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social que transforman a los policías de los cuerpos antidisturbios en un instrumento
a disposición de los otros poderes del Estado.
Conocer al adversario.
Aunque para los manifestantes estos cuerpos policiales sean los “malos”, en la
evolución histórica de los medios represivos usados por el Estado, su aparición supone
una clara dulcificación de los medios violentos que éste usa para enfrentarse a los
colectivos movilizados. Antes de que se creasen estos cuerpos y se diseñasen sus
tácticas de actuación específicas, la movilización era contenida por medios militares
“tradicionales”: la carga de caballería sable en ristre, la descarga de fusilería o el asalto
a bayoneta en filas cerradas (incluso hay casos de uso de artillería en las calles de
Madrid). En España, Portugal o Italia se siguieron utilizando medios militares hasta
la década de 1960. La especialización de la función antidisturbios ha supuesto que el
Estado se dota de medios para seguir siendo capaz de entrar en una espiral de escalada
de conflicto con pocos riesgos de causar víctimas mortales. Las cargas con la “defensa”
(la matraca) en filas cerradas, las pelotas de goma, los botes de humo, los cañones de
agua, etc., que son nuestra vivencia actual del conflicto, pueden, ocasionalmente,
provocar heridas graves y mortales, pero la escasez de éstas frente a la multitud de
cargas que se producen –cualquier militante puede casi recitar de memoria los casos
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de muerte en acción antidisturbios de los últimos veinte años– muestra que el Estado
ha encontrado una bisectriz entre la reafirmación de que “en caso necesario” será más
bruto que nadie y la disminución de las víctimas1. En Italia, en dos años, entre 1948 y
1950 murieron 62 manifestantes, en su mayoría campesinos y obreros alcanzados por
una bala policial. En cambio, cuando se crearon nuevos cuerpos y tácticas
antidisturbios, el enfrentamiento, por duro que fuese, experimentó una notable
disminución en el número de víctimas mortales. Aunque las calles ardiesen en plena
década sesentayochista italiana, entre 1970 y 1975 “sólo” hubo seis fallecimientos
entre manifestantes, unos atropellados por los jeeps policiales y otros víctima de los
porrazos2. Pese a este carácter de dulcificación, en el Reino Unido se consideró durante
muchos años que los cuerpos de policía de este tipo eran demasiado “militaristas” y
sus críticos argumentaba que no se adecuaban a su concepción de las libertades cívicas.
Así, el mantenimiento del orden confiaba a los casi desarmados bobbies. Sin embargo,
finalmente se ha creado un cuerpo equivalente a los continentales, pues la experiencia
del enfrentamiento con manifestantes en las calles y la facilidad con que multitudes
suficientemente determinadas desbordaban los cordones de bobbies, acarreaba que con
relativa frecuencia las autoridades, para mantener su compromiso con el orden,
hubiesen de recurrir a los militares (piensesé en la situación de Irlanda del Norte). El
salto de los bobbies a las unidades de infantería producía una cantidad de muertos muy
superior a la que se puede esperar de una instancia intermedia como los cuerpos
antidisturbios3.
Si se atiende a lo que dicen los manuales con los que se adiestran estos cuerpos,
en una acción antidisturbios normal, en la calle, el objetivo es dispersar a los
manifestantes, no dañarlos, y evitar que se vuelvan a reagrupar. Eso sí, en ocasiones,
de la Sécurité Intérieure nº 27, 1997 pp. 203-222), ha censado 16 fallecimientos en manifestaciones entre
1981 y 1995.
2 Donatella della Porta (1999) “Movimientos sociales y Estado. Algunas ideas sobre la represión
policial de la protesta” p. 107, artículo recogido en McAdam et alii (1999) Movimientos sociales:
perspectivas comparadas. Istmo, Madrid.
3 Waddington (1997) “Contingence des stiles de gestion de mantien de l’ordre. L’experience
britanique” en Cahiers de la Securité Interieure nº 27. En el mismo número se publica un debate entre el
propio Waddington y Tony Jefferson sobre las consecuencias de la “militarización” de las policías de
orden público (pp.183-202).
