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CONFRATERNIZAR CON LA POLICÍA

Por Diego Palacios Cerezales

Quien coleccione panfletos, revistas y libros de los movimientos alternativos,


puede considerarse al mismo tiempo coleccionista de fotografías de los cuerpos y
fuerzas de seguridad del Estado. Esa repetida exhibición de los dispositivos policiales:
de cascos, escudos y caras embozadas; de cargas violentas, carreras entre humaredas
y apaleamientos, remite, por una parte, a la crónica de los sucesos con los que se
encuentra cualquier movimiento social que pretenda salir a la calle. Pero por otra,
conduce a una pregunta incómoda: ¿En qué medida esa exhibición no sirve de
coartada, de confirmación, a posteriori, para los propios colectivos radicales, de lo
verdaderamente alternativo de sus actividades? En ocasiones parece como si la
intervención policial, al aguar la fiesta, les eximiese de analizar el contenido de la
propia fiesta. La carga policial serviría, así, como un indicador de que “se molestaba
al Estado” y de que, por tanto, se estaba por el buen camino.

Ante esta incomodidad y este protagonismo policial, pretendemos realizar tres


operaciones. En primer lugar, caracterizar a las fuerzas antidisturbios y afirmar la
normalidad de la profesión de policía. Al menos, argumentar que los rasgos
desagradables que alberga no la diferencian de la naturaleza repugnante de la
generalidad de las profesiones. A continuación, exponer que, frente a lo que parecen
practicar algunos colectivos “alternativos”, la lógica del enfrentamiento con la policía
no hace sino permitir la expansión de los mecanismos normales de gestión de los
conflictos desplegados por las autoridades estatales. Finalmente, y en oposición a las
teorías de la dominación ideológica y la producción de subjetividades sometidas,
afirmar la centralidad de la coacción organizada en la conformación de la realidad
social, que en buena medida descansa sobre la certidumbre generada por la existencia,
en manos del Estado, de una reserva de aparatos coercitivos. De estas tres operaciones
analíticas se deriva una conclusión, aunque la fórmula suene extraña a primera vista:
si se pretendiese emprender una política realmente subversiva dirigida a la policía
antidisturbios, ésta debería basarse en la búsqueda de la confraternización. Es decir,
en la desarticulación de los mecanismos encuadramiento y de producción de distancia

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social que transforman a los policías de los cuerpos antidisturbios en un instrumento
a disposición de los otros poderes del Estado.

Conocer al adversario.

Para comenzar, es necesario caracterizar qué es un cuerpo policial


antidisturbios. Las Unidades de Intervención de la Policía Nacional, los Beltzas de la
Ertzaintza, las Agrupaciones Rurales de Seguridad de la Guardia Civil, las Compañías
Republicanas de Seguridad (CRS) y la Gendarmería Móvil francesas, el Cuerpo de
Intervención portugués, etc., forman parte de organizaciones policiales más amplias,
pero, en su seno, se constituyen como cuerpos propios con un funcionamiento y una
dependencia jerárquica autónomas. Mientras que los policías dedicados a la seguridad
que patrullan por las calles o los caminos están adscritos territorialmente a una
comisaría o un cuartelillo, los antidisturbios forman lo que suele llamarse una “reserva
del mando”. En vez de estar destinados a comisarías, se organizan en cuarteles y
poseen medios de transporte propios que permiten a las autoridades desplegarlos allí
donde lo consideren necesario.

