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La aviación en la Primera Guerra Mundial.

Para entender mejor el contexto donde se desarrolla este artículo, recomiendo leer antes el Resumen de la Primera
Guerra Mundial.

La Primera Guerra Mundial fue una guerra como nunca vista antes. El poder industrial de las naciones abría
posibilidades nunca contempladas hasta entonces, la tecnología iba adueñándose del conflicto, y se creaban campos
de batalla insospechados. Hasta entonces, los ejércitos sólo se habían enfrentado en el mar y en la tierra, pero ahora,
por primera vez en la Historia, el aire se convertiría también en un campo de batalla.

La culpa la tendría el avión, un artefacto joven que, cuando estalló el conflicto en 1914, apenas tenía diez años de
edad. Sería usado, al principio, para simples labores de reconocimiento desde la relativa seguridad de las alturas,
pero iría evolucionando y perfeccionándose a lo largo de la guerra, convirtiéndose poco a poco en una máquina de
matar. Era el nacimiento de un nuevo tipo de guerra, la guerra aérea.

Orígenes de la aviación.
Desde los tiempos antiguos, los generales siempre se mostraron interesados en “dominar las alturas”, lo que en
aquellas épocas solía traducirse por controlar colinas, torres de vigilancia, y castillos construidos sobre altos riscos.
¿Por qué? Pues porque controlar una posición elevada proporcionaba ventajas tácticas y estratégicas. Una de esas
ventajas era poder ver el terreno circundante “desde arriba”, lo que permitía observar las posiciones enemigas y los
movimientos de sus tropas. Por ello, cuando la tecnología comenzó a hacerlo posible, los militares intentaron colocar
observadores en el cielo, que pudiesen espiar al enemigo desde las alturas.
Ya en el siglo XVIII se experimentaba con globos aerostáticos con fines bélicos. El primer ejemplo conocido data
de 1794, en la Batalla de Fleurus, durante la cual los franceses utilizaron un globo para observar los movimientos
de las tropas austriacas. Debido a la utilidad que demostró, muchos otros ejércitos adoptaron el globo como
instrumento bélico, usándolo también para trazar mapas más precisos, y para señalar a la artillería la localización de
un enemigo “oculto”. No obstante, los globos tenían muchos defectos aparejados. No podían volar con mal tiempo, y
se encontraban a merced de los caprichos del viento, por lo que se veían obligados a “anclarse” a tierra con una
cuerda. También eran grandes, lentos y vulnerables.
Conscientes de esas limitaciones, surgieron inventores que se intentaron crear modelos de globos más gobernables.
Fruto de sus esfuerzos nacería el dirigible, un globo aerostático con mecanismos de propulsión y de guía, que le
permitía avanzar en la dirección que su piloto desease. La idea se fue perfeccionando a lo largo del siglo XIX,
añadiéndosele motores de combustión interna y mejoras en el diseño, convirtiéndose así en un fiable medio de
transporte aéreo. El artilugio también sería conocido como “Zeppelín”, en honor a uno de sus más prestigiosos
inventores, el conde alemán Ferdinand von Zeppelin. Los así llamados zeppelines vivirían una edad de oro desde
1900 hasta la Primera Guerra Mundial, y muchos militares creían que se convertiría en un arma ideal, con la que
dominarían los cielos y alterarían la forma de hacer la guerra para siempre.

Sin embargo, al dirigible pronto le saldría un serio competidor por la supremacía aérea. El globo y el dirigible volaban
porque eran más ligeros que el aire, y hubo inventores que intentaron crear máquinas voladoras más pesadas que
el aire. Se experimentó con planeadores, a los que posteriormente se les añadiría un motor de combustión. Los
estadounidenses hermanos Wright perfeccionarían el invento, consiguiendo una serie de vuelos en 1904 y 1905
con la que demostraron al mundo que era viable un aparato volador más pesado que el aire. El avión dejó que ser
un sueño para convertirse en una realidad. En 1908, los hermanos Wright venderían uno de sus aeroplanos
motorizados al ejército estadounidense, dando así comienzo al uso militar del avión. Pronto, este novedoso artilugio
sería incorporado a los ejércitos de otros países.
Reconocimiento aéreo.
Cuando la Primera Guerra Mundial estalló en 1914, las aviaciones militares de las naciones combatientes se
encontraban aún en un estado embrionario. No se contaban con demasiadas aeronaves, sus pilotos estaban faltos
de experiencia, y no contaban con armamento. De hecho, sus primitivos motores sólo tenían capacidad para llevar
al piloto, y no mucho más peso adicional. La idea de su uso como arma militar era objetivo de burlas por parte de
muchos militares.

