Sei sulla pagina 1di 5

San Agustín

(Aurelius Augustinus o Aurelio Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia, 354 - Hipona, id., 430) Teólogo latino,
una de las máximas figuras de la historia del pensamiento cristiano. Excelentes pintores han ilustrado la vida de San Agustín
recurriendo a una escena apócrifa que no por serlo resume y simboliza con menos acierto la insaciable curiosidad y la constante
búsqueda de la verdad que caracterizaron al santo africano. En lienzos, tablas y frescos, estos artistas le presentan acompañado
por un niño que, valiéndose de una concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho en la arena de la playa. Dicen que
San Agustín encontró al chico mientras paseaba junto al mar intentando comprender el misterio de la Trinidad y que, cuando trató
sonriente de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño repuso: "No ha de ser más difícil llenar de agua este agujero que
desentrañar el misterio que bulle en tu cabeza."

San Agustín de Hipona


San Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de la más absoluta racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas
veces, porque es tarea de titanes acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas y matemáticas y alcanzar la divinidad
mediante los saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo.
La personalidad de San Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta durísimos yunques para forjarla.
Biografía
Aurelio Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un funcionario
pagano al servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio intuitivo y educó a
su hijo en su religión, aunque, ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible,
soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios,
pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los
estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber era aún más fuerte que su amor por las distracciones; terminadas las clases
de gramática en su municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después retórica en Cartago.
A los dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un hijo al que pusieron por nombre Adeodato. Los excesos
de ese "piélago de maldades" continuaron y se incrementaron con una afición desmesurada por el teatro y otros espectáculos
públicos y la comisión de algunos robos; esta vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las Escrituras
le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la
filosofía, y en este territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado, doctrina que obviamente no
podía satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona en estos años es su adhesión al dogma maniqueo; su
preocupación por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, la
religión de moda en aquella época. Los maniqueos presentaban dos sustancias opuestas, una buena (la luz) y otra mala (las
tinieblas), eternas e irreductibles. Era preciso conocer el aspecto bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir de acuerdo con
él para alcanzar la salvación.

San Agustín de Hipona en su celda (c.1480),


de Sandro Botticelli
A San Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal y de las pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces
eran estos los temas centrales de su pensamiento. La doctrina de Mani o Manes, fundador del maniqueísmo, se asentaba en un
pesimismo radical aún más que el escepticismo, pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia tenebrosa enemiga
del espíritu, justamente aquella materia, "piélago de maldades", que Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384). Durante diez años,
a partir del 374, vivió Agustín esta amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por los altos cargos de la jerarquía maniquea
y no dudó en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas abstinencias y
complementó todas estas prácticas con estudios de astrología que le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la buena
senda. A partir del año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de sus
correligionarios lentamente, primero en secreto y después denunciando sus errores en público. La llama de amor al conocimiento
que ardía en su interior le alejó de las simplificaciones maniqueas como le había apartado del escepticismo estéril.
En 384 encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos,
profundiza en los antiguos pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los neoplatónicos,
probablemente de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción de la esencia divina y
de la naturaleza del mal; igualmente decisivo en la nueva orientación de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio,
arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien San Agustín escuchaba con delectación, quedando
"maravillado, sin aliento, con el corazón ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo
depende y que no depende de nada», San Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios,
derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en
ningún caso como sustancia.
Dos años después, la convicción de haber recibido una señal divina (relatada en el libro octavo de las Confesiones) lo decidió a
retirarse con su madre, su hijo y sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín escribió sus
primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se consagró definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un
éxtasis compartido con su madre, Mónica, que murió poco después.
En 388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le
encomendó la misión de predicar entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y le valió gran
renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica,
reflejado en las controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.