Aunque para los manifestantes estos cuerpos policiales sean los “malos”, en la
evolución histórica de los medios represivos usados por el Estado, su aparición supone
una clara dulcificación de los medios violentos que éste usa para enfrentarse a los
colectivos movilizados. Antes de que se creasen estos cuerpos y se diseñasen sus
tácticas de actuación específicas, la movilización era contenida por medios militares
“tradicionales”: la carga de caballería sable en ristre, la descarga de fusilería o el asalto
a bayoneta en filas cerradas (incluso hay casos de uso de artillería en las calles de
Madrid). En España, Portugal o Italia se siguieron utilizando medios militares hasta
la década de 1960. La especialización de la función antidisturbios ha supuesto que el
Estado se dota de medios para seguir siendo capaz de entrar en una espiral de escalada
de conflicto con pocos riesgos de causar víctimas mortales. Las cargas con la “defensa”
(la matraca) en filas cerradas, las pelotas de goma, los botes de humo, los cañones de
agua, etc., que son nuestra vivencia actual del conflicto, pueden, ocasionalmente,
provocar heridas graves y mortales, pero la escasez de éstas frente a la multitud de
cargas que se producen –cualquier militante puede casi recitar de memoria los casos
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de muerte en acción antidisturbios de los últimos veinte años– muestra que el Estado
ha encontrado una bisectriz entre la reafirmación de que “en caso necesario” será más
bruto que nadie y la disminución de las víctimas1. En Italia, en dos años, entre 1948 y
1950 murieron 62 manifestantes, en su mayoría campesinos y obreros alcanzados por
una bala policial. En cambio, cuando se crearon nuevos cuerpos y tácticas
antidisturbios, el enfrentamiento, por duro que fuese, experimentó una notable
disminución en el número de víctimas mortales. Aunque las calles ardiesen en plena
década sesentayochista italiana, entre 1970 y 1975 “sólo” hubo seis fallecimientos
entre manifestantes, unos atropellados por los jeeps policiales y otros víctima de los
porrazos2. Pese a este carácter de dulcificación, en el Reino Unido se consideró durante
muchos años que los cuerpos de policía de este tipo eran demasiado “militaristas” y
sus críticos argumentaba que no se adecuaban a su concepción de las libertades cívicas.
Así, el mantenimiento del orden confiaba a los casi desarmados bobbies. Sin embargo,
finalmente se ha creado un cuerpo equivalente a los continentales, pues la experiencia
del enfrentamiento con manifestantes en las calles y la facilidad con que multitudes
suficientemente determinadas desbordaban los cordones de bobbies, acarreaba que con
relativa frecuencia las autoridades, para mantener su compromiso con el orden,
hubiesen de recurrir a los militares (piensesé en la situación de Irlanda del Norte). El
salto de los bobbies a las unidades de infantería producía una cantidad de muertos muy
superior a la que se puede esperar de una instancia intermedia como los cuerpos
antidisturbios3.

Si se atiende a lo que dicen los manuales con los que se adiestran estos cuerpos,
en una acción antidisturbios normal, en la calle, el objetivo es dispersar a los
manifestantes, no dañarlos, y evitar que se vuelvan a reagrupar. Eso sí, en ocasiones,

1 Ramón Adell, en su artículo “Manifestations et transition démocratique en Espagne” (Cahiers

de la Sécurité Intérieure nº 27, 1997 pp. 203-222), ha censado 16 fallecimientos en manifestaciones entre
1981 y 1995.
2 Donatella della Porta (1999) “Movimientos sociales y Estado. Algunas ideas sobre la represión
policial de la protesta” p. 107, artículo recogido en McAdam et alii (1999) Movimientos sociales:
perspectivas comparadas. Istmo, Madrid.
3 Waddington (1997) “Contingence des stiles de gestion de mantien de l’ordre. L’experience

britanique” en Cahiers de la Securité Interieure nº 27. En el mismo número se publica un debate entre el
propio Waddington y Tony Jefferson sobre las consecuencias de la “militarización” de las policías de
orden público (pp.183-202).
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por razones políticas, las autoridades pueden recomendar especial dureza, como
golpear incluso a quienes hacen ademán de huir, o colocar el dispositivo de tal modo
que no haya una vía de dispersión obvia, como parece que sucedió con la tercera
manifestación en Madrid de los estudiantes de medicina en 1994, en el famoso 6=04.
En aquella ocasión, el ritmo de colapsos del centro de Madrid con inmensas
manifestaciones no autorizadas (se concentraban en la plaza de Cibeles, cortando el
eje de Alcalá y el de Recoletos-Castellana), y la falta de margen negociador por parte
de las autoridades, determinó que a los antidisturbios se les pasase el mensaje de que
aquella “debería ser la última manifestación”5.

Actualmente, la mayor parte de las víctimas mortales en manifestaciones se


producen cuando, por falta puntual de previsión (fallo de la temida policía de
informaciones), o de medios por parte de las autoridades, se moviliza a policías
ordinarios para funciones antidisturbios. Éstos, sin el encuadramiento ni el
entrenamiento adecuados, caen fácilmente en errores tácticos y se colocan a sí mismos
en situaciones arriesgadas. Lo más común es que se dejen rodear por la multitud y que,
presos del pánico, hagan uso de armas de fuego para escabullirse del trance. Para
evitar ese tipo de situaciones, los cuerpos antidisturbios funcionan siempre en
pelotones o secciones; su reglamento determina que no se pueden dispersar y que deben
siempre formar un “frente de carga” que no deje aislado a ninguno de los miembros 6.

