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LA FICCION

Un caso de sonambulismo teórico

Roberto Ferro

Editorial Biblos

A la memoria y a la presencia de mis padres


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fingere; fingo, finxi, fictum, 3, TR: formar, dar forma, hacer,


modelar (ceram, la cera); Herculem f., hacer la estatua de
Hércules; ars fingendi, la escultura; versus f., componer
versos, [fig.] a mente vultus fingitur, el rostro es una
expresión del alma; ad alicuius arbitrium se f., adaptarse,
conformarse a la opinión de uno [esp.] formar cambiando
o disfrazando, transformar, arreglar, componer (crinem f.,
arreglarse el cabello), disfrazar (vultum f.,tomar una
expresión fingida) formar, educar (fingi ad rectum, ser
educado en el buen gusto), adiestrar (equum, un caballo)
concebir, representarse, imaginarse, suponer (ex sua natura
ceteros f., formarse una idea de los demás según uno mismo;
es quoe finguntur, los productos de nuestra imaginación)
representar, imaginar, describir (summum oratorem f., hacer
el retrato del orador ideal; res ficta, ficción) fingir, inventar
con mala intención, fraguar (crimina in aliquem, acusaciones
contra uno; fictus testis, testigo falso).
fictio -onis f.: formación, creación; ficción, simulación
suposición, hipótesis.
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Prolegómenos

La reflexión acerca de la especificidad, los límites, la pertinencia de la ficción se ha


instalado en los últimos años como una preocupación dominante de los estudios teóricos.
Todo ello no supone que los debates y asedios a la cuestión se desplieguen en torno de
tópicos e interrogantes compartidos; por el contrario, discursos que pertenecen a
espacios teóricos heterogéneos intervienen en ellos desde perspectivas diversas y la
variedad de sus configuraciones abren un amplio abanico de posibilidades.
Situado en este campo, me interesa señalar dos aspectos que considero
fundamentales a los efectos del desarrollo de mi exposición: en primer lugar, toda
reflexión teórica que tiene a la ficción como objeto de estudio, más allá de la diversidad
mencionada, implica una toma de posición, de modo más o menos explícito, por alguna
de las posturas enfrentadas en la polémica que tiene a las relaciones entre lenguaje y
mundo como problemática central; y luego, intentando conjurar el malentendido de que
la teoría aborda cuestiones intemporales, pretendo imbricar mi planteo en las
circunstancias históricas y culturales en que se produce, así como dar cuenta de la
genealogía, a veces indefinida y difusa, por la que la ficcionalidad como objeto de
indagación aparece planteada en los términos en que se la presenta.
La ficción exige un tratamiento que exceda los acotamientos reduccionistas que
limitan su especificidad a una caracterización que la define como un discurso carente de
verdad y/o sin capacidad denotativa.
Las tipologías que acotan la ficción como una especie defectiva aparecen como
esfuerzos más o menos afortunados que se proponen un tabicamiento sedante; sus
intentos por hallar un envoltorio adecuado para lo que es la ficción, en términos de
variedad lingüística bien delimitada, se agotan en la búsqueda de lo que tiene de menos
con respecto a los usos rectos, serios, naturales, comunicativos, pragmáticos, o como
convenga que se designen en cada caso, del lenguaje.
Todo esto aparece en un espacio en el que la indagación teórica acerca de
cuestiones como autor, texto, referencia, sentido, verdad, hacen de la ficcionalidad un
punto nodal de convergencia y divergencia, que exige desconfiar de las seguridades
derivadas de una diferenciación tan firme como las que se imponía hasta hace poco
tiempo para distinguir ficción de no ficción.
Es posible ordenar los abordajes a la problemática de la ficción en torno de tres
ejes: la referencia, la enunciación y la narración; en todos los casos con un nivel de
complejidad que exhibe la densidad de las cuestiones puestas en juego, haciendo
evidente que los parámetros dominantes en la cartografía teórica que relevaba esos
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temas, han perdido su firmeza y capacidad para establecer un orden categorial adecuado
para la investigación.
Esta preocupación por detallar el estado actual del tema no se agota en la
pretensión de hacer un inventario crítico más o menos preciso, sino que implica una
necesidad que permita articular una propuesta definida al respecto, con el objetivo de
contribuir al señalamiento de una apertura teórica que supere muchos de los
presupuestos en los que se apoya la reflexión acerca de la ficcionalidad.
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Capítulo I
De la referencia
Una de las vías más aceptadas para caracterizar la especificidad ficcional es la de definirla
por la falta de referencia o, al menos, de referencia verdadera o real; lo que se imbrica en
la antigua tradición retórica que
desde la Rhetorica ad Herennium (I, viii, 12-13) y Sexto Empírico ( Ad math., I, 218 y ss.),
continuada luego por Macrobio y San Isidoro, llega hasta la oposición de narratio
authentica y narratio ficta de las artes semocinandi medievales.1
Tradición que en nuestro siglo, es retomada por variantes deudoras de las tesis
de Frege, exponentes de la concepción de que las ocurrencias discursivas ficcionales
carecen de referencia (Bedeutung), es decir se sigue explicando la especificidad de las
ficciones a través de la falta de consistencia empírica de los objetos a los que refiere.
La línea de pensamiento que más ha profundizado en esa dirección es el
positivismo lógico o el neopositivismo, que postula la necesidad de superar las trampas
que el lenguaje le tiende a todo saber presumiblemente riguroso y metódico; se propone
por este camino "aclarar" (nunca se hacen cargo de los usos metafóricos de sus
precisiones) las interferencias que perturban con sus equívocos el proceso de la
investigación científica. Algunas de sus operaciones distintivas pueden sintetizarse así:
—otorgar prioridad al principio de verificabilidad como criterio legitimador para
distinguir las proposiciones con sentido de las que no lo tienen;
—determinar las condiciones posibles del significado conforme a la verificación empírica
de las proposiciones;
—elaborar la construcción de la matemática y de la lógica a partir de un sistema de
tautologías;
—homologar la filosofía con el análisis sintáctico de las estructuras formales del discurso
científico y el estudio semántico de sus significados proposicionales;
—establecer una delimitación precisa entre enunciados propios del saber científico y las
fantasmagorías metafísicas, que son asimiladas a simples ficciones, es decir entre las
proposiciones pasibles de verificación de las pseudoproposiciones.
El criterio de verificación empírica implica que el significado de una proposición
solamente puede determinarse describiendo el hecho que debería existir en el caso de
que dicha proposición fuese cierta. De lo que se desprende que el significado de un
enunciado depende del estado de cosas que supuestamente expresa, es decir, su verdad
o falsedad se relacionan directamente con la existencia o inexistencia de la realidad a la
que se refiere el contenido proposicional. Ante la dificultad que supone la explicación del
sentido de un enunciado por otro enunciado-definición —lo que traería aparejado nuevos

1Aseguinolaza, Fernando Cabo. "Sobre la pragmática de la teoría de la ficción literaria" en Avances en teoría
Literaria, Villanueva, Darío (compilador), Universidade de Santiago de Compostela, 1994.
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términos de significado que exigirían un encadenamiento infinito—, el criterio de


verificabilidad contempla la necesidad de especificar el significado de una proposición a
través de un eslabón empírico que dé cuenta del estado de cosas denotado
simbólicamente. En otros términos, la transcripción de un sentido proposicional exige la
transformación del enunciado mediante sucesivas definiciones hasta el momento en que
esas palabras no puedan ser definidas ya más que ostensivamente. La definición
ostensiva, que según Bertrand Russell2 es el proceso por el cual se enseña a una persona a
comprender una palabra por medios diferentes del uso de otras palabras, tiene sus
limitaciones pues sólo puede aplicarse en el caso en que el referente sea fáctico; a pesar
de ello sigue siendo el fundamento del criterio a partir del cual se discriminan los
términos ficción-no ficción. En definitiva es más de lo mismo, se impone la definición de
verdad como adaequatio intelectus rem, afirmándola en un plano empírico incuestionable
como última instancia de remisión en el análisis proposicional.3
Este presupuesto otorga legitimación epistémica para una delimitación precisa de
los ámbitos discursivos ficcional y no ficcional, estableciendo el carácter anómalo del
primero de ellos.4 Pero esta seguridad, apoyada en una discriminación que pone afuera
todo aquello que se aparta de un molde rígido, queda socavada cuando se la confronta
con las transformaciones que el llamado "giro lingüístico" ha operado sobre una tradición
en la que la noción de verificabilidad como criterio de verdad estaba tan arraigada.
La crítica a la concepción tradicional del lenguaje como un "instrumento" para la
designación de entidades independientes del lenguaje o para la comunicación de
pensamientos prelingüísticos, aparece como el común denominador del "giro
lingüístico", lo que implica el reconocimiento de que el lenguaje tiene un papel
constitutivo en nuestra relación con el mundo.
Tras el "giro lingüístico", entonces, la identidad de los significados se transforma
en la clave de la explicación de la intersubjetividad de la comunicación y, por lo tanto,
también de la objetividad de la experiencia.
Ya no hay posibilidad de garantizar tal objetividad de la experiencia, puesto que
no hay argumento suficiente que legitime la unidad del mundo objetivo al que los

2Russell, Bertrand. El conocimiento humano, Barcelona, Orbis, 1983.

3Cuesta Abad, José Manuel. Teoría hermenéutica y literatura, Madrid, Visor, 1991.

4Los fundamentos referenciales del neopositivismo no tienen pertinencia en el estudio de los discursos
imaginarios, de los que la literatura es un modelo paradigmático, porque para ello deberían considerar la
existencia de dominios de referencia distintos del ámbito empírico, lo que implica la relativización del
concepto de verdad y una ampliación de las operaciones veritativas. Asimismo, además del principio de
recurrencia como procedimiento constructivo del discurso poético, estudiado por Roman Jakobson, la
autorreferencialidad, cuya significación se trama en las remisiones incesantes al intratexto, desconstruye
la función denotativa del lenguaje, colocando al lenguaje literario fuera de las posibilidades de comprensión
de la lógica apofántica.
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usuarios del lenguaje se refieren. La inconmensurabilidad de las aperturas lingüísticas


del mundo convierten a la referencia y a la verdad en magnitudes relativas, dependientes
de una constitución del sentido previa que las haga posibles en cada caso.
La concepción de la preeminencia del sentido sobre la referencia subyace no
solamente al "giro lingüístico", que podemos filiar genealógicamente en la tradición
filosófica alemana, sino también a una línea que se remonta hasta Frege y la filosofía
analítica del lenguaje. Ambas tradiciones comparten el supuesto de la diferencia entre
sentido y referencia, y la consiguiente epistemologización de esa diferencia por la que se
considera dicho sentido como el único acceso posible al referente. Todo ello supone
sustituir la percepción por la comprensión, circunstancia que trae consigo que dicho
acceso al referente se vea mediado por el sentido desde el cual es comprendido.
Así, el lenguaje se constituye en la condición de posibilidad del modo en que nos
aparecen los referentes y, por lo tanto, la instancia constitutiva del marco categorial
fundante de todo lo que se enuncia acerca de un mundo abierto lingüísticamente.
Concebir el lenguaje como responsable de la apertura del mundo implica el
presupuesto de que la designación de un objeto no se lleva a cabo mediante un nombre
—según planteaba la concepción del lenguaje como instrumento, propia de la filosofía de
la conciencia 5 Concepción que atribuye al lenguaje el carácter de mediador entre dos
polos definidos: las cosas externas, por una parte, y las impresiones del alma, por otra.
Línea de pensamiento que llega hasta Kant y que explica el funcionamiento del lenguaje
en orden al modelo de la designación de objetos por medio de palabras. Se reduce de este
modo el lenguaje a su función designativa, es decir el lenguaje es pensado como un
instrumento intramundano representante de objetos existentes con independencia de él.
—, sino como atribución de una propiedad a un objeto por la que éste es interpretado
como algo. De acuerdo con Heidegger la asignación de un nombre a un ente es una
atribución indirecta de aquello que dicho ente "es".6
En Frege, uno de los iniciadores de la línea de pensamiento que desemboca en la
preeminencia del sentido sobre la referencia, se exhiben las paradojas de la filosofía
analítica que, partiendo de una profunda desconfianza hacia el lenguaje como
instrumento de conocimiento científico, ha derivado, después de una insistente búsqueda
de lenguajes formales alternativos, en la inevitable necesidad de reflexionar sobre el
5Concepción del lenguaje que se remonta a Aristóteles en De Interpretatione:
"Pues bien, los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma, y las letras lo son de los sonidos
vocales. Y así como la escritura no es la misma para todos, tampoco los sonidos vocales son los mismos.
Pero aquello de lo que éstos son primariamente signos, las afecciones del alma, son las mismas para todos,
y aquello de las que éstas son imágenes, las cosas reales, son también las mismas". (I, 16a 1.)

6En Hölderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, 1989, Heidegger asevera que la designación de los entes
por medio de los nombres no puede entenderse en el sentido de que algo ya conocido de antemano sólo se
le dota con un nombre, sino que sólo mediante ese nombrar queda establecido lo que ese ente es. Así se vuelve
cognoscible el ente.
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lenguaje común y de revelar aquellas características que excedían las limitaciones de la


transparencia y del uso serio, hasta llegar a exhibir explícitamente el carácter opaco del
lenguaje en cuanto supuesto reflejo del mundo exterior o como vehículo confiable del
pensamiento puro. Su itinerario expone el conflicto de todo lenguaje reducido
exclusivamente a su función deíctica u ostensiva, de la que depende su capacidad de hacer
referencia al mundo de conceptos y cosas, que se contradice flagrantemente con los
valores semióticos, retóricos y tropológicos de ese mismo lenguaje y, tal como lo señala
Frege, de la incontenible tendencia metafórica del lenguaje mismo.7
La insistencia en la posibilidad de disciplinar al lenguaje aparece expuesta de
modo muy preciso en la pretensión de establecer compartimientos que delimitaran los
usos correctos o serios de los usos anómalos, mediante las posibilidades que otorgaba la
distinción entre Sinn y Bedeutung, tratando de fijar, finalmente, las condiciones únicas
según las cuales un enunciado puede ser literalmente significativo. Operación que se
fundaba en la necesidad de segregar fuera de los usos correctos todos los enunciados que
tuvieran anomalías referenciales, tales como los tropos y, por supuesto, los enunciados
ficcionales, para asegurar la transparencia unívoca del lenguaje, para constituirlo, como
acertadamente señaló Rorty "en espejo de la mente" y, por su intermedio, de la
naturaleza. Sólo a partir de una concepción positivista, que se refugia en un dogmatismo
lógico, es posible instaurar una verdad unívoca por la vía exclusiva de la requisitoria
veritativa referencialista, excluyendo y condenando toda otra instancia de relativizar
esos términos.
Desde la postura de Rorty el "giro lingüístico":

...hace una contribución específica a la filosofía, creo que en absoluto es


metafilosófico. Su mayor aporte fue, por el contrario, haber contribuido a sustituir
la referencia a la experiencia como medio de representación de la referencia al
lenguaje como tal medio —un cambio que, en la medida en que ocurrió, hizo más
fácil el prescindir de la noción misma de representación—. 8 El término
7“Al escuchar un poema épico, por ejemplo, nos cautivan, además de la eufonía del lenguaje, el
sentido de los enunciados y las representaciones y sentimientos despertados en ellos. Si nos
preguntáramos por su verdad, abandonaríamos el goce estético y nos dedicaríamos a un examen
científico. De ahí que nos sea indiferente el que el nombre Ulises, por ejemplo, se refiera a algo o
no, mientras consideremos el poema una obra de arte. Es la búsqueda de la verdad lo que nos
incita a avanzar del sentido a la referencia.” Frege, Gottlob. Estudios de Semántica, Barcelona,
Ariel, 1984.
8Rorty, Richard. El giro lingüístico, Barcelona, Paidós 1990. La cita de Rorty corresponde a un apéndice
"Veinte años después" en el que además agrega lo siguiente:
“El intento de Dewey de dejar a un lado la problemática del realismo y el idealismo le envolvió en un intento
oscuro y dudoso de ver la ‘experiencia’ y la ‘naturaleza’ como dos descripciones de los mismos
acontecimientos así como en la idea de que ‘las experiencias se hacen verdaderas’. Pero los filósofos como
Davidson, que hablan de enunciados en lugar de experiencias, lo tienen mejor.
10

"experiencia", tal como es usado por filósofos como Kant y Dewey, fue, como el
término "idea" de Locke, ambiguo entre "impresión sensorial" y "creencia". El
término "enunciado" utilizado por filósofos de la tradición de Frege, carece de tal
ambigüedad. Una vez que la filosofía del lenguaje se vio liberada de lo que Quine y
Davidson llamaron " los dogmas del empirismo" en los que la habían enzarzado
Russell, Carnap y Ayer (aunque no Frege), los enunciados ya no fueron
considerados como expresiones de la experiencia ni como representaciones de
una realidad extraexperimental. Más bien, fueron vistos como sartas de marcas y
sonidos usados por los seres humanos en el desarrollo y prosecución de las
prácticas sociales —prácticas que capacitan a la gente para lograr sus fines, entre
los que no está incluido "representar la realidad como es en sí misma".

Si confrontamos el propósito inicial de Frege, de otorgar transparencia a


las aseveraciones, con los planteos de Quine, para quien la capacidad de aserción
depende enteramente del contexto y, por lo tanto, el significado de un enunciado
entendido como correspondencia con las cosas, sólo tiene sentido en tanto que es
atenuado por la relativización que supone pensarlo como una determinada
interpretación; queda delineado el itinerario recorrido por un pensamiento que
se propuso acotar todos aquellos aspectos del lenguaje que opacaban la
transparencia referencial y que derivó en el desplazamiento de su atención a
fenómenos que anteriormente había considerado marginales y perturbadores.
Mientras que en Frege podemos situar el inicio de una genealogía de las
aproximaciones analíticas del lenguaje y la ficción, en Saussure se imbrica otra
orientación que reflexiona sobre el sentido y la referencia, en especial a partir de
sus tesis sobre la naturaleza arbitraria del signo y el carácter diferencial de éste,
las que se constituyen en el punto de partida de un pensamiento que bordea y
transgrede los márgenes de la teoría literaria contemporánea y de la filosofía hasta
hacer indecidibles sus territorios.
Jacques Derrida en La voz y el fenómeno fundamenta en la estructura
iterativa del signo la afirmación de que éste está originariamente trabajado por la
ficción9. A lo que agrega luego: Es porque el signo es extraño a la presencia así del
presente viviente, por lo que se le puede llamar extraño a la presencia en general. De
acuerdo con ello, no hay posibilidad de representación de nada ajeno al discurso
mismo, de lo que se deduce una doble consecuencia: por una parte, el discurso es
la representación de sí y, por otra, la ficción es la condición de posibilidad de todo

9Ver desarrollo ampliado del tema en Ferro, Roberto. Escritura y desconstrucción -Lectura (h)errada con
Jacques Derrida, 2ª Ed.,Biblos, Buenos Aires, 1995.
11

discurso10Ahora bien si se admite, como hemos intentado mostrar, que todo signo
en general es de estructura originariamente repetitiva, la distinción general entre
uso ficticio y uso efectivo de un signo se ve amenazada. El signo está
originariamente trabajado por la ficción. Desde este momento, sea a propósito de
comunicación indicativa o de expresión, no hay criterio seguro para distinguir
entre un lenguaje exterior y un lenguaje interior, ni en la hipótesis concedida de
un lenguaje interior, entre un lenguaje efectivo y un lenguaje ficticio. Una tal
distinción es, sin embargo, indispensable a Husserl para probar la exterioridad de
la indicación a la expresión, con todo lo que aquella impone. Al declarar ilegítima
esta distinción, se prevé toda una cadena de consecuencias temibles para la
fenomenología..
En La diseminación, Derrida, en estrecha correspondencia con lo anterior,
interviene desde una lectura desconstructiva sobre la noción de mímesis
platónica, en primer término en "La farmacia de Platón"11 y luego en "La doble
sesión". En este apartado relaciona mimesis y literatura, a la que Derrida
considera como el discurso rector de todos los demás discursos; para lo que
primero despliega la lógica de la mimesis en términos de dominio del imitado

10Derrida, Jacques. La voz y el fenómeno, Valencia, Pre-textos, 1985:


“Dentro de la pura "representatividad" interior, en la "vida solitaria del alma" ciertos tipos de discurso
podrían efectivamente tenerse, como efectivamente representativos (sería el caso del lenguaje expresivo y,
digámoslo ya, puramente objetivo, teórico-lógico), mientras que otros permanecen puramente ficticios
(estas ficciones señaladas en la ficción serían los actos de comunicación indicativa entre sí mismo y sí
mismo, sí mismo como otro y sí mismo como sí mismo, etcétera).

