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LA MUJER DE LOS CINCO MARIDOS

San Juan Evangelista ―como si buscase el contraste― coloca casi al lado de la entrevista de Jesús con
Nicodemo su conversación con la samaritana. Tras el fariseo cumplidor escrupuloso de la ley, la mujer de vida
azacaneada. Junto al judío «pura sangre», la samaritana de mil sangres y casi hereje. Al lado del sabio indeciso
ante la verdad, la desgarrada pregonera de lo que acaba de descubrir. ¡En verdad que el reino de Dios es una
red en la que cabe todo género de peces! Y hasta parece que Cristo tuviera prisa en enseñar ese universalismo
de su pesca. Tal vez por aquello que Francois Mauriac dice de que «la parte del mensaje cristiano que los
hombres han rechazado con mayor obstinación es la que señala que el valor de la fe es igual en todas las almas
y en todas las razas».

En realidad las dos escenas no fueron seguidas. Si nos atenemos a la cronología de Juan, entre ambas mediaron
varios meses, hasta ocho señalan algunos exegetas. Meses sobre los que poco sabemos salvo que Jesús y sus
discípulos estuvieron bautizando por el sur de Judea y que allí surgieron las tensiones entre los discípulos de
Jesús y los de Juan, de las que tendremos que hablar en otro capítulo.

Lo cierto es que Jesús ―quizá decepcionado por la dureza de una zona tan controlada por los fariseos y sin
querer, por otro lado, un enfrentamiento radical con ellos antes de que la idea de su Reino arraigase entre los
suyos― decidió volver a su Galilea, donde las almas sencillas se abrían más fácilmente a la fe. Y no hizo esta vez
su regreso dando el giro que era habitual en las caravanas, que preferían no pisar en la tierra hereje de Samaría.
Tomó el camino más corto, como si tuviera una cita junto al pozo de Jacob. «Siguió aquella ruta ―escribe
Mauriac― para encontrar un alma, desde luego no menos mancillada ni mejor dispuesta para el bien de la
mayoría; por esta alma, sin embargo, entró en territorio enemigo».

Porque Samaría era realmente territorio enemigo para un judío. Los samaritanos eran una amalgama de los
israelitas que escaparon de las deportaciones sirias del 722 y de los colonos extranjeros, de mil razas, traídos
por los asirios después de haber desvalijado y despoblado Palestina. Siete siglos después, la mezcla de sangres,
de razas y aun de religiones, era total. Los israelitas puros abominan esta mezcla. Y a ello se añade el desprecio
que sienten los que regresan de la cautividad de Babilonia hacia quienes escaparon de ella ocultando su fe. La
nueva Jerusalén contemplará como cismáticos a los samaritanos. Por otra parte, uno de los sacerdotes judíos,
Manases, acosado por Esdras huye y se refugia en Siquem, donde organiza un culto y un sacerdocio
independientes de Jerusalén. Frente al monte Sión levanta otro templo en el monte Garizín, templo en el que,
aun después de la destrucción por Juan Hircano, se seguía, y se sigue aún hoy, celebrando un culto
independiente. La construcción de ese templo señala la ruptura total entre Samaría y el resto de las provincias
judías. Una provincia que no tiene su corazón en Jerusalén no puede formar parte de la comunidad israelita.
Para un verdadero judío, los samaritanos constituían una secta detestable y detestada. Por eso evitaban pisar
sus campos, los cuales, por otro lado, eran el corazón geográfico de Palestina.

Pero Jesús no tiene ese prejuicio y, tras dos jornadas de camino, llega a las proximidades de Sicar. Hay allí un
pozo que, aunque modificado, se conserva aún hoy y constituye una de las reliquias mejor acreditadas de los
tiempos de Jesús. Escribe Lortet:

En Oriente las fuentes y los senderos son puntos de partida segurísimos para las investigaciones históricas y
geográficas. Las fuentes, en efecto, no cambian de lugar, y en estos países cálidos y secos, donde el agua es
siempre rara, la dirección de los caminos está constantemente determinada por la posibilidad de hallar, al fin de
cada etapa, agua abundante para los hombres y para las bestias de transporte.

Hoy el aspecto del lugar ha cambiado mucho. Ya no lo rodean los grandes plátanos de sombra que había en
tiempos de Jesús y de los que aún hablan los peregrinos medievales. Tampoco está ya al aire libre: los
ortodoxos han construido en torno a él una capilla de mediano gusto. Sí se conserva, en cambio, idéntico en lo
fundamental, el pozo de veinticinco metros de profundidad que Jacob excavó en el suelo calcáreo. En su brocal
se notan las estrías abiertas a lo largo de los siglos por las sogas con que se acaba el agua.

