MINISTERIOS Y MINISTERIALIDAD DE LA IGLESIA: El servicio de Pedro
Luis Enrique Ramírez Gutiérrez, C.Ss.R. jueves, 21 de noviembre de 2019 H. KÜNG, “Poder de Pedro y servicio de Pedro”, en La Iglesia, pp. 525-565. PODER DE PEDRO Y SERVICIO DE PEDRO Si ha de tener en absoluto un sentido hablar sobre el servicio (ministerio u oficio) de Pedro, se ha de hablar en todo caso de un servicio de Pedro en la Iglesia y debe entenderse desde la Iglesia y para la Iglesia, y no a la inversa. La teología romana (fundada indirectamente por la 1 Clem, Víctor I y Esteban I, y desarrollada por Dámaso, Siricio, Inocencio I, Bonifacio I, León Magno), junto con la genialidad del derecho romano, la significativa figura de Pedro, el influjo de la Iglesia de la capital del imperio, la mística fuerza de unión y atracción que ejerció Roma y la distinción entre potestad de orden y de jurisdicción que fue presupuesto para sentar la distinción entre la jurisdicción particular de los obispos y la universalidad del obispo de Roma han llevado a una Iglesia unitaria de rígida organización jurídica con un episcopado universal monárquico, tal como fue construido tras la preparación de Nicolás I y Juan VIII en el siglo IX, bajo el impulso de las falsas decretales isidorianas, sobre todo desde la reforma gregoriana, con la mayor energía y tenacidad. Cada vez más se fue deduciendo la realidad de la Iglesia de la potestad del papa, a tal grado que el cardenal Umberto de Silva Candida exigió por primera vez la supremacía absoluta del papa en la Iglesia y su superioridad sobre todo poder laical, lo que llevó a la excomunión contra oriente (a. 1054). Oriente no entendió ni aceptó nunca rectamente la doctrina del primado que se desarrolló en occidente, magistralmente formulada por León I. El concilio de Calcedonia reconoce a Constantinopla los mismos honores que a la sede de la antigua Roma, no obstante, contra ello protestó León I con la mayor viveza. Para el concilio de Calcedonia, el obispo de Roma era el sucesor de Pedro, pero en oriente no se entendió fue la identificación mística de Pedro y el obispo de Roma, por la que pervivía en éste toda la responsabilidad y poder de Pedro, y de ahí se sacaban consecuencias jurídicas fundamentales. La constitución más antigua de la Iglesia (comunión de creyentes e Iglesias) iba encontrando cada vez menos comprensión a medida que pasaba el tiempo en una Roma en que se iba construyendo el edificio del primado romano y del sistema centralista. Pese a que en occidente hubo oposiciones (Ireneo, Polícrates, Cipriano, Firmiliano, teólogos carolingios, canonistas pregregorianos…), la consolidación del poder dentro de la Iglesia prosiguió su marcha, aún a pesar del cautiverio de Aviñón, el cisma de occidente, los concilios de reforma, las definiciones antipapalistas del concilio ecuménico de Constanza. En los comienzos del siglo XVI se inicia una segunda escisión en la Iglesia universal: el cisma entre la Iglesia católica (papal) y las iglesias protestantes (antipapales). Pero hay que reconocer que, gracias a la firmeza del primado romano, la Iglesia ha prestado servicios a las nacientes iglesias en cuestiones culturales y pastorales para su edificación y conservación; así también, como al hecho de no haber caído simplemente en el poder del Estado y mantener su libertad frente al cesaropapismo de los emperadores bizantinos, el particularismo eclesiástico de los príncipes germánicos y el absolutismo estatal en la época moderna. Desde la edad media y pasando por toda la edad moderna, la eclesiología católica oficial fue una eclesiología de apología y reacción: contra el galicanismo y el legalismo francés (de ahí una teología del poder jerárquico y especialmente del papal, y la idea de la Iglesia como reino organizado), contra las teorías conciliares (de ahí el nuevo realce del primado papal), contra el espiritualismo wyclefita y hisita (el carácter eclesial y social del mensaje cristiano), contra