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EL SIMPLE ACTO DE MATAR UN HOMBRE

Luis Quiroga

QUITO – 2020

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Sale del cuartel flanqueado por dos sacerdotes: uno que va vestido de
negro entero y pertenece al clero secular; otro, dominico con su hábito
blanco y negro. Caminan sincronizadamente, marcando el mismo ritmo,
aunque ningún tambor suena. Avanzan sin que podamos decir si vienen
apresurados o más bien sus pasos son lentos a propósito.
El dominico masculla oraciones, que lanza al viento una tras otra. El cura
se limita a mirar sin fijar la vista en nada en particular, hasta se permite
hacer el gesto de ayudar al prisionero a saltar las zanjas abiertas en el
parque por la construcción de la catedral nueva.
Ese 20 de marzo ha caído en domingo. Los vendedores callejeros se
distraen un momento y siguen con la mirada a los tres personajes que se
aproximan y que a medida que lo hacen, crecen hasta volverse
gigantescos. Callan los fuegos artificiales y las campanas de la iglesia han
enmudecido. Solamente los colegiales se codean mostrando que el
hombre al que hoy mataran se aproxima.
El cura saca de su sotana un breviario pequeño, mugroso, lo abre al hacer
y comienza a recitar un salmo responsorial antes de hora. El dominico le
conmina a callarse, pero él no está para hacerle caso a nadie. Vargas
Torres flanqueado por las sotanas que ondean con el viento helado de la
mañana, ignora lo que pasa a su alrededor.
Su mente está vacía. Ningún pensamiento le invade. Su corazón late sin
prisa. Frío por dentro y por fuera, camina en medio del polvo y los
charcos. Pareciera que su alma se hubiera escapado antes de hora, quizás
tratando de evitar el dolor. Pronto comprenderá que es inevitable, que
no hay forma de esquivar al sufrimiento que nos toca.
El fraile desgrana un rosario con movimientos torpes. Intenta decirle algo
a Vargas Torres, quien le aplasta con una mirada torva. Más alto que ellos
al menos por una cabeza, forman un extraño trío. La gente se confunde y
no sabe bien a cuál de ellos fusilarán. Piensan que los tres han acumulado
suficientes pecados como para merecerse más de una bala.

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Llegan a la casa municipal y dejan al prisionero en manos de los soldados.
Le colocan en medio de un par de columnas blancas que reemplazan a
los sacerdotes. El aire no era denso. No se sentía en la multitud ninguna
señal de drama. Todo parece tan normal, tan cotidiano, como una obra
de teatro callejero.
Se santiguan incansablemente y obligan a que la gente diga una oración.
Quisieran escuchar una voz arrepentida que clama perdón al cielo. Vargas
Torres guarda silencio. Apenas si hace un ademán para rechazar la venda
e impedir que le ponga de espaldas, de rodillas. Muchos vuelven su
cabeza hacia la catedral, porque la misa dominical ya habrá empezado.
En este momento el párroco habrá comenzado la homilía. Palabras vanas
que de tan repetidas han dejado de tener sentido.

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Apenas unos pocos feligreses arrodillados ante el altar mayor asistiendo
a la misa del domingo, aunque su mente se encuentra afuera y sus oídos
solo prestan atención al bullicio exterior, esperando el chillido agudo de
la manada de muchachos congregados en la Plaza Mayor. Piensan,
seguramente en ese momento el jefe del escuadrón les ordena formarse
esperando la venia del coronel para cumplir las órdenes.
Cinco soldados levantan los fusiles. Apuntan. El tiempo pasa tan lento que
parece una eternidad. El cura apresura la misa, se salta algunas partes, se
atropella sin entender los latinajos que salen de su boca. Improperios en
vez de plegarias. Los presentes suspiran hondamente. Un extraño silencio
se ha instalado en la iglesia. Las estatuas de los santos se tapan los ojos.
El sargento espera una señal, un brazo levantado, un movimiento de
cabeza del coronel. Los minutos se deslizan como alimañas por la tierra
removida. Las risas nerviosas de las muchachas detrás de las viejas
señoras vestidas de negro. Los idiotas del pueblo hieráticos simulando
columnas imperturbables. Ellos, nadie más, comprenden lo que está a
punto de suceder, porque a ellos les ha sido confiada la verdad.
El cura extiende las manos sobre el cáliz. El sargento levanta el sable.
Convoca a su dios que obediente desciende sobre el vino y las hostias.
Los fusiles perfectamente horizontales. Los brazos extendidos al máximo.
Dice las palabras mágicas. Aprietan los gatillos. Balas urgidas por alcanzar
al condenado. Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre.
El vino consagrado escapa de la copa y rueda por los escalones avanzando
por el piso de la iglesia hasta la calle. Las sangres se mezclan. La misa se
termina. Los curiosos son dispersados por los soldados. El cuerpo ha sido
comido. La sangre bebida.
Ellos, Graznatúa y Pantacruel saben que la sangre solo es sangre, que el
cuerpo solo es carne, ahora muerta. Las manos extendidas del cura son
una mentira. Jamás ningún dios descendió. Tampoco su alma asciende.

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Como su cuerpo flácido, es llevado en una sábana, expuesta sin pudor a
la masa ansiosa de emociones.
El cura furioso lanza la copa contra las columnas. Pisotea las hostias. Se
rasga las vestiduras mostrando, él también, la piel agujereada por las
balas. Los escasos feligreses con la cabeza baja salen ordenadamente de
la catedral vieja. Afuera la llovizna ha mezclado la sangre con el barro. Los
rastros de lo sucedido se pierden para siempre.
La próxima vez llevará un fusil y en el momento de la consagración, en
vez de extender las manos, alzará el arma y disparará hacia el cielo. El
sacristán cierra la puerta lateral y apresura a la gente que quiere decir la
última oración inútil. Se cierra la entrada principal.

