Mila y
Betalhis descendieron de él, y caminaron por las doradas arenas hasta alejarse un largo
tramo de la costa. Allí, todos se reunieron alrededor de Valyrzon, y él sostuvo en lo alto el
Malored; inmediatamente, fueron transportados a las cercanías de Ookran, y Valyrzon,
Hanzui y Mila vieron por primera vez la destrucción que Dantalyon había propiciado al
reino itmagan. Columnas de humo negro se elevaban desde la ciudad, y se oían, lejanamente,
gritos y llantos de desesperación. Valyrzon desenvainó su espada y se dirigió a Ookran.
-¿Estás seguro de que Dantalyon se encuentra allí? –preguntó Hanzui.
Valyrzon asintió con la cabeza.
-¿No sería mejor que entráramos por alguna puerta secreta? Es muy posible que seamos
asesinados apenas nos acerquemos –dijo Mila.
-Tranquila, nada nos ocurrirá –dijo Valyrzon-. El Malored nos protegerá.
-¿Cómo lo sabes? –preguntó Betalhis.
Valyrzon no contestó, porque en verdad no sabía cómo podía estar tan seguro de que no les
sucedería nada si entraban de esa forma a Ookran. De todas maneras, continuó caminando
hasta llegar a la puerta de la ciudad. Una flecha cayó junto a uno de sus pies.
-No miren hacia arriba –ordenó Valyrzon.
Sus amigos obedecieron. El muchacho asió firmemente el Malored y éste emitió una luz
débil, que sin embargo formó un firme escudo alrededor del grupo. Las flechas continuaban
dirigiéndose a ellos, pero no podían hacerles daño. Alguien, en una de las torres de la
ciudad, gritó algo en una lengua desconocida. Valyrzon entró a la ciudad. Miró a su
alrededor. Los naorbatian los miraban, confundidos, pero no les hicieron daño a medida que
avanzaban entre los edificios en ruinas.
Finalmente llegaron a la Alta Casa de Ookran. Valyrzon oía que Betalhis sollozaba viendo el
estado en que se hallaba su ciudad natal, pero en ese momento no podía consolarla. Tenía
algo más importante que hacer.
-Dantalyon –llamó en voz alta-. Necesito hablar contigo.
La gran puerta de la Alta Casa se abrió, y por ella salieron tres extraños seres. Uno de ellos
era Éngren, el Señor de los Zentiar; el segundo era Rolgan, quien lucía muy diferente de la
última vez que Valyrzon lo había visto; y el tercero, que era escoltado por los otros dos, era
un humano joven, cuyo rostro se había transfigurado horriblemente, como si una llama lo
hubiese quemado durante cientos de años. Se trataba, por supuesto, de Dantalyon. Los tres
seres se acercaron a Valyrzon, mirándolo y sonriendo maliciosamente.
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-¿Quién eres, joven terrano? –preguntó Dantalyon.
-Valyrzon es mi nombre –respondió el muchacho.
-¿Cuál es la causa por la que entraste de esta forma a Ookran? –inquirió Dantalyon.
-Lo hice porque quiero pedirte que liberes esta ciudad y los territorios que has destruido –
contestó Valyrzon.
Dantalyon rió con una risa estridente, la cual hizo que Hanzui, Mila y Betalhis sintieran
escalofríos. Valyrzon, en cambio, permaneció impasible.
-¿Piensas que, sólo porque tú me lo pides, liberaré Ookran? –dijo Dantalyon, riendo aún-.
¿Quién eres tú para ordenarme algo así?
-No eres tan poderoso como tú crees –repuso Valyrzon-. El dios Odeon te enviará, junto a tus
aliados, de regreso a las profundidades del Naorbatus.
-Para que lo sepas, Valyrzon –replicó Dantalyon-, puedo estar en el Naorbatus cuando
quiera, porque me he convertido en el más grande señor de los mundos, y ahora te lo
demostraré.
Dicho esto, Dantalyon exclamó algo en una lengua extraña, y su voz retumbó como un
trueno y se extendió por toda la ciudad. Se produjo un silencio absoluto, que sin embargo fue
muy breve; a continuación, Ookran comenzó a temblar, sus edificios cayeron y la tierra se
abrió para dar paso a grandes montañas de piedra y fuego, con numerosas cavernas
pobladas por las más horribles bestias, y a los pies de las montañas corrieron ríos de lava que
quemaron el suelo ookranio, y lo convirtieron en una masa negra e inconsistente. Valyrzon,
Hanzui, Mila y Betalhis buscaron refugio, pero no lo había dentro de la ciudad, por lo que
Valyrzon les ordenó a sus amigos que salieran de Ookran y se alejaran tanto como pudiesen.
Entregó el Malored a Hanzui y se dio vuelta para enfrentar a Dantalyon.
-¡Valyrzon, ven aquí! –exclamó Hanzui.
-¡Váyanse ya y pónganse a salvo! –respondió Valyrzon sin mirar atrás.
-¡Si te quedas allí, morirás! –gritó Mila.
-Tengo que detenerlo, Mila –repuso Valyrzon, sin saber si su amiga lo había oído.
De todos modos, Hanzui corrió, seguido de Mila y Betalhis, e intentó poner a salvo a las
jóvenes en una caverna próxima para regresar luego a Ookran. Sin embargo, ellas se negaron
a permanecer en aquel sitio esperando a sus amigos, por lo que Hanzui decidió
acompañarlas a un lugar seguro transportándose con el Malored. Pero cuando la Piedra
Divina había comenzado a emitir ya la luz blanca e intensa, Hanzui, Mila y Betalhis vieron,
en la lejanía, a un numeroso grupo de guerreros montando grandes caballos. Se acercaban
velozmente a Ookran, y cuando llegaron a la ciudad se detuvieron. Hanzui, Mila y Betalhis
pudieron entonces verlos mejor, y los reconocieron de inmediato, aunque se extrañaron por
sus cabalgaduras. Eran los fineladios, los habitantes humanos del Infierno Helado.
Hanzui, Mila y Betalhis se acercaron a ellos rápidamente. El líder de los guerreros era Viker,
quien se demoró unos segundos en reconocerlos pero logró hacerlo.
-¿Por qué motivo se hallan aquí, jóvenes viajeros? –preguntó con extrañeza.
-Nuestro amigo Valyrzon se halla dentro de la ciudad, y necesitamos vuestra ayuda para
salvarle la vida –explicó Hanzui.
-¿Qué es lo que sucede en Ookran? –inquirió Viker-. Sabemos que ha sido parcialmente
destruida, y por eso acudimos en ayuda a sus habitantes.
-Dantalyon ha hecho nacer en ella una parte del Naorbatus –respondió Mila.
-Vaya, sí que es un hombre poderoso –dijo Viker, como si estuviera pensando en voz alta-.
Bien, acompáñennos al interior de la ciudad si así lo desean. Tenemos tres buenos corceles
para ustedes.
Hanzui, Mila y Betalhis aceptaron. A poca distancia de ellos, cercana a la puerta de la Alta
Casa, se desarrollaba una cruel batalla entre Dantalyon y Valyrzon, con los naorbatian como
espectadores. Valyrzon era un excelente guerrero, y a pesar de su avanzada edad (aunque
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pocas personas lo sabían, dado su lozano aspecto, el “joven” tenía todavía ciento diecisiete
años), era muy ágil tanto en el ataque como en la defensa; sin embargo, Dantalyon era diez
veces más poderoso, y en pocos minutos Valyrzon había sufrido muchas heridas. Al entrar
los fineladios a Ookran, Valyrzon apenas los pudo ver, debido a que su visión se tornaba
borrosa por el dolor. No obstante, supo en qué momento Dantalyon se olvidó de él y
organizó a sus guerreros naorbatian para enfrentarse los fineladios, dejándolo tendido en la
escalinata de la Alta Casa a punto de morir. No podía ya soportar el dolor de sus múltiples
lesiones, y le parecía que si perdía el conocimiento sería para siempre. Pero entonces, cuando
cerraba ya los ojos, oyó claramente la voz de Mila.
-Valyrzon, despierta. Por favor, no te desmayes.
El muchacho no podía ver, por lo que no supo si estaba alucinando o su amiga se hallaba
realmente a su lado. Pero, ¿cómo podía ser que no corriera peligro alguno?
-Oye, no me hagas gritarte porque nos descubrirán –dijo la voz de Mila-. Tengo que sacarte
de aquí. Betalhis, apresúrate.
Valyrzon abrió los ojos. Mila y Betalhis se hallaban a su lado, la primera mirando a su
alrededor con nerviosismo y la itmagan sosteniendo un objeto pequeño, el cual despedía una
luz débil que protegía al trío.
-¿Qué está ocurriendo? ¿Dónde está Hanzui? –preguntó Valyrzon.
-Batallando junto a los fineladios –respondió Mila-. ¿Está todo listo, Betalhis? –La itmagan
asintió-. De acuerdo. Sujétate, Valyrzon –dijo Mila, asiendo la mano de su amigo.
La luz del Malored los envolvió y los trasladó a una sala vacía, con paredes y techo blancos,
donde Mila y Betalhis tendieron a Valyrzon en una cama. El señor Kotka se acercó a él, se
sentó a su lado y le habló. Pero Valyrzon no oyó lo que dijo. Cerró los ojos, agotado por el
dolor, y no supo nada más.

Capítulo 15: La caída de Angeth.

Valyrzon despertó unas horas después, completamente descansado. A su lado, Mila,


Betalhis, el señor Kotka, Linedi y Arghant lo miraban silenciosamente.
-Vaya, creía que no despertarías –dijo Mila-. Bienvenido de regreso a Moderna, Valyrzon.
-¿Dónde están los demás? –preguntó el muchacho, sentándose en la cama. Aunque se sentía
mejor, las heridas que había sufrido aún le causaban mucho dolor.
-Gracias a los secretos medicinales agantyos, ya se han recuperado –respondió Linedi. Mila le
dio un pequeño codazo a Arghant, quien estaba a su lado.
-¿Te sientes mejor? –le preguntó Valyrzon al joven hombre.
-Sí, bastante –asintió Arghant sonriendo-. Creo que aquella esfera gigante me destrozó todos
los huesos.
-Es tu culpa –repuso Mila-. Nadie te dijo que te atravesaras en su camino para salvar mi vida.
-Si no lo hubiese hecho, era probable que murieras, y jamás me lo perdonaría –replicó
Arghant.
-Pues nunca lo vuelvas a hacer –dijo Mila.
-Oigan, ¿dónde está Hanzui? –quiso saber Valyrzon.
-La última vez que lo vi, estaba en Ookran, y no hemos tenido noticias de la situación de la
ciudad –contestó Betalhis.
Valyrzon se preocupó por su amigo. Si continuaba en Ookran, era probable que muriera.
Intentó levantarse, pero sus amigos se lo impidieron.
-¡Debemos ayudar a los fineladios! –dijo Valyrzon.
-Alguien más acudirá a Ookran, pero no nosotros –dijo el señor Kotka-. Tranquilízate,
Hanzui estará bien.