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por razones políticas, las autoridades pueden recomendar especial dureza, como
golpear incluso a quienes hacen ademán de huir, o colocar el dispositivo de tal modo
que no haya una vía de dispersión obvia, como parece que sucedió con la tercera
manifestación en Madrid de los estudiantes de medicina en 1994, en el famoso 6=04.
En aquella ocasión, el ritmo de colapsos del centro de Madrid con inmensas
manifestaciones no autorizadas (se concentraban en la plaza de Cibeles, cortando el
eje de Alcalá y el de Recoletos-Castellana), y la falta de margen negociador por parte
de las autoridades, determinó que a los antidisturbios se les pasase el mensaje de que
aquella “debería ser la última manifestación”5.
El obrerismo policial.
El episodio que comentábamos más arriba, dar una buena tunda a estudiantes
7 L’Heuillet, Hélêne (2001) Basse politique, haute police. Une approche historique et philosophique
El origen social hace que los antidisturbios den un valor muy especial al trabajo
y, especialmente, al trabajo físico duro, de modo que reproducen un espíritu
fuertemente obrerista. Esto les lleva discriminar claramente entre sus adversarios,
pues no les parece lo mismo zumbar a un colectivo obrero que a un grupo de
estudiantes. Les fastidia ir a currarse con obreros o con agricultores, pues consideran
que suelen tener razón al defender su trabajo y sus condiciones de vida. Como forma
de reducir esa repugnancia, argumentan que a estos colectivos les interesa que se hable
de ellos y que por eso montan disturbios. Así, los antidisturbios se pueden ver a sí
mismos como comparsas de su protesta, necesarios para que la escenificación del
conflicto tenga lugar, considerando que el enfrentamiento supone una prueba de
virilidad de los trabajadores, un desafío deportivo “entre hombres”.
nationales des sciences politiques, Paris (pp. 305 y ss.); Jaime-Jimenez, Óscar (1996) “Orden público y
cambio político en España” Revista Internacional de Sociología. IIIª época nº 15 (pp 162-167).
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En cambio, si algo sienten por los colectivos izquierdosos, o por los estudiantes,
es una profunda antipatía. Los ven como niños mimados, que, desde una posición
privilegiada, protestan sin razón y ponen en causa la centralidad del valor social del
trabajo con sus reivindicaciones extravagantes. No tenemos datos, pero podemos
imaginar que, desde esa matriz obrerista de valoraciones, consideren que la okupación
como una amenaza, o incluso, una burla, a su sacrificio mensual de pagar los plazos de
una casa. Eso sí, como en casi todo colectivo obrero, la justificación más general para
su trabajo es que hay que cobrar para comer.
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y 197011, hay secuencias de imágenes indesmentibles para la Italia del 77, la reconocen
los policías entrevistados por Filleule en Francia y se muestra también a las claras en
casos como el de la protesta contra la cumbre de Barcelona de junio de 2001. Por una
parte, la provocación parece tener un sentido político que sirve a los gobernantes: en
tanto que no se desenmascara, presenta a quienes protestan como gente violenta y
desacredita sus fines. Por otra, resulta tener una función también política pero aún
más sutil. Lo especialmente relevante es que la práctica de la provocación no se limita
a los casos en los que los manifestantes enarbolan críticas radicales o proyectos
alternativos, sino que es un medio policial ordinario para la gestión de multitudes. Así,
por ejemplo, en Francia, en las protestas de los agricultores, es corriente que una
manifestación de agricultores rodee la prefectura (la sede del “gobierno civil” de un
distrito administrativo) reclamando, por ejemplo, medidas que sólo pueden ser
tomadas por el gobierno central o, últimamente, por Bruselas. Se produce entonces
una situación de desajuste político: la voluntad de los movilizados de no arredrarse
hasta ver satisfechas sus reivindicaciones se confronta con la situación de “secuestro”
de una autoridad que carece de cualquier medio para responder a las exigencias o
entablar una negociación. En ese caso, sin mesa de negociación, la policía se encuentra
ante la orden de disolver una manifestación pacífica pero que pretende mantenerse
firme. ¿Qué hacer entonces? Como la policía no puede acarrear socialmente la imagen
de ser quien inicia los disturbios, infiltra un grupo de provocadores, rompe unos
árboles o unas cabinas telefónicas y, así, legitima la carga y la disolución expeditiva
del conjunto de la manifestación.
