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Roberto Ferro
Editorial Biblos
Prolegómenos
temas, han perdido su firmeza y capacidad para establecer un orden categorial adecuado
para la investigación.
Esta preocupación por detallar el estado actual del tema no se agota en la
pretensión de hacer un inventario crítico más o menos preciso, sino que implica una
necesidad que permita articular una propuesta definida al respecto, con el objetivo de
contribuir al señalamiento de una apertura teórica que supere muchos de los
presupuestos en los que se apoya la reflexión acerca de la ficcionalidad.
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Capítulo I
De la referencia
Una de las vías más aceptadas para caracterizar la especificidad ficcional es la de definirla
por la falta de referencia o, al menos, de referencia verdadera o real; lo que se imbrica en
la antigua tradición retórica que
desde la Rhetorica ad Herennium (I, viii, 12-13) y Sexto Empírico ( Ad math., I, 218 y ss.),
continuada luego por Macrobio y San Isidoro, llega hasta la oposición de narratio
authentica y narratio ficta de las artes semocinandi medievales.1
Tradición que en nuestro siglo, es retomada por variantes deudoras de las tesis
de Frege, exponentes de la concepción de que las ocurrencias discursivas ficcionales
carecen de referencia (Bedeutung), es decir se sigue explicando la especificidad de las
ficciones a través de la falta de consistencia empírica de los objetos a los que refiere.
La línea de pensamiento que más ha profundizado en esa dirección es el
positivismo lógico o el neopositivismo, que postula la necesidad de superar las trampas
que el lenguaje le tiende a todo saber presumiblemente riguroso y metódico; se propone
por este camino "aclarar" (nunca se hacen cargo de los usos metafóricos de sus
precisiones) las interferencias que perturban con sus equívocos el proceso de la
investigación científica. Algunas de sus operaciones distintivas pueden sintetizarse así:
—otorgar prioridad al principio de verificabilidad como criterio legitimador para
distinguir las proposiciones con sentido de las que no lo tienen;
—determinar las condiciones posibles del significado conforme a la verificación empírica
de las proposiciones;
—elaborar la construcción de la matemática y de la lógica a partir de un sistema de
tautologías;
—homologar la filosofía con el análisis sintáctico de las estructuras formales del discurso
científico y el estudio semántico de sus significados proposicionales;
—establecer una delimitación precisa entre enunciados propios del saber científico y las
fantasmagorías metafísicas, que son asimiladas a simples ficciones, es decir entre las
proposiciones pasibles de verificación de las pseudoproposiciones.
El criterio de verificación empírica implica que el significado de una proposición
solamente puede determinarse describiendo el hecho que debería existir en el caso de
que dicha proposición fuese cierta. De lo que se desprende que el significado de un
enunciado depende del estado de cosas que supuestamente expresa, es decir, su verdad
o falsedad se relacionan directamente con la existencia o inexistencia de la realidad a la
que se refiere el contenido proposicional. Ante la dificultad que supone la explicación del
sentido de un enunciado por otro enunciado-definición —lo que traería aparejado nuevos
1Aseguinolaza, Fernando Cabo. "Sobre la pragmática de la teoría de la ficción literaria" en Avances en teoría
Literaria, Villanueva, Darío (compilador), Universidade de Santiago de Compostela, 1994.
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3Cuesta Abad, José Manuel. Teoría hermenéutica y literatura, Madrid, Visor, 1991.
4Los fundamentos referenciales del neopositivismo no tienen pertinencia en el estudio de los discursos
imaginarios, de los que la literatura es un modelo paradigmático, porque para ello deberían considerar la
existencia de dominios de referencia distintos del ámbito empírico, lo que implica la relativización del
concepto de verdad y una ampliación de las operaciones veritativas. Asimismo, además del principio de
recurrencia como procedimiento constructivo del discurso poético, estudiado por Roman Jakobson, la
autorreferencialidad, cuya significación se trama en las remisiones incesantes al intratexto, desconstruye
la función denotativa del lenguaje, colocando al lenguaje literario fuera de las posibilidades de comprensión
de la lógica apofántica.
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6En Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, 1989, Heidegger asevera que la designación de los entes
por medio de los nombres no puede entenderse en el sentido de que algo ya conocido de antemano sólo se
le dota con un nombre, sino que sólo mediante ese nombrar queda establecido lo que ese ente es. Así se vuelve
cognoscible el ente.
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"experiencia", tal como es usado por filósofos como Kant y Dewey, fue, como el
término "idea" de Locke, ambiguo entre "impresión sensorial" y "creencia". El
término "enunciado" utilizado por filósofos de la tradición de Frege, carece de tal
ambigüedad. Una vez que la filosofía del lenguaje se vio liberada de lo que Quine y
Davidson llamaron " los dogmas del empirismo" en los que la habían enzarzado
Russell, Carnap y Ayer (aunque no Frege), los enunciados ya no fueron
considerados como expresiones de la experiencia ni como representaciones de
una realidad extraexperimental. Más bien, fueron vistos como sartas de marcas y
sonidos usados por los seres humanos en el desarrollo y prosecución de las
prácticas sociales —prácticas que capacitan a la gente para lograr sus fines, entre
los que no está incluido "representar la realidad como es en sí misma".
9Ver desarrollo ampliado del tema en Ferro, Roberto. Escritura y desconstrucción -Lectura (h)errada con
Jacques Derrida, 2ª Ed.,Biblos, Buenos Aires, 1995.
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discurso10Ahora bien si se admite, como hemos intentado mostrar, que todo signo
en general es de estructura originariamente repetitiva, la distinción general entre
uso ficticio y uso efectivo de un signo se ve amenazada. El signo está
originariamente trabajado por la ficción. Desde este momento, sea a propósito de
comunicación indicativa o de expresión, no hay criterio seguro para distinguir
entre un lenguaje exterior y un lenguaje interior, ni en la hipótesis concedida de
un lenguaje interior, entre un lenguaje efectivo y un lenguaje ficticio. Una tal
distinción es, sin embargo, indispensable a Husserl para probar la exterioridad de
la indicación a la expresión, con todo lo que aquella impone. Al declarar ilegítima
esta distinción, se prevé toda una cadena de consecuencias temibles para la
fenomenología..
En La diseminación, Derrida, en estrecha correspondencia con lo anterior,
interviene desde una lectura desconstructiva sobre la noción de mímesis
platónica, en primer término en "La farmacia de Platón"11 y luego en "La doble
sesión". En este apartado relaciona mimesis y literatura, a la que Derrida
considera como el discurso rector de todos los demás discursos; para lo que
primero despliega la lógica de la mimesis en términos de dominio del imitado
11La mímesis no-culpable. Si se recobra la mímesis "antes" de la "decisión" filosófica, se observa que Platón,
lejos de unir el destino de la poesía y del arte a la estructura de la mímesis (o más bien de todo lo que se
traduce a menudo hoy, para rechazarla, por representación, imitación, expresión, reproducción, etc.)
descalifica en mímesis a todo lo que la modernidad pone por delante: la máscara, la desaparición del autor,
el simulacro, el anonimato, la textualidad apócrifa. Puede verificarse releyendo el pasaje de la República
sobre la diégesis simple y sobre la mímesis (393 a ss.). Lo que nos importa aquí es esa duplicidad "interna"
del mímeiszai que Platón quiere cortar en dos, para resolver entre la buena mímesis (la que reproduce
fielmente y en la verdad, pero se deja ya amenazar por el simple hecho en ella de la duplicación) y la mala,
que hay que contener como la locura (396 a) y el (mal) juego (396 e ).
Esquema de esta "lógica": 1º La mímesis produce el doble de la cosa. Si el doble es fiel y perfectamente
parecido, ninguna diferencia cualitativa le separa del modelo. Tres consecuencias: a) El doble —el
imitante— no es nada, no vale nada por sí mismo. b) No valiendo el imitante más que por su modelo, es
bueno cuando el modelo es bueno, malo cuando el modelo es malo. El es neutro y transparente en sí mismo.
c) Si la mímesis no vale nada y no es nada por sí misma, es nada de valor y de ser, es en sí negativa: es, pues,
un mal, imitar es un mal en sí y no sólo cuando se trata de imitar al mal. 2º Parecido o no el imitante es algo,
puesto que hay mímesis y mimemas. Ese no-ser "existe" de alguna manera (Sofista). Por lo tanto, a)
añadiéndole al modelo, el imitante viene como suplemento y deja de ser una nada y un no-valor. b)
Añadiéndose al modelo que "es", el imitante no es el mismo y aunque fuese absolutamente parecido no es
nunca absolutamente parecido (Cratilo). Ni, por lo tanto, absolutamente verdadero. c) Suplemento del
modelo, pero no pudiendo igualarle, le es inferior en su esencia en el momento mismo en que puede
reemplazarle y resultar así "primado". Este esquema (dos proposiciones y seis consecuencias posibles)
forma una especie de máquina lógica; programa los prototipos de todas las proposiciones inscritas en el
discurso de Platón y en los de la tradición. Según una ley compleja, pero implacable, esa máquina distribuye
todos los clichés de la crítica futura”. Derrida, Jacques. La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1975.
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12"Con todos sus dobles fondos, sus abismos, sus trompe-l' oeil, semejante organización de escrituras no
podía ser un referente simple y pretextual para Mímica de Mallarmé. Pero a pesar de la complejidad
(estructural, temporal, topológica, textual) de ese objeto-libreto, habríamos podido sentirnos tentados de
considerarlo como un sistema cerrado sobre sí mismo, replegado sobre la relación, ciertamente muy
entremezclada, entre, digamos, el "acto" de mimodrama (aquel del que Mallarmé dice que se escribe en una
página blanca) y el a posteriori del libreto. En ese caso, la remisión textual de Mallarmé toparía allí con una
señal de detención definitiva.
Pero no hay nada de eso. Tal escritura que no remite más que a sí misma nos traslada a la vez,
indefinida y sistemáticamente, a otra escritura. A la vez: es de lo que hay que darse cuenta. Una escritura
que no remite más que a sí misma y una escritura que remite indefinidamente a otra escritura, eso puede
parecer no-contradictorio: la pantalla reflectora no capta nunca más que la escritura, sin tregua,
indefinidamente, y la remisión nos confina en el elemento de la remisión. Cierto. Pero la dificultad se basa
en la relación entre el medium de la escritura y la determinación de cada unidad textual. Es preciso que
remitiendo cada vez a otro texto, a otro sistema determinado, cada organismo no remita más que a sí mismo
como estructura determinada: a la vez abierta y cerrada.
Dándose a leer por sí misma y ahorrándose todo pretexto exterior, Mímica está también surcada
por el fantasma o injertada en la arborescencia de otro texto. Del que Mímica explica que describe una
escritura gestual que no es dictada por nada y no hace señales más que a su propia inicialidad, etc....
Podríamos, en efecto, reconducir a Mallarmé a la metafísica más "originaria" de la verdad si en
efecto si toda mímica hubiera desaparecido, si se hubiese borrado en la producción escritural de la verdad.
13
Nombrar la identidad
El cuestionamiento de los presupuestos a partir de los cuales se establece
la discriminación entre discursos ficcionales y discursos que son portadores de
información "cierta y verídica" acerca del mundo, puede traer aparejada la
sensación de que se entra en una oscuridad retórica en la que todos los gatos son
pardos. La situación, creo, es otra, la luz que pretende iluminar la diferencia, por
el contrario, extiende una vasta opacidad que garantiza la labilidad de los límites
y, por lo tanto, la sanción inestable de los bordes discursivos que se deben
considerar en cada margen; sin que ello suponga que las determinaciones no
varíen y que las taxonomías no sean tan flexibles como variadas, pero todas, en
algún punto, imponen un baremo, un modo de separar los discursos a los que se
les asigna la potestad intransferible de producir verdad de aquellos que la simulan
o se despliegan a partir de la imaginación. Uno de los objetivos buscados en este
trabajo es el de dar cuenta de las relaciones que pueden establecerse entre la
construcción de identidad que surge a propósito del acto de nombrar y de la
verdad que emerge como consecuencia de la concomitancia entre ese acto y lo
nombrado por él. En el nombrar se desvelan las relaciones entre lenguaje, lo
nombrado y los sujetos que nombran. Cada palabra que nombra nunca se profiere
en soledad sino que es parte de un texto en el que se inscribe.
El texto es la dimensión en la que acontece el nombrar, la reflexión sobre
las condiciones de posibilidad del nombrar puede ser pensado como una mirada
inquisitiva sobre la genealogía de la construcción de las identidades y de la verdad
que se instaura en cada instancia de correlación13. Lo que es perturbador de este
13La palabra textus aparece tardíamente en latín (con Quintiliano, Instituto Oratoria, IX, 4,13), como uso
figurado del participio pasado de texere, metáfora que apunta a caracterizar a la totalidad lingüística del
discurso como un tejido. Esta denominación se refería en especial a la escritura, cuyo tramado gráfico
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configuraba icónicamente una representación de los enunciados verbales como texturas. Esta traslación
metonímica del códice continente de los signos implica considerar el texto como un sistema de entidades
tejidas que componen la significación en la trabazón de sus ocurrencias. Ya en sus primeras acepciones, la
palabra texto alude a la relevancia de cada signo en el tejido y su relación virtual con el universo de los
discursos presentes y pasados. El sentido del nombrar, aunque la palabra se profiera en soledad, remite
necesariamente al todo de la lengua.
las relaciones entre nombrar e identidad, por una parte, y referir y significar por
otra. Un nombre que fija una identidad "es Z" puede ser pensado como el acto de
indicar con un nombre "Z" a alguien y nuestra pregunta "¿en qué consiste el
interrogante quién es?" se podría contestar como la búsqueda de la referencia que
fije una identidad y que determina a ese alguien. La acción de nombrar, entonces,
designa en este caso la relación que se establece entre un término identificador
"Z" con un individuo: nombrar es establecer la vinculación semántica de esa
palabra que es un nombre. Pero como decíamos anteriormente, no hay palabra
que se profiera en soledad y por lo tanto que pueda significar autónomamente.
Toda palabra que nombra pertenece a un lenguaje; la indagación por las relaciones
entre ese nombre y su referencia conlleva una reflexión sobre el conjunto del
lenguaje, es decir, al conjunto de lo que con ese lenguaje puede decirse y también
al universo de todas las entidades que pueden ser nombradas por él.