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La casa de Carolina Zambrano queda a pocas cuadras del centro,
subiendo la calle Sucre en dirección del Parque de San Sebastián. La
entrada es de piedra y hueso. Dos patios. Tres pisos. Treinta y siete
habitaciones, en las que casi nadie entra. Escaleras de madera, con un
rellano en el que ella se detiene a pensar las cosas importantes, como si
le faltara el aire. Los balcones llenos de flores descuidadas. En los
pasamos, macetas con geranios.
Ellos esperan la noche. Tocan el aldabón de la puerta enorme ante la cual
parecen más pequeños de lo que son. Hombrecitos apresurados,
embozados bajo capas negras, susurrando, oteando que nadie vea que
entran. Sigilosos avanzan por los corredores y desembocan en la sala
desmesurada, en la que inevitablemente se sienten perdidos.
Hoy Carolina Zambrano viste de blanco, con un vestido de encajes y
largos vuelos. Se siente y evita el protocolo. No hay tiempo que perder.
Es necesario preparar la huida minuciosamente. Esta misma noche, antes
de que se den cuenta. Tomarlos desprevenidos. Los gatos persas maúllan
en los sillones. Una lora que está allí desde hace varios siglos, contempla
impasible a los conspiradores. De rato en rato, llama: Carolina, Carolina.
Se sirve una mistela de menta. La criada encorvada, vestida de negro,
parece una urraca de mal agüero. Sonríe medio desdentada. Presagios
incontrolables. Destinos desbocados. Pero, ellos están allí para torcerle
el cuello a la fatalidad. Apurado el trago, cuenta cada cual su parte.
Los guardias palabreados. El sargento plenamente de acuerdo. Los
caballos listos. ¿Y la ruta? Primero atravesar los cantones orientales,
después descender a la selva. Un barco que le lleve hasta Brasil. Luego
veremos cómo le traemos de regreso. Ella duda. ¿No seremos
traicionados? ¿Nos habrán vendido? Sabe cómo son en este pueblo.
Dicen y hacen todo lo contrario de lo que dicen. Prometen en vano, juran
en falso.

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Además, el gobernador, el obispo León, el coronel Vega, estarán
preparados y talvez caigamos en una trampa. Habremos asegurado una
condena inmediata. Pueden disparar contra Vargas Torres y dirán que se
quería fugar. Carolina Zambrano se pasea por la sala. Los gatos negros se
despiertan sobresaltados. Isabel, la criada, llega con una tisana. Toronjil
probablemente, que ella rechaza.
¿Están seguros de que tenemos todo controlado? Todos afirman. Todos
insisten. Habrá que actuar. Y se da la orden. Parten los mensajeros. El
plan es perfecto. Ni un solo detalle puede fallar. Ellos se marchan. Se
tranquilizan mutuamente. Se convencen de que han podido escapar de
los designios de eso que llaman justicia.
Ella se queda sola en el espacio desolado. Aunque es de noche, abre las
ventanas azules. Entra el aire frío. Sale al balcón y espía en dirección a la
Plaza Mayor. La oscuridad es demasiado profunda. Se escuchan pasos de
gente que regresa apresurada a sus madrigueras y una voz que le saluda
desde la calle.

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El 4 de enero de 1887 se instaló el Consejo de Guerra. La suerte estaba
echada y el juicio era un mero formulismo. Vargas Torres: “Tampoco
vengo a justificarme…”, porque no cabía argumentos ante el triunfo de
las evidencias. Se había alzado en armas y tenía que morir por ellas. “No
entraré en impugnaciones…”, que hubieran resultado inútiles,
insuficientes, porque nadie estaba dispuesto a escuchar.
Queda, como él declara, “bajo la sanción de vuestras leyes”, porque las
leyes les pertenecen a los otros, a aquellos que son capaces de ejercer la
fuerza de ley. “Juzgad, fallad…” Las leyes solo son palabras apoyadas en
fusiles. Cuando las armas se retiran, las leyes se caen. Él lo sabe bien.
Habla, pero no para los jueces ni para los verdugos. Habla con la
esperanza de que sus palabras tendrán mayor efecto que sus estrategias
militares fallidas.
El Sargento Mayor Mariano Vidal: “Hallándose a los acusados
convencidos del crimen de atentado contra la seguridad de la
República…” Sargento Mayor Manuel O. Salazar: “Hallándose
convencidos los acusados de crímenes de atentado contra la seguridad
de la República…” No todo estaba dicho, faltaba la sentencia principal.
“Luis Vargas Torres, Pedro José Cavero, Jacinto Nevares y Filomeno
Pesantes, sindicados como cabecillas de la revolución, fueron
sentenciados a muerte. De los demás, por sorteo, debería uno correr
la misma suerte que los anteriores. Y el azar correspondiente, con
intervención del niño Rosendo Terán, determinó otra víctima:
Manuel Piñeres”.
La justicia siempre tan magnánima lanza los dados, evitando que todos
sean ajusticiados, permite que solo uno de ellos sea sentenciado a
muerte. El legislador insiste en que, dado un grupo de conspiradores,
sería una pena excesiva matarlos a todos. Uno solo se sumará a la
condena. Queriendo mostrar el máximo de imparcialidad, se pide a un
niño que escoja un papel con un nombre.

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Las circunstancias agravantes son las que más han pesado. Ellos fueron
los que dieron las órdenes, bajo su mando se produjo el asalto a Loja,
ellos organizaron esa tropa de desvalidos, urdieron y conspiraron,
compraron las armas, entrenaron a los soldados, los condujeron al feroz
enfrentamiento.
La amnistía que vino luego del perdón solicitado por ellos, excepto por
Vargas Torres, les libró de la muerte, sentenciándoles a cadena perpetua.
Cuando él se sumo a la petición, dijeron que era demasiado tarde, que la
carta no había llegado a tiempo, que el proceso judicial estaba cerrado,
que los soldados que dispararían ya habían sido elegidos y que el Señor
Presidente Caamaño, no alcanzó a leer la escueta súplica.
La carta nunca llegó a su destinatario y si lo hubiera hecho, nada habría
cambiado. Caamaño quería leer otro telegrama, uno que le alegrara los
ojos, que hiciera que el sol salga y que se despejen las nubes negras, que
fuera el regalo perfecto para su cumpleaños:
“La sentencia ha sido cumplida”.

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Viejas cacatúas les persiguen. Tapadas las cabezas con mantos negros,
emitiendo graznidos incoherentes, van tras ellos. Graznatúa se cansa de
huir y las enfrenta. Ellas se quedan paralizadas y luego empiezan a
retroceder. Pantacruel toma ánimo. Hace muecas y baila en torno a
Graznatúa.
Graznatúa. Predestinado.
Pantacruel. Doblemente.
Graznatúa. Sube la pierna derecha.
Pantacruel. Escupe que es veneno.
Graznatúa. Pero si me dio ella.
Pantacruel. Así me lo como yo.
Graznatúa. Toma.
Pantacruel. Cruzo la pierna izquierda.
Graznatúa. Ese no es el juego.
Pantacruel. Así es el fuego.
Graznatúa. ¡Apunten! ¡Fuego!
Pantacruel. Me mataste.
Graznatúa. Te moriste.
Pantacruel. Me mataste.
Graznatúa. Tú mismo que te pones frente a las balas, parado entre las
dos columnas. Tú mismo que no quieres que te tapen los ojos ni ponerte
de espaldas.
Pantacruel. No quiero tener huecos en las espaldas.
Graznatúa. Podrías guardar en ellos tantas cosas.
Pantacruel. ¡No quiero tener la espalda hecha un cernidero!