11La mímesis no-culpable. Si se recobra la mímesis "antes" de la "decisión" filosófica, se observa que Platón,
lejos de unir el destino de la poesía y del arte a la estructura de la mímesis (o más bien de todo lo que se
traduce a menudo hoy, para rechazarla, por representación, imitación, expresión, reproducción, etc.)
descalifica en mímesis a todo lo que la modernidad pone por delante: la máscara, la desaparición del autor,
el simulacro, el anonimato, la textualidad apócrifa. Puede verificarse releyendo el pasaje de la República
sobre la diégesis simple y sobre la mímesis (393 a ss.). Lo que nos importa aquí es esa duplicidad "interna"
del mímeiszai que Platón quiere cortar en dos, para resolver entre la buena mímesis (la que reproduce
fielmente y en la verdad, pero se deja ya amenazar por el simple hecho en ella de la duplicación) y la mala,
que hay que contener como la locura (396 a) y el (mal) juego (396 e ).
Esquema de esta "lógica": 1º La mímesis produce el doble de la cosa. Si el doble es fiel y perfectamente
parecido, ninguna diferencia cualitativa le separa del modelo. Tres consecuencias: a) El doble —el
imitante— no es nada, no vale nada por sí mismo. b) No valiendo el imitante más que por su modelo, es
bueno cuando el modelo es bueno, malo cuando el modelo es malo. El es neutro y transparente en sí mismo.
c) Si la mímesis no vale nada y no es nada por sí misma, es nada de valor y de ser, es en sí negativa: es, pues,
un mal, imitar es un mal en sí y no sólo cuando se trata de imitar al mal. 2º Parecido o no el imitante es algo,
puesto que hay mímesis y mimemas. Ese no-ser "existe" de alguna manera (Sofista). Por lo tanto, a)
añadiéndole al modelo, el imitante viene como suplemento y deja de ser una nada y un no-valor. b)
Añadiéndose al modelo que "es", el imitante no es el mismo y aunque fuese absolutamente parecido no es
nunca absolutamente parecido (Cratilo). Ni, por lo tanto, absolutamente verdadero. c) Suplemento del
modelo, pero no pudiendo igualarle, le es inferior en su esencia en el momento mismo en que puede
reemplazarle y resultar así "primado". Este esquema (dos proposiciones y seis consecuencias posibles)
forma una especie de máquina lógica; programa los prototipos de todas las proposiciones inscritas en el
discurso de Platón y en los de la tradición. Según una ley compleja, pero implacable, esa máquina distribuye
todos los clichés de la crítica futura”. Derrida, Jacques. La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1975.
12

sobre el imitante, dominio configurado en la preeminencia ontológica del primero


sobre el segundo, en la anterioridad temporal de aquél sobre éste y en la
discernibilidad absoluta de ambos. Y sobre esta lógica sobrepone, en un segundo
movimiento, que llama "desplazamiento mallarmeano", el mantenimiento de la
estructura diferencial de la mímica o la mímesis, pero sin la interpretación
platónica o metafísica.12 Pero no hay nada de ello. Hay una mímica. Mallarmé
está en ello, como en el simulacro[...]Estamos ante una mímica que no imita a nada,
ante, si se puede decir un doble que no redobla a ningún simple, que nada
previene, nada que no sea ya en todo caso un doble. Ninguna referencia simple.
Por eso es por lo que la operación del mimo hace alusión pero alusión a nada,
alusión sin romper la luna del espejo, sin más allá del espejo. "Tal opera el Mimo,
cuyo juego se limita a una alusión perpetua sin romper luna." Ese speculum no
refleja ninguna realidad, produce únicamente "efectos de realidad". Para ese doble
que a menudo hace pensar en Hoffman (citado por Beissier en su Prefacio), la
realidad es la muerte. Que se revelará inaccesible, a no ser por simulacro, como la
simplicidad soñada del espasmo soñado o del himen. En ese speculum sin realidad,
en ese espejo de espejo, hay ciertamente una diferencia, una díada, puesto que hay
mimo y fantasma. Pero es una diferencia sin referencia, o más bien una referencia
sin referente, sin unidad primera o última, fantasma que no es el fantasma de
ninguna carne, errante, sin pasado, sin muerte, sin nacimiento ni presencia".
Derrida, Jacques. La diseminación, Madrid, Espiral, 1975.
Como hemos visto, la especificidad ficcional no puede ser establecida a
partir de una distinción entre referentes verdaderos o imaginarios; ese postulado
no tiene entidad. Ya sea que se lo revise por vía del pensamiento analítico, el cual

12"Con todos sus dobles fondos, sus abismos, sus trompe-l' oeil, semejante organización de escrituras no
podía ser un referente simple y pretextual para Mímica de Mallarmé. Pero a pesar de la complejidad
(estructural, temporal, topológica, textual) de ese objeto-libreto, habríamos podido sentirnos tentados de
considerarlo como un sistema cerrado sobre sí mismo, replegado sobre la relación, ciertamente muy
entremezclada, entre, digamos, el "acto" de mimodrama (aquel del que Mallarmé dice que se escribe en una
página blanca) y el a posteriori del libreto. En ese caso, la remisión textual de Mallarmé toparía allí con una
señal de detención definitiva.
Pero no hay nada de eso. Tal escritura que no remite más que a sí misma nos traslada a la vez,
indefinida y sistemáticamente, a otra escritura. A la vez: es de lo que hay que darse cuenta. Una escritura
que no remite más que a sí misma y una escritura que remite indefinidamente a otra escritura, eso puede
parecer no-contradictorio: la pantalla reflectora no capta nunca más que la escritura, sin tregua,
indefinidamente, y la remisión nos confina en el elemento de la remisión. Cierto. Pero la dificultad se basa
en la relación entre el medium de la escritura y la determinación de cada unidad textual. Es preciso que
remitiendo cada vez a otro texto, a otro sistema determinado, cada organismo no remita más que a sí mismo
como estructura determinada: a la vez abierta y cerrada.
Dándose a leer por sí misma y ahorrándose todo pretexto exterior, Mímica está también surcada
por el fantasma o injertada en la arborescencia de otro texto. Del que Mímica explica que describe una
escritura gestual que no es dictada por nada y no hace señales más que a su propia inicialidad, etc....
Podríamos, en efecto, reconducir a Mallarmé a la metafísica más "originaria" de la verdad si en
efecto si toda mímica hubiera desaparecido, si se hubiese borrado en la producción escritural de la verdad.
13

culmina por desechar los propios puntos de partida desbaratando de manera


absoluta el presupuesto adaequatio intelectus ad rem —que si en el plano de la
investigación teórica ha dejado hace tiempo de tener valor, sigue funcionando
como una cláusula jurídica en muchos discursos contemporáneos, una especie de
lugar común de buena parte de la doxa científica, y una de las piedras
fundamentales sobre la que se apoyan y articulan vastos encadenamientos de
sentido de los imaginarios sociales—; ya sea que se lo someta a un intenso
escudriñamiento por vía del pensamiento que hemos filiado desde Saussure y que
en Derrida ya no aparece como el término defectivo de una jerarquía, sino que,
tras una lectura desconstructiva se desplaza hasta convertirse en el elemento
capaz de cuestionar cualquier ordenamiento que distribuya rangos dentro del
ámbito omniabarcador de los discursos.

Nombrar la identidad
El cuestionamiento de los presupuestos a partir de los cuales se establece
la discriminación entre discursos ficcionales y discursos que son portadores de
información "cierta y verídica" acerca del mundo, puede traer aparejada la
sensación de que se entra en una oscuridad retórica en la que todos los gatos son
pardos. La situación, creo, es otra, la luz que pretende iluminar la diferencia, por
el contrario, extiende una vasta opacidad que garantiza la labilidad de los límites
y, por lo tanto, la sanción inestable de los bordes discursivos que se deben
considerar en cada margen; sin que ello suponga que las determinaciones no
varíen y que las taxonomías no sean tan flexibles como variadas, pero todas, en
algún punto, imponen un baremo, un modo de separar los discursos a los que se
les asigna la potestad intransferible de producir verdad de aquellos que la simulan
o se despliegan a partir de la imaginación. Uno de los objetivos buscados en este
trabajo es el de dar cuenta de las relaciones que pueden establecerse entre la
construcción de identidad que surge a propósito del acto de nombrar y de la
verdad que emerge como consecuencia de la concomitancia entre ese acto y lo
nombrado por él. En el nombrar se desvelan las relaciones entre lenguaje, lo
nombrado y los sujetos que nombran. Cada palabra que nombra nunca se profiere
en soledad sino que es parte de un texto en el que se inscribe.
El texto es la dimensión en la que acontece el nombrar, la reflexión sobre
las condiciones de posibilidad del nombrar puede ser pensado como una mirada
inquisitiva sobre la genealogía de la construcción de las identidades y de la verdad
que se instaura en cada instancia de correlación13. Lo que es perturbador de este

13La palabra textus aparece tardíamente en latín (con Quintiliano, Instituto Oratoria, IX, 4,13), como uso
figurado del participio pasado de texere, metáfora que apunta a caracterizar a la totalidad lingüística del
discurso como un tejido. Esta denominación se refería en especial a la escritura, cuyo tramado gráfico
14

intento, no es tanto la pretensión de redistribución genérica entre diversas


especies discursivas, sino que implica la relativización de los restos sacrales que
algunos textos poseen como portadores de la verdad. Hay textos que junto con el
discurso acompañan una serie de mandatos de lectura que exigen ser leídos
exclusivamente de una determinada manera para revelar el sentido; estas
textualidades ejercen no sólo la acción de nombrar sino que requieren, imponen
una lectura, tal es la univocidad de los textos sagrados. En ellos la identidad es una
equivalencia tautológica. El texto impone una lectura y esa lectura acata la letra, el
sentido es lo inscrito literalmente. Sobre los restos sacrales de estas textualidades
discursivas se edifica parte de la certeza que articulan los imaginarios sociales
hegemónicos. En el arco que se tiende entre el nombre y lo nombrado, que, por lo
tanto, determina la identidad, se abren dos instancias: el referir y el significar. La
pregunta que inquiere por la identidad, o en todo caso por la estabilidad de la
identidad entre el nombrar y lo nombrado, está en la base de la construcción social
de la verdad. Este tipo de preguntas se pueden pensar, en principio, como la
búsqueda de una referencia que fije una identidad y que no deje indeterminado a
ese alguien. Dichas preguntas apuntan, pues, a demandar una especificación que
pertenece al orden del “quién” y esas preguntas dirigidas en relación con
diferentes individuos deberían especificar un conjunto de referencias: “a”, “b”...“z”,
que son los nombres de cada una de las personas señaladas, o de un término
colectivo o genérico que los abarque a todas. Nombrar es, consiguientemente,
establecer una vinculación que une un término identificador con un individuo o
un grupo de individuos.
¿Qué significa un nombrar? ¿Cómo se puede especificar, describir la acción
de nombrar?14 La pregunta por el nombrar tiene un valor paradigmático cuando
la respuesta es un nombre propio, que es la variante más usual y la que de modo
más preciso otorga ubicación gregaria y, acaso, dentro de un inventario ilimitado,
la que tiene prioridad desde una perspectiva social para decirnos y decir a otros
quienes somos.
Entonces, retomando la argumentación, la pregunta podría expresarse
¿cómo podemos caracterizar la acción de responder con un nombre, a la pregunta
quién es? Este parece ser un punto de partida suficientemente preciso para pensar

configuraba icónicamente una representación de los enunciados verbales como texturas. Esta traslación
metonímica del códice continente de los signos implica considerar el texto como un sistema de entidades
tejidas que componen la significación en la trabazón de sus ocurrencias. Ya en sus primeras acepciones, la
palabra texto alude a la relevancia de cada signo en el tejido y su relación virtual con el universo de los
discursos presentes y pasados. El sentido del nombrar, aunque la palabra se profiera en soledad, remite
necesariamente al todo de la lengua.

14Ver en Thiebaut, Carlos. Historia del nombrar, Madrid, Visor, 1990.


15

las relaciones entre nombrar e identidad, por una parte, y referir y significar por
otra. Un nombre que fija una identidad "es Z" puede ser pensado como el acto de
indicar con un nombre "Z" a alguien y nuestra pregunta "¿en qué consiste el
interrogante quién es?" se podría contestar como la búsqueda de la referencia que
fije una identidad y que determina a ese alguien. La acción de nombrar, entonces,
designa en este caso la relación que se establece entre un término identificador
"Z" con un individuo: nombrar es establecer la vinculación semántica de esa
palabra que es un nombre. Pero como decíamos anteriormente, no hay palabra
que se profiera en soledad y por lo tanto que pueda significar autónomamente.
Toda palabra que nombra pertenece a un lenguaje; la indagación por las relaciones
entre ese nombre y su referencia conlleva una reflexión sobre el conjunto del
lenguaje, es decir, al conjunto de lo que con ese lenguaje puede decirse y también
al universo de todas las entidades que pueden ser nombradas por él.
La cuestión entonces de la respuesta a la pregunta, ¿quién es? requiere que
esas relaciones de identidad no sean separadas del espacio de significación de la
lengua en que es proferido. La respuesta, aunque sea sólo el nombre "Z", supone
decir en qué punto me sitúo dentro de las prácticas, códigos y significados en los
que acontece la interrogación que desencadena el nombre, que es el modo más
elemental de exponer la identidad. Estas dos instancias: la que responde por el
nombre y la que implica instalar la palabra que nombra en un entramado de
significados, se pueden precisar como "identidad-referencia", la que indica a "Z" e
"identidad-sentido", la que corresponde a su ubicación en la red significativa. La
primera abre la reflexión a la dimensión semántica del nombre, la segunda a la
pragmática del texto.
Tal como he planteado la problemática de la identidad entre el nombrar y
lo nombrado instala la cuestión en una genealogía indudablemente fregeana que
forma parte de una de las polémicas contemporáneas de la filosofía del lenguaje
de mayor complejidad. Genealogía a la que es necesario apelar para especificar los
términos de la relación que nos preocupa. Se impone señalar que son las
discusiones medievales respecto de la referencia de los nombres las que abren el
debate; contemporáneamente es posible, y por supuesto sintetizando hasta cierto
riesgo de reduccionismo, establecer una distinción fundamental entre la postura
de John Stuart Mill, por una parte, y las de Gottlob Frege y Bertrand Russell por
otra, las que devienen en dos direcciones opuestas: los seguidores de Mill señalan
que los nombres propios sólo tienen referencia (Bedeutung), o denotación, es
decir que entre el nombrar y lo nombrado se establece la identidad en términos
de nombre igual referencia; los fregeanos en cambio, consideran que los nombres
propios poseen también sentido (Sinn) o connotación y que es por medio de su
16

sentido como alcanzan la referencia.


La postura de Mill consiste en la negación de sentido de connotación de los
nombres propios a los que sólo atribuye referencia, todo ello apoyado en el
presupuesto de que esos nombres no tienen las mismas características de las
descripciones y que por lo tanto no poseen connotación.
Desde una perspectiva fregeana, en cambio, se señala que cuando los
nombres propios forman parte de proposiciones de existencia (por ejemplo
"existe Z") tienen también contenido conceptual o descriptivo, ya que esa
proposición no se despliega en la suma de un nombre más la afirmación de su
existencia, sino que expone un concepto y afirma que es el caso de tal concepto.
Esto aparece de modo más preciso si instalamos el enunciado entre proposiciones
de inexistencia (por ejemplo “no existe Z”) en las que a partir de la lógica
extensional no se da la posibilidad de pensar una referencia de “Z” no vinculada a
una descripción, o en otros términos, a contenido conceptual no ostensivo.
Sintetizando la oposición, —que insisto esquematizo en sus términos
fundamentales, lo que supone no atender a una serie de gradaciones y matices—,
tenemos que según Mill los nombres propios sólo tienen referencia, es decir,
define la relación como identidad-referencia; en cambio, los fregeanos como
identidad-sentido, los nombres propios refieren porque connotan, y, entre ambos
polos opuestos y contradictorios, se dan algunos intentos que apuntan a construir
una alternativa sincrética.
Se pueden considerar dos líneas fuertes que retoman la polémica y se
proponen avanzar sobre la oposición. La primera tiene su punto de partida en el
Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas, continuada por John Searle. 15 En
ella se señala que los nombres propios tienen una cierta laxitud y, que por lo tanto,
poseen una cierta imprecisión. La otra, tiene a Saúl Kripke, Hillary Putman y Keith
Donellan como sus principales exponentes, quienes insisten en la importancia de
la función designativa del lenguaje, que como consecuencia del "giro lingüístico",
ha sido desplazada de la atención.
Para Bertrand Russell, los nombres propios son como abreviaturas de
descripciones definidas. John Serle apunta a reelaborar la cuestión, siguiendo las
ideas del segundo Wittgenstein, de modo tal que le permita superar las
dificultades de la postura de Russell. Plantea que los nombres representan el
conglomerado de las características, concebidas como convergencias de
descripciones, que están vinculadas de modo necesario a un nombre. Es posible
que en algún momento se demostrase que ninguna de las características que se

15Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones Filosóficas, trad. A. García Suárez y U. Mulines, Barcelona, Crítica,
1988.
17

atribuyen a Aristóteles es cierta y que este nombre corresponde a otra persona,


conjeturemos por ejemplo un comediante que vivía en las afueras de Atenas un
siglo antes. Dada esta circunstancia, resulta difícil conjeturar que el Aristóteles
que ahora aparece sea aquel Aristóteles en quien pensábamos cuando leíamos La
ética nicomaquea. El Aristóteles comediante no es el que se adecua a la imagen
construida a partir de la tradición clásica, es decir aquél a quien nos referíamos al
emplear su nombre. De esta manera entonces, el nombre es un conjunto de
características centrales que son las que se refieren a aquél que es nombrado.
Resulta utópico establecer un inventario cerrado de todas esas
características y la postura teórica de Searle, la de un conglomerado de
características referido por el nombre, se vincula con la concepción que define a
los nombres propios con un grado de imprecisión respecto de la determinación
de las características que constituyen la referencia del nombre a lo nombrado. Así
plantea Searle la cuestión:

Además, ahora vemos cómo satisface el principio de identificación la


emisión de un nombre propio: si tanto el hablante como el oyente asocian
alguna descripción identificadora con el nombre, entonces la emisión del
nombre no es suficiente para satisfacer el principio de identificación, pues
tanto el hablante como el oyente son capaces de sustituirlo por una
descripción identificadora. La emisión del nombre comunica al oyente una
proposición. No es necesario que ambos proporcionen la misma
descripción identificadora, suponiendo solamente que sus descripciones
son de hecho verdaderas del mismo objeto.
Hemos visto que, en la medida en que pueda decirse que los nombres
propios tienen sentido, se trata de un sentido impreciso. Debemos explorar
ahora las razones de esta imprecisión. ¿La imprecisión por lo que respecta
a qué características constituyen las condiciones necesarias y suficientes
para aplicar un nombre propio es un mero accidente, un producto de la
carencia lingüística? ¿O deriva de las funciones que nos realizan los
nombres propios? Preguntar por criterios de aplicación del nombre
"Aristóteles" es preguntar de modo formal qué es Aristóteles; es preguntar
por un conjunto de criterios, de identidad para el objeto Aristóteles. "¿Qué
es Aristóteles?" y "¿Cuáles son los criterios para aplicar el nombre
"Aristóteles?" Plantean la misma pregunta, la primera en el modo material
de habla y la segunda en modo formal. De esta manera si, antes de usar el
nombre llegásemos a un acuerdo sobre las características precisas que
constituían la identidad de Aristóteles, entonces nuestras reglas para usar
18

el nombre serían precisas. Pero esta precisión solamente se lograría a costa


de que cualquier uso del nombre entrañase algunas descripciones
específicas. De hecho, el nombre mismo sería lógicamente equivalente a
este conjunto de descripciones. Pero si esto fuese el caso solamente
estaríamos en posición de poder referirnos a un objeto describiéndolo,
mientras que esto es efectivamente lo que nos permite evitar la institución
de los nombres propios y lo que distingue los nombres propios de las
descripciones definidas. Si los criterios para los nombres propios fuesen en
todos los casos completamente rígidos y específicos, entonces un nombre
propio no sería nada más que una abreviatura para esos criterios
funcionaría exactamente igual que una descripción definida elaborada.
Pero la singularidad y la inmensa conveniencia pragmática de los nombres
propios de nuestro lenguaje reside precisamente en el hecho de que nos
capacitan para referirnos públicamente a objetos sin forzarnos a plantear
disputas y llegar a un acuerdo respecto a qué características descriptivas
constituyen exactamente la identidad del objeto. Los nombres propios
funcionan no como descripciones sino como ganchos de los que cuelgan las
descripciones. Así pues, la laxitud de los criterios para los nombres propios
es una condición necesaria para aislar la función referencial de la función
descriptiva del lenguaje.16

Esta teoría del conglomerado, también conocida por teoría de la percha, mantiene
el núcleo de la alusión a un conjunto de características como manera más apropiada de
entender qué cosa sea la referencia, evitando asimismo hacerse cargo de la descripción
de esas características; pero esta argumentación tiene la vulnerabilidad de arrastrar las
críticas que se formulan a Russell, y ello porque en definitiva, afloja y relativiza algunos
de sus puntos centrales con el objeto de hacerlas más viables, quedando a medio camino
y agregando las que corresponden a su propia imprecisión. La pregunta por la existencia
de Aristóteles no puede quedar reducida a la cuestión de la verdad de un conglomerado
de características, es decir de descripciones que usualmente son asociadas de manera
laxa a ese nombre. Dado que no exhibe criterios de suficiente validez para explicar cuáles
de esas características son pertinentes para determinar cuándo ese nombre propio
corresponde a la identidad mencionada y que tampoco expone cómo determinar por qué
ésas y no otras. En definitiva, la teoría searleana de los nombres propios no precisa los
criterios de identificación entre el nombre y lo nombrado.
Los intentos de corrección de la teoría tradicional desarrollada por Frege y

16Searle, John. Actos de habla, trad. L. Valdés, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 175/176.
19

Russell, ya sea en la línea de Searle o en la línea crítica de Strawson, es decir, la "cluster-


theory" (que postula que no es necesario que coincidan todas las descripciones asociadas
con la expresión referencial sino la mayor parte de ellas) no parece trastornar en gran
medida el presupuesto implicado en la base de estas direcciones teóricas, es decir, que
"referir" quiere decir "identificar" unívocamente; por lo tanto el intento de superar esta
dificultad que es producto de la imposibilidad de establecer una identidad de significados
aceptada y compartida por todos los usuarios de una lengua, postulando entonces un
supuesto acuerdo en torno a una coincidencia aproximada, complica la situación en la
medida en que se mantiene de todas maneras el objetivo de la identificación unívoca.17
Frente a la perspectiva que plantea la explicación del "referir" como dependiente
de significados referenciales compartidos que nos permiten identificar lo designado,
desde los años sesenta algunos pensadores inscritos en la tradición anglosajona han
elaborado una versión alternativa, que podemos designar como la teoría de la referencia
directa. En esta teoría ya no se articulan referir e identificar sino que se intenta explicar
el referir como una designación directa o rígida en términos de Kripke.
Donnellan establece una distinción en la que pone de manifiesto algunos de los
principales problemas de la teoría indirecta de la referencia, la misma distingue el uso
atributivo y el uso referencial de las descripciones definidas:

Voy a llamar a los dos usos de las descripciones definidas a los que aludo el
uso atributivo y el uso referencial. Un hablante que usa una descripción
definida atributivamente en una aserción afirma algo sobre quienquiera o
lo que quiera que sea el así-y-asá. Un hablante que usa una descripción
definida referencialmente en una aserción, usa la descripción para permitir
a su audiencia discernir de quién o de qué es de lo que está hablando y
afirma algo sobre esa persona o cosa. En el primer caso la descripción
definida se puede decir que ocurre esencialmente, pues el hablante desea
afirmar algo sobre aquello que cumple con esa descripción, sea lo que sea;
pero en el uso referencial la descripción definida es meramente un
instrumento para hacer un determinado trabajo —llamar la atención sobre
una persona o cosa—y, en general, cualquier otro recurso elegido para
hacer el mismo trabajo, otra descripción o un nombre, podría hacerlo
igualmente bien. En el uso atributivo el atributo ‘ser el así-y-asá’ es lo más
importante mientras que no lo es en el uso referencial.18

17Ver Apéndice I pp--, sobre la cuestión del nombre propio.

18 Donnellan,Keith. "Reference and Definite Descriptions" en Schwartz, S.P. /ed) Naming, Necessity and
Natural Kinds, N.Y., 1977.
20

El uso referencial de los enunciados designativos supone que su significado no


siempre es constitutivo para nuestro acceso al referente sino un instrumento entre otros
para referirnos a éste, sin que ello suponga que ese uso tenga carácter de inmodificable.
Tal como lo señala Donnellan:

Hemos visto que cuando una descripción definida es usada


referencialmente se puede decir de un hablante que ha dicho algo sobre
algo. Y, al indicar qué es aquello de lo que éste ha dicho algo, no nos hemos
de restringir a utilizar la descripción usada por él o los sinónimos de la
misma; podemos referirnos a ello usando cualquier descripción, nombre,
etc. que pueda hacer ese trabajo. Ahora bien, de esto parece resultar un
sentido en el que tenemos que ver con la cosa misma y no con la cosa bajo
cierta descripción cuando reproducimos el acto lingüístico de un hablante
usando una descripción definida referencialmente.19

El referir "a la cosa misma" y no a la cosa "en tanto que cumple con una
determinada descripción" no implica afirmar un acceso inmediato a "la cosa en sí", en
ningún momento se abandona el presupuesto inamovible de que sin el uso de signos
lingüísticos o nombres no es posible ninguna referencia, lo que no significa que el
significado de las expresiones tenga que ser constitutivo de aquello a que nos referimos
mediante ellas.
Putman desarrolla esta perspectiva centrado en la formación de conceptos en las
teorías científicas, a la manera de un modelo privilegiado en el que la preeminencia del
significado sobre la referencia aparece con alto grado de plausibilidad. Los conceptos
científicos se introducen discursivamente mediante definiciones más o menos precisas
—esto a diferencia de los conceptos que se manejan en el habla cotidiana— por lo tanto,
resulta evidente que esas definiciones, que constituyen el significado de los términos, son
la vía de acceso al referente en cuanto tal. Putman señala que los términos científicos son
introducidos en el contexto de una teoría que los define, precisamente lo que está
cuestionando es que esa operación pueda suponer asimismo las condiciones necesarias
y suficientes que tiene que cumplir aquello que se especifique bajo ese contexto:
Está fuera de discusión que los científicos usan los términos como si los
criterios asociados no fueran condiciones necesarias y suficientes sino más
bien caracterizaciones aproximadamente correctas sobre el mundo de

19Donnellan, Keith. Op. cit., pp. 64-65.


21

entidades independientes de la teoría.20

Putman apunta desde una perspectiva pragmática a establecer qué es lo que se


pretende hacer cuando se utilizan conceptos científicos. Esos conceptos designan
entidades de las que se supone una existencia independiente de la teoría, es decir
perteneciente al mundo:

Podemos dar una “definición operativa” o un grupo (cluster) de


propiedades o lo que sea, pero la intención nunca es “hacer al nombre
sinónimo de la descripción”.Más bien “usamos el nombre rígidamente”
para referirnos a cualquier cosa que comparta la naturaleza que poseen
normalmente las cosas que satisfacen la descripción21..