La cuestión entonces de la respuesta a la pregunta, ¿quién es? requiere que
esas relaciones de identidad no sean separadas del espacio de significación de la
lengua en que es proferido. La respuesta, aunque sea sólo el nombre "Z", supone
decir en qué punto me sitúo dentro de las prácticas, códigos y significados en los
que acontece la interrogación que desencadena el nombre, que es el modo más
elemental de exponer la identidad. Estas dos instancias: la que responde por el
nombre y la que implica instalar la palabra que nombra en un entramado de
significados, se pueden precisar como "identidad-referencia", la que indica a "Z" e
"identidad-sentido", la que corresponde a su ubicación en la red significativa. La
primera abre la reflexión a la dimensión semántica del nombre, la segunda a la
pragmática del texto.
Tal como he planteado la problemática de la identidad entre el nombrar y
lo nombrado instala la cuestión en una genealogía indudablemente fregeana que
forma parte de una de las polémicas contemporáneas de la filosofía del lenguaje
de mayor complejidad. Genealogía a la que es necesario apelar para especificar los
términos de la relación que nos preocupa. Se impone señalar que son las
discusiones medievales respecto de la referencia de los nombres las que abren el
debate; contemporáneamente es posible, y por supuesto sintetizando hasta cierto
riesgo de reduccionismo, establecer una distinción fundamental entre la postura
de John Stuart Mill, por una parte, y las de Gottlob Frege y Bertrand Russell por
otra, las que devienen en dos direcciones opuestas: los seguidores de Mill señalan
que los nombres propios sólo tienen referencia (Bedeutung), o denotación, es
decir que entre el nombrar y lo nombrado se establece la identidad en términos
de nombre igual referencia; los fregeanos en cambio, consideran que los nombres
propios poseen también sentido (Sinn) o connotación y que es por medio de su
16
15Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones Filosóficas, trad. A. García Suárez y U. Mulines, Barcelona, Crítica,
1988.
17
Esta teoría del conglomerado, también conocida por teoría de la percha, mantiene
el núcleo de la alusión a un conjunto de características como manera más apropiada de
entender qué cosa sea la referencia, evitando asimismo hacerse cargo de la descripción
de esas características; pero esta argumentación tiene la vulnerabilidad de arrastrar las
críticas que se formulan a Russell, y ello porque en definitiva, afloja y relativiza algunos
de sus puntos centrales con el objeto de hacerlas más viables, quedando a medio camino
y agregando las que corresponden a su propia imprecisión. La pregunta por la existencia
de Aristóteles no puede quedar reducida a la cuestión de la verdad de un conglomerado
de características, es decir de descripciones que usualmente son asociadas de manera
laxa a ese nombre. Dado que no exhibe criterios de suficiente validez para explicar cuáles
de esas características son pertinentes para determinar cuándo ese nombre propio
corresponde a la identidad mencionada y que tampoco expone cómo determinar por qué
ésas y no otras. En definitiva, la teoría searleana de los nombres propios no precisa los
criterios de identificación entre el nombre y lo nombrado.
Los intentos de corrección de la teoría tradicional desarrollada por Frege y
16Searle, John. Actos de habla, trad. L. Valdés, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 175/176.
19
Voy a llamar a los dos usos de las descripciones definidas a los que aludo el
uso atributivo y el uso referencial. Un hablante que usa una descripción
definida atributivamente en una aserción afirma algo sobre quienquiera o
lo que quiera que sea el así-y-asá. Un hablante que usa una descripción
definida referencialmente en una aserción, usa la descripción para permitir
a su audiencia discernir de quién o de qué es de lo que está hablando y
afirma algo sobre esa persona o cosa. En el primer caso la descripción
definida se puede decir que ocurre esencialmente, pues el hablante desea
afirmar algo sobre aquello que cumple con esa descripción, sea lo que sea;
pero en el uso referencial la descripción definida es meramente un
instrumento para hacer un determinado trabajo —llamar la atención sobre
una persona o cosa—y, en general, cualquier otro recurso elegido para
hacer el mismo trabajo, otra descripción o un nombre, podría hacerlo
igualmente bien. En el uso atributivo el atributo ‘ser el así-y-asá’ es lo más
importante mientras que no lo es en el uso referencial.18
18 Donnellan,Keith. "Reference and Definite Descriptions" en Schwartz, S.P. /ed) Naming, Necessity and
Natural Kinds, N.Y., 1977.
20
El referir "a la cosa misma" y no a la cosa "en tanto que cumple con una
determinada descripción" no implica afirmar un acceso inmediato a "la cosa en sí", en
ningún momento se abandona el presupuesto inamovible de que sin el uso de signos
lingüísticos o nombres no es posible ninguna referencia, lo que no significa que el
significado de las expresiones tenga que ser constitutivo de aquello a que nos referimos
mediante ellas.
Putman desarrolla esta perspectiva centrado en la formación de conceptos en las
teorías científicas, a la manera de un modelo privilegiado en el que la preeminencia del
significado sobre la referencia aparece con alto grado de plausibilidad. Los conceptos
científicos se introducen discursivamente mediante definiciones más o menos precisas
—esto a diferencia de los conceptos que se manejan en el habla cotidiana— por lo tanto,
resulta evidente que esas definiciones, que constituyen el significado de los términos, son
la vía de acceso al referente en cuanto tal. Putman señala que los términos científicos son
introducidos en el contexto de una teoría que los define, precisamente lo que está
cuestionando es que esa operación pueda suponer asimismo las condiciones necesarias
y suficientes que tiene que cumplir aquello que se especifique bajo ese contexto:
Está fuera de discusión que los científicos usan los términos como si los
criterios asociados no fueran condiciones necesarias y suficientes sino más
bien caracterizaciones aproximadamente correctas sobre el mundo de
20Putman, Hillary. Mind, Languaje and Reality, Philosophical Papers Bd.2, Cambridge, MA, 1975.
21Idem anterior.
22
nombrar, lo que implica preguntarnos de qué manera podemos entender las relaciones
que se tienden entre el nombre, su contexto y lo nombrado no recurriendo a las
situaciones originales o arquetípicas, teniendo como horizonte inmediato esa tensión
entre estos dos polos, es posible señalar que en el acto de proferir un nombre propio se
relacionan ambas formas de la identidad y que su distinción emerge en el entramado
discursivo a partir de las diversas articulaciones de las diversas formas textuales.
En otros términos, y a modo de síntesis, apuntamos a reflexionar acerca de las
relaciones entre el nombre, su contexto y lo nombrado, superando la exigencia de tener
que recurrir a genealogías originales o arquetípicas, lo que no implica dejar de suponer
un contexto de significación. La dirección en la que nos estamos colocando considera que
en el acto de nombrar se relacionan ambas formas de especificar la identidad y que su
distinción emerge de las diversas articulaciones textuales que construyen reflexivamente
la identidad del sujeto nombrado, y que no necesita, por lo tanto, de la referencia
inmediata. Pero aunque este modo de considerar el nombrar no apele a esa forma de
equivalencia exige algún contexto de significación, una textualidad, es decir, que la
significación producida por la identidad-sentido ejerza funciones de indicación, para no
quedar suspendida en el vacío.
El interrogante por la identidad encuentra su respuesta, entonces, en el espacio
del texto. Un texto dice algo, sin duda, pero también hace algo. Un acontecimiento de
escritura nunca se reduce a un querer-decir. Y, con independencia de lo que diga, debe
hacer gestos. Estos gestos tienen por función producir determinado efecto. La
significación de esa gestualidad deja leer o interpretar a través del contenido mismo de
lo que el texto dice o pretende decir respecto de los enunciados. Los efectos producidos
son estructuralmente independientes de la retórica discursiva que actúa para persuadir
al lector de esto o aquello.
Pretendo situar la divisoria de aguas, que nunca puede ser definida de una vez
para siempre, que nunca es definitiva: hay textos que exhiben desaforadamente una
gestualidad que consiste en presentar, exponer, legalizar y, por supuesto, al hacerlo
imponen, autorizan, confieren fuerza de ley a una determinada correspondencia: esto es
lo que se quiere decir, o sea correlativamente, es lo que se debe leer, lo que hay que leer
y estas son las instrucciones; hay textualidades que previenen que anuncian junto a la
enunciación una clausura de la semiosis, imponen una relación de identidad-referencia
que implica un cierre de la semiosis infinita.
Por supuesto que todo ello no implica que consideremos estas textualidades como
formas anómalas, ni pseudotextualidades. No estoy estableciendo una valoración, el
punto que me interesa establecer pasa por señalar que estos discursos construyen su
sentido a partir de una restricción que ellos mismos legislan en orden a sus necesidades
funcionales. Lo que no significa que sean formas degradadas, sino una modalidad de
24
Mundos posibles
Entre las aproximaciones teóricas que se proponen establecer la especificidad
distintiva de las ficciones literarias tomando como eje privilegiado el estatuto de la
referencia, la perspectiva de los mundos posibles ha generado una vasta y compleja
ramificación de sus aspectos relevantes, así como ha sido objeto de fuertes controversias
y del consiguiente rechazo. Este marcado interés acaso pueda explicarse porque la idea
de mundos posibles se conecta con la intuición compartida por los modos de lectura más
difundidos, articulados en torno de la idea de que los textos literarios tienen como
referencia mundos específicos con una coherencia propia. La distinción, que contrapone
la realidad como elemento dado, estable y uniforme, por una parte, al mundo narrativo
ficcional, por otra, no es más que una variante del paradigma que concibe a la ficción como
un discurso anómalo o incompleto.
El linaje de la noción de mundo posible tiene su punto de partida en la filosofía de
Leibniz y ha tenido una profusa descendencia en la teoría literaria y en la estética.22 Es
necesario señalar que el interés despertado por las teorías ficcionales de los mundos
posibles definidos por su posibilidad respecto del “real” está íntimamente ligado con la
crisis de la poética realista y el resquebrajamientro del paradigma rector de la imitación
de la naturaleza.
La atención que reciben actualmente las teorías de los mundos posibles es
consecuencia de su uso por parte de la semántica lógica en el tratamiento de los
problemas del valor de verdad de los diversos tipos de proposiciones. En la década del
sesenta, Kripke esboza una dirección teórica en la que intenta formular las condiciones
de posibilidad de los valores de verdad para los operadores modales de necesidad y
posibilidad, en las que el punto de convergencia eran las relaciones de accesibilidad entre
el mundo actual y los otros mundos posibles. Esta problemática no está escindida de los
intentos de explicación de la ficcionalidad desde la semántica lógica o formal, en esta
perspectiva los mundos posibles aparecen como una vía adecuada para el tratamiento de
las condiciones de verdad de las proposiciones ficticias.
La cuestión clave de todos estos desarrollos teóricos está ya en la filosofía de
Leibniz: la concepción de realidad o mundo actual, en su caracterización definida y
23Dolezel, Lubomír. “Mimesis and Possible Worlds”, Poetics Today, Nº 9, pp. 475-496.
Capítulo II
De la enunciación
La teoría de los actos de habla de Austin ha servido como punto de partida de una
perspectiva pragmática de definición de la ficción.
Para Austin las normas del sistema lingüístico son la condición de posibilidad del
acto locutivo; el fin del acto de habla es dar cuenta del significado del acto ilocutivo, es
decir de la fuerza ilocutiva de una emisión.
Explicar la fuerza ilocutiva supone especificar las convenciones que posibilitan la
realización de los actos ilocutivos, lo que se hace para prometer, jurar, ordenar. De
acuerdo con Austin, además de la emisión de las palabras de un enunciado aseverativo,
si se pretende afirmar que el performativo se ha realizado con éxito, tienen que ser
llevadas a cabo correctamente una serie de otras operaciones, de acuerdo con reglas
socialmente establecidas. Austin impone una condición fundamental para esa
realización:
Claro está que las palabras deben ser dichas "con seriedad" y tomadas de la
misma manera. ¿No es así? Esto, aunque vago, en general es verdadero:
constituye un importante lugar común en toda discusión acerca del sentido
de una expresión cualquiera. Es menester que no esté bromeando ni
escribiendo un poema. Nos sentimos inclinados a pensar que la seriedad de
la expresión consiste en que ella sea formulada —ya por conveniencia, ya
para fines de información— como (un mero) signo externo y visible de un
acto espiritual interno.25
26Ohmann, Richard. "Speech acts and the definition of literature", en Phylosophy and Rhetoric, Nº4.
27Derrida, Jacques. "Firma, acontecimiento, contexto" en Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1989.
28Ellenguaje en estas circunstancias, no se usa de una forma especial con seriedad —inteligiblemente—,
sino en un sentido parasitario respecto a su uso normal, un sentido que entra en la doctrina de las
degeneraciones del lenguaje. Ob., cit.
jerarquía. Si no fuera posible para un personaje de una obra hacer una promesa, no habría
promesas en la vida real, ya que lo que hace posible el acto de prometer, como lo señala
Austin, es la existencia de un procedimiento convencional, de fórmulas que se repiten.
Para que se pueda prometer en la vida real, de acuerdo a ello, tiene que haber
procedimientos repetibles, como los usados en el escenario. Los enunciados serios son
una variante de esa condición de posibilidad y no la norma canónica. Es decir, el caso
canónico de prometer debe ser reconocible como repetición de un procedimiento
convencional, y la interpretación de un actor en el escenario es un modelo acabado de esa
repetición. La posibilidad de enunciados performativos serios depende de la posibilidad
de las actuaciones, porque las performativas dependen de la repetitividad que se
manifiesta de modo explícito en las actuaciones. Un enunciado puede ser una secuencia
significativa sólo si es repetible, sólo si se puede repetir en varios contextos serios y no
serios, es decir, citados y/o parodiados. La imitación no es una contingencia que depende
de un original sino, antes bien, su condición de posibilidad. Lo que reconocemos como el
estilo original de Borges es tal porque se lo puede citar, imitar y parodiar; para que ese
estilo exista tiene que haber características reconocibles que lo distingan y produzcan sus
efectos distintivos, para que sean reconocibles, a su vez, debe ser posible aislarlas en
elementos repetibles, entonces esa posibilidad repetible que se manifiesta en la copia, en
lo derivado, en lo imitativo es lo que posibilita el original. Habida cuenta de que cualquier
performativa seria se puede reproducir de varias maneras y es en sí misma una repetición
de un procedimiento convencional, la posibilidad de repetición no es algo externo que
pueda afectar negativamente a las performativas serias.