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Graznatúa. Se vería bien.
Pantacruel. ¡He dicho que no!
Graznatúa. Necio.
Pantacruel. Tú mismo que aprietas el gatillo sin saber por qué lo haces.
Graznatúa. Necio.
Se abrazan. Se queman. Se muerden. Se sueñan. Aúllan como lobos en la
noche de luna llena.

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El 20 de marzo del 1887 fue un domingo cualquiera. Ninguna celebración
especial. Hacía, como cualquier otro día, un poco de frío y luego una
tibieza que no se convertiría en calor. Las obras de la catedral nueva
detenidas momentáneamente. El mismo polvo gris, el mismo barro negro
que nadie sabía de dónde salió. La Plaza Mayor con los niños de siempre
persiguiéndose entre risas.
Las beatas infaltables a la misa de las ocho. El cura que repite todo el
tiempo el sermón. Nadie oye. Nadie quiere oír. Se suceden unas a otras
las confesiones. El sacerdote dormita, se persigna, perdona sin saber qué
perdona, impone penitencias ridículas. La gente murmura que se está
poniendo viejo.
Ni antes ni después de que las balas perforaran su cuerpo hubo sucesos
extraordinarios. El aire no se puso denso, el cielo no se oscureció. Unos
pocos gritos de susto, algún desmayado por el horror de ver la sangre
correr. Tampoco descendió una bandada de pájaros negros. Y los adivinos
jamás sospecharon que ese día domingo se dieran tales acontecimientos.
El obispo, después de haber intentado convencer a Vargas Torres de que
se arrepienta, ha regresado a su domicilio. Llama a la empleada que le
sirva el desayuno. Ella le replica que ya lo tomó. Él insiste en que se
repetirá. Los perros ladran a otros perros callejeros. Los borrachos
trasnochados se levantan y buscan a tientas una pared en la que
apoyarse.
Nubes ralas impiden que el sol pegue de lleno sobre la gente. En los
corazones no hay angustia. Por los cerebros atraviesan preocupaciones
banales. Los estudiantes sienten miedo y quisieran los antes posible
regresar al colegio. Los profesores bajan la cabeza sin tener explicaciones
que dar. Apenas si se cierne sobre la Plaza Mayor un leve silencio, cortado
por el ruido de los percutores sobre las balas.
Pasa pronto. Se coloca el cadáver en una sábana y se lo lleva
apresuradamente por la calle principal. Resulta algo truculento de mirar.

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La gente desvía la mirada. Alguien intenta cubrirlo. Pero debe estar
expuesto a las miradas. Es un ejemplo que no se debe seguir. Una lección
de moral. Un gesto ético. No hubo oraciones, nada de plegarias, sin misa
de difuntos, ni cánticos de dolor.
Los compañeros que permanecen en sus celdas, lloran en silencio. Las
lágrimas ruedan sin que se puedan controlar. No atinan a decir palabra
alguna. Quizás el miedo les aprieta la garganta. Los guardias apoyados en
los fusiles, descansan. Unos y otros clavan sus ojos en el patio de piedra.
Nadie entra, nadie sale. Las noticias son innecesarias.
Ese domingo vulgar, la gente adorando a un dios insustancial, elevando
oraciones por sus vidas ridículas que jamás serán oídas por los santos que
invocan, prendiendo velas que rápidamente las apaga el sacristán para
aprovecharlas luego, dando el mínimo de limosna posible, sospechando
que el infierno está delante de sus ojos y que no hay otro después, más
allá.
¿De qué se trataba finalmente? ¿Qué habría de recordarse? ¿Cómo se
contaría muchos años después? ¿Por qué se esperaba que hubiera
sucesos extraordinarios si era el simple acto de matar un hombre?

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El franciscano enjuto sonríe feliz. Al fin el hereje ha caído. Debieron
fusilarlo dos veces: una por su atentado contra la religión y otra por
haberse levantado contra el Estado. Flaco, ascético, casi cadavérico,
pronto llega a la conclusión de que, al final de cuentas, es un único
crimen.
Desnuda su torso. Tomo el cilicio y lo aprieta contra su carne magra,
queriendo ahuyentar esos pensamientos horribles. No sabe por qué le
vienen a la cabeza esas herejías atroces, que invaden su mente y le
obligan a buscar razones para justificarlas. Será, como él sostiene, que
está doblemente predestinado: condenado desde el inicio de los tiempos
y condenado a saber que está maldito por toda la eternidad.
Sin embargo, por ahora puede dedicarse a lo suyo. Se lo merece. El
enemigo duerme para siempre. Cuatro disparos en el cuerpo y uno, de
gracia, en el cráneo, inútil gesto de venganza final. Les ha dado miedo que
su mente despertara y les preguntaran si comprendían aquello que
acaban de hacer. Ignorancia ciega de la orden cumplida.
El fraile, con su hábito café de mangas anchas en donde oculta sus manos
no tan inocentes, quería fundar en esta ciudad provinciana y
abandonada, una rama de los Convulsionistas. Él también quería
revolcarse sobre la tumba del hombre caído como aquellos que se
lanzaban al suelo, proferían insultos, decían y hacían obscenidades,
mientras maldecían la bula papal Unigenitus.
¿Por qué tenía él que quedarse erguido, inmóvil, cuando su deseo era
rodar por el suelo, echar espuma por la boca con los ojos desorbitados?
¿Por qué el látigo sometía su carne que ni siquiera estaba a la altura del
pecado? ¿Por qué sus transgresiones carnales tan solo alcanzaban a ser
veniales? Liberar la carne, dejarla que tomara el control del alma, que la
arrastrara como reptil frotándose el vientre contra la piedra fría,
intentando entrar en calor sin lograrlo.

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Y el fraile franciscano, aunque no ha presenciado el ajusticiamiento,
imagina que cada proyectil lanza el cuerpo en una dirección contraria, en
una danza macabra con la música de los fusiles y la risa de los fieles
feligreses. Vargas Torres convulsiona de otro modo al que él quisiera. ¿Y
si se atreviera a ponerse entre el reo y los soldados?
En ese momento, dejaría que su cabeza fuera ocupada por toda clase de
alimañas, por las voces de los peores herejes, levantando sus voces
melifluas contra el dogma sagrado. Pero, tiene miedo. Le espanta el dolor
que sentiría cuando la bala se abriera paso por su carne magre y rompiera
los huesos haciéndoles estallar.
El día está completo. Para él, se ha hecho justicia. No dirá una oración por
el difunto. Estaría demás. Se interpretaría como un signo de un leve
arrepentimiento. Y él hace tanto que es incapaz de sentirse culpable. Sus
confesiones son falsas. Sus palabras huecas. En su interior, se repite sin
cesar que no cambiaría ni un milímetro de lo que ha hecho.

