Sei sulla pagina 1di 2

Domingo I de Cuaresma

1 marzo 2020

Mt 4, 1-11

En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado
por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, al fin
sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que
estas piedras se conviertan en panes”. Pero él le contestó diciendo: “Está
escrito: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios»”. Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero
del templo y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito:
«Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para
que tu pie no tropiece en las piedras»”. Jesús le dijo: “También está escrito:
«No tentarás al Señor tu Dios»”. Después, el diablo lo lleva a una montaña
altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo: “Todo esto te
daré, si te postras y me adoras”. Entonces le dijo Jesús: “Vete, Satanás,
porque está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto»”.
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían”.

TENTACIÓN E IGNORANCIA

En principio, parece claro que nos tienta todo aquello que promete
seguridad y autoafirmación del yo. Mientras nos percibamos como
seres separados –identificados con el “yo”– no podremos sino buscar
cualquier cosa que fortalezca esa supuesta identidad, porque algo nos
dice que en ello nos va la vida. Y dado que ese yo se descubre
esencialmente frágil y vulnerable, se comprende que persiga a toda
costa todo aquello que le ofrezca seguridad.

El relato evangélico señala con agudeza las tres tentaciones que


acechan al ser humano y que pueden resumirse en tener, poder y
aparentar. Tres palabras que apuntan hacia aquello que,
supuestamente, le permite mantenerse seguro y en pie.

En cuanto vacío, el yo necesita ansiosamente bienes a los que


llamar “míos” para sostener la ilusión de que él es “alguien”.

Frente al miedo que acompaña inexorablemente a todo yo


separado, necesita el poder, no solo para sostener la ilusión de que es
inmune al peligro, sino como medio de autoafirmarse por encima de
los demás. Es sabido que el yo se afirma gracias al contraste, la
comparación y la prepotencia.
Y ante el pánico que le supone ser un “don nadie” o desaparecer, el
cultivo de la imagen parece otorgar al yo una aureola de grandeza a
toda prueba.

Así planteado, parece evidente que las tentaciones se anclan en


una doble fuente: en la necesidad psicológica de seguridad y en la
ignorancia espiritual acerca de nuestra verdadera identidad.

Por tanto, si queremos comprender de dónde vienen nuestras


tentaciones –trampas– y, a la vez, deseamos hallar el camino de
superación de las mismas, tal vez sería bueno plantearnos una doble
cuestión: ¿cómo me percibo a mí mismo? y ¿dónde pongo mi
seguridad?

Resulta obvio que ambas preguntas se hallan íntimamente


relacionadas ya que, según me perciba a mí mismo, pondré la
seguridad en una cosa u otra. O mejor todavía, depositaré la seguridad
en algún objeto –del tipo que sea– o comprenderé que la seguridad no
es algo añadido a lo que realmente soy.

En síntesis, cuando comprendemos qué somos de una manera


experiencial o vivencial, la inquietud por la seguridad desaparece. Y
podremos vivir las tentaciones como oportunidad para afianzarnos en
la comprensión de que somos aquello que no necesita seguridades
ajenas porque se halla siempre a salvo. Tal comprensión es la fuente
de la libertad.

Y eso es lo que se pone de manifiesto en las respuestas del sabio


Jesús. A cada tentación, él se remite –eso parece significar que cite
palabras de la Escritura judía– a su verdadera identidad, a Aquello
donde es uno con Dios.

¿Dónde pongo mi seguridad?

Potrebbero piacerti anche