los reformadores protestantes (significación objetiva de los sacramentos, importancia de los poderes jerárquicos, del sacerdocio oficial, del episcopado y del primado), contra el jansenismo aliado con el galicanismo (realce especial del magisterio papal), contra el absolutismo estatal de los s. XVIII y XIX y contra el laicismo (la Iglesia como “sociedad perfecta” dotada de todos los derechos y medios). Todo esto condujo muy consecuentemente al primer concilio Vaticano, de signo antigalicano y antiliberal y a su definición del primado e infalibilidad del papa. Pero dicha definición es sólo un aspecto particular de la infalibilidad de la Iglesia. Se debe comprender desde algunas precisiones: 1. La potestad del papa no es absoluta (monárquica), 2. No es arbitraria, 3. Tiene sus límites: el derecho natural y divino, la existencia del episcopado y su ejercicio ordinario en sus respectivas jurisdicciones, el fin del ministerio papal como servicio a la edificación y unidad de la Iglesia y el modo de ejercer su cargo determinado por las necesidades y provecho de la Iglesia. En el Concilio Vaticano II (convocado por un papa que entendió su ministerio como servicio humilde sostenido por el amor y la comprensión para los hombres de hoy), de viva conciencia de la comunidad, colegialidad y servicio, se pueden destacar aspectos que sólo pueden servir a una recta inteligencia del servicio de Pedro: 1. La Iglesia no ha de ser entendida partiendo del servicio de Pedro, sino éste partiendo de la Iglesia; 2. Tampoco el servicio de Pedro es señoría, sino servicio; 3. La Iglesia no es solo la Iglesia universal, sino también, en sentido primigenio, la Iglesia local; 4. En lugar de “cabeza de la Iglesia”, el papa es llamado “pastor de la Iglesia universal”; 5. El obispo no recibe la plenitud de poderes por el nombramiento papal, sino por la consagración episcopal; 6. El papa y los obispos tienen una común responsabilidad en el gobierno de la Iglesia; 7. El sistema centralista debe ser reformado por medidas prácticas. La Iglesia no es nunca para el papa, sino el papa para la Iglesia. Sería inconcebible que llegara un momento en que sólo el papa estuviera en lo cierto y toda la Iglesia en error. Un papa que excomulgara a la Iglesia entera se excomulgaría a sí mismo. Lo mismo que todo fiel cristiano, el obispo de Roma está también obligado a evitar un cisma, pero puede ser él cismático si no mantiene la necesaria comunión y unión con todo el cuerpo de la Iglesia, o intenta excomulgar a toda la Iglesia, o quisiera trastornar todos los usos de la misma asegurados por la tradición apostólica. El servicio de un papa a la Iglesia puede ir tan lejos que se le pueda imponer (o sugerir) la renuncia total y hasta la pérdida de su cargo. Así lo atestiguan numerosos procesos y deposiciones de la edad media, confirmadas por el sínodo romano como elector del papa. El papa puede perder su cargo, además de la muerte y renuncia voluntaria, por enfermedad mental, herejía y cisma. Cuando realmente un papa está para la Iglesia, cuando cumple realmente su misión como servicio abnegado a la Iglesia universal, por su medio se pueden realizar grandes cosas y evitar muchos males. Sin su servicio se hubieran formado divisiones y sectas en gran número, muchas reformas y labores evangélicas no hubieran logrado alcance general o acaso se hubieran encallado. Por su servicio la Iglesia ha logrado mucha libertad externa, independencia y unidad de buena ley. Si la Iglesia católica goza todavía de relativa consideración, sigue unida y fortalecida en la fe y disciplina, débelo principalmente al servicio de Pedro. ¿Qué hubiera sido no sólo la Iglesia católica, sino la cristiandad como tal, de no haber existido en el curso de los siglos este servicio de Pedro? Sin embargo, la cuestión no es sino la existencia de un primado en absoluto, con serias dificultades: ¿Se puede fundamentar el primado de Pedro? ¿Debe perdurar el primado de Pedro? ¿Es