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El niño está allí, frente a ellos, oyendo todo y moviendo la cabeza. Tiene
diez años, tan pequeño que no demuestra su edad, vestido con una
camisa blanca y un pantalón azul, perfectamente peinado. Nadie sabe de
dónde salió. Si no hubiera estado presente, se sentiría un vacío difícil de
llenar. Seguramente es hijo de alguna de las vecinas.
No se le pregunta su nombre, ni de dónde viene. Carolina Zambrano le
toma de la mano, le sienta a su lado, le pide que escuche con atención.
Los guardias han sido hablados, el sargento mayor, antiguo simpatizante
de la causa, ha dado su visto bueno. Será exactamente a las nueve,
cuando se cambia de guardia.
El niño asiente. Llevarás la cena en una canasta. Permitirás que los
guardias revisen la canasta. Hablarás lo menos posible. Agacharás la
cabeza y creerán que tienes miedo. Si preguntan por nosotros, harás
como si no entendieras la pregunta. Basta con que digas que tu mamá te
envía, que tiene compasión de los presos, que es una buena católica.
Atraviesa la hilera de soldados que esperan el cambio de turno. Es
invisible y no le toman en cuenta ni cuando se tropieza con ellos. El
guardia de la celda de Vargas Torres hace el ademán de revisar la canasta.
El levanta el mantel y muestra lo que lleva. La puerta se abre y se cierra
dejándole a solas con Vargas Torres.
Repite los pasos del plan con el mayor detalle posible. Vargas Torres no
presta atención. El niño le toma de las manos y mirándole a los ojos,
insiste en que él oiga cómo se hará la escapatoria. El único nombre que
sale a relucir es el de Carolina. Al oírlo, él no reacciona de manera alguna.
Tiene una máscara de indiferencia, quizás la que mejor queda en ese
momento.
Sale y el guardia revisa la canasta. Le mira fijamente a los ojos y él baja la
cabeza. Sale por el corredor estrecho del cuartel, ahora vacío, excepto
por el soldado que dormita a la entrada. Llega a la casa de Carolina
Zambrano y cuenta, sin omitir detalle, su viaje a la cárcel, su encuentro

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con Vargas Torres, su temor no a los soldados sino al silencio de él, que
no ha dicho una sola palabra. Únicamente ha extendido su mano y le ha
tocado la cabeza, recostándose luego sobre el camastro.
Carolina Zambrano: Tenemos que encontrar una manera de confirmar su
aceptación. Quizás tú que eres tan amigo del jefe del cuartel. Los demás
a preparar los detalles, que no se nos pase nada por alto. El niño se queda
junto a ella. Es el único que permanece tranquilo, que toma el café y
come el pan con mucha lentitud.
El sueño le puede y se recuesta sobre el sofá. Ella le pone una cobija
encima y le mira tratando de recordar quién es. Pero, los sucesos de esa
noche son más importantes. Más adelante se sentará a hablar con él, a
preguntarle quiénes son sus padres, si ellos saben lo que está haciendo,
si no tiene miedo.
Se desconoce cuál fue el destino de ese niño. Jamás se le volvió a ver.
Tampoco se sabe si se enteró del fracaso de la operación de huida,
porque Vargas Torres decidió, a mitad del camino, dar marcha atrás.

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La tropa liberal, exhausta y polvorienta, se reúne a la entrada de Loja.
Intentarán asaltar la ciudad entrando por varios puntos a la vez. Si bien,
el pequeño ejército se dispersará, esperan contar con la sorpresa.
Todavía faltan algunas horas y la mayoría no puede conciliar el sueño.
Susurran, aunque nadie los oye. Murmuran, aunque pudieran gritar a los
cuatro vientos.
No se sabe a quién se le ha ocurrido la idea. Se levantan. Despiertan a los
pocos dormidos. Se agrupan en torno a la tienda de Vargas Torres, que
calcula sin parar las posibilidades de ganar, que ajusta las estrategias de
guerra que aprendió, únicamente, por contagio, por intuición. Los
caballos se mueven inquietos. Ellos también esperan su momento, ellos
también están atentos a su muerte.
La luz temblorosa de las antorchas le da a la escena un aire tenebroso,
como un aquelarre lleno de figuras fantasmales. Lo harán no tanto por él,
sino por ellos mismos, porque ellos no son soldados de academia, de
formación, de rango. Se fueron incorporando y allí están. Algunos han
perdido la noción del tiempo. Muchos no recuerdan de dónde vienen.
Sale Vargas Torres con el saco negro desabrochado. La noche está tibia.
El viento se niega a soplar. Todo se mantiene en suspenso, hasta la hora
indicada. Uno de ellos, desde atrás, comienza a decir en voz baja:
-Coronel, coronel.
Las voces bajas se suman, una ola se trasmite y ya es una sola que
machaca al unísono:
-Coronel, coronel, coronel.
Vargas Torres permanece quieto, recibiendo esa primera andanada de
voces que se levantan, que se convierten en griterío ensordecedor. No
hacen falta gestos. Tampoco palabras, peor discursos. De pronto, vuelve
el silencio, nada más por unos instantes, porque la marejada se deja
sentir de nuevo:

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-Coronel, coronel, coronel, coronel.
Los perros con sus largos ladridos contagian al valle entero el bullicio. En
las casas distantes de las laderas, la gente se despierta, atisba por las
ventanas sin prender las luces. Ellos adivinan lo que se viene. Ellos
sospechan que caerán en la trampa. Ellos, insomnes, muerden el polvo
del destino. No hay escapatoria. Ellos han elegido y los otros les esperan
armados hasta los dientes, con una sed de venganza insaciable.
Por esta noche es suficiente. La tropa vuelve a su sitio. Vargas Torres
entra a la tienda. Ha sido confirmado, ha sido aclamado. Como se contará
mucho después: él ahora es un coronel gritado, su rango viene de la masa
que vitorea, de las voces que lo consagran, de las voluntades que se
entregan a la suya.
Dormitan, justo antes del amanecer. Los guardias otean en la penumbra.
Nada se mueve, excepto la inexorable máquina del tiempo.