El funcionamiento del lenguaje está básicamente asentado en la predicación; en


algunos de sus usos específicos se le otorga preeminencia a la designación, cuya función
es la de remitir a entidades de las que se supone una existencia extradiscursiva y que han
de ser designadas directamente o rígidamente. La designación rígida no implica una
pretensión de alcanzar la cosa en sí de modo inmediato o salirse del ámbito del lenguaje,
sino, antes bien, caracteriza un uso específico que exige la restricción del sentido para
desplegar sus argumentaciones.
La postura de Saul Kripke es una vuelta a las posiciones de Mill, plantea que la
identificación de alguien no es producida por el sentido contextual del nombre, ni por la
laxitud de su sentido, sino, por el contrario, por la estabilidad que mantiene todo nombre
propio en el universo de variaciones que pueden trastornar los contextos en los que se
profiere. Kripke sostiene que los nombres propios carecen de sentido y que refieren y
designan rígidamente al referente en todo mundo posible; esa es su condición de
posibilidad: ser nombres propios y no descripciones sometidas a cambios u operación de
falsación. Su concepción es que dada la ambigüedad e incertidumbre que provoca la
identidad-sentido debemos retornar a la seguridad de una identidad-referencia fija e
invariable que permanece igual a sí misma a lo largo de todos los posibles cambios de
sentido que pudieran ocurrir. Al desvincular la referencia del sentido, Kripke se coloca
más allá de las dificultades que en este aspecto plantean las teorías de Russell y Searle;
pero así como esta perspectiva teórica da seguridad acerca de quién estamos hablando,
es perturbada por el interrogante de cómo y en razón de qué un nombre le es asignado a
alguien en particular.

20Putman, Hillary. Mind, Languaje and Reality, Philosophical Papers Bd.2, Cambridge, MA, 1975.

21Idem anterior.
22

Es decir, si los nombres propios son designadores rígidos, y por lo tanto


desvinculados de descripciones finitas que los caracterizan en diferentes contextos o
mundos posibles cuál es la instancia de asignación de un nombre a un objeto o a una
persona. Según Kripke, el empleo de un nombre implica acudir a la referencia histórico-
causal que ha trasmitido esa referencia de modo no flácido ni evanescente.
Pero si en esta instancia de nuestra elaboración retomamos la postura de Russell
o Wittgenstein, asumiendo todas las críticas a que han sido sometidas y, a pesar de que
no se identifique el nombre con un conjunto de descripciones de forma definida, debemos
aceptar que algún nexo ha de tener ese conjunto de características para que ese nombre
propio, por ejemplo Aristóteles, no tenga el mismo rango que un demostrativo o un
deíctico empleado en la designación de tal persona como aquél que está ahí. Planteo éste
que nos obliga a remontarnos a la situación original, la primera de las designaciones que
posibilitó la repetición. La situación del nombrar primero adquiere una importancia
fundamental porque en ella entran en correlación. El personaje referido, el nombre y el
acto en el que se impone la designación.
Esta situación primigenia necesariamente remite al contexto de significación, de
códigos, de creencias, en el que aconteció el nombrar. De algún modo cuando nombramos
a alguien, si como afirma Kripke acudimos a una referencia lógico causal, la estamos
actualizando, aunque no la conozcamos específicamente.
El Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas señala que nombrar a alguien y
preguntarse sobre la verdad de ese enunciado que a él se refiera es investigar la entidad
y el valor de las creencias que compartimos con la persona designada. Lo que de algún
modo equivale a decir, y ésto teniendo en vista la concepción kripkeana del acto original
de nombrar, en el que el nombre refiere el contexto de situación en el que ocurría y aún
ocurre (recuperando códigos y creencias históricas pasadas y a la manera de un complejo
palimpsesto, hacerlas presentes al referirnos a ellas) implicando la actualización de los
criterios de significación que se pusieron en juego en los sucesivos actos de nombrar.
Entonces, lo que hacemos cuando damos y empleamos un nombre es inscribirlo en un
contexto de significaciones que están siempre sujetas a modificación o rechazo, pero que
inevitablemente deben tener el estatuto de presupuestas referidas o relatadas para que
la correlación entre el nombre y lo nombrado pueda constituirse en una designación. Esto
último supone que cuando la pregunta está referida a la identidad, debe no sólo ubicarse
desde una instancia semántica sino que también desde la instancia de la pragmática del
texto en el cual ocurre ese nombre.
Arribamos así a un punto de la cuestión en el que el problema consiste en
establecer las condiciones de posibilidad discursivas a partir de las cuales en algunas
ocurrencias un nombre apunta a una identidad-referencia y en otras sólo a una identidad-
sentido. Para establecer el modo en que se articulan esas dos instancias en la acción de
23

nombrar, lo que implica preguntarnos de qué manera podemos entender las relaciones
que se tienden entre el nombre, su contexto y lo nombrado no recurriendo a las
situaciones originales o arquetípicas, teniendo como horizonte inmediato esa tensión
entre estos dos polos, es posible señalar que en el acto de proferir un nombre propio se
relacionan ambas formas de la identidad y que su distinción emerge en el entramado
discursivo a partir de las diversas articulaciones de las diversas formas textuales.
En otros términos, y a modo de síntesis, apuntamos a reflexionar acerca de las
relaciones entre el nombre, su contexto y lo nombrado, superando la exigencia de tener
que recurrir a genealogías originales o arquetípicas, lo que no implica dejar de suponer
un contexto de significación. La dirección en la que nos estamos colocando considera que
en el acto de nombrar se relacionan ambas formas de especificar la identidad y que su
distinción emerge de las diversas articulaciones textuales que construyen reflexivamente
la identidad del sujeto nombrado, y que no necesita, por lo tanto, de la referencia
inmediata. Pero aunque este modo de considerar el nombrar no apele a esa forma de
equivalencia exige algún contexto de significación, una textualidad, es decir, que la
significación producida por la identidad-sentido ejerza funciones de indicación, para no
quedar suspendida en el vacío.
El interrogante por la identidad encuentra su respuesta, entonces, en el espacio
del texto. Un texto dice algo, sin duda, pero también hace algo. Un acontecimiento de
escritura nunca se reduce a un querer-decir. Y, con independencia de lo que diga, debe
hacer gestos. Estos gestos tienen por función producir determinado efecto. La
significación de esa gestualidad deja leer o interpretar a través del contenido mismo de
lo que el texto dice o pretende decir respecto de los enunciados. Los efectos producidos
son estructuralmente independientes de la retórica discursiva que actúa para persuadir
al lector de esto o aquello.
Pretendo situar la divisoria de aguas, que nunca puede ser definida de una vez
para siempre, que nunca es definitiva: hay textos que exhiben desaforadamente una
gestualidad que consiste en presentar, exponer, legalizar y, por supuesto, al hacerlo
imponen, autorizan, confieren fuerza de ley a una determinada correspondencia: esto es
lo que se quiere decir, o sea correlativamente, es lo que se debe leer, lo que hay que leer
y estas son las instrucciones; hay textualidades que previenen que anuncian junto a la
enunciación una clausura de la semiosis, imponen una relación de identidad-referencia
que implica un cierre de la semiosis infinita.
Por supuesto que todo ello no implica que consideremos estas textualidades como
formas anómalas, ni pseudotextualidades. No estoy estableciendo una valoración, el
punto que me interesa establecer pasa por señalar que estos discursos construyen su
sentido a partir de una restricción que ellos mismos legislan en orden a sus necesidades
funcionales. Lo que no significa que sean formas degradadas, sino una modalidad de
24

construcción de saber sobre el mundo; esto último es un modo indirecto, un eufemismo


acaso, que señala su incapacidad para ser pensadas como modelo privilegiado de
designación de la verdad.
25

Mundos posibles
Entre las aproximaciones teóricas que se proponen establecer la especificidad
distintiva de las ficciones literarias tomando como eje privilegiado el estatuto de la
referencia, la perspectiva de los mundos posibles ha generado una vasta y compleja
ramificación de sus aspectos relevantes, así como ha sido objeto de fuertes controversias
y del consiguiente rechazo. Este marcado interés acaso pueda explicarse porque la idea
de mundos posibles se conecta con la intuición compartida por los modos de lectura más
difundidos, articulados en torno de la idea de que los textos literarios tienen como
referencia mundos específicos con una coherencia propia. La distinción, que contrapone
la realidad como elemento dado, estable y uniforme, por una parte, al mundo narrativo
ficcional, por otra, no es más que una variante del paradigma que concibe a la ficción como
un discurso anómalo o incompleto.
El linaje de la noción de mundo posible tiene su punto de partida en la filosofía de
Leibniz y ha tenido una profusa descendencia en la teoría literaria y en la estética.22 Es
necesario señalar que el interés despertado por las teorías ficcionales de los mundos
posibles definidos por su posibilidad respecto del “real” está íntimamente ligado con la
crisis de la poética realista y el resquebrajamientro del paradigma rector de la imitación
de la naturaleza.
La atención que reciben actualmente las teorías de los mundos posibles es
consecuencia de su uso por parte de la semántica lógica en el tratamiento de los
problemas del valor de verdad de los diversos tipos de proposiciones. En la década del
sesenta, Kripke esboza una dirección teórica en la que intenta formular las condiciones
de posibilidad de los valores de verdad para los operadores modales de necesidad y
posibilidad, en las que el punto de convergencia eran las relaciones de accesibilidad entre
el mundo actual y los otros mundos posibles. Esta problemática no está escindida de los
intentos de explicación de la ficcionalidad desde la semántica lógica o formal, en esta
perspectiva los mundos posibles aparecen como una vía adecuada para el tratamiento de
las condiciones de verdad de las proposiciones ficticias.
La cuestión clave de todos estos desarrollos teóricos está ya en la filosofía de
Leibniz: la concepción de realidad o mundo actual, en su caracterización definida y

22 En la filosofía de Leibniz el principio de continuidad y el de razón suficiente están íntimamente


relacionados con el de plenitud. Esta plenitud es la consecuencia de su concepción del mundo de las
esencias (o los “posibles”) y su relación con las existencias. Leibniz supone que los posibles se caracterizan
por su disposición a existir y que el mundo resultante es aquél en el cual se realiza la serie máxima de
posibilidades. Lo que también puede ser pensado en los siguientes términos: todo posible que no sea
contradictorio, está destinado a existir; siempre que no haya obstáculos a su realización todo posible se
hace actual es decir siempre que haya una razón suficiente para que se constituya hay un número infinito
de mundos posibles pero uno sólo ha llegado a la existencia. En la concepción de Leibniz ese mundo es el
mejor tanto en sentido moral como metafísico; es decir mejor significa el que es perfecto y también el más
pleno. Es como si de entre una infinita cantidad de posibles se constituyera el mundo que fuese
efectivamente el más real.
26

aproblemática, sigue siendo el elemento regulador de modo más o menos manifiesto


según sea el caso, pero siempre imponiéndose como el modelo desde el cual se explicita
todo diseño de los mundos posibles.
Esto último también alcanza a Lubomír Dolezel, a pesar de que se considera a sí
mismo como contrario a toda semántica mimética; en su reflexión los mundos posibles
ficcionales son concebidos como construcciones de la actividad textual con total
autonomía en relación con el mundo real. Pero, a pesar de ello, cuando postula la
distinción entre dos grandes clases de textos radicalmente diferentes entre sí: la de los
textos descriptivos y la de los textos constructivos, emerge de modo manifiesto la
jerarquía que le otorga al mundo actual en relación con los mundos posibles ficcionales.

Los textos descriptivos son representaciones del mundo actual, de un mundo


existente que es anterior a toda actividad textual; por el contrario los textos
constructivos son anteriores a sus mundos; los mundos ficcionales son
dependientes y están determinados por textos constructivos.23

La prioridad jerárquica de la realidad efectiva del mundo actual como un a priori


necesario con coherencia y estructurado en sí mismo es todavía más evidente en el caso
de los tres modelos de mundo, —verdadero, ficcional verosímil, ficcional no verosímil—
considerados por Tomás Albaladejo. La diferencia entre ellos reside en que el texto tenga
como modelo de mundo la realidad efectiva o, por el contrario, que el texto genere uno
propio, que será verosímil si respeta las leyes de estructuración y funcionamiento de la
realidad fáctica:

Los modelos de mundo de lo verdadero están formados por instrucciones


que pertenecen al mundo real efectivo, por lo que los referentes que a partir
de ellos se obtienen son reales. Los modelos de mundo de lo ficcional
verosímil, por su parte, contienen instrucciones que no pertenecen al
mundo real efectivo, pero están construidas de acuerdo con éste; por
último, los modelos de mundo de lo ficcional no verosímil los componen
instrucciones que no corresponden al mundo real efectivo ni están
establecidas de acuerdo con dicho mundo.24

El criterio de distinción que permite establecer esta tipología radica en el modo en

23Dolezel, Lubomír. “Mimesis and Possible Worlds”, Poetics Today, Nº 9, pp. 475-496.

24Albaladejo, Tomás. Semántica de la narración: la ficción realista, Madrid, Taurus, 1992.


27

que el texto exhibe la configuración de su modelo de mundo; si es el de la realidad actual,


esa premisa permite asignarle la categoría de verdadero, en cambio, si el texto produce
una configuración no verificable en términos de espacio tiempo será ficcional, pudiendo
ser verosímil o no, de acuerdo con el grado de acatamiento que tenga esa configuración
de las leyes de estructuración y funcionamiento del mundo real.
Con el objeto de establecer el estatuto ontológico de los objetos ficcionales,
Alexander von Meinong distingue entre ser y ser tal. El fundamento de esta diferencia
reside en el presupuesto de que la existencia de un objeto no depende de la asignación de
una serie de características. Es posible, por lo tanto, enunciar proposiciones verdaderas
o falsas sobre objetos que no existen. Como por ejemplo Pegaso tiene alas. Este enunciado
es falso, puesto que es sabido que el objeto Pegaso tiene entre sus características la de ser
alado, aunque no exista. Esta línea de pensamiento habilita la posibilidad de conformar
predicados denotativos para objetos inexistentes en el mundo actual, pero que sí tienen
sentido en un mundo definido por la referencia.
Meinong plantea que cuando algo puede ser pensado es un objeto y lo es en
condiciones de descripción: “A” es un objeto si compatibiliza las condiciones de su
descripción en un enunciado gramaticalmente correcto con valor de verdad. Entonces
toda descripción aceptable gramaticalmente y definida por sus términos designa un
objeto.
De todos modos, el deslizamiento a la teoría literaria de la noción de mundos
posibles, más allá de la cuestión de la dependencia jerárquica con el mundo actual, trae
aparejado el riesgo de la confusión sustancialista. Por la puerta, o mejor digamos por la
ventana de la teoría de los mundos posibles, ingresan las discusiones sobre las
propiedades o adecuaciones de tal o cual descripción de Erdosain o sobre el futuro de
Juan Dalman después del fin del duelo. Ficción y mundos posibles no pueden ser
identificados, ya que hacer depender la especificidad de la ficción del modelo de mundos
posibles es equivalente a creer que los mundos ficcionales existen independientemente
del texto, son un inventario abierto dentro del cual el texto elige una posibilidad para
desplegarse. Esto no sería ni más ni menos que una recaída en la dicotomía fondo y forma
y en la concepción de ésta como un recipiente donde se vierten las variantes de contenido.
La ficción no es el resultado de un encadenamiento de series de proposiciones, es
un modo de acción textual cuya verosimilitud y credibilidad no está referida al mundo
actual, una puesta en escena, una esceno-grafía, que instaura su propio juego. La cuestión
de la referencia de la ficción no parece poder resolverse constituyendo a la metafísica o a
la lógica modal como una especie de metalenguajes rectores, sino apuntando a los
diversos regímenes de producción de sentido.
28

Capítulo II
De la enunciación
La teoría de los actos de habla de Austin ha servido como punto de partida de una
perspectiva pragmática de definición de la ficción.
Para Austin las normas del sistema lingüístico son la condición de posibilidad del
acto locutivo; el fin del acto de habla es dar cuenta del significado del acto ilocutivo, es
decir de la fuerza ilocutiva de una emisión.
Explicar la fuerza ilocutiva supone especificar las convenciones que posibilitan la
realización de los actos ilocutivos, lo que se hace para prometer, jurar, ordenar. De
acuerdo con Austin, además de la emisión de las palabras de un enunciado aseverativo,
si se pretende afirmar que el performativo se ha realizado con éxito, tienen que ser
llevadas a cabo correctamente una serie de otras operaciones, de acuerdo con reglas
socialmente establecidas. Austin impone una condición fundamental para esa
realización:

Claro está que las palabras deben ser dichas "con seriedad" y tomadas de la
misma manera. ¿No es así? Esto, aunque vago, en general es verdadero:
constituye un importante lugar común en toda discusión acerca del sentido
de una expresión cualquiera. Es menester que no esté bromeando ni
escribiendo un poema. Nos sentimos inclinados a pensar que la seriedad de
la expresión consiste en que ella sea formulada —ya por conveniencia, ya
para fines de información— como (un mero) signo externo y visible de un
acto espiritual interno.25

Richard Ohmann parte de la postura de Austin para revisar la situación de los


enunciados literarios desde la teoría de los actos de habla. Las definiciones locutivas,
formalistas, toman como eje el texto; las definiciones perlocutivas, sociológicas, los
efectos del texto; Ohmann, en cambio, apunta a establecer una definición ilocutiva, es
decir qué acto cumple el hacer literario. El primer movimiento de su argumentación
consiste en considerar la obra literaria como un discurso abstraído o separado de sus
circunstancias y condiciones que hacen posible los actos ilocutivos; es un discurso, por
tanto, que carece de fuerza ilocutiva. Este presupuesto le permite definir el acto del
enunciador ficticio como un quasi-acto, es decir un acto ilocutivo sin fuerza de tal:

El acto del escritor es un acto de citar o relatar un discurso[...]El escritor


finge relatar un discurso y el lector acepta el fingimiento. De modo
específico el lector construye (imagina) a un hablante y un conjunto de
25Austin, John. Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires, Paidós, 1982.
29

circunstancias que acompañan al "quasi acto de habla" y lo hacen


apropiado[...]Su fuerza ilocutiva es mimética. Por "mimética quiero decir
intencionadamente imitativa, de un modo específico una obra literaria
imita intencionadamente (o relata) una serie de actos de habla que carecen
de otro tipo de existencia26.

Para Searle, en la misma dirección, el ser o no ficcional no depende de propiedades


discursivas o textuales sino de la intencionalidad del autor, es decir de la posición del
locutor respecto de su discurso. Desde la perspectiva pragmático-intencional, Searle
pretende delinear la diferencia entre los enunciados ficticios y enunciados serios, para lo
que retoma, en el marco de la teoría de los actos de habla, la distinción de Austin llamando
serios a aquellos enunciados que cumplen una serie de reglas para la realización de un
acto ilocutivo. Los enunciados ficcionales no cumplen en su realización con esas reglas;
según Searle, el emisor de enunciados ficcionales hace "como si" hiciera una aserción:
imitando el acto de hacer aserciones, finge que declara, que afirma.
En "Firma, acontecimiento, contexto" 27 , Derrida desconstruye la oposición de
Austin entre enunciados serios y enunciados no serios, que éste había llamado
parasitarios28:
Un enunciado performativo ¿podría ser un éxito si su formulación no repitiera un
enunciado "codificado" o iterable?, en otras palabras, si la fórmula que pronuncia para
abrir una sesión, botar un barco o un matrimonio no fuera identificable de alguna manera
como "cita".
Searle responde a ese artículo para hacer una reafirmación del planteo de Austin,
señalando que la existencia de la forma fingida del acto de habla es dependiente
lícitamente de la posibilidad del acto de habla no fingido, del mismo modo que cualquier
forma fingida de comportamiento depende de formas no fingidas de comportamiento, y
en este sentido las formas fingidas son parasitarias de las no fingidas29.
Searle, para establecer las razones por las que un acto fingido es dependiente de
un acto no fingido, afirma que no podría haber promesas hechas por actores en una obra
si no existiera la posibilidad de hacer promesas en la vida real. Pero es evidente que se
puede plantear la relación de dependencia también en otro sentido, invirtiendo la

26Ohmann, Richard. "Speech acts and the definition of literature", en Phylosophy and Rhetoric, Nº4.

27Derrida, Jacques. "Firma, acontecimiento, contexto" en Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1989.

28Ellenguaje en estas circunstancias, no se usa de una forma especial con seriedad —inteligiblemente—,
sino en un sentido parasitario respecto a su uso normal, un sentido que entra en la doctrina de las
degeneraciones del lenguaje. Ob., cit.

29Searle, John. "Reiterating the Differences: A Reply to Derrida", Glyph, 1977.


30

jerarquía. Si no fuera posible para un personaje de una obra hacer una promesa, no habría
promesas en la vida real, ya que lo que hace posible el acto de prometer, como lo señala
Austin, es la existencia de un procedimiento convencional, de fórmulas que se repiten.
Para que se pueda prometer en la vida real, de acuerdo a ello, tiene que haber
procedimientos repetibles, como los usados en el escenario. Los enunciados serios son
una variante de esa condición de posibilidad y no la norma canónica. Es decir, el caso
canónico de prometer debe ser reconocible como repetición de un procedimiento
convencional, y la interpretación de un actor en el escenario es un modelo acabado de esa
repetición. La posibilidad de enunciados performativos serios depende de la posibilidad
de las actuaciones, porque las performativas dependen de la repetitividad que se
manifiesta de modo explícito en las actuaciones. Un enunciado puede ser una secuencia
significativa sólo si es repetible, sólo si se puede repetir en varios contextos serios y no
serios, es decir, citados y/o parodiados. La imitación no es una contingencia que depende
de un original sino, antes bien, su condición de posibilidad. Lo que reconocemos como el
estilo original de Borges es tal porque se lo puede citar, imitar y parodiar; para que ese
estilo exista tiene que haber características reconocibles que lo distingan y produzcan sus
efectos distintivos, para que sean reconocibles, a su vez, debe ser posible aislarlas en
elementos repetibles, entonces esa posibilidad repetible que se manifiesta en la copia, en
lo derivado, en lo imitativo es lo que posibilita el original. Habida cuenta de que cualquier
performativa seria se puede reproducir de varias maneras y es en sí misma una repetición
de un procedimiento convencional, la posibilidad de repetición no es algo externo que
pueda afectar negativamente a las performativas serias.
Derrida insiste en que la performativa se estructura desde el principio por su
plausibilidad:

Esta plausibilidad forma parte del así llamado caso "regularizado". Es la


parte esencial, interna y permanente, y excluir de la propia descripción lo
que el mismo Austin admite que es una posibilidad constante equivale a
describir algo distinto del así llamado caso desregularizado.30

La discusión de fondo que emerge en la lectura que Derrida hace de Austin y en su


polémica posterior con Searle, atañe a la exigencia a la que se ven obligados los teóricos
de los actos de habla: hacer depender el sentido de un enunciado de la presencia
significativa en la conciencia del emisor, en definitiva todo depende de la intención del
hablante.
Es posible extender esta problemática a la distinción entre enunciados serios y

30Derrida, Jacques. Limited Inc., Evanston, Northwestern U. P., 1988.