Derrida insiste en que la performativa se estructura desde el principio por su
plausibilidad:
enunciados ficcionales, que como hemos visto, Ohmann y Searle hacen depender de un
simular o fingir del enunciador el sentido último. En la lectura de Derrida la categoría de
intención no desaparece, tiene su lugar pero, desde ese lugar, no puede gobernar toda la
escena y todo el sistema de enunciación. Además, la oposición entre enunciados
citacionales y enunciados-acontecimientos singulares y originales, deja de ser pertinente,
dada la estructura de iteración, la repetición de marcas o cadenas de marcas es la
condición de posibilidad de sentido. De igual modo, la especificación de todas las
características de un contexto que afecta el éxito o fracaso de los actos de habla queda
cuestionada, si bien no se puede especificar ningún significado fuera de su contexto, no
hay ningún contexto que permita su saturación.
De lo anterior se desprende que el criterio de diferenciación construido a partir de
la teoría de los actos de habla, la noción de simulación o fingimiento, no es pertinente,
puesto que sólo funciona como una forma de restricción. Esto último también alcanza a
las correcciones a la tesis de Searle que Genette, sin apartarse de la perspectiva de una
lógica de cuño pragmático, ha marcado en Ficción y dicción31, para establecer el estatuto
de la ficción. Genette parte del presupuesto de que los actos ilocutivos de los personajes
de ficción son verdaderos en toda su fuerza ilocutiva, se plantea, entonces, la cuestión
acerca de qué ocurre con los actos constitutivos del contexto en que se producen, es decir
con los actos de habla del autor. Genette para cumplir con su propósito debe llevar a cabo
un recorte, deja de lado la ficción en primera persona o los relatos homodiegéticos cuyos
actos ilocutivos son los del narrador-personaje. En la narración heterodiegética, en
cambio, no hay marcas que permitan establecer el origen del acto ilocutorio. Para Genette
afirmar que los enunciados de ficción son aseveraciones fingidas, de acuerdo con Searle,
no excluye que ellos sean al mismo tiempo actos de habla indirectos que tienen por
función producir una ficción; los considera como formas de ofrecimiento a participar en
un mundo ficcional: Imaginen conmigo que había una vez un hombre escribiendo un
artículo para una revista literaria que... ésta sería una descripción más o menos adecuada
del acto de ficción declarado; pero también es habitual que este ofrecimiento pueda estar
implícito y no ser declarado, se da culturalmente por adquirido y el acto de ficción toma
la forma de una declaración. Las declaraciones son actos de habla por los que el
enunciador, que se haya investido de un poder, ejerce esa acción sobre la realidad. Este
poder tiene carácter institucional como cuando un sacerdote dice "os declaro marido y
mujer". Según Genette, hay en el autor de ficción un acto ilocucionario declarativo del tipo
"hágase", en virtud de un poder creativo demi-diúrgico. La convención literaria permite
al autor poner en acto las secuencias discursivas ficcionales sin solicitar acuerdo del
lector precisamente por este a priori: el derecho al hacer, al producir, al hágase.
34Ob. cit.
34
el receptor Carlos Álvarez, que somete sus dichos a una minuciosa crítica, pero ese mismo
receptor que ha tomado el discurso con toda seriedad, no ignora que el autor de los
anteriores mensajes ha sido Gustavo Béliz, sustituido esta vez por otro amanuense.
Entonces: ¿quién está fingiendo?, ¿lo que ha hecho Carlos Menem es realmente imitar
miméticamente a Gustavo Béliz antes y ahora a otro escriba?, en cuyo caso está llevando
a cabo una actuación no seria y por lo tanto parasitaria y ficcional. La circunstancia de que
sea de público conocimiento que la redacción de los discursos presidenciales sea obra de
otra persona, no le ha quitado en absoluto a su acto efectividad institucional. De todos
modos, la separación aséptica entre actos de habla fingidos y no serios queda seriamente
cuestionada en el ejemplo citado, que es extensible a todos los casos de escritores
fantasma, un sujeto fácticamente escribe y otro se hace cargo de la autoría, y todo ello no
como parte de una actuación teatral.
Tampoco la teoría de los actos de habla parece poder dar cuenta de la escritura en
colaboración, que por sus características distintivas problematiza el dogma del autor
único.35
En los últimos años, motivado por el cruce de diversos discursos, el periodístico,
el antropológico, el histórico, entre otros, ha surgido un género discursivo, el testimonio,
que se presenta como garantía de verdad de los sucesos y procesos sociales que expone.
La sola cita de un párrafo de la "Introducción" de Biografía de un cimarrón de Miguel
Barnet 36, texto canónico del género, da cuenta de las aporías de la pragmática de los actos
de habla en torno de la cuestión de la ficcionalidad:
35Para este tema ver Lafon, Michel. "Una escritura Atípica: la escritura en colaboración", en Actas II Jornadas
Rioplatenses, Instituto de Literatura Hispanoamericana, en prensa.
Capítulo III
De la narración
La narratividad se caracteriza, más allá de la multiplicidad, acaso inabarcable de
sus manifestaciones, por su rasgo distintivo de universalidad; no hay cultura alguna, ni
sociedad ni pueblo, por distante que sea su localización geográfica y por excéntricas que
parezcan sus tradiciones, que no disponga de un corpus de narraciones para constituir y
difundir los saberes tanto acerca de sí mismos como del mundo conocido o desconocido.39
La capacidad narrativa puede ser pensada, a partir de ello, como una modalidad
privilegiada de la referencia. Pero mientras que la función designativa del lenguaje refiere
a objetos o sujetos en un determinado estado, la narración refiere el cambio de un estado
a otro, la mutación, el devenir, la transformación. La única lógica posible para dar cuenta
de ese desplazamiento de la función designativa, instancia estática, a la función narrativa,
que refiere el tránsito, es una lógica fundada en la figuración, es decir una tropología.
Toda narrativa es la articulación de dos dimensiones, por una parte, la que
constituye la referencia de los objetos y personas involucrados, y, por otra, la dimensión
configurativa, de acuerdo a la cual construye la referencia al devenir. El tiempo figurado
en una narración es un intervalo, que, para constituirse como tal, exige la instauración de
un comienzo que no es nada, y que no tiene más objeto que el de ser un límite.40 El gesto
narrativo tiene un primer movimiento que es el de referir el devenir temporal como
configuración, ese referir implica a su vez el segundo movimiento, el de diferir. La
narración es un artificio por el que el tiempo narrado de un aquí y ahora, se desplaza a un
allá, desde un punto cero repetible infinitamente. Esa versatilidad de la narración que
puede repetir su comienzo interminablemente implica una relación tácita con algo que
no tiene lugar en el tiempo representado. La escritura narrativa impone en la esceno-
grafía temporal figurada una referencia a algo no-dicho y que está más allá, un postulado
cero, que permite marcar la posibilidad del retorno de un pasado; el cero es la incisión
que se abre a la multiplicidad del injerto, sin ese cero la configuración de todas las
transformaciones que se dicen como devenir no se desplegaría. Por lo tanto, la primera
imposición convencional del discurso narrativo es prescribir como comienzo lo que es
punto de llegada; el final de los sucesos narrados coincide con el principio de la narración
y en la clausura que impone la finitud del acto de narrar, se abre la instancia de repetición
infinita.
Ese no-lugar, esa nada inicial anuncia perpetuamente el retorno insistente de un
pasado del devenir que le es radicalmente ajeno. Ese eterno retorno trastorna el mito en
postulado de la cronología narrada, que de modo indecidible ha desaparecido del relato
para ser un supuesto inevitable. Esta relación necesaria con el otro, con ese no-lugar
mítico, permanece inscrito en la representación del devenir temporal junto con todas las
transformaciones textuales de la genealogía. Para que la narración se haga presente es
preciso que ese cero no-representado pero insoslayable y constitutivo autorice el sentido.
Una cita de La Odisea “Nadie sabe por sí mismo quien es el padre”, puede ser leída como
una cifra emblemática que registra alegóricamente ese dispositivo, que como un
advenedizo, siempre es exiliado del saber que determina y posibilita su organización;
aquello que no se dice es lo que permite que la escritura narrativa repita indefinidamente
su comienzo, siempre imposible de datar porque es móvil, protocolo del despliegue sin
que se lo pueda pensar siquiera como pliegue.
Esa ausencia que es la que da comienzo a toda narración, instaura y revela que la
construcción temporal se basa en su contrario, no re-significa el paso del tiempo al
volverlo presente, sino que oblitera el no-lugar para construir el sentido.
La narración articula la representación temporal como un intervalo en el que el
tiempo es figurado como si tuviera un comienzo, un medio y un final, lo que implica
otorgarle una determinada dirección y un orden específico, además de aceptar, sea cual
fuese la tipología genérica y la pertenencia discursiva, la figuración de una concepción
lineal del tiempo. La afirmación de que el tiempo es lineal está en íntima relación con la
insoslayable sucesión del lenguaje, con el encadenamiento sintagmático de los
enunciados, que no tiene otra alternativa más que la linealidad.
El discurso narrativo que como un marco transporta la representación del devenir
temporal, necesita escindirse del tiempo que pasa y olvidar su transcurso para imponer
los modelos de entramado del tiempo pasado. La narratividad implica la elección de un
vector de dirección tal que trastorne el sentido temporal que pretende representar,
invirtiendo su orientación e imponiéndole una doble clausura. La ambivalencia del
tiempo narrativo reside en la trama que no se puede concebir como una designación
denotativa sin apelar a la coacción de algún decreto reglamentario, sino que expone en
toda su amplitud los dispositivos de la semiosis infinita propia de la construcción
figurativa. Toda narración es una figura que alude a la instancia de re-comienzo, instancia
que no es reconocible en términos de ostensión.
Frank Kermode41 caracteriza como ficciones a esos cortes que otorgan sentido al
devenir temporal en tanto que intervalos y propone una micronarración como ejemplo.
Para representar el ritmo constante del mecanismo del reloj, nos servimos de una
onomatopeya: "tic-tac" . La diferencia entre los dos términos encierra un intervalo, una
secuencia rítmica. Las palabras designan la diferencia entre los dos hitos de esa estructura
rítmica. El "tic-tac" nombra el medio encerrado entre los extremos, que constituye una
unidad significativa que, repetida varias veces, reproduce una cadena de segmentos
discretos, designa lo que mide el reloj.
Kermode señala:
La diferencia reside en que el primer intervalo está configurado por una trama que
le otorga sentido al devenir temporal y el segundo, cada "tac-tic", no es aprendido como
tal por no estar configurado, en tanto tal es pura duración sin significado. El "tic-tac" es
una trama, una ficción que le otorga sentido al paso del tiempo, que sólo puede ser
percibido significativamente si es figurado como intervalo. Para Kermode, no hay
diferencia entre la trama del tiempo que corta el intervalo significativo y discreto del "tic-
tac" y la trama de una gran ficción narrativa, salvo la de la extensión, esa condición abarca
a cualquier clase de narración, ya sea considerada ficcional o no.
En la concepción de Paul Ricoeur, la temporalidad no se deja decir en el discurso
directo de una fenomenología, sino que requiere necesariamente un discurso indirecto.
Su pensamiento, sintetizado en términos amplios y generales, considera a la narración
como el guardián del tiempo en la medida en que no existiría tiempo pensado sino fuera
tiempo narrado.
La tesis central de Tiempo y narración expone que la temporalidad es la estructura
de la existencia que alcanza el lenguaje en la narratividad y que la narratividad es la
estructura del lenguaje que tiene a la temporalidad como referente último. En su artículo
“Tiempo narrativo” plantea que el tiempo tiene naturaleza narrativa; 43 la lógica o la
poética en torno de la cual se integran las diversas partes que constituyen una narración,
producen un sentido que no puede ser deducido de la simple suma de ellas. Una narración
no se deja analizar por el significado parcial de las oraciones que la componen. Un análisis
de ese tipo no tendría en cuenta la estructura más amplia del sentido, de carácter
figurativo, que la narración produce como un todo.
42Ob. cit.
45Ricoeur, Paul. Tiempo y narración, (tres volúmenes), México, Siglo XXI, 1996.
47“Decimos siempre el tiempo. Si la fenomenología no proporciona respuesta teórica a esta aporía, ¿puede
dar una respuesta práctica el pensamiento de la historia, del que hemos dicho que trasciende la dualidad
del relato histórico y el de la ficción.” Ricoeur, Paul. Ob. cit.
48En su cuento "El Aleph", Jorge Luis Borges da a leer emblemáticamente esa figuración:
conformada como una serie de proposiciones. En la cuestión del tiempo figurado por la
narrativa, la corolario más fuerte de tal situación emerge del enmascaramiento de la serie
antecedente-consecuente como dispositivo de representación temporal en términos de
un antes y un después lineal, que se pliega a las exigencias de la linealidad discursiva
fundada en la lógica proposicional.
La noción de causalidad, sea cual fuere la interpretación que se le asigne en una
teoría del conocimiento, siempre se refiere a una conexión necesaria en el tiempo.
Pensadas en términos corrientes, las acciones humanas corresponden a una fecha o, al
menos, es posible otorgarles una precisa localización temporal, es decir, se instalan en
una brecha que está limitada entre un antes y un después, tienen su principio en un ahora
que ha sido precedido, e implícitamente preparado por lo sucedido en ahoras pasados,
extendiéndose luego hasta alcanzar su término dejando lugar a ahoras futuros, y por lo
tanto, cada una de estas fases consiente en ser inscrita a un momento determinado del
tiempo. Pero esa separación de los ahoras en sucesivos momentos y su ordenamiento
relativo como series continuas no proviene de los entes del mundo, sino del trato del
hombre con ellos. El tiempo no se encuentra en las cosas, sino que la propia índole de la
temporalidad humana traza, diseña la trayectoria temporal de las acciones y procesos. El
tiempo fragmentado por las fechas que puntúan y escanden las acciones y los procesos,
no pertenece a las cosas mismas, no puede ser aprehendido como una exterioridad, ya
que es la consecuencia de las acciones humanas que se vuelven hacia los objetos del
mundo. De este modo, el tiempo no es una entidad que esté aguardando nuestra llegada
para imponer un ritmo determinado a priori. Ese tiempo, así pautado, siempre depende
de la conjunción de creencias que lo impongan como un modelo dominante.