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Graznatúa. Ponte de ese lado, yo del otro.
Pantacruel. Toma la soga.
Graznatúa. No lo van a colgar.
Pantacruel. Vamos a saltar.
Graznatúa. Por favor, señor Vargas Torres ahora empezaremos a batir la
soga.
Pantacruel. Puede brincar con una pierna a la vez o con las dos juntas.
Graznatúa. ¿Prefiere hacerlo ahora o después?
Pantacruel. ¡Que nos dé gusto ya! Después estará muy ocupado.
Graznatúa. Cosiéndose los agujeros.
Pantacruel. Doña Carolina es muy hábil. Lo dejará como nuevo.
Graznatúa. Inténtelo al menos una vez.
Pantacruel. ¿Por qué se queda quieto? Está trabando la soga.
Graznatúa. No mismo se puede.
Pantacruel. Cambiemos. Piedra, papel o tijera.
Graznatúa. ¡A la una, a las dos, a las tres!
Pantacruel. ¿Qué es esto?
Graznatúa. ¡Qué desprecio!
Pantacruel. No jugaremos más con usted.
Graznatúa. Le dejamos solo.
Pantacruel. Nos marchamos.
Graznatúa. ¡Qué conste nuestro esfuerzo!

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En el centro del parque Graznatúa y Pantacruel bajan los brazos. Le han
prometido a Doña Carolina que harían su mejor esfuerzo. Han fallado. La
soldadesca les empuja obligándolos a retroceder. La multitud corre
desorientada, sin saber en dónde está el prisionero, hasta que alcanzan a
divisar al dominico y se lanzan hacia donde está.
Vargas Torres de negro entero entre dos columnas blancas parece una
fotografía, tan estático está el aire, tan silenciosa se ha quedado la Plaza
Mayor.

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¿Ha sido el alma creada antes que el cuerpo que le corresponde? ¿Tenía
Dios almas acumuladas que había ido produciendo en medio de su
somnolencia? ¿Las había formado desde toda la eternidad o más bien
hizo primero el tiempo y luego los espíritus individuales? ¿Cabía la
posibilidad de que entrará más de un alma en un solo cuerpo?
El franciscano se rompe la cabeza con su teología maltrecha. Indaga,
interroga, elucida, dilucida, argumenta, se dice, se contradice; y lo que
piensa en ese momento, al siguiente día lo declarará falso. ¿Acaso la
verdad es permanente? ¿Podemos acceder a ella de alguna manera? De
entre todas las dudas, hay una que ahora le atormenta.
¿Las balas habrán penetrado en su cuerpo y en su alma? ¿Los agujeros
fueron hechos únicamente en su carne? ¿Su alma ya flota libremente
riéndose de nosotros? ¿Acaso no merecía más castigo que su propio
cuerpo? El monje enjuto imagina una unión tan perfecta entre cuerpo y
alma, que no se los puede distinguir.
Los proyectiles no solo penetraron en su cuerpo, sino que alcanzaron el
centro de su espíritu, quebrándolo, obligándolo a arrepentirse, a
confesarse, a aceptar el perdón que el Obispo le ofreció innumerables
veces, con tanta paciencia. Y, aunque sea contradecir los que dicen los
Santos Padres, los dogmas repetidos sin cesar, su alma abandonó la plaza,
moribunda, sosteniéndose a duras penas en la existencia.
Porqué él tenía que morirse dos veces, por su doble crimen: contra el
orden establecido, intocable, principio sobre el que se levantaba la
sociedad; y contra Dios, negándose a reconocerlo, a aceptar que venimos
de él y hacia él vamos. No le cabe en la cabeza que alguien sea capaz de
negarlo. No quiere pensar que cuando él llegue al cielo, se encuentre con
un Vargas Torres sonriente que le abre las puertas celestiales y le
presenta al hijo de Dios como si fuera un viejo conocido.
Reniega mucho más de imaginarse en el noveno círculo del infierno,
compartiendo los mismos tormentos, quemados por el mismo fuego,

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atravesados por las mismas lanzas, devorados por idénticos monstruos.
Si le toca irse al infierno, que sea otro, lejano, separado, en donde ellos
jamás se crucen.
¿Qué haría sentado él en la mesa en donde cenan los herejes? ¿Se habrán
dado cuenta de que él también es uno de ellos, a su modo? Por eso, el
alma del reo tiene que morir con él. Tendrá que escribir un nuevo tratado,
ya no sobre la predestinación, sino sobre la insólita posibilidad de la
muerte del alma de los condenados, cuando sus crímenes sean tan
grandes que se hayan vuelto imperdonables.
El fraile ha estado tentado a ir al cementerio y allí estar atento a que
ningún espíritu escapa del cuerpo del reo, sino que sea sepultado con él.
Finalmente, podrá dormir tranquilo, sin que el rostro adusto de Vargas
Torres se le aparezca en sus pesadillas diciéndole: Hermano mío,
hermano mío.

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Poco duró la ocupación de Loja por la guerrilla liberal. El 7 de diciembre
de 1886, el batallón Azuay venido desde Celica, reconquistó la ciudad.
Después de cinco horas, fueron derrotados. 42 hombres de tropa en
manos enemigas. Todo el mando de gritados arrojados en la cárcel, sin
que nadie atendiera sus heridas.
La gente comienza a salir de sus madrigueras. Los muertos son retirados
de plazas y calles. La sangre lavada de los portones. La paz miserable que
se vive triunfa de nuevo. Vargas Torres se sumerge en su derrota.
Aquellos en los que confiaba le traicionaron. Aquellos que eran su
esperanza, fueron su condena. Entregados al poder de Caamaño, le
dieron la espalda.
Y el oficial sintiéndose promovido por su triunfo, comienza a pasar lista:
Vargas Torres, Cavero, Pesantes, Nevares, Sánchez, Colwolp, Ordóñez,
Terranova… Nadie ha faltado a la cita. Serán traslados a Cuenca y se les
administrará justicia. Ya saben lo que les espera. Más bien, ya sabe que
han perdido toda esperanza.
Arrojados en el sucio suelo de la cárcel, sobre las piedras frías, lamen sus
heridas y se consuelan, suponiendo que pronto serán liberados, creyendo
ingenuamente que el populacho se apiadaría de ellos. Rostros curiosos
espían por las ventanas muertos de miedo. Corren al primer ruido y
regresan sigilosos.
Escuchan el parloteo de los presos, siguen sus oscuros razonamientos,
tratan de entender lo inentendible. ¿Qué falló? ¿Quién nos traicionó?
¿Estuvimos preparados? Nadie tiene respuestas. Y el oficial reanuda su
cantaleta: Ruiz, Osejos, Piñeres, González, Palacios, Ramón. Orellana,
Estrada, Pinas…
Vargas Torres es llevado ante el coronel Vega. Se miran sin altivez. Se
reconocen, aunque estén de diferentes lados. Algo de dignidad queda
todavía. Será por poco tiempo. Uno espera al pelotón, otro un ascenso