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Desde ese día transcurrió una semana entera, y seguían sin saber sobre Hanzui o los
ookranios. Moderna había sido liberada, pues los naorbatian se habían retirado, seguramente
a raíz de un llamado de Dantalyon. Eamelion Umarian había sobrevivido, junto a unos pocos
agantyos, y habían regresado a Eaferth. Los cilistras llevaban a Moderna noticias sobre
evacuaciones de distintas ciudades, sobre la ocupación de otras, e informaban de otros
asuntos relacionados con Dantalyon y los naorbatian, pero no sabían acerca de Hanzui.
Valyrzon se preocupaba cada día más por su amigo, y aunque confiaba en las habilidades
como guerrero del muchacho sabía que no le servirían de mucho contra los naorbatian.
Otra semana pasó, y fue entonces cuando Valyrzon decidió batallar, por última vez, contra
Dantalyon, ayudado por todos aquellos que quisieran acompañarlo. El señor Kotka y Linedi
optaron por permanecer en Moderna para ayudar a los evacuados que llegaban cada breves
períodos de tiempo, pero Mila, Arghant y Betalhis lo apoyaron de inmediato. Sin embargo,
mientras un ejército entero se preparaba para seguir a Valyrzon, un joven cilistra entró a
Moderna e informó sobre un hecho acontecido en Sadornia. La noticia llegó a oídos de
Valyrzon cuando Mila entró a la sala donde el muchacho se hallaba y le dijo:
-Valyrzon, sé dónde está Hanzui.
-¿Cómo lo sabes? –preguntó él.
-Un cilistra me lo dijo –respondió la joven-. Se halla en Sadornia, aproximándose a Angeth
con un grupo de guerreros itmagan y fineladios.
-¿Angeth? –repitió Valyrzon extrañado. Pensó durante unos segundos, y entonces supo lo
que intentaba hacer su amigo. Miró a Mila y luego a Arghant, quien estaba a su lado y
parecía tan desconcertado como su joven amiga.
-¿Qué sucede, Valyrzon? –preguntó el sadornio.
-Angeth está, actualmente, bajo el dominio de los naorbatian –dijo Valyrzon-. Hanzui
intentará liberarla.
-Pero no puede hacerlo –dijo Mila-. No podrá vencer a los naorbatian.
-Claro que no podrá –dijo Valyrzon-. Tenemos que llegar a él para impedir que lo haga.
Salió de la sala, seguido de Mila y Arghant, y se dirigió a las afueras de la ciudad, donde
halló, casualmente, al joven cilistra que había llevado la noticia a Moderna. El cilistra aceptó
llevarlos a Angeth, por lo que se dirigieron juntos a la costa. Allí abordaron un barco, el cual
los llevó velozmente a la isla de Sador, en la que se encontraba la capital de Sadornia.
Valyrzon se despidió rápidamente del joven cilistra, y emprendió con Mila y Arghant el
camino hacia Hanzui.
No era, afortunadamente, un largo recorrido. Angeth se hallaba muy cercana a la costa, y
Hanzui, según la información que tenían, se acercaba rápidamente a la capital sadornia.
Valyrzon, Mila y Arghant marcharon, casi corriendo, hasta vislumbrar la ciudad; pero se
mantuvieron alejados de ella, puesto que desde la prudente distancia a la que se encontraban
podían ver las columnas de humo negro y los edificios semidestruidos, señales
inconfundibles de que los naorbatian estaban en Angeth.
Unos minutos después de haber arribado a la isla de Sador, los tres amigos oyeron un ruido
que, evidentemente, no provenía de la ciudad. Era el sonido que producían los cascos de
cientos de caballos, galopando velozmente hacia donde Valyrzon, Mila y Arghant se
hallaban. Efectivamente, pocos segundos después hizo su aparición un gran número de
guerreros, montados en sus corceles, a cuya cabeza iba Hanzui, con el rostro firme y
decidido. Valyrzon debió enfrentar al ejército de fineladios e itmagan para que se detuviesen,
tal era la prisa con la que marchaban. De hecho, algunos guerreros continuaron su camino, y
sólo cuando Hanzui reconoció a Valyrzon y ordenó a sus aliados que se detuvieran ellos lo
hicieron.
-¿Cómo llegaste aquí, Valyrzon? –preguntó Hanzui.

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-Eso no es de importancia ahora –repuso el muchacho-. Escúchame, Hanzui: sé que deseas
liberar Angeth, pero no puedes hacerlo. Los naorbatian los vencerán a todos ustedes sin
dificultad, y es posible que acaben de destruir la ciudad como prueba de que enfrentarlos es
inútil. Debes regresar con nosotros a Moderna, pues allí nos reuniremos con el resto de los
ejércitos para batallar una última vez contra Dantalyon. ¿De acuerdo?
-Valyrzon, mi familia está en Angeth –dijo Hanzui-. Toda mi familia está allí, y si no
liberamos la ciudad es probable que los naorbatian los asesinen, o quizás lo han hecho ya.
Por favor, acompáñame.
-Entiendo tus razones, pero no puedo permitírtelo. Todos los angethianos serán liberados a
su debido tiempo, y tú no tienes que morir inútilmente por eso.
-¡Cuando Angeth sea liberada, todos sus habitantes estarán muertos, Valyrzon! ¡No podemos
dejar que transcurra más tiempo, porque ahora es el momento de actuar!
-¡No lo es, Hanzui! ¡No podemos hacerlo, por más que seamos muchos, puesto que los
naorbatian siempre nos vencerán! ¡Tienes que entenderlo!
Hanzui miró hacia el horizonte, en el que Angeth se elevaba con sus numerosos edificios
color arena humeantes de destrucción, y luego volvió a mirar a Valyrzon.
-De acuerdo, iré contigo –dijo al fin-, pero sólo si me prometes que volveremos y liberaremos
nuestra ciudad.
-Por supuesto, mi hermano –dijo Valyrzon sonriendo-. Bien, ahora tenemos que apresurarnos
si queremos llegar a...
Tanto los guerreros fineladios e itmagan como Valyrzon, Hanzui, Mila y Arghant se
sobresaltaron al oír un espantoso ruido, del cual no supieron la procedencia hasta unos
segundos después.
-¿Qué fue eso? –preguntó Mila mirando, como los demás, hacia Angeth. Una columna
especialmente gigante de humo negro se elevaba ahora por encima de los edificios y se
extendía por la ciudad, envolviéndola con una capa densa que no permitía su visión. Sin
embargo, podían ver algunos leves destellos a través del humo, que sin duda indicaban la
existencia de grandes llamas, posibles focos de incendios.
-Una explosión, seguramente –dijo Hanzui.
-¿Los naorbatian? –sugirió Arghant.
-Eso creo –respondió Valyrzon-. Será mejor que vayamos lo antes posible a Moderna.
-¿No averiguaremos qué ha sucedido en Angeth? Puede que sus habitantes necesiten nuestra
ayuda –dijo Arghant.
-Odio admitirlo, pero tal vez tenga razón, Valyrzon –dijo Mila-. Quizá hayan sido los
angethianos quienes provocaron aquella explosión, y de ser así deberíamos ir en su ayuda.
Valyrzon pensó durante breves segundos y resolvió ir, acompañado por Hanzui, Mila y
Arghant, a su ciudad natal, mientras que los fineladios e itmagan se dirigirían a Moderna.
Todos estuvieron de acuerdo, por lo que ambos grupos se pusieron en camino hacia sus
destinos, separándose.
Angeth se hallaba custodiada en ese momento por unos cien naorbatian, algunos de los
cuales eran Thenagon, otros Zentiar, y la mayoría simplemente seres humanos, todos ellos
con el rostro transfigurado por los fuegos del Naorbatus. Valyrzon, Hanzui, Mila y Arghant
se ocultaron tras unas pequeñas colinas y observaron a los naorbatian; la puerta de Angeth
parecía impenetrable con su presencia, pero los cuatro amigos debían poder ingresar de
alguna manera.
-¿Alguna idea, Arghant? –preguntó Valyrzon.
-¿Por qué debería tenerla? Tú eres nuestro líder –dijo Arghant.
-Pero tú y Mila fueron los que sugirieron venir –repuso Valyrzon.
-Mi consejo sempiterno, Valyrzon: utiliza el Malored –dijo Mila.
-Qué gran idea –dijo Arghant sarcásticamente, con cierto tono despectivo en la voz.
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-Lo es, verdaderamente –dijo Valyrzon, sacando de su bolsillo la Piedra Divina. Desenvainó
luego su espada, imitado por sus amigos; luego, los cuatro salieron de su escondite y se
dirigieron resueltamente a la puerta de Angeth. Valyrzon creó con el Malored la protección
luminosa que los había protegido en Ookran, y atravesaron la puerta siendo observados por
los cien naorbatian con expresiones de atontamiento en sus extraños rostros.
Angeth estaba realmente en ruinas. Los edificios lucían mucho peor de como los habían visto
desde fuera de la ciudad; las calles estaban colmadas de grandes fragmentos de roca que
habían pertenecido a construcciones angethianas; había montones de cadáveres esparcidos
por todas partes; y podían comprobar la existencia de focos de incendio debido a la
abundancia de humo y destellos anaranjados que veían a medida que avanzaban.
Valyrzon, Hanzui, Mila y Arghant sentían gran desánimo al ver todas estas cosas, y no
tenían muchas esperanzas de encontrar a alguien con vida. Sin embargo, habiendo cruzado
otra calle destruida, una voz femenina los llamó.
-¡Oigan, aquí!
Valyrzon y los demás se volvieron. Una joven, de unos diecinueve años, se acercaba a ellos
corriendo. Se detuvo frente a ellos y miró a Hanzui; éste, a su vez, le devolvió la mirada, y
muy asombrado dijo:
-¡Jelan, estás viva!
-¿Eres tú, abuelo Hanzui? –preguntó la chica.
-Lo soy, Jelan –Hanzui miró a Valyrzon-. Te presento a mi tataranieta, Jelan de Joke.
-¿Tataranieta? ¡Vaya, hemos envejecido! –dijo Valyrzon sonriendo-. Jelan, soy Siel...
-...Valyrzon de Unax, el mejor amigo del rey Hanzui –completó Jelan, sonriendo. Sus ojos, de
un celeste claro, brillaron por un instante.-Eres una leyenda en Sadornia, Valyrzon; tu
historia fue difundida más allá de los límites de nuestro reino. Y bien, abuelo, ¿qué haces
aquí?
-Queríamos saber qué ocurrió hace unos minutos –explicó Hanzui-. Oímos algo similar a una
explosión, y temimos por las vidas de los angethianos.
-En efecto, fue una explosión –confirmó Jelan-. Los naorbatian están probando sus armas
aquí, y mucha gente ha muerto por esa razón. He huido de nuestro refugio para buscar
ayuda, aunque no sabía si podría salir viva de la ciudad.
-Pues lo harás –respondió Valyrzon-. ¿Dónde están los demás sobrevivientes?
-Lejos de aquí –contestó Jelan-. Tardaremos unos minutos en encontrarlos y ayudarlos a
escapar. Pero creo que no tendremos unos minutos. En mi camino vi a los naorbatian
colocando otra de aquellas armas que explotan fuertemente, y es posible que la disparen
antes de que podamos dar auxilio a todos.
-¿Qué haremos, entonces? –preguntó Mila.
-Regresaremos más tarde –dijo Valyrzon-. Ven con nosotros, Jelan; iremos a Moderna, en
Agantyan, y podrás estar a salvo allí.
La joven accedió, y el grupo se encaminó hacia la puerta de la ciudad, saliendo de ella.
Caminaron velozmente hacia la costa, viendo acercarse a un barco cilistra. Fue entonces
cuando, al abordar la embarcación, todos miraron a Angeth; y, un segundo después, la
vieron estallar en mil pedazos de roca y fuego, y vieron cómo las últimas columnas de humo
se elevaban hacia el ya oscurecido cielo sadornio, el mismo cielo que, minutos más tarde,
dejaría caer un aguacero sobre las ruinas de Angeth, mientras los malvados destructores de
la ciudad se encaminaban a gran velocidad hacia Ookran, para confirmar a su señor
Dantalyon la efectividad de su más poderosa arma. Dantalyon, sonriendo, les dijo, en el
mismo momento en que Valyrzon y sus amigos llegaban a Agantyan, pálidos y silenciosos
por la estupefacción y el espanto, que muy pronto tendrían la oportunidad de demostrarles
definitivamente a sus enemigos el poderío que tenía el Naorbatus.