el obispo de Roma sucesor del primado petrino? Desde el Vaticano I y la crítica tenemos que: 1. La existencia de un primado petrino. El Vaticano I aprovecha el NT de manera dogmática para justificar el primado petrino de jurisdicción, de una parte, a la promesa del primado hecha a Pedro solo (Jn 1,42; Mt 16,18); y, por otro lado, a la colación de la jurisdicción de pastor y rector supremo de toda la Iglesia hecha a Pedro por el Señor resucitado (Jn 21,15-17). En perspectiva histórica bíblica, se reconoce que Pedro se distinguía entre los doce por cuanto fue el primer testigo de la resurrección; por razón de su primer testimonio pascual, puede ser considerado como piedra o roca de la Iglesia. Destaca su papel en la Iglesia de Jerusalén y en la diáspora cristiana. Pedro fue la fuerza impulsora de la naciente Iglesia en medios judeocristianos y en la evangelización paulina de los gentiles. Las dificultades: ¿hasta qué punto puede tratarse, en lo que se dice sobre el puesto de Pedro en la vida prepascual de Jesús, de reflejos de la importancia pospascual del mismo? Se discuten vivamente estas cuestiones: 1) si su nombre Cephas (=roca) le fue puesto por Jesús mismo o fue puesto en su boca por la comunidad primitiva para autorizar así el puesto de Pedro en ella, por sucesión o revelación pospascual; lo cual depende de cómo se defina la relación de la posible predicación escatológica de Jesús como una posible fundación de la Iglesia; 2) Si la palabra de Mt 16,18s otorga a Pedro una verdadera potestad monárquica y jurídica de régimen sobre la Iglesia universal, o bien sólo de manera general una posición histórica elevada como a primer nivel conocedor y testigo de la resurrección, portavoz y representante e incluso director de los doce (“roca”=creyente o confesor o apóstol; “clavero”=autoridad de régimen o doctrinal o ambas; “atar y desatar”=disciplinaria o de exclusión de la comunidad de poder sobre el reino de Dios o judicial). 2. La pervivencia del primado petrino. El Vaticano I concluye del primado de Pedro la perduración constante del mismo, dada la necesidad para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, por obra y voluntad de Cristo. Históricamente, después de Antioquía, ya no se menciona a Pedro, ni cómo acabó su vida (en Jn 21 se sabía de su martirio), pero nada se sabe de que se nombrara un sucesor. Se alude a dos cuestiones respecto con Santiago: 1) Si Santiago fue simplemente rector de la Iglesia de Jerusalén (local) y siguió subordinado a Pedro como cabeza de la Iglesia universal; o si éste fue relevado por aquel, como rector de la Iglesia universal (véase Hch 12,17, Gál 2,12 y fuentes extracanónicas); 2) Si los textos petrinos quieren expresar el establecimiento único, irrepetible, de una función permanente como comienzo cronológico de la Iglesia o bien como elemento fundamental que la afianza perpetuamente y finalmente si el “clavero” o “pastor” vicario han de ser entendidos como modelo de posteriores regentes o como primer sujeto de poder permanente de gobierno. 3. La perduración del primado petrino en el obispo de Roma. El Vaticano I dirá que todo aquel que sucede a Pedro en esta cátedra (Roma) obtiene, según institución de Cristo, el primado de Pedro sobre la Iglesia universal. En lo histórico, desde el tiempo de León I, la pretensión romana al primado en el gobierno de la Iglesia está sólidamente establecida y claramente formulada. Así, la estancia del Apóstol y el martirio de Pedro en Roma halla su asentimiento en testimonios literarios, como en 1Clem de finales del siglo I, el cual halla su confirmación por otro en Asia Menor a comienzos del siglo II, adRom. Las dificultades aparecen al tratar de comprobar la sucesión de un obispo romano en el (aquí supuesto) primado de Pedro, o al tratar de demostrar la sucesión legítima, de cualquier forma autorizada. Que Pedro mismo (al igual que Pablo) se descarte como fundador de la Iglesia romana, es cosa sin importar en