San Agustín de Hipona y Santa Mónica (1846), de Ary Scheffer


Tras la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de Hipona; desde este pequeño pueblo
pescadores proyectaría su pensamiento a todo el mundo occidental. Sus antiguos correligionarios maniqueos, y también los
donatistas, los arrianos, los priscilianistas y otros muchos sectarios vieron combatidos sus errores por el nuevo campeón de la
Cristiandad. Dedicó numerosos sermones a la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos, adversarios,
extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor, administrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una ingente
obra filosófica, moral y dogmática; entre sus libros destacan los Soliloquios, las Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios
testimonios de su fe y de su sabiduría teológica.
Al caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de ser responsable de las desgracias del imperio,
lo que suscitó una encendida respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene una verdadera filosofía de
la historia cristiana. Durante los últimos años de su vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el 429),
a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de Hipona, cayó enfermo y murió.
La filosofía de San Agustín
El tema central del pensamiento de San Agustín de Hipona es la relación del alma, perdida por el pecado y salvada por la gracia
divina, con Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas partes. De ahí su
carácter esencialmente espiritualista, frente a la tendencia cosmológica de la filosofía griega. La obra del santo se plantea como
un largo y ardiente diálogo entre la criatura y su Creador, esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones (400).
Si bien el encuentro del hombre con Dios se produce en la charitas (amor), Dios es concebido como bien y verdad, en la línea del
idealismo platónico. Sólo situándose en el seno de esa verdad, es decir, al realizar el movimiento de lo finito hacia lo infinito, puede
el hombre acercarse a su propia esencia. Pero su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos,
desempeña la gracia divina, por encima del que tiene la libertad humana, en la salvación del alma. Este problema es el que más
controversias ha suscitado, pues entronca con la cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín contiene en este punto
algunos equívocos.
Mundo, alma y Dios
En sus concepciones sobre la naturaleza y el mundo físico, Agustín de Hipona parte del hilemorfismo de Aristóteles: los seres se
componen de materia y forma. Pero conforme al ideario cristiano, Agustín introduce el concepto de creación (Dios creó libremente
el mundo de la nada), extraño a la tradición griega, y enriquece la teoría aristotélica con las llamadas razones seminales: al crear
el mundo, Dios lo dejó en un estado inicial de indeterminación, pero depositó en la materia una serie de potencialidades latentes
comparables a semillas, que en las circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino originaron los sucesivos seres y
fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo, actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose
como cosmos.
El ser humano se compone de cuerpo (materia) y alma (forma). Pero siguiendo ahora a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y
alma son sustancias completas y separadas, y su unión es accidental: el hombre es un alma racional inmortal que se sirve, como
instrumento, de un cuerpo material y mortal; el santo llegó incluso a usar algunas veces el símil platónico del jinete y el caballo.
Dotada de voluntad, memoria e inteligencia, el alma es una sustancia espiritual simple e indivisible, cualidades de las que se
desprende su inmortalidad, ya que la muerte es descomposición de las partes.