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Capítulo 16: Una sombra sobre Agantyan.

Valyrzon, al igual que sus amigos, no podía creer lo que había visto. Fue tal el horror que le
produjo la visión de Angeth siendo destruida, que no pudo hacer nada ni emitir órdenes
durante días. Caminaba silenciosa y lentamente por Moderna, y oía algunas veces las
noticias que los cilistras llevaban a la ciudad, todas relacionadas con ataques naorbatian.
Pero esas informaciones no hacían efecto alguno en él. Pensaba que aquellas guerras eran
muy lejanas, y no podía hacer nada por evitarlas.
Aunque no fuese así en realidad, nadie más le pedía que detuviera a Dantalyon, puesto que
todos se sentían del mismo modo que él. Nadie hablaba mucho, y el silencio inundaba
Moderna desde hacía varios días. Era un silencio colmado de pesar, tristeza por no haber
podido evitar la muerte de los cientos de habitantes de Angeth.
Aún en aquel estado, Valyrzon fue el único que advirtió, semanas después de la destrucción
de Angeth, que Agantyan se hallaba cubierto por una espesa masa de nubes oscuras que
impedían el paso de la luz solar; pero no eran las nubes las únicas que oscurecían el
ambiente. También Moderna y sus alrededores, siempre iluminados por el eterno brillo de la
blanca nieve, habían perdido la luz natural que poseían.
Valyrzon había notado de repente, como alguien que despierta de un largo sueño, que algo
andaba mal en Agantyan. La oscuridad no sólo había caído en la ciudad, sino que había
hundido a sus habitantes en una especie de abatimiento colectivo, que los hacía dejar sus
labores cotidianas y caminar, pesadamente y sin hablar, por la ciudad.
Sólo al advertir la situación en la que se encontraban los modernos y todos aquellos que
permanecían aunque sólo fuese momentáneamente en Moderna, Valyrzon sintió que debía
hacer algo para animarlos, aunque no sabía qué. Pidió ayuda a Hanzui, pero su amigo se
hallaba en el mismo estado depresivo, y aún Linedi de Joke se mostró indispuesta a hablar
con él. Valyrzon no tenía la menor idea de cómo hacer salir a sus amigos de aquel estado, y
su impaciencia se acrecentaba día a día. Sin embargo, sus amigos no tenían ánimos para
prestarle atención, y lo único que aumentaba también, con el paso del tiempo, era la
oscuridad que se cernía como una niebla tenebrosa sobre Agantyan.
Cuando habían transcurrido cuatro semanas desde la caída de Angeth, Valyrzon resolvió
vestirse con una armadura, tomar una espada, el Malored y la antorcha del Fuego Sagrado e
ir, acompañado o no, a cualquier sitio donde estuviese Dantalyon, y enfrentarse de una vez
por todas a él. Mientras se preparaba en la habitación común, entraron a la sala Hanzui, Mila
y Arghant, quienes se sentaron en sus camas y observaron silenciosamente las acciones de
Valyrzon. Sólo cuando el muchacho comenzó a buscar el Malored recorriendo toda la
habitación, Hanzui preguntó:
-¿Adónde vas, Valyrzon?
-En principio, a Ookran –respondió él, sin mirar a su amigo.
-¿Vas a pelear contra Dantalyon? –inquirió Mila.
-Así es –contestó Valyrzon, encontrando a la Piedra Divina en una pequeña caja de madera y
guardándola en uno de sus bolsillos.
-¿Quieres que te acompañemos? –quiso saber Arghant.
Esta vez Valyrzon miró a sus tres amigos.
-Si es lo que desean... –dijo.
Hanzui, Mila y Arghant se miraron durante unos segundos, y luego volvieron a mirar a
Valyrzon, asintiendo.
-Pues prepárense lo más rápido posible, porque me iré en unos minutos –dijo Valyrzon.
Los tres amigos se pusieron de pie y buscaron sus armas y armaduras. Diez minutos
después, los cuatro muchachos salían del edificio en el que se hallaban, respondiendo a
quienes les preguntaban a dónde se dirigían. De esa manera, al dejar Moderna se habían
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unido a ellos otros veinte hombres, y Betalhis cerraba la marcha. La comitiva fue a la costa
agantya, donde abordaron un barco cilistra varado desde hacía días allí, y viajaron a
Sadornia. Afortunadamente, arribaron a la costa dorada en menos de una hora (Valyrzon
pensó que los cilistras habían mejorado, a raíz de las urgencias de la guerra, la velocidad de
las embarcaciones) y desde allí se transportaron, utilizando el Malored, a Ookran, donde el
Naorbatus continuaba siendo el ambiente reinante en gran parte de la ciudad.
En esta ocasión, Valyrzon decidió no entrar enseguida, debido a que quería analizar
cuidadosamente la situación de Ookran antes de actuar. No sabía si Dantalyon estaba allí; era
posible que se hubiera marchado, aunque sólo brevemente, a otra ciudad, para contemplar
su destrucción y regodearse en su poder. Se apostó con sus hombres en un bosquecillo
cercano a la ciudad y esperó, mirando a veces hacia Ookran para comprobar que no ocurría
nada anormal. Aquella fue la situación en la que permanecieron entonces, hasta que oyeron
ruidos de cascos y Valyrzon echó un vistazo para ver qué sucedía.
Un grupo bastante numeroso de guerreros naorbatian se aproximaba a Ookran, galopando
velozmente. Su camino los llevaba cerca del bosquecillo donde Valyrzon y los demás
esperaban, por lo que el muchacho ordenó a sus hombres que se ocultaran y oyó atentamente
lo que Dantalyon, que encabezaba el grupo, decía.
-... el Tahmos está listo en Agantyan. Sólo debo dar la orden y la Tierra Blanca será destruida,
¿no es así?
-Lo es, mi señor –respondió el naorbatian que cabalgaba a su lado.
-¿Están totalmente seguros de que Valyrzon y sus amigos se encuentran allí?
-Así es, según las últimas informaciones, mi señor –confirmó el naorbatian.
-Bien, quiero que los busquen y pidan por las buenas la antorcha del Fuego Sagrado. Si
Valyrzon se niega, mata a sus amigos.
-Como tú quieras, mi señor.
El grupo se alejó del bosquecillo y entró a Ookran. Valyrzon y los demás salieron de su
escondite, perplejos por lo que habían oído, y miraron hacia Ookran.
-¿De qué hablaban? –preguntó Hanzui.
-La oscuridad –dijo Valyrzon pensativamente-. El Tahmos... Tenemos que regresar a
Agantyan –dijo de repente, y buscó apresuradamente el Malored.
-¿Por qué? ¿No se suponía que atacáramos Ookran? –preguntó Arghant.
-El Tahmos es la oscuridad que hay en Agantyan –explicó Valyrzon-. ¿Recuerdan el humo
negro que rodeó Angeth antes de su destrucción? Es lo mismo. Es un arma. Dantalyon
destruirá Agantyan con el arma que hizo explotar a Angeth. Debemos evitar que eso ocurra.
-Tal vez sólo busque amenazarte con eso, Valyrzon –dijo Betalhis.
-No, no es así; ya lo has oído. Destruirá la Tierra Blanca e intentará quitarnos el Fuego
Sagrado. No podemos permitir que eso suceda.
Valyrzon apretó firmemente el Malored y, por primera vez, la Piedra Divina no los
transportó a la costa, sino directamente a un barco cilistra que viajaba a Ixtio, aquella isla
suspendida en el aire que Valyrzon y sus amigos habían conocido hacía meses. El navegante
cilistra que los recibió se sorprendió mucho con la visita, pero Valyrzon le explicó lo que
había sucedido y el error de su destinación.
-Debe de haber algún motivo por el que el Malored los envió aquí, y no a la costa –dijo el
cilistra-. Quizás el dios Odeon deseaba que llegaran a Ixtio.
-Pero, ¿por qué razón? –preguntó Valyrzon.
-No lo sé... ¿qué hay en esa isla que sea tan importante?
-Sólo la niebla que ustedes les regalan –respondió Valyrzon.
-¿Niebla? –intervino Hanzui-. Entonces está claro. Eso es lo que necesitamos.
-Lo que necesitamos es llegar a Agantyan, Hanzui, no recoger niebla cilistra –repuso
Valyrzon.
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-Valyrzon, Hanzui tiene razón –dijo Mila-. Agantyan está sumido en una oscuridad
producida por una especie de humo negro; y ya sabes qué propiedades tiene la niebla
cilistra.
Entonces el muchacho comprendió. Pidió al cilistra que apresurara el viaje y, de esa forma,
llegaron una hora después a destino.
A pesar del comportamiento de Valyrzon en el pasado, los ixtianos los recibieron muy
alegres, lo cual hizo, una vez más, que el muchacho sospechara de ellos. Sin embargo, los
ixtianos entregaron de buena gana la gran cantidad de niebla cilistra que Valyrzon solicitó, y
al despedirse el muchacho se mostró muy agradecido.
Una vez que regresaron a Agantyan, Valyrzon y sus hombres se dirigieron a Moderna
cargando un gran recipiente de madera en el que estaba contenida la niebla cilistra. La
oscuridad continuaba reinando en la ciudad y sus alrededores, pero los modernos parecían
no darse cuenta. Valyrzon ordenó que colocaran el recipiente en el centro de Moderna y situó
en su interior al Malored. La niebla cilistra emitió un brillo intenso, y luego comenzó a salir
del recipiente y extenderse por toda la ciudad, disipando la oscuridad.
Valyrzon salió de Moderna seguido por Hanzui, Mila y Arghant, y juntos contemplaron la
rápida desaparición de la oscuridad que inundaba Agantyan. El sol brilló otra vez
alegremente, las nubes se alejaron y un nuevo y limpio cielo les dio la bienvenida.
Regresaron a Moderna para ver a sus habitantes dirigirse rápidamente hacia sus hogares,
como si hubiesen despertado repentinamente mientras caminaban por la ciudad. Todos ellos
expresaban clara confusión en sus rostros y en su forma de moverse; parecía que habían
estado sumidos en un profundo sueño durante años, tal como Valyrzon se había sentido al
vencer la depresión.
El señor Kotka y Linedi los esperaban en el edificio donde se alojaban. Ambos estaban tan
confundidos como los demás modernos, y Valyrzon se dispuso a explicarles lo sucedido
rápidamente. Al acabar, el señor Kotka continuaba un poco confuso, pero Linedi sonrió y
miró a Valyrzon.
-Es una suerte que hayas sabido lo que planeaba hacer Dantalyon –le dijo-. De otro modo
hubiésemos muerto.
-En parte fue gracias a él que lo logré –dijo Valyrzon-. Supongo que ahora intentará destruir
otro reino; pero ahora nos prepararemos. Debo contactar a los Magos y Hadas Owu: tal vez
ellos sepan sobre el Tahmos.

