Ser educador no es sólo un rol profesional, es un servicio social y cultural que
trasciende el acto de la enseñanza. La función del educador es una tarea comprometedora, es un compromiso con la arquitectura moral y espiritual de todo un país.
Educar niños es una acción de apostolado y evangelio, un buen educador forja
personalidades honestas y críticas, va pincelando en los corazones la nobleza y la solidaridad.
Un buen docente apuesta por las libertades de la creatividad de sus discípulos, pero sobre todo escribe sin errores ortográficos un destino feliz y posible para ellos.
Un buen educador derrota la deserción escolar, minimiza los altos índices de la
delincuencia juvenil y gesta individuos emprendedores y exitosos. El educador ideal no sólo informa sino que forma, no sólo trasmite información sino que genera conocimientos y su pertinencia vivencial.
Un buen educador suma afectos y resta exclusión, multiplica la alegría y divide en
colectivo la responsabilidad.
En esta semana del educador, revisemos nuestra base vocacional y renovemos
nuestro juramento pedagógico:
No educamos cuando castigamos...sino cuando apuntamos a la
responsabilidad. No educamos cuando construimos muros afectivos...sino cuando somos pedagogos en comunión. No educamos cuando imponemos verdades...sino cuando enseñamos a buscarlas. No educamos cuando obligamos el cumplimiento de las leyes...sino cuando ejercitamos las virtudes ciudadanas. No educamos cuando imponemos condiciones...sino cuando somos parteros de convicciones. No educamos sólo para el cerebro... Sino que educamos cuando tatuamos el cerebro desde la sensibilidad del corazón. No educamos teorizando el amor...educamos desde la pedagogía del amor. No educamos para traumatizar a nuestros niños....educamos para dejar huellas imborrables con sentido humano.
Seamos los emprendedores de una educación basada en la ternura para cultivar la
paz, la unión y el progreso en el corazón de esta generación haciéndola responsable de la trasformación social necesaria para gestar el bien común.