El Maestro, cansado

Jesús, dice el evangelista, llegó «cansado». Habían sido dos largas jornada de camino; era el mediodía y el sol
picaba, aun siendo pleno invierno. «Cansado», un adjetivo que no debemos dejar pasar inadvertido. El Mesías,
el Hijo de Dios, estaba aquel día cansado, sudoroso, cubierto de polvo, agotado como cualquier otra criatura
humana. Aquella sombra de los plátanos fue para él, como para los demás, un milagro del Padre. Y se quedó a
descansar mientras los suyos iban a buscar comida a la vecina ciudad.

¿A descansar? No. Por el camino llegaba una mujer que era para él comida más importante que la que sus
discípulos iban a comprar. Era una mujer aún joven, llena de vida y atractivo, una mujer inteligente y «de
arrastre», como los hechos posteriores habían de indicar. ¿Por qué venía a este pozo en las afueras ce ciudad
teniendo, como sin duda tenía, otras fuentes más cerca? Algunos exegetas nos dicen que aquella agua de Jacob
era mejor y más fresca. Pero no hace falta mucha imaginación para entender que aquella mujer ―luego
sabremos de su vida― tenía muchas razones para no querer mezclarse con mujeres en la fuente pública.
Prefería el cansancio de medio kilómetro con el cántaro a cuestas que la vergüenza de las sonrisas irónicas.

«Dame de beber», le dijo Jesús cuando ella llegó a la altura del pozo. La mujer le miró desconcertada. Jesús
acababa de cometer dos graves faltas, y aún cometería una tercera, a los ojos de cualquier escriba de Jerusalén:
dirigir la palabra a una mujer; hablar a una samaritana; y conversar con una mujer de temas reli giosos. «Mejor
es entregar la ley a las llamas que enseñársela a una mujer», había escrito un rabino de la época. Pero Jesús
―hablaremos en otro capítulo de sus relaciones con las mujeres― es un especialista en derribar fronteras.

Tampoco la mujer se paró en barras. No era precisamente tímida. Contempló a Jesús y, aparte de que su acento
mostraba que no era samaritano, le bastó ver las franjas de su vestido para darse cuenta de que era judío. Y le
contestó, tuteándole, casi con impertinencia: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy mujer y
samaritana?».

Jesús debió de sonreír. Y, sin contestar a la pregunta de la mujer, actuando como un psicólogo excepcional,
decidió desbordarla con su respuesta: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le
pedirías a él y él te daría a ti agua viva».

El tono de Jesús conmovió a la mujer. Comprendió que aquel hombre no bromeaba ni se pavoneaba. Por eso,
dejó de tutearlo y empezó a llamarlo «Señor». Pero no entiende a qué agua se refiere Jesús. Para un judío de la
época, «agua viva» era el agua corriente, el agua de río en contraposición a la estancada de los pozos. ¿De
dónde iba a sacar aquel peregrino agua de río en aquella paramera? ¿Qué agua prometía, si ni siquiera tenía el
saquito de cuero con una cuerda que los viajeros solían llevar en aquella época para casos como éste? Así se lo
dijo. «Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, te viene ese agua viva?». Luego
la ironía subió a sus labios. Y aún añadió una gota de orgullo despectivo. Los samaritanos se consideraban los
verdaderos descendientes de Jacob. ¡Y aquel judío presumía de un agua que ni Jacob encontró en aquella
tierra! «¿Acaso ―dice― eres tú más grande que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo y del que bebió él,
sus hijos y sus rebaños?».

Ahora Jesús se decide a atacar a fondo a aquella alma que la misma ironía ha entreabierto: «Quien bebe de
esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá jamás sed, porque el agua
que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna».
La mujer debió de mirarle aún más desconcertada. ¿Qué absurdo era lo que estaba diciendo? ¿Qué agua era
esa que jamás se acababa? ¿Y cómo esa fuente podía nacer en el interior de uno de manera que nunca más
tuviera sed? Pudo pensar que el extraño estaba gastándole una broma con su imposible promesa, pero el tono
del hombre le había impresionado demasiado como para considerarlo un bromista. Por otro lado, ¿y si aquel
absurdo fuera verdad?, ¿y si pudiera existir un agua que, bebida una vez, saciara para siempre? Por un
momento soñó la maravilla de no tener que hacer todos los días esta larga caminata hasta la fuente, cargada
con sus cántaros. Y se volvió, suplicante, al extraño: «Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni
tenga que venir aquí a sacarla».