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inmediato. Parados frente a frente parecen iguales, pero al uno la muerte
le tiene bien atrapado y le sujeta con un primer feroz mordisco.
Se le anuncia que su traslado será lo antes posible, que es indispensable
no demorar su comparecencia ante el tribunal militar. Este es su fuero,
porque ha atentado contra la seguridad del estado, ha puesto en riesgo
a la patria, se ha permitido alterar la tranquilidad del presidente, ha
causado zozobra. Habrá que aplicarle la fuerza de ley que, él lo sabe bien,
es ante todo la ley de la fuerza.
El coronel Vega se escuda en frases hechas, que las dice por decir, sin
convencimiento alguno: Cumplo órdenes, sigo la línea de mando, me
debo al presidente, estoy para garantizar el orden. Vargas Torres escucha
como si fuera una voz lejana, que no alcanza a escuchar. No está para
poner atención. De ahí en adelante, el curso de los hechos seguirá la
férrea voluntad de la venganza, la fría determinación del poder, la
maquinaria que una vez echada a andar, no puede detenerse.

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El plan está en marcha. Carolina Zambrano camina de arriba para abajo,
sin poder detenerse. Le mata la incertidumbre. Llama al empleado que
vaya a averiguar qué pasa. Bebe a sorbos rápidos agua de toronjil con
gotas de valeriana. Nada le calma. ¿Habrá escapado? ¿Los guardias
cumplirían su parte? ¿Alcanzó el dinero? ¿Alguien a última hora se echó
atrás?
Golpes a la puerta. Corren a abrir. ¡Qué paso! Dios mío, cuenten rápido.
¿En dónde está? ¿Tomó el carruaje que le llevará al oriente? ¿Escapó de
la prisión? ¿Qué sucedió? Los hombres cabizbajos anuncian malas
noticias. Y ella se tapa los oídos, cierra los ojos. No quiere saber, que
nadie le diga. No puede ser, si todo había sido tan bien preparado. ¿Qué
falló? ¿Qué estuvo mal? ¿Quién nos dio la espalda?
Ellos no se atreven a hablar. Enmudecidos se sientan. Desolados, callan.
Pero, ella les urge, les conmina. Y ellos: Fue imposible, no hubo modo de
convencerle, se le veía tan decidido, no pudimos oponernos a su
voluntad. ¿Pudo haber sido de otro modo? Y ella: él acepto, él dijo que
sí, él estaba al corriente hasta del más mínimo de detalle.
Y ellos: a última hora, cuando apenas habíamos recorrido un par de
cuadras, notamos que dejó de correr, se detuvo, pensamos que se sentía
mal o que estaba herido, estaba tan pálido, creímos que era la noche.
Lívido se paró ante nosotros y nos dijo que no podía. Tenía que volver,
debía regresar. Tratamos de detenerlo. Hicimos el máximo esfuerzo,
usamos los más variados argumentos, le dijimos el dolor que le causaría
a usted, la satisfacción que le daría al presidente Caamaño, la burla de
sus enemigos, la furia de los carceleros.
Nada funcionó. Él simplemente tenía una decisión desde muchos antes.
Momentáneamente se dejó llevar por nuestros ruegos, cedió a nuestras
súplicas, tuvo pena más de nosotros que de él mismo. Le resultaba
inaceptable huir solo. No puede dejar atrás al resto de los suyos. Les
estaría conduciendo directamente a la muerte, les acusarían de haber
organizado la fuga.

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Y ella: hubieran debido traerle a la fuerza, impedido que regrese,
amarrado en el carruaje, por su propio bien. Y ellos: ¿su propio bien?
Demasiado tarde para pensar en su propio bien. Él escogió este camino.
Sucedió porque tenía que suceder. ¿Qué haría él en estos momentos,
torturándose de ver a sus compañeros enfrentados al pelotón de
fusilamiento?
Carolina Zambrano se desploma. No entiende por qué no ha podido
salvarlo, no asume que no se puede salvar a nadie contra su voluntad.
¿En dónde quedaron los afectos? ¿Qué se hicieron las promesas? Él juró
que se cuidaría, dijo con firmeza que si tuviera la ocasión de escapar lo
haría y que organizaría otro ejército contra el dictador.
No cumplió su palabra. Ella hizo lo que estaba a su alcance, puso en riesgo
a los suyos, se la jugó por entero. Él prefirió darse la vuelta, hablar con
los guardias, decirles que ya no escaparía y que quería regresar a su celda.
Ellos no entienden. Respiran aliviados porque hubieran sido castigados.
Ella no encuentra palabras, vacía de pensamientos, aplastados los
sentimientos, se hunde en el sofá y se negará a saber nada más del futuro
de Vargas Torres.

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Graznatúa. La puerta está abierta.
Pantacruel. ¡Escapemos!
Graznatúa. Tú primero.
Pantacruel. Yo primero, no hace falta que me digas.
Graznatúa. Me dan ganas de volverme.
Pantacruel. Ni se te ocurra. Anda tú adelante.
Graznatúa. Mejor te sigo.
Pantacruel. Dejarás que me vaya solo.
Graznatúa. Te acompaño hasta el parque.
Pantacruel. ¿Y a dónde iré si solo tú conoces el camino?
Graznatúa. Por donde siempre venimos.
Pantacruel. Está oscuro y me da miedo que me disparen.
Graznatúa. El fusilamiento es mañana.
Pantacruel. Pero ellos siempre tienen listos los fusiles. Pueden
confundirme.
Graznatúa. ¿Quién va a creer que eres el condenado?
Pantacruel. En la oscuridad, en esta ciudad, todos somos sospechosos. Si
camino rápido, creerán que me estoy escapando.
Graznatúa. ¡Quién se fijará en un par de miserables como nosotros!
Pantacruel. Entonces, anda delante.
Graznatúa. Es que me entran unas ganas atroces de regresarme.
Pantacruel. ¿A dónde?
Graznatúa. A la celda, a la cárcel, al cuartel.
Pantacruel. Me vuelvo contigo.

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Graznatúa. Ya lárgate, no soporto que estés todo el tiempo a mi lado.
Pantacruel. ¿Lo dices en serio?
Graznatúa. Claro que no.
Pantacruel. Entonces, ¿por qué lo dices?
Graznatúa. No quiero que te pase nada.
Pantacruel. ¿Y a él?

