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DERROTAR AL MITO: LA SOBERANíA


DE LOS DERECHOS HUMANOS

Rafael Estrada Michel

Tiemblo por un país en el que, como en Espolia, no eXISten


otras barreras que preserven fa propiedad privada que lajus-
lic/a de la asamblea legislativa poseedora del poder supremo.
Lord Wellington, 18 ¡ 2

A ciertos países -acaso afortunados, vistas las cosas con la perspectiva que sólo las dé-
cadas proporcionan~ les faltó para entrar de lleno en la "modernidad" un documento que
pudiese [ungir, a un tiempo, corno "mito unificador" I y como pretexto para el entierro
del "Antiguo Régimen". En otras latitudes, en cambio, se aprendió tempranamente a
explotar los beneficios retóricos que la letra de algunos escritos fundacionales ofrece, sin
importar que las verdaderas intenciones de sus redactores se hallaran, en la realidad,
muy lejos de la búsqueda de los objetivos que el futuro (y la Historia Oficial, que gracias
a esta operación adquirió el derecho de escribirse con mayúsculas iniciales, como quería
Raymond Aron 2) les adjudicaría: se trata de "objetivos" que pueden ir desde la mejora
de la estructura territorial de una unidad política hasta el desarrollo de las fOffiIDS de
producción en un sentido determinado o la protección de ciertos "Derechos Humanos"
que la posteridad considerará impostergables. En todo caso, estamos frente al pernicioso
fenómeno consistente en analizar el pasado a partir de categorías conceptuales propias
del presente. Surgen epítetos como "visionario" o "precursor" y se pierde irremediable-
mente la posibilidad de comprender lo pretérito, pues con facilidad se olvida que la men-
tira no por resultar estética o agradable es menos falsa.
Si consideramos que la comprensión histórica de los Derechos Humanos se traduce
frecuentemente en más y mejores posibilidades para su defensa ex hic el mm e, resultará
dificil no valorar la importancia que para el estudioso reviste mantener una posición
desmitificadora al enfrentarse a ciertos documentos consagrados por el discurso oficial y
que, precisamente por su carácter mítico, han obligado a cada generación a intentar nue-
vas lecturas, frecuentemente con resultados pobres. Es lógico: las estructuras mentales
resienten el paso de las fuerzas del mito, paso que opera, ínexorablemente y en la mayo-

I Se)!uimos. en t:sto, la conccptuall¿il{'¡ón que ulili7a el prote~or Charles llale en su libro 1.a5 rf{/ns(omwr/ol/('I del librralimlo
en kf,:xicu, (Vuelta, Me,\lCo. I<)()S)
? En su Introducción a El po!írico y d cicfltijico dt: \1a\ Webcr(Alian:-,a ·~dit()rial. Madrid, 1996}