31

enunciados ficcionales, que como hemos visto, Ohmann y Searle hacen depender de un
simular o fingir del enunciador el sentido último. En la lectura de Derrida la categoría de
intención no desaparece, tiene su lugar pero, desde ese lugar, no puede gobernar toda la
escena y todo el sistema de enunciación. Además, la oposición entre enunciados
citacionales y enunciados-acontecimientos singulares y originales, deja de ser pertinente,
dada la estructura de iteración, la repetición de marcas o cadenas de marcas es la
condición de posibilidad de sentido. De igual modo, la especificación de todas las
características de un contexto que afecta el éxito o fracaso de los actos de habla queda
cuestionada, si bien no se puede especificar ningún significado fuera de su contexto, no
hay ningún contexto que permita su saturación.
De lo anterior se desprende que el criterio de diferenciación construido a partir de
la teoría de los actos de habla, la noción de simulación o fingimiento, no es pertinente,
puesto que sólo funciona como una forma de restricción. Esto último también alcanza a
las correcciones a la tesis de Searle que Genette, sin apartarse de la perspectiva de una
lógica de cuño pragmático, ha marcado en Ficción y dicción31, para establecer el estatuto
de la ficción. Genette parte del presupuesto de que los actos ilocutivos de los personajes
de ficción son verdaderos en toda su fuerza ilocutiva, se plantea, entonces, la cuestión
acerca de qué ocurre con los actos constitutivos del contexto en que se producen, es decir
con los actos de habla del autor. Genette para cumplir con su propósito debe llevar a cabo
un recorte, deja de lado la ficción en primera persona o los relatos homodiegéticos cuyos
actos ilocutivos son los del narrador-personaje. En la narración heterodiegética, en
cambio, no hay marcas que permitan establecer el origen del acto ilocutorio. Para Genette
afirmar que los enunciados de ficción son aseveraciones fingidas, de acuerdo con Searle,
no excluye que ellos sean al mismo tiempo actos de habla indirectos que tienen por
función producir una ficción; los considera como formas de ofrecimiento a participar en
un mundo ficcional: Imaginen conmigo que había una vez un hombre escribiendo un
artículo para una revista literaria que... ésta sería una descripción más o menos adecuada
del acto de ficción declarado; pero también es habitual que este ofrecimiento pueda estar
implícito y no ser declarado, se da culturalmente por adquirido y el acto de ficción toma
la forma de una declaración. Las declaraciones son actos de habla por los que el
enunciador, que se haya investido de un poder, ejerce esa acción sobre la realidad. Este
poder tiene carácter institucional como cuando un sacerdote dice "os declaro marido y
mujer". Según Genette, hay en el autor de ficción un acto ilocucionario declarativo del tipo
"hágase", en virtud de un poder creativo demi-diúrgico. La convención literaria permite
al autor poner en acto las secuencias discursivas ficcionales sin solicitar acuerdo del
lector precisamente por este a priori: el derecho al hacer, al producir, al hágase.

31Genette, Gerard. Barcelona, Lumen, 1993.


32

De lo anterior es posible deducir las dificultades y condicionamientos que supone


la teoría de los actos de habla como paradigma para especificar la ficcionalidad; sus
limitaciones se ponen de manifiesto especialmente porque las reglas y convenciones de
aserción que sirven para distinguir los usos serios de los no serios suponen un
reduccionismo del concepto mismo de lo verdadero. En toda comunicación, los
participantes no se adscriben de modo radical a la verdad o no verdad de un enunciado;
aparecen los matices de la opinión, la creencia, la convicción, la adhesión.
Además, y vinculado estrechamente con lo anterior, el concepto mismo de
comunicación y situación comunicativa es muy distinto en la pragmática conversacional
que en las narraciones ficcionales. La concepción que esa corriente teórica tiene del sujeto
hablante y de la situación actual "en presencia" del discurso que concibe, se adapta con
dificultad a la narración ficcional, que es estructuralmente una experiencia en ausencia.
En la narrativa ficcional participan la distancia, la parodia, la ironía y el intertexto de
modo tal que interfieren hasta hacer imposible la determinación unívoca de la
performatividad.
Del mismo modo, en relación con la capacidad figurativa del lenguaje ficcional, la
teoría de los actos de habla sobreimpone restricciones y mandatos que reducen la
actividad a una mascarada evidente y burda, sin contemplar que las narraciones
ficcionales, en particular las literarias, han tematizado la problematización de los roles
que se intenta circunscribir quirúrgicamente.
La teoría de los actos de habla pretende definir la especificidad de la ficción como
dependiente de actos pragmáticos que son pensados como un fenómeno de estatuto
lógico-lingüístico, es decir la ficción aparece como una secundariedad lógica.32
Landwehr33 establece una distinción entre "ficticio" y "ficcional". "Ficticios" son
todos aquellos objetos y hechos cuya entidad es modificada intencionalmente, es decir,
alguien le atribuye una modalidad distinta de la que tiene vigencia en un determinado
ámbito cultural. "Ficcionalidad" refiere la relación del enunciado con los elementos
constitutivos de la situación comunicativa: enunciador, enunciatarios y ámbitos de
referencia, a condición de que al menos uno de estos elementos sea ficticio, es decir
intencionalmente modificado en su entidad normal.
Los enunciados ficcionales, reconoce Landwehr, no tienen marcas semánticas o
sintácticas que permitan distinguirlos como tales. Cualquier enunciado y cualquier forma
de actualización puede ficcionalizarse si uno de los componentes de la situación
comunicativa es ficticio. La ficcionalidad es para Landwehr una magnitud relacional
ligada a la actualización de enunciados en una situación comunicativa en la que uno de

32Rosa, Nicolás. El arte del olvido, Buenos Aires, Puntosur, 1990.

33Landwehr,J. Text und Fiction, München, 1995.


33

los constituyentes ha sido intencionalmente modificado por el enunciador. La


ficcionalidad es, pues, una categoría que se constituye pragmáticamente. Para Landwehr,
igual que en Searle y en Ohmann, la especificidad de la ficción depende de la
intencionalidad de un sujeto que la configura en una actitud consciente y voluntaria.
Sin salir del marco de la teoría de los actos de habla, la revisión de algunas
variantes discursivas permiten dar cuenta de las limitaciones de su propuesta de
caracterización de la ficcionalidad. Austin señala que para que un acto de habla sea serio
se deben cumplir las siguientes condiciones:
A.1) Tiene que haber un procedimiento convencional aceptado que posea cierto
efecto convencional, dicho procedimiento debe incluir la emisión de ciertas
palabras por parte de ciertas personas en ciertas circunstancias. Además,
A.2) en un caso dado, las personas y circunstancias particulares deben ser las
apropiadas para recurrir al procedimiento particular que se emplea.
B.1) El procedimiento debe llevarse a cabo por todos los participantes en forma
correcta y
B.2) en todos sus pasos.
T.1) En aquellos casos en que, como sucede a menudo, el procedimiento requiere
que quienes lo usan tengan ciertos pensamientos o sentimientos, o está dirigido a
que sobrevenga cierta conducta correspondiente de algún participante, entonces
quien participa en él y recurre así al procedimiento debe tener en los hechos tales
pensamientos o sentimientos, o los participantes deben estar animados por el
propósito de conducirse de la manera adecuada, y, además,
T.2) los participantes tienen que comportarse efectivamente así en su
oportunidad.34

Pero estas afirmaciones se tornan paradójicas frente a algunas situaciones. Desde


su asunción como presidente de la República Argentina, Carlos Saúl Menem, de acuerdo
con la Constitución vigente, todos los 1º de mayo se ha hecho presente en el Congreso de
la Nación, en su carácter de Jefe del Poder Ejecutivo, para leer ante la Asamblea
Legislativa, —en la que participan ambas cámaras, la de senadores y la de diputados
nacionales—, su mensaje de apertura de las sesiones ordinarias. Tras la lectura del
mensaje del 1° de mayo de 1996, el diputado opositor Carlos Álvarez hizo una serie de
críticas al discurso del primer mandatario, en la que señalaba las contradicciones entre
su exposición y los problemas de la realidad social del país. Preguntado, en esa
oportunidad, por si había alguna cuestión que consideraba positiva, dijo, no sin ironía,
que desde que Gustavo Béliz no redactaba los discursos presidenciales, éstos eran
considerablemente más breves.
No cabe ninguna duda que de acuerdo a los requerimientos de Austin, el discurso
del presidente Menem cumple con todas las exigencias para ser tomado como un acto de
habla serio, tanto por el marco institucional como por su calidad de emisor; así lo entiende

34Ob. cit.
34

el receptor Carlos Álvarez, que somete sus dichos a una minuciosa crítica, pero ese mismo
receptor que ha tomado el discurso con toda seriedad, no ignora que el autor de los
anteriores mensajes ha sido Gustavo Béliz, sustituido esta vez por otro amanuense.
Entonces: ¿quién está fingiendo?, ¿lo que ha hecho Carlos Menem es realmente imitar
miméticamente a Gustavo Béliz antes y ahora a otro escriba?, en cuyo caso está llevando
a cabo una actuación no seria y por lo tanto parasitaria y ficcional. La circunstancia de que
sea de público conocimiento que la redacción de los discursos presidenciales sea obra de
otra persona, no le ha quitado en absoluto a su acto efectividad institucional. De todos
modos, la separación aséptica entre actos de habla fingidos y no serios queda seriamente
cuestionada en el ejemplo citado, que es extensible a todos los casos de escritores
fantasma, un sujeto fácticamente escribe y otro se hace cargo de la autoría, y todo ello no
como parte de una actuación teatral.
Tampoco la teoría de los actos de habla parece poder dar cuenta de la escritura en
colaboración, que por sus características distintivas problematiza el dogma del autor
único.35
En los últimos años, motivado por el cruce de diversos discursos, el periodístico,
el antropológico, el histórico, entre otros, ha surgido un género discursivo, el testimonio,
que se presenta como garantía de verdad de los sucesos y procesos sociales que expone.
La sola cita de un párrafo de la "Introducción" de Biografía de un cimarrón de Miguel
Barnet 36, texto canónico del género, da cuenta de las aporías de la pragmática de los actos
de habla en torno de la cuestión de la ficcionalidad:

La historia aparece porque es la vida de un hombre que pasa por ella. En


todo el relato se podrá apreciar que hemos tenido que parafrasear mucho
de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente los giros de su
lenguaje, el libro se habría hecho difícil de comprender y en exceso
reiterante, sin embargo, influimos cuidadosos en extremo al conservar la
sintaxis cuando no se repetía en cada página. Sabemos que poner a hablar
a un informante es, en cierta medida, hacer literatura. Pero no intentamos
nosotros crear un documento literario, una novela.

El imperativo de corregir la voz del entrevistado, el ex-esclavo cimarrón Esteban


Montejo, para que su discurso tenga mayor comprensión y fluidez, lo lleva a cabo Miguel
Barnet, el entrevistador, "copiando fielmente los giros de su lenguaje". Es decir: fingiendo

35Para este tema ver Lafon, Michel. "Una escritura Atípica: la escritura en colaboración", en Actas II Jornadas
Rioplatenses, Instituto de Literatura Hispanoamericana, en prensa.

36Barnet, Miguel. Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, Cedal, 1977.


35

miméticamente, procedimiento propio de la poética realista. La constancia explícita de


esa intervención apunta a legalizar el artificio confesándolo. Acaso Searle consideraría
serio el procedimiento, puesto que Barnet no finge que finge, a pesar de que es un artificio
literario el que le otorga a la narración la validez de su literalidad, de su verdad
designativa.37 (Ver apéndice “La verdad (co)rregida del testimonio”)
De los cuestionamientos que se desprenden al revisar las propuestas de la
pragmática de los actos de habla acerca de la ficción, a modo de corolario, señalaré dos
que considero incontrastables: en primer lugar, el que surge de la lectura derridiana, lo
cual produce un desplazamiento de la jerarquía impuesta de actos serios y no serios, por
la consideración de la estructura iterativa de marcas como la condición de posibilidad de
todos los enunciados y, luego, que la instauración del discurso en el que se engendra el
sujeto de la enunciación, es consubstancial a la ficción y, por ende, ésta se inscribe como
dato primario y no como forma posterior a la existencia de la realidad.38
La escisión constitutiva que se da entre el sujeto de la enunciación —agente de un
acto situado e irrepetible que se produce por la puesta en juego de una estructura de
marcas iterativas— y, el sujeto del enunciado, —en el caso de la escritura instancia de la
letra, por lo tanto re-enunciable en contextos intrínsecamente diferentes en cada
oportunidad—, que en ningún caso, afirmación absoluta, se recubren ni pueden ser
considerados idénticos ni tampoco co-referenciales, obliga a descartar la vía pragmática
para distinguir, o segregar, enunciados considerados no serios o ficcionales como
variante parasitaria.
Por una parte, dada la estructura de iteración, la intención que anima toda
enunciación no estará nunca presente totalmente a sí misma y a su contenido; y, por otra,
la diferencia y la brecha entre los sujetos de la enunciación y del enunciado, el recurso de
apelar a la teleología de una conciencia que controle los efectos sistemáticos del lenguaje
y asegure la literalidad ostensiva, revela una exigencia dogmática de discriminación que
tiene por objeto institucionalizar la clausura de sentido como requisito para enunciar la
verdad.

37 Ver apéndice I “La verdad (co)rregida del testimonio.”

38 Rosa, Nicolás. Ob. cit.


36

Capítulo III
De la narración
La narratividad se caracteriza, más allá de la multiplicidad, acaso inabarcable de
sus manifestaciones, por su rasgo distintivo de universalidad; no hay cultura alguna, ni
sociedad ni pueblo, por distante que sea su localización geográfica y por excéntricas que
parezcan sus tradiciones, que no disponga de un corpus de narraciones para constituir y
difundir los saberes tanto acerca de sí mismos como del mundo conocido o desconocido.39
La capacidad narrativa puede ser pensada, a partir de ello, como una modalidad
privilegiada de la referencia. Pero mientras que la función designativa del lenguaje refiere
a objetos o sujetos en un determinado estado, la narración refiere el cambio de un estado
a otro, la mutación, el devenir, la transformación. La única lógica posible para dar cuenta
de ese desplazamiento de la función designativa, instancia estática, a la función narrativa,
que refiere el tránsito, es una lógica fundada en la figuración, es decir una tropología.
Toda narrativa es la articulación de dos dimensiones, por una parte, la que
constituye la referencia de los objetos y personas involucrados, y, por otra, la dimensión
configurativa, de acuerdo a la cual construye la referencia al devenir. El tiempo figurado
en una narración es un intervalo, que, para constituirse como tal, exige la instauración de
un comienzo que no es nada, y que no tiene más objeto que el de ser un límite.40 El gesto
narrativo tiene un primer movimiento que es el de referir el devenir temporal como
configuración, ese referir implica a su vez el segundo movimiento, el de diferir. La
narración es un artificio por el que el tiempo narrado de un aquí y ahora, se desplaza a un
allá, desde un punto cero repetible infinitamente. Esa versatilidad de la narración que
puede repetir su comienzo interminablemente implica una relación tácita con algo que
no tiene lugar en el tiempo representado. La escritura narrativa impone en la esceno-
grafía temporal figurada una referencia a algo no-dicho y que está más allá, un postulado
cero, que permite marcar la posibilidad del retorno de un pasado; el cero es la incisión
que se abre a la multiplicidad del injerto, sin ese cero la configuración de todas las
transformaciones que se dicen como devenir no se desplegaría. Por lo tanto, la primera
imposición convencional del discurso narrativo es prescribir como comienzo lo que es
punto de llegada; el final de los sucesos narrados coincide con el principio de la narración
y en la clausura que impone la finitud del acto de narrar, se abre la instancia de repetición
infinita.
Ese no-lugar, esa nada inicial anuncia perpetuamente el retorno insistente de un

39Plantear la cuestión de la naturaleza de la narración es suscitar la reflexión sobre la naturaleza misma de


la cultura y, posiblemente, incluso sobre la naturaleza de la propia humanidad. Es tan natural el impulso a
narrar, tan inevitable la forma narración de cualquier relato sobre cómo sucedieron realmente las cosas,
que la narratividad sólo podría parecer problemática en una cultura en la que estuviese ausente. White,
Hayden. El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992.

40De Certeau, Michel. La escritura de la Historia, México, Universidad Iberoamericana, 1993.


37

pasado del devenir que le es radicalmente ajeno. Ese eterno retorno trastorna el mito en
postulado de la cronología narrada, que de modo indecidible ha desaparecido del relato
para ser un supuesto inevitable. Esta relación necesaria con el otro, con ese no-lugar
mítico, permanece inscrito en la representación del devenir temporal junto con todas las
transformaciones textuales de la genealogía. Para que la narración se haga presente es
preciso que ese cero no-representado pero insoslayable y constitutivo autorice el sentido.
Una cita de La Odisea “Nadie sabe por sí mismo quien es el padre”, puede ser leída como
una cifra emblemática que registra alegóricamente ese dispositivo, que como un
advenedizo, siempre es exiliado del saber que determina y posibilita su organización;
aquello que no se dice es lo que permite que la escritura narrativa repita indefinidamente
su comienzo, siempre imposible de datar porque es móvil, protocolo del despliegue sin
que se lo pueda pensar siquiera como pliegue.
Esa ausencia que es la que da comienzo a toda narración, instaura y revela que la
construcción temporal se basa en su contrario, no re-significa el paso del tiempo al
volverlo presente, sino que oblitera el no-lugar para construir el sentido.
La narración articula la representación temporal como un intervalo en el que el
tiempo es figurado como si tuviera un comienzo, un medio y un final, lo que implica
otorgarle una determinada dirección y un orden específico, además de aceptar, sea cual
fuese la tipología genérica y la pertenencia discursiva, la figuración de una concepción
lineal del tiempo. La afirmación de que el tiempo es lineal está en íntima relación con la
insoslayable sucesión del lenguaje, con el encadenamiento sintagmático de los
enunciados, que no tiene otra alternativa más que la linealidad.
El discurso narrativo que como un marco transporta la representación del devenir
temporal, necesita escindirse del tiempo que pasa y olvidar su transcurso para imponer
los modelos de entramado del tiempo pasado. La narratividad implica la elección de un
vector de dirección tal que trastorne el sentido temporal que pretende representar,
invirtiendo su orientación e imponiéndole una doble clausura. La ambivalencia del
tiempo narrativo reside en la trama que no se puede concebir como una designación
denotativa sin apelar a la coacción de algún decreto reglamentario, sino que expone en
toda su amplitud los dispositivos de la semiosis infinita propia de la construcción
figurativa. Toda narración es una figura que alude a la instancia de re-comienzo, instancia
que no es reconocible en términos de ostensión.
Frank Kermode41 caracteriza como ficciones a esos cortes que otorgan sentido al
devenir temporal en tanto que intervalos y propone una micronarración como ejemplo.
Para representar el ritmo constante del mecanismo del reloj, nos servimos de una
onomatopeya: "tic-tac" . La diferencia entre los dos términos encierra un intervalo, una

41El sentido de un final, Buenos Aires, Gedisa, 1983.


38

secuencia rítmica. Las palabras designan la diferencia entre los dos hitos de esa estructura
rítmica. El "tic-tac" nombra el medio encerrado entre los extremos, que constituye una
unidad significativa que, repetida varias veces, reproduce una cadena de segmentos
discretos, designa lo que mide el reloj.
Kermode señala:

Se puede demostrar experimentalmente que los sujetos que escuchan


estructuras rítmicas del tipo del "tic-tac" repetidas en forma idéntica,
pueden reproducir los intervalos dentro de la estructura con exactitud,
pero no pueden captar espontáneamente los intervalos entre los grupos
rítmicos, aún cuando éstos permanezcan constantes. El primer intervalo
está organizado y limitado, el segundo no.42

La diferencia reside en que el primer intervalo está configurado por una trama que
le otorga sentido al devenir temporal y el segundo, cada "tac-tic", no es aprendido como
tal por no estar configurado, en tanto tal es pura duración sin significado. El "tic-tac" es
una trama, una ficción que le otorga sentido al paso del tiempo, que sólo puede ser
percibido significativamente si es figurado como intervalo. Para Kermode, no hay
diferencia entre la trama del tiempo que corta el intervalo significativo y discreto del "tic-
tac" y la trama de una gran ficción narrativa, salvo la de la extensión, esa condición abarca
a cualquier clase de narración, ya sea considerada ficcional o no.
En la concepción de Paul Ricoeur, la temporalidad no se deja decir en el discurso
directo de una fenomenología, sino que requiere necesariamente un discurso indirecto.
Su pensamiento, sintetizado en términos amplios y generales, considera a la narración
como el guardián del tiempo en la medida en que no existiría tiempo pensado sino fuera
tiempo narrado.
La tesis central de Tiempo y narración expone que la temporalidad es la estructura
de la existencia que alcanza el lenguaje en la narratividad y que la narratividad es la
estructura del lenguaje que tiene a la temporalidad como referente último. En su artículo
“Tiempo narrativo” plantea que el tiempo tiene naturaleza narrativa; 43 la lógica o la
poética en torno de la cual se integran las diversas partes que constituyen una narración,
producen un sentido que no puede ser deducido de la simple suma de ellas. Una narración
no se deja analizar por el significado parcial de las oraciones que la componen. Un análisis
de ese tipo no tendría en cuenta la estructura más amplia del sentido, de carácter
figurativo, que la narración produce como un todo.

42Ob. cit.

43Ricoeur, Paul. “Narrative Time”, Critical Inquiry 7, N° 1, 1980.


39

Ricoeur no anula la distinción entre ficción y narrativa histórica, pero atenúa la


separación entre ellas al insistir que ambas pertenecen a la categoría de discursos
figurativos y que comparten un referente último, que no se establece a partir de un simple
deslinde, sino que alcanza su pertenencia en el entrecruzamiento de los objetivos
referenciales de la historia y de la ficción. Esto último significa un considerable avance
sobre las imposiciones que pretenden legislar la diferencia basándose en la entidad de
sus referencias para construir la oposición entre un discurso fáctico y un discurso
imaginativo.
Precisamente, dada su disposición narrativa, el discurso histórico se asemeja a las
ficciones literarias, tales como la épica y la novela, pero en vez de entender ésto como una
debilidad, Ricoeur lo piensa como una necesidad compartida, puesto que la historia y la
narrativa literaria señalan figurativamente el mismo referente último, lo cual es una
afirmación de la entidad figurativa de todos los discursos que tienen a la temporalidad
como principio organizativo; por lo tanto, que no reflejan ni registran pasivamente un
mundo terminado y completo, sino que elaboran los materiales dados por la percepción
y la reflexión moldeándolos y produciendo algo nuevo. 44 Borges, Jorge Luis. Obras
Completas, Buenos Aires, Emecé, 1989.
En Tiempo y narración 45 Ricoeur desarrolla la teoría de que el tiempo deviene
humano en la medida en que está articulado sobre un modo narrativo, y que la narración
alcanza su plena significación cuando deviene una condición de la experiencia temporal.
Es decir, el único modo de significar el paso del tiempo es a través de la narración. Pero el
tiempo no es una entidad que existe con independencia del hombre, ni que consienta en
dejarse aprehender desde afuera; no es una realidad dada que se ofrezca a la
contemplación de un sujeto. La idea corriente del tiempo está fundada en el pasar, en el
fluir, en el tránsito concebido como inseparable de lo temporal. Y si el avanzar es el rasgo
esencial del tiempo, ha de pensarse como un venir que está condenado a irse, un venir
que apenas llega debe desaparecer. Lo venidero del tiempo nunca viene para quedarse,
sino para irse ...el tiempo subsiste pasando, afirma Martín Heidegger.46 Por lo tanto, toda
construcción discursiva que tenga a la representación temporal como referencia participa
44En la obra de Jorge Luis Borges son frecuentes las reflexiones en torno de la imposibilidad de distinguir
el discurso de la historia de la literatura, las siguientes citas son sólo a modo de ejemplo:
“Robert Louis Stevenson (Ethical Studies, 110) observa que los personajes de un libro son sartas de
palabras; a eso, por blasfematorio que nos parezca, se reducen Aquiles y Peer Gynt, Robinson Crusoe y don
Quijote. A eso también los poderosos que rigieron la tierra: una serie de palabras es Alejandro y otra Atila”.
En Nueve ensayos dantescos.
“Pero la idea es la misma, la idea de que nosotros estamos hechos para el arte. estamos hechos para la
memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos para el olvido. Pero algo queda y
ese algo es la historia o la poesía, que no son esencialmente distintas.” En Siete noches.

45Ricoeur, Paul. Tiempo y narración, (tres volúmenes), México, Siglo XXI, 1996.

46Heidegger, Martin. ¿Qué significa pensar?, Buenos Aires, Nova, 1958.