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El hábito café de mangas anchas y capucha le queda demasiado grande.
Su cuerpo raquítico flota dentro de él. Da la impresión de que levita en
vez de caminar. Sus ojos enormes en la cara flaca, su calvicie temprana,
sus manos huesudas, parecen las de un inquisidor que somete su cuerpo
a los más duros suplicios para aplacar a la carne.
Nadie sabe, pero él hace tiempo que dejó los cilicios y el látigo. A
hurtadillas, en medio de la noche, se atiborra de comida sin que nadie le
vea. Regresa a su celda y se duerme satisfecho. Se ha dado cuenta de que
sus males no vienen de la carne ni de la concupiscencia, sino de su
espíritu. Es su alma quien peca, es ella quien arrastra su cuerpo como una
sabandija.
Y no encuentra la manera de parar los pensamientos absurdos que le
invaden, la idea insistente de que los postulados del dogma están
equivocados. ¿Y si está en la religión equivocada? ¿ha sido engañado por
el maligno que le hace creer que su dios es el verdadero? ¿Cómo
distinguir la verdad del error? ¿Cómo estar seguro de que cuando lee las
sagradas escrituras, unos pequeños demonios no juegan a cambiar las
letras, las palabras, los sentidos y el entiende todo al revés?
En ese preciso momento está convencido de que dios no murió en una
cruz, sino que su alma se cambió por la de otro judío que estaba mirando.
Fue ese otro el sacrificado, mientras él se dio la vuelta y se marchó a casa,
en donde nadie se percató de la diferencia. El pobre individuo gritaba que
él no era el hijo de dios ni mucho menos, que lo dejaran irse. La multitud
se desternillaba de la risa.
He aquí que una incertidumbre todavía más grande viene a ocupar su
mente, sin dejar espacio que no sea la de esa idea fija. ¿Podría ser que
cuando Vargas Torres fue sacado de la cárcel en dirección al municipio,
se acercó tanto a algún pobre de espíritu y su alma fue intercambiada?
¿Se estará riendo de nosotros desde el cuerpo ajeno habitado por su

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espíritu? ¿Prepara una venganza? ¿Organiza otro ejército para la toma de
Cuenca y del mismísimo gobierno?
Ahora que lo medita, ha notado un cambio en ese par de brutos que
juegan en el parque, que se persiguen y que piden limosna asustando a
las beatas. ¿Será que Graznatúa tiene el alma de Vargas Torres? ¿Y la
mirada extraña de Pantacruel no será la del condenado burlándose en su
propia cara? Mañana tendrá que interrogarlos a primera hora. Primero
obligarlos a confesarse y si no declaran la verdad, denunciarlos.
¿Quién le creerá en este pueblo que el alma de Vargas Torres pudo
escapar a su destino? Será objeto de burlas y dirán que se está volviendo
loco. ¿Qué hará él con esa gigantesca verdad sobre sus hombros? Tendrá
que salir las mañanas de cada día a la Plaza Mayor y dedicarse a observar
con lupa a Graznatúa y Pantacruel.
Dirán una frase demás, sus palabras les traicionarán y entonces podrá
atrapar por segunda vez ya no el cuerpo de Vargas Torres, sino su alma.
Entonces, él será suyo, de su consumo personal, de su disfrute privado.
Los llevará a su casa, les ofrecerá comida, ropa, un lugar para dormir.
Cuando ellos estén confiados, les encarará y les obligará a decir quién de
ellos es Vargas Torres.

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En la azotea que da al segundo patio, ella se siente a mirar cómo el viento
mece las hojas de los árboles, los gatos persiguen a los pájaros, la gente
ajetreada sube y baja. Con delicadeza toma una jarra y riega las violetas
hasta que se anegan. Quisiera que se pudran, que se marchiten, que
jamás vuelvan a florecer.
Todo ha pasado y para ella todo sigue igual. Él ya no está. Así de simple,
definitivamente. Le hubiera gustado salvarlo. Era su última ocasión.
Ayudarle a esquivar el destino, hacerle un quite a la fatalidad, dejar de
entregarse ciegamente a designios incomprensibles. Él caminaba con los
ojos abiertos sabiendo a dónde iba, con la seguridad del sacrificio
inminente.
Los vecinos desde las casas contiguas le miran de reojo, con una cierta
conmiseración. Una pena que más valdría que la dejaran para sus propios
males. Ella tiene suficiente con su carga y no quiere pesos extras encima.
Se reprocha y deja de reprocharse, se siente culpable y se dice inocente,
ruedan las lágrimas y esboza una sonrisa.
Sin temor, sin angustia, sin sobresaltos en la penumbra que le cobija,
oculta su rostro de las miradas curiosas y las preguntas incómodas. No
tiene respuestas, porque hay cosas que carecen de respuestas.
Comprende bien el curso que siguieron los acontecimientos. La brutal
lógica del poder. El escarnio final de su cadáver expuesto y la sangre
chorreando en las veredas.
Él siempre le resultó incomprensible. Comparte sus ideales, su punto de
vista, la necesidad de derrocar al gobierno de Caamaño, de empujar la
revolución liberal. ¿En dónde hubiera debido morir sino en una ciudad
tan conservadora? No entiende es halo místico, esa voluntad mesiánica,
ese afán de salvar a la “patria”, a costa de perderse él mismo.
Sospecha que, en el fondo de su ser, no ha dejado de hacer un gesto
religioso, una ofrenda a otros dioses y que el mundo secular era, para él,
inalcanzable. No dejaba de sentirse un mártir sin dios. Ella hubiera

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preferido un ser humano y nada más, sin el resto, sin la necesidad del
sacrificio. Se negó a confesarse, se opuso a cualquier rito cristiano. No fue
suficiente, estaba atrapado en la lógica de la derrota y en ella, la
pretensión de que el ejemplo sería suficiente para mover al pueblo.
Quizás sea hora de terminar el interminable debate que tiene con él, en
su cabeza. Hay que dejarlo que se marche y que desaparezca. Así ella
podrá seguir viviendo, de cualquier manera, sin importar el tipo de
existencia que lleve. Una vida sin más, sin otra consideración, como si por
el resto del tiempo que le toque permanecer aquí, tuviera que caminar
desnuda por los interminables pasillos de la casa.
Él no está más. ¿Por qué esta constatación de la evidencia se ha vuelto
tan difícil? ¿Por qué espera que llame a la puerta y que entre vestido de
negro, pulcro, ascético, inconmovible? Se consuela pensando que el
tiempo aplacara su ira, que las horas se llevarán su desdicha. Luego, el
vacío la habitará y se hará en su interior un silencio definitivo. Entonces,
comenzará a vivir de nuevo.