Esta falta de pericia colectiva de los policías ordinarios cuando se movilizan en


casos de desorden público no significa que los antidisturbios estén especialmente
cualificados, al contrario. En primer lugar, hay que destacar que formar parte de un
cuerpo antidisturbios es uno de los destinos peor valorados por los policías. Una vez
que acaban la formación básica en la academia de policía, es raro que se pida
voluntariamente. Según el reglamento de cada policía, los antidisturbios son: o bien

4 La teórica autonomía técnica de las unidades antidisturbios frente a las consideraciones

políticas de las autoridades es un tema espinoso. La frontera entre instrumentalidad política y


autonomía como “servicio público” no está clara.
5 Propósito recogido unas horas antes de la manifestación por un estudiante de medicina. Un
agente, mientras tomaba café en un bar, le advirtió que tuviese cuidado, que tenían órdenes de que la
mani de esa tarde fuese la última. Quienes estudiaban traumatología tuvieron una oportunidad única
de auto-análisis.
6 Monjardet, Dominique Ça que fait la police. Sociologie de la force publique.
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los últimos de cada promoción, que eligen destino cuando los puestos más deseados
están cubiertos, o bien los recién salidos de la academia, a quienes antes de elegir
destino se les fuerza a pasar un par de años en estos cuerpos.

Un patrullero puede considerarse un trabajador altamente polivalente en


contacto con el público. Sus tareas son muy variadas, su herramienta de trabajo
fundamental son las virtudes comunicativas y ha de ser capaz de tomar decisiones
instantáneas en contextos de riesgo, desde una riña familiar a la persecución de
delincuentes armados7. Cuando patrulla, su autonomía es inmensa, y por muy
reglamentado que esté su comportamiento, ha de evaluar las situaciones y obrar en
consecuencia. Por ello, en los cuerpos policiales cada vez se organizan más cursos y
sesiones de reciclaje, ya sea en idiomas, mediación, derecho, gestión de situaciones de
riesgo o artes marciales. En cambio, el antidisturbios carece de autonomía en su
trabajo. Ha de actuar encuadrado en un pelotón: ya sea formando un cordón policial,
cargando etc. Además, todas estas acciones, para funcionar según la coreografía que
las hace eficaces, están pautadas por un reglamento rígido y la voz de mando directa
de los superiores. El madero antidisturbios ni siquiera accede a la autonomía de sus
compañeros cuando patrulla por parejas en torno a grandes aglomeraciones o
acontecimientos deportivos, pues allí su función es primordialmente disuasiva.

El entrenamiento de un antidisturbios, aunque incluya teoría y práctica, y hoy


en día, hasta nociones de derecho constitucional, no es cualificante, en el sentido de
que los conocimientos específicos tienen difícil traducción en otros ámbitos de
actividad. En algunos cuerpos, ni siquiera se considera apropiado que los agentes
destinados a estas misiones aprendan artes marciales, pues la autoconfianza asociada
a estas disciplinas podría despertarles la voluntad de actuar por su cuenta en las
situaciones de riesgo.

El obrerismo policial.

El episodio que comentábamos más arriba, dar una buena tunda a estudiantes

7 L’Heuillet, Hélêne (2001) Basse politique, haute police. Une approche historique et philosophique

de la police. Fayard, Paris (pp.43-45).


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de medicina, no debió ser plato de mal gusto para los antidisturbios, en especial si
tenemos en cuenta la fuerte ética obrerista que caracteriza a estos empleados del orden.
Aunque la opacidad tradicional de la policía dificulta su estudio, algunos sociólogos
han conseguido franquear las cortapisas de la institución y aproximarse a quiénes son
y qué piensan los policías antidisturbios españoles y los agentes CRS franceses8. En
primer lugar, hay que destacar el origen rural y obrero de la mayor parte de los
policías, y aún más en los cuerpos antidisturbios. En el caso español, es especialmente
sintomático que el reclutamiento se haya hecho tradicionalmente, y siga haciéndose,
en zonas rurales de fuerte emigración, es decir, en la misma Andalucía, La Mancha y
Extremadura que dieron brazos a las clases obreras de los cinturones industriales de
Madrid, Barcelona o Bilbao. Incluso en la Ertzaintza se habla hoy de un “clan de los
extremeños”. Si en vez de descalificar directamente a quienes eligen la profesión de
policía, se intenta entender la trayectoria vital típica que conduce a esa opción, lo más
significativo es que la entrada en las Fuerzas de Seguridad se solía tomar en un
momento biográfico clave: el final del servicio militar obligatorio. Una vez acabada la
mili, el mozo debía optar entre volver al pueblo, emigrar, o encaminarse hacia un
destino menos incierto, el que el reclutamiento policial le ofrecía, muchas veces, en
sesiones de información en el mismo cuartel.