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ría de los casos, desde la más tierna infancia, propiciándose que no baste con tener huena
voluntad para combatir la mentira. Se requiere de una sólida [annación que permita, ante
todo, mantener una apertura de espíritu tal que permita acercarse, sin prejuicios, a los
textos que contienen los "mitos fundantes expansivos" de los que hemos venido hablan-
do. Pienso que la construcción de apertura espiritual semejante constituye el nodo de la
tarea del profesor de Teoría política y de Historia jurídica.
Puestos a la labor, podríamos comenzar por Inglaterra. Pareciera que no tiene
sentido, en la actualidad y tras la contundente afirmación de Carl Schmitt en el sentido
de que no es sino un documento "típicamente feudal',J, hacer mayor hincapié en la
Carta Magna de 1215. Pero es necesario señalar, si se nos permite, que se trata del
mito unificador por antonomasia, del que tiene una mayor prosapia y del que parece
gozar de una mejor salud. Ni el lnstrument 01 Government de Cromwell ni el Bill 01
Rights que siguió al inquieto siglo XVII parecen haber tenido tanta influencia en la
conformación el espíritu británico, el mismo que pennite a los ingleses acercarse al
pensamiento igualitarista sin asumirlo plenamente (el caso de 10hn Locke no por pro-
totípico resulta menos ilustrativo que otros) y defender la vigencia de ciertos derechos
que se consideran "fundamentales" sin perjuicio de emprender audaces e irresponsa-
bles aventuras colonialistas que poco o nada han tenido que ver con una sana concep-
ción de los Derechos Humanos. Y es que la Magna Charta -deformaciones y malas
interpretaciones aparte- envió y sigue enviando un mensaje muy claro a los súbditos
de su Majestad (y sólo a ellos): el mensaje de que en Inglaterra, como sugiere el profe-
sor Fioravanti, es "evidente la existencia de una comunidad política compleja y articu-
lada en sí misma, pero también sustancialmente unida, que es capaz de asegurar a cada
uno su propio puesto y función porque posee una ley fundamental, una ley del país 4 ,
que atribuye y mantiene de manera segura esos puestos y esas funciones"s. El Rey
nada puede -nada es~ sin la comunidad política -barones, magnates, englishmen-.
Requiere el Monarca del concilium regni (más tarde no será sino King in Parliament).
Con ello queda garantizada la lex terrae, que es tanto como decir el derecho de los
ingleses. Y es aquí donde el mensaje constitucional -esto es, universal- de la Carta
Magna termina reducido a mito. A sus redactores les tenían muy sin cuidado la huma-
nidad, la civilización Occidental y los avances de la libertad del hombre. Es el barón
(y el varón) inglés lo que cuenta. Está renaciendo la noción -por lo demás, tan perni-
ciosa para los derechos fundamentales- de ciudadanía.
La categorización nútica de los documentos "constitucionales" fue exportada por
Inglaterra a todos los puntos del Globo, contando Con singular éxito en el caso de sus
antiguas colonias de Norteamérica. La Declaración de Independencia del año 1776 ha
sido vista con demasiada frecuencia como un "canto a la igualdad" de lo cual tiene más
bien poco. Aquello de que "all men are created equal" no era nuevo ni propiamente

3 Cfr. Teoría de la Comlitucíón, (Alianza editorial, Madrid, 1996).


4 Vid. el celebre capitulo 39 de la Carta.
S F10RAVANT1, Maurizio. Constitución: de la antigüedad a nuestros dios, traducción de Manuel MARTINEZ NElRA, (Trotta,
Madrid. 20001), p. 48

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angloamericano: Locke, desde una perspectiva no igualitarista, lo había afirmado antc.'{'.


La utilización de los verbos en pasado perfecto nos da idea de que Thomas Jefferson, el
autor del documento, se halla más cercano a la tesis tomista de la servidumbre natural
vencible que al igualitarismo liberal sin ambages. Y aun el comprender a la igualdad
jeffersoniana como una igualdad de carácter exclusivamente político (esto es, como
proclamación de la debida ausencia de privilegios sociales) resulta insuficiente a la hora
de explicar el mantenimiento de la esclavitud en la nueva nación. La verdad es que el
"padre de la igualdad" no era un igualitarista, sino un hombre que, opuesto a 10 que
García-Pelayo llamó "la constitución estamental"', parecía conforme con la realidad
aristocrático-agraria de los Estados Unidos, que era una realidad en la que campeaban
las desigualdades sociales. No se olvide que la causa fundamental de la Independencia
angloamericana fue el desconocimiento británico de la representación que como a En-
glishmen les correspondía a los colonos en asuntos tan sensibles como la imposición de
impuestos R• Todos los hombres han sido creados Iguales, pero sólo algunos -los miem-
bros efectivos del reino, de la comunidad- mantienen tal calidad a 10 largo del desenvol-
vimiento de la sociedad política. No existe, pues, motivo alguno para acahar
constitucionalmente con el Aneien R¿gime.
El pensamiento de Jefferson resulta particulalmente claro en materia de educación,
a la que no contempla como un derecho general sino como un instrumento para la for-
mación de los varones que han de fungir como defensores del sistema, mismos que de-
ben ser educados solamente "hasta cierto punto"!). Las personas deben ser educadas en
relación directa con la vida que han de llevar y con la función que han de desempeñar,
de forma tal que debe distinguirse entre la fonnación de un trabajador y la que cones-
ponde a un terrateniente o a un profesional.
Todavía más: Jefferson omite referirse a la propiedad como derecho. ¿Argumento
antiesclavista? No, no 10 necesitaba, pues hubiese bastado con prohibir la trata de escla-
vos para que paulatinamente la lacra de la esclavitud fuese desapareciendo. Además, si
las colonias del Sur hubiesen visto en la omisión un peligro para sus posiciones esclavis-
tas no se habrían adherido a la Declaración. ¿Antecedente de un agrarismo a 10 Emiliano
Zapata? Tampoco: Jefferson valoraba a la propiedad como derecho positivo e importan-
te. En su concepto, la propiedad es civilizadora y estimulante, por lo que propone hacer-
la llegar a los indios. A lo que sí se opone, en la mejor de las líneas de pensamiento
ilustradas. es al mayorazgo y a la vinculación de tienas. "No hay derecho natural a un