Capítulo 17: Nuevos enemigos.

Valyrzon decidió partir hacia Owuan sin compañía, pensando en que no debía exponer a sus
amigos a peligros innecesarios. Sería llevado por los cilistras, como había sucedido durante
los últimos meses, y regresaría a Agantyan para reunirse con sus amigos y todos los demás
guerreros que quisieran acompañarlo a Ookran para batallar, definitivamente, contra
Dantalyon y sus naorbatian. Sabía que todos los hombres, e inclusive algunas mujeres
agantyas querrían pelear a su lado contra un enemigo común, pero tenía que darles la
oportunidad de echarse atrás.
Los cilistras, como siempre, fueron muy veloces en su recorrido, y Valyrzon llegó a destino
tan sólo tres horas después de haber abandonado Moderna. Los Magos y Hadas Owu tenían
pocas noticias de la asolación que llevaban a cabo los naorbatian, por lo que no habían
podido actuar. Además, según dijo el Mago Caod, esperaban órdenes del dios Odeon para
ayudar a los humanos.
-¿No las han recibido aún? –preguntó Valyrzon con extrañeza.
-No –respondió Caod-. Sin embargo, he escuchado atentamente y con preocupación lo que
me contaste, por lo que he decidido actuar de inmediato.
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-Gracias, Caod. De hecho, en este mismo momento podrías prestarme tu ayuda. ¿Sabes algo
acerca de un arma llamada Tahmos?
-Tahmos... es posible. ¿Los naorbatian la utilizan?
-Así es. Han destruido varias ciudades con ella, entre las que se cuenta Angeth, la noble
capital de Sadornia. Lo único que he podido saber es que se trata de una especie de niebla
oscura, acompañada por una gran explosión.
-Efectivamente, Tahmos significa en lengua naorbatian “oscuridad eterna”. Fue creada por el
dios Malef en los antiguos tiempos en que el dios Odeon creó el Fuego Sagrado, seguramente
con intención de ser tan poderoso como su oponente, aunque ya ha visto que es imposible.
Pero el Tahmos, al igual que el Fuego Sagrado, fue colocado en un lugar secreto, y los
naorbatian sólo pueden haberlo encontrado hace poco tiempo. Seguramente, Dantalyon
ordenó su perfeccionamiento y utilización, y ya ves que ha dado resultados positivos para
ellos.
-Entonces la única arma que podrá igualar al Tahmos será el Fuego Sagrado... Siendo así,
debo regresar lo antes posible a Agantyan. Necesitamos detener a Dantalyon.
-Tienes que saber algo, Valyrzon. Las comunidades onelarem y fineladias están en grave
peligro. Creo que podrían necesitar tu ayuda.
-¿Qué les sucede?
-Los sivatherium y las criaturas del Infierno Helado se han unido en un gran grupo que
avanzó sobre aquellas tierras, seguramente por órdenes de Dantalyon. Atacan por la noche
cuando les es posible, aunque también lo hacen durante el día. Muchos onelarem y fineladios
han muerto por su culpa.
-De acuerdo, me encargaré de ellos. Muchas gracias, Caod.
El anciano Mago asintió con la cabeza. Valyrzon salió de la casa con forma de cúpula y se
dirigió a la costa de la isla. Abordó el barco cilistra en el que había sido transportado y pidió
al superior de los navegantes que lo llevase a Finelan, y cinco minutos después se hallaba ya
en las costas del Infierno Helado. Hacía allí mucho frío, y Valyrzon pudo ver cómo los
volcanes de hielo habían destruido gran parte de la superficie fineladia con sus erupciones.
Caminó largamente internándose en Finelan, esperando no encontrarse con ningún temible
sumaderio u Oloxo que le obstruyera el paso. Atravesó la cordillera de grandes montañas
nevadas, sin haber sido atacado, y vio por primera vez el verdadero Infierno Helado.
Cientos y cientos de horribles criaturas de todos los aspectos, pero todas ellas con visible
maldad en sus almas, poblaban aquella extensión de tierra nevada. No sólo se congregaban
allí los sumaderios y los Oloxos, sino también las Ninfas del Hielo, los enormes osos negros
naturales de esa región y los sivatherium de Onelar. Todos miraban hacia un sitio
determinado, y Valyrzon miró también para ver qué sucedía.
Las bestias rodeaban a un grupo de caballos, de los cuales sólo uno tenía jinete. Valyrzon se
hallaba muy distante de aquellos corceles, pero el cabello rojo de los pirogs era
inconfundible. No necesitó mucho tiempo para comprender de quiénes se trataban. Bajó de
la montaña en la que se encontraba, desenvainando su espada, y al llegar al grupo de bestias
apostadas al pie de la cordillera gritó:
-¡Luvan!
La pequeña pirog aguzó sus sentidos al máximo. Había oído a Valyrzon, pero no podía verlo.
-¿Dónde estás, Valyrzon? –preguntó.
-No te preocupes, estaré contigo en un instante –respondió el muchacho, y sujetó con firmeza
el Malored. La Piedra Divina lo transportó rápidamente junto a Luvan, y en el mismo
momento en que Valyrzon aparecía a su lado un Oloxo hincó sus grandes colmillos en la
pierna del muchacho. Valyrzon, atontado por el súbito y terrible dolor, perdió el equilibrio y
cayó al suelo helado. Uno de los muchos therianos que acompañaban a Luvan (al ser
invisibles, Valyrzon había pensado que los caballos que montaban no tenían dueño) se apeó
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y ayudó a Valyrzon a ponerse de pie, lo cual fue algo dificultoso, puesto que la herida era
verdaderamente grande.
-¿Estás bien, Valyrzon? –preguntó el theriano.
-Lo mejor posible, dado mi estado –respondió Valyrzon-. ¿Eres tú, Ondalan?
-El mismo –confirmó el theriano-. ¿Qué haces aquí? Tal vez no lo hayas notado, pero todas
las bestias de Onelar y Finelan están aquí, y quieren devorarnos.
-Sólo a Luvan, a mí y a los corceles –repuso Valyrzon-. El Mago Caod me dijo sobre la
situación de los onelarem y fineladios, y he venido a auxiliarlos.
-Pues, parcialmente hemos logrado hacerlo nosotros –dijo Ondalan-. Sin embargo, nos
encantaría que encontraras un medio para salir de aquí vivos.
-Lo he llevado conmigo durante meses –dijo Valyrzon-. Si están listos...
-Cuando tú lo dispongas –dijo Ondalan.
Valyrzon asió el Malored y la ya bien conocida luz blanca envolvió al grupo. Reaparecieron
cerca de las costas de Finelan, y allí Ondalan explicó, sin omitir detalles, la situación en la que
se hallaban los onelarem y fineladios.
Tal y como lo había dicho Caod, las bestias de Onelar, la Tierra Lejana, y Finelan, el Infierno
Helado, habían avanzado juntas sobre ambos territorios, y habían devorado a cientos de
personas. Al saber de aquellas circunstancias, los therianos decidieron ayudar a los
habitantes del norte y lo lograron, sin sufrir la pérdida de vidas dada su condición de seres
invisibles. Sin embargo, las bestias continuaban, en su mayoría, vivas, y al parecer se dirigían
hacia el sur, a raíz de alguna orden emitida por Dantalyon.
-Tal vez quiera reunir a todos sus aliados para evitar la derrota –dijo Valyrzon-. Lo cual sería
algo verdaderamente problemático para nosotros, pues no poseemos tantos hombres, bestias
ni recursos como él.
-No será de gran ayuda, pero ¿podríamos acompañarte de regreso a Agantyan? Pelearemos a
tu lado si es necesario –dijo Ondalan.
-Es lo más gratificante que he oído en las últimas horas. Vamos, los cilistras nos esperan.
De ese modo, Valyrzon, Luvan y los therianos fueron llevados por el barco cilistra a las
costas agantyas, desde donde se encaminaron a Moderna. Valyrzon convocó allí a una
reunión con todos sus amigos y compañeros de batalla, informándoles lo que el Mago Caod
y Ondalan le habían dicho. Se decidió que, luego de una semana, los guerreros odeónicos
(Mila sugirió el nombre, y Valyrzon pensó que era el más apropiado) se encontrarían con los
naorbatian en un lugar aún no determinado, y lucharían contra Dantalyon por el destino de
la Tierra.
Iquam, el joven guardián de Eaferth, fue enviado como mensajero a Ookran para intentar
contactar a Dantalyon o a un líder naorbatian, y comunicarle de esa forma la decisión tomada
por Valyrzon. El muchacho deseaba acompañar a Iquam por su seguridad, pero la herida en
su pierna causada por el Oloxo se lo impidió. Permaneció algunos días postrado en una
cama, acompañado durante la mayor parte de aquel tiempo por Hanzui, Mila y Arghant,
visitado ocasionalmente por Betalhis y Luvan y cuidado por el señor Kotka y Linedi.
Valyrzon estaba muy preocupado por la situación en la que se hallaban, pero el regreso de
Iquam, sano y salvo, a Moderna, fue como un soplo de tranquilidad. Dantalyon, según dijo el
muchacho, había aceptado la decisión de Valyrzon, y había propuesto como campo de
batalla al desierto de Luzac.
-¿No se encuentra allí el Fortaleza del Tiempo? –preguntó Hanzui al oír aquello.
-Efectivamente –respondió Valyrzon-. Pero no creo que sea de gran importancia; el dios
Odeon se contentará con que se trate de un lugar deshabitado.
Ante la expectativa de la batalla, Valyrzon se sintió un poco desanimado. Sabía que, aún
siendo la reunión de muchos pueblos aliados en un solo ejército, los ejércitos odeónicos no
resultarían lo bastante poderosos para derrotar a Dantalyon. Sólo podía confiar, entonces, en
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que las habilidades de los batallantes le dieran tiempo para llegar a Dantalyon y utilizar con
él el Fuego Sagrado.