40

de alguna formulación tropológica, no existe posibilidad alguna de denotar el tiempo, el


que, llamativamente, siempre es concebido y mencionado en singular cuando designa, en
cambio, una noción inseparable del tiempo colectivo, que es la con-fabulación de varios
registros imaginarios del devenir.47
Resumiendo, todo discurso narrativo se despliega sobre dos redes de referentes,
uno que comparte con todos los demás discursos, el de la designación de sujetos u objetos,
ya sea concretos o abstractos, ya sea fácticos o imaginarios; y, otro, las diversas
configuraciones que traman la sucesión de los episodios en los que se involucran los
primeros; a diferencia de lo que ocurre con éstos, no hay posibilidad alguna de distinción,
las tramas son siempre imaginarias. La trama narrativa es una construcción tropológica,
una figura, que depende para su despliegue de la característica esencial del lenguaje, su
linealidad sucesiva.48“Por lo demás el problema central es irresoluble: la enumeración
siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de
actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el
mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue
simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo,
recogeré.” Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974. Su mayor grado de artificio reside
en la posibilidad de desplazar ese intervalo significativo e insertarlo infinitamente en
otros contextos.
Para Paul de Man49 la mayor parte de los problemas que se presentan al intentar
especificar estas cuestiones surgen por la herencia deformada del conjunto disciplinario
del trivium, la lógica, la gramática y la retórica. La tradición occidental ha privilegiado de
tal modo las relaciones entre la lógica y la gramática que se ha establecido una jerarquía
violenta en las relaciones globales entre los tres elementos, de forma tal que la retórica
ha quedado relegada a un espacio suplementario. Este lugar dominante que se otorga a
las relaciones entre la lógica y la gramática provoca una doble derivación: ante todo, y
desde la perspectiva de la gramática, la única vía de comprensión de la estructura del
lenguaje será aquella que dependa exclusivamente de los modelos proposicionales y, por
lo tanto, las gramáticas de matriz racionalista comprenden como significación lingüística
sólo la que depende del campo de posibilidad circunscripto por esos modelos; y luego,
como consecuencia de ello, el predominio de la lógica exhibe su impronta en las ideas de
significado y de verdad que se disponen para operar, son la consecuencia de la gramática

47“Decimos siempre el tiempo. Si la fenomenología no proporciona respuesta teórica a esta aporía, ¿puede
dar una respuesta práctica el pensamiento de la historia, del que hemos dicho que trasciende la dualidad
del relato histórico y el de la ficción.” Ricoeur, Paul. Ob. cit.

48En su cuento "El Aleph", Jorge Luis Borges da a leer emblemáticamente esa figuración:

49Principalmente en Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen, 1990, y en Resistencia a la teoría, Madrid,


Visor, 1990.
41

conformada como una serie de proposiciones. En la cuestión del tiempo figurado por la
narrativa, la corolario más fuerte de tal situación emerge del enmascaramiento de la serie
antecedente-consecuente como dispositivo de representación temporal en términos de
un antes y un después lineal, que se pliega a las exigencias de la linealidad discursiva
fundada en la lógica proposicional.
La noción de causalidad, sea cual fuere la interpretación que se le asigne en una
teoría del conocimiento, siempre se refiere a una conexión necesaria en el tiempo.
Pensadas en términos corrientes, las acciones humanas corresponden a una fecha o, al
menos, es posible otorgarles una precisa localización temporal, es decir, se instalan en
una brecha que está limitada entre un antes y un después, tienen su principio en un ahora
que ha sido precedido, e implícitamente preparado por lo sucedido en ahoras pasados,
extendiéndose luego hasta alcanzar su término dejando lugar a ahoras futuros, y por lo
tanto, cada una de estas fases consiente en ser inscrita a un momento determinado del
tiempo. Pero esa separación de los ahoras en sucesivos momentos y su ordenamiento
relativo como series continuas no proviene de los entes del mundo, sino del trato del
hombre con ellos. El tiempo no se encuentra en las cosas, sino que la propia índole de la
temporalidad humana traza, diseña la trayectoria temporal de las acciones y procesos. El
tiempo fragmentado por las fechas que puntúan y escanden las acciones y los procesos,
no pertenece a las cosas mismas, no puede ser aprehendido como una exterioridad, ya
que es la consecuencia de las acciones humanas que se vuelven hacia los objetos del
mundo. De este modo, el tiempo no es una entidad que esté aguardando nuestra llegada
para imponer un ritmo determinado a priori. Ese tiempo, así pautado, siempre depende
de la conjunción de creencias que lo impongan como un modelo dominante.
No sería muy arriesgado afirmar que el paradigma dominante de las creencias, que
la mayoría de los discursos sociales toman para construir sus criterios en torno a la
representación temporal, sigue anclado en los postulados de la dinámica de Galileo Galilei
y en los desarrollos de la física de Isaac Newton. El eje en torno del cual se organiza este
pensamiento es la relación causa-efecto, la cual se expresa matemáticamente por medio
de una ecuación lineal. En una ecuación de estas características, si están determinados los
valores iniciales de un fenómeno, se pueden especificar completamente los valores
intermedios o finales.
Para esta concepción, el tiempo es absoluto y universal, no se modifica por la
movilidad o los cambios de estado del observador, es una suerte de telón de fondo o
marco en relación con el cual se miden y puntúan los acontecimientos. Albert Einstein
demostró que la causalidad es una ilusión, puesto que el espacio y el tiempo no están
dados de modo idéntico y absoluto para todos los observadores.
Desde la teoría de la relatividad resulta imposible concebir un ahora universal, ya
que del mismo modo que hay un aquí en constante variación, hay un ahora que cambia
42

constituido por cada observador.


De acuerdo con esto, la creencia tan arraigada de que ciertos acontecimientos
ocurren de manera objetiva queda trastrocada; la ocurrencia de los acontecimientos es
producto de la forma en que se los observa. No hay tiempo universal, ya que no hay un
ahora universal. La relación de un acontecimiento con otros acontecimientos es
problemática, la formulación causa-efecto deja de ser obvia. En la teoría de la relatividad,
la definición del instante presente como lo que se extiende entre dos puntos separados
pierde todo su estatuto de seguridad, siempre hay un margen de ambigüedad.
El modelo de un universo exterior en el que hay hechos autónomos que nosotros
observamos, deja de ser pertinente, no existe el acontecimiento por una parte y su
observador por la otra, ambos forman una unidad marcada por la inestabilidad del
principio de incertidumbre.
La teoría de la relatividad expone la dificultad de definir el momento presente
entre dos puntos separados, el principio de incertidumbre establece que el momento
presente no puede determinarse con absoluta certeza.
Kurt Gödel plantea que hay limitaciones inevitables para el conocimiento, puesto
que más allá de un cierto nivel de complejidad existen límites intrínsecos a un sistema
lógico, si este es un sistema coherente. Inevitablemente, habrá afirmaciones ciertas que
no tendrán posibilidad alguna de demostración, o afirmaciones que no puedan
verificarse, ya sea en su verdad o en su falsedad, dentro de dicho sistema por medio de
sus reglas y axiomas con el objetivo de contemplar situaciones no previstas sólo posterga
el problema que volverá a aparecer en otros casos.
El teorema de la incertidumbre de Werner Karl Heisenberg y el teorema de Gödel
han demostrado, en primer término, que en el mundo físico la causalidad es problemática;
luego, que la formalización nunca puede ser considerada completa y, finalmente, que toda
observación es modelada por los supuestos a partir de los cuales se lleva a cabo. Si el
futuro de un acontecimiento solamente puede estar determinado en un espacio definido
de incertidumbre, entonces, la idea que rige el orden de la ciencia moderna es la de la
posibilidad. Una consecuencia es que la historia no puede ser pensada en términos de
necesidad ni de azar sino que cada presente avanza por terrenos cuya forma general se
conoce, pero cuyos márgenes son inciertos y de difícil trazado. De esta manera, el
determinismo, en el sentido de que el presente determina el futuro y contiene el pasado,
es una propiedad de la realidad considerada en su conjunto. Pero la operación de asilar
fenómenos para observar y describir, está sometida al riesgo de no advertir su
aleatoriedad.
Resumiendo, sólo el universo total contiene la información necesaria para la
aplicación rigurosa de leyes o axiomas físicos, pero ese universo es inescrutable al
conocimiento del hombre; por lo tanto, la noción de efecto inalterable debe ser sustituida
43

por la noción de efecto probable.


René Thom en su teoría de las catástrofes da un lugar privilegiado a la metáfora.
Reivindica en su reflexión la capacidad de intuir en términos globales una situación a la
que el pensamiento tradicional dependiente de un inventario restringido difícilmente
tuviera acceso. Concibe el mundo de la naturaleza como un gran catálogo de posibilidades
que nacen, entran en conflicto entre sí y mueren, sucediéndose en continuo devenir; tales
cambios aparecen marcados por la discontinuidad, aunque provocados, paradójicamente,
por modificaciones no previstas: las catástrofes. Esa teoría, que el propio Thom define
como una teoría de la analogía, se configura en torno a una apelación al campo de las
entidades imaginarias, virtuales, que podrían existir pero que no existen fácticamente. El
problema, pues, no radica en describir la realidad, sino en otorgarle sentido a lo que nos
sorprende de un conjunto de hechos, partiendo del presupuesto de que para lo
sorprendente a menudo no hay designación denotativa, pues su emergencia pone en
conflicto los cuadros conceptuales establecidos y los sistemas de valores que lo
sostienen.50
A partir de lo anterior, las modalidades de construcción de la verdad fundada en
la representación del devenir temporal por discursos que se proclaman como
legitimadores de la trasmisión de saber serio, aparecen, cuanto menos, cuestionados en
sus postulados, en particular en su pretensión de denotar literalmente los objetos y
procesos sobre los que producen conocimiento, que exponen en series argumentativas
que tienen en la causalidad su fundamento último. La linealidad del tiempo que se
construye a partir de esos protocolos y que se despliega en la inevitable sucesión del
lenguaje como principio constructivo, es sólo un modelo, entre otros posibles, que se
funda en el acoplamiento privilegiado de la articulación causa-efecto. En otros términos,
esa perspectiva es dependiente de una filosofía de la conciencia que tiene como matriz la
relación sujeto-objeto, es decir, la de un observador situado frente al mundo; la
perspectiva en la que pretendo situarme implica la descentralización de todo recurso a
una instancia extramundana, por lo tanto de un sujeto transcendental, pienso en un sujeto
participante en la constitución de sentido inherente a dicho mundo.
La degradación de la retórica como un saber que se apoya sobre el lugar central de

50En Parábolas y catástrofes, Barcelona, Metatemas, 1985. Entrevistas a cargo de Giulio Giorello y Simona
Morini, René Thom dice: “Creo que en cierto sentido la teoría de las catástrofes podría entenderse como
una primera sistematización, bastante general de la analogía... No ha habido una auténtica teoría de la
analogía después de Aristóteles, mientras la teoría de las catástrofes permite abarcar la analogía en muchas
formas. La analogía por ejemplo, sobreentiende, en cierto sentido, las categorías y las funciones
gramaticales: cuando se definen las grandes categorías gramaticales, como el nombre o el verbo, lo que
crea la unidad de las categorías es precisamente un cierto tipo de analogía. El verbo describirá, en general,
un proceso en el tiempo; el nombre, a su vez, describirá un objeto atemporal. Ya en la definición de las
grandes categorías gramaticales opera una cierta teoría de la analogía que yo me esfuerzo en explicitar,
haciendo, donde es posible, consciente lo que actúa en una forma no consciente en los mecanismos de la
analogía.”
44

las figuras y los tropos y que no admite diferenciaciones entre las formas de validez
racionales y las metafóricas, es el eje fundamental de una tipología de los discursos que
apunta a controlar la constitución de los valores de verdad y certeza en torno a algunos
discursos en detrimento de otros. Los discursos que aparecen legitimados para producir
saber en términos de verdad son aquellos que pueden controlar efectivamente la semiosis
infinita de las figuras retóricas, aquéllos a los que se les impone un tope, un límite al
proceso de significación.
Cuando se confrontan las narraciones que pertenecen a la historia —que son el
paradigma de las narraciones con pretensión de verdad, que conllevan la imposición
subyacente de lo real y, asimismo, fundamentadas en los principios de la exposición
racional del los acontecimientos— con las narraciones imaginarias, de las que las
literarias son a su vez el paradigma, no es posible señalar ningún rasgo específico,
ninguna característica indudablemente distintiva, salvo las que derivan de la referencia
fáctica y de la enunciación fingida, que ya hemos desconstruido.51“La primera es que si la
materia de que se trata la historia reside por fuerza en el pasado y ese ser en el pasado de
los hechos le confiere un carácter obviamente temporal —en cierto modo la historia es la
ciencia del tiempo, algo así como una física de la sociedad— la novela histórica, a causa
del carácter espacializante que tiene la escritura (ordenar las imágenes, situarlas en un
aquí, en un allá, antes unas que otras, más arriba o más abajo, sin contar, incluso, con el
hecho básico de que las palabras ocupan espacio y, sobre todo, porque lo que las palabras
entrañan, implican y significan también se organiza espacialmente, en ocupaciones
virtuales o reales, simbólicas o alusivas), podría ser un intento por espacializar el tiempo:
tomar un tiempo concluido y darle una organización en un espacio pertinente y particular.
Por supuesto es una ilusión, como toda voluntad de espacializar el tiempo, pero esa
ilusión —y en eso consiste la respuesta— crea un objeto reconocible, identificable. Pero
hay algo más en lo ilusorio: la historia misma, como recinto del tiempo pasado, porque lo
hace con palabras que refieren, también espacializa, los hechos temporales vienen ya
espacializados.”
Toda narración, en sentido amplio todo texto, puede ser incluida en uno o varios
géneros, lo que no significa que esa asignación imponga una pertenencia. Una tipología
genérica de las narraciones fundadas en la entidad de una referencia y que no considere
a su vez la entidad de la trama que figura el decurso temporal, la cual nunca está dada
sino que pertenece al orden de la imaginación, implica que la marca genérica, el efecto del
código, sea una imposición jurídica. La marca genérica discrimina el corpus de las
narraciones, pero nunca forma parte constitutiva de los ejemplares de ese corpus; la

51Noé Jitrik en Historia e imaginación literaria, Buenos Aires, Biblos, 1995, señala a partir de la idea de
escritura las modalidades comunes de figurar la representación temporal en la historia y en la novela
histórica:
45

inclusión o exclusión de las narraciones en un orden u otro dependen de una cláusula que
desde afuera impone la legalidad del sentido. Lo que administra esa topología es un cierre,
una clausura, algunas narraciones para producir efectos de verdad deben necesariamente
cancelar la semiosis. Las narraciones históricas, las que narran una verdad cierta y
precisa, portan una marca genérica, un cerramiento, son identificadas con un tipo de
nominación que excluye la tropología o que la acepta moderadamente; están sometidas a
la ley del código que a su vez participa de la jerarquía que la gramática y la lógica tienen
sobre la retórica. Lo que la narrativa histórica literalmente informa sobre los
acontecimientos es que estos acaecieron fácticamente, pero al disponerlos en una serie
sucesiva, al ordenarlos en secuencia debe apelar necesariamente a una figuración
temporal otorgándoles un orden y una significación producidos por ese proceso
tropológico.
Tanto la narrativa histórica, que tiene la pretensión referencial de la verdad, como
la narrativa de imaginación, tienen un referente común: el carácter temporal de la
existencia. El dispositivo retórico compartido por ambos es la trama, a partir de la cual
los acontecimientos singulares y dispersos alcanzan unidad e inteligibilidad a través de
lo que Ricoeur llama la síntesis de lo heterogéneo. En tal sentido Paul Veyne señala lo
siguiente:

Tales especulaciones pueden suscitar experiencias estéticas gratificantes


que para el historiador significan el descubrimiento de un límite. Este límite
es el siguiente: lo que los historiadores denominan acontecimiento no es
aprehendido en ningún caso directa y plenamente; se percibe siempre de
forma incompleta y lateral, gracias a documentos y testimonios, digamos
que a través de la tekmeria, de vestigios [...]. Los hechos no existen
aisladamente en el sentido de que el tejido de la historia es lo que
llamaremos una trama, una mezcla muy humana y muy poco “científica” de
azar, de causas materiales y de fines. En suma, la trama, es un fragmento de
la vida real que el historiador desgaja a su antojo y en el que los hechos
mantienen relaciones objetivas y poseen también una importancia relativa:
la génesis de la sociedad feudal, la política mediterránea de Felipe II, o nada
más que un aspecto de esta política, la revolución de Galileo. La palabra
trama tiene la ventaja de recordar que lo que estudia el historiador es tan
humano como un drama o una novela, Guerra y Paz o Antonio y Cleopatra.52

No hay posibilidad alguna de considerar un acontecimiento si no es integrándolo

52 Veyne, Paul. Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, Alianza, Madrid, 1984.
46

en una trama. El postulado de verdad del discurso histórico y por extensión de todos
aquellos que se proponen narrar acontecimientos que “realmente ocurrieron”, debe
desplazar la atención, obviar la configuración de los mismos en relato, es decir, no atender
prioritariamente las estructuras de las tramas de los diversos tipos de narraciones
producidas en un determinado espacio cultural.
La producción de significación debe considerarse íntimamente ligada al
entramado de la narración, ya que cualquier conjunto dado de acontecimientos puede ser
dispuesto de diversos modos, puede ser contado desde diferentes estructuras de relato.
Los acontecimientos de que se trata no tienen sentido si no son reunidos, articulados en
torno a una unidad que le otorgue inteligibilidad y sentido de devenir temporal, es la
elección de la modalidad de relato y su imposición a los acontecimientos lo que le otorga
significación temporal. Es posible plantear que las tramas tienen una función dominante
en la producción de sentido y que la organización discursiva de las narraciones no
depende tanto de leyes causales como de argumentaciones derivadas de tramas cuyos
modelos distintivos provienen de la literatura.53
La distinción entre historia y ficción sólo se sostiene si no se replantea el problema
de la referencia, si no se admite que la narración produce sentido temporal en orden a la
competencia de los lectores para reconocer un relato como una disposición que tiene un
principio y un fin y que esa disposición significa el devenir temporal y que, además, ese
entramado remite perpetuamente a un no lugar como instancia de la repetición; la trama
es una figuración retórica y el dispositivo dominante de esa figura es la iterabilidad
infinita.54

53 Elmuseo es el espacio institucional emblemático en el que se conserva la memoria certificada por


documentos, restos de monumentos, testimonios que avalan la verdad del pasado. Para Ralph Appelbaum
diseñador de museos, se impone la necesidad de otorgar otro modo de disponer los materiales exhibidos;
en su concepción el Museo del Holocausto en Washington no es una exposición de objetos:
“Los nuevos museos están dedicados a contar historias, se basan en la narrativa, como en un libro y el
visitante avanza por la narración a través de una secuencia de experiencias, y cuando termina es como si
hubiera ido al teatro, salvo que la historia que aprende fue verídica a diferencia de lo que vemos los fines
de semana. La lucha por los muesos interpretados consiste en encontrar la manera de atraer públicos,
porque los públicos son normalmente atraídos al cine, a la TV, al entretenimiento. Por eso hoy los museos
están usando algunas de las técnicas de la industria del espectáculo, a través de medios de comunicación,
videos, computadoras, CD-Rom, y grandes fotos, palabras y objetos. Y lo mezclan todo en lo que podríamos
llamar una arquitectura de información. Una arquitectura que hace que, en vez de sentarse en una silla, o
frente a una computadora, usted camine.” Entrevista de Jorge Halperín en Clarín, 28 de setiembre de 1997.

54En cuanto narrativa, la narrativa histórica no disipa falsas creencia sobre el pasado, la vida humana, la
naturaleza de la comunidad, etc; lo que hace es comprobar la capacidad de las ficciones que la literatura
presenta a la conciencia mediante su creación de pautas de acontecimientos “imaginarios”. Precisamente
en la medida en que la narrativa histórica dota a conjuntos de acontecimientos reales del tipo de
significados que por lo demás sólo se halla en el mito y la literatura, está justificado considerarla como un
producto de allegoresis. Por lo tanto, en vez de considerar toda narrativa histórica como un discurso de
naturaleza mítica o ideológica, deberíamos considerarla como alegórica, es decir como un discurso que dice
una cosa y significa otra. Así concebida, la narrativa configura el cuerpo de acontecimientos que constituyen
su referente primario y transforma estos acontecimientos en sugerencias de pautas de significado que
nunca podrían ser producidas por una representación literal de aquéllos en cuanto hechos. White, Hayden.
47

Al arribar a este punto, no resulta muy arriesgado concluir que la narración es una
exhibición desaforada de que el sentido constituye la referencia; la narración aparece,
entonces, como un ejemplo paradigmático de que la condición de posibilidad de
producción de sentido del lenguaje sólo es concebible sobre el presupuesto de un mundo,
cuya inteligibilidad está siempre dada y es compartida por aquéllos, que sobre ese
presupuesto, se comunican. La aperturas lingüísticas al mundo son inconmensurables, lo
que convierte a la verdad en una magnitud relativa, dependiente de una configuración de
sentido previa que las hace posibles en cada ocurrencia.
La tan difundida fórmula “no-ficción”, que pretende establecer una categoría
genérica para aquellas narraciones que apelan a procedimientos literarios para relatar
sucesos reales, acaso pueda ser leída como un fallido epistemológico, habida cuenta de
que la negación del prefijo no es una indicación de que lo supuesto para la comprensión
de la fórmula es el sentido de la ficción y que desde un punto de vista genético, ficción es
la noción comprensiva a partir del cual se deriva la restricción impuesta. Digo fallido
epistemológico, puesto que la insistencia en el uso de esa denominación afirma lo que
pretende negar.

Capítulo IV
Más allá de la ficción
La revisión de las líneas teóricas que se proponen constituir de manera más o menos
precisa la especificidad de la ficción, más que alcanzar ese objetivo parecen perseguir una
noción indeterminada y preteórica y, por lo tanto, desprovista de toda pertinencia, salvo
la que consiste en componer un ghetto con todo aquello que obstruye la clausura de la
semiosis figurativa.
La endeblez teórica manifiesta de la referencia directa, o de la posibilidad de una
denotación transparente, impide construir sobre ese eje una distinción estable entre dos
espacios discursivos bien diferenciados a partir de la pertenencia o no del rango ficcional.
Los intentos de distinción que tienen como matriz a la teoría pragmática de los
actos de habla resuelven las aporías que la ficcionalidad les presenta recurriendo a la
intención del enunciador, es decir sus desarrollos implican una regresión que explica el
sentido en términos de conciencia volitiva del sujeto emisor.
En el primer caso, la extensión referencial en la que se fundan se vuelve
inaceptable por la pérdida del privilegio que tenía la realidad como exterioridad objetiva,
que determinaba la garantía última del estatuto epistemológico y ontológico del texto. En
el segundo, la fragilidad teórica que supone tomar como principio ordenador la intención,
se manifiesta en la rigidez e inadecuación de la tipología de cada uno de los planteos, más

Ob.cit.
48

allá de la sofisticación con que a menudo se presentan.