(¡ Dc hecho. la ~upe¡aciún del stalus ',"l/luTae e, en Loó,e la superación de 1<1 peligrosa Si\U¡Kiúll de 19uakl<ld entre toda, la,
cri;¡turas Illlmall;¡~. (fr. LOCKE, JoIUl, Ensaro sobre el gobierno dril traducción de Amando I.ÁZARO Rio:-;. (Aguilar, .\la-
drid. 1<)90), en espceial pp. 155-162. correspo1ll.1icntcs JI Capítulo 9
7 Crr. GAR{ i,\-PFLAYO, Manuel. ··La {·Ollstítuci(u] estall1cnt<ll" en Rerista de Estudios PI/liricos. no. 44. (Instituto de ESluc!ios
Políticos. Madrid. llJarLo-3hril 194'i), pp. 105-123.
:-; Vid. J--[O){AVO\N·¡t. :>'lauri¿io, Los ¡{er.:"Chos !ulldalnt"lIwles ./¡plIlI{('S de historia de las constituciones. traduccIón de M¡mucl
JI, lA){l í:-'t· ¿ ;-';I::IRA (Trotta. ;l..1adrid, I 99{1 l. en especial el utiJismlO comparativo entrc las revoluciones norteamericana y fran-
ct'~a cn la~ pp. 7R-79. (ji·. tamh¡én. del mi~mo Jutor, Constiruciofl ... p. 105. Con todo. no desconocemos la ambivalencia
del lusIOricis1llo de JcllCr50n, relaCllln¡¡dn sobre lodo con su posición n·ente a la rcfomJa constituCIonal que se basaba en el
ax:ioma ··the earth bclongs 10 lhe living·'. Vid. ZAGR(::flELSKY, Gus¡avo, llistoria y Conslitución, traducción y prólogo de
Migurd CARJ30NELL, (Minima Trolta, Madrid, 2005), pp 41-42.
9 Resulta claritícadora, en este pUlltO. la lectura del proyecto educativo que Jefferson presentó a la legislatura dc
Virginia en 1814.