San Agustín de Hipona (c. 1637), de Rubens


Tal concepto crearía dificultades y dudas en San Agustín a la hora de establecer el origen del alma (siempre rechazó la noción
platónica de la preexistencia) y conciliarlo con el dogma del pecado original. Si el alma era generada por los padres al igual que
el cuerpo (generacionismo), se entendía que el pecado original se transmitiese a los descendientes, pero, siendo simple e
indivisible, ¿cómo podía el alma pasar a los hijos? Y si el alma era creada por Dios en el instante del nacimiento (creacionismo),
¿cómo podía Dios crear un alma imperfecta, manchada por el pecado original?
Para San Agustín, fe y razón se hallan profundamente vinculadas: sus célebres aforismos "cree para entender" y "entiende para
creer" (Crede ut intelligas, Intellige ut credas) significan que la fe y la razón, pese a la primacía de la primera, se iluminan
mutuamente. Mediante la sensación y la razón podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas verdades necesarias
y universales, pero referidas a fenómenos concretos, temporales. Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario que Dios
concede al alma, a la razón, podemos llegar al conocimiento racional superior, a la sabiduría. Por otra parte, un discurso racional
correcto necesariamente ha de conducir a las verdades reveladas.
De este modo, la razón nos ofrece algunas pruebas de la existencia de Dios, de entre las que destaca en San Agustín el argumento
de las verdades eternas. Una proposición matemática como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras, es necesariamente verdadera
y siempre lo será; el fundamento de tal verdad no puede hallarse en el devenir cambiante del mundo, sino en un ser también
inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las perfecciones en grado sumo; Agustín destaca entre sus atributos la verdad y la
bondad (por influjo de la idea platónica del bien), aunque establece la inmutabilidad como el atributo del que derivan lógicamente
los demás. La influencia de Platón se hace de nuevo patente en el llamado ejemplarismo de San Agustín: Dios posee el
conocimiento de la esencia de todo lo creado; las ideas de cada ser en la mente divina son como los modelos o ejemplos a partir
de los cuales Dios creó a cada uno de los seres.
Ética y política
El hombre aspira a la felicidad, pero, conforme a la doctrina cristiana, no puede ser feliz en la tierra; durante su existencia terrenal
debe practicar la virtud para alcanzar la salvación, y gozar así en la otra vida de la visión beatífica de Dios, única y verdadera
felicidad. Aunque para la salvación es necesario el concurso de la gracia divina, la práctica perseverante de las virtudes cardinales
y teologales es el camino que ha de seguir el hombre para alejarse de aquella tendencia al mal que el pecado original ha impreso
en su alma.
Agustín de Hipona entiende el mal como no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis ejemplarista, el mundo y los seres que
lo forman son buenos en cuanto que imitación o realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas; no podemos culpar a Dios
de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del mismo modo, las malas acciones son actos privados de moralidad;
Dios no puede sino permitir que se cometan, pues lo contrario implicaría retirar al alma humana su libre albedrío.
Las ideas políticas de Agustín de Hipona deben situarse en el contexto de la profunda crisis que atravesaba el Imperio romano y
de la acusación lanzada por los paganos de que el cristianismo era la causa de la decadencia de Roma. San Agustín respondió
trazando en La ciudad de Dios una filosofía de la historia; la palabra "ciudad" ha de entenderse en esta obra no como conjunto de
calles y edificios, sino como el vocablo latino civitas, es decir, la población o habitantes de una ciudad. Entendiendo el término en
tal sentido, para San Agustín la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, la ciudad

María Rafols es una estrella más en esa constelación de mujeres fuertes, urgidas por el amor a Dios y a sus preferidos, los más
pobres y necesitados de la sociedad, que aparece y brilla en ese siglo XIX español, tan convulso y agitado por enfrentamientos y
odios.

Pionera en España de la Vida Religiosa apostólica femenina, es fundadora, junto con el P. Juan Bonal, de las Hermanas de la
Caridad de Santa Ana.

Biografía
Catalana de origen, de Vilafranca del Penedès, su aventura empieza el 28 de diciembre de 1804 en Zaragoza, a donde llega entre
un grupo de doce Hermanas y doce Hermanos de la Caridad. El P. Juan Bonal los ha reunido en Barcelona para servir a los
enfermos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, respondiendo a la llamada de la Junta que lo rige.

Viajan en carros, desde Barcelona, dejando atrás para siempre su tierra y su familia. Al atardecer de ese 28 de diciembre llegan a
Zaragoza. Una primera visita al Pilar, para poner en manos de la Señora aquella nueva y arriesgada misión. Y desde allí al Hospital,
aquel gran mundo del dolor donde, bajo el lema Domus Infirmorum Urbis et Orbis, Casa de los enfermos de la ciudad y del mundo,
se cobijan enfermos, dementes, niños abandonados y toda suerte de desvalimientos.

Es un mundo complejo y difícil. María Rafols, Superiora de la Hermandad femenina a sus 23 años, tiene que enfrentarse a una
tarea que parece muy superior a sus fuerzas: poner orden, limpieza, respeto y, sobre todo, dedicación y cariño a aquellos seres,
los más pobres y necesitados de su tiempo.
Y lo hizo muy bien. Dicen las crónicas que “con mucha prudencia y discreción”. Los Hermanos ni pudieron superar la carrera de
obstáculos y a los tres años ya habían desaparecido. Las Hermanas se quedan y aumentan en número. M. Rafols sabe sortear los
escollos con prudencia, caridad incansable, y un temple heroico que ya empieza a despuntar.