Capítulo 18: El desvanecimiento.

Valyrzon tuvo una semana realmente ocupada. Desde todos los sitios del mundo y a todas
horas, llegaban a Moderna cientos de seres de todas las razas y especies de la Tierra. No sólo
combatirían los agantyos, sino también los therianos, los aquianos (Valyrzon y Mila se
habían ocupado de convencerlos para que se aliaran a los guerreros odeónicos), los Magos y
Hadas Owu, los Jalnan, los fineladios, los onelarem, los itmagan y, por supuesto, los cilistras.
No poseían muchas criaturas que los ayudasen, a excepción de algunos animales
pertenecientes a distintos reinos, y aunque Luvan se había ofrecido para intentar convencer a
su pueblo de que pelearan junto a Valyrzon, el muchacho sabía perfectamente que los pirogs
se unirían a Dantalyon.
Aquella atmósfera de ajetreo, preparativos para la batalla y noticias de la destrucción de
pequeñas comunidades que no pertenecían a ningún reino, se había instalado no sólo en
Moderna, sino también en sus alrededores, desde hacía varios días. Muchos de los guerreros
sentían cierta desesperanza ante la batalla, Valyrzon entre ellos. El muchacho había
decretado que ninguna mujer, salvo las Hadas Owu, participara en la batalla; eso provocó el
enojo de Mila y Betalhis, quienes se disponían a pelear con todas sus energías para vencer a
Dantalyon.
-Lo siento, pero no cambiaré mi decisión –repuso cuando sus amigas protestaron-. Es posible
que acepte la muerte de algunos hombres, pero jamás me perdonaría la de una mujer.
-Estamos preparadas, Valyrzon –replicó Mila-. Tú mismo me has entrenado. Además, ya
peleé contra los naorbatian, y me parece que continúo viva.
-No dará marcha atrás, niña –intervino Arghant, quien se hallaba en la misma habitación.
Mila miró al joven sadornio.
-¿Niña? Mira, nadie pidió tu opinión, así que...
-Ya basta, Mila –ordenó el señor Kotka desde la habitación contigua-. Ven aquí, necesito tu
ayuda.
La jovencita echó una mirada furibunda a Arghant y salió de la habitación en la que estaban
reunidos los amigos, seguida por Betalhis. Valyrzon miró a Arghant, y no se sorprendió
mucho al ver que sonreía. Ambos reían interiormente al ver a Mila enojada, aunque sabían
que no podían expresarlo debido a las muy posibles consecuencias de ello.
Durante la noche anterior al día fijado para la batalla, ni Valyrzon ni sus amigos pudieron
dormir. Permanecieron despiertos en el jardín del edificio donde se alojaban, sin hablar,
mirando el claro horizonte y meciéndose suavemente en sus asientos, demostrando así el
estado de inquietud en que se hallaban. Mila y Betalhis parecían estar más asustadas que
Valyrzon, Hanzui y Arghant, e intercambiaban miradas de nerviosismo cada pocos minutos.
Valyrzon pensó que, cuando llegase el momento de batallar, Hanzui, Arghant y él se
encontrarían muy cansados, lo cual les ocasionaría problemas; sin embargo, ninguno dio
muestras de agotamiento cuando, al amanecer, se pusieron de pie y entraron al edificio para
prepararse, por lo que Valyrzon confió en que pelearían con todas sus energías.
El ejército salió de Moderna con Valyrzon a la cabeza, seguido de cerca por Hanzui, Arghant
y el señor Kotka, quien había optado por pelear esa batalla. Era una numerosa comitiva,
formada en su mayoría por seres humanos cabalgando en grandes caballos; por otro lado, los
Magos y Hadas Owu montaban en bikarnios, los aquianos simplemente caminaban
(Valyrzon no sabía que en la tierra se podían movilizar tan rápido como en el agua) y los
therianos ni siquiera podían verse: los demás combatientes sólo podían ver a una centena de
corceles con sillas de montar espoleados por jinetes invisibles.
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Al llegar el ejército a la costa agantya, una centena de barcos cilistras esperaba para llevarlos
a Sadornia. Valyrzon nunca había visto a los guerreros cilistras; se había acostumbrado a ver
a los navegantes, personas siempre sonrientes y amables, pero los guerreros eran, por
razones desconocidas para Valyrzon, hombres altos, delgados y con semblante duro.
Parecían ser muy ágiles, y llevaban consigo, además de sus espadas, arcos y flechas de
madera blanca y muy resistente. Saludaron con una inclinación de la cabeza a Valyrzon y los
demás guerreros cuando éstos abordaron los barcos, y el muchacho se limitó a sonreír, dado
que nadie tenía mucho tiempo para saludos.
El viaje no es algo que deba relatarse con detalle, pues fue una travesía común. Eran muchos
los guerreros que se trasladaban en las embarcaciones cilistras, pero aquello no provocó
ninguna situación incómoda. Todos estaban tan ansiosos por llegar a Luzac y pelear contra
Dantalyon que poco les importó las condiciones en las que fuesen llevados a su destino.
Nadie habló durante la travesía, puesto que se hallaban demasiado expectantes como para
decir algo, y tampoco querían oír hablar a ninguna persona.
De ese modo, llegaron a las doradas costas sadornias y emprendieron el largo camino hacia
el desierto de Luzac. Aquella marcha les tomó más tiempo que el viaje a través del océano,
pero lograron llegar a Luzac poco antes del ocaso y se dispusieron a esperar.
Unas horas después, mientras el crepúsculo daba paso a la joven noche, Hanzui dijo a
Valyrzon:
-No se habrá acobardado, ¿verdad?
-No lo creo –respondió Valyrzon.
-Entonces debería estar aquí –dijo Arghant.
-Esperemos –decidió Valyrzon-. Tarde o temprano, tiene que venir.
No obstante, luego de permanecer otra noche sin dormir, esperando la llegada de Dantalyon
y los naorbatian, Valyrzon pensó que algo extraño había sucedido sin que él lo supiera, pues
de otra manera Dantalyon se habría presentado y, posiblemente, se encontrarían peleando
aún.
-¿Qué haremos, Valyrzon? –preguntó una voz. Valyrzon, sentado en la arena como los
demás combatientes, miró a su lado, y al no ver a nadie supo que se trataba de Ondalan, el
rey de los therianos.
-No podemos declarar nuestra victoria, pero tampoco hemos sido derrotados –dijo Valyrzon.
-¿Crees que se haya rendido? –preguntó Hanzui, sentado junto a su amigo.
-Es imposible –repuso Valyrzon-. Es muy poderoso, no tendría motivos para hacerlo.
-Quizás se dio cuenta de que tienes al dios Odeon de tu lado, y posees los dos objetos más
poderosos de este mundo –dijo Ondalan.
-No lo sé... alardeaba mucho de su poderío como para humillarse de un día al otro ante
nosotros –observó Valyrzon pensativamente.
Cerca ya del mediodía, Valyrzon ordenó que todos esperaran allí mientras Hanzui, Arghant
y él se dirigían a Ookran para averiguar qué ocurría. Sin embargo, cuando Valyrzon había
sacado de su bolsillo el Malored y se disponía a transportarse junto a sus amigos, un joven
cilistra se acercó al campamento corriendo. Había sido enviado por Gautan, el anciano
navegante cilistra, para comunicarles una noticia tan extraña como maravillosa.
-Dantalyon... los naorbatian... –dijo jadeando-. Los... naorbatian... han desaparecido. Todos
desaparecieron.
La multitud que se reunía en torno al joven estalló en murmullos de curiosidad, pero todos
se callaron cuando Valyrzon habló.
-¿A quiénes te refieres con “todos?” –preguntó.
-Dantalyon, los naorbatian y todos sus aliados –explicó el muchachito-. El Naorbatus
también. Desaparecieron. La paz ha regresado al mundo.
-¿Estás seguro? –inquirió Valyrzon con extrañeza.
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-Lo estoy –respondió el joven-. Los transportaremos a sus hogares ahora. Los reinos deben
volver a la normalidad.
-Un momento –dijo un aquiano-, ¿quieres decir que hemos ganado?
-Sí; hemos ganado –confirmó el joven cilistra, y los ejércitos odeónicos explotaron en mil
expresiones de júbilo.
Valyrzon sonrió, pero sólo para no alarmar a sus compañeros. Sabía que las cosas no podían
ser tan fáciles, aunque no podía asegurar qué ocurriría; sin embargo, vio que sus hombres
estaban demasiado contentos con la victoria, y decidió no comunicarles lo que pensaba. Por
lo tanto, regresó con ellos, simulando festejar la derrota de Dantalyon, a Moderna, donde fue
el encargado de explicar lo que había sucedido.
Los agantyos, por supuesto, no cabían en sí de felicidad. Decidieron festejar la victoria
aquella misma noche y, mientras comenzaban los preparativos para la celebración, Valyrzon
se escabulló entre la multitud y se dirigió a su habitación. Para su sorpresa, pocos minutos
después Hanzui, Mila y Arghant entraron a la habitación y cerraron la puerta tras de sí, los
tres con la misma expresión de seriedad que tenía Valyrzon.
-No ha terminado, ¿verdad? –preguntó Hanzui, sentándose en su cama.
-Eso es lo que pienso –respondió Valyrzon.
-Pero, ¿nadie más, a excepción de nosotros, ha pensado en que todo esto es muy extraño? –
dijo Mila.
-Probablemente no –dijo Arghant.
-No he querido decirles nada a los demás –dijo Valyrzon-. Están muy felices, y no quisiera
ser yo el que les arruine el día.
-Tienen que saberlo –repuso Hanzui-. Debes decírselo, o de otra forma Dantalyon atacará
sorpresivamente y los tomará desprevenidos.
-Sí, creo que lo haré –dijo Valyrzon-. No en este momento, desde luego; pero mañana les
ordenaré que permanezcan en alerta.
Así transcurrió aquella noche, en la que Valyrzon, Hanzui, Mila y Arghant no pudieron
dormir muy bien. Al día siguiente, luego de una velada plagada de pesadillas, Valyrzon
esperó que Hanzui, Mila y Arghant dieran muestras de estar despiertos y dijo:
-Creo que tendríamos que hacer algo.
-¿Algo como qué? –preguntó Mila.
-Deberíamos buscar a Dantalyon nosotros, sin la ayuda de todos los guerreros odeónicos –
respondió Valyrzon.
-¿Piensas que podremos pelear contra los naorbatian? Sólo somos cuatro personas –dijo
Hanzui.
-Pero tenemos el Fuego Sagrado, y también el Malored –repuso Valyrzon-. Creo que será
suficiente para mantenerlos a raya. Claro que, si no quieren acompañarme, iré solo.
-¿Adónde piensas ir? –preguntó Arghant.
-A Akenolji, la ciudad donde hallamos la antorcha del Fuego Sagrado –contestó Valyrzon-.
Tengo la sensación de que Dantalyon se oculta allí.
-Iré contigo –aseguró Hanzui.
-Yo también –dijeron Mila y Arghant al mismo tiempo.
-De acuerdo –dijo Valyrzon-. Debemos salir de Moderna sin que nadie lo note. No quiero
responderle nada a nadie.
Diez minutos después, los cuatro amigos salían de la ciudad agantya y se dirigían a la costa.
Sólo había un barco allí, perteneciente a los cilistras, y Valyrzon no sabía si habría alguien
abordo. De todas maneras, no poseían otro medio para salir de allí, por lo que subieron a la
embarcación, la cual aparentemente se hallaba vacía. Sin embargo, apenas pisaron el interior
de la nave, oyeron la voz de un joven cilistra.
-¿Irás a Moderna, Naulas?
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-No, permaneceré aquí hasta que los demás regresen –respondió la voz de un hombre viejo-.
Puedes ir a la ciudad si lo deseas, Akabon.
-He decidido quedarme aquí también. Es un lugar muy tranquilo –dijo el joven cilistra,
saliendo de la habitación más próxima a Valyrzon y los demás. Se miraron sorprendidos un
instante, y luego Akabon sonrió.
-¿Necesitas trasladarte a algún sitio, Valyrzon? –preguntó.
-Así es –confirmó el muchacho-. ¿Puedes llevarnos a Akenolji?
-Claro que sí –asintió Akabon-. Pónganse cómodos, iré a levantar la rampa.
De esa manera, Valyrzon y sus amigos llegaron rápidamente a la costa de arenas blancas
desde la cual llegarían a Akenolji, atravesando primero una tupida selva. Valyrzon les dijo a
Akabon y al anciano Naulas que no les esperaran y que se fuesen de allí cuanto antes; ambos
cilistras, asustados por la advertencia, obedecieron de inmediato, y minutos después de
haber arribado a la costa se alejaban ya de aquel lugar.
Valyrzon, Hanzui, Mila y Arghant caminaron entre las casas de piedra blanca que habían
visto la primera vez que habían estado allí. Ingresaron a la selva, fatigados por el calor, que
parecía haber aumentado desde la última vez que habían estado allí, y salieron de ella para
vislumbrar, por segunda vez, la maravillosa ciudad de Akenolji.
-Valyrzon –dijo Hanzui-, creo que Dantalyon no está aquí.
-Si no está, se presentará de un momento a otro –dijo Valyrzon, y avanzó resueltamente hacia
la puerta de Akenolji.