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solo acre de tierra", sostiene, y defiende 10 que el Código Napoleón consideraría poco
después como "herencia legítima". El argumento a favor de la propiedad es pragmático,
como en el caso de sus contemporáneos ilustrados de todas partes del mundo: "Sólo una
propiedad cierta y segura -dirá el español Gaspar Melchor de Jovellanos- puede inspirar
IO
aquél vivo interés sin el cual jamás se mejoran ventajosamente las suertes .. • La omisión
del derecho de propiedad en el texto mítico de 1776 debe verse, pues, corno un alegato
práctico en contra de la amortización y no como una superación de la tradicional visión
individualista de corte liberal.
Corno proclama de libertad, el instrumento legitimador de 1776 es inconsecuente. No
es tampoco un documento democrático, pues se detiene al momento de resolver la gran
paradoja: la de su posición frente a la esclavitud. Y es que con la Declaración no se busca-
ba la igualdad entre los hombres, sino la legitimación ideológica de la rebelión indepen-
dentista a la vista de la Europa continental. Lo curioso es que servirá de referente, dado su
carácter expansivo, para las luchas reformistas estadounidenses de los siglos XIX y XX: los
colectivos negros y feministas no dudarán en apelar a ella y cuando sobreviene la verdade-
ra "Revolución" (con el triunfo abolicionista en la Guerra Civil) se mantiene el prestigio
del texto, que aún será invocado en la lucha por los derechos civiles de los 1960s. ¡Y sin
ser W1 documento igualitarista ni decisivo en la lucha por los Derechos Humanos!
Otro tanto puede decirse del Sil! o! Rights de 1791, que trajo consigo las primeras
diez enmiendas a la Constitución federal angloamericana de 1787. Mucho menos avan-
zada que algunas de las Cartas de Derechos de los Estados federados (destaca, al respec-
to, la de Virginia de 1776) el Bill tuvo la virtud de constituirse en un cuerpo común
mínimo, exigible a todos los Estados, incluyendo a los esclavistas. Contando con su
encomiable obsesión por la protección de la seguridad del ciudadano frente al Estado y
con la ventaja de que no se trata de una lista cerrada (la enmienda 9u pennite la apertura
hacia nuevos derechos), el documento no entiende a los derechos procesales como ex-
tendidos a todo ser humano y, por tanto, los priva de la categoría suficiente para ser
considerados "Derechos Humanos". Comparte con la Declaración de Independencia el
prestigio mixtificador y la falta de pasión igualitarista. No resulta exagerado afirmar, con
Liphart, que gracias a ello no puede hablarse de democracia en los Estados Unidos sino
hasta la década de 1970, puesto que no hay democracia ahí donde existe discriminación
racial. Y es de recordarse que la Constitución de Filadelfia (1787), otro documento míti-
co, estableCÍa auténticos contra derechos humanos en las disposiciones con que regulaba
el tráfico y la importación de esclavos 11.
Por 10 que toca a la Europa continental, es imposible dejar de referirse al caso fran-
cés. Y en este caso, si bien la libertad fue la preocupación fundamental en pensadores
tan significados como VoItaire y Montesquieu, no puede afirmarse que la igualdad les

10 Citado por Miguel ARTOLA GALLEGO. Los orígenes de la Espafla ('ontemporánea (Instituto de Estudios Políticos, Madrid,
1975), p. 403.
II Yen general la cuestión afroamericana. Los negros, a todos efectos, contaban constitucionalmente por tres quintas partes de
personas humanas. Vid. GARcíA-PELAYO, Manuel, Derecho constitucional comparado, primera reimpresión de la edición
de 1984, (Alianza, Madrid, 2001), p. 336. Cfr. numeral 3 de la sección 11 del articulo 1 de la Constitución de los Estados
Unidos de América, edición de José Luis CASCAJO CASTRO Y Manuel GARciA ÁLVAREZ, Constituciones extranjeras con-
temporáneas. (Tecnos, Madrid, 1994), p. 63.