la cuestión. En todo caso, el testimonio de la 1Clem nada sabe de un episcopado monárquico ni en Roma ni en Corinto, de ahí la dificultad de probar cómo pudo tener Pedro un sucesor monárquico. No puede comprobarse el momento o fecha em que, del colegio de epíscopos y presbíteros, se destaca por primera vez un obispo monárquico en Roma. Las noticias sobre sucesores de Pedro son reconstrucciones del siglo II que aprovecharon nombres romanos ya conocidos, por lo que las informaciones sobre la Iglesia romana y sus obispos son muy fragmentarias desde mediados del siglo III hacia atrás. Pero la Iglesia romana (del obispo romano no se habla), frente a la importancia de la tradición apostólica y de las sedes apostólicas en la lucha antiagnóstica, no aparece como sujeto de un primado de derecho, sino por razón de su doble sucesión, como la principal guardiana de la tradición (Pedro y Pablo): al afirmar la fe de ella, de afirma también la de las restantes iglesias. Un hecho notable es que en toda la literatura cristiana de los dos primeros siglos no aparece ni una sola vez Mt 16,18s en todo su tenor literal. Tertuliano lo hace en el siglo II para referirse a Pedro, no a Roma. Por primera vez a mediados del siglo III, Esteban I apela a l primado de Pedro en favor de una mejor tradición. Desde el siglo IV se alega Mt 16,18s como apoyo de un título de primacía. El servicio del primado de un individuo en la Iglesia no va contra la Escritura. Sea lo que fuere de sus fundamentos, nada hay en la Escritura que excluya este servicio de primado. Aquí lo decisivo es la sucesión (o imitación) en el espíritu, en la misión y labor petrina, en el testimonio y ministerio petrinos; no lo es el título o pretensión, no el “derecho” ni la “cadena de sucesión” como tales, sino la ejecución, el ejercicio, la acción, el servicio realizado. Pero no por ello es dejar de lado las discusiones exegéticas e históricas, más bien han de hacerse a buena luz y en recta perspectiva. ¿No se llegó a una perversión del efectiva de funciones en el servicio de Pedro porque ese servicio de Pedro se presentó más y más a los hombres como poder de Pedro? Hubiera sido posible que la Iglesia romana con su obispo se hubiera esforzado por ejercer un primado verdaderamente pastoral en el sentido de responsabilidad espiritual, dirección interna y activa solicitud por el bien de la Iglesia universal, lo que la hubiera capacitado luego para actuar de instancia general de mediación eclesiástica y supremo tribunal de arbitraje; un primado, por ende, de desinteresado servicio de responsabilidad ante el Señor de la Iglesia y de humilde fraternidad para con todos; un primado no en el sentido del imperialismo romano, sino de espíritu de evangelio. Así lo fue en la época preconstantiniana, a excepción de ejemplos como Víctor I, Esteban con los que ya empezó un funesto camino de la dominación espiritual y antievangélica, así como el comienzo de la monopolización romana de los títulos honoríficos. Poco a poco se fueron imponiendo y ampliando las facultades del obispo de Roma a las demás jurisdicciones y así los sucesores del pescador galileo se convirtieron en los príncipes de este mundo con grandes territorios, ricas fuentes financieras y hasta un ejército, legitimado en los siglos VIII-IX con la falsificación de la donación constantiniana, lo que condujo a imponer como anatema cualquier incumplimiento de una decisión papal y el obispo romano se considera, bajo legitimación de las falsas decretales pseudoisidorianas, señor del orbe de la tierra (Nicolás I), pasando, además, por el dictatus papae (Gregorio VII), que condujo, de un servicio de Pedro, a un dominio mundial, consolidándose en el siglo XIII. No obstante, la diferencia con los papas del Vaticano II salta a la vista. La pregunta que se impone formalmente con miras a la perdida unidad de la Iglesia de Cristo y a la rigidez que en muchos sentidos se observa en el seno de la Iglesia católica es