Es una mujer decidida, arriesgada, valiente. Se presenta, con algunas Hermanas, a examen de flebotomía, ante la Junta en pleno,
para poder practicar la operación de la sangría, tan frecuente en la medicina de su tiempo, buscando siempre el mejor servicio al
enfermo. Esto, en su época y en una mujer, era algo casi inconcebible.

En los sitios de Zaragoza, durante la Guerra de la Independencia, su caridad alcanza cotas muy altas, especialmente cuando el
Hospital es bombardeado e incendiado por los franceses. Entre las balas y las ruinas expone su vida para salvar a los enfermos,
pide limosna para ellos y se priva de su propio alimento. Y cuando todo falta en la ciudad, se arriesga a pasar al campamento
francés, para postrarse ante el Mariscal Lannes y conseguir de él, atención para los enfermos y heridos. Atiende a los prisioneros,
e incluso intercede por ellos, logrando en algunos casos su libertad.

Desde 1813, Madre Rafols aparece al frente de la Inclusa, con los niños huérfanos o sin hogar, los más pobres entre los pobres.
Allí pasará prácticamente el resto de su vida, derrochando amor, entrega y ternura. Es el capítulo más largo de su vida, más
escondido, pero sin duda el más bello. Será la madre atenta de aquellos niños por los que se desvive hasta su ancianidad. Su
presencia se hace insustituible para lograr el buen orden y la paz en ese departamento, uno de los más difíciles y delicados del
Hospital. Sigue además los pasos de los niños que se crían fuera, a cargo del mismo Hospital, o se dan en adopción, defendiéndolos
y aún recogiéndolos cuando entiende que no son bien cuidados y tratados.

A M. Rafols le alcanzan también las salpicaduras de la primera guerra carlista, con un coste de dos meses de cárcel y seis años
de destierro en el Hospital de Huesca, con la Hermandad fundada en 1807, semejante a la Zaragoza, a pesar de que la sentencia
del juicio la declaraba inocente. Sigue la suerte de tantos otros desterrados por las más leve sospecha o denuncia calumniosa.
Pero cárcel, destierro, humillación, calumnia, sufridos con paz y sin una queha, le hacen entrar de lleno en el grupo de los que
Jesús llama dichosos: los perseguidos por causa de la justicia, los pacíficos, los misericordiosos. A su regreso, vuelve sencillamente
a la Inclusa, con los niños que no saben de guerras ni odios, pero que intuyen el amor.

Muere el 30 de agosto de 1853, próxima a cumplir 72 años y 49 de Hermana de la caridad. Su muerte es un reflejo de su vida:
serenidad, paz, cariño y agradecimiento a las Hermanas, entrega definitiva al Amor por quien ha vivido y se ha gastado sin reservas,
dejando a sus hijas la gran lección de la CARIDAD SIN FRONTERAS, en la entrega día a día. Una caridad que no muere, que no
pasa jamás.

El P. Juan Bonal es ante todo un gran apóstol de la caridad, mendigo de Dios en favor de los más desvalidos de la sociedad de su
tiempo, misionero incansable por los más diversos lugares de la geografía española, en una entrega radical y heroica.

Biografía
Nace en Terradas (Gerona) el 24 de agosto de 1769, en una familia de hondas raíces cristianas. Tiene una buena formación
intelectual para su época, encaminada al sacerdocio, a pesar de su condición de heredero, como primogénito de la familia, según
la costumbre del país. Emprende sus estudios de Filosofía en la Universidad Sertoriana de Huesca, de Teología en Barcelona y
Zaragoza.

Se presenta en Reus (Tarragona) a las oposiciones convocadas por el Ayuntamiento para las dos aulas de Gramática y es aprobado
para profesor de una de ellas. Allí residirá durante siete años, los cinco últimos ordenado ya de sacerdote. Es allí donde nace esa
vocación de caridad y entrega hacia los marginados de su tiempo, hacia las necesidades que palpaba cada día en su entorno.
Junto a la enseñanza, realiza una intensa actividad caritativa y apostólica: visita enfermos y encarcelados, atiende a niños y jóvenes
abandonados.