En cuanto a la narración, que es el espacio discursivo sobre el que las
prescripciones imponen un mayor rigor de control, la tipología distintiva sólo puede ser
impuesta por mandatos institucionales o por posturas doctrinales, que a menudo
recurren a planteos morales con el objetivo de salvar la verdad.
Esta imposibilidad de fijar límites precisos que establezcan la diferencia entre los
discursos ficcionales y no ficcionales, implica la exigencia de superar el "a priori" que
sanciona a las ficciones como manifestaciones anómalas o desvíos de los demás discursos
serios o con valor de verdad.
La notable preocupación que la cuestión trae consigo, —revelada en la
multiplicidad y diversidad de los asedios que se manifiesta en el considerable aumento,
especialmente en los últimos años, de la bibliografía sobre el asunto—, hace que su
tratamiento afecte a gran parte de los discursos teóricos contemporáneos, instalando la
ficcionalidad como un tema clave.
Mi trabajo se inscribe en el cruce de un doble propósito por una parte, exponer la
debilidad de criterios en extremos reductivos que pretenden someter a control a un
concepto con una genealogía tan compleja como es la de la ficción, y, por otra, promover
un desplazamiento, que abomine de banalizaciones y rigideces, a los efectos de contribuir
a la apertura de una reflexión teórica que supere el dogmatismo y los componentes
doxáticos de los principios que aparecen como puntos de partida obligados.
Sobre el lugar reservado a la ficción como término anómalo de una jerarquía
violenta que le impone restricciones y límites, es posible provocar el desplazamiento
antes mencionado para pensar a los discursos ficcionales no como una variedad
parasitaria o desviada, sino como la condición de posibilidad de cualquier discurso, lo que
implica desestabilizar asimismo los parámetros que constituyen las bases de la
discriminación.
La genealogía de ese desplazamiento puede filiarse en el prefacio a Un coup des
dés, en el que Stephan Mallarmé establece la relación entre ficción y poesía, con rechazo
a la concepción de la ficcionalidad pensada a partir de la dupla imitación/representación,
que es endeble por la exigencia de una presencia pura o esencialidad 55. Como señalamos
más arriba, esto implica el desmontaje del dominio del imitado sobre el imitante, dominio
fundado en la preeminencia del primero sobre el segundo, en la anterioridad temporal de
aquél sobre éste y la posibilidad de discernir de manera absoluta entre cada uno de ellos.
El gesto mallarmeano reconoce la entidad de la ficción como concepto relevante, pero
desvinculándolo de sus servidumbres con la enunciación y con la representación.

55Mallarmé, Stephan. Oeuvres complètes, París, Gallimard, 1945.


49

Calle-Gruber 56 , retomando el intento mallarmeano de entender la ficción al


margen de la representación, reivindica la exclusiva textualidad de la ficción,
estableciendo la tensión entre dos polos de verosimilitud, el verosímil referencial —que
consiste en las diversas modalidades de adecuación al referente extratextual— y el
verosímil lingüístico. La hegemonía de uno u otro polo establece el registro diferencial del
texto, pero es preciso señalar que la tensión entre ambos se establece sobre el
presupuesto de la inadecuación del lenguaje como expresión.
Michael Riffaterre57, en una línea muy cercana, define la ficción como el triunfo de
la semiosis sobre la mímesis. En su planteo considera la referencialidad exterior como una
ilusión, por cuanto no hay posibilidad de representación que no remita a figuraciones
verbales presentes en el texto.
El desplazamiento que estoy proponiendo, del que hemos esbozado una breve
alusión genealógica, implica el reconocimiento de que en el actual estado de los estudios
teóricos la ficción como tal, es un concepto sonámbulo. Por lo tanto, la propuesta de
pensarlo como la condición de posibilidad de todos los discursos puede agotar su impulso
si queda enredada en un debate en el que la ficción aparece como una noción
indeterminada y restrictiva. Se impone, entonces, desde mi perspectiva la necesidad de
abrir un espacio teórico superador de los reduccionismos sedantes, un más allá de la
ficción.
La red de imposiciones que los debates han tejido en torno a la cuestión de la
ficcionalidad exhibe de manera velada en algunos casos, de manera manifiesta en otros,
que toda vez que se aborda la problemática acerca de la ficción como telón de fondo
confrontan concepciones de la relación lenguaje-mundo diferentes y a menudo
antagónicas. La apertura a un más allá de la ficción implica el reconocimiento de que la
ficcionalidad es un punto nodal en torno al cual convergen problemáticas diversas
elaboradas desde una pluralidad de discursos; lo que está en juego compromete una
dimensión fundamental del lenguaje, la que tiene que ver con la configuración del mundo
y del sujeto. En toda tipología, que reserva para la ficcionalidad una posición degradada,
es posible advertir un modo de ejercer un límite a la capacidad de semiosis de lenguaje.
La ficción es el término a subsumir puesto que los discursos ficcionales aparecen como la
exhibición desaforada de las posibilidades figurativas del lenguaje. Es este aspecto el que
no se debe perder de vista, la asignación de anomalías o los diagnósticos de parasitarismo
segregan a los discursos ficcionales para controlarlos, lo que implica de modo simétrico
asegurar la designación de la verdad como clausura de la semiosis infinita.
Un desplazamiento que nos coloque más allá de la ficción no produce la

56Calle-Gruber, Mireille. L'effet-fiction. De la l'illusion romanesque, París, Nizet, 1989.

57Riffaterre, Michael. Fictional Truth, Baltimore, Johns Hopkins U.P., 1990.


50

igualación de los discursos, la pérdida de la diferencia, la imposibilidad de toda


designación que no sea imaginaria, las hace más viables, puesto que superados los
mandatos institucionales que implicaban un sofocamiento de la ficción —exigencia
obligada para controlar los puntos de fuga de la figuración del lenguaje— pensar los
rasgos constitutivos de la ficcionalidad como condición de posibilidad de todos los
discursos, entonces, habilita una reflexión libre de dogmatismo reduccionista.
Sitúo el punto de partida en las condiciones a partir de las cuales algunos
discursos restringen la semiosis y articulan una designación rígida, en esta perspectiva ya
no hay una asimilación entre referir e identificar, sino que se apunta a explicar la
referencia como una designación rígida, es decir una designación que desde el propio
discurso establece las restricciones significativas58.
Para introducir este importante cambio de perspectiva, que esta teoría de la
referencia trae consigo en relación con la teoría tradicional, es necesario distinguir entre
el uso atributivo y el uso referencial de los enunciados.59
En esta misma dirección, Putnam señala que el uso de términos en algunos
discursos científicos ocurre como si los criterios asociados no fueran condiciones
necesarias y suficientes sino más bien caracterizaciones aproximadamente concretas
sobre un mundo de entidades independientes de la teoría60. Con esta distinción, Putnam
no está discutiendo la exactitud o grado de aproximación que empíricamente tienen los
términos cuando son introducidos, sino que apela a una distinción entre el uso que de
ellos se hace en determinados discursos. Por lo tanto, no se trata de que una definición o
una aseveración se constituya como un sinónimo de la descripción, el enunciado es usado
rígidamente para referir a cualquier cosa que comparta el significado literal, el mismo
discurso construye las condiciones de ese uso rígido, lo que implica un recorte de la
configuración atributiva, es decir de la puesta en juego de la semiosis interminable. Esto
supone la consideración de dichos usos como casos particulares y no como el canon
modélico, asegurando así la posibilidad de establecer los rangos de diferencia
epistemológica para el saber producido por los discursos.
El modo en que participa este gesto en la articulación de los enunciados, las marcas
que indiquen su inserción pragmática y su pertenencia a formaciones discursivas, están
en la base de una tipología que habilita la distinción significativa.
En el caso de las narraciones, que son las variantes discursivas sobre las que han
recaído con más fuerza las imposiciones doctrinarias, esta distinción aparece como

58Tomo este concepto de Saul Kripke.

59 Donnellan, Keith. "Reference and Definite Descriptions" en Schawartz, S. P. (compilador) Naming,


Necessity and Natural Kinds, New York, 1977.

60Putnam, Hillary. Las mil caras del realismo, Barcelona, Paidós, 1994.
51

superadora de la dicotomía ficción-no ficción, en la que, paradójicamente, no hay otro


modo de designación de los usos rectos o serios que la negativa del término degradado .
Un desplazamiento en el orden teórico que nos ponga en un más allá de la ficción,
supone el abandono de una noción indeterminada, cuyos rasgos distintivos sólo pueden
ser señalados como mandato jurídico o ético, que discrimina y segrega variantes
discursivas atribuyéndole características que son propias de todos los discursos.

Epílogo provisorio
En el curso de mi exposición me he referido a la ficcionalidad en sentido amplio y, en la
medida que me ha sido posible, he limitado mis menciones a la literatura, ello motivado
por la necesidad de evitar el recurrente lugar común que señala la no coincidencia de los
dos espacios, junto con la mezcla y confusión que los contamina, lo que me llevó a dejar
para el final las consideraciones acerca de la "ficcionalidad literaria".
Es evidente que las "ficciones" que se hacen pertenecer al espacio literario tienen
una dimensión particular. Desde Cervantes, la escritura literaria despliega su capacidad
para la contemplación de los discursos que se proponen un conocimiento cierto de la
realidad y que legalizan el estatuto de los regímenes de verdad. En la literatura
contemporánea, la tematización acerca de las aporías de los acotamientos construidos en
torno al sentido ficcional son un leit-motiv diseminado en la textualidad de escritores
como Jorge Luis Borges, Italo Calvino, José Saramago, Augusto Monterroso o Antonio
Tabucchi, mención ésta que tiene por objeto dar cuenta de una cifra emblemática más
que de un inventario siquiera cualitativo.
Los textos literarios son esceno-grafías de sentido, en los que la escritura despliega
una dimensión del componente semántico abierto en todo su espesor a las travesías de la
ambigüedad puestas en juego por la paradoja pragmática que los constituye: una cinta de
Möebius en la que la escisión enunciativa mostrada se desliza en la insistencia inestable
de la repetición.
Pensar las escrituras literarias a partir de un más allá de la ficción, permite, creo,
otorgar a la investigación teórica acerca de los discursos y, por ende, a la reflexión acerca
de las relaciones entre lenguaje y mundo, una apertura libre de sujeciones y
condicionamientos.
Tópicos importantes como los géneros autobiográficos, o la traducción, entre
otros, fueron apenas aludidos mencionados en mi trabajo, esas y otras cuestiones me
obligan a señalar que el planteo de ir más allá de la ficción en la reflexión teórica
pretende, junto a la propuesta misma, tener el carácter de una provocación a la discusión
y al diálogo en los que la problematización de los planteos asegure el avance de la
investigación.
52

En una época en que las cláusulas: "mundo globalizado" o "aldea global" aparecen
confirmadas por la vertiginosa circulación de los discursos, el riesgo de uniformidad, de
monocódigos o de jerarquías tipológicas, que aseguren la atribución de verdad para
algunas formaciones discursivas en detrimento de otras, exige la revisión y el debate en
torno a esos presupuestos.
53

Apéndice I

Del testimonio
La simple mención del término “testimonio” provoca una serie de encadenamientos de
sentido que exhiben la complejidad de su significación y el modo en que se estratifican y
vinculan sus diversas acepciones.
En primer lugar, testimonio designa la acción de testimoniar, es decir, de reponer
con el relato acontecimientos vistos u oídos. El testigo es quien trae a la escena presente
con sus palabras lo que ha visto u oído con anterioridad; por lo tanto, transforma lo
percibido en narración: todo testimonio consiste en el pasaje de lo percibido a lo dicho.
En tanto narración que repone sucesos acaecidos, configura una correspondencia
dialógica, implica a quien narra y a quien escucha lo narrado. Por su especificidad
discursiva, se despliega en la tensión entre el relato del testigo y la confianza asumida
por su escucha acerca de la certeza de sus dichos.
Todo ello es consecuencia de un complejo juego de deslizamientos desde la
escena original del testimonio, que es el proceso judicial, al discurso corriente. Y, lo que
distingue el acto de testimoniar de cualquier transmisión de conocimiento, de
información, de la simple constancia o de la exposición de una cuestión teórica, es que
alguien se compromete a relatar para otro un suceso que presenta como testigo, por lo
tanto como único e irremplazable; esta característica singular lo hace intransferible. De
lo que se infiere una cuestión insoslayable: su resistencia a la traducción. El testimonio,
que por principio constitutivo debe estar unido a una singularidad y a la marca
intransferible de una memoria idiomática, corre el riesgo de perder su peculiaridad
frente a la traducción, aún en la circunstancia misma de entregar su sentido. Un
testimonio maleable a las operaciones de traslado propias de la traducción ¿puede ser
todavía testimonio?
Asimismo, no hay otra opción para quien lo recibe de creer o no creer, puesto
que la verificación o la transformación en prueba forman parte de un espacio distinto,
heterogéneo al de la instancia testimonial propiamente dicha. La acción de testimoniar
supone, además, una relación necesaria con la justicia como institución, con el tribunal
como escenario privilegiado, con los abogados y el juez como partícipes y,
fundamentalmente, una acción que los involucra a todos, la de litigar, es decir, la
confrontación entre demandantes en un proceso. En otros términos: un proceso es la
pugna entre dos historias de “verdad”; así, el testimonio es la instancia que interviene en
una acción de justicia que apunta a dirimir una discrepancia entre partes. Por lo tanto,
testimoniar es atestiguar que se vio u oyó un acontecimiento y para ello el testigo debe
comprometerse con un juramento ante el tribunal que recibe su relato con el objetivo
último de administrar justicia.
Estos rasgos, que hemos especificado a partir de una acepción restringida del
término “testimonio”, son susceptibles de una generalización promovida por los
desplazamientos analógicos que configuran el sentido de las palabras testigo y
testimonio en el discurso corriente; en efecto, el proceso judicial como situación del
discurso se constituye en modelo de relaciones codificadas de manera más laxa y
flexible por los hábitos sociales, en las cuales aparecen implicados los componentes
distintivos de ese proceso.
Así, es posible advertir que la idea de testimonio trae aparejadas las de
discrepancia y parte: puesto que sólo se hace necesario atestiguar cuando hay disputa
entre partes que confrontan una contra la otra, todo testimonio puede ser
inevitablemente visto desde una doble perspectiva: testimoniar a favor de una parte es,
54

correlativamente, testimoniar en contra de la otra. Asimismo, esto exige reflexionar


sobre la instancia constitutiva de quien oficia como testigo, puesto que nadie puede
remplazar a otro como testigo, si no se puede testimoniar por el testimonio de otro sin
quitarle a este último su valor de testimonio; la cuestión que se plantea es la exigencia
de que el testimonio sea en primera persona, forma que no es sólo gramatical, sino
fundamentalmente discursiva.
Finalmente, hay aún otro aspecto que especificar: testimoniar por alguien supone
no sólo en favor de alguien sino básicamente ante un tercero que se convierte en el
destinatario. Esto remite a otra de sus características distintivas: aquellos que reciben la
palabra del testigo, el juez o el tribunal, supuestamente neutros y objetivos, están
habilitados solamente para ese papel, por lo tanto las relaciones entre testimoniante y
escucha son irreversibles. De todo esto, podemos inferir que la capacidad del proceso
judicial para constituirse en modelo de situaciones sociales de variado orden, reside
principalmente en que los conflictos humanos no pueden decidirse en torno de un
absoluto necesario que no ofrezca lugar a dudas y, por lo tanto, de certeza inconmovible
sino que se dirimen por lo probable, que solamente se puede alcanzar en la
confrontación de opiniones.
En suma, el testimonio adquiere todo su valor en el espacio de un debate entre
posiciones adversas. Es así que toma su sentido más amplio y corriente no como
categoría específica del discurso jurídico sino como una trasposición analógica puesto
que sus características constitutivas le otorgan su poder de generalización.
Uno de los componentes primordiales del proceso judicial, que se desplaza a
otros espacios discursivos, es que el objetivo final de la confrontación debe desembocar
en una decisión de justicia. Por eso, todo testimonio es un acto que se produce en una
escena en la que se dirimen posiciones encontradas que pretenden un veredicto. El
desplazamiento traslada asimismo un rasgo específico: en su condición de enunciación
jurídica, el testimonio puede ser rebatido tanto por la negación de los hechos alegados
como por otras circunstancias que debiliten o atenúen las certezas que promete. Este
rasgo, de poder ser invalidado, es generalmente sometido a olvidos y tergiversaciones,
puesto que se tiende a homologar testimonio y verdad, cuando el testimonio es tan sólo
una instancia de la prueba pero, por fuerza, no la verdad establecida. De esto es posible
desprender que todo testimonio se inscribe en una etapa intermedia que tiene como
punto de partida una discrepancia y como objetivo final un dictamen autorizado.
Aristóteles lo consideraba como un elemento de la teoría de la argumentación;
por esta razón en la primera parte de El Arte de la Retórica al referirse a las pruebas, las
considera como medios de persuasión propios del género deliberador, del género
judicial y del género epidíctico. En relación con ello Paul Ricoeur señala:

La lógica del testimonio está así enmarcada por la retórica considerada


como “réplica” de la dialéctica (1534 A,1 a 7); ahora bien, la dialéctica es la
lógica de los razonamientos solamente probables, es decir, en los que la
premisa mayor contiene verdades de opinión recibidas por la mayoría de
los hombres, y la mayoría de las veces; el género “persuasivo” como tal
definido por la técnica retórica, es pues correlativo del género solamente
probable de los razonamientos dialécticos. Así se reconoce el nivel
epistemológico propio al cual puede aspirar la prueba judiciaria: no lo
necesario sino lo probable. Aristóteles vincula a este carácter de probable
55

un rasgo que ya hemos encontrado anteriormente: la retórica, dice, capacita


para “persuadir a los contrarios”; no que el orador deba alegar
indiferentemente el pro o el contra, pero si intenta persuadir al auditorio o
al juez de una sola cosa, le será necesario prever el argumento del
adversario para que esté en condiciones de refutarlo.
Pero la retórica no se confunde con la dialéctica; las técnicas de la
persuasión, en efecto, no se reducen al arte de la prueba; ellas toman en
cuenta las disposiciones de la audiencia y el carácter del orador; al mismo
tiempo mezclan las pruebas morales con las pruebas lógicas. Este rasgo es
ineluctable e irreductible, si se considera que en las tres situaciones de
discurso consideradas —acusar y defenderse ante un tribunal, aconsejar
una asamblea, alabar y censurar— la argumentación toma en cuenta una
audiencia y conduce a un juicio.[...] Con la participación de la audiencia y del
juez las pasiones se desatan y suscitan disposiciones. El testimonio es así
cogido en la red de la prueba y de la persuasión, características del nivel
propiamente retórico del discurso.61

De la especificidad narrativa de todo testimonio se infiere la pertinencia de las


consideraciones que recibió la narratio como tópico teórico en el que aparecen las marcas
fundamentales de la narración. Aristóteles en El Arte de la Retórica establece un punto de
convergencia entre la argumentación retórica con el pensamiento poético en torno de la
verosimilitud como un tema común a ambos. En El Arte de la Retórica, Aristóteles define
el discurso oratorio como un arte que tiene por objeto no lo verdadero sino lo verosímil.
El énfasis con que Aristóteles señala que el discurso “parezca apropiado” y su concepción
de que el arte retórico está relacionado no con la verdad sino con la apariencia de verdad,
permite pensar El Arte de la Retórica no como un tratado que estudia las relaciones del
discurso con los referentes sino de las modalidades a partir de las cuales el orador
persuade al tribunal acerca de la validez de esa relación 62.
Aristóteles considera a la narratio como función retórica de lo verosímil en la que
el orador selecciona, ordena, dispone las acciones de acuerdo con el fin propuesto:

En los discursos del género demostrativo la narración no es continua sino


por partes, porque es necesario exponer las acciones sobre las cuales versa
el discurso. En efecto, el discurso consta, por una parte, de algo ajeno al arte

61Ricoeur, Paul. Texto, testimonio y narración, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1983.

62Aristóteles, El arte de la Retórica, Buenos Aires, EUDEBA, 1966. Todas las notas que siguen corresponden
a esa edición.
56

(porque el orador no es la causa de las acciones), y por otra, de lo que es


propio del arte. Esto consiste, o bien en demostrar que existe, si se trata de
algo increíble, o que es de tal naturaleza, o de tal importancia; o bien todo
ello junto.
Por este motivo, algunas veces no es conveniente exponerlo todo en forma
continuada, porque una demostración semejante es difícil de recordar. Se
dirá, por tanto, que por estas acciones se mostró valiente, y por aquéllas,
sabio o justo. Este tipo de discurso es el más sencillo; el otro, en cambio, es
variado y complejo[...] Al presente ridículamente afirman que la narración
debe ser breve. En verdad qué es esto como se le dijo al panadero que
preguntaba si haría la masa dura o blanda. “¿Cómo?”, se le respondió “¿es
imposible hacerla bien?”. Aquí ocurre lo mismo. Porque no conviene narrar
extensamente, así como tampoco hacer un exordio o presentar las pruebas
con excesiva prolijidad. Porque el que esté bien hecha no reside en lo breve
o en lo conciso, sino en la justa medida.63

Aristóteles piensa la narratio como una configuración en la que es fundamental la


relación proporcionada de las acciones y su distribución en un orden y ritmo orientados
a producir el sentido deseado en el auditorio. De ahí que su criterio dominante sea el de
la conveniencia o proporción. Es especialmente en este punto en el que aparece la
convergencia entre la cita de El Arte de la Retórica y la concepción central de La Poética:
el ordenamiento apropiado a un fin de las acciones que son neutras en sí mismas.
Quintiliano en su Institutio Oratoria coincide con Aristóteles en la finalidad poética
de la narratio retórica, pues privilegia el componente persuasivo emotivo sobre la
finalidad expositiva:

Porque no mira únicamente la narración a enterar al juez sino mucho más


a que se sienta como queremos y así aunque no haya que informarle sino
sólo mover en él algún efecto, contaremos la cosa para prepararle...64

Aparece entonces el rasgo de verosimilitud como el punto de pasaje entre lenguaje


y mundo en el que no está en juego la adecuación sino, antes bien, la configuración de la
referencia provocada por el discurso para persuadir, conmover. La tradición retórica ha
reflexionado sobre la verosimilitud como un concepto complejo en el que participan tanto
la cuestión de la historicidad o de la verdad de los hechos narrados, como un conjunto de

63Aristóteles. Ob. cit. 1416, b.

64Quintiliano, Instituciones Oratorias, Madrid, Viuda de Hernando, 1987.


57

rasgos distintivos de la composición artística del discurso. Dice Cicerón acerca de la


verosimilitud en De Inventione I, XXI:

Verosímil será la narración si en ella aparecen cosas que suelen aparecer en


la realidad, si se guarda la dignidad de las personas, si se dicen las causas
de los hechos y la ocasión y el tiempo y el espacio y el modo; si se ajusta la
cosa narrada a la índole de los que se suponen autores o al rumor del vulgo
o a la opinión de los que oyen.