ésta: ¿Es posible un retroceso de este primado de dominio (y con ello precisamente un progreso) para volver al antiguo primado de servicio? Se deben considerar tres factores: 1. La experiencia histórica enseña que a tiempos de alto despliegue del poder papal han seguido siempre tiempos de humillación externa y limitación del poder. Tras la soberbia dominación universal de la edad media, la humillación del cautiverio de Aviñón, del gran cisma de occidente y de la época conciliar, después de la era grandiosa del Renacimiento, la enorme pérdida de poder con la reforma protestante, después del despliegue barroco de poder en la contrarreforma, la época de la decadencia con la Ilustración y la revolución… Historia docet. 2. El proceso de secularización del papado es, en conjunto, reversible. En la historia sucedió: empezando con la pérdida del dominio universal de los papas hasta la pérdida de los Estados pontificios; desde el primado de la cultura y el arte, a las ayudas humanitarias y sociales. Esta demolición del poder se refiere a la relación del papado con el poder profano. Este poderío, y con reacción a él, va acompañado de una intensificación del poderío intraeclesiástico, y así tras la pérdida de los Estados de la Iglesia, por efecto del Vaticano I, tuvo lugar una codificación del derecho canónico hecha con espíritu absolutista y una intensificación de centralismo. 3. Es posible una renuncia al poder espiritual (renuncia a un gobierno monárquico, autoritario y condenatorio). Lo que políticamente, aún en política eclesiástica, parece irracional, puede ser imperioso en la Iglesia. Y es harto sorprendente y un gran motivo de esperanza el que esto suceda también en la realidad (véase a Gregorio Magno o a Juan XXIII). ¿Hay un camino hacia atrás, un camino hacia adelante, hacia el primigenio primado de servicio? Solamente lo hay por la voluntaria renuncia al poder, que de hecho se ha ligado a este servicio en una evolución histórica no aproblemática, y que en parte le ha aprovechado, pero en parte también perjudicado. Sin renuncias al poder es tan imposible la unión de las Iglesias cristianas separadas, como una renovación radical de la Iglesia católica según el Evangelio, el mensaje de Jesús en el sermón del monte. En Pablo encontramos que, pese a su autoridad apostólica, comprendió que es “cooperador de gozo” en sus Iglesias, que pertenecen al Señor y son libres en el Espíritu. Restringe su autoridad, exhorta, solicita, provoca la libertad, busca la reconciliación en lugar del castigo… En cuestión de disciplina, renuncia a una resolución autoritaria, cuando pudiera de todo punto tomarla. En cuestiones morales, siempre que no se trate del Señor y su palabra, quiere dejar en libertad a sus Iglesias y no “echarles un lazo al cuello”. Aún en casos en que la resolución es para él de todo punto evidente, evita tomar una medida unilateral y quiere que intervenga la comunidad. No quiere intervenir duramente, teniendo autoridad para hacerlo. El apóstol está siempre dispuesto a renunciar al uso de su poder. Y así emplea su potestad no para destruir, sino para edificar. Sin embargo, parece que ya no se tomó en consideración a Pablo como a Pedro, pero también es dudoso que el Pedro real se reconociera en la imagen que de él se ha hecho. No sólo porque no era ningún príncipe apóstol (o príncipe de los apóstoles); Pedro fue hasta el fin de su vida el pobre pescador, ahora pescador de hombres, que quería servir a imitación de su Señor. Es que, además, por el testimonio unánime de todos los evangelios, tenía otro aspecto, que nos hace ver al hombre que yerra, falla y desfallece al Pedro precisamente tan humano. Es casi escandaloso cómo a cada uno de los tres clásicos textos en pro de la eminencia de Pedro, se añade un contrapunto extraordinariamente agudo, cuyo sombrío y austero sonido casi recubre los tonos de júbilo, y en todo caso, los mantiene en equilibrio. A las tres grandes promesas corresponden tres profundos fallos o tentaciones: 1. Ponerse encima del Señor, “tomar” con gesto de superioridad “aparte” al Maestro, quiere saber mejor que Él cómo había de obrar y proceder: ¡un camino triunfal que pasa de largo la cruz! Contraste con lo que Dios piensa y quiere. Pedro pasa de la confesión al desconocimiento en vez de tomar partido por Dios y le son dirigidas las palabras “¡apártate de mí, Satanás!” (Mt 16,18s; 16,22s). 