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"HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO"

Y ahora el ladrón dice unas palabras nuevamente asombrosas: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Lc 23, 43). O, si
nos atenemos al texto griego: «Acuérdate de mí cuando llegues a la gloria de tu realeza».
No se sabe qué admirar más: si la sencillez de sus palabras, si su ausencia de ambiciones, o si su vertiginosa fe. Los apóstoles
Santiago y Juan habían pedido, casi exigido, los primeros puestos en el reino. Este ladrón pide simplemente un recuerdo.
Luego el corazón dirá a Jesús lo que debe hacer con su compañero de muerte. ¡Y la tremenda fe que le empuja a creer, sin la
menor vacilación, que este moribundo acabará triunfando! Bossuet se extasía ante esta fe del buen ladrón: «Un moribundo
ve a Jesús moribundo y le pide la vida; un crucificado ve a Jesús crucificado y le habla de su reino; sus ojos no perciben sino
cruces, pero su fe se representa un trono».
Pero, además, un trono absolutamente trascendente. En este ladrón no hay confusiones. No espera otro reino ni otra realeza
sino los que haya al otro lado de la muerte. No pide restauraciones triunfales de este mundo como los apóstoles; no aclama
a Cristo vencedor aquí abajo cual los entusiastas del pasado domingo. Sabe que los dos van a morir. Y está seguro, sin
embargo, de que hay un reino que les espera. Como escribe Ralph Gorman, «esta profesión de fe del buen ladrón es uno de
los hechos más extraordinarios guardados por la historia. Es difícil imaginarse algo tan inverosímil. Y, sin embargo, real».
Las sorprendentes palabras de este hombre forzarán a Jesús a responder. No lo ha hecho cuando el otro ladrón le insultaba.
Pero ahora no puede callarse. El buen ladrón ha dirigido bien su flecha. «En verdad te digo ―le responde― que hoy mismo
estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). La respuesta no puede estar más preñada de contenidos. Se abre con un «en
verdad te digo» que, para un judío, tenía todo el sentido de un juramento, de una solemne promesa. Y luego ofrece al ladrón
mucho más de lo que pedía. Bossuet subraya la respuesta con tres admiraciones: «Hoy, ¡qué prontitud! Conmigo, ¡qué
compañía! En el paraíso ¡qué descanso!».
Si había fe en las palabras del ladrón, hay una soberana serenidad en la respuesta de Cristo, una seguridad que nos abre
entero el misterio de la encarnación. ¿Cómo, si no, este agonizante, que nada tiene, que ha fracasado aparatosamente, puede
tener esa seguridad para prometer no sólo algo, sino el mismo paraíso?
En rigor, Cristo en este momento no hacía otra cosa que cumplir promesas hechas mucho antes: «A quien me confiese ante
los hombres, le confesaré yo ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10, 32). Como comenta Journet: «Quien ame a Jesús
en el tiempo, será amado por él en la eternidad».
Ahora las cumplía, aunque aún en esperanza. «Estarás», dice en tiempo futuro. Hay que pasar aún unas horas atroces en el
tormento. Pero ese futuro es ya casi un presente; es, en cierto modo, ya un presente. Esa es la dialéctica de la esperanza:
que empieza a hacer presente lo que aún es futuro, que puebla de claridades la noche del dolor, aunque sin amortiguarlo.
Tenía razón Léon Bloy al escribir: «Cuando se es pobre y se está crucificado no se entra en el paraíso mañana, ni pasado
mañana, ni dentro de diez años, se entra hoy mismo».
En rigor, el verdadero premio que Jesús promete al buen ladrón no está en la palabra «paraíso», sino en la palabra «conmigo».
Porque estar con Cristo es exactamente estar ya en el paraíso. Como dice santo Tomás: «El buen ladrón, en cuanto a
recompensa, puede decir que ya está en el paraíso, porque ya ha empezado a disfrutar de la divinidad de Cristo».
EL MUNDO GIRA
No entenderemos el sentido de este diálogo si reducimos la salvación del buen ladrón a una anécdota. En este momento se
realiza aquel «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). En la cruz se inaugura una nueva tabla de valores tantas
veces anunciada por Cristo en sus parábolas: el pobre Lázaro será llevado al cielo entre ángeles, mientras el rico descenderá
al infierno con sus lujosos vestidos. Ahora el primer salvado es un bandolero, Cristo concede su intimidad a un fuera de la
ley, un criminal está entre los primeros elegidos de la Iglesia gloriosa.
Todo gira: empiezan a existir sufrimientos benditos y la otra cara de la cruz puede ser el paraíso. Después de este día los
dolores siguen siendo dolores, pero ya sabemos que, si quiebran el cuerpo en dos, no ahogan forzosamente el grito del alma.
Y en todo caso, empieza a ser verdad lo que más tarde precisaría san Pablo: «Yo estimo que los sufrimientos del tiempo
presente no tienen proporción con la gloria futura que se revelará en nosotros» (Rom 8, 18).
En la cruz se inauguran las nuevas medidas de las cosas: Judas, uno de los Doce, se pierde; y Magdalena, la pecadora, se salva.
El sumo sacerdote, que lleva años examinando a Cristo y su doctrina, no reconoce en él al Hijo de Dios; y el centurión, sólo
con verle morir, descubre todo. Un ladrón muere blasfemando y el otro entra directamente en el paraíso. La verdad triunfa
sobre las apariencias, el corazón importa más que los gestos, una nueva luz escruta las entrañas de los hombres. Ahora
entendemos aquella frase misteriosa que encontramos en los comienzos del evangelio: «Jesús sabía lo que hay en el hombre»
(Jn 2, 25).
Y en aquel buen ladrón, de quien desconocemos hasta el nombre, había algo que salva: apertura de corazón, humildad, fe.
Más breve: amor.
P. José Luis Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca, 2013, pp. 951-952.

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