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Plantear el tema es revisar primero cuáles fueron las claves para que en una comunidad como la
nuestra con una mayoría de matrimonios se diera esta característica: en principio, existía como en todo
grupo comunitario con personas casadas, la voluntad de incorporar a la reflexión de la vida cristiana el
tema del matrimonio. Éramos conscientes que la realidad de estar casados movía en sus bases lo que
veníamos construyendo como testimonio de vida cristiana. Una vida de casados es no sólo una realidad
social y económica sustancialmente diferente, sino también plantea el reto de revisar la dimensión
espiritual de toda nuestra vida. Además de ello, también jugaba en esas épocas otra constante que
también moviliza la dinámica de comunidades de características similares: los integrantes, sabiéndose
ante la inminente llegada de los hijos –que como sabemos aparecen por todas partes en el proceso,
pero sobre todo en las reuniones y hasta en la agenda— nos veíamos ilusionados con la idea de crear
para nuestros descendientes una realidad distinta. Los integrantes nos avocamos a construir una
especie de hogar paralelo, en donde los hijos son más que conocidos, viven un ambiente donde todos
somos sus tíos, y los padres nos compartimos las preocupaciones y el cuidado de todos los hijos, en
una dinámica que nos da a todos la oportunidad de compartir emocional y prácticamente el proceso de
formación y acompañamiento de todos los hogares dentro de la dinámica de la comunidad. En nombre
de esas intenciones, hemos hecho reuniones de todo tipo, desde reuniones paralelas padres niños,
convivencias deportivas, recreativas y de reflexión compartida.
Pasados ya los años y viendo en perspectiva lo vivido no nos arrepentimos del esfuerzo. Hemos
ganado para la comunidad un ambiente muy especial entre nosotros, y hemos logrado llevar esta
preocupación a áreas como la reflexión teológica laical, el apostolado y la preocupación social. Sin
embargo, queremos compartir con ustedes, queridos lectores, algunas conclusiones que podemos
expresar ahora, en el camino:
Toda comunidad que pretenda recorrer este camino deberá entender también que no
se puede permanecer en esta dinámica durante toda la vida comunitaria. Los que ya hemos
hecho este proceso sabemos que son los años los que terminan de dar nuevas pautas de reunión; esto
porque obviamente, no podemos ofrecerle a nuestros hijos a tener el mismo espacio de reunión que
nosotros, sobre todo cuando ellos crecen. Hay que pedir al Señor mucha claridad para poder leer entre
los comentarios de nuestros hijos, que no descartan ni rechazan la vida de nuestra comunidad, pero
que naturalmente nos reclaman un lugar más propio. Muchos de nuestros hijos necesitan a veces que
seamos nosotros que demos el paso primero, porque simplemente han podido participar de todo el
proceso y tienen pena de incomodarnos porque son testigos de todo el amor y el esfuerzo que la
comunidad ha realizado para recibirlos desde que eran niños.
Las comunidades deben reconocer que asumir la vida familiar no siempre significa
estar reunidos en todas partes como familia, hay un reto más amplio presente en el
testimonio de las familias que pertenecen a una comunidad, y es precisamente llevar la
comunidad al seno de la vida del hogar. Esto es esencial para mantener una relación armónica
entre el proceso comunitario y la evolución de cada una de las familias de los integrantes. Podríamos
decir que uno de los regalos que recibimos las familias que participamos de procesos comunitarios, es
que si logramos un diálogo y respeto mutuo entre la dinámica comunitaria, el proyecto personal de los
integrantes y los proyectos de familia, logramos formar un testimonio de familia que incorpora en su
dinámica la preocupación por difundir la comunidad como un valor. Somos testigos de muchas de las
familias de nuestros integrantes (inclusive de los integrantes solteros), que han llegado a convertirse
en el eje de sus familias extensas, formando redes de verdadera solidaridad y preocupación por los
demás que están vinculados a ellas. Creemos que es este aspecto uno de las principales áreas del
compromiso de la vida familiar en que las comunidades deben motivar a sus miembros a involucrarse.
Para una comunidad cuyos integrantes son a su vez familias, la intensidad de las relaciones familiares
de éstas con sus familias de origen, y la manera como a través de ellas llega el mensaje del Evangelio
vivido en la comunidad, es quizás la manera como se logran mantener estas experiencias vivas y
participantes en el proceso.
En la comunidad Nicolás Castel, creemos que esto que estamos declarando resulta sustantivo
no sólo para el caso de las comunidades laicales, sino que también es importante considerarlo en el
caso de las comunidades religiosas, teniendo en cuenta su propia vocación. Hemos tenido ocasión
durante todo el proceso, no sólo de sentirnos acompañados por hermanos y hermanas ss.cc., sino
también de acompañar el testimonio de muchos de ellos compartiendo en el camino de nuestra misión
las luces y las sombras de la vida comunitaria. Y es desde ese compartir que creemos necesaria la
relación e intercambio de experiencias de comunidades laicales y religiosas, sobre todo en este tema.
El aporte y riqueza particular compartida e intercambiada, puede hacer que este rasgo de Espíritu de
familia que pretendemos vivir en nuestras comunidades, lleve sus integrantes a involucrarse más
intensamente al interior de cada una de sus comunidades, y quizás nos daría a todos nosotros como
familia ss.cc. una oportunidad para crecer juntos. Porque si bien es cierto, el testimonio de familia
dentro de una comunidad sólo es posible -hasta el momento- dentro de una comunidad laical, todos
compartimos la experiencia de haber vivido en una familia, y ese regalo común que todos los seres
humanos hemos tenido, es el que nos puede hacer capaces de compartirlo, y hacerlo parte de nuestra
vida cristiana y congregacional.