El origen social hace que los antidisturbios den un valor muy especial al trabajo
y, especialmente, al trabajo físico duro, de modo que reproducen un espíritu
fuertemente obrerista. Esto les lleva discriminar claramente entre sus adversarios,
pues no les parece lo mismo zumbar a un colectivo obrero que a un grupo de
estudiantes. Les fastidia ir a currarse con obreros o con agricultores, pues consideran
que suelen tener razón al defender su trabajo y sus condiciones de vida. Como forma
de reducir esa repugnancia, argumentan que a estos colectivos les interesa que se hable
de ellos y que por eso montan disturbios. Así, los antidisturbios se pueden ver a sí
mismos como comparsas de su protesta, necesarios para que la escenificación del
conflicto tenga lugar, considerando que el enfrentamiento supone una prueba de
virilidad de los trabajadores, un desafío deportivo “entre hombres”.

8 Fillieule, O. (1997) Stratégies de la rue. Les manifestations en France. Presses de la fondation

nationales des sciences politiques, Paris (pp. 305 y ss.); Jaime-Jimenez, Óscar (1996) “Orden público y
cambio político en España” Revista Internacional de Sociología. IIIª época nº 15 (pp 162-167).
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En cambio, si algo sienten por los colectivos izquierdosos, o por los estudiantes,
es una profunda antipatía. Los ven como niños mimados, que, desde una posición
privilegiada, protestan sin razón y ponen en causa la centralidad del valor social del
trabajo con sus reivindicaciones extravagantes. No tenemos datos, pero podemos
imaginar que, desde esa matriz obrerista de valoraciones, consideren que la okupación
como una amenaza, o incluso, una burla, a su sacrificio mensual de pagar los plazos de
una casa. Eso sí, como en casi todo colectivo obrero, la justificación más general para
su trabajo es que hay que cobrar para comer.

Desde el punto de vista profesional, la policía intenta construir un discurso


político neutro9. Eso no quita que sientan una comprensible animadversión íntima
ante quienes les insultan, o se ríen de ellos apelando a ese “primo de Bilbao [que los]
tiene acojonaos”, o ante los privilegiados eternamente descontentos que corean eso de
“el hijo del madero a la universidá / para que no sea / como su papá”, recordándoles
jocosamente que ellos no estudiaron. Pero claro, esa búsqueda de neutralidad, además
de difícil de conseguir, aún más difícil es de reconocer por parte de la izquierda
militante. Cuando Manuel Río defendía en un foro de sociólogos las bondades de la
solución policial adoptada en el caso de las violencias racistas de El Ejido, los
escandalizados participantes tardaron mucho en darse cuenta de que quienes habían
recibido palos, y muchos, por la acción policial, eran los indígenas y no los
inmigrantes10. Lo mismo puede decirse de las preciosas imágenes de una unidad de
intervención de los nacionales cargando contra los ultras que querían agredir a la mesa
nacional de HB frente a la Audiencia Nacional de Madrid, quienes, cuando se
reagruparon tras la carga, avanzaban por la calle Génova coreando “policía asesina,
policía asesina”.

A fin de cuentas, para quien entra en el mercado de trabajo, hacerse policía es


una opción profesional más, sin que el sentido del trabajo o la vocación tenga más

9 Para una reflexión sobre el proceso de profesionalización de la policía española, asociada a su


desvinculación del marco ideológico del franquismo y de lso amndos militares: Jaime-Jimenez, Óscar
(1996) “Orden público y cambio político en España” Revista Internacional de Sociología. IIIª época nº
15 (pp 143-167). Este artículo también presenta un buen panorama de la evolución que llevó de los
grises a las actuales Unidades de Intervención.
10 Manuel Ángel Río (2001) El disturbio de El Ejido y la segregación de los inmigrantes (Comunicación

para el VII Congreso Español de Sociología)


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importancia que la que tiene en otras profesiones. ¿En qué es peor que emplearse en la
construcción (quizá de chalets en parajes supuestamente protegidos), en la industria
(quizá de coches, de armas, o de otros bienes de consumo...) o en los servicios (ventas,
transporte...)? Aún está por elaborar una historia social de la policía que trate a los
agentes como trabajadores; todo lo malo que comporta la profesión de policía forma
parte de las determinaciones comunes de la condición obrera.

Hace ya unos años, intentado contrariar el discurso obrerista de la policía, La


Polla Records cantaba aquello de cuéntame que el paro / cuéntame que el hambre /
cuéntame, cien mil al mes, / cuéntame que llueve / sabes que vas a comer / por dar hostias a
la gente / sabes para quién trabajas / tus lágrimas las compras / en las rebajas. Pero la
canción, pese a lo bien trabado del argumento, no nos consigue transmitir la iniquidad
propia del trabajo de policía. No se ve en qué el “dar hostias” puede ser
intrínsecamente peor que el contenido y el sentido de la mayor parte de los trabajos
reales en las sociedades capitalistas. El resto de la canción no puede sino servirnos para
reafirmar lo que venimos diciendo: siempre obedeciendo / has perdido tu dignidad / eres
una pieza más / eres mi enemigo / gracias a tu estupidez / gracias a tu humillación / gracias
a tus putas gracias / empezaron mis desgracias. La canción podría estar hablando de
cualquier otro empleo.