The Agent Provocateur And The Informant” American Journal of Sociology. Vol 80, (pp. 402-442).
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policías en las acciones de “restablecimiento del principio de autoridad” que, por
ejemplo, practica actualmente la policía portuguesa al día siguiente de que algún
agente haya sido agredido en los barrios conflictivos de los suburbios urbanos12. No
contienen un ápice de desafío al poder.
12 El último caso, en octubre de 2002, en Vila Real de Santo António, donde un barrio con
numerosos gitanos e inmigrantes fue ocupado por una compañía del Corpo de Intervençao mientras
otra de la Guarda Nacional Republicana procedía a una búsqueda sistemática. Al final, ese tipo de
comportamientos se basan en el mismo principio estratégico que pautaban los conflictos con los gitanos
en el barrio de mi infancia, donde eran intocables ante la certidumbre de que en caso de conflicto podrían
movilizar a toda una retahíla de primos. La policía establece su autoridad basándose en los mismos
mecanismos de amenaza de escalada que generan disuasión. Ya Charles Tilly mostró en un célebre
ensayo que el proceso histórico de edificación del Estado se basaba en los mismos principios de
“impuestos a cambio de protección” que caracterizan a las mafias.
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guardianes de la ley de conservación de la realidad: una reserva de aparatos coercitivos
disponible para la defensa del orden público. El tendencial monopolio de la violencia
por parte del Estado produce efectos fundamentales sobre el conjunto de las relaciones
sociales, y más que eso, sobre la propia capacidad social de percibir los mimbres que
forma el armazón del mundo social en tanto que mimbres contingentes.
Y esa desaparición no supone que la hayan palmado todos los polis o militares,
sino que la crisis de unos elementos del Estado desmorona la barrera simbólica que
separa a las fuerzas represivas del resto de la población y permite que, en vez de ser
una tarea técnica, la represión comporte una evaluación del sentido de las protestas
contra las que se les manda a actuar.
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Por ello, los episodios de confraternización entre amotinados y fuerzas
represoras son el momento emotivo clásico del triunfo de las revoluciones. En palabras
de Katharine Chorley en su estudio “Ejércitos y el arte de la revolución”: “la
confraternización es la generación por un medio u otro del sutil sentido emocional de
que hay una base de comunidad de sentimientos e intereses entre las fuerzas represoras
y el pueblo”13, o, en palabras de Trotski al describir las calles de Petrogrado en 1917:
“El obrero miraba a los ojos del soldado con ansiedad, el soldado apartaba la mirada
también ansioso y desconfiado (...) el trabajador se dirigía al soldado de manera más
directa, el soldado se negaba a responder ... hasta que el cambio eclosionaba: el soldado
se desembarazada de su carácter militar”14. Un policía militar portugués no lo
expresaba con menos contundencia en 1974: “nos mandaban a reprimir a los obreros
que ocupaban fábricas, diciendo que se estaban pasando, luego, llegábamos allí y al
hablar con ellos sobre las razones que les movían, veíamos que tenían razón, por lo que
nos poníamos de su lado”15.