«Llama a tu marido»

Jesús ahora debió de mirarla un tanto decepcionado. Era una mujer inteligente, ¿cómo es que no entendía que
él estaba hablando de otro tipo de agua? ¿O acaso lo entendía y se defendía de algo demasiado grande
pidiendo frívolamente un agua que hiciera innecesario su trabajo? ¿Aquella especie de cerrazón inge nua a lo
espiritual era signo de un alma encadenada a la materia?

Jesús se decide a llegar al fondo. Cambia de táctica: abandona las imágenes y ataca a la conciencia de la mujer.
En un giro brusco de la conversación, dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá». Era como sacudirla por las
solapas. Y ella recibió el impacto. Confusa, sonrojada, buscó una respuesta ambigua y evasiva: «No tengo
marido». Podía haber respondido: ¿Quién te manda a ti meterte en mi vida? ¿A qué viene esa pregunta? Pero
el golpe había sido demasiado fuerte. Y prefirió una frase que lo mismo podía decir: «No estoy casada», que:
«No te metas en mi vida privada».

Pero Jesús ha decidido llevar su ataque hasta el final. Sonríe, pone en sus labios una punta de ironía y responde:
«Bien dices: no tengo marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido».

La flecha ha dado en el blanco. No podemos suponer que una mujer joven hu biera quedado viuda cinco veces.
Todo hace pensar que era una mujer a la vez seductora y tornadiza. Conquistaba a los hombres igual que los
abandonaba. Más de una vez ha sido repudiada por adulterio. Y por cinco veces ha encontrado a quienes se
sintieran felices de caer en sus redes. Finalmente, ya es demasiado conocida en la región para encontrar quien
la acepte por esposa.

Y sin embargo... Sin embargo es evidente que esa vida licenciosa no ha corrompido su corazón. Ante el duro
ataque de Jesús no se rebela. Mucho menos aún trata de mentir. Confiesa sinceramente su vergüenza. Se
entrega, atada de pies y manos, al desconocido: «Señor, veo que eres un profeta».

Pero aún hay más. Con esa lógica ilógica tan propia de las mujeres, su conversación gira ciento ochenta grados.
Jesús ha puesto su alma al desnudo señalando su llaga y pronto vemos que su alma, tan baqueteada, está llena
de inquietudes religiosas. En las manos de Jesús ha vuelto a ser la niña que era y comienza a hacer preguntas de
niña. Propone problemas de catecismo, espinas que tiene clavadas dentro y que nadie ha resuelto. Señala el
monte Garizín que les contempla y pregunta: «Nuestros padres adoraron en este monte; vosotros decís que es
en Jerusalén donde hay que adorar».

Jesús ahora, ante aquel alma abierta, ya no vacila y contesta sin rodeos; muestra ante esta pobre pecadora la
aurora de los nuevos tiempos. En ellos nada significará la rivalidad entre aquellas dos montañas. Está naciendo
una religión más honda y pura. Llega el tiempo en que no habrá lugares encadenados a la presen cia de Dios
porque Dios estará en todos los corazones de los que le amen. El verdadero templo estará en el espíritu y en la
verdad, será Cristo el único enlace con la divinidad.

La mujer, ahora sí, intuye el sentido más profundo de esta respuesta: «Yo sé ―dice― que el Mesías está a
punto de venir y que, cuando venga, él nos lo explicará todo». ¿Acaso intuye que el Mesías es precisamente
este judío polvoriento que habla con ella? ¿Está provocándole para que confiese todo lo que es? ¿Ha llegado
esta mujer a comprender lo que no se atreven ni a sospechar muchos de los que siguen a Jesús?

Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que, por primera vez, Jesús confiesa ante esta mujer lo que oculta ante las
turbas: «El Mesías soy yo, el que habla contigo». Si ante otros no usa este título es porque teme que se desvíe
hacia fines políticos. Para esta mujer el Mesías es mucho más que un guerrero: es el que vendrá a explicárnoslo
todo. Por eso ―escribe Mauriac― «para hacer entrega del secreto que aún no ha revelado a nadie, Jesús
escoge a aquella mujer que tuvo cinco maridos y hoy tiene un amante».

La otra comida

Apenas Jesús ha abierto su verdad ante aquella mujer, regresan los que fueron a comprar alimentos. Y ―como
aún están en la otra orilla del evangelio― no entienden que Jesús esté hablando con una mujer. Y no porque
vieran en ello algo impuro, sino algo indigno de un rabí. Pero ―comenta curiosamente el evangelista― «nadie
se atrevió a preguntarle por qué hablaba con ella». Era aquella mezcla de respeto y temor que hacia él sentían.