Capítulo 19: Retorno a los fuegos eternos.

Horas después, Valyrzon, sentado junto al altar construido en el centro de Akenolji, miró a
sus amigos, sentados junto a él, y les dijo:
-Dantalyon vendrá acompañado por todos sus ejércitos, lo cual incluye naorbatian y bestias.
Necesito que ustedes los distraigan para que yo pueda llegar a Dantalyon y destruirlo. Les
daré el Malored como protección, aunque no sé si servirá de mucho. ¿Podrán hacerlo?
-Oye, no hemos venido aquí para nada –dijo Mila-. Claro que lo haremos.
-¿Estás seguro de que vendrán, Valyrzon? –preguntó Hanzui.
-Sé paciente, tienen que presentarse –respondió Valyrzon-. Dantalyon quiere poseer el Fuego
Sagrado, y para él las condiciones en las que nos hallamos son óptimas: sólo cuatro personas
comunes, contra miles de naorbatian y horribles bestias.
-Tienes razón –admitió Arghant-. Todo esto es para atraerlo hacia aquí, ¿verdad?
-Así es –confirmó Valyrzon-. Tenemos que terminar esto de una vez por todas.
En ese momento, oyeron lo que parecían ser las voces de varios hombres, como un murmullo
que se acrecentaba, el cual se aproximaba cada vez más al altar donde Valyrzon, Hanzui,
Mila y Arghant se hallaban. Los cuatro compañeros se pusieron de pie, alarmados, y miraron
hacia una dirección determinada. Aunque no veían a nadie, sabían que se trataba de los
naorbatian. Valyrzon desenvainó silenciosamente su espada, y sus amigos lo imitaron.
Entonces, repentinamente, algo golpeó fuertemente a Valyrzon, empujándolo y haciéndolo
caer a varios metros de distancia de donde se encontraba. Hanzui, Mila y Arghant fueron
golpeados también, y cayeron a los lados de Valyrzon mientras éste se ponía de pie.
-¿Eres tú, Dantalyon? –preguntó en voz alta.
Un grupo de Hariots se hizo visible entonces. Valyrzon retrocedió: ya tenía bastante
experiencia con aquellos gigantes de humo gris, por lo que prefería no tener que pelear
contra ellos.
-¡Si estás aquí, muéstrate! –exclamó Valyrzon.
Sus amigos se habían puesto de pie también, y habían retrocedido mirando recelosos a los
Hariots. Sin embargo, los gigantes no avanzaron ni se movieron. Alguien parecía retenerlos,
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y Valyrzon sabía quién era. Pero, a excepción de los Hariots, nadie más se presentaba.
Valyrzon comenzó a perder la paciencia, pero entonces, precedido por un silencio absoluto,
se produjo un gran estrépito, y Valyrzon vio las horribles imágenes que había visto en
Ookran: el surgimiento del Naorbatus, esta vez en Akenolji y acompañado por la aparición
de Dantalyon, los naorbatian y las bestias de Onelar y del Infierno Helado. Era realmente un
espectáculo espantoso, casi insoportable; no obstante, Valyrzon luchó contra el terror que le
producía ver el Naorbatus y miró a Dantalyon. El joven naorbatian sonreía malignamente, en
lo alto de una gran montaña rodeada de fuego y lava, y miraba también a Valyrzon. A su
lado, como en Ookran, estaban Éngren, el Señor de los Zentiar, y Rolgan.
-¿Has decidido darme el Fuego Sagrado, Valyrzon? –preguntó Dantalyon-. ¿O acaso piensas
pelear contra el Naorbatus?
-Ya sabes qué he decidido, Dantalyon –respondió Valyrzon-. Pelearé contigo y lograré
destruirte.
Dantalyon rió, con aquella risa que producía escalofríos, y exclamó:
-¡Inténtalo!
Valyrzon se dispuso a ascender la montaña, aunque sabía que no sería fácil. Decenas de
naorbatian y bestias rodearon a Dantalyon, en tanto que el resto de los habitantes del
Naorbatus se dirigieron hacia Hanzui, Mila y Arghant. Valyrzon miró a sus amigos, que
comenzaban a debatirse con los naorbatian, y luego miró nuevamente a Dantalyon. Continuó
escalando la montaña, esquivando las bocanadas de hielo enviadas por los sumaderios que
volaban en torno a él, y entonces un naorbatian se interpuso en su camino.
-Oye, tengo que llegar hasta la cima, así que sería mejor si te quitaras de allí –dijo Valyrzon.
El naorbatian asió su espada y atacó con ella a Valyrzon. El muchacho lo esquivó, y devolvió
el ataque, aunque sabía que no serviría de mucho. Sin embargo, su espada atravesó el brazo
del naorbatian, lo cual bastó para quitarlo de su camino. Valyrzon continuó la marcha,
oyendo la batalla que sus amigos afrontaban algunos metros más abajo.
Otro naorbatian se enfrentó a él, logrando herirlo; no obstante, Valyrzon pudo otra vez
escapar de él, y fue así como llegó a la cima de la montaña, donde una última fila de
naorbatian defendía a Dantalyon. Él, por su parte, seguía sonriendo malignamente, y al ver a
Valyrzon dispuesto a enfrentar a todos los naorbatian para llegar a él dijo:
-Háganse a un lado. Quiero matarlo yo mismo, para que nadie más se atreva a enfrentarme.
-¡Hanzui, Mila! –exclamó Arghant al pie de la montaña, en el momento en que peleaban
contra los sivatherium.
-¿Qué sucede? –preguntó Hanzui sin dejar de combatir.
-Seré más útil luchando como sivatherium. ¿Podrán reconocerme si me transformo? –quiso
saber Arghant, intentando deshacerse de un Oloxo.
-No te preocupes, no te mataremos –aseguró Mila, viéndoselas con un oso negro del Infierno
Helado.
-De acuerdo.
Arghant se transformó en un sivatherium y se dispuso a pelear ferozmente contra las bestias
que los rodeaban. Algunos arhs más arriba, Valyrzon caía al suelo, sangrando debido a las
heridas provocadas por Dantalyon. El naorbatian se acercó a Valyrzon, riendo con maldad, y
lo atacó nuevamente, pero el muchacho fue más rápido y se hizo a un lado, poniéndose de
pie luego. Esquivó las agresiones de Dantalyon y aprovechó una pequeña distracción del
naorbatian para atacarlo. No surtió mucho efecto, pero logró herirlo, y eso, para Valyrzon,
era un progreso.
La batalla parecía no tener fin, pero lo tendría. Los naorbatian no podían morir y las bestias,
luego de unos minutos, revivían, pero tanto Valyrzon como Hanzui, Mila y Arghant no
podrían resistir durante mucho tiempo la embestida de aquellos seres. Sin embargo, estando
ya exhaustos y con múltiples heridas, los cuatro jóvenes oyeron acercarse a alguien. La lucha
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se paralizó completamente, dado que los naorbatian habían oído también aquel ruido de
cascos aproximándose a Akenolji. Unos minutos después, en efecto, hicieron su aparición los
ejércitos odeónicos, liderados por el señor Kotka, los cuales se acercaron a los naorbatian y se
dispusieron a pelear.
La batalla continuó entonces, tanto o más sanguinaria, pues los guerreros odeónicos sólo
conseguían salvarles la vida a Hanzui, Mila y Arghant mientras sacrificaban las suyas.
Valyrzon, en tanto, había aprovechado nuevamente la distracción de Dantalyon para herirlo,
provocándole una lesión mucho peor que la anterior. Pero eso sólo había logrado enfurecer
aún más a Dantalyon, y peleaba ahora tan rápidamente que Valyrzon apenas podía
esquivarlo, y no lograba alcanzarlo.
Minutos después, la batalla continuaba, tan cruel como antes, aunque los naorbatian y las
bestias no tenían casi a quién atacar. Cientos de cuerpos de todas las formas, colores y