La violencia en las manifestaciones.

No nos compete aquí analizar el papel de “escuela de revolucionarios” que los


“insurreccionalistas” parecen querer otorgar al enfrentamiento con la policía en las
manifestaciones, pues lo que habríamos de discutir es la propia noción de insurrección,
aquí y ahora. En cambio, sí que podemos contribuir a un debate ya abierto sobre el
sentido de esa violencia de cara al poder y aproximarnos a un fenómeno muy
significativo, el de la provocación policial. La provocación, es decir, la infiltración de
policías entre los manifestantes y la iniciación de actos violentos por parte de éstos, es
un dato real. Está bien documentada para los Estados Unidos en las décadas de 1960

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y 197011, hay secuencias de imágenes indesmentibles para la Italia del 77, la reconocen
los policías entrevistados por Filleule en Francia y se muestra también a las claras en
casos como el de la protesta contra la cumbre de Barcelona de junio de 2001. Por una
parte, la provocación parece tener un sentido político que sirve a los gobernantes: en
tanto que no se desenmascara, presenta a quienes protestan como gente violenta y
desacredita sus fines. Por otra, resulta tener una función también política pero aún
más sutil. Lo especialmente relevante es que la práctica de la provocación no se limita
a los casos en los que los manifestantes enarbolan críticas radicales o proyectos
alternativos, sino que es un medio policial ordinario para la gestión de multitudes. Así,
por ejemplo, en Francia, en las protestas de los agricultores, es corriente que una
manifestación de agricultores rodee la prefectura (la sede del “gobierno civil” de un
distrito administrativo) reclamando, por ejemplo, medidas que sólo pueden ser
tomadas por el gobierno central o, últimamente, por Bruselas. Se produce entonces
una situación de desajuste político: la voluntad de los movilizados de no arredrarse
hasta ver satisfechas sus reivindicaciones se confronta con la situación de “secuestro”
de una autoridad que carece de cualquier medio para responder a las exigencias o
entablar una negociación. En ese caso, sin mesa de negociación, la policía se encuentra
ante la orden de disolver una manifestación pacífica pero que pretende mantenerse
firme. ¿Qué hacer entonces? Como la policía no puede acarrear socialmente la imagen
de ser quien inicia los disturbios, infiltra un grupo de provocadores, rompe unos
árboles o unas cabinas telefónicas y, así, legitima la carga y la disolución expeditiva
del conjunto de la manifestación.

De este tipo de ejemplos, además de la dureza profesional con la que la policía


se enfrenta a los manifestantes, hemos de retener el papel de rutinaria herramienta de
gestión de las manifestaciones que el surgimiento de actos violentos tiene para las
autoridades. Esto, en buena medida, debería servir de reflexión a esos estrategas que,
en el seno de la constelación okupa, planteaban la disuasión de los desalojos con la
amenaza “desalojos = disturbios”. Ese tipo de propuestas sólo tienen sentido como
intentos de militarizar los movimientos sociales y de acabar actuando como los propios

11 Marx, Gary T (1974) “Thoughts On A Neglected Category Of Social Movement Participant:

The Agent Provocateur And The Informant” American Journal of Sociology. Vol 80, (pp. 402-442).
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policías en las acciones de “restablecimiento del principio de autoridad” que, por
ejemplo, practica actualmente la policía portuguesa al día siguiente de que algún
agente haya sido agredido en los barrios conflictivos de los suburbios urbanos12. No
contienen un ápice de desafío al poder.

Evidentemente, incluso toda la neutralidad y “juego limpio” exigible a la


policía, que se vincula a la legalidad, deja de ser neutral si tenemos en cuenta que las
leyes no son neutras. La “majestuosa neutralidad de la ley que por igual prohíbe al
rico y al pobre dormir debajo de un puente” no puede suponer un límite para ningún
movimiento. Sería una plena claudicación pedir a los movimientos alternativos que
sólo hiciesen aquello que no pudiese molestar a la policía. Lo que parece necesario, y
algunos movimientos parece que comienzan a hacer, es cambiar las pautas del
enfrentamiento. Eso sí, no tendría sentido conceder a esos nuevos espacios de
enfrentamiento un lugar central en las prácticas de los movimientos sociales, dejando
de lado la reflexión sobre las perspectivas políticas, tácticas y estratégicas a partir de
las cuales puede surgir el encontronazo.

Coerción organizada y orden social.