No sería muy arriesgado afirmar que el paradigma dominante de las creencias, que
la mayoría de los discursos sociales toman para construir sus criterios en torno a la
representación temporal, sigue anclado en los postulados de la dinámica de Galileo Galilei
y en los desarrollos de la física de Isaac Newton. El eje en torno del cual se organiza este
pensamiento es la relación causa-efecto, la cual se expresa matemáticamente por medio
de una ecuación lineal. En una ecuación de estas características, si están determinados los
valores iniciales de un fenómeno, se pueden especificar completamente los valores
intermedios o finales.
Para esta concepción, el tiempo es absoluto y universal, no se modifica por la
movilidad o los cambios de estado del observador, es una suerte de telón de fondo o
marco en relación con el cual se miden y puntúan los acontecimientos. Albert Einstein
demostró que la causalidad es una ilusión, puesto que el espacio y el tiempo no están
dados de modo idéntico y absoluto para todos los observadores.
Desde la teoría de la relatividad resulta imposible concebir un ahora universal, ya
que del mismo modo que hay un aquí en constante variación, hay un ahora que cambia
42
50En Parábolas y catástrofes, Barcelona, Metatemas, 1985. Entrevistas a cargo de Giulio Giorello y Simona
Morini, René Thom dice: “Creo que en cierto sentido la teoría de las catástrofes podría entenderse como
una primera sistematización, bastante general de la analogía... No ha habido una auténtica teoría de la
analogía después de Aristóteles, mientras la teoría de las catástrofes permite abarcar la analogía en muchas
formas. La analogía por ejemplo, sobreentiende, en cierto sentido, las categorías y las funciones
gramaticales: cuando se definen las grandes categorías gramaticales, como el nombre o el verbo, lo que
crea la unidad de las categorías es precisamente un cierto tipo de analogía. El verbo describirá, en general,
un proceso en el tiempo; el nombre, a su vez, describirá un objeto atemporal. Ya en la definición de las
grandes categorías gramaticales opera una cierta teoría de la analogía que yo me esfuerzo en explicitar,
haciendo, donde es posible, consciente lo que actúa en una forma no consciente en los mecanismos de la
analogía.”
44
las figuras y los tropos y que no admite diferenciaciones entre las formas de validez
racionales y las metafóricas, es el eje fundamental de una tipología de los discursos que
apunta a controlar la constitución de los valores de verdad y certeza en torno a algunos
discursos en detrimento de otros. Los discursos que aparecen legitimados para producir
saber en términos de verdad son aquellos que pueden controlar efectivamente la semiosis
infinita de las figuras retóricas, aquéllos a los que se les impone un tope, un límite al
proceso de significación.
Cuando se confrontan las narraciones que pertenecen a la historia —que son el
paradigma de las narraciones con pretensión de verdad, que conllevan la imposición
subyacente de lo real y, asimismo, fundamentadas en los principios de la exposición
racional del los acontecimientos— con las narraciones imaginarias, de las que las
literarias son a su vez el paradigma, no es posible señalar ningún rasgo específico,
ninguna característica indudablemente distintiva, salvo las que derivan de la referencia
fáctica y de la enunciación fingida, que ya hemos desconstruido.51“La primera es que si la
materia de que se trata la historia reside por fuerza en el pasado y ese ser en el pasado de
los hechos le confiere un carácter obviamente temporal —en cierto modo la historia es la
ciencia del tiempo, algo así como una física de la sociedad— la novela histórica, a causa
del carácter espacializante que tiene la escritura (ordenar las imágenes, situarlas en un
aquí, en un allá, antes unas que otras, más arriba o más abajo, sin contar, incluso, con el
hecho básico de que las palabras ocupan espacio y, sobre todo, porque lo que las palabras
entrañan, implican y significan también se organiza espacialmente, en ocupaciones
virtuales o reales, simbólicas o alusivas), podría ser un intento por espacializar el tiempo:
tomar un tiempo concluido y darle una organización en un espacio pertinente y particular.
Por supuesto es una ilusión, como toda voluntad de espacializar el tiempo, pero esa
ilusión —y en eso consiste la respuesta— crea un objeto reconocible, identificable. Pero
hay algo más en lo ilusorio: la historia misma, como recinto del tiempo pasado, porque lo
hace con palabras que refieren, también espacializa, los hechos temporales vienen ya
espacializados.”
Toda narración, en sentido amplio todo texto, puede ser incluida en uno o varios
géneros, lo que no significa que esa asignación imponga una pertenencia. Una tipología
genérica de las narraciones fundadas en la entidad de una referencia y que no considere
a su vez la entidad de la trama que figura el decurso temporal, la cual nunca está dada
sino que pertenece al orden de la imaginación, implica que la marca genérica, el efecto del
código, sea una imposición jurídica. La marca genérica discrimina el corpus de las
narraciones, pero nunca forma parte constitutiva de los ejemplares de ese corpus; la
51Noé Jitrik en Historia e imaginación literaria, Buenos Aires, Biblos, 1995, señala a partir de la idea de
escritura las modalidades comunes de figurar la representación temporal en la historia y en la novela
histórica:
45
inclusión o exclusión de las narraciones en un orden u otro dependen de una cláusula que
desde afuera impone la legalidad del sentido. Lo que administra esa topología es un cierre,
una clausura, algunas narraciones para producir efectos de verdad deben necesariamente
cancelar la semiosis. Las narraciones históricas, las que narran una verdad cierta y
precisa, portan una marca genérica, un cerramiento, son identificadas con un tipo de
nominación que excluye la tropología o que la acepta moderadamente; están sometidas a
la ley del código que a su vez participa de la jerarquía que la gramática y la lógica tienen
sobre la retórica. Lo que la narrativa histórica literalmente informa sobre los
acontecimientos es que estos acaecieron fácticamente, pero al disponerlos en una serie
sucesiva, al ordenarlos en secuencia debe apelar necesariamente a una figuración
temporal otorgándoles un orden y una significación producidos por ese proceso
tropológico.
Tanto la narrativa histórica, que tiene la pretensión referencial de la verdad, como
la narrativa de imaginación, tienen un referente común: el carácter temporal de la
existencia. El dispositivo retórico compartido por ambos es la trama, a partir de la cual
los acontecimientos singulares y dispersos alcanzan unidad e inteligibilidad a través de
lo que Ricoeur llama la síntesis de lo heterogéneo. En tal sentido Paul Veyne señala lo
siguiente:
52 Veyne, Paul. Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, Alianza, Madrid, 1984.
46
en una trama. El postulado de verdad del discurso histórico y por extensión de todos
aquellos que se proponen narrar acontecimientos que “realmente ocurrieron”, debe
desplazar la atención, obviar la configuración de los mismos en relato, es decir, no atender
prioritariamente las estructuras de las tramas de los diversos tipos de narraciones
producidas en un determinado espacio cultural.
La producción de significación debe considerarse íntimamente ligada al
entramado de la narración, ya que cualquier conjunto dado de acontecimientos puede ser
dispuesto de diversos modos, puede ser contado desde diferentes estructuras de relato.
Los acontecimientos de que se trata no tienen sentido si no son reunidos, articulados en
torno a una unidad que le otorgue inteligibilidad y sentido de devenir temporal, es la
elección de la modalidad de relato y su imposición a los acontecimientos lo que le otorga
significación temporal. Es posible plantear que las tramas tienen una función dominante
en la producción de sentido y que la organización discursiva de las narraciones no
depende tanto de leyes causales como de argumentaciones derivadas de tramas cuyos
modelos distintivos provienen de la literatura.53
La distinción entre historia y ficción sólo se sostiene si no se replantea el problema
de la referencia, si no se admite que la narración produce sentido temporal en orden a la
competencia de los lectores para reconocer un relato como una disposición que tiene un
principio y un fin y que esa disposición significa el devenir temporal y que, además, ese
entramado remite perpetuamente a un no lugar como instancia de la repetición; la trama
es una figuración retórica y el dispositivo dominante de esa figura es la iterabilidad
infinita.54
54En cuanto narrativa, la narrativa histórica no disipa falsas creencia sobre el pasado, la vida humana, la
naturaleza de la comunidad, etc; lo que hace es comprobar la capacidad de las ficciones que la literatura
presenta a la conciencia mediante su creación de pautas de acontecimientos “imaginarios”. Precisamente
en la medida en que la narrativa histórica dota a conjuntos de acontecimientos reales del tipo de
significados que por lo demás sólo se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un
producto de allegoresis. Por lo tanto, en vez de considerar toda narrativa histórica como un discurso de
naturaleza mítica o ideológica, deberíamos considerarla como alegórica, es decir como un discurso que dice
una cosa y significa otra. Así concebida, la narrativa configura el cuerpo de acontecimientos que constituyen
su referente primario y transforma estos acontecimientos en sugerencias de pautas de significado que
nunca podrían ser producidas por una representación literal de aquéllos en cuanto hechos. White, Hayden.
47
Al arribar a este punto, no resulta muy arriesgado concluir que la narración es una
exhibición desaforada de que el sentido constituye la referencia; la narración aparece,
entonces, como un ejemplo paradigmático de que la condición de posibilidad de
producción de sentido del lenguaje sólo es concebible sobre el presupuesto de un mundo,
cuya inteligibilidad está siempre dada y es compartida por aquéllos, que sobre ese
presupuesto, se comunican. La aperturas lingüísticas al mundo son inconmensurables, lo
que convierte a la verdad en una magnitud relativa, dependiente de una configuración de
sentido previa que las hace posibles en cada ocurrencia.
La tan difundida fórmula “no-ficción”, que pretende establecer una categoría
genérica para aquellas narraciones que apelan a procedimientos literarios para relatar
sucesos reales, acaso pueda ser leída como un fallido epistemológico, habida cuenta de
que la negación del prefijo no es una indicación de que lo supuesto para la comprensión
de la fórmula es el sentido de la ficción y que desde un punto de vista genético, ficción es
la noción comprensiva a partir del cual se deriva la restricción impuesta. Digo fallido
epistemológico, puesto que la insistencia en el uso de esa denominación afirma lo que
pretende negar.
Capítulo IV
Más allá de la ficción
La revisión de las líneas teóricas que se proponen constituir de manera más o menos
precisa la especificidad de la ficción, más que alcanzar ese objetivo parecen perseguir una
noción indeterminada y preteórica y, por lo tanto, desprovista de toda pertinencia, salvo
la que consiste en componer un ghetto con todo aquello que obstruye la clausura de la
semiosis figurativa.
La endeblez teórica manifiesta de la referencia directa, o de la posibilidad de una
denotación transparente, impide construir sobre ese eje una distinción estable entre dos
espacios discursivos bien diferenciados a partir de la pertenencia o no del rango ficcional.
Los intentos de distinción que tienen como matriz a la teoría pragmática de los
actos de habla resuelven las aporías que la ficcionalidad les presenta recurriendo a la
intención del enunciador, es decir sus desarrollos implican una regresión que explica el
sentido en términos de conciencia volitiva del sujeto emisor.
En el primer caso, la extensión referencial en la que se fundan se vuelve
inaceptable por la pérdida del privilegio que tenía la realidad como exterioridad objetiva,
que determinaba la garantía última del estatuto epistemológico y ontológico del texto. En
el segundo, la fragilidad teórica que supone tomar como principio ordenador la intención,
se manifiesta en la rigidez e inadecuación de la tipología de cada uno de los planteos, más
Ob.cit.
48
60Putnam, Hillary. Las mil caras del realismo, Barcelona, Paidós, 1994.
51
Epílogo provisorio
En el curso de mi exposición me he referido a la ficcionalidad en sentido amplio y, en la
medida que me ha sido posible, he limitado mis menciones a la literatura, ello motivado
por la necesidad de evitar el recurrente lugar común que señala la no coincidencia de los
dos espacios, junto con la mezcla y confusión que los contamina, lo que me llevó a dejar
para el final las consideraciones acerca de la "ficcionalidad literaria".
Es evidente que las "ficciones" que se hacen pertenecer al espacio literario tienen
una dimensión particular. Desde Cervantes, la escritura literaria despliega su capacidad
para la contemplación de los discursos que se proponen un conocimiento cierto de la
realidad y que legalizan el estatuto de los regímenes de verdad. En la literatura
contemporánea, la tematización acerca de las aporías de los acotamientos construidos en
torno al sentido ficcional son un leit-motiv diseminado en la textualidad de escritores
como Jorge Luis Borges, Italo Calvino, José Saramago, Augusto Monterroso o Antonio
Tabucchi, mención ésta que tiene por objeto dar cuenta de una cifra emblemática más
que de un inventario siquiera cualitativo.
Los textos literarios son esceno-grafías de sentido, en los que la escritura despliega
una dimensión del componente semántico abierto en todo su espesor a las travesías de la
ambigüedad puestas en juego por la paradoja pragmática que los constituye: una cinta de
Möebius en la que la escisión enunciativa mostrada se desliza en la insistencia inestable
de la repetición.
Pensar las escrituras literarias a partir de un más allá de la ficción, permite, creo,
otorgar a la investigación teórica acerca de los discursos y, por ende, a la reflexión acerca
de las relaciones entre lenguaje y mundo, una apertura libre de sujeciones y
condicionamientos.
Tópicos importantes como los géneros autobiográficos, o la traducción, entre
otros, fueron apenas aludidos mencionados en mi trabajo, esas y otras cuestiones me
obligan a señalar que el planteo de ir más allá de la ficción en la reflexión teórica
pretende, junto a la propuesta misma, tener el carácter de una provocación a la discusión
y al diálogo en los que la problematización de los planteos asegure el avance de la
investigación.
52
En una época en que las cláusulas: "mundo globalizado" o "aldea global" aparecen
confirmadas por la vertiginosa circulación de los discursos, el riesgo de uniformidad, de
monocódigos o de jerarquías tipológicas, que aseguren la atribución de verdad para
algunas formaciones discursivas en detrimento de otras, exige la revisión y el debate en
torno a esos presupuestos.
53
Apéndice I
Del testimonio
La simple mención del término “testimonio” provoca una serie de encadenamientos de
sentido que exhiben la complejidad de su significación y el modo en que se estratifican y
vinculan sus diversas acepciones.
En primer lugar, testimonio designa la acción de testimoniar, es decir, de reponer
con el relato acontecimientos vistos u oídos. El testigo es quien trae a la escena presente
con sus palabras lo que ha visto u oído con anterioridad; por lo tanto, transforma lo
percibido en narración: todo testimonio consiste en el pasaje de lo percibido a lo dicho.