Por tanto, la aviación no era más que un servicio auxiliar de los ejércitos, a los que proveía de reconocimiento aéreo.
Desde la relativa seguridad de las alturas, estos aviones realizarían principalmente labores de observación,
recogiendo información y marcando objetivos para la artillería. No tardarían en demostrar su eficacia cuando, en
laBatalla de Marne (1914), la aviación aliada descubrió un punto débil en las líneas alemanas, el cual sería
aprovechado por las tropas de tierra aliadas, permitiéndoles así ganar la batalla y detener el avance germánico. Los
alemanes también usarían el reconocimiento aéreo con excelentes resultados, cuando en la Batalla de
Tannenberg(1914) un avión descubrió un inesperado ataque ruso, el cual pudo ser repelido gracias a esta
información. ¡Los aviones de reconocimiento eran increíblemente útiles!

Los dirigibles lucharon por no quedar superados por su joven competidor, y efectuaron también sus propios vuelos
de reconocimiento. En los primeros días de la guerra, dirigibles aliados y alemanes sobrevolarían las líneas del
adversario. Pero cuando los aviones eran pequeños y rápidos, los dirigibles eran grandes y lentos, lo cual les hacía
muy vulnerables al fuego de tierra enemigo. El avión no tardaría en desbancar a esos colosos flotantes como la
unidad de reconocimiento aéreo principal.

Primeros duelos en el aire.


Las ventajas del reconocimiento aéreo eran evidentes. El único problema era que el enemigo también lo sabía. Al
igual que se usaría a los aviones para recabar información, el enemigo haría lo mismo con los suyos, por lo que
surgiría la necesidad de impedírselo. Había que expulsar al oponente de los cielos, privarle de esos ojos en las alturas
que todo lo veían. ¿Pero cómo?

No se encontró más alternativa que usar a los propios aviones para intentar derribar a las aeronaves del enemigo. Al
principio, sin embargo, no se tenía mucha idea de cómo podría hacerse eso de forma eficiente. Los primeros
combates aéreos fueron muy improvisados, con los aviones de reconocimiento de ambos bandos encontrándose por
casualidad entre las nubes. Intentando derribar al contrario, sus pilotos empuñaban sus pistolas y abrían fuego. Por
supuesto, no daban ni una bala en el blanco, pero ello no les impedía continuar así hasta agotar la munición, momento
en el cual se retiraban.

Se buscaron métodos para mejorar la capacidad combativa de los aviones. Los ingenieros perfeccionaron los
aparatos, permitiendo llevar a bordo a una persona adicional, un copiloto que sería el encargado de disparar, mientras
el piloto se concentraba en manejar la nave. El copiloto se equiparía con rifles y granadas para poder abrir fuego
contra los aviones enemigos, pero resultó bastante ineficaz. No era nada fácil acertar a un blanco tan móvil y esquivo,
mientras el propio avión no dejaba de moverse. Aun así se intentó perfeccionar el puesto del “copiloto artillero”, y
terminó dotándosele de una ametralladora fijada en un afuste giratorio. A pesar de no arreglar las dificultades para
apuntar eficazmente a un avión enemigo, el mayor alcance y la mayor cadencia de fuego de la ametralladora empezó
a dar resultados.
Por fin los aviones empezaban a poder derribarse unos a otros, y se inauguraba un nuevo tipo de guerra. La guerra
en el aire.

Perfeccionando el armamento frontal.