2. Puesto y dotes especiales, significa responsabilidad especial; pero ello no excluye la prueba y tentación. La fe de Pedro no vacilará; pero tan pronto como piensa, orgullosamente, que su fidelidad es cosa evidente por sí y que su fe es posesión firme inatacable; en cuanto olvida que depende de la oración del Señor y tiene que recibir de nuevo siempre la fe y la fidelidad; tan pronto como se siente seguro de sí y se sobreestima a sí mismo y no pone toda su confianza en el Señor, viene la hora del canto del gallo y la negación (Lc 22,32; 22,34). 3. Al Pedro que tres veces había negado al Señor, se le interroga tres veces sobre el amor y sólo así se le confía el gobierno de la Iglesia. Guarda los corderos y apacienta las ovejas en cuanto sigue a Jesús por amor. Siempre que Pedro desatiende su propia tarea o misión; tan pronto desconoce que otros caminos corren junto al suyo; en cuanto olvida que hay una especial relación con Jesús que no pasa por él, tiene que oír la palabra que deber herirle duramente y lo llama nuevamente al seguimiento de Jesús: “¿A ti qué te importa? ¡Tú sígueme!” (Jn 21,15; 21,20ss) La grandeza de la tentación corresponde a la grandeza de la misión. Más que ningún otro servicio está este remitido, día a día, a la gracia del Señor. Este servicio tiene derecho a esperar mucho de sus hermanos, mucho más de lo que a menudo se le da, y nada le puede ayudar: no servil sumisión, no sentimental divinización, ni devoción sin crítica, sino diaria oración, leal colaboración, crítica constructiva y amor sin ficción. Algo grande es este servicio, si se lo entiende, a la luz de la Escritura, sobriamente y sin sentimentalismos, como lo que debe ser: servicio a la Iglesia universal. Es más que un primado de honor o de jurisdicción, se designa como primado de servicio, como primado pastoral: primatus servitii, privatus ministeriales, primatus pastoralis. Hay esperanza en el futuro que esto sea posible, un servicio petrino con las siguientes notas características: humildad evangélica (renuncia a títulos honoríficos), sencillez evangélica, fraternidad evangélica (renuncia a los absolutismos y apertura a la colegialidad y la comunidad), libertad evangélica (fomento de libertad a las Iglesias y sus servicios pastorales y sus intervenciones en la elección de obispos y del papa, demolición del aparato curial de poder). Por mucho que se pueda afirmar del servicio de Pedro que sigue siendo roca para la Iglesia, su unidad y cohesión, no se puede convertir sin embargo en criterio absoluto para saber dónde está la Iglesia. Por mucho que la tradición se a aún hoy día línea directriz para la Iglesia, su continuidad y su constancia, no se la puede, sin embargo, convertir en línea divisoria, allende la cual no hay ortodoxia, sino solo heterodoxia. Por muy fundamental que sea la Biblia para la Iglesia, su fe y su credo, no se la puede convertir sin embargo en cantera, de la que se saquen piedras no para edificar, sino para tirarlas al tejado del prójimo. Tampoco es lícito aprovecharse de Cristo, el Señor, para hacer de Él bandera de un partido, que corra al asalto de los otros en una misma y única Iglesia. La Biblia como mensaje que ayuda y libera, la tradición incontaminada del primigenio testimonio, el servicio de Pedro como servicio desinteresado a la Iglesia, la libre reunión de los hermanos bajo el Espíritu, todo ello es bueno, cuando no se entiende con exclusivismo, cuando se pone al servicio de Cristo, que es siempre Señor de la Iglesia y de todo lo que la constituye.