En tanto narración que repone sucesos acaecidos, configura una correspondencia
dialógica, implica a quien narra y a quien escucha lo narrado. Por su especificidad
discursiva, se despliega en la tensión entre el relato del testigo y la confianza asumida
por su escucha acerca de la certeza de sus dichos.
Todo ello es consecuencia de un complejo juego de deslizamientos desde la
escena original del testimonio, que es el proceso judicial, al discurso corriente. Y, lo que
distingue el acto de testimoniar de cualquier transmisión de conocimiento, de
información, de la simple constancia o de la exposición de una cuestión teórica, es que
alguien se compromete a relatar para otro un suceso que presenta como testigo, por lo
tanto como único e irremplazable; esta característica singular lo hace intransferible. De
lo que se infiere una cuestión insoslayable: su resistencia a la traducción. El testimonio,
que por principio constitutivo debe estar unido a una singularidad y a la marca
intransferible de una memoria idiomática, corre el riesgo de perder su peculiaridad
frente a la traducción, aún en la circunstancia misma de entregar su sentido. Un
testimonio maleable a las operaciones de traslado propias de la traducción ¿puede ser
todavía testimonio?
Asimismo, no hay otra opción para quien lo recibe de creer o no creer, puesto
que la verificación o la transformación en prueba forman parte de un espacio distinto,
heterogéneo al de la instancia testimonial propiamente dicha. La acción de testimoniar
supone, además, una relación necesaria con la justicia como institución, con el tribunal
como escenario privilegiado, con los abogados y el juez como partícipes y,
fundamentalmente, una acción que los involucra a todos, la de litigar, es decir, la
confrontación entre demandantes en un proceso. En otros términos: un proceso es la
pugna entre dos historias de “verdad”; así, el testimonio es la instancia que interviene en
una acción de justicia que apunta a dirimir una discrepancia entre partes. Por lo tanto,
testimoniar es atestiguar que se vio u oyó un acontecimiento y para ello el testigo debe
comprometerse con un juramento ante el tribunal que recibe su relato con el objetivo
último de administrar justicia.
Estos rasgos, que hemos especificado a partir de una acepción restringida del
término “testimonio”, son susceptibles de una generalización promovida por los
desplazamientos analógicos que configuran el sentido de las palabras testigo y
testimonio en el discurso corriente; en efecto, el proceso judicial como situación del
discurso se constituye en modelo de relaciones codificadas de manera más laxa y
flexible por los hábitos sociales, en las cuales aparecen implicados los componentes
distintivos de ese proceso.
Así, es posible advertir que la idea de testimonio trae aparejadas las de
discrepancia y parte: puesto que sólo se hace necesario atestiguar cuando hay disputa
entre partes que confrontan una contra la otra, todo testimonio puede ser
inevitablemente visto desde una doble perspectiva: testimoniar a favor de una parte es,
54
61Ricoeur, Paul. Texto, testimonio y narración, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1983.
62Aristóteles, El arte de la Retórica, Buenos Aires, EUDEBA, 1966. Todas las notas que siguen corresponden
a esa edición.
56
65Quintiliano, Ob cit.
58
las limitaciones de tipologías críticas que se fundan en dicotomías cerradas que intentan
ocultar, es decir disimulan dificultosamente, imposiciones jerárquicas. Vacilando entre la
biografía y la autobiografía, participando de investigaciones documentales
antropológicas, históricas y/o periodísticas, el testimonio aparece como una textualidad
en la que la categoría de “ficción”, como término opuesto ya sea a verdad, ya a historia o
a realidad, demuestra su extrema debilidad teórica. Lo que se ha legislado, instaurado,
impuesto como verdad histórica, termina revelando, desde otra perspectiva, su carácter
convencional, de aproximación conjetural, o directamente de error cuando no de fraude
cuando su construcción aparece asediada por perspectivas complementarias u opuestas.
La dinámica de los procesos sociales de este siglo ha contribuido a condenar a la
caducidad a numerosos constructos ideológicos que se arrogaban la posesión legitimada
de la verdad.66“Lo real no es describible ‘tal cual es’ porque el lenguaje es otra realidad e
impone sus leyes a lo fáctico; de algún modo lo recorta, organiza y ficcionaliza”. De lo que
se desprende que para pensar la ficción es necesario reducir lo real a lo fáctico.
La extraordinaria difusión de diversas textualidades que han puesto en circulación
voces alternativas, antes silenciadas y censuradas por poderes opresores, no implica,
correlativamente, que haya que otorgar a esos discursos una legitimación automática de
portadores de verdad, cuando lo que está emergiendo es la posibilidad de la
confrontación, del debate, el deseo de desconstruir una única voz hegemónica que
investía a su versión de un carácter universal y absoluto; parece, al menos, paradójico
que formaciones discursivas que se proponen dar voz a los que no tienen voz, hagan suya
la lógica de los discursos dominantes, cuyo núcleo central es la autovalidación excluyente
de todo disenso.
El proceso de legitimación institucional del testimonio como práctica discursiva
con rasgos distintivos y diferenciales se produce en Latinoamérica a partir de la
revolución cubana, contemporánea del ascenso de modalidades discursivas tales como el
“nuevo periodismo” y de la expansión de los medios de comunicación audiovisual con los
que comparte, más allá de todas las diferencias imaginables, la lógica de los discursos
productores de una verdad acreditada por el contacto directo con el referente.
Fue Miguel Barnet el primero en caracterizar como testimonio a su novelización
etnográfica sobre la vida de Esteban Montejo, ex-esclavo cimarrón y mambí, producida
en los años sesenta. Para Barnet, el objetivo básico del escritor de testimonios era dar la
66Ana María Amar Sánchez en “La ficción del testimonio”, Revista Iberoamericana N° 151, Abril/mayo de
1990, se propone establecer la especificidad del género de no-ficción:
“Me interesó en este trabajo buscar en el género de no-ficción aquello que lo singulariza, encontrar lo que
lo define como tal y al mismo tiempo poner en evidencia cómo la escritura resiste todo encasillamiento y
los textos convierten en rasgo específico su contacto y destrucción de los otros géneros”.
En el curso de su exposición insiste en oponer lo ficcional, que somete a diversos tipos que inquisición, con
lo real, noción que en ningún momento cuestiona, dando por sentado que se refiere a una categoría
universal, unívoca y sin ninguna dificultad de interpretación. Así afirma:
62
voz al oprimido, inculto e iletrado, haciendo circular historias obliteradas por los
discursos oficiales.
Luego, en 1970, la junta editorial de Casa de las Américas decide incorporar un
nuevo premio bajo el rubro de testimonio para todos aquellos textos que no podían ser
encuadrados dentro de las categorías vigentes. La fecha inscribe la decisión editorial en
el marco de un intenso y complejo debate en torno de la función del intelectual
latinoamericano.
En muy pocos años, y en torno de algunos textos testimoniales se ha ido
construyendo un canon: Hasta no verte Jesús mío (1969) y La noche de Tlatelolco (1971)
de Elena Poniatowska; Biografía de un cimarrón (1966), La canción de Rachel (1969) y
Gallego (1981) de Miguel Barnet; Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia
(1983) de Elizabeth Burgos Debray; Si me permiten hablar....Testimonio de Domitila una
mujer de las minas de Bolivia (1977), de Moema Viezzer, entre otros, conforman el modelo
dominante del campo testimonial. Pero la sola enumeración de este reducido corpus ya
genera contradicciones y diferencias de tal magnitud que cuestionan la pertenencia
común con que se los pretende englobar.
La notoria dificultad que se presenta a la hora de caracterizar el género se
manifiesta en la definición del Diccionario de la Literatura Cubana:
TESTIMONIO: A mediados de la década del 60 y por influencia de
numerosos trabajos orientados según los nuevos campos de la antropología
y la sociología —Levi-Strauss, Ricardo Pozas, Oscar Lewis— comienza a
aparecer entre nosotros un tipo de literatura cuya imbricación con los
distintos géneros literarios establecidos hacía difícil su clasificación. Dada
la creciente importancia adquirida por estos trabajos, la Casa de las
Américas, al realizar en 1970 la convocatoria de su premio anual de
literatura, decidió darles cabida dentro de él con la creación de un nuevo
género -Testimonio-, cuya obra representativa reuniría las siguientes
características:
1ª Tiene de reportaje, pero excede las dimensiones de éste, en cuanto se
trata de un libro y no de un trabajo destinado a alguna publicación periódica
(diario, revista); obra que vive por sí misma donde la temática está tratada
con amplitud y profundidad, destinada a perdurar más allá de la existencia
efímera de los trabajos puramente periodísticos y que, por eso mismo, exige
una superior calidad literaria.
2ª Aunque el objeto es relatar hechos, protagonizados por personajes
literarios construidos y animados, dada la estricta objetividad y fidelidad
respecto a la realidad que el testimonio enfoca, descarta la ficción, que
constituye uno de los elementos de creación en la narrativa, como en la
63
novela y el cuento.
3ª El necesario contacto del autor con el objeto de indagación (el
protagonista o los protagonistas y su medio ambiente) exige que aquel
objeto esté constituido por hechos o personas vivos, es decir, que, no se
trata de una investigación sobre acontecimientos pasados o ausentes en el
espacio, respecto al investigador. Una excepción a esta característica es el
testimonio retrospectivo, sobre hechos pasados o personajes
desaparecidos o ausentes cuando el autor estuvo en contacto con ellos o
cuando indaga, sobre los mismos, con testigos que tuvieron aquel contacto.
4ª Si el testimonio es biográfico, no debe ser sólo el recuento de una vida
por su interés puramente personal, individual, por sus valores subjetivos y
estéticos. En el testimonio lo biográfico de uno o varios sujetos de
indagación debe ubicarse dentro de un contexto social, estar íntimamente
ligado a él, tipificar un fenómeno colectivo una clase, una época, un proceso
(una dinámica) o un no proceso (un estancamiento, un atraso) de la
sociedad o de un grupo o capa característicos, siempre que, por otra parte,
sea actual, vigente, dentro de la problemática latinoamericana. Esto no sólo
no elimina sino que incluye, el posible testimonio autobiográfico.67
univocidad. Esto es correlativo con otra jerarquía que se deja leer entre líneas, lo científico
por encima de la imaginación, el primero como espacio demostrativo de verdades
confrontado con formaciones discursivas que privilegian la proliferación significativa.
Hay, asimismo, en la mención de “imbricación”, proveniente del vocabulario específico de
la botánica y la zoología, la marca de la aparición de lo nuevo como producto del hibridaje
de formas anteriores, pero pensado en términos de naturalización, como si la emergencia
o proliferación discursiva fuera consecuencia de un proceso natural y no de la
convergencia de complejos entramados histórico-sociales, lo que es contradictorio con la
instauración de un premio que se propone promover y alentar esa producción; además
de privilegiar implícitamente una perspectiva, puesto que el premio instaurado conlleva
inevitablemente un gesto de valoración para con aquellos textos que compartan la
política institucional.
El objeto explícito que se legisla para el género testimonio es el de relatar hechos,
es decir se coloca al testimonio en el terreno de lo fáctico, se borran los procesos
discursivos, se hace tan tenue la mención a las tramas narrativas que se las supone
transparentes. De este modo se conjura a la ficción, colocándola en el lugar de un anatema
que se condena al cuarto restringido de la imaginación, fuera del ámbito específico del
testimonio al que no debe contaminar. Por otra parte, la reivindicación del lugar del autor
frente a la voz del otro como objeto manipulable, caracteriza la definición del Diccionario
de la Literatura Cubana como un excipiente degradado del más crudo positivismo.
Finalmente, la definición exhibe toda su coherencia cuando declara uno de los objetivos
privilegiados para el género: su efecto ejemplificador.
La entrada del Diccionario de Literatura Cubana, que le otorga carácter
institucional a una definición, no es más que una de las posturas posibles dentro de un
vasto debate crítico en el que confrontan diversas perspectivas. Las cuestiones que
constituyen el eje de los debates que asedian la posibilidad de conceptualizar la
especificidad propia del testimonio: su relación con su pertenencia al espacio discursivo
de la oralidad como manifestación más genuina de la otredad, la consideración de su
carácter documental, su inclusión o no dentro del espacio institucional de la literatura —
temas éstos que no pretenden agotar el inventario de los aspectos en los que se producen
las divergencias, sino ser tan solo una muestra significativa—, implican una reflexión
privilegiada acerca de la representación y la representatividad y, exigen, necesariamente
una indagación acerca de los modos de constitución de los sujetos y del mundo en la
diversidad de los discursos.68
[...]el testimonio como género distinto a los demás géneros, debe basarse en
los siguientes elementos:
—El uso de las fuentes directas;
—La entrega de una historia, no a través de las generalizaciones que
caracterizaban a los textos convencionales, sino a través de las
particularidades de la voz o las voces del pueblo protagonizador de un
hecho;
—La inmediatez (un informante relata un hecho que ha vivido, un
sobreviviente nos entrega una experiencia que nadie más nos puede
ofrecer, etc.);
—El uso de material secundario (una introducción, otras entrevistas de
apoyo, documentos, material gráfico, cronologías y materiales adicionales
que ayudan a conformar un cuadro vivo);
—Una alta calidad estética [..].
Generalmente la técnica de entrevista figura con prominencia dentro del
testimonio.
En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba notas y soltaba
preguntas tramposas para detectar sus contradicciones, logramos
reconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar. Por “el
uso de fuentes directas” y a “la inmediatez”, los requisitos están cumplidos.
El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la
tripulación del destructor “Caldas”, de la marina de guerra de Colombia,
habían caído al agua y desaparecido a causa de una tormenta en el mar
Caribe[...]Al cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los marineros
perdidos fueron declarados oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin
embargo, uno de ellos apareció moribundo en una playa desierta del norte de
Colombia, después de permanecer diez días sin comer ni beber en una balsa a
la deriva. La historia nos llega, entonces, a través de las particularidades de
66
Las primeras preguntas serán ¿por qué hacemos este testimonio, y a quién
va dirigido? Las respuestas nos servirán como guía de gran importancia a
la hora del montaje. El montaje que comprende la selección que haremos
de todos los materiales que tenemos hasta el momento, y la edición final:
corrección de estilo, pulimento y el orden que tendrá cada elemento dentro
del producto final. Es un momento de gran riqueza creativa, de mucha
inventiva. Es clave aquí la palabra comunicación. Queremos comunicarnos
con los lectores. Queremos trasmitirles no sólo un información con sus
múltiples facetas, sino que esperamos además que se emocionen al
recibirla[...]