Pese a todo, los copilotos habitualmente estaban obligados a disparar sus ametralladoras hacia el sector trasero de
su avión, y el fuego del artillero tenía dificultades para coordinarse con las maniobras del piloto, lo cual reducía su
precisión. Lo ideal era que el piloto pudiese tener su propia ametralladora fijada en el capó, con la que poder disparar
hacia delante, combinando así su fuego con sus maniobras para conseguir una precisión mucho mayor. Sin embargo,
había antes que solucionar un grave problema. ¿Cómo evitar que las balas del piloto dañasen la hélice del avión?

Para solucionar ese problema, los británicos experimentaron con un nuevo tipo de aeronave, la cual llevaba el motor
y la hélice en la parte trasera del avión. De esta forma se podía montar un arma fija en el morro delantero, que podría
disparar sin preocuparse por la hélice. Sin embargo, este diseño ofrecía mucha resistencia aerodinámica, tenía una
estructura demasiado frágil, y el pesado motor quedaba situado a la espalda del piloto. ¡En caso de aterrizaje de
emergencia, el piloto podía verse aplastado por el motor! La idea terminaría desechándose.
Así pues, se hicieron nuevos experimentos para lograr disparar hacia delante sin dañar la hélice del morro. Se intentó
montar una ametralladora en el ala superior, de forma que se pudiese disparar por encima de la hélice, permitiendo
así mover y apuntar el arma en conjunto con el avión. Sin embargo, la diferencia de altura de la ametralladora con
respecto al piloto que la disparaba hacía difícil calcular correctamente la trayectoria de tiro. Además, imposibilitaba
al piloto maniobrar el avión al mismo tiempo que accedía a la recámara del arma, lo cual era importante, ya que las
ametralladoras de la época se encasquillaban con frecuencia. Algunos aviones solucionaron esto mediante un
sistema que, cuando era necesario, permitía bajar el arma a la altura del piloto, para que éste pudiese desatascarla
o incluso recargarla. Generalmente, sin embargo, usar una ametralladora sobre el ala superior se adoptaría sólo
como recurso provisional, a la espera de que se desarrollasen otras ideas más eficaces.

La primera solución verdaderamente viable llegaría en diciembre de 1914, cuando el deportista y aviador
francésRoland Garros (hoy día más famoso por el torneo de tenis que lleva su nombre) hizo instalar en su avión una
ametralladora sobre el capó, con la idea de que disparase a través de la hélice. Para conseguirlo, se recurrió a un
mecanismo que sincronizaría los disparos del arma con el movimiento de la hélice, de forma que las balas pasasen
entre las aspas. Sin embargo, la sincronización no era perfecta, y algunos disparos podían impactar en la hélice.
Para paliar este desajuste, las aspas se blindaron y se le añadieron unas cuñas metálicas para que esas balas
perdidas no rebotasen hacia el piloto. Tras varios meses de ensayo, quedó demostrado que el dispositivo funcionaba
y era eficaz.
Sin embargo, la mala suerte quiso que Garros, poco tiempo después, se viese obligado a efectuar un aterrizaje de
emergencia tras las líneas enemigas. Queriendo mantener el secreto de su nueva arma, trató de incendiar su avión,
pero no pudo destruirlo a tiempo. Los alemanes lo capturaron a él y a su aparato, y el mecanismo de sincronización
fue cuidadosamente evaluado. Anthony Fokker, un ingeniero holandés al servicio de Alemania, estudió y
perfeccionó dicho mecanismo, logrando sincronizar el tiro de la ametralladora para que dejase de disparar cuando la
hélice estaba delante del cañón, y continuase disparando tan pronto como el aspa pasase de largo. Blindar la hélice
dejaba de ser necesario.

Los aviones alemanes no tardaron en armarse con el dispositivo de Fokker, y durante buena parte de 1915 se
convirtieron en el azote de los cielos. Sin embargo, los aliados terminarían adoptando su mecanismo de
sincronización poco tiempo después, igualando las tornas. A partir de entonces, se desarrollarían aviones monoplaza
cuya misión primordial sería expulsar del aire al enemigo. Los franceses y alemanes los bautizarían como “cazas”,
los británicos como “fighters” (luchadores) y los estadounidenses como “pursuit planes” (aeroplanos de persecución).
Sus pilotos se habían convertido en “cazadores” en el cielo.