Le tendieron, en cambio, sus alimentos recién comprados. Y aún creció su maravilla cuando Jesús les respondió:
«Yo tengo una comida que vosotros no conocéis». Y ellos ―¿por qué, Dios santo, tendrá que rodear siempre a
Cristo la cortedad de inteligencia? ― se miraron unos a otros desconcertados, preguntándose, dentro de sí, qué
comida le habría traído aquella mujer. Olvidaban que «no sólo de pan vive el hombre» y que la comida de Cristo
«era cumplir la voluntad del que le había enviado». Por eso no podían ni sospechar que Jesús se sintiera sufi -
cientemente saciado con la alegría de aquella mujer iluminada que, a aquella misma hora, corría hacia la ciudad
voceando su gozo.

Sí, porque se había convertido de repente en apóstol. Los discípulos de Jesús no lo eran aún. Necesitarían el
gozo de la resurrección para convertirse en pregoneros, para «no poder no hablar». Pedro, Juan, Andrés...
necesitarían la llamarada del Espíritu en Pentecostés para perder su miedo y salir a las calles gritando que Jesús
era el Mesías. Esta samaritana ―mujer y pecadora― no necesita tanto. Sin milagros, sin resurrecciones, se
siente invadida por un nuevo coraje. Su vergüenza, su mismo pecado, han vaciado su alma de muchos de los
obstáculos que hacen aún «prudentes» y desconfiados a los apóstoles. Deja caer el miedo como quien pierde
un manto a la carrera y se dedica a vocear su descubrimiento: ha venido un profeta que ha iluminado y
limpiado su alma.

Las mujeres temen no tener sitio en el evangelio. Los pecadores creen que pueden entrar en él, pero por la
puerta trasera. Y he aquí que una extranjera adúltera toma la delantera a Pedro y Andrés como pregonera y es
evangelista antes que Mateo y Juan.

Y su anuncio es asombrosamente eficaz. Los samaritanos la miraban desconfiados al principio: «¿Qué nueva
locura le ha dado a esta mujer?». Pero, aunque sólo fuera para reírse, la escucharon. Y les impresionó.

Un pecador anunciando la llegada del Reino impresiona siempre. Que prediquen los buenos nos parece que cae
dentro de lo normal y consabido. Es, pensamos, su oficio. Pero el convertido que ayer estuvo en el lodo que
mancha aún nuestras manos y que, de pronto, deja atrás sus cadenas y se convierte en pregonero de pureza,
nos parece que puede equivocarse, aunque rara vez tememos que sea un hipócrita. El recién convertido tiene,
además, el sabor de lo fresco y lo nuevo; sus palabras no huelen a rutina, no llegan «con rebajas». La
desmesura de su entusiasmo las torna verdaderas.

Por eso los samaritanos escucharon a esta extraña mensajera. Y como todos ellos llevaban dentro ―igual que
ella― la espina de una gran esperanza, pensaron que, a lo mejor, aquella loca tenía razón. Y pidieron a Jesús
que se quedase entre ellos. Y el amor derribó todas las fronteras. De pronto, todos se olvidaron de que eran
samaritanos y de que él era judío. Los prejuicios, los odios de generaciones, se fueron como arrastrados por el
viento. Si a cualquiera de ellos le hubieran contado esto ocho días antes, habría respondido que era imposible.
La reconciliación parece siempre una montaña infinita, casi imposible de escalar. Tal vez ―pensamos― pueda
surgir con trabajo de años, de siglos. Los odios de generaciones, decimos, sólo los borra un amor de
generaciones.

Y no es verdad: basta un segundo de amor para que la fraternidad brote repentina, porque es una fuente que
corre subterránea, casi a ras de tierra. Basta un pequeño esfuerzo para que el agua salte, como un surtidor.

Así brotó en Samaría. Y donde hubo fraternidad, hubo milagros; y donde hubo milagros, aumentó la fraternidad
y con ella la fe. Y los apóstoles, que creían que la labor de sembrar, cultivar y segar el reino de Dios era una
tarea dificilísima (tan difícil que sólo «ellos» iban a poder hacerla), vieron con asombro que aquella des-
venturada era capaz de roturar ese Reino con un solo estallido de entusiasmo y fe. Misteriosamente, no
sintieron envidia hacia ella. Sintieron, por el contrario, una misteriosa alegría al ver que el reino de Dios no
entraba por sus ilustrísimas manos, sino por la puerta trasera de aquella mujer loca de los cinco maridos.

P. José Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, Salamanca, Sígueme, 2013, pp. 351-356.

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