tamaños yacían en el suelo de Akenolji, y los pocos combatientes que aún resistían se
hallaban en grave estado. Valyrzon intentaba llegar a Dantalyon para utilizar el Fuego
Sagrado, pero las únicas cosas que recibía a cambio de sus esfuerzos eran heridas de todo
tipo. Entonces Dantalyon exclamó algo en una lengua desconocida, y tres sumaderios
tomaron a Hanzui, Mila y Arghant por sus capas y los llevaron a la cima de la montaña.
Todos los naorbatian se congregaron allí, y rodearon en un círculo a Dantalyon, Valyrzon y
sus amigos.
-Veamos, Valyrzon –dijo Dantalyon-, me dijiste que me destruirías, ¿verdad? Pues ya veo
que no lo has hecho. Óyeme bien: te propongo un intercambio muy interesante. ¿Lo harás?
-¿Qué quieres, Dantalyon? –preguntó Valyrzon, escupiendo sangre al suelo.
-Tú me entregas el Fuego Sagrado, y yo te devuelvo sanos y salvos a tus amiguitos. ¿Qué
dices?
-No lo hagas, Valyrzon –dijo Mila-. No le entregues el Fuego Sagrado.
-¡Cállate! –exclamó Dantalyon mirando a la joven. Se volvió luego hacia Valyrzon, y
preguntó:
-¿Lo harás?
Valyrzon no sabía qué hacer. Angel, el líder Thenagon, le había planteado una situación así
una vez, pero esto era más difícil, aunque no sabía bien por qué. Debía preservar el Fuego
Sagrado, pero eso significaría la muerte de sus amigos y, probablemente, la suya. Sin
embargo, si entregaba el Fuego Sagrado, no cumpliría con la promesa que le había hecho al
dios Odeon y quizá él y sus amigos muriesen también. ¿Qué hacer entonces?
-Mira, si no te decides, podríamos subir la apuesta –dijo Dantalyon-. ¡Traigan a la pirog!
Un sumaderio se elevó, transportando a alguien en sus garras. Valyrzon reconoció a Luvan,
la princesa pirog, quien, a pesar de su ceguedad, parecía saber en qué situación se
encontraban sus amigos. El sumaderio la depositó bruscamente en el suelo, junto a Mila, y
cuando la joven intentó ayudarla a ponerse de pie un naorbatian se lo impidió.
-Bien, ¿qué opinas? –preguntó Dantalyon.
Valyrzon miró a sus amigos. Podía arriesgar su propia vida y la de ellos, pero no la de
Luvan. Dantalyon sabía que era así, y se regodeaba interiormente en su astucia. Entonces
Valyrzon decidió entregarle el Fuego Sagrado. Sacó la dorada antorcha de su bolsillo, donde
guardaba también el Malored, y extendió el brazo hacia Dantalyon. El naorbatian se acercó,
sin dejar de sonreír. Hanzui, Mila y Arghant deseaban impedir que Valyrzon le diera el
Fuego Sagrado a Dantalyon, pero ya no eran sus vidas las que estaban en juego, y tampoco
ellos querían arriesgar la vida de Luvan. Fue entonces cuando Valyrzon pensó nuevamente
en que el Malored estaba en su bolsillo y decidió utilizarlo. No serviría de mucho, pero tal vez
lograría distraer a los naorbatian para acercarse a Dantalyon.
Claro, el Malored. Debía utilizarlo, pero... una voz en su mente le decía que sacara el
Malored de su bolsillo, y que lo usara, pero aquella voz escondía algo. Entonces, luego de
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segundos que parecieron eternos, Valyrzon comprendió. No era la voz en su mente la que
escondía algo, era el Malored. Recordó, en el instante en que Dantalyon tocaba la antorcha
del Fuego Sagrado, que en el interior de la Piedra Divina él mismo había conservado,
durante ese tiempo, a los Espíritus de la Antigua Tierra. Podrían resultar muy útiles en
aquella ocasión, como una nueva distracción. Tenía que liberarlos, aunque sólo podía ser
cuestión de segundos.
-Oye, muchacho –dijo Dantalyon-, dame la antorcha. Aún la estás aferrando.
Valyrzon advirtió entonces que Dantalyon sostenía con sus dos manos la antorcha del Fuego
Sagrado, pero él mismo no la había soltado. Tiró la espada, que sostenía con la mano
derecha, a un lado, y sacó de su bolsillo el Malored. Sin dejar de mirar a Dantalyon, dijo:
-Espíritus de la Antigua Tierra, sean liberados en el justo momento como les fue prometido.
El Malored brilló entonces intensamente, y de él salieron miles de espíritus, que rodearon a
Valyrzon y luego se dispersaron en los alrededores, envolviendo a los naorbatian en un
manto de tristeza del que no podían escapar. Eso los inhabilitó completamente, y fue así
como Hanzui, Mila, Arghant y Luvan escaparon de la vigilancia de los naorbatian y se
acercaron a Valyrzon. El muchacho le entregó el Malored a Hanzui y les ordenó a sus amigos
que corrieran tan lejos como pudiesen. Ellos obedecieron y, al mismo tiempo en que
Valyrzon se volvía para enfrentar a Dantalyon, el naorbatian atacaba al muchacho. Valyrzon
se paralizó completamente, viendo a Dantalyon reír cruelmente, y cayó de rodillas. Vio, en
una imagen borrosa, la plateada espada de Dantalyon manchada de sangre fresca, su propia
sangre, y ya a punto de caer al suelo, inconsciente, miró al joven naorbatian a los ojos.
-¿Quieres el Fuego Sagrado? –dijo-. Pues tómalo.
Asió con las pocas energías que aún tenía la dorada y delgada antorcha del Fuego Sagrado, y
entonces vio por primera vez en su vida la llama divina. Surgió como una pequeña flama, y
luego se convirtió en una gran llama, la cual salió de su antorcha y envolvió como una
magnífica columna rojiza a Dantalyon. El Fuego Sagrado se extendió y rodeó a los naorbatian
y a las bestias que los acompañaban, reemplazando a los Espíritus de la Antigua Tierra, los
cuales se elevaron en el oscuro cielo y desaparecieron, y todos los habitantes del Naorbatus
ardieron en la poderosa llama. Uno a uno cayeron a las profundidades del Naorbatus, y poco
a poco desaparecieron de Akenolji.
La montaña en la que se hallaban comenzó a hundirse en la tierra, y Valyrzon continuaba en
su cima, sosteniendo aún la antorcha del Fuego Sagrado. Quería asegurarse de que todos los
naorbatian regresaran al lugar al que pertenecían, y no descendería de la montaña hasta que
el Naorbatus no desapareciese. Por lo tanto, aún herido gravemente, pudo ver cómo
Dantalyon ardía en el Fuego Sagrado, y luego de mucho tiempo, caía al Naorbatus, siendo el
último naorbatian al que Valyrzon vería. La montaña se hundía casi totalmente, y Valyrzon
advirtió que no sabía cómo salir del sitio donde se hallaba. No tenía ningún medio para
hacerlo, y además estaba muy malherido. Sin embargo, cuando comenzaba ya a desesperar,
vio acercarse a un sivatherium especialmente grande, y estando casi inconsciente sintió que
el sivatherium lo colocaba sobre su lomo y descendía con él la montaña.
El animal se detuvo, y varias manos posaron a Valyrzon cuidadosamente en el suelo. El
muchacho parpadeó, y pudo ver claramente a Hanzui, Mila, el señor Kotka y Luvan a su
lado. Arghant se transformó nuevamente en un humano, y se sentó junto a Valyrzon,
cansado y malherido como los demás.
-¿Te encuentras bien, Valyrzon? –preguntó Hanzui. Valyrzon asintió e intentó sentarse, pero
al no poder hacerlo fue ayudado por el señor Kotka y Mila. Apoyó su espalda contra el altar
de Akenolji, y dejó a un lado la antorcha con el ya extinguido Fuego Sagrado. Entonces Mila
lo abrazó.