Guerra aérea. Mito y realidad.


Los primeros aviadores de combate procedían de dos campos. Unos eran deportistas, entusiastas de las nuevas
tecnologías, lo suficientemente adinerados como para poder permitirse participar en las prestigiosas carreras de
aviones. Otros eran aristócratas a los que el fango de las trincheras les repugnaba, y deseaban un tipo de guerra
más “noble”, más aventurero. El espíritu deportivo de los primeros combinó bien con el caballeresco de los segundos.
Se inventaría el concepto “as de la aviación” para denominar a aquellos pilotos que consiguiesen derribar al menos
cinco aviones enemigos.
La prensa de la época, siempre en busca de noticias con las que poder elevar la moral de una población hambrienta
y abatida, decidió elevar a estos pilotos a la categoría de héroes. Tenían las cualidades perfectas para ello. Casi
todos eran jóvenes, animados, no parecían odiar al enemigo, y luchaban por encima de las miserias de los frentes
de trincheras. Así pues, los periodistas los vendieron como los “caballeros del aire”, gallardos pilotos que combatían
en los cielos con honor, saludando con cortesía a sus oponentes, dejándoles ir si se les agotaba la munición, y
acudiendo al lugar de derribo de un adversario digno para echarle flores.

Pero, con notables excepciones (como el famoso Manfred von Richthofen, más conocido como el Barón Rojo), la
guerra en los cielos era tan cruda y despiadada como en la tierra. En realidad, había poco honor en el campo de
batalla aéreo. Los aviones volaban con el sol a su espalda, para que los enemigos no pudiesen verlos venir. El factor
sorpresa era clave, había que derribar al oponente antes de que se percatase de tu presencia, por lo que se idearon
maniobras para caer en picado sobre un adversario desprevenido, para así abatirlo antes de que pudiese reaccionar.
Si un avión enemigo se quedaba sin munición, lo habitual era aprovechar para darle caza. Y si bien no era raro que
los pilotos aterrizasen donde se habían estrellado sus víctimas, la mayoría de las veces no era para echarles flores,
sino para conseguir trofeos (insignias, por ejemplo) con los que decorar sus habitaciones.
Aun así, el mito del aviador caballeresco, encarnación de unos ideales románticos y nobles, se propagó por todas
partes. Héroes que libraban una guerra diferente, honorable, idealizada. Héroes que eran de papel, en la mayoría de
los casos.

Ataques a tierra.
Las aeronaves no sólo se usarían para labores de reconocimiento, o para impedir que el bando contrario efectuase
su propio reconocimiento. También se usarían para atacar objetivos en tierra, ubicados tras las líneas enemigas, allí
donde los sufridos soldados de tierra no podían aspirar a llegar. Para ello, los ingenios voladores serían dotados con
bombas y explosivos, que dejarían caer sobre sus víctimas, para luego marcharse por donde habían venido. Nacían
así las misiones de bombardeo.

Las primeras aeronaves a los que se les encargó dichas misiones fueron los dirigibles. Con su enorme globo
cilíndrico fabricado con una aleación de aluminio, y celdas de gas separadas, se esperaba que un “zeppelín” pudiese
aguantar relativamente bien los disparos desde tierra. Además, debido a su tamaño, podía cargar con una cantidad
elevada de bombas, y se demostró que su enorme figura provocaba un gran terror psicológico en la población civil.
Sin embargo, cuando los dirigibles actuaban a plena luz del día, se hizo evidente resultaban demasiado vulnerables,
y terminaban siendo dañados o derribados por el fuego de tierra. Los alemanes llegarían a la conclusión de que la
mejor opción para los dirigibles era realizar bombardeos nocturnos.