Cita que puede ser leída como una auténtica confesión de fidelidad para la
tradición clásica de la verosimilitud según Aristóteles y Quintiliano. Finalmente, lo que
resulta sorprendente es la insistencia acerca del valor estético de la obra. Sobre la
importancia de la calidad literaria de un texto de testimonio, todo lo que se diga es poco”,
como si fuera perfectamente compatible el proyecto de hacer hablar a la voz de la otredad
sin que sufra trastorno alguno al trasformarla en una escritura que porte altos valores
estéticos, asumiéndolos como universales y de este modo compartidos tanto por el dador
del testimonio como por los lectores que se emocionan y el entrevistador que “tiene la
obligación de transmitir la voz del pueblo”.
Toda la propuesta del Manual de Margaret Randall, que pretende ser didáctica y
69GarcíaMárquez, Gabriel. Relato de un náufrago, Sudamericana, Buenos Aires, 1987. Todas las referencias
corresponden a esta edición. Era tan minucioso y apasionante, que mi único problema literario sería
conseguir que el lector me creyera, la afirmación de García Márquez en el prólogo hace explícito lo
que la gestualidad del género pretende ocultar.
67
70En un artículo sobre la muerte de Hemingway “Un hombre ha muerto de muerte natural”, en Novedades,
México, 9 de julio de 1961, García Márquez señala: La trascendencia de Hemingway está sustentada
precisamente en su oculta sabiduría que sostiene a flote una obra al parecer objetiva, de estructura directa
y simple, y a veces escueta inclusive en su dramatismo.
71Pedro Mayer en un entrevista de Clarín, 3 de noviembre de 1996, titulada “ ¿En qué se parece una foto a
la realidad?” dice: En una época se creyó que la fotografía era el arte más fidedigno. Se pensó que captaba la
realidad y como parece la realidad, entonces la reproducción ha de ser como la realidad. Pero con el tiempo
hemos aprendido que de fidedigno queda muy poco. Para empezar, el mundo se nos aparece en color,
tridimensional. Tiene un tiempo, un espacio, una temperatura. La fotografía e solamente una abstracción de
todo esto, como puede ser la poesía o la literatura. Resulta sólo una versión de la realidad. Ni siquiera las
fotografías en color tienen algo que ver con el mundo: dependen de la eficacia de una serie de medios que
intentan reproducir lo que se ve pero que no lo pueden lograr con total efectividad. Por eso la búsqueda del
color perfecto en una foto es una ilusión. Además tenemos la fotografía en blanco y negro que representa, aún,
una mayor abstracción. El hecho de ser una abstracción mayor logra que la imagen se despegue de manera
nítida de la realidad concreta y refleje la visión del propio artista.
68
ordenar: “esto es lo que ustedes deben leer”, “estas son las instrucciones adecuadas para
poder leer lo que hay que leer”.
Un prólogo siempre enuncia y anuncia “van a leer esto”, lo que supone presentar
por anticipado el sentido, inscribir de antemano al lector en una red conceptual
compactada y controlada de lo que ya ha sido escrito; todo lo que es posible, dado que lo
escrito que se presenta ya ha sido leído a fin de ser reducido al componente semántico
prescrito y así entonces adelantado.
Para todo prólogo la escritura es un pasado, que en el presente alguien
autorizado/tario, dispone con pleno dominio de su sentido, con el objetivo de atenuar la
ambigüedad, construir al menos una versión de “la verdad”, establecer lazos firmes y
claros entre la palabra y el mundo; una vez que se ha asegurado el límite, la clausura de la
deriva infinita de los sentidos, se define la condición de posibilidad fundante de
construcción de la referencia, se naturaliza el lazo entre discurso y realidad.
La gestualidad del prólogo está, asimismo, marcada por el espacio liminar que
ocupa, una especie de muro de contención de todo desborde de lectura y también una
grieta por la que se cuela la inadecuación entre la dispositio y el sentido del discurso: desde
el momento en que se propone reducir el volumen de la significancia a una sola superficie,
el lugar del prólogo ya no es cualquier lugar. Si la cuestión debe ingresar por el camino de
una topología, ésta resulta irreductible a la dimensión semántica del discurso, es un
suplemento.
Ahora bien, los prólogos, que acompañan obligadamente al testimonio, permiten
ser agrupados en una suerte de sub-género, puesto que formulan las mismas cláusulas
contractuales. Los protocolos de lectura que pretenden imponer —esto vale para los
textos que aparecen como el núcleo ejemplar del canon genérico— giran en torno de las
necesarias explicaciones de los procedimientos utilizados para efectivizar el pasaje de la
voz del testimoniante a la escritura del transcriptor. La tensión que se produce en el
espacio de enunciación exhibe que el pasaje nunca es un simple trabajo de
transcodificación sino una negociación desigual, en la que el dador del testimonio y quien
lo recibe con el objetivo de transmitirlo no ocupan posiciones equivalentes.
De este modo, el prólogo es el espacio en el que los sujetos de la escritura, los
transcriptores, exponen las modalidades de su intervención sobre la oralidad de los
testimoniantes, a los efectos de asegurar la adecuación más fiel de un registro a otro.
Para Hugo Achugar:
72Achugar, Hugo. “La historia y la voz del otro”, Revista de crítica literaria latinoamericana N° 36, Lima, 2do.
Semestre de 1992.
70
crédito a la idea de un abismo entre lenguaje y experiencia o mundo, es decir, por lo tanto,
entre el espacio de lo legible y el espacio de lo visible. Lo que no implica la borradura de
todo tipo de diferencias entre esas instancias, sino, por el contrario, otorgar a la huella
una función más compleja que la de un simple indicio.
De lo que está advirtiéndonos Achugar con su señalamiento de las huellas de la
oralidad como índices indubitables de la verdad es de la necesidad de remitir a un origen
fuera del texto, ya que ese origen ha de preservar el discurso contra la diseminación de
sentidos que deshace toda protección de la univocidad. Sin este origen —que ya no es
simplemente una causa primera, sino todo un dispositivo teleológico que controla la
finalidad del sentido, es decir, la clausura del sentido—, no es posible distinguir “el
testimonio auténtico” de la ficción.
Todo signo, para ser considerado como tal, supone la posibilidad de repetición
infinita, es por esa condición que la presentación actual del sentido a través de una
expresión está habilitada por su repetición. El signo, y por extensión el lenguaje todo, se
constituye en ese retorno infinito en el que la distinción que conjetura Achugar, entre una
verdadera comunicación y una comunicación imaginaria, no puede establecerse; desde el
momento en que existe el signo, la diferencia entre primera vez y repetición, entre
presentación y representación, es decir, entre la presencia y la no presencia, ya no tiene
límites que no sean puras imposiciones. El signo es indefinidamente, sin principio ni fin,
su propia representación.
Al afirmar que:
La permanencia o huella de la oralidad permite generar en el lector la confianza de
que se trata de un testimonio auténtico, reafirmando de este modo la ilusión o la
convención del propio género, o sea que está frente a un texto donde la ficción no
existe o existe en un grado casi cero que no afecta la verdad de lo narrado.
Achugar se coloca, por una parte, en la misma perspectiva que la retórica clásica al hacer
depender la verdad de los enunciados de los procedimientos de persuasión y, por otra, se
instala en el tipo de verosimilitud que Roland Barthes caracteriza como realista, es decir,
un discurso que acepta enunciaciones sólo acreditadas por su referente.73
Toda palabra, en tanto signo, remite a dos instancias: el referente y el sentido. Sin
esta distinción, el lenguaje sería tan sólo un inventario de nombres propios de cosas y no
sería, entonces, un lenguaje. La diferencia entre la palabra y lo que la palabra designa, es
decir, la cosa, instancia del sentido, del significado, de la idea o del concepto es la que
posibilita que podamos llamar a un perro perro en lugar de Fido. La palabra remite al
concepto que remite al mundo y lo constituye de un modo que no sea borroso e
73Barthes, Roland. “El efecto de realidad” en El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, 1987.
71
el momento de escribir, ha sido el destinatario del relato oral. El acto de escribir queda,
así, escindido por la complicidad intrínseca que se establece entre la revisión de los
materiales transcriptos y su versión final, es decir, entre lectura y escritura, lo cual impide
de forma inmediata que se pueda considerar tan fácilmente una instancia como diversa
de la otra, y liquida, al mismo tiempo, la oposición emisor/activo, receptor/pasivo que
organiza la comprensión habitual de la escritura. Dicho sea de paso, una función, entre
otras, de los prólogos es asegurar la pasividad del lector para que acepte las convenciones
impuestas. En efecto, en general se soslaya esta complicidad fundante entre escritura y
lectura, para imponer la prioridad absoluta de una escritura que debe leerse como
manifestación inequívoca de la plenitud referencial, anclada en las huellas de la
oralidad/verdad. El prólogo le sopla al lector lo que debe leer, en otras palabras restringe
sus posibilidades de nombrar los sentidos, paraliza la escritura.
Hay que tener en cuenta que en el proceso de enunciación testimonial el trabajo
de escribir y de leer aparecen escindidos, la separación entre las instancias de enviar y
recibir, que se deslizan a la escena de lectura del testimonio, implican la exigencia de
aceptar que la intención y la expresión del testimoniante, aseguradas por la oralidad, se
mantienen sin perturbación en el pasaje a la escritura y, luego, son custodiados por los
protocolos del prólogo al lector.
Todo ello implica que se pretende desconocer que la escritura no garantiza jamás
el pasaje unívoco del sentido a un destino prefijado. La supuesta unidad del texto,
marcado, en principio, por el nombre de un autor, permanece en espera del refrendo de
cada lector, lo que hace, por consiguiente, que los refrendos se reiteren en forma
indefinida; la escritura anticipa, en el prólogo, que la lectura no tiene fin, que está siempre
por venir y que un texto escrito, que por lo tanto permanece, no encuentra nunca su
reposo en la unidad de la intención del enunciado considerado original. No hay
convención que limite la proliferación de sentido de la escritura, que mantiene
perpetuamente su capacidad de repetición en la alteridad hasta el infinito.
Cuando Achugar sostiene que:
Expone de manera acabada toda una concepción de la clausura del sentido como garantía
de la verdad, es decir de la relación unívoca entre texto y referente. Dicho “sistema de
autorización” debe garantizar la enunciación del texto al unirlo de forma definitiva a una
73
La verdad (co)rregida
En los prólogos, el nombre del autor del testimonio, en términos de Achugar “el
letrado solidario”, simula reunir todos los momentos de la enunciación en ese único
momento de metaenunciación, que en lugar de abrir el libro lo cierra. El proceso de
autorización tiene el prólogo como epílogo; en principio asume la propiedad de lo que ha
quedado escrito en el intervalo y esta sinécdoque le permite, lo autoriza a apropiarse de
todo el testimonio. Este gesto, además, es paradójico, se trata de impedir toda lectura que
se aparte de lo prescrito de antemano, o sea de lo afirmado por el firmante del prólogo, se
propone una lectura respetuosa de un texto, que por principio se presenta como un no-
texto.
Esa firma que, como la Miguel Barnet, el letrado solidario canónico, aparece en la
tapa de Biografía de un cimarrón como la del autor, significa, por una parte, una borradura
de la voz del otro, Esteban Montejo, a la que se jacta de develar pero que desplaza a partir
de una serie de operaciones de desaparición de su nombre; y, por otra, la instauración,
desde el título inscripto en la tapa, de un travestismo genérico, la biografía es una historia
de vida contada por otro. Pero en la portada misma del libro quedan desvirtuadas todas
las pretensiones declamadas de preservar la voz del otro, que el lector recibe a través de
una versión final en forma de “traducción técnica”, la cual enmascara los procedimientos
de puesta en escritura, legalizándolos con la garantía de las huellas de la oralidad; todo
eso no es más que apelar a procedimientos de verosimilitud que en la escritura realista
han tenido otra relevancia.
En el caso de la traducción por parte de alguien de un texto de otro, de una lengua
a otra, tenemos una relación clara, muy simple entre dos textos y dos firmas. Se puede
decir lo mismo de la lectura en general de la que la traducción no es más que un caso
particular. Pero cuando en el testimonio se recurre a la idea de “traducción técnica” para
justificar las intervenciones sobre el “texto oral original” se reponen situaciones ya
parodiadas en Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra.
Así cuando Miguel Barnet, en el prólogo a Biografía de un cimarrón, afirma que:
(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que
le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del
que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles que no
tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo,
por cumplir con lo que a su oficio debía, y así, prosiguió diciendo:[...])75
75Cervantes Saavedra, Miguel. Don Quijote de la Mancha, Kapelusz, Buenos Aires, 1973.
75
Muy pronto decidí dar al manuscrito forma de monólogo, ya que así volvía
a sonar en mis oídos al releerlo. Resolví, pues, suprimir todas mis preguntas.
Situarme en el lugar que me correspondía: primero escuchando y dejando
hablar a Rigoberta, y luego convirtiéndome en una especie de doble suyo,
en el instrumento que operaría el paso de lo oral a lo escrito.
otro.
La pretensión es establecer el carácter referencial del testimonio, apoyándola en
la negación absoluta de la invención, y en la borradura, no siempre negada pero ejercida
casi sin excepción, de que la escena de la entrevista es el encuentro de dos universos
narrativos, de los cuales uno terminará imponiendo su versión, puesto que los
destinatarios finales del testimonio pertenecen al imaginario cultural del transcriptor y
comparten su competencia para construir sentidos.
La coartada de hacer legible la versión oral, de la que todo autor de testimonios se
hace cargo de una manera u otra, es la instancia en la que se impone a la versión del
testimoniante, situada en el ámbito de la experiencia, los modelos de quien lo ha
entrevistado, que es quien aparece poseyendo las estrategias de narración adecuadas
para que su voz sea difundida. Estas últimas no son universales, las intervenciones del
autor del testimonio que apuntan a mejorar su inteligibilidad, tampoco.76
Si, como decíamos más arriba, la reflexión sobre las condiciones de posibilidad del
nombrar aparecen como la mirada inquisitiva sobre la genealogía de la construcción de
identidades, la intervención del autor del testimonio en la rescritura de la versión del otro,
no es más que la apropiación de su identidad y, por ende, de la imposición de un
imaginario y de un universo de sentidos que le son ajenos, pero que se presentan como
los más aptos para dar a conocer su mundo.