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-¡Eres un genio! –dijo, mientras liberaba a su amigo-. Jamás hubiera creado una solución tan
rápidamente. Ni siquiera recordaba que los Espíritus de la Antigua Tierra aún estaban dentro
del Malored.
-Oye, niña, ¿quieres callarte? –le dijo Arghant.
Mila miró al joven sadornio y, por primera vez en su vida, cedió a su petición. Todos los
presentes se sorprendieron, puesto que ya sabían cómo reaccionaba siempre Mila ante un
pedido de Arghant. El asombro se incrementó aún más cuando Hanzui miró a Valyrzon y le
dijo:
-Valyrzon, tus heridas... ya no están.
Los demás se volvieron hacia el muchacho. Sus heridas, efectivamente, habían sanado, y él
reconoció que se sentía mucho mejor.
-Es por causa del Fuego Sagrado –afirmó el señor Kotka-. Venció a tu enemigo y te hizo
inmortal. Eso es lo que dice en el altar, ¿verdad?
-Sí, así es –asintió Valyrzon. De hecho, aquellas palabras estaban escritas justo encima de su
cabeza.
-Yo pensaba que ya eras inmortal –dijo Mila.
-No lo era; sólo había vivido mucho tiempo, al igual que Hanzui –dijo Valyrzon-. Oigan,
ahora que todo ha terminado, deberíamos regresar a Moderna, ¿no lo creen?
El grupo asintió. Todos se pusieron de pie (Valyrzon debió ayudar a sus amigos, pues ellos
aún estaban heridos) y se reunieron con los demás guerreros. Betalhis no estaba allí, dado
que el señor Kotka le había impedido acompañar a los ejércitos odeónicos a Akenolji. En
cuanto al resto de los guerreros, sólo había logrado sobrevivir una tercera parte de los que
habían acudido a la ciudad para combatir. Entre ellos, los therianos pudieron, una vez más,
salir con vida sin tener que lamentar la muerte de ninguno de ellos.
Así fue como abandonaron Akenolji, algunos para siempre. Algunos barcos cilistras los
esperaban en la costa, y transportaron a todos los combatientes de regreso a Moderna.
Durante el viaje, Valyrzon explicó la razón por la cual él y sus amigos se habían dirigido a
Akenolji sin pedir ayuda, y los cuatro jóvenes oyeron el relato sobre cómo todos aquellos que
se encontraban en Moderna habían sabido de su situación y habían partido para enfrentar a
Dantalyon y los naorbatian.
-Entonces todo ha terminado –concluyó Tolwon, el navegante moderno.
-Efectivamente –confirmó Valyrzon-. Ahora debemos reconstruir las ciudades destruidas y
poner en orden los reinos asolados.
-Tarea difícil –opinó el señor Kotka.
-Pero no imposible –dijo Hanzui.
Los guerreros odeónicos fueron recibidos con gran alborozo por parte de aquellos que
residían en ese momento en Moderna. Algunos de los heridos fueron llevados a Eaferth,
donde recibirían mejores cuidados que en Moderna, pero la mayoría permaneció en la
ciudad de los navegantes agantyos. Hanzui, Mila y Arghant no tardaron en sanar, y unos
días después de la batalla se encontraban completamente saludables.
Valyrzon guardó la antorcha del Fuego Sagrado junto al Malored, en una caja pequeña de
madera semejante a un baúl. Pensó en ese momento que, probablemente, jamás volvería a
ver la poderosa llama divina, aunque no podía estar tan seguro. También ese pensamiento se
había hecho presente cuando el Malored había desaparecido, cien años atrás, pero luego
había regresado y se hallaba en su poder. Sin embargo, se dijo Valyrzon, nadie puede saber
lo que sucederá, excepto el dios Odeon, y él no había dictado ninguna orden, por lo que
debía limitarse a preservar la antorcha del Fuego Sagrado.

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Capítulo 20: Una nueva era.

Tal como habrían de escribir los sabios de los antiguos reinos en sus milenarios libros,
comenzaba una nueva etapa en la historia de muchos territorios. Sadornia debió establecer
una nueva capital temporalmente, mientras cientos de voluntarios reconstruían Angeth.
Hanzui se hizo cargo nuevamente del trono, y resolvió instruir durante algunos meses a su
tataranieta Jelan (quien había permanecido en Moderna todo ese tiempo) para que ella
asumiera luego como reina. Betalhis, por su parte, regresó a Ookran en compañía de los
itmagan, y su padre, que había sobrevivido milagrosamente a la maldad de los naorbatian, le
concedió el mandato de la ciudad.
Los aquianos, los Magos y Hadas Owu, los therianos, los Jalnan y los agantyos no habían
sufrido muchas pérdidas realmente, pero prestaron su ayuda a los fineladios, los onelarem y
otros pueblos para restablecer la paz en sus territorios. Luego se despidieron y volvieron a
sus hogares, dispuestos a continuar con sus vidas.
Valyrzon, quien había regresado a Sadornia con Hanzui, Mila, Arghant, el señor Kotka,
Linedi y Jelan, luego de despedirse de todos sus amigos y prometiéndole a Luvan visitarla en
Therat, estaba muy atareado. Se había comprometido a ayudar en la restauración de varias
ciudades, incluyendo la ciudad de Unax, cuna de sus ancestros. Aun la capital provisoria de
Sadornia, una ciudad pequeña llamada Joke (lugar en el que habían nacido los ancestros de
Hanzui) estaba casi en ruinas, pero tras unas semanas de trabajo habían logrado reconstruirla
totalmente y sus habitantes podían vivir ya normalmente en ella.
El señor Kotka y Mila habían decidido que, cuando todo volviese a la normalidad,
regresarían a su época para poner sus cosas en orden, puesto que habían salido de su hogar
hacía varios meses y no habían retornado a él. Al enterarse de esa noticia, Valyrzon, Hanzui
y Arghant reaccionaron de distintas formas.
-¿Están seguros? –preguntó Valyrzon, casi incitándolos a dudar.
-Totalmente –respondió el señor Kotka.
-Pero regresarán, ¿verdad? –quiso saber Hanzui, con tono esperanzado.
-Una vez que expliquemos a todos qué sucedió, sí –contestó Mila.
-Vaya, los vamos a extrañar –dijo Arghant-. Especialmente a ti, una persona tan dulce y
buena –agregó sarcásticamente, mirando a Mila. La joven lo miró.
-Tus insultos ya no me molestan, pues demuestran lo inmaduro que eres, ¿sabes? –repuso.
Arghant sonrió.
-Realmente los vamos a extrañar –dijo Valyrzon-. Y... tendrán que volver con el Malored,
¿verdad?
-¿No existe otro medio? –preguntó el señor Kotka-. El Malored te pertenece, y no
quisiéramos llevárnoslo si tú lo necesitas.
-Claro que no –respondió Valyrzon-. Además, podrán devolvérmelo cuando volvamos a
vernos, ¿no lo creen?
-Tienes razón –admitió Mila.
Así fue como, unos meses después, Sadornia y sus ciudades se hallaban reconstruidas y en
perfectas condiciones. Hanzui había acabado de instruir a Jelan, por lo que se celebró la
ceremonia de ascensión al trono en la nueva Angeth y la joven tataranieta de Hanzui se
convirtió en la flamante reina.
Un bello día primaveral, Valyrzon, Hanzui y Arghant se reunieron con el señor Kotka y Mila
en una pequeña habitación del palacio angethiano. Valyrzon le entregó el Malored al señor
Kotka y se despidió de él y su hija.
-Supongo que nos veremos dentro de algunos meses –dijo el señor Kotka-, aunque no será
difícil convencer a Nazajem de que nos hemos perdido en el desierto.

74
-Es mi culpa: yo les dije que me acompañaran, pero realmente no era necesario –dijo
Valyrzon.
-Vamos, Valyrzon, todo lo que he vivido contigo ha sido lo más emocionante que me sucedió
en la vida –dijo Mila.
-¿De verdad? –preguntó Valyrzon sorprendido.
-Así es –respondió Mila sonriendo.
-De hecho, creo que todos pensamos lo mismo –dijo Hanzui.
-Efectivamente –asintieron el señor Kotka y Arghant.
-Papá, cuanto antes nos vayamos, más rápido regresaremos, ¿no crees? –dijo Mila. El señor
Kotka asintió, y él y su hija se despidieron saludando con la mano a Valyrzon, Hanzui y
Arghant antes que el Malored emitiera una intensa luz blanca y ellos desaparecieran.
Valyrzon miró durante unos segundos el lugar donde había estado Mila, y luego se volvió
hacia sus amigos. Los tres, sin hablar, se dirigieron al balcón de aquella habitación, ubicada
en una alta torre del palacio.
-¿Qué haremos ahora? –preguntó Hanzui.
-No lo sé –respondió Valyrzon, mirando al horizonte. El sol se ponía en aquel momento, e
inundaba con una bella luz rojiza el extenso territorio sadornio.- Tendremos que buscar algo
en qué ocuparnos. Jelan es la reina de Sadornia, Linedi es su consejera... ¿Qué opinas,
Arghant?
-No puedo decirte nada –contestó Arghant-. He permanecido en la Isla de los Thenagon
durante veinticinco años, ¿cómo podría saber a qué dedicarme?
-Pues entonces ya encontraremos algo –dijo Valyrzon despreocupadamente-. No es algo por
lo que debamos preocuparnos en demasía por ahora, ¿verdad? –añadió, entrando
nuevamente a la habitación.
-Oh, no lo creo –dijo Hanzui sonriendo, y Arghant y él siguieron a su amigo.

FIN.

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