Los aviones no tardaron en hacerles la competencia, una vez más. Pudiendo llevar menos bombas que los dirigibles,
eran en cambio mucho más pequeños y esquivos, con lo que tenían menos que temer del fuego antiaéreo de tierra.
En ocasiones lanzaban bombas ligeras sobre las líneas del frente enemigas, pero sus objetivos predilectos serían
las ciudades. Los aviones dejaban caer puñados de explosivos que herían a pocas personas, mataban a muchas
menos, y no causaban daños materiales demasiado relevantes. Sin embargo, estos ataques, realizados contra una
retaguardia que se consideraba segura, afectaban gravemente a la moral de los civiles y sus gobernantes. Nadie
estaba a salvo de la guerra.

En 1915, los dirigibles alemanes usarían su nuevo método de bombardeo nocturno para atacar a Gran Bretaña. Su
condición de isla no la libraría esta vez de sufrir la guerra en su propio suelo. Las incursiones nocturnas de los
dirigibles, al igual que ocurría con los aviones, apenas mataban o herían personas, pero sus bombas incendiarias
comenzaban a causar serios daños materiales en las ciudades inglesas. Los ciudadanos británicos, aterrorizados,
presionaban a su gobierno para que les defendiese de aquellos monstruos nocturnos. Pero sus aviadores no lo tenían
fácil para derribar a aquellos colosos. El blanco era enorme, pero los disparos de ametralladora no solían afectar
demasiado al globo, gracias a sus celdas de gas separadas. Era necesario acercarse para que las balas pudiesen
impactar en alguna zona vital, como los motores y las cabinas de los tripulantes, los cuales se encontraban debajo
del gran globo con forma de puro. Sin embargo, acercarse así les exponía a las muchas ametralladoras defensivas
que el dirigible tenía instaladas.
Finalmente, en mayo de 1915, el aviador británico Reginald Warneford se convirtió en el primer piloto que derribó
un dirigible en un duelo aéreo. Lo que hizo fue sobrevolar al gigante, y descargar sobre él sus seis bombas de 6
kilogramos. Una de ellas logró impactar, envolviendo en llamas al dirigible, derribándolo. Warneford sería
condecorado con la Cruz de la Victoria por su hazaña.

Sin embargo, los bombardeos aire-aire dependían demasiado del azar, y no se podía depender de ellos. No obstante,
se vio que el Talón de Aquiles de aquellos enormes globos era su gas, altamente inflamable. Pronto, los aviones
británicos empezarían a equiparse con balas incendiarias, las cuales se convertirían en el arma anti-dirigibles ideal.
Aquello empezaría a marcar el declive del dirigible como arma bélica, pues poco a poco se estaba quedando sin
funciones que poder desempeñar.

Aeronaves en el mar.
En el mar, las flotas usarían también aviones de reconocimiento. El hidroavión, un invento anterior a la guerra, se
encontraría aquí en su ambiente natural. Estos tipos de aviones contaban con flotadores y su fuselaje recordaría al
de un bote, lo que causaría que los ingleses terminasen denominándolo “flying boat” (bote volador). Sin embargo, el
avión de ruedas también participaría en operaciones marítimas, inicialmente despegando desde plataformas
levantadas sobre los cañones de los buques, hasta que a partir de 1917 empezasen a usarse los portaaviones.
Conforme evolucionaba el conflicto, se empezaría a desarrollar un nuevo tipo de aviones para la guerra aeronaval.
Estos eran los aviones torpederos. Dejaban caer sus torpedos al agua, de forma que quedasen encarados hacia la
embarcación enemiga, tras lo cual sólo tenían que observar cómo el proyectil se impulsaba a sí mismo y explotaba
al impactar.

Los aviones demostrarían ser de gran utilidad en la guerra marítima. En 1916, un hidroavión británico descubriría a
la flota alemana en la Batalla de Jutlandia, y su información resultó decisiva. De forma similar, los aviones
destacarían en la guerra contra los submarinos, no por descubrirlos cuando estaban bajo el agua (algo
extremadamente difícil), sino por sorprenderles cuando se encontraban navegando por la superficie. Cabe destacar
que los submarinos de la época, debido a las limitaciones tecnológicas de aquel entonces, sólo se sumergían cuando
se disponían a atacar, por lo que el resto del tiempo se hallaban en la superficie. Así pues, los aviones podían
avistarlos cuando se encontraban en una posición tan vulnerable, y su mayor velocidad les permitiría atacarles antes
de que tuviesen oportunidad de sumergirse.