Quintiliano es aún más preciso al definir la amplitud del concepto:

Será verosímil la narración si primero consultamos nuestro ánimo para no


decir cosa que se oponga a la naturaleza, si insinuaremos de antemano los
motivos que hubo para suceder las cosas que contamos, no de todos, sino
de aquellos que se pretende averiguar. Si pintamos las personas con
aquellas propiedades que hagan creíble el hecho, v.gr. al reo del hurto,
codicioso; al adúltero, deshonesto y temerario al homicida y al revés si
defendemos. Las circunstancias de lugar y tiempo han de cuadrar
igualmente.
Hay también cierta serie y enlace de los sucesos que los hace creíbles como
sucede en las comedias y mimos. Pues hay ciertas cosas que naturalmente
son consecuencias unas de otras, como, por ejemplo, si hubiéramos contado
lo primero con verosimilitud el juez esperará lo que sigue después.65

Nuestra exposición ha seguido un hilo que en primera instancia apunta a dar


cuenta de aquellos elementos del testimonio que se desplazan desde su modelo primero,
la escena del proceso judicial, a las generalizaciones que por contaminación u homología
se constituyen en las diferentes configuraciones discursivas del ámbito social, tomado
éste en su más amplia acepción, y, entonces, desde ese presupuesto, trata de señalar que
desde su formulación clásica el testimonio estuvo íntimamente ligado a la problemática
de la verosimilitud como punto de pasaje entre discurso y mundo, es decir a las
modalidades de representación del mundo por el discurso.
En el testimonio, en su acepción más general, como en todos los géneros
discursivos en los que se pretende construir certeza acerca de la referencia, aparecen
confrontadas dos dimensiones: la del discurso y la del mundo, cuyas especificidades son
inconmensurables y, por lo tanto, irreductibles a una medida de intercambio que las haga

65Quintiliano, Ob cit.
58

equivalentes. Se plantea, entonces, el problema de la representación del mundo por el


discurso. De lo que se trata es de un emparejamiento de lógicas que, en el despliegue de
los dispositivos que les son propios, expone las asimetrías y las imposibilidades, como así
también las imposiciones y las coerciones. En definitiva, las dificultades de la transacción,
del traslado.
No hay una clave que resuelva de una vez por todas el enigma del encuentro entre
dos órdenes cuyas lógicas son disímiles. Esta aseveración no clausura el debate, sino que
participa de él, ya que la insistencia acerca de los procedimientos discursivos que
garantizan una fidelidad al mundo constituye una postura extendida en el tiempo y en la
variedad de perspectivas que la sostiene.
Los discursos y el mundo, dos redes de relaciones lógicas que no se recubren;
justamente porque no se recubren se plantea una tensión que emerge en cada tentativa
de transfiguración y que se torna eje dominante de reflexión en el testimonio.
Es decir, el primer presupuesto del cual parto es que la lógica de los discursos y la
lógica de lo que llamamos mundo, o realidad, son inconciliables. La diferencia entre estas
dos redes es la diferencia de sus regulaciones y configuraciones, que no pueden
desplegarse una sobre la otra, que no pueden recubrirse, el mapa no es el territorio, dice
Borges. A partir de esta dificultad se han establecido los ejes de las polémicas, que tienen
en la pregunta por la forma de representación su punto de inflexión.
Enfrentamos, pues, un dilema con dos caras que podemos denominar verdad y
verosimilitud. La verdad representada termina por exhibir sus ineficiencias al no poder
imponerse como una plenitud. Por otra parte, la verosimilitud no garantiza la verdad
porque la finge. Entonces, de alguna manera, cuando abordamos los discursos que
constituyen el testimonio, un núcleo del debate se constituye en torno del modo en que
uno de sus agentes asume cierta autoridad de trasmisión de un saber sobre el mundo y
una cierta confianza en la representación discursiva que los expone. Pero como discurso
y mundo no se dejan implicar por los mismos presupuestos, es que surge, entonces, el
problema de la representación del mundo en el discurso y, correlativamente, los
siguientes interrogantes: ¿a partir de qué materiales?, ¿a partir de qué disposición?, ¿con
qué procedimientos se representa?
La teoría, el conjunto de discursos que constituyen la epistemología, la
gnoseología, problematizan la cuestión de la verdad del mundo y la verdad del discurso
que pretende representarla. Me interesa plantear que en el caso del testimonio, del
testimonio pensado en términos canónicos (o más bien de las tentativas de
institucionalizar un canon) se tiende una tríada en torno al texto: el entrevistador, el
entrevistado y el lector, si, por supuesto, nos ceñimos al modelo del testimonio escrito.
La posición del lector está comprometida en una red de creencias. De ello es
posible afirmar que los lectores nunca enfrentan los textos diáfanamente y de modo
59

transparente. Cuando pensamos en un lector, estamos suponiendo una posición que, de


alguna manera, exhibe la complejidad de un campo de legibilidad. Es decir, el lector
enfrenta al texto desde las condiciones de posibilidad que ese campo de legibilidad le
permite para producir sentido con el texto que está leyendo.
Las modalidades del testimonio que se pretende canonizar privilegian una
relación de proximidad con el acontecimiento y avalan su modo de autorizar el saber, que
transmiten con el prestigio que tiene la experiencia directa.
Esta obligación está en el origen mismo de la tentativa de institucionalizar el
género: en todo testimonio se dan a leer criterios de valoración y de identificación, se
postula un orden deseable y ejemplificador; el testimonio exhibe entre sus componentes
una fuerte voluntad modelizadora. Esto lleva del testimonio a la problemática de la
identidad.
Hablar de la identidad de un individuo o de una comunidad es contestar a la
pregunta acerca de quién ha realizado tal acción, quién es el agente, quién es el autor. En
primer lugar, se responde a esta pregunta nombrando a alguien, esto es, designándolo
con un nombre propio. Pero ¿cuál es el soporte de la permanencia de un nombre propio?
¿qué es lo que justifica que se mantenga el sujeto de la acción designado por un nombre
que es el mismo a lo largo de toda una vida o de una serie de sucesos? La respuesta no
puede ser más que una trama narrativa. La narrativa es lo que garantiza esta posibilidad.
La historia narrada constituye “el quién” de la acción. La identidad de ese “quién” no es
más que una identidad narrativa. La identidad es una construcción que se relata.
Ahora bien, si el texto es el espacio donde acontece el nombrar, la historia del
nombrar puede ser pensada como la historia de las construcciones textuales de la
identidad, lo que lleva a tres consecuencias:
— en primer término, la circularidad entre identidad y textos narrativos es la condición
de posibilidad del sentido que se va produciendo en la interacción entre ellos. La
identidad que se reconoce por los textos es, a su vez, la que reinventa sin cesar nuevos
textos. Esto implica que para producir nuevos textos se recurre a la historia y a la
tradición a través de una constante reescritura;
— luego, los textos no son éticamente neutros; todo relato, en efecto, introduce una
evaluación del mundo e incita a un modo de intervención en él;
— y, finalmente, la identidad narrativa no es estable, por eso siempre es posible la
revisión de la historia.
“Testimonio” pertenece a una clase de términos que, convirtiéndose en signos
determinantes de un segmento temporal concreto, definen y caracterizan una época de
manera específica y, al mismo tiempo, exhiben cierta consolidación dentro de un
momento histórico.
Esos términos son los que organizan los datos de un período dentro de una
60

categoría que los hace materiales y comprensibles.


Cuando asediamos el concepto de testimonio estamos frente a una palabra que, de
algún modo, funciona emblemáticamente en un paradigma y produce un doble
movimiento; por una parte aparece como un instrumento facilitador del discurso cultural,
ya que permite la clasificación y el ordenamiento de fenómenos complejos y heterogéneos
a veces de ardua dilucidación. Por otra, el término testimonio fija reductivamente el
devenir cultural y limita su expansión, porque está obligándonos a pensar la definición en
términos globales y abarcativos cuando es una definición que está situada en un marco
sociohistórico específico.
Intentar trazar los límites de un género no supone más que la posibilidad de una
relativa especificidad. Prueba de ello es que en esa tríada que planteábamos más arriba
—entrevistador, entrevistado, lector— este último está siempre enfrentado al texto en
una instancia de travesía azarosa, de modo que los testimonios quedan finalmente
instalados en campos de legibilidad que trastornan su pretendida neutralidad discursiva.
La lectura, en el testimonio, es el punto de convergencia de las expectativas del
género; por lo tanto, una aproximación problemática al testimonio exige pensarlo en
tanto cruce de actividades discursivas complejamente tramadas, que tejen redes de
intersubjetividad, crean obligaciones, ejercen persuasión, control y distribuyen roles.
En el plano estrictamente textual, los modos en que dialogan los diversos
discursos, las huellas de unos textos sobre otros, las filiaciones, las deudas, los préstamos,
constituyen la dimensión intertextual. En este magma que siempre es la textualidad
podemos distinguir dos aspectos: en primer lugar, hay una heterogeneidad constitutiva
del discurso que no está mostrada y, luego, hay una heterogeneidad mostrada, una
referencia explícita a otros discursos, citas, el discurso referido, la atribución de autoría.
Ahora bien, hay una nota constitutiva de las modalidades del testimonio que nos
permite formular esta afirmación: todas las formas testimoniales comparten la
narratividad. Pero, a su vez, la narración no es tan sólo una mera representación de lo
ocurrido, sino una forma de hacerlo inteligible, una construcción que postula relaciones
que no existían en otro lugar, causalidades, interpretaciones. Como sucede con la historia,
es la forma de la narración lo que da sentido a los hechos que, de otro modo, quedarían
como señales sueltas, dependiendo de la referencialidad.

Del género y sus prólogos


Bajo el género testimonio se suele incluir una gran variedad de textos, no sólo de
diferentes grados de elaboración, sino caracterizados según muchas variedades
discursivas, desde las historias de vida, las historias orales que procuran dar voz a los que
no tienen voz, hasta textos literarios como las novelas-testimonio de Miguel Barnet, o
investigaciones de enorme complejidad, como las de Vicente Leñero. Estos textos exhiben
61

las limitaciones de tipologías críticas que se fundan en dicotomías cerradas que intentan
ocultar, es decir disimulan dificultosamente, imposiciones jerárquicas. Vacilando entre la
biografía y la autobiografía, participando de investigaciones documentales
antropológicas, históricas y/o periodísticas, el testimonio aparece como una textualidad
en la que la categoría de “ficción”, como término opuesto ya sea a verdad, ya a historia o
a realidad, demuestra su extrema debilidad teórica. Lo que se ha legislado, instaurado,
impuesto como verdad histórica, termina revelando, desde otra perspectiva, su carácter
convencional, de aproximación conjetural, o directamente de error cuando no de fraude
cuando su construcción aparece asediada por perspectivas complementarias u opuestas.
La dinámica de los procesos sociales de este siglo ha contribuido a condenar a la
caducidad a numerosos constructos ideológicos que se arrogaban la posesión legitimada
de la verdad.66“Lo real no es describible ‘tal cual es’ porque el lenguaje es otra realidad e
impone sus leyes a lo fáctico; de algún modo lo recorta, organiza y ficcionaliza”. De lo que
se desprende que para pensar la ficción es necesario reducir lo real a lo fáctico.
La extraordinaria difusión de diversas textualidades que han puesto en circulación
voces alternativas, antes silenciadas y censuradas por poderes opresores, no implica,
correlativamente, que haya que otorgar a esos discursos una legitimación automática de
portadores de verdad, cuando lo que está emergiendo es la posibilidad de la
confrontación, del debate, el deseo de desconstruir una única voz hegemónica que
investía a su versión de un carácter universal y absoluto; parece, al menos, paradójico
que formaciones discursivas que se proponen dar voz a los que no tienen voz, hagan suya
la lógica de los discursos dominantes, cuyo núcleo central es la autovalidación excluyente
de todo disenso.
El proceso de legitimación institucional del testimonio como práctica discursiva
con rasgos distintivos y diferenciales se produce en Latinoamérica a partir de la
revolución cubana, contemporánea del ascenso de modalidades discursivas tales como el
“nuevo periodismo” y de la expansión de los medios de comunicación audiovisual con los
que comparte, más allá de todas las diferencias imaginables, la lógica de los discursos
productores de una verdad acreditada por el contacto directo con el referente.
Fue Miguel Barnet el primero en caracterizar como testimonio a su novelización
etnográfica sobre la vida de Esteban Montejo, ex-esclavo cimarrón y mambí, producida
en los años sesenta. Para Barnet, el objetivo básico del escritor de testimonios era dar la

66Ana María Amar Sánchez en “La ficción del testimonio”, Revista Iberoamericana N° 151, Abril/mayo de
1990, se propone establecer la especificidad del género de no-ficción:
“Me interesó en este trabajo buscar en el género de no-ficción aquello que lo singulariza, encontrar lo que
lo define como tal y al mismo tiempo poner en evidencia cómo la escritura resiste todo encasillamiento y
los textos convierten en rasgo específico su contacto y destrucción de los otros géneros”.
En el curso de su exposición insiste en oponer lo ficcional, que somete a diversos tipos que inquisición, con
lo real, noción que en ningún momento cuestiona, dando por sentado que se refiere a una categoría
universal, unívoca y sin ninguna dificultad de interpretación. Así afirma:
62

voz al oprimido, inculto e iletrado, haciendo circular historias obliteradas por los
discursos oficiales.
Luego, en 1970, la junta editorial de Casa de las Américas decide incorporar un
nuevo premio bajo el rubro de testimonio para todos aquellos textos que no podían ser
encuadrados dentro de las categorías vigentes. La fecha inscribe la decisión editorial en
el marco de un intenso y complejo debate en torno de la función del intelectual
latinoamericano.
En muy pocos años, y en torno de algunos textos testimoniales se ha ido
construyendo un canon: Hasta no verte Jesús mío (1969) y La noche de Tlatelolco (1971)
de Elena Poniatowska; Biografía de un cimarrón (1966), La canción de Rachel (1969) y
Gallego (1981) de Miguel Barnet; Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia
(1983) de Elizabeth Burgos Debray; Si me permiten hablar....Testimonio de Domitila una
mujer de las minas de Bolivia (1977), de Moema Viezzer, entre otros, conforman el modelo
dominante del campo testimonial. Pero la sola enumeración de este reducido corpus ya
genera contradicciones y diferencias de tal magnitud que cuestionan la pertenencia
común con que se los pretende englobar.
La notoria dificultad que se presenta a la hora de caracterizar el género se
manifiesta en la definición del Diccionario de la Literatura Cubana:
TESTIMONIO: A mediados de la década del 60 y por influencia de
numerosos trabajos orientados según los nuevos campos de la antropología
y la sociología —Levi-Strauss, Ricardo Pozas, Oscar Lewis— comienza a
aparecer entre nosotros un tipo de literatura cuya imbricación con los
distintos géneros literarios establecidos hacía difícil su clasificación. Dada
la creciente importancia adquirida por estos trabajos, la Casa de las
Américas, al realizar en 1970 la convocatoria de su premio anual de
literatura, decidió darles cabida dentro de él con la creación de un nuevo
género -Testimonio-, cuya obra representativa reuniría las siguientes
características:
1ª Tiene de reportaje, pero excede las dimensiones de éste, en cuanto se
trata de un libro y no de un trabajo destinado a alguna publicación periódica
(diario, revista); obra que vive por sí misma donde la temática está tratada
con amplitud y profundidad, destinada a perdurar más allá de la existencia
efímera de los trabajos puramente periodísticos y que, por eso mismo, exige
una superior calidad literaria.
2ª Aunque el objeto es relatar hechos, protagonizados por personajes
literarios construidos y animados, dada la estricta objetividad y fidelidad
respecto a la realidad que el testimonio enfoca, descarta la ficción, que
constituye uno de los elementos de creación en la narrativa, como en la
63

novela y el cuento.
3ª El necesario contacto del autor con el objeto de indagación (el
protagonista o los protagonistas y su medio ambiente) exige que aquel
objeto esté constituido por hechos o personas vivos, es decir, que, no se
trata de una investigación sobre acontecimientos pasados o ausentes en el
espacio, respecto al investigador. Una excepción a esta característica es el
testimonio retrospectivo, sobre hechos pasados o personajes
desaparecidos o ausentes cuando el autor estuvo en contacto con ellos o
cuando indaga, sobre los mismos, con testigos que tuvieron aquel contacto.
4ª Si el testimonio es biográfico, no debe ser sólo el recuento de una vida
por su interés puramente personal, individual, por sus valores subjetivos y
estéticos. En el testimonio lo biográfico de uno o varios sujetos de
indagación debe ubicarse dentro de un contexto social, estar íntimamente
ligado a él, tipificar un fenómeno colectivo una clase, una época, un proceso
(una dinámica) o un no proceso (un estancamiento, un atraso) de la
sociedad o de un grupo o capa característicos, siempre que, por otra parte,
sea actual, vigente, dentro de la problemática latinoamericana. Esto no sólo
no elimina sino que incluye, el posible testimonio autobiográfico.67

La voluntad de legitimación del género aparece confirmada en el Diccionario,


espacio institucional por antonomasia para codificar saberes establecidos, que posibilitan
y promueven la construcción de un canon acorde a la definición, la que en toda su
desarrollo no oculta, antes bien manifiesta desaforadamente, su pretensión de preceptiva.
Los nombres de Ricardo Pozas, Oscar Lewis, Lévi-Strauss que pertenecen al campo
de la antropología y de la sociología, son los que aparecen promoviendo el espacio en el
que se produce el testimonio,;por lo tanto, en el principio de esta novedad se reconoce su
relación paradigmática con las ciencias sociales. Llama la atención que habiendo sido
Rodolfo Walsh uno de los jurados de la primera vez que se otorgó el premio al rubro
testimonio, y habiendo publicado ya en 1957 Operación Masacre, en 1958 Caso
Satanowsky y en 1969 ¿Quién mató a Rosendo ?, no sea tenido en cuenta entre los
antecedentes del género.
La entrada forma parte de un diccionario de la literatura, a pesar de ello son
menciones a autores de otros ámbitos disciplinarios los que están garantizando un
modelo de relación entre discurso y mundo que apunta a validar otro registro más afín
con la posibilidad de otorgar certezas acerca de las referencias, acaso porque, por el
contrario, los textos literarios desestabilizan cualquier fórmula que pretenda expresar

67Diccionario de la Literatura Cubana, La Habana, Letras Cubanas, 1984.


64

univocidad. Esto es correlativo con otra jerarquía que se deja leer entre líneas, lo científico
por encima de la imaginación, el primero como espacio demostrativo de verdades
confrontado con formaciones discursivas que privilegian la proliferación significativa.
Hay, asimismo, en la mención de “imbricación”, proveniente del vocabulario específico de
la botánica y la zoología, la marca de la aparición de lo nuevo como producto del hibridaje
de formas anteriores, pero pensado en términos de naturalización, como si la emergencia
o proliferación discursiva fuera consecuencia de un proceso natural y no de la
convergencia de complejos entramados histórico-sociales, lo que es contradictorio con la
instauración de un premio que se propone promover y alentar esa producción; además
de privilegiar implícitamente una perspectiva, puesto que el premio instaurado conlleva
inevitablemente un gesto de valoración para con aquellos textos que compartan la
política institucional.
El objeto explícito que se legisla para el género testimonio es el de relatar hechos,
es decir se coloca al testimonio en el terreno de lo fáctico, se borran los procesos
discursivos, se hace tan tenue la mención a las tramas narrativas que se las supone
transparentes. De este modo se conjura a la ficción, colocándola en el lugar de un anatema
que se condena al cuarto restringido de la imaginación, fuera del ámbito específico del
testimonio al que no debe contaminar. Por otra parte, la reivindicación del lugar del autor
frente a la voz del otro como objeto manipulable, caracteriza la definición del Diccionario
de la Literatura Cubana como un excipiente degradado del más crudo positivismo.
Finalmente, la definición exhibe toda su coherencia cuando declara uno de los objetivos
privilegiados para el género: su efecto ejemplificador.
La entrada del Diccionario de Literatura Cubana, que le otorga carácter
institucional a una definición, no es más que una de las posturas posibles dentro de un
vasto debate crítico en el que confrontan diversas perspectivas. Las cuestiones que
constituyen el eje de los debates que asedian la posibilidad de conceptualizar la
especificidad propia del testimonio: su relación con su pertenencia al espacio discursivo
de la oralidad como manifestación más genuina de la otredad, la consideración de su
carácter documental, su inclusión o no dentro del espacio institucional de la literatura —
temas éstos que no pretenden agotar el inventario de los aspectos en los que se producen
las divergencias, sino ser tan solo una muestra significativa—, implican una reflexión
privilegiada acerca de la representación y la representatividad y, exigen, necesariamente
una indagación acerca de los modos de constitución de los sujetos y del mundo en la
diversidad de los discursos.68

68 Randall, Margaret. “¿Qué es y como se hace un testimonio?” En Revista de Crítica Literaria


Latinoamericana, N° 36, Lima, 2do. Semestre de 1992. Originalmente publicado por el Centro de Estudios
Alforja, San José, 1983, bajo el título de Testimonios, como manual preparado en 1979 para el taller sobre
la historia oral del Ministerio de Cultura Sandinista.
65

En “Qué es, y cómo se hace un testimonio?” Margaret Randall pone el énfasis en el


carácter instrumental. Al examinar sus características constitutivas señala:

[...]el testimonio como género distinto a los demás géneros, debe basarse en
los siguientes elementos:
—El uso de las fuentes directas;
—La entrega de una historia, no a través de las generalizaciones que
caracterizaban a los textos convencionales, sino a través de las
particularidades de la voz o las voces del pueblo protagonizador de un
hecho;
—La inmediatez (un informante relata un hecho que ha vivido, un
sobreviviente nos entrega una experiencia que nadie más nos puede
ofrecer, etc.);
—El uso de material secundario (una introducción, otras entrevistas de
apoyo, documentos, material gráfico, cronologías y materiales adicionales
que ayudan a conformar un cuadro vivo);
—Una alta calidad estética [..].
Generalmente la técnica de entrevista figura con prominencia dentro del
testimonio.

Paradójicamente estas precisiones de Margaret Randall podrían servir para incluir


a Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez como un buen ejemplo para su manual,
lo que al parecer sería contradictorio, pues difícilmente se acepte a este texto en un canon
del género testimonio que se constituya a partir de esas prescripciones, a pesar de las
coincidencias evidentes que surgen de la lectura del prólogo:

En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba notas y soltaba
preguntas tramposas para detectar sus contradicciones, logramos
reconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar. Por “el
uso de fuentes directas” y a “la inmediatez”, los requisitos están cumplidos.
El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la
tripulación del destructor “Caldas”, de la marina de guerra de Colombia,
habían caído al agua y desaparecido a causa de una tormenta en el mar
Caribe[...]Al cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los marineros
perdidos fueron declarados oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin
embargo, uno de ellos apareció moribundo en una playa desierta del norte de
Colombia, después de permanecer diez días sin comer ni beber en una balsa a
la deriva. La historia nos llega, entonces, a través de las particularidades de
66

una voz de un protagonista del hecho. Una semana después de publicado en


episodios, apareció el relato completo en un suplemento especial, ilustrado
con las fotos compradas a los marineros. Hay una introducción, con las
iniciales al pie del entrevistador y, asimismo, se avalan los dichos de Luis
Alejandro Velasco, el entrevistado, con la referencia a “materiales
secundarios” tales como fotografías. El libro es producto de entrevistas y
acerca de su “calidad estética” parece no haber dudas.69

La concepción de que el registro oral, en su inmediatez, es una garantía de


fidelidad, podría ser cuestionada por sus prejuicios fonocéntricos, sino fuera porque en el
mismo Manual de Randall estos prejuicios quedan desconstruidos por el tratamiento que
debe recibir la voz para llegar a los lectores:

Las primeras preguntas serán ¿por qué hacemos este testimonio, y a quién
va dirigido? Las respuestas nos servirán como guía de gran importancia a
la hora del montaje. El montaje que comprende la selección que haremos
de todos los materiales que tenemos hasta el momento, y la edición final:
corrección de estilo, pulimento y el orden que tendrá cada elemento dentro
del producto final. Es un momento de gran riqueza creativa, de mucha
inventiva. Es clave aquí la palabra comunicación. Queremos comunicarnos
con los lectores. Queremos trasmitirles no sólo un información con sus
múltiples facetas, sino que esperamos además que se emocionen al
recibirla[...]

Cita que puede ser leída como una auténtica confesión de fidelidad para la
tradición clásica de la verosimilitud según Aristóteles y Quintiliano. Finalmente, lo que
resulta sorprendente es la insistencia acerca del valor estético de la obra. Sobre la
importancia de la calidad literaria de un texto de testimonio, todo lo que se diga es poco”,
como si fuera perfectamente compatible el proyecto de hacer hablar a la voz de la otredad
sin que sufra trastorno alguno al trasformarla en una escritura que porte altos valores
estéticos, asumiéndolos como universales y de este modo compartidos tanto por el dador
del testimonio como por los lectores que se emocionan y el entrevistador que “tiene la
obligación de transmitir la voz del pueblo”.
Toda la propuesta del Manual de Margaret Randall, que pretende ser didáctica y

69GarcíaMárquez, Gabriel. Relato de un náufrago, Sudamericana, Buenos Aires, 1987. Todas las referencias
corresponden a esta edición. Era tan minucioso y apasionante, que mi único problema literario sería
conseguir que el lector me creyera, la afirmación de García Márquez en el prólogo hace explícito lo
que la gestualidad del género pretende ocultar.
67

clara entra en su zona de ambigüedad puesto que se propone transmitir la experiencia


vivida del modo más fiel en un género que se distingue de todos los demás géneros, pero
recurriendo a una simplificación reduccionista, acaso sin saberlo, de la poética de Ernest
Hemingway, para quién la obra literaria es como un “iceberg”: una gigantesca mole de
hielo que vemos flotar porque debajo del agua la sostienen los siete octavos de su
volumen.70
Por último, la equiparación entre imagen y palabra la fotografía también puede ser
un testimonio por sí misma, manifiesta una concepción marcada por todos los
presupuestos del realismo, sin advertir que esos presupuestos son procedimientos de
representación y no una trasmisión genuina de la realidad representada.71
Es cuanto menos ingenuo establecer una homología simétrica entre los sucesos y
el texto. Considerar la narración del testigo como un reflejo de su experiencia, supone no
atender a los procesos de interferencia que en su discurso operan la distancia temporal
con los hechos relatados y, por lo tanto, las transacciones entre memoria y olvido, su
imaginario, su competencia, los modelos discursivos y genéricos sobre los que se vierte
su voz. Del mismo modo, las marcas de la transcripción del autor no sólo aparecen en las
declaraciones explícitas de los prólogos que casi sin excepción acompañan los textos de
testimonio, sino que se manifiestan en la configuración narrativa del relato, en el diseño
de la trama, en los juegos de diferimiento y suspenso, en la separación en capítulos.
Un prólogo, junto con lo que dice la letra, entrega un repertorio más o menos
preciso de gestos. Esta afirmación es tan amplia que alcanza a cualquier tipo de texto; pero
en el caso específico del prólogo el desajuste entre el significado del discurso y su
efectividad es tan marcado que permite señalarlo como una característica peculiar. Es
más, la gestualidad del prólogo es tan ostensible que aparece como estructuralmente
independiente de la instancia discursiva retórica desplegada a fin de persuadir al lector
en un sentido o en otro. Esa gestualidad apunta a introducir, presentar, recopilar, todo lo
que implica, en suma, al hacerlo, conferir legalidad, imponer, aconsejar, hasta sutilmente

70En un artículo sobre la muerte de Hemingway “Un hombre ha muerto de muerte natural”, en Novedades,
México, 9 de julio de 1961, García Márquez señala: La trascendencia de Hemingway está sustentada
precisamente en su oculta sabiduría que sostiene a flote una obra al parecer objetiva, de estructura directa
y simple, y a veces escueta inclusive en su dramatismo.

