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David Roadcup invitó a seis estudiantes del último año del Ozark Bible College
(Universidad Bíblica Ozark) a unirse con él en un viaje de discipulado. Eso
sucedió en 1978 y yo era uno de ellos. En esa etapa de mi educación, había
aprendido a como predicar y enseñar, pero mi año con David me enseñó a
amar. Su salón de clases era la vida cotidiana. David nos llevaba a las iglesias
donde hablaba y a los salones de clases donde enseñaba. David también se
aseguró de que aprendiéramos como vivía un hombre de Dios. David, su
esposa, y sus hijos siempre tuvieron abierta la puerta de su hogar.
Para David este tiempo con nosotros era el inicio de un proceso. «Muchachos»
decía él, «espero que los años setenta y ochenta sean espiritualmente nuestras
décadas más productivas». Él no sólo se refería a nuestro crecimiento
espiritual en la universidad, sino también al impacto que tendríamos en los
siguientes cincuenta años.
Han transcurrido más de veinte años desde que David tomó ese primer grupo,
y nunca ha dejado de hacer discípulos. Recientemente, le pregunté cuantos
hombres había discipulado en toda su vida. Me respondió que alrededor de
160.
Sin embargo, una de las más grandes alegrías de David es escuchar que una
persona que él ha discipulado comienza a discipular a otros. Un compañero de
ese primer grupo y yo empezamos una tradición: cada vez que iniciara un
nuevo grupo, llamaría a David para decirle: «¡Hola, abuelo!». Varios años
después, lo llamaba una y otra vez para decirle, «¡hola, bisabuelo!».
Hace casi diez años, era el pastor general de la iglesia cristiana Town and
Country en Topeka, Kansas. En esa ocasión, de los 200 miembros de la iglesia,
invité a seis hombres a formar una relación de discipulado de tres años. Esta
vez me tocaba a mí a hacer la «llamada del abuelo».
Nuestra amistad era tan importante como esas reuniones semanales. Además,
tuve presente las metas a largo plazo del grupo. Oraba pidiendo que todos
esos hombres se convirtieran, dentro de diez años, en ancianos de nuestra
congregación. Por eso, en cada reunión me preguntaba: «¿Esto nos ayuda a
desarrollar discípulos maduros calificados para enseñar a otros?».
Para los discipulados, desarrollé un proceso de tres etapas que duraba tres
años. Esto me ayudó a mantenerme enfocado en la meta.
Año uno: En ese primer año, nos concentramos en los aspectos básicos del
cristianismo: oración, dones espirituales y estudiar los versículos de «los unos
a los otros». Discutimos artículos desafiantes de publicaciones cristianas y,
algunas veces, leemos un libro juntos. Considero que los libros No tengo
tiempo para orar de Bill Hybels y Ponga orden en su mundo interior de Gordon
MacDonald son apropiados para el primer año del discipulado.
Caminamos uno al lado del otro durante las crisis de nuestra vida y familia.
Establecemos metas espirituales y nos responsabilizamos por ellas.
Construimos grandes amistades en Cristo. De hecho, todavía considero a los
hombres de mi primer grupo como mis buenos amigos.
Este proceso comienza a dar fruto al inicio del segundo año, cuando
incorporamos en el grupo las parejas de oración. Incluso para los amigos que
han crecido en confianza y amor mutuo, algunas preocupaciones personales
son muy difíciles de revelar al grupo. Por eso, nos dividimos en parejas y así
concentrarnos en una responsabilidad más íntima.
Las reuniones con las parejas de oración se guían por medio de metas
espirituales. Al inicio del año, nos comprometemos con estas metas, por eso,
las escribimos y las revisamos al menos dos veces al mes. Además, nos
animamos a ser completamente sinceros entre nosotros. Kyle y Dwayne, por
ejemplo, podrían acordar llamarse todas las mañanas para asegurarse de que
el otro empieza el día en oración. O Chris podría llamar a Randy los miércoles
para preguntarle si conversó con su compañero de trabajo acerca de lo que le
molestaba.
Cuando llegamos al cuarto año, es tiempo para que los hombres inicien sus
propias ramas del «árbol del discipulado», para que empiecen a guiar grupos
por su propia cuenta.
En el cuarto año con mi primer grupo, los seis hombres nos dividimos en
parejas, yo también formé un nuevo grupo y así nuestro árbol de discipulado
pasó de tener solo una rama a tener cuatro.
Sin embargo, los chicos me dijeron: «No, vamos a tener una poderosa
respuesta». Y de los treinta y seis candidatos, treinta y cinco dijeron que sí.
Nuestros nuevos treinta y cinco reclutas estarían en sus grupos por dos meses.
Esto los ayudaría a ver lo que involucraba un discipulado, antes de que hicieran
un compromiso a largo plazo. Una vez más, les advertí a los nuevos líderes:
«No se desanimen si algunos miembros de su grupo deciden no continuar con
esto».
Ancianos en el proceso
Tal vez mi respuesta favorita fue las conversaciones que tenía con las esposas
de los hombres que estaban en los grupos de discipulado. Muchas de las
mujeres rebosaban de alegría con el crecimiento espiritual de sus esposos. El
crecimiento era evidente no sólo en el gran involucramiento de estos hombres
en la iglesia, sino también en sus actitudes en casa que eran parecidas a las de
Cristo.
Por eso, cuando me uní al equipo de trabajo de la iglesia presbiteriana St. John
al oeste de Los Angeles en 1984, decidí intentar ser el mentor de un grupo
formado por tres personas. Invité a otros dos hombres a que nos uniéramos en
una relación de crecimiento mutuo.
Título del original: Mentoring that produces mentors Copyright © 2003 por
el autor o por Christianity Today International/Leadership Journal. Usado
con permiso. Traducido y adaptado por DesarrolloCristiano.com, todos
los derechos reservados.