Pese a la imagen sesgada que los colectivos alternativos suelen tener de la


policía, donde no se equivocan es en atribuirle un papel central en la prevención de
una mayor movilización cívica. El conjunto de aparatos coactivos del Estado, del que
las policías antidisturbios son sólo la punta de lanza, no son un simple medio con el
que corregir los “desvíos” colectivos, sino que forman parte íntima e inmanente de la
constitución de la realidad social. La sorprendente consistencia de las complejas
sociedades contemporáneas, depende de mecanismos que generen certidumbre. El
fundamental, entre estos mecanismos, se encuentra en la existencia una especie de

12 El último caso, en octubre de 2002, en Vila Real de Santo António, donde un barrio con

numerosos gitanos e inmigrantes fue ocupado por una compañía del Corpo de Intervençao mientras
otra de la Guarda Nacional Republicana procedía a una búsqueda sistemática. Al final, ese tipo de
comportamientos se basan en el mismo principio estratégico que pautaban los conflictos con los gitanos
en el barrio de mi infancia, donde eran intocables ante la certidumbre de que en caso de conflicto podrían
movilizar a toda una retahíla de primos. La policía establece su autoridad basándose en los mismos
mecanismos de amenaza de escalada que generan disuasión. Ya Charles Tilly mostró en un célebre
ensayo que el proceso histórico de edificación del Estado se basaba en los mismos principios de
“impuestos a cambio de protección” que caracterizan a las mafias.
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guardianes de la ley de conservación de la realidad: una reserva de aparatos coercitivos
disponible para la defensa del orden público. El tendencial monopolio de la violencia
por parte del Estado produce efectos fundamentales sobre el conjunto de las relaciones
sociales, y más que eso, sobre la propia capacidad social de percibir los mimbres que
forma el armazón del mundo social en tanto que mimbres contingentes.

Esto, que es algo difícil de observar cuando el Estado funciona de manera


ordinaria y simplemente previene y reprime a los movimientos contestatarios, se hace
especialmente visible en las situaciones de crisis de Estado. Estas crisis, que retiran al
Estado un ingrediente fundamental de la receta de la normalidad social, permiten
observar el papel de ese ingrediente en esos momentos de normalidad. Así, en la
Comuna de París, con el ejército francés en desbandada, derrotado por los prusianos,
en la Revolución Rusa, con el Ejército de Zar desmoronado en las trincheras de la Iª
Guerra Mundial o en el Portugal de la Revolución de los Claveles, con la policía
antidisturbios disuelta y con los soldados confraternizando con los ciudadanos en las
calles, los diferentes gobiernos se vieron desprovistos de cuerpos coercitivos. De
repente, como si eso significase la desactivación de una fuerza de la gravedad que
pesaba sobre las relaciones sociales, esa ausencia conformó un nuevo espacio de
posibilidades para todos los movimientos. Sin que mediase ningún súbito cambio en
la hegemonía ideológica, los trabajadores ocuparon fábricas, los chabolistas ocuparon
casas, y los activistas de los movimientos encontraban una receptividad inusitada a
sus propuestas de organización y movilización. “Oleada de entusiasmo”,
“efervescencia creativa”, “fin de la deferencia social de los humildes ante los
poderosos”, “descubrimiento de la propia capacidad de actuar en la historia”... todas
las descripciones de la irrupción de algo extraordinario en la vida de las personas
durante los episodios revolucionarios pueden vincularse al nuevo horizonte para la
acción social permitido por la desaparición de la coerción organizada.

Y esa desaparición no supone que la hayan palmado todos los polis o militares,
sino que la crisis de unos elementos del Estado desmorona la barrera simbólica que
separa a las fuerzas represivas del resto de la población y permite que, en vez de ser
una tarea técnica, la represión comporte una evaluación del sentido de las protestas
contra las que se les manda a actuar.

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Por ello, los episodios de confraternización entre amotinados y fuerzas
represoras son el momento emotivo clásico del triunfo de las revoluciones. En palabras
de Katharine Chorley en su estudio “Ejércitos y el arte de la revolución”: “la
confraternización es la generación por un medio u otro del sutil sentido emocional de
que hay una base de comunidad de sentimientos e intereses entre las fuerzas represoras
y el pueblo”13, o, en palabras de Trotski al describir las calles de Petrogrado en 1917:
“El obrero miraba a los ojos del soldado con ansiedad, el soldado apartaba la mirada
también ansioso y desconfiado (...) el trabajador se dirigía al soldado de manera más
directa, el soldado se negaba a responder ... hasta que el cambio eclosionaba: el soldado
se desembarazada de su carácter militar”14. Un policía militar portugués no lo
expresaba con menos contundencia en 1974: “nos mandaban a reprimir a los obreros
que ocupaban fábricas, diciendo que se estaban pasando, luego, llegábamos allí y al
hablar con ellos sobre las razones que les movían, veíamos que tenían razón, por lo que
nos poníamos de su lado”15.