La evolución de las fuerzas aéreas.


A lo largo de la Primera Guerra Mundial, el uso constante del avión en funciones militares permitió una notable
evolución técnica. En 1914, los primeros aparatos eran frágiles, con motores que apenas alcanzaban velocidades
superiores a los 100 km/h. Para 1918, los aviones se habían perfeccionado y especializado en roles muy concretos.
Los cazas alcanzaban ya los 250 km/h, alcanzando impresionantes altitudes de siete mil metros. Los bombarderos
se habían transformado en pesados aviones de múltiples motores, capaces de dejar caer más de una tonelada de
bombas en la retaguardia enemiga.
La producción de aviones se disparó a lo largo del conflicto. En los inicios de la Gran Guerra, los combates aéreos
eran aislados, ocurriendo a alturas no superiores a los mil metros. Sin embargo, a finales de la guerra el cielo se
había convertido en un sangriento campo de batalla, con enjambres de cazas y bombarderos combatiendo a alturas
de cinco mil metros de altitud.

Al concluir la guerra, todos los países eran ya conscientes del poder de las armas aéreas, cuya presencia quedaría
ya unida indisolublemente a los futuros conflictos modernos. Gran Bretaña decidiría dar completa autonomía a su
aviación, creando un ejército del Aire que se encontraría a la par con los ejércitos de Tierra y Mar. Sería el nacimiento
de la Royal Air Force (la Fuerza Real Aérea, mejor conocida por sus siglas en inglés, “RAF”). Otras naciones no
tardarían en imitar su ejemplo, y crearían también sus propios cuerpos aéreos.

El futuro de la aviación.
Los aviones seguirían evolucionando. Hasta ahora, en la mayoría de ocasiones su armazón había sido construido
de madera, reforzado con alambres de acero, y cubierto con telas de lino impregnadas de líquido inflamable, el cual
le dotaba a las alas la consistencia necesaria para poder volar. Pero todo esto cambiaría tras el fin de la Gran Guerra,
cuando los cada vez más perfeccionados aviones fueron desarrollando un fuselaje metálico, con mejoras
aerodinámicas, motores más potentes y armamento más preciso.

En la Primera Guerra Mundial, la contribución bélica de la aviación había sido importante, pero en ningún modo
decisiva. A pesar del gran valor estratégico de las misiones de reconocimiento, los aviones bombarderos dañaban
más la moral del enemigo que su capacidad combativa. El campo de batalla del cielo, pese a todo, era secundario.

Sin embargo, para cuando empezó la Segunda Guerra Mundial, los aviones bombarderos se habían convertido
en un arma con un potencial destructivo terrorífico. Ellos solos, sin necesidad del apoyo de las tropas de tierra,
demostraron poder reducir a escombros ciudades enteras y arrasar formaciones de combate enemigas. El cielo
dejaría de ser un campo de batalla secundario, para convertirse en un frente decisivo. El bando que dominase las
nubes tendría, a partir de ahora, una ventaja abrumadora sobre su adversario, capaz de decidir la contienda.

Los alemanes serían conscientes de ello, y por eso la aviación jugaría un papel importantísimo en su Blitkrieg. Al
comenzar la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas aéreas germánicas se centrarían primero en bombardear y destruir
los aeropuertos enemigos, antes de que sus aparatos tuviesen oportunidad de levantar el vuelo, para conseguir así
la supremacía absoluta del cielo.

Japón, por su parte, convertiría el avión en el arma decisiva de los campos de batalla marítimos. Los poderosos
buques acorazados, con su potente armamento, se verían impotentes contra los portaaviones, quienes rehuían el
combate directo y permanecían siempre fuera del alcance de sus cañones. Desde la seguridad de la distancia, los
portaaviones tenían la libertad de mandar oleadas de bombarderos a los barcos enemigos, hasta que terminaban
hundiéndolos. El avión se convertiría en el azote del mar.

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