La caridad con los más pobre y desamparados de su tiempo le atraerá de tal manera, que llegará a renunciar a la enseñanza para
dedicarse de lleno al servicio de los enfermos en el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona primero, en el de Ntra. Sra. de Gracia
de Zaragoza después, a donde llegara en 1804 para establecer en él una Hermandad de Caridad, con vocación de vida religiosa y
dedicación a los enfermos y desamparados, quedando él como capellán del Hospital y director de la Hermandad.

Los trágicos sucesos de los Sitios de Zaragoza, hicieron de aquel centro hospitalario un montón de ruinas y durante muchos años,
la miseria presidió la vida del Hospital y sus moradores. Para paliarla en lo posible, el P. Juan dedicará el resto de su vida a mendigar
de pueblo en pueblo, por gran parte de la geografía española, a lomos de una mala cabalgadura, en interminables y duras jornadas,
como limosnero del Hospital de Zaragoza.

Mendigo de Dios por los pobres, pasó por todas partes haciendo el bien, predicando a las gentes sencillas del mundo rural,
excitando su fe y caridad, dedicando largas horas al confesionario, impartiendo el perdón y la paz a los que, movidos por su palabra
ardiente, acudían a él.

Fueron muchas las fatigas e inclemencias de los caminos, muchas las dificultades que encontró en su ingrata misión de limosnero.
Pero nada le hará desistir de una empresa que exigía humildad, caridad y paciencia heroicas, en la que ponía ilusión y constancia
sin límites, con total entrega y olvido de sí. Misión que se prolongará el resto de su vida, hasta su muerte en el Santuario de Ntra.
Sra. del Salz, en Zuera (Zaragoza), donde solía retirarse para preparar sus veredas. Allí rindió su última jornada acom pañado de
dos Hermanas de la Caridad, de aquella Hermandad por él fundada, con la que siempre estuvo en comunión de ideales y afecto,
de un médico enviado por el Hospital, que tantos beneficios le debía, y de varios sacerdotes. Con plena lucidez y paz recibió los
sacramentos de manos del sacerdote de Zuera, mandó celebrar una misa a S. José y el Señor le salió al encuentro el día 19 de
agosto de 1829, próximo a cumplir 60 años.
BIOGRAFIA DE JUAN BONET
jBIOGRAFIA DE BONET, JUAN PABLO

Educador de sordomudos y primer publicista de una obra sobre el arte de enseñar a los mismos; los posteriores tratadistas y
maestros de esta enseñanza nacionales y extranjeros se apoyaron en su doctrina para perfeccionarla y lograr métodos más
adecuados.