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haya provocado mayores desvelos. De hecho, para el autor del Cándido y del Dicciona-
r;o Filos~fico, no hay nada qué pueda hacerse contra la diferencia de consideraciones
entre los hombres, seres perezosos y ambiciosos condenados, po: sus pasiones, a mante-
nerse en la desigualdad. El barón de Montesquíeu consideraba por su parte que los afri-
canos y los afro americanos "son negros de los pies a la cabeza y tienen además una nariz
tan aplastada que es casi imposible compadecerse de ellos ... No puede cabemos en la
cabeza que siendo Dios un ser infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un
alma buena, a un cuerpo totalmente negro ... Se puede juzgar a los seres según el color de
la piel como se juzga según el color de los cabellos ... Prueba de que los negros no tienen
sentido común es que hacen más caso de un collar de vidrio, que del oro, el cual goza de
gran consideración en las naciones civilizadas ... Es imposible suponer que estas gentes
sean hombres, porque si los creyésemos hombres se empezaría a creer que nosotros no
somos cristianos,,12. Sobre estas bases resultaba impensable sistematizar una doctrina
auténticamente humana de los derechos fundamentales.
Con todo, de las ambigüedades de su antecedente ilustrado no puede seguirse que la
Revolución Francesa haya dejado de implicar un gran paso en el desarrollo de las técni-
cas para la emancipación humana. De hecho, con tan sólo recordar su tríada ("Libertad,
Igualdad, Fraternidad") es posible apreciar que en Francia se dio el paso que los anglosa-
jones, tan apegados a su "Vida, Propiedad, Seguridad"u, habían dejado para mejor oca-
sión: la pugna por la destrucción (por lo demás, como supo ver Tocqueville, imposible)
del Antiguo Régimen. Se aprecia entre los galos de 1789 un mayor altruismo, un mate-
rialismo menos tajante.
El igualitarismo presente en la Revolución se debe conceptualmente a Juan Jacoho
Rousseau, quien sostuvo una y otra vez que la igualdad era condición previa e inexcusa-
ble para la celebración del contrato social y, por ende, que la igualdad constituía un
condicionante de la libertad civil. La idea alcanza a percibirse en otro documento nútico
(la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789),
texto saludado por Mirabeau corno un "Nuevo Evangelio" por cuanto pretendía signifi-
car el triunfo de la verdad racional sobre la religiosa. El artículo 1o de la Declaración se
alejaba del precedente estadounidense cuando afirmaba que "los hombres nacen y per-
manecen libres e iguales en derechos", pero volvía a la carga mistificadora cuando, en
seguida, proclamaba que "las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la
utilidad común", esto es, en la utilidad de una nación en la que residía "esencialmente"
el "principio de toda soberanía" (artículo 3) y que no sólo permitía, sino que imponía
hacer la distinción que anunciaba el propio título de la Declaración: la diferenciación
entre el "hombre" y el "ciudadano". La inconsecuencia costaría caro: en poco tiempo
saldrá a la luz la inaplicabilidad del documento y el propio Mirabeau se quejará de que
los principios terminaban por "ligar demasiado" a los gobiernos revolucionarios, impo~
sibilitados de cumplir con los dictados de esa nación que el abate Sieyes llegó a identifi-

12 MONTI'SQlJI~L',De! t:spírilu de las Lercs, libro XIV, capítulo v. Cito por la edición de BLÁSQUEl, Mercedes y Pcdro DE
VEGA, crcenos, Madrid, 1985), p 1(,7
13 LOCKE, Op. cit., pp. 156, 162.

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car con el tercer estado. A la violación constante y sistemática no sólo de los "derechos
del hombre" sino incluso de los del "ciudadano" durante el Terror y el Directorio, segui-
rá una enonne desilusión popular que colocará una alfombra roja a las aspiraciones im-
periales del Primer Cónsul Bonaparte.
No obstante, la Declaración de 1789 se convertirá en el referente mítico por anto-
nomasia del esquema liberal, empeñado en alejar la mirada de los modelos revoluciona-
rios de 1793 y 1795. Y ello a pesar de que la Declaración mnite referirse a derechos
fundamentales que hoy parecen inexcusables en todo Estado de Derecho, como son los
de petición, asociación sindical, libertad de cultos, reunión pública, libertades económi-
cas, de trabajo e instrucción.
En España, es claro que los constituyentes de Cádiz (1810-1814) trataron de precaverse
de los peligros que una declaración semejante a la francesa traería consigo (inaplicabilidad,
desilusión, recaída en el despotismo, acusaciones regicidas, etc.) y omitieron incluir una tabla
completa de derechos fundamentales en la Constitución de 1812. El hecho tiene sus implica-
ciones: el constitucionalismo hispánico (con ello nos referimos, desde luego, no sólo al pe-
ninsular sino al ultramarino) nacerá sin un ''mito unificador" en materia de Derechos
Humanos, pues si bien la Constitución gaditana fungirá como un auténtico mito liberal en el
ámbito orgánico, poco es lo que pndieron alegar los liberales españoles del siglo XIX a favor
de las garantías fundamentales. Y es que, en 1812, importaba más consolidar un proyecto de
nación que uno de respeto a la dignidad y tranquilidad de los españoles de ambos hemisfe-
rios. Se aprecia, pues, lUl cierto vacío de legitimación y un hartazgo frente a los mitos, por
más unificadores que pudiesen resultar. Ello resulta más grave si se considera que las socie-
dades hispánicas no distaban demasiado de la francesa o de las anglosajonas en su considera-
ción de los Derechos inherentes a la persona hwnana.
En efecto, en la Consulta que como paso previo a la reunión del Congreso Consti-
tuyente organizara la Comisión de Cortes nombrada por la Junta Central que gobernaba
España en ausencia del cautivo Fernando VII (1809), el cura de Higuera la Real (Bada-
joz), Manuel Agustín Xarillo, propone crear un "tribunal constitucional o nacional en-
cargado de velar por el cumplimiento de las leyes establecidas en Cortes,,14 con la
expresa finalidad de evitar los abusos de autoridad por parte del príncipe.
El anterior es sólo uno entre los muchos ejemplos que muestran el fondo comparti-
do por todos los pueblos implicados en la llamada Revolución atlántica y que, al menos
en este aspecto, echan por tierra la leyenda negra que todavía campea en la considera-
ción que hacen algunos respecto de las sociedades hispánicas. La Consulta sigue ofre-
ciendo opiniones dignas de observación detenida. Para el obispo de Barbastro los límites
del poder "están señalados por los derechos del ciudadano", debiéndose declarar "reo de
lesa nación" a quien atente contra ellos. "Más explícito, (Álvaro) Flórez Estrada, califi-
cará como bienes inajenables: "la seguridad, la libertad y la igualdad de condiciones 15 a
los que añadirá 'los derechos que la constitución declara pertenecen a todo ciudadano':