13 Chorley, Katharine (1973) Armies and the art of Revolution. Beacon Press, Boston. (pp.153 y ss.)
14 Cit. en Chorley (1973) Armies...
15 Domingos et alii (1977) A revolução num regimento. Armazém das Letras, Lisboa.
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Por ello, en vez de una postular la existencia de una moralidad idealista,
habremos de plantear una formulación sociológica de las condiciones de posibilidad de
la moralidad, análoga la que propone Zigmut Bauman al estudiar los mecanismos que
durante la Segunda Guerra Mundial convirtieron a ciudadanos alemanes “normales”
en funcionarios del Holocausto judío16. Consideramos que esos mecanismos son muy
similares a los que transforman a ciudadanos normales (ni las “personalidades
autoritarias” de la escuela de Frankfurt ni los “hijos de puta” mentados por muchos
militantes) en eficientes policías antidisturbios. El quid de la cuestión está en no
absolutizar la moralidad y entender el microcontexto en el que se encuentra cada
individuo y otorga sentido a su actuación. Cuanto más autorreferente sea ese
microcontexto y la actividad pueda desvincularse con más facilidad del resto de
vínculos y preocupaciones con la vida en sociedad, mayor será la separación social y
la indiferencia moral con realidades ajenas. Por ello, los cuarteles se han construido
históricamente como comunidades aisladas en las que los soldados no dependen de
nada exterior al cuartel para cubrir sus necesidades diarias. Y por la misma razón,
para que no echen raíces con el entorno, es típica la rotación de los Guardias Civiles
por diferentes puntos de la geografía hispana durante sus años de servicio.
aleccionador el capítulo 6, que se dedica a glosar el experimento de Milgram: “la crueldad se relaciona
con ciertas normas de interacción social mucho más íntimamente que con rasgos de la personalidad”
(p.216).
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aquí la saña con que los atacó el pueblo y su exigencia de que fueran disueltos, primero
concedida y después revocada por Carlos III” 17.
17 Domínguez Ortíz, Antonio (1986) Sociedad y Estado en el siglo XVIII español. Ariel, Madrid
(p.308).
18 Tilly, Charles y Lees, Lynn H. (1975) “The People of June 1848” en Price (ed.) Revolution and
reaction: 1848 and the second republic. Barnes and Noble, Nueva York.
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relativamente paradójica, descubrió una composición obrera equivalente, sólo
diferenciada por una menor edad media19. Con estas conclusiones, se desmontaba la
tesis marxista de que la represión la había protagonizado el lumpenproletariado y se
señalaba la relativa indiferencia del “origen de clase” respecto a la toma de posición
en la insurrección. Además, y reforzando aún más el carácter paradójico de la
actuación de los Guardias Móviles, constató que estos soldados habían sido reclutados
sólo cuatro meses antes entre los obreros parados que habían participado en las
barricadas de febrero.
Aunque algunos, como el sociólogo Rod Aya, se apresurasen a declarar que con
estos datos “se colocaba un clavo más en el ataúd del marxismo”20, lo que nos muestra
Traugott es el importantísimo papel que jugó el dispositivo militar de encuadramiento
como técnica que permitió separar a un grupo de jóvenes trabajadores de sus lugares
de origen y de sus compañeros de trabajo y lucha, entrenarlos, encuadrarlos
vitalmente y disponer de ellos como herramienta coercitiva en el momento en que lo
consideraron necesario, aunque eso les supusiese practicar una violencia sistemática
sobre sus viejos camaradas. El éxito del comandante de las Guardias Móviles no era
casual, se trataba de un militar bien consciente de los peligros de la confraternización
que había aplicado las lecciones aprendidas por el Ejército con la falta de disciplina y
obediencia de las fuerzas represoras en los episodios clásicos de la Revolución
Francesa21.
La respuesta militante ante este tipo de paradojas suele tomar la forma de una
condena moral o personal a los individuos que aceptaron participar en semejantes
atrocidades represivas, apelando de manera idealista a la responsabilidad moral
última de quien siempre puede declararse objetor de conciencia. Esto equivale
argumentativamente a considerar que, como los hombres son libres, los esclavos en
realidad lo son porque no se rebelan; significa renunciar a pensar las condiciones reales
que, en determinadas circunstancias, hacen de un homo sapiens un esclavo o,
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