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El color se va deslindado poco a poco del blanco y el negro hasta cobrar presencia
en pequeños toques, como los amarillos luminosos, que parecen brotar del fondo y
que inevitablemente asociamos con vitrales de un nuevo orden urbano, como si la
ciudad fuese ella misma, en su totalidad y sus fragmentos –un templo de luz. La
fuerza de esa ciudad-templo se descubre también en la expresión totémica presente
en la composición de los collages donde atisbamos un espectro de edificaciones que
va, de las torres de la mezquita de Djenné en Mali (aquella lejana construcción
hecha en el barro primordial para honrar a los dioses), hasta los Siete templos
celestiales de Anselm Kiefer (gigantescas torres habitadas por claves místicas
hebreas, referencias cabalísticas a los siete niveles de espiritualidad). Y es que allí,
por entre esos misteriosos enigmas del pasado y el futuro –arquitecturas de lo
sagrado–, los Ritmos Urbanos de Carmela Fenice parecen recordarnos que bajo la
arquitectura cotidiana, la que nos rodea en la ciudad contemporánea, yace oculta
una posible significación gráfica del espacio totémico.
La línea de tiempos se cruza: sus ciudades son arcaicas pero también megalópolis;
son las ciudades recién descubiertas por la cámara en movimiento en la
cinematografía de comienzos del siglo pasado, pero también la ciudad
contemporánea con su propia iconografía, con sus tejidos invisibles, con sus
geometrías ocultas y con ese otro tipo de dinámica que le otorgan los rieles o los
rascacielos y los ventanales inmensos. Las de Carmela no son ciudades
reconocibles pero tampoco son ciudades inventadas: son las ciudades de que yacen
en el archivo la memoria, las que construimos poéticamente bajo las reglas de
nuestros propios afectos.