En la novela de Cervantes, se hace de la complejidad de los pasajes entre las
intervenciones que dialogan, un procedimiento constitutivo de su configuración, en el que
la ambivalencia, la ambigüedad, los vacíos se abren en el encuentro de una versión a otra;
en los testimonios canónicos, por el contrario, hay una pretensión manifiesta de asimilar
la verdad a la versión del autor del testimonio presentándola como la más apta para ser
leída, doble imposición entonces.
He preferido denominar “autor del testimonio” antes que “transcriptor” a quien
lleva a cabo las entrevistas, tomando como modelo a Miguel Barnet; puesto que su versión
no sólo se apropia de la versión del otro, sino que también la hace circular como suya,
borrando el nombre de Montejo del título, en todo caso haciéndolo desaparecer en la
tipicidad de la generalización de “cimarrón”.77 Además de las cuestiones legales en las
77En relación con estas cuestiones, Relato de un náufrago puede ser leído como un inventario ejemplar de
las características distintivas del género testimonio. En 1955, Gabriel García Márquez publica en El
77
Espectador de Bogotá un reportaje a Luis Alejandro Velazco, que tras un naufragio había permanecido diez
días en alta mar, en una balsa a la deriva, sin comer ni beber; la historia se publica en catorce días
consecutivos. El entrevistador y el entrevistado acuerdan que la narración sea en primera persona con el
nombre de Velazco como el del autor, de tal modo que García Márquez no aparecía vinculado al reportaje.
En 1970, la editorial Tusquets de Barcelona, publica este reportaje en su colección de textos marginales, el
libro se convirtió en uno de los más editados y leídos de García Márquez, veinticinco años después llevaba
vendidos alrededor de diez millones de ejemplares. Luis Alejandro Velazco ha declarado que al salir el libro
en marzo de 1970, García Márquez le envió una carta en la que le comunicaba que los derechos eran suyos
y le indicaba qué pasos debía seguir para poder cobrarlos. Hasta diciembre de 1982, los derechos en lengua
castellana le llegarían con toda puntualidad, desde esa fecha se interrumpieron definitivamente. Con
posterioridad, hubo tratativas en las que participó inicialmente Carmen Balcells la agente literaria de
García Márquez y luego se abrió un complicado proceso judicial que, en febrero de 1994, terminó a favor
del escritor en el sentido de que éste es el único autor del libro.
78
pura, un vocativo absoluto que ni siquiera llamaría, puesto que de toda llamada se infiere
la distancia y la diferencia. Lo que designamos como “nombre propio” no es una
propiedad absoluta y cerrada sino, antes bien, la puesta en escena de un acto de
enunciación, el nombrar, que se pretende instituir como origen y prototipo del lenguaje.
Todo acto de nombrar disemina la presunta unidad que se supone debe respetar; el
nombre propio tacha la propiedad que anuncia destruida por la imposibilidad de tener
autonomía de la lengua. El nombre propio desnombra, deshace al nombrar toda
posibilidad de designar lo único. Pero no se puede negar que el nombre llamado propio
está inmerso en un sistema de diferencias y que, por lo tanto, el nombre propio y por
extensión el sentido propio no se distinguen más que por una formulación reglamentaria
de la densa trama de impropiedad lingüística.
Para evitar la imposibilidad de designar la verdad, hay que reconocer que los
nombres propios y los deícticos aparecen como sujetando el tejido del lenguaje a una
otredad, sin reducir esa otredad al lenguaje. Pero es posible demostrar que, como
cualquier otro término, Roberto Ferro debe poder funcionar en ausencia de su objeto, y
como cualquier otro enunciado debe poder ser comprendido en mi ausencia y después de
mi muerte. De todo ello se infiere que su capacidad de hacer inteligible un sentido,
depende de la posibilidad de su repetición y, en consecuencia, de la posibilidad de una
idealidad y, por lo tanto, también de diferencias y huellas. Todo ello cuestiona la escena
en la que entrevistador y entrevistado son capaces de designar el mismo sentido a partir
de la siguiente pregunta del entrevistador: “¿cómo llama usted a eso?”. Pregunta
fundamental en la escena fundante del testimonio.
El nombre propio sobrevive al referente que designa, es decir su posibilidad de
designación alcanza a esa ausencia absoluta que denominamos muerte. Todo nombre
propio de persona tiene, como la escritura, un rasgo testamentario. La señal que identifica
a una persona que la hace ser esa y no otra, la desapropia inmediatamente al anunciar
junto con la designación la muerte y separándose así radicalmente del referente que
constituye o garantiza. La firma se distingue del nombre propio en general porque intenta
recuperar lo propio que se pierde en el nombre. No es usual que aparezca la firma
manuscrita de un autor en un libro impreso que se le atribuye, pero se supone, y toda la
legislación de derecho de autor con su borgeana complejidad se funda en ello, es decir que
en alguna parte, —en el contrato del editor—, hay una verdadera firma manuscrita, que
garantiza de manera continua el nombre del autor impreso en la tapa del libro.
Esa firma, por lo tanto, tiene por función garantizar la instancia de enunciación del
texto y asegurar, asimismo su originalidad; la firma es en la escritura lo que en el habla es
la enunciación. Miguel Barnet firma sobre la enunciación de Esteban Montejo con trazo
tan grueso que la tapa hasta hacerla desaparecer. En su prólogo a Biografía de un cimarrón
esa firma, que es una contra-firma, simula reunir todas las instancias de la enunciación
79
del texto en esa única instancia de metaenunciación que antes de abrir cierra el libro.
Miguel Barnet ha firmado como propio el relato de otro, en el prólogo promete a los
lectores que su tarea ha sido hacer inteligible la palabra de Montejo, y por todo ello asume
como propiedad, aquí y ahora, lo que ha sido escrito en el intervalo además de borrar al
otro al negar la dimensión dialógica.
No es casual que el nombre del otro no aparezca en la portada del libro; el deseo
de apropiación de Miguel Barnet es solidario con la concepción del lenguaje y de la verdad
que expone el testimonio canónico. Pretendiendo que el texto le pertenezca de manera
absoluta, unifica la enunciación, que funciona como causa u origen y como clausura del
sentido, esa clausura se impone como designación de la referencia y la compatibilidad
entre referencia y palabra. Esa convicción acerca de la capacidad para designar la
referencia que se le atribuye al nombre propio, que de algún modo aparece en la
resistencia a la traducción, hace que sea el prototipo ejemplar de una concepción del
lenguaje que se arroga la capacidad de designar la referencia en términos de verdad.
Cuando Miguel Barnet borra el nombre de Esteban Montejo exhibe desaforadamente el
respeto a esa posibilidad.
Las versiones corregidas del testimonio son solidarias con los discursos que se
autovalidan como políticamente correctos, comparten con ellos una misma concepción de
las relaciones entre lenguaje y realidad, a partir de la cual es posible señalar unívocamente
la verdad. Lo que aparece como contradictorio es que se presentan como modalidades
discursivas que otorgan voz o razón a aquéllos que son oprimidos, discriminados o
sofocados por los discursos hegemónicos y, para alcanzar sus objetivos imponen
dispositivos de construcción de la verdad correcta que son idénticos a los de los
opresores; la corrección controla la proliferación de sentido, establece relaciones
unívocas entre palabra y mundo, somete el disenso al exilio de los réprobos.
80
Apéndice II
Discurso político y referencia especulativa
El cuento "El tema del traidor y del héroe" de Jorge Luis Borges, publicado en
Ficciones de 1944, da a leer un probable argumento en el que la acción transcurre en
Irlanda en 1824, pero también podría ser posible en cualquier país oprimido y tenaz:
Polonia, la república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico, y el final de la
historia de su protagonista, Fergus Kilpatrick, es una construcción que se realiza
teniendo como modelo el asesinato de Julio César. Los dos fueron héroes de sus pueblos:
Kilpatrick del irlandés y César del romano, ambos mueren asesinados por sus
seguidores. Las coincidencias y simetrías no se agotan en esas situaciones, como Julio
César, Kilpatrik recibió una carta que no leyó, —circunstancia similar a la de César que
no tuvo tiempo de leer el memorial que le habían enviado con antelación— en ella se le
advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche, donde fue asesinado. Al igual que en el
sueño de Calpurnia respecto a la muerte de César, la muerte de Kilpatrick es anunciada
por el incendio de la torre circular de Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia
de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan, el biógrafo del
irlandés, a suponer una secreta forma de tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. La
trama del cuento de Borges no trata tan solo de un ciclo del asesinato de Julio César que
se repite en Irlanda el 2 de agosto de 1824, la repetición rebasa el marco de la Historia e
inscribe en su desarrollo incidentes tomados de la obra de Shakespeare: Ryan
comprueba que ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día
de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. En el final
del cuento, Ryan descifra el enigma: entre los conspiradores que Kilpatrick dirige hay un
traidor, ese traidor es Kilpatrick, la rebelión estaría en peligro si él es ajusticiado; James
Nolan, quien desvela la traición, propone un plan que hace de la ejecución del traidor el
instrumento para la emancipación de Irlanda, ese plan está construido siguiendo los
dramas de Shakespeare Macbeth y Julio César.
"El tema del traidor y del héroe" es un texto paradigmático del constante
deslizamiento e interferencia entre las especificidades que los discursos hegemónicos,
con pretencioso voluntarismo, diferencian como la realidad y la ficción, y que la
escritura borgiana trastorna hasta hacer indecidibles sus bordes. En el comienzo de la
narración se señala que la historia es un argumento imaginado bajo el influjo de
Chesterton; luego la ficción es comparada con un hecho histórico y se detallan lugares,
fechas, nombres, datos precisos que dan al personaje un perfil de autenticidad; a mitad
del relato ya se menciona a Kilpatrick como partícipe de un hecho histórico. Cuando lo
ficticio es convertido en realidad histórica, lo histórico, el asesinato de César, se
trastorna en ficción; la historia del asesinato del héroe irlandés no repite los detalles del
asesinato del César histórico, sino del César de Shakespeare. Ryan, el biógrafo del héroe
irlandés, se convierte en el final en un elemento más de la trama de Nolan. Toda la
realidad en la historia del asesinato de Kilpatrick está construida como una gigantesca
representación: de teatro hizo la ciudad entera, y los actores fueron legión, y el drama
abarcó muchos días y muchas noches; este teatro y este drama prefiguran otro, ahora de
carácter histórico, el de Lincoln. Todo el cuento es un exhibición desaforada de
movimiento pendular constante que trama lo real y lo ficticio, lo histórico y lo
imaginario, hasta deshacer las certezas de los límites precisos que pretenden
distinguirlos.
En el cuento de Borges se confabulan una serie de instancias diversas referidas al
discurso político en relación con el orden de la temporalidad, hay por lo menos dos
81
aspectos diversos que considero pertinente para esta exposición; por una parte, el que
tiene que ver con la construcción del acontecimiento propiamente dicho, es decir los
materiales que intervienen en su articulación y los modelos que configuran su
entramado y, por otra, el relacionado con la inscripción del acontecimiento en una
reconstrucción narrativa del pasado, en su evocación como huella determinante en el
presente y potencialmente en el futuro. En el primer caso, la puesta en escena de un
drama (la acción fundamental se desarrolla en un teatro) es el marco genérico; en el
segundo, la configuración de su puesta en relato (hay un lector/escritor que retoma la
versión).
Es pertinente señalar que las acciones narradas en el cuento están situadas en
una época en la que aún la prensa no tenía una participación decisiva en la difusión de
los sucesos, es decir que el modo dominante para propagarlo era la versión boca a boca,
a partir de los participantes y testigos, y luego la escritura en términos de relato
histórico.
El significado de la palabra “política” está íntimamente ligado a la genealogía de
la cultura occidental: política: discurso y práctica de la polis. En esta acepción, lo primero
que emerge como referencia es el espacio, tanto teórico como fáctico, de ese discurso y
de esa práctica, la ciudad como su escenario, con toda la carga que supone el
desplazamiento metafórico de un término propio del lenguaje teatral al discurso
sociohistórico. Y como emblema de la escena pública, el ágora en el que los
acontecimientos políticos contaban con la participación de los ciudadanos como actores
o testigos. En el mundo contemporáneo se han producido tanto la fragmentación
extrema del espacio público y, por ende, de la escena política como su ampliación hasta
el grado de asimilarla a una dimensión global, a la vez que ha sido uniformada por las
modalidades de mediatización del lenguaje privilegiado que la difunde, la televisión.
Desde la más remota antigüedad hasta el presente, pasando por la época que
evoca Borges en su cuento, es posible señalar que el discurso político registra dos modos
privilegiados de inscripción de la temporalidad: la dramaturgia que supone la
construcción del acontecimiento, y la narración que implicó desde siempre a la
historiografía y, en la modernidad, también la crónica de las noticias. En la última
etapa, en la actualidad, se impone señalar que la modelización televisiva implica en
algunos casos la contaminación de las retóricas dramática y narrativa.
El espectáculo configurado en la comunicación de los discursos políticos
construye y reconstruye las problemáticas sociales involucradas en la difusión. Este
aspecto a menudo aparece velado, en particular cuando prevalece el supuesto positivista
de que los ciudadanos, periodistas y estudiosos son observadores y/o testigos de hechos
cuyo sentido puede ser determinado por aquellos que tengan una competencia
adecuada. Por el contrario, pienso que los testigos/espectadores (sea cual fuere la
distancia espacio-temporal puesta en juego) y los protagonistas se elaboran
recíprocamente, que los acontecimientos políticos son intrínsecamente ambiguos, que
su sentido es una configuración íntimamente vinculada a la perspectiva comprometida
y, finalmente, que los papeles jugados y conceptos de los testigos/espectadores mismos
son construcciones sociales.
Los discursos políticos, entonces, pueden ser pensados no como relatos de
hechos y/o escenas sino como configuraciones construidas a partir de públicos
comprometidos con ellas.78 La percepción de los acontecimientos políticos y su
78Teniendo en cuenta la amplitud de los registros del discurso político, estoy haciendo hincapié,
especialmente en aquellos en los que la dominante pasa por la comunicación de mensajes inscriptos en el
82
en el teatro Odeón. Esa situación aparece como un hito de valor paradigmático, que
permite acceder al orden simbólico y al universo imaginario que van a constituir la
configuración de una instancia privilegiada de las relaciones sociales en la Argentina de
este siglo: la puesta en escena de los diferentes actores sociales en un acontecimiento en
el que se desplaza el eje dominante de la acción política a su representación.