14 Las referencias a la consulta se han tomado de ARTOLA, Op. cit. tomo 1, pp. 344-490.
15 'Por seguridad entiendo el derecho que la constitución del Estado debe conceder a todo ciudadano de disfrutar tranquila-
mente el fruto de su trabajo, exento de toda agitación y riesgo por parte del Gobierno. Por libertad entiendo la facultad de
hacer cuanto no esté prohibido por la ley. la que nada debe prohibir sino aquello en que el hombre peIjudique al hombre.

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Derrotar al mito: la soberania de los Derechos Humanos 325

1°, "Ningún españul será llamado vasallo Todos serán llamados ciudadanos españoles"
2". Libertad de expresión,
3~. Llbertad de conciencJa, aunque no de ejercicio dc la religión.
4" Inviolabilidad del uormcilio.
S". Habeas corpus.
6". Aptitud uni\ersal para toJos los cargos y empleos ('aun para enlazarse por matrimOniO con la
familia del rey'.
r Igualdad social, resultado de 1:.1 abolición de la condición nobiliaria.

Habiendo aprendido la lección francesa en un sentido no lliliversalista, los liberales


españoles "crearán simultáneamente una serie de nuevas nonnas que, de llila parte, consti-
tuyen llila auto limitación del poder que disfrutan, en cuyo caso tenemos los derechos indi-
viduales, y de otra ponen un límite a la resistencia que representan otros grupos, barrera
constituida por la Constitución en lo doctrinal y por la división de poderes en lo gubernati-
vo". La Constitución de 1812 habrá de contener una serie limitada de derechos fimdamen-
tales correspondientes a los ciudadanos cjpai"ioles, pero no una tabla de Derechos
Humanos. A ello hay que agregar el agravante de que a las castas afroamericanas (esto es,
a los grupos de nacionales españoles que no mantuvieran una cierta pureza de sangre, bien
fuera peninsular o indígena) se les privaba de derechos políticos, de ciudadanía e incluso
de la posibilidad de ser tomadas en cuenta para efectos de la determinación de los censos
electorales. Todo apelando a un formalista criterio tendente a la instauración de un nuevo
régimen de gobierno que sancionaría el definitivo ascenso al poder por parte de la clase
burguesa, como se desprende de las palabras de Miguel Artola: "Con la identificación
entre felicidad y los derechos individuales entramos en la consideración del segundo
aspecto que hemos distinguido en lo político: el del Derecho como norma de contención
del poder. El poder del grupo social dominante se limita en la concepción absolutista por
las leyes ftmdamentales y en la liberal por una declaración constitucional de los derechos
del individuo en sociedad, del ciudadano. En la Constitución de 1812 triunfa el último
criterio yen el artículo 4° se mencionan específicamente entre los tales derechos la libertad
civil y la propiedad, en tanto en el 248 se declara la unidad de fueros, término equivalente
a la igualdad civil". Es la Revolución de Nación, de la que ha hablado José María Portillo.
y de la Nación de los ciudadanos, se entiende l6 .
Con todo, la tabla gaditana de Derechos Humanos estuvo a punto de existir: fue
aprobada por la Comisión de Constitución y sometida a la consideración de las COlies
l7
Constituyentes . La Comisión consideró "derechos de los individuos" la seguridad, la

