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Otra forma en la que afecta el pecado es que corta la amistad del hombre con Dios,
pues al ser sus hijos por el bautismo, el pecado nos aparta de su gracia, es decir, de su
presencia y de su favor. Es abandonar una buena vida y optar por una vida donde no hay nada
puesto que Dios es todo.
Muchas veces lo último que se desea es el pecado, como dice san Pablo, “no hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero, pero cuando hago lo que no quiero, no soy yo
quien lo hace, sino el pecado que reside en mí” (Rm 7,19). Y esto sucede por una razón, la
concupiscencia, es decir, la inclinación al pecado, y dice el mismo Pablo, “pero observo que
hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado
que está en mis miembros” (Rm 7, 23). La concupiscencia es una fuerza que desvía la razón
hacia el bien aparente, a aquello que no es conveniente. Pero no hay que dejale todo a la
concupiscencia, resultaría muy fácil y seria negligente. Más bien, la opción por el pecado es,
en su mayoría, nuestra propia conciencia mal entendida, una razón debilitada por la tentación
y abatida por la ignorancia pertinente que nos conduce.
La distancia del hombre con Dios se hace visible muchas veces en el reflejo del mal
sobre el mundo, cuanto más apartado de Dios esté el hombre, más acontecimientos que
perjudican la existencia salen a relucir. Y hay un efecto inmediato de eso, la muerte, ya sea
física o espiritual. La muerte acompaña al pecado y es resultado intangible pero sensible de
las consecuencias del pecado.
Pero Dios no quiere la muerte del hombre pecador, el profeta dice, “palabra de Yahvé,
no deseo la muerte del malvado, sino que renuncie a su mala conducta y viva” (Ez 33, 11),
por eso, “Dios envió a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga
vida eterna” (Jn 3,16). Dios ofrece al mundo entero la salvación por medio de su Hijo,
solamente falta que el mundo acepte la salvación que Dios le ofrece.
Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es
imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra. Querer cambiar de
un estado de pecado a una vida de gracia requiere el abandono de las actitudes pasadas y un
cambio radical de vida.
Para salvarnos, Dios ha dispuesto en esta vida, posibilidades reales y accesibles que
el hombre tiene a su libre elección. Por medio de la iglesia, que es el pueblo de Dios, el
hombre puede acceder a la gracia, a la misericordia del Padre y comprender la gran obra que
Dios ha revelado en su Hijo Jesucristo.
Pero como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, «todo lo que el
Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente
por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que
él realiza en el presente» (Tractatus 63. De passione Domini 12).