El arte de prevenir la confraternización.

Porque la confraternización es el infortunio del Estado, el arte de prevenir la


confraternización es el conocimiento fundamental que permite a los gobernantes contar
con cuerpos policiales a su disposición, es decir, con grupos de hombres encuadrados
dispuestos a actuar violentamente contra conciudadanos respecto a los cuales no
albergan ninguna animadversión personal. Este arte es conocido desde muy temprano,
y en la historia de los Estados contemporáneos lo encontramos repetidamente. Eso sí,
en muchas ocasiones es un arte más implícito que explícito, pues no se adquiere tanto
por enseñanza reglada como por vivencia del oficio en las propias instituciones,
primero militares y luego policiales. El objetivo de las técnicas de encuadramiento de
las fuerzas represoras es lograr levantar un muro simbólico que separe a éstas de las
poblaciones a las que puede ser enviada a reprimir, es decir, que produzcan distancia
social e indiferencia moral ante el sufrimiento ajeno.

13 Chorley, Katharine (1973) Armies and the art of Revolution. Beacon Press, Boston. (pp.153 y ss.)
14 Cit. en Chorley (1973) Armies...
15 Domingos et alii (1977) A revolução num regimento. Armazém das Letras, Lisboa.
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Por ello, en vez de una postular la existencia de una moralidad idealista,
habremos de plantear una formulación sociológica de las condiciones de posibilidad de
la moralidad, análoga la que propone Zigmut Bauman al estudiar los mecanismos que
durante la Segunda Guerra Mundial convirtieron a ciudadanos alemanes “normales”
en funcionarios del Holocausto judío16. Consideramos que esos mecanismos son muy
similares a los que transforman a ciudadanos normales (ni las “personalidades
autoritarias” de la escuela de Frankfurt ni los “hijos de puta” mentados por muchos
militantes) en eficientes policías antidisturbios. El quid de la cuestión está en no
absolutizar la moralidad y entender el microcontexto en el que se encuentra cada
individuo y otorga sentido a su actuación. Cuanto más autorreferente sea ese
microcontexto y la actividad pueda desvincularse con más facilidad del resto de
vínculos y preocupaciones con la vida en sociedad, mayor será la separación social y
la indiferencia moral con realidades ajenas. Por ello, los cuarteles se han construido
históricamente como comunidades aisladas en las que los soldados no dependen de
nada exterior al cuartel para cubrir sus necesidades diarias. Y por la misma razón,
para que no echen raíces con el entorno, es típica la rotación de los Guardias Civiles
por diferentes puntos de la geografía hispana durante sus años de servicio.

La búsqueda de la separación y de la creación de un comunitarismo


militar/policial es una constante histórica. Durante el siglo XVIII, por ejemplo, el
recurso más habitual consistía en acuartelar mercenarios extranjeros, confiando en
que la distancia cultural reforzase el desapego. Así, la Guardia Walona de los borbones
españoles, como comentaba el historiador Dominguez Ortiz “en un principio se
compuso efectivamente de walones, es decir, de flamencos católicos; pero ya en la
segunda mitad del Siglo XVIII la integraban en su gran mayoría franceses, con
algunos alemanes, muchos de ellos desertores y ex-presidiarios”. Según sigue
comentando este autor :“su reputación era pésima. Para restablecer el orden en unas
fiestas reales disparó sobre la multitud ocasionando muchas víctimas inocentes; de

16 Bauman, Zygmunt (1997) Modernidad y Holocausto. Sequitur, Madrid. Resulta especialmente

aleccionador el capítulo 6, que se dedica a glosar el experimento de Milgram: “la crueldad se relaciona
con ciertas normas de interacción social mucho más íntimamente que con rasgos de la personalidad”
(p.216).
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aquí la saña con que los atacó el pueblo y su exigencia de que fueran disueltos, primero
concedida y después revocada por Carlos III” 17.