Por igualdad <.:ntiendo la SUlllisión y obediencia que lodo ciudadano debe prestar a la ley y que ni el más humilde asociado
pueda ser excluido de la~ má~ alt2s prerrogativas y beneficios que f'stahltz¡;a la C()n~tilLlción' "Co/lslilución para fa lIadón
('".\"plIiiola. (Bimlinghalll, 1S 10. p.15). Los ténninos empleados por d ilustre liberal asturiano recuerdan mucho a los que el
diputado extremeño Diego ;\-lllñm: Torrero, lambiól wl1v<.:ncido liberal, Ulilizará en el seno de la COllIISI<'¡n lit Constilución
Je las Canes dc Cádiz
16 PORTILLO VALDÉS. José Maria, Rerolurión de Nación. Orígencs dI! In CU/fura (ollsliluciollal CII España (i 780-/812), (t IoPt
I BOl:, Madrid, 2000).

17 t\1.'IRTINEZ SOSPEDRA, :'-lanuel. 1,(1 CO/lslitución de 1812,1' el primer fihaulislllo cspur/ol, (Facultau d<.: Derecho. Valcnci~,
197:'\). p. 160.

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libertad y la propiedad, mientras que la igualdad aparecía como una foona jurídica nece-
saria para el "libre uso y goce" de los derechos. El diputado Diego Muñoz Torrero, clé-
rigo y antiguo rector universitario, terminaría por delinear el carácter faonal de la
igualdad: no es un derecho "sino un modo de gozar de los derechos .. 18 , Por determina-
ción de las Cortes en pleno, la tabla de derechos no se incluiría en el texto definitivo de
la Constitución, pero la igualdad mantendría (en el imaginario de los diputados y, acaso,
en el de los españoles todos) su carácter formal. Todo ello no obstó para que en los artí-
culos 287 al 305 se regularan ciertas garantías de procedimiento y el carácter procesal de
las penas, que libera a los sucesores del delincuente de la calificación de infamia (artícu-
lo 305) y provoca la sustitución de la pena de horca por la de garrote (decreto del 24 de
enero de 1812).
El miedo al poder electoral de los indianos, que se habría visto notablemente acre-
centado con el reconocimiento de derechos fundamentales a todos los humanos, es decir,
también a los afroamericanos, provocó que los constituyentes de Cádiz se abstuvieran de
votar un documento (rrútico, es cierto, pero quizá funcional) que mucho hubiera signifi-
cado en la lucha contra el absolutismo en uno y otro lado del Atlántico. Si se observa
con detenimiento, es la misma actitud que mantuvieron los lords ingleses, los esclavistas
angloamericanos y los jacobinos del Terror francés: Derechos Humanos, sí, pero sola-
mente cuando su respeto no implique un sacrificio para la causa del proyecto político
que se defiende. De ahí a lo establecido en la estalinista Constitución soviética de 1936
en el sentido de que la vigencia de los derechos fundamentales se hallaba en todo mo-
mento supeditada a la defensa del orden socialista no hay sino un paso. Y esto es lo
verdaderamente preocupante. Los fundamentos, los orígenes de las teorías constituciona-
les del siglo xx (de todas) son comunes a todas, como genialmente apreciarían Hans
Kelsen (al hablar de la grundnorm que está por encima de toda consideración, incluyen-
do por supuesto a los Derechos Humanos) y Carl Schmitt que hablaba -en su Ex captivi-
tate Salus- de la agonizante tradición del iuspublicismo europeo de la que él (con su
decisionismo autoritario) sería el último exponente. Siempre hay, en consecuencia, bue-
nos pretextos para violar el orden de los Derechos Humanos: defender el comunismo,
atacarlo, mantener la unión con los esclavistas, limitar el poder de los abolicionistas,
consolidar a la nación española frente al enemigo bonapartista, defender los logros de la
Revolución, conservar la "gobemabilidad", resistir los embates del imperialismo, impe-
dir que los extranjeros se apoderen de los puestos de trabajo y un larguísimo etcétera.
La idea que ha campeado es, de esta forma, la del estado de excepción. Y las ex-
cepciones, a lo largo de la corta historia de los Derechos Humanos, parecen haber sido
demasiadas. Cuando uno se acerca a la mitología grecolatina no puede sino comnoverse
analizando los límites que voluntariamente se imponían los dioses en razón, las más de
las veces, de su palabra de honor (esto es, de su legitimidad). Así, Apolo no tendrá más
remedio que cumplir a su amado hijo Faetón el mortal capricho de conducir por la esfera
celeste la carroza del sol. Y aun Zeus, el "soberano" Júpiter, el rey indiscutible de las
deidades, tendrá que cumplir en el cuerpo de su amada Sémele, madre de Baca, la pala-