Biografía

1579 - 1633

Vida
Juan Pablo Bonet nació el 5 enero de 1579 en Torres del Castellar (Zaragoza).
Llegó a la Corte a temprana edad.
Se alistó como soldado y peleó contra los piratas berberiscos, así como en las luchas de Felipe III por el dominio del Milanesado
y Saboya.
En 1607 entró al servicio del condestable Juan Fernández de Velasco, en calidad de secretario, y contrajo matrimonio con Da
Mencía de Ruicerezo.
Muerto el condestable en 1615, pudo observar cómo un hijo del mismo, sordomudo desde los dos años, era educado por Manuel
Ramírez de Carrión, que logró que aprendiera a leer, escribir y hablar con facilidad.
Pero Carrión fue obligado a ocuparse exclusivamente de otro alumno sordomudo, el marqués de Priego, y entonces fue cuando
se ofreció Bonet para continuar la labor de aquél.
Después se entregó a la política y a la diplomacia, para lo que reunía grandes dotes y un especial interés.
Estuvo en Roma y a la vuelta se le nombró consejero de Su Majestad y secretario del Consejo Supremo de Aragón.
Fue presidente del brazo de los hijosdalgo en las Cortes de Barbastro y Calatayud.
Murió el 2 febrero de 1633 en Madrid.
Obra
Su libro:
- Reducción de las letras, y arte para enseñar a hablar los mudos, fue dedicado a Felipe III y publicado en Madrid por Francisco
Abarca en 1620.
Hay en él dos partes principales:
- El tratado de la reducción de las letras, de interesante valor para los estudios de fonética.
- El arte de enseñar a hablar a los mudos.
Después inserta un:
- Tratado de las cifras, en el que indica "Cómo se leerá un papel escrito en cifra sin la contracifra, y qué advertencias son necesarias
para que no pueda leerse".
Le sigue un:
- Tratado de la lengua griega, con el que pretende enseñar fácilmente a leer los caracteres griegos, y pide que, siguiendo su
método, se enseñe a leer griego en las escuelas.
Cierran la obra unas:
- Advertencias para valerse de este Arte para enseñar a hablar los mudos las naciones extranjeras.
Para Bonet, la enseñanza de los mudos se basa en que la nominación de nuestras letras es tan sencilla que puede ser
demostrativa y, mediante estas demostraciones, que el mudo puede comprender incluso mejor que los que no lo son, rápidamente
se conocerán las letras.
Pero antes de llegar a este momento hay que lograr esa nominación sencilla de las letras, que no es la usada normalmente.
A tal fin se debe realizar la que él llama reducción de las letras. Son éstas, en los idiomas latinos, cinco vocales y 17 consonantes.
Las primeras son sencillas de por sí, pero a las otras hay que quitarles su complejidad.
Muestra cómo se articula cada una de ellas y de ahí deduce que cada consonante debe pronunciarse como un sonido puro, y no
acompañada de ninguna vocal.
Enseñadas así las consonantes, no habrá necesidad posterior de aprender a juntarlas, salvo el caso especial de algunas como la
C, de la que habrá que mostrar los conjuntos CA, CO, CU por una parte y CE, CI por otra.
Con tal método, el mudo aprenderá bien y los niños no defectuosos sabrán hacerlo en menos tiempo del que se emplea
normalmente, sin dificultades, sin aburrimiento, con sentido y en una progresión natural.
Bonet colocó el elemento palabra en primer término de la pedagogía del mudo.
Dio el uso debido a la mímica, prescindiendo de ella en cuanto el alumno conocía la lengua.
Proporciona al mudo la noción de los contrastes, mediante una intuición clara.
Y, de acuerdo con la base experimental de su enseñanza, prescribía el enseñar a contar mediante conjuntos de garbanzos, a los
que luego sustituiría la cifra y su representación en letras.uan de Pablo Bonet (1573-1633) fue un pedagogo y logopeda español,
nacido en El Castellar, hoy desaparecido, en el término de Torres de Berrellén (provincia de Zaragoza, España).

Juan de Pablo Bonet, revestido con el hábito de la Orden de Santiago, recreación artística del pintor sordo José Zaragoza, en
1929.
Aunque no está demostrado plenamente, se afirma de común que estudió en Zaragoza y Salamanca. También se afirma,
infundadamente, que combatió como militar, en África, en Saboya y en el Milanesado.
Tuvo en sus manos la educación de un joven noble, sordo de nacimiento, hijo del condestable de Castilla, Juan Fernández de
Velasco, a cuyo servicio estaba. A la vez que ascendía en su carrera política y llegara a presidir el "brazo de los caballeros" en las
Cortes del Reino de Aragón, se dedicó a desentrañar los misterios del habla, los secretos de los sonidos, de las letras y de las
estructuras gramaticales y fonéticas, para conseguir que los niños, y sobre todo los niños mudos, consiguiesen leer y hablar con
facilidad.
Inventó, pues, toda una pedagogía de la lengua para hablantes, sordos y sordomudos. Se le atribuye falsamente la invención de
lenguajes mímicos, cuando él mismo, en el prólogo de su propia obra, proscribe el uso de los mismos. También fue acusado por
el padre Benito Jerónimo Feijoo de haber plagiado la obra de fray Pedro Ponce de León, de lo cual fue defendido por Lorenzo
Hervás y Panduro a fines del siglo XVIII y en el siglo XX por el fonetista Tomás Navarro Tomás.
Es el autor de la obra Reduction de las letras y Arte de enseñar á ablar los Mudosconsiderado como el primer tratado moderno de
fonética y logopedia, en el que se proponía un método de enseñanza oral de los sordos mediante el uso de señas manuales en
forma de alfabeto manual, para mejorar la comunicación de los sordos y mudos.

Potrebbero piacerti anche