Al avanzar el siglo XIX, la generalización de los ejércitos de masas, junto con


las nuevas amenazas representadas por la entrada de los nuevos sujetos antagonistas,
forzó la actualización de las técnicas de encuadramiento para prevenir la
confraternización, en especial si se tenía en cuenta que, mientras los oficiales solían
provenir de orígenes de clase próximos a los gobernantes, los soldados se reclutaban
en los entornos campesinos, obreros y artesanos contra los que eran enviados a actuar.
Para Marx, la revolución de 1848 en Francia supuso la eclosión del movimiento obrero
como movimiento político autónomo. Las investigaciones contemporáneas han puesto
a prueba las afirmaciones de Marx sobre las clases sociales que participaron en la
insurrección parisina de junio de 1848 y las han corroborado, pero han ofrecido
también datos sorprendentes sobre la represión del movimiento que han de servirnos
para explorar las condiciones de eficacia del encuadramiento militar a la hora de
constituir un cuerpo represivo. Como recordará el lector, en París hubo una primera
insurrección triunfante en febrero de 1848 que puede entenderse como el producto de
la alianza entre sectores de la burguesía urbana y radical con el proletariado. De ahí
nace una república burguesa comprometida con ciertas medidas de carácter social
exigidas por los aliados obreros, pero que progresivamente va incumpliendo. Ese
incumplimiento rompió la alianza de clases y a medio plazo dio lugar a una nueva
insurrección, la de junio de 1848, esta vez hegemónicamente obrera y dirigida contra
la república burguesa. El registro judicial de profesiones de los revoltosos detenidos en
las barricadas de junio de 1848, confirma a los historiadores la presencia
sobrerrepresentada de los trabajadores de industrias en las que ya se empleaba
intensivamente la mano de obra. Con esa información en la mano, dieron la razón a
Marx: se trató de una insurrección proletaria18. Sin embargo, otro historiador, Mark
Traugott, extendió el análisis de los orígenes profesionales a los reclutas de las
Guardias Móviles que habían reprimido ferozmente la insurrección. De forma

17 Domínguez Ortíz, Antonio (1986) Sociedad y Estado en el siglo XVIII español. Ariel, Madrid
(p.308).
18 Tilly, Charles y Lees, Lynn H. (1975) “The People of June 1848” en Price (ed.) Revolution and

reaction: 1848 and the second republic. Barnes and Noble, Nueva York.
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relativamente paradójica, descubrió una composición obrera equivalente, sólo
diferenciada por una menor edad media19. Con estas conclusiones, se desmontaba la
tesis marxista de que la represión la había protagonizado el lumpenproletariado y se
señalaba la relativa indiferencia del “origen de clase” respecto a la toma de posición
en la insurrección. Además, y reforzando aún más el carácter paradójico de la
actuación de los Guardias Móviles, constató que estos soldados habían sido reclutados
sólo cuatro meses antes entre los obreros parados que habían participado en las
barricadas de febrero.

Aunque algunos, como el sociólogo Rod Aya, se apresurasen a declarar que con
estos datos “se colocaba un clavo más en el ataúd del marxismo”20, lo que nos muestra
Traugott es el importantísimo papel que jugó el dispositivo militar de encuadramiento
como técnica que permitió separar a un grupo de jóvenes trabajadores de sus lugares
de origen y de sus compañeros de trabajo y lucha, entrenarlos, encuadrarlos
vitalmente y disponer de ellos como herramienta coercitiva en el momento en que lo
consideraron necesario, aunque eso les supusiese practicar una violencia sistemática
sobre sus viejos camaradas. El éxito del comandante de las Guardias Móviles no era
casual, se trataba de un militar bien consciente de los peligros de la confraternización
que había aplicado las lecciones aprendidas por el Ejército con la falta de disciplina y
obediencia de las fuerzas represoras en los episodios clásicos de la Revolución
Francesa21.

La respuesta militante ante este tipo de paradojas suele tomar la forma de una
condena moral o personal a los individuos que aceptaron participar en semejantes
atrocidades represivas, apelando de manera idealista a la responsabilidad moral
última de quien siempre puede declararse objetor de conciencia. Esto equivale
argumentativamente a considerar que, como los hombres son libres, los esclavos en
realidad lo son porque no se rebelan; significa renunciar a pensar las condiciones reales
que, en determinadas circunstancias, hacen de un homo sapiens un esclavo o,

19 Tarugott, Mark (1985) Armies of the Poor. Princeton University Press.


20 Aya, Rod (1995) “La protesta como política: generalización y explicación en la sociología
histórica. En Politica y Sociedad, nº18. Madrid.
21 Chorley, Katharine (1973) Armies and the art of Revolution. Beacon Press, Boston
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congruentemente con la fórmula marxiana parafraseada, las que hacen de un hombre
el instrumento de una máquina coercitiva.

A quien se proponga emprender una política subversiva respecto a las fuerzas


antidisturbios, le señalaremos que la opción más coherente consiste en desplegar
estrategias de confraternización. Es decir, que anulen la distancia social y, frente a la
jerarquía, hagan aparecer referentes sociales de moralidad, desmontando de ese modo
los dispositivos que dan lugar a que, para los agentes, tenga sentido cumplir las
órdenes y les puedan resultar indiferentes las razones, los anhelos, las reivindicaciones
y el sufrimiento físico de aquellos contra los que, como en casi cualquier trabajo,
ejercen su profesión.

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