18 Diario de Sesiones de las Corles Extraordinarias, 30 de agosto de 1811, p. 1,730.

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Derrotar al mito: la soberanía de los Derechos Humanos 327

bra empeñada de abrazarla (y abrasarla) como hacía con su esposa Juno, Así, los "sobe-
ranos" no se sitúan por encima de todo, como pretende el valor etimológico de la pala-
breja que tantos dolores de cabeza nos seguirá causando. Por sobre los dioses está su
palabra, y no pueden quebrantarla.
El moderno Leviatún, en cambio y sin ser (al menos abiertamenle) un dios, apela
con singular frecuencia al expediente de la "soberanía" (bien sea la propia o la de la
"nación", el "pueblo", el "Parlamento", la "Constitución", el "proletariado", el "merca-
do", en fin, cualquiera) para vulnerar los derechos más Íntimos del sujeto último y defi-
nitivo del orden jurídico, el ser racional, la persona humana, ya en su dimensión
individual, ya en su dimensión colectiva l ,). No ha servido de mucho fiarse de la palabra
de honor de los dioses contemporáneos, así se halle solemnemente confinnada en varios
y significativos documentos míticos, fundacionales y expansivos que, encima, siempre
traen conSIgo trampas retóricas apenas perceptibles. Habría que pensar, más bien, en esta-
blecer de una vez por toda:~ la soberanía de los Derechos Humanos, la única que, en reali-
dad, puede significar algo de felicidad en la vida de los hombres.

IY Si algún dia lkga a aprobarse. me terno qu~ la Constitución europea. con su obsesión por 1" "rortaleza Europa", ~cra otro
do(;um~llt() dirigido a cubrir las miserias ctnoccntnstas j' genocidas dc Occidente, Resulta indispen~ahle hacer de los dere-
clms fUlldJment¡¡1cs entes no sólo soherantl~ ~inu autéllticam~nte In:llml1os y. en cuanto tales, uni\ersale~ Hay que repar;\f
cuanto ~e pu<.:da en la ubra de L FUUI..-\,IUlI, ('ol11clllando en castellano por la impre~cindihle compilación publi<.:ada con el
titulo /)cl.:dws l' garantía,I', La lev dr.:/má5 débil. traducción de Perfecto ANDRf-S IHAÑEZ y Andrea GREPPt, (Trot1a. Ma-
drid. 1()02), ¡-'undadu en las Re!ccciollcs de India_\ ([53!) del inmenso Francisco de Vitorta, el profesor FelTajoli ha ,Iste-
111alllado la Idea de quc el concepto de "l'ludadallia" es incomrattble con el Estado constitucional y democrático de
Derecho. y se ha pronullciado por la creaCión de un constltuC\onali~nlO global. csto es. de Ull verdadero cOllst¡tucionalisl11o

DR © 2005, Universidad Iberoamericana

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