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La noche del 20 de marzo de 1887 el Presidente ofrece un cena de
homenaje por el triunfo logrado. Será obligatorio ir de traje formalísimo.
Él mismo previendo que todo iría bien, se ha mandado a confeccionar un
terno azul, el negro podría malinterpretarse como si estuviera de duelo.
Pizarro y Canesa, gran taller de sastrería guayaquileño para clientes
exclusivos, se ha encargado de la prenda, con un casimir importado.
Alvarado y Bejarano proveen del vino chileno y el coñac Fort Fils. La única
concesión que se hace es la cerveza El Chimborazo, que al Sr. Presidente
Caamaño le encanta También vendrá una caja de galletas inglesas León
destinadas a los niños. De la pastelería italiana se compra salchicha
legítima Vich y cigarros habanos Partagas.
Los cocineros han hecho su pedido: fideos extrafinos italianos, aceite San
Jorge, hongos secos, anchoa en cajita, almendras en cáscaras, calamares
en su tinta, laurel oloroso y turrón de cremón finísimo también italiano.
Desde luego, no faltarán las aceitunas negras Elba, pámpano, merluza,
salmón, anguilas, ostiones.
Los invitados empiezan a llegar contando chistes malos del Presidente,
haciendo venias a conocidos y desconocidos, algunos despistados
preguntado qué se celebra: el cumpleaños del Presidente y su magnífica
victoria. Él mismo ha ordenado la ejecución de Vargas Torres y ha
ignorado la tardía e inoportuna petición de perdón.
Los regalos son casi obligatorios si no se quiere sufrir las invectivas del
Presidente, que los sacaría en cara toda la noche. Un general ha traído un
tarjetero, su mujer un marco de retrato vacío, el coronel de la Guardia de
Palacio viene con un estuche de cucharas lastimosamente vacío. No
escapara de las burlas.
El banquero trae un par de candeleros que se supone son de plata. El
buen Presidente mandará a tasarlos y así saber su valor exacto. Cosa
curiosa, el obispo viene acompañado del canónigo que carga un jarrón

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chino. Una dama, cuyo nombre se mantiene en reserva, trae un abanico
de fantasía, con el que le mandará mensajes secretos.
El superior de los dominicos asoma con una muñeca de cuerda. Como es
su confesor, seguramente conoce sus perversiones. Con el afán de
completar la colección, los jesuitas traen angelitos y una cornucopia.
Finalmente, entra el alcalde con un reloj despertador.
Jaime Báscones será el encargado de las fotografías, a pesar de las
acusaciones que pesan sobre él, porque se dice que hace retratos que se
manchan y desaparecen. Quizás esa haya sido la intención de contratarlo.
¿Quién sabe lo que el futuro le depare al Sr. Presidente Caamaño? El
reportaje de tan especial evento aparecerá en la Gaceta Ilustrada.
Por pura precaución, uno de sus mejores amigos le ha comprado un
pasaje en La Veloce, que va primero a Panamá y luego a Génova, en
primera clase, como no podía ser de otra manera, aunque el precio está
escandalosamente caro, nada menos que 28 libras esterlinas.

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Graznatúa. Le llevaron medio envuelto en una sábana sucia.
Pantacruel. Su cabeza colgaba bamboleándose con el trote de los
soldados.
Graznatúa. Yo quise acercarme a verle la cara y no me dejaron.
Pantacruel. Yo quise tocarle y me dieron de culatazos.
Graznatúa. Fui tras de ellos hasta el cementerio.
Pantacruel. Me gritaron que desapareciera.
Graznatúa. Escondido por las calles oscuras perseguí a la tropa asqueada
de llevar el cadáver sangrante.
Pantacruel. Quería que se descuidaran y así poder acercarme a él.
Graznatúa. Cuando estaban cavando la tumba, en el sitio en donde
entierran a la gente como nosotros, alcancé a mirarle por unos instantes.
Pantacruel. No le habían cerrado los ojos.
Graznatúa. No le habían cruzado los brazos.
Pantacruel. No habían envuelto su cráneo despedazado.
Graznatúa. No tuvieron misericordia.
Pantacruel. No tuvieron piedad.
Graznatúa. Cuando me vieron, me persiguieron.
Pantacruel. Felizmente conozco las callejuelas y pude perderlos
rápidamente.
Graznatúa. Tuve miedo.
Pantacruel. Mucho miedo.
Graznatúa. Uno de ellos me apuntó con su fusil.
Pantacruel. Y después se puso a reír a carcajadas.

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Graznatúa. Uno de ellos me señaló con el dedo.
Pantacruel. No me quiero morir.
Graznatúa. Todavía.
Pantacruel. No me quiero morir nunca.
Graznatúa. Tienes que prometerme que cuando me toque, me
envolverás en una preciosas colcha de colores, como de esas que teje
doña Carolina y no dejarás que mi cabeza cuelgue bamboleándose en el
vacío.

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Graznatúa y Pantacruel, saltimbanquis saltinbanquos, ladrantúas
cantacrueles, asesinos venidos de lejos, saponificados, reconvertidos al
llegar. Graznatúa con sus grandes ojos y Pantacruel con su pata de palo,
cacatúas dichosas, mostrando sus enormes dientes sonrientes, apenas un
giro de la luna, largo amor dichoso, enorme y fálico puñal de Pantacruel
penetrando, pobre Graznatúa sodomizado sadomasoquizado
sadomaquinizado. Graznatúa y Pantacruel macbetizados, llenos de
sangre virgen, chorreando unas lenguas babas bobas y el espeluznante
hombre manos de tijera que afila los filos en su cuerpo, mientras se
revuelve y se siente... tocada.
Graznacruel y Prantatúa, godoma y somorra, camorra y madona,
meconio y manicomio, se preguntan quién es dios.
Graznacruel: Hay un solo dios verdadero y muchos dioses verederos.
Prantatúa: Tengo en mi la idea de un dios cruelísimo.
Graznacruel: Un dios que te atraviesa el vientre con un puñal...
Prantatúa: ...y existes solo mientras mantiene el puñal dentro de ti.
Graznacruel: Dios mío no retires el puñal que me muero.
Prantatúa: Danos Señor la bofetada de todos los días.
Graznatúa reúne piedras y maderas. Forma una pila y la enciende
mientras Pantacruel comienza dibujar un gigantesco gesto obsceno en el
suelo. Vida: puñal de dios en el vientre ajeno. Momo sapiens, como
sapiens, romo sapiens...
¡Calla, miseria!

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