Leopoldo Lugones dictó sus conferencias en un teatro, lo que supone, junto con la
carga alegórica propia del recinto, un espacio doblemente dividido: escenario y platea
por una parte, adentro y afuera por la otra. En el escenario, el conferenciante con el
atributo institucional que le confiere el estrado, poseedor de un saber que expone: los
vínculos entre la raza, la lengua y las obras fundamentales de la literatura, establece un
firme entramado entre el tema de la patria y el tema del poeta. Su discurso despliega una
retórica en la que el lugar del enunciador es inseparable de los tópicos del discurso. En
la platea, la élite dirigente encabezada por el presidente Roque Sáenz Peña y sus
ministros son lo interlocutores, en tanto, afuera quedaba: La plebe ultramarina que a
semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el zaguán, desató contra mí
al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos.
La eficacia de las palabras está en íntima relación con la competencia que los
interlocutores le asignan al enunciador; lo que le otorga la posibilidad de configurar una
representación colectivamente reconocible, diseñando, asimismo, su lugar como el del
que está investido de poder.
Lugones se propone demostrar en sus conferencias que la existencia de un
poema épico nacional, el Martín Fierro, es garantía suficiente para afirmar la existencia
de la nación y de la raza. La elección del Martín Fierro, más allá de las exigencias de su
demostración, multiplica y repite la escena de las conferencias: la voz poética que
metonimiza al gaucho en cantor, constituye un público a quien contar su vida y penurias;
entonces la puesta en escena llevada a cabo en el teatro Odeón aparece como una
representación de la representación.
El género gauchesco constituye su referencia desplazando su especificidad a las
exigencias de un procedimiento literario. Lugones institucionaliza el gesto, antes ha
celebrado la desaparición del gaucho y ahora lo reemplaza por el mito que lee en el texto
de José Hernández; en la escena del Odeón tapa los procesos históricos y propone al
personaje Fierro como emblema de la libertad para los asistentes a sus conferencias, a
los que coloca en el lugar de los señores, de los fuertes, auténticos depositarios y
poseedores de ese rasgo que rescata. Asimismo, estigmatiza y expulsa de la
representación a los de afuera, la plebe, herederos concretos del personaje.
Años después, el 17 de octubre de 1945, esa plebe participa en un adentro de una
escena distinta jugada en otro espacio, también señalado por fuertes marcas simbólicas:
la Plaza de Mayo con su linaje de lugar patrio fundacional. Los actores son otros, el
conjunto de relaciones sociales ha sido trastornado por múltiples transformaciones,
pero la matriz inaugurada por Lugones se repite: un espacio escénico divido en un
arriba, el balcón ocupado por el líder, y un abajo, la plaza con miles de sus partidarios;
entre los dos lugares se tiende una malla de trama muy fina que los une y los separa
irremediablemente, más allá de las estrategias retóricas del orador que provocan efectos
ilusorios de diálogo y cercanía.
Los sectores populares que se han movilizado exigiendo la libertad de Juan
Perón, que han asumido un rol activo, son transformados en espectadores de un
discurso cuya recomendación final es la de retirarse en orden, se trastorna la acción en
representación y como en el teatro griego se enlazan mímesis y catarsis.
La Plaza de Mayo seguirá siendo el lugar de concentración de las masas
85
79Sobre la intervención del sentido ficcional en “las acciones concretas y reales”, acaso sirva de ejemplo la
actitud del múltiple homicida, ahora indultado, Emilio Eduardo Massera, quien anatematizó
displicentemente a Julio César Strassera, a Ernesto Sábato y a otros de los que habían contribuido a
demostrar y castigar sus acciones criminales en la realidad, tal como se prueba fehacientemente en Nunca
Más, pero que se exaltó y llamó canalla a Jorge Lanata, tan solo por haber escrito un cuento, “Veinte
minutos” del libro Polaroid. La ficción, que no es la reivindicación de lo falso, la ficción que no solicita ser
creída en tanto que verdad unívoca, sino en tanto que discurso sin mandatos de verdad, generó la
posibilidad de desmontar y sacar de su papel a un cínico, que ante la enumeración de sus crímenes reales
86
se mantenía imperturbable.
87
Apéndice III
Este libro es la crónica exasperadamente real de una lucha solitaria: la que en los
Andes Centrales libraron, entre 1950 y 1962 los hombres de algunas aldeas sólo
visibles en las cartas militares de los destacamentos que las arrasaron. Los
protagonistas, los crímenes, la traición y la grandeza, casi tienen aquí sus
nombres verdaderos.
Héctor Chacón, el Nictálope, se extingue desde hace quince años en el presidio del
Sepa, en la selva amazónica. Los puestos de la Guardia Civil rastrean aún el
poncho multicolor de Agapito Robles. En Yanacocha busqué, inútilmente, una
tarde lívida, la tumba de Niño Remigio. Sobre Fermín Espinoza informará mejor la
bala que lo desmoronó sobre un puente del Huallaga.
El doctor Montenegro, Juez de Primera Instancia desde hace treinta años, sigue
paseándose por la plaza de Yanauanca. El Coronel Marroquín recibió sus estrellas
80Para un desarrollo ampliado de estas cuestiones ver Lafont, Cristina. La razón como lenguaje, Madrid,
Visor, 1993.
89
garante suficiente de verdad, más allá de su propia escritura. Esa observación directa es
producto de una tarea de investigación, pues ha viajado, compilado documentación,
fotografías y grabaciones que respaldan su relato.
Este aviso, amenaza o promesa, que en la primera edición de Redoble por Rancas
podía ser leído como la voluntad de cumplir con una etapa de un proyecto más vasto de
denuncia, luego nunca cumplido, hoy se lee, entonces, como una marca de
verosimilización por una parte, y, por otra, como una insistencia acerca del valor
legitimante que los testimonios directos tienen sobre la escritura.
La noticia es tanto una breve, concisa y necesaria exposición de propósitos como
un componente de una retórica ficcional, es decir la palabra de un portavoz que cumple
la función de suplemento extratextual, agregado a posteriori; inscrito en el territorio
marginal del paratexto, abre el relato a la lectura fingiendo fingir que no finge. Paradoja
ésta sobre la que se despliega la escritura de Redoble por Rancas, el último narrador y
legislador de sentido —en particular por su insistencia en la validez documental que
avala la escritura— define el texto que sigue como una crónica exasperadamente real,
cuando es un fragmento de una novela. De este modo en un espacio convencional en el
que se declaran (o declaman) objetivos, no se expone acerca de las relaciones entre
escritura y referente, sino, de modo diagonal, de las relaciones del texto consigo mismo,
es decir del metatexto.
En relación con el gesto testimonial o de crónica que Scorza exhibe en su
escritura es posible señalar que ello supone una tríada que se tiende en torno del texto:
el testigo, la escritura y el lector.
La posición del lector siempre está comprometida en una red de creencias; los
lectores nunca enfrentan a los textos diáfanamente y de modo transparente. Cuando
pensamos en un lector estamos suponiendo una posición que, de alguna manera,
manifiesta y hace emerger un campo de legibilidad. Es decir, el lector no enfrenta a un
texto sin el corcé desde el cual está leyendo.
Para Scorza, la escritura es una instancia en la que lo representado ejerce
dominio sobre la representación, dominio fundado en la preeminencia del primero
sobre la segunda, en la anterioridad temporal de aquél sobre ésta y en la potestad de
discernir de manera absoluta entre cada uno de ellos. Este escritor peruano, como
muchos cultores de la literatura con mensaje, tiene en su genealogía la impronta de
Platón, para quien la mímesis, la representación, produce el doble de la cosa. Si es el
91
[...] el cerco engullía Cafepampa. Así nació el cabrón, un día lluvioso, a las siete de
la mañana. A las seis de la tarde tenía una edad de cinco kilómetros. Pernoctó en
el puquial Trinidad. Al día siguiente corrió hasta Piscapuquio: allí celebró sus diez
kilómetros.[...]Al día siguiente el Cerco derrotó a los pájaros.
En Villa de Pasco, al abrir un carnero, saltó un ratón. Signos hubo, pero nadie
quiso verlos. Aun en la víspera hubieran podido sospecharse de la nerviosidad de
los perros. Alguien les comunicaría que se clausuraba el mundo. Huyan antes que
sea tarde. Alguien les notificaría. Y los árboles también se asustaron.
Scorza no pertenecen, salvo el mito del Inkarri, a los pueblos quechuas del centro del
Perú.
Manuel Scorza no rescribe mitos existentes, recopilados por antropólogos o por
él mismo que tuvieran por función manifestar la identidad de los personajes
involucrados en sus historias. Me refiero a fabulaciones, puesto que no es exacto
referirse a mitos en las novelas de Scorza, son construcciones que antes de apuntar a
testimoniar el imaginario mítico de los pueblos quechuas, apela a los supuestos de los
lectores.
Así, por ejemplo, la invención de la invisibilidad de Garabombo reconoce
antecedentes literarios en El licenciado vidriera de Miguel de Cervantes Saavedra, en la
novela de H.G. Wells, El hombre invisible, a la que en 1952 Ralph Waldo Ellison le había
dado un sesgo social al vincularla a la situación de los negros en Estados Unidos y,
además, hay que considerar la amplia difusión del tema en el cine y en los comics en la
época de aparición de las novelas de Scorza. Las metamorfosis del Niño Remigio que
muta milagrosamente de enano jorobado en joven apuesto, para luego sufrir una
regresión también milagrosa, o de la Maco Albornoz que pasa de bandolero a prostituta,
de violento matón a mujer fatal, es una variante de los tópicos clásicos de la literatura
occidental desde Homero y Ovidio hasta Kakfa y Virginia Woolf y, por supuesto, el
tratamiento que reciben en la novelas de Scorza está tan alejado del imaginario de los
pueblos quechuas como los diálogos del Ladrón de Caballos que se entiende con los
animales, que revela su descendencia de las peripecias del Gulliver de Jonathan Swift. En
la historia de la vieja ciega que teje ponchos en los que quedan grabadas profecías,
Scorza instala el tópico del sueño adivinatorio que articula pasado con futuro, digamos
que no sería demasiado arriesgado mostrar la relación con los interrogantes freudianos
sobre los contenidos oníricos, del mismo modo que el motivo de la ilustración de los
sucesos futuros en imágenes también remite a una genealogía que se remonta por lo
menos hasta La Eneida de Virgilio.
Las novelas de Scorza representan, por un proceso de trasposición hiperbólica y
de metaforización, cada uno de los elementos presentes en la historia de los
enfrentamientos campesinos de los pueblos andinos del centro de Perú, apelando no a
su perspectiva sino a tópicos literarios de larga tradición en la literatura occidental.
La inscripción de marcas históricas en el discurso narrativo supone algo más que
un inventario de datos garantizados por un registro diferente; significa la interferencia
de una perspectiva determinada que interpreta trastorna, monta y selecciona diversas
versiones sobre hechos reales para constituirlos en materia novelesca.
Planteada la cuestión en estos términos, la dilucidación del carácter distintivo de
la configuración de esas versiones, que se presentan al lector como crónicas de sucesos
efectivamente acaecidos, implica la exigencia de producir una inversión en la dirección
95
La tumba del relámpago ha sido interpretada como una variación del proyecto
implícito sobre el que se funda el ciclo de las cinco novelas de Scorza. En esta narración
se atenúa el dominante de los procedimientos del “realismo maravilloso” y al incorporar
otras voces, propias de la novela social, se amplía el panorama desde el que se habían
presentado los acontecimientos e interpretado las acciones y los imaginarios de las
comunidades indígenas. Pero si estos cambios efectivamente incorporan nuevos
elementos, ello no supone una variación sino una afirmación de la propuesta implícita ya
en la noticia de Redoble por Rancas.
La contraposición de los dos imaginarios uno marcado por los procedimientos de
hipérbole y por la inscripción de elementos sobrenaturales y el otro que elabora un
discurso político que interpreta el problema de la rebelión indígena en términos
racionales, retoma la estructura dicotómica de las novelas anteriores para otorgar a la
palabra literaria la función de vehículo de un discurso político, cercano a la novela de
tesis, que pretende explicar a los lectores la problemática planteada. La inclusión de
Manuel Scorza como personaje de la novela tiende a reforzar el lazo entre las iniciales de
la primera noticia con el discurso total de la saga en el que además emerge una
concepción del intelectual como intérprete privilegiado de la historia que se presenta en
una postura legitimada por su participación activa en el conflicto, su postura moral y por
sobre todas las cosas por su capacidad cultural que le permite ser el portavoz de todos
los demás protagonistas.
Las novelas de La Guerra Silenciosa instalan al zahorí lector en un lugar
privilegiado, circunstancia que ya aparece en el título del primer capítulo de Redoble por
Rancas. Una cantidad considerable de los títulos de los capítulos exhiben la insistencia
en la transmisión de saber al lector.
Uno de los gestos característicos de la novela indigenista es la voluntad de
promover una transformación en el mundo a que hace referencia, la temporalidad de los
sucesos que narra, por lo general, es contemporánea del momento de la enunciación. Por
ello, los procesos de verosimilización no se producen por asociación con el discurso
histórico, sino más bien por la cercanía entre el tiempo de lo narrado y el de la
narración, que como señalaba más arriba le permite al lector, tener acceso al
conocimiento del mundo referido en los relatos.
De lo que se desprende que el cambio propugnado por la poética indigenista debe
producirse no en el ámbito de los personajes literarios, sino en el de los seres que
habitan el mundo de la referencia. Los procesos de transformación se deberán generar
en una instancia diferente a la textual, no se trata tan solo de transmitir saber que
genere otros textos, sino acciones en el ámbito del mundo de referencia. Esta
concepción, rigurosamente cumplida por Scorza, implica la exigencia de pensar los
discursos como meras copias, más o menos exactas, del mundo, al que se considera
97
82 Kapsoli,Wilfredo. "Redoble por Rancas: historia y ficción" en Manuel Scorza L'homme et son oeuvre,
Université de Bordeaux II, 1985.