71Pedro Mayer en un entrevista de Clarín, 3 de noviembre de 1996, titulada “ ¿En qué se parece una foto a
la realidad?” dice: En una época se creyó que la fotografía era el arte más fidedigno. Se pensó que captaba la
realidad y como parece la realidad, entonces la reproducción ha de ser como la realidad. Pero con el tiempo
hemos aprendido que de fidedigno queda muy poco. Para empezar, el mundo se nos aparece en color,
tridimensional. Tiene un tiempo, un espacio, una temperatura. La fotografía e solamente una abstracción de
todo esto, como puede ser la poesía o la literatura. Resulta sólo una versión de la realidad. Ni siquiera las
fotografías en color tienen algo que ver con el mundo: dependen de la eficacia de una serie de medios que
intentan reproducir lo que se ve pero que no lo pueden lograr con total efectividad. Por eso la búsqueda del
color perfecto en una foto es una ilusión. Además tenemos la fotografía en blanco y negro que representa, aún,
una mayor abstracción. El hecho de ser una abstracción mayor logra que la imagen se despegue de manera
nítida de la realidad concreta y refleje la visión del propio artista.
68

ordenar: “esto es lo que ustedes deben leer”, “estas son las instrucciones adecuadas para
poder leer lo que hay que leer”.
Un prólogo siempre enuncia y anuncia “van a leer esto”, lo que supone presentar
por anticipado el sentido, inscribir de antemano al lector en una red conceptual
compactada y controlada de lo que ya ha sido escrito; todo lo que es posible, dado que lo
escrito que se presenta ya ha sido leído a fin de ser reducido al componente semántico
prescrito y así entonces adelantado.
Para todo prólogo la escritura es un pasado, que en el presente alguien
autorizado/tario, dispone con pleno dominio de su sentido, con el objetivo de atenuar la
ambigüedad, construir al menos una versión de “la verdad”, establecer lazos firmes y
claros entre la palabra y el mundo; una vez que se ha asegurado el límite, la clausura de la
deriva infinita de los sentidos, se define la condición de posibilidad fundante de
construcción de la referencia, se naturaliza el lazo entre discurso y realidad.
La gestualidad del prólogo está, asimismo, marcada por el espacio liminar que
ocupa, una especie de muro de contención de todo desborde de lectura y también una
grieta por la que se cuela la inadecuación entre la dispositio y el sentido del discurso: desde
el momento en que se propone reducir el volumen de la significancia a una sola superficie,
el lugar del prólogo ya no es cualquier lugar. Si la cuestión debe ingresar por el camino de
una topología, ésta resulta irreductible a la dimensión semántica del discurso, es un
suplemento.
Ahora bien, los prólogos, que acompañan obligadamente al testimonio, permiten
ser agrupados en una suerte de sub-género, puesto que formulan las mismas cláusulas
contractuales. Los protocolos de lectura que pretenden imponer —esto vale para los
textos que aparecen como el núcleo ejemplar del canon genérico— giran en torno de las
necesarias explicaciones de los procedimientos utilizados para efectivizar el pasaje de la
voz del testimoniante a la escritura del transcriptor. La tensión que se produce en el
espacio de enunciación exhibe que el pasaje nunca es un simple trabajo de
transcodificación sino una negociación desigual, en la que el dador del testimonio y quien
lo recibe con el objetivo de transmitirlo no ocupan posiciones equivalentes.
De este modo, el prólogo es el espacio en el que los sujetos de la escritura, los
transcriptores, exponen las modalidades de su intervención sobre la oralidad de los
testimoniantes, a los efectos de asegurar la adecuación más fiel de un registro a otro.
Para Hugo Achugar:

El llamado “efecto de oralidad” es central al testimonio por otra razón: su


contribución al llamado “efecto de realidad”, o “efecto documental” según otros, o
como preferimos llamarlo “efecto de oralidad/verdad”. Y aquí es donde el análisis
del nivel del enunciado y del nivel pragmático se hace uno pues lo que ocurre
69

supone una interacción de ambos niveles. La permanencia o huella de la oralidad


permite generar en el lector la confianza de que se trata de un testimonio auténtico,
reafirmando de este modo la ilusión o la convención del propio género, o sea que
está frente a un texto donde la ficción no existe o existe en un grado casi cero que
no afecta la verdad de lo narrado.72

En principio, la confianza depositada por Achugar en la huella de la oralidad como


legitimador de verdad parece fundarse en un criterio algo estrecho de la noción de huella,
asimilándola prácticamente a un simple correlato de lo que en lingüística se denomina
rasgo distintivo. Porque las huellas no son tan sólo marcas de autenticidad de una voz
ausente que ha proferido un relato, que no está ausente en el sentido de presente en otro
lugar, sino que también está formada ella misma de huellas. La oposición
oralidad/escritura planteada en términos de huellas designa inevitablemente el
encabalgamiento del otro, oralidad, en el mismo, escritura.
La concepción de que las huellas de la oralidad garantizan “la verdad” entra en
flagrante contradicción con la idea de la diferencia como condición de posibilidad del
sentido, tal como ya aparece en Saussure, puesto que no podríamos identificar nunca un
mismo signo a través de sus repeticiones si nos atuviéramos tan sólo a la materialidad de
su significante. La competencia para reconocer un signo más allá de sus repeticiones
implica que lo que otorga la mismidad a través de las repeticiones es una idealidad. Por lo
tanto, el significante no puede ser reducido a una instancia sensible. Por otra parte, esa
idealidad no constituye por sí la identidad del signo, se amalgama con la diferencia entre
las repeticiones dentro de un sistema sin términos positivos, tal como lo postula Saussure.
La identidad del signo sólo está garantizada por su diferencia con otras
idealidades, la diferencia que se establece entre entidades aparentemente sensibles, no
puede, por principio, ser a su vez sensible. De lo cual se deduce que la materia o el tejido
en los que están recortados los significantes no sea pertinente para la definición de signo.
Esto es lo que invalida toda pretensión de dar más importancia a la substancia de la
expresión, la voz, sobre la escritura.
De la puesta en discurso de la lengua no se infiere un sentido previo que los signos
no tienen otra alternativa que expresar, sino una cierta continuidad sin límites de la
diferencia. Lo cual hace que, al remitir a una instancia de presencia propia del sujeto,
asegurada en este caso por las huellas de la oralidad, no remite a una instancia originaria
en relación con la cual se puedan prever sin dificultad las posibles ambigüedades que
surjan, sino a otra red de huellas. Esta continuidad (que en definitiva no está configurada
más que en infinitas tramas sin principio ni fin de diferencias y cesuras) no permite dar

72Achugar, Hugo. “La historia y la voz del otro”, Revista de crítica literaria latinoamericana N° 36, Lima, 2do.
Semestre de 1992.
70

crédito a la idea de un abismo entre lenguaje y experiencia o mundo, es decir, por lo tanto,
entre el espacio de lo legible y el espacio de lo visible. Lo que no implica la borradura de
todo tipo de diferencias entre esas instancias, sino, por el contrario, otorgar a la huella
una función más compleja que la de un simple indicio.
De lo que está advirtiéndonos Achugar con su señalamiento de las huellas de la
oralidad como índices indubitables de la verdad es de la necesidad de remitir a un origen
fuera del texto, ya que ese origen ha de preservar el discurso contra la diseminación de
sentidos que deshace toda protección de la univocidad. Sin este origen —que ya no es
simplemente una causa primera, sino todo un dispositivo teleológico que controla la
finalidad del sentido, es decir, la clausura del sentido—, no es posible distinguir “el
testimonio auténtico” de la ficción.
Todo signo, para ser considerado como tal, supone la posibilidad de repetición
infinita, es por esa condición que la presentación actual del sentido a través de una
expresión está habilitada por su repetición. El signo, y por extensión el lenguaje todo, se
constituye en ese retorno infinito en el que la distinción que conjetura Achugar, entre una
verdadera comunicación y una comunicación imaginaria, no puede establecerse; desde el
momento en que existe el signo, la diferencia entre primera vez y repetición, entre
presentación y representación, es decir, entre la presencia y la no presencia, ya no tiene
límites que no sean puras imposiciones. El signo es indefinidamente, sin principio ni fin,
su propia representación.
Al afirmar que:
La permanencia o huella de la oralidad permite generar en el lector la confianza de
que se trata de un testimonio auténtico, reafirmando de este modo la ilusión o la
convención del propio género, o sea que está frente a un texto donde la ficción no
existe o existe en un grado casi cero que no afecta la verdad de lo narrado.

Achugar se coloca, por una parte, en la misma perspectiva que la retórica clásica al hacer
depender la verdad de los enunciados de los procedimientos de persuasión y, por otra, se
instala en el tipo de verosimilitud que Roland Barthes caracteriza como realista, es decir,
un discurso que acepta enunciaciones sólo acreditadas por su referente.73
Toda palabra, en tanto signo, remite a dos instancias: el referente y el sentido. Sin
esta distinción, el lenguaje sería tan sólo un inventario de nombres propios de cosas y no
sería, entonces, un lenguaje. La diferencia entre la palabra y lo que la palabra designa, es
decir, la cosa, instancia del sentido, del significado, de la idea o del concepto es la que
posibilita que podamos llamar a un perro perro en lugar de Fido. La palabra remite al
concepto que remite al mundo y lo constituye de un modo que no sea borroso e

73Barthes, Roland. “El efecto de realidad” en El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, 1987.
71

ininteligible. La función básica de la palabra es representar la cosa referida en su ausencia.


Pero para que esta descripción sea posible, lo que debe estar ausente es el referente, no
el significado, sin el cual el signo perdería entidad. En términos amplios y generales se
puede afirmar que si el referente diera acceso directo al sentido, no habría necesidad de
signo ni de lenguaje.
En cambio, la mencionada “huella de la oralidad/verdad” está configurada por el
enlace directo y sin interferencias de un significante y su referente.
Cuando Achugar luego agrega:

El testimonio también exige una convención aunque operando de otro modo. Se


trata de una voluntaria aceptación de la verdad, de una suerte de “natural
confianza” del receptor en el discurso recibido o escuchado que no permite ni
siquiera la sospecha ni el descreimiento.

Se instala en el marco de la poética realista que pretende desmontar la conformación


tripartita del signo para hacer de la oralidad un encuentro efectivo entre el referente y la
palabra. Esta desintegración del signo es el rasgo más relevante de la escritura realista,
que pretende garantizar la plenitud referencial a costa de la desaparición de toda
opacidad del signo, lo que sitúa a la escritura testimonial como una versión más, acaso
explícitamente simplificada, del proyecto de representación que alcanza su mayor grado
de elaboración con la novela europea del siglo XIX.
Pero, por otra parte, la enunciación testimonial supone un proceso en el que hay
etapas bien diferenciadas: en primer término, se debe considerar la situación inicial, la
entrevista, en la que los narradores-informantes —Esteban Montejo, Rigoberta Menchú—
relatan sus vidas a sus interlocutores —Miguel Barnet, Elizabeth Burgos-Debray—,
quienes conservan el registro de esa oralidad en dispositivos de grabación; luego se
vuelcan los materiales en bruto a la escritura y, por último, se lleva a cabo la transcripción
testimonial que es precedida por la lectura crítica de esos materiales; el sujeto de la
escritura enfrenta el relato del otro, lo transcribe, por lo tanto el pasaje de la oralidad a la
escritura es la inscripción de la lectura crítica llevada a cabo por el entrevistador; esta
instancia comprende también la organización narrativa del relato y el trabajo con la
lengua, operaciones en las que emerge la participación implícitamente aludida del lector,
destinatario final del testimonio, sobre el que converge la disposición de la versión última.
El proceso de la enunciación testimonial —que aquí he resumido en tres etapas
sólo a los efectos de mi exposición, aunque es de una complejidad mayor, por la
superposición y reiteración de algunas de las operaciones que aquí he considerado
sucesivas— las divisiones usuales entre emisión y recepción, entre envío y llegada, dejan
de ser compartimientos estancos. El transcriptor del testimonio, que es el destinador en
72

el momento de escribir, ha sido el destinatario del relato oral. El acto de escribir queda,
así, escindido por la complicidad intrínseca que se establece entre la revisión de los
materiales transcriptos y su versión final, es decir, entre lectura y escritura, lo cual impide
de forma inmediata que se pueda considerar tan fácilmente una instancia como diversa
de la otra, y liquida, al mismo tiempo, la oposición emisor/activo, receptor/pasivo que
organiza la comprensión habitual de la escritura. Dicho sea de paso, una función, entre
otras, de los prólogos es asegurar la pasividad del lector para que acepte las convenciones
impuestas. En efecto, en general se soslaya esta complicidad fundante entre escritura y
lectura, para imponer la prioridad absoluta de una escritura que debe leerse como
manifestación inequívoca de la plenitud referencial, anclada en las huellas de la
oralidad/verdad. El prólogo le sopla al lector lo que debe leer, en otras palabras restringe
sus posibilidades de nombrar los sentidos, paraliza la escritura.
Hay que tener en cuenta que en el proceso de enunciación testimonial el trabajo
de escribir y de leer aparecen escindidos, la separación entre las instancias de enviar y
recibir, que se deslizan a la escena de lectura del testimonio, implican la exigencia de
aceptar que la intención y la expresión del testimoniante, aseguradas por la oralidad, se
mantienen sin perturbación en el pasaje a la escritura y, luego, son custodiados por los
protocolos del prólogo al lector.
Todo ello implica que se pretende desconocer que la escritura no garantiza jamás
el pasaje unívoco del sentido a un destino prefijado. La supuesta unidad del texto,
marcado, en principio, por el nombre de un autor, permanece en espera del refrendo de
cada lector, lo que hace, por consiguiente, que los refrendos se reiteren en forma
indefinida; la escritura anticipa, en el prólogo, que la lectura no tiene fin, que está siempre
por venir y que un texto escrito, que por lo tanto permanece, no encuentra nunca su
reposo en la unidad de la intención del enunciado considerado original. No hay
convención que limite la proliferación de sentido de la escritura, que mantiene
perpetuamente su capacidad de repetición en la alteridad hasta el infinito.
Cuando Achugar sostiene que:

Todo el sistema de autorización del testimonio es, en definitiva, el que posibilita el


funcionamiento de la convención. Autorización y convención van de la mano pues
la posibilidad de aceptar el testimonio como verdad, natural y espontáneamente,
es factible si la institución (sea cual sea) juega su poder y autoridad a la legitimidad
del testimonio.

Expone de manera acabada toda una concepción de la clausura del sentido como garantía
de la verdad, es decir de la relación unívoca entre texto y referente. Dicho “sistema de
autorización” debe garantizar la enunciación del texto al unirlo de forma definitiva a una
73

instancia unificada de emisión, y afirmar, además, la originalidad de la escritura portadora


de las huellas de la oralidad que, como se dijo, es vista como garantía de verdad. Sin ir más
allá, esta autorización de la escritura ocupa el lugar de la enunciación oral, de la que toma
todo su prestigio de experiencia original.

La verdad (co)rregida
En los prólogos, el nombre del autor del testimonio, en términos de Achugar “el
letrado solidario”, simula reunir todos los momentos de la enunciación en ese único
momento de metaenunciación, que en lugar de abrir el libro lo cierra. El proceso de
autorización tiene el prólogo como epílogo; en principio asume la propiedad de lo que ha
quedado escrito en el intervalo y esta sinécdoque le permite, lo autoriza a apropiarse de
todo el testimonio. Este gesto, además, es paradójico, se trata de impedir toda lectura que
se aparte de lo prescrito de antemano, o sea de lo afirmado por el firmante del prólogo, se
propone una lectura respetuosa de un texto, que por principio se presenta como un no-
texto.
Esa firma que, como la Miguel Barnet, el letrado solidario canónico, aparece en la
tapa de Biografía de un cimarrón como la del autor, significa, por una parte, una borradura
de la voz del otro, Esteban Montejo, a la que se jacta de develar pero que desplaza a partir
de una serie de operaciones de desaparición de su nombre; y, por otra, la instauración,
desde el título inscripto en la tapa, de un travestismo genérico, la biografía es una historia
de vida contada por otro. Pero en la portada misma del libro quedan desvirtuadas todas
las pretensiones declamadas de preservar la voz del otro, que el lector recibe a través de
una versión final en forma de “traducción técnica”, la cual enmascara los procedimientos
de puesta en escritura, legalizándolos con la garantía de las huellas de la oralidad; todo
eso no es más que apelar a procedimientos de verosimilitud que en la escritura realista
han tenido otra relevancia.
En el caso de la traducción por parte de alguien de un texto de otro, de una lengua
a otra, tenemos una relación clara, muy simple entre dos textos y dos firmas. Se puede
decir lo mismo de la lectura en general de la que la traducción no es más que un caso
particular. Pero cuando en el testimonio se recurre a la idea de “traducción técnica” para
justificar las intervenciones sobre el “texto oral original” se reponen situaciones ya
parodiadas en Don Quijote de la Mancha por Miguel de Cervantes Saavedra.
Así cuando Miguel Barnet, en el prólogo a Biografía de un cimarrón, afirma que:

Una vez obtenido el panorama de su vida, decidimos contemplar los


aspectos más sobresalientes, cuya riqueza nos hizo pensar en la posibilidad
de confeccionar un libro donde fueran apareciendo en el orden cronológico
en que ocurrieron en la vida del informante. Preferimos que el libro fuese
74

un relato en primera persona, de manera que no perdiera su espontaneidad,


pudiendo así insertar vocablos y giros idiomáticos propios del habla de
Esteban[...]En todo el relato se podrá apreciar que hemos tenido que
parafrasear mucho de lo que él nos contaba. De haber copiado fielmente lo
giros de su lenguaje, el libro se habría hecho difícil de comprender y en
exceso reiterante. Sin embargo, fuimos cuidadosos en extremo al conservar
la sintaxis cuando no se repetía en cada página.74

Asoma en estos propósitos una resonancia de la tarea del traductor en la novela de


Cervantes. Respecto de ese personaje en Don Quijote de la Mancha, se trata de un yo que
traduce los cartapacios escritos por Cide Hamete Benengeli, en ese ejercicio se constituye
como un tú que lee al autor arábigo, lo refiere y le contesta: en el Capítulo V de la Segunda
Parte se dice:

(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que
le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del
que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles que no
tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo,
por cumplir con lo que a su oficio debía, y así, prosiguió diciendo:[...])75

Cuando Elizabeth Burgos Debray, en el prólogo de Me llamo Rigoberta Menchú y


así me nació la conciencia, afirma:

Para efectuar el paso de la forma oral a la escrita, procedí de la siguiente


manera:
Primero descifré por completo las cintas grabadas (veinticinco horas en
total). Y con ello quiero decir que no deseché nada, no cambié ni una
palabra, aunque estuviese mal empleada. No toqué ni el estilo, ni la
construcción de las frases. El material original, en español, ocupa casi
quinientas páginas dactilografiadas.
Leí atentamente este material una primera vez. A lo largo de una segunda
lectura, establecí un fichero por temas: primero apunté los principales
(padre, madre, educación e infancia); y después los que se repetían más a
menudo (trabajo, relaciones con los ladinos y problemas de orden
lingüístico). Todo ello con la intención de separarlos más tarde en capítulos.

74Barnet, Miguel. Biografía de un cimarrón, México, Siglo XXI, 1968.

75Cervantes Saavedra, Miguel. Don Quijote de la Mancha, Kapelusz, Buenos Aires, 1973.
75

Muy pronto decidí dar al manuscrito forma de monólogo, ya que así volvía
a sonar en mis oídos al releerlo. Resolví, pues, suprimir todas mis preguntas.
Situarme en el lugar que me correspondía: primero escuchando y dejando
hablar a Rigoberta, y luego convirtiéndome en una especie de doble suyo,
en el instrumento que operaría el paso de lo oral a lo escrito.

Parece evocar al capítulo XVIII de la segunda parte de Don Quijote:

Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego,


pintándonos en ella lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico;
pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes
menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal
de la historia; la cual más tiene su fuerza en la verdad que las frías
digresiones.

En la novela de Cervantes se exhiben los procesos de interpretaciones e


intermediaciones por los que atraviesa la historia de Don Quijote. El texto narra su propia
historia como el producto de diferentes ejercicios de lectura; hasta el capítulo VIII de la
primera parte por el relato de un autor-compilador de diversas fuentes; de allí en más
aparecen el cartapacio de Cide Hamete Benengeli, el traductor y un segundo autor. Si bien
podemos conjeturar que la versión arábiga —desconocida para los lectores— era
homogénea, no es lo que la novela da a leer. No estamos frente a ese relato original, ese
ur-texto ha desaparecido, estamos frente a otro texto. Su entidad original ha sido
trastornada por los intermediarios, que no sólo lo han referido sino también omitido,
censurado y criticado. Don Quijote se presenta como una historia producto de varias
derivaciones, proferido por diversos enunciadores y en la que operan interferencias y
entropías propias del pasaje de una versión a otra.
En ese juego múltiple, la novela de Cervantes desecha la posibilidad de
configurarse en torno de la unidad, es decir emitido por una voz única, desde una única
instancia, para preferir la puesta en escena de múltiples lecturas/escrituras de las que
cada una no es más que una cristalización momentánea. En Don Quijote hay un diálogo
abierto en el que se asegura la coexistencia de los diferentes discursos entre sí, incluso de
aquellos que sofocan a los otros, los someten a silencio, los borran.
Esta breve relación de varios de los tópicos más transitados de la estructuración
de la novela de Cervantes, tiene como propósito, acaso por el señalamiento del absurdo,
poner en evidencia que alguna de las operaciones de corrección sobre los textos de los
entrevistados, explicados de modo puntual en los prólogos, parecen contradecir
flagrantemente el propósito más declamado del testimonio que es conservar la voz del
76

otro.
La pretensión es establecer el carácter referencial del testimonio, apoyándola en
la negación absoluta de la invención, y en la borradura, no siempre negada pero ejercida
casi sin excepción, de que la escena de la entrevista es el encuentro de dos universos
narrativos, de los cuales uno terminará imponiendo su versión, puesto que los
destinatarios finales del testimonio pertenecen al imaginario cultural del transcriptor y
comparten su competencia para construir sentidos.
La coartada de hacer legible la versión oral, de la que todo autor de testimonios se
hace cargo de una manera u otra, es la instancia en la que se impone a la versión del
testimoniante, situada en el ámbito de la experiencia, los modelos de quien lo ha
entrevistado, que es quien aparece poseyendo las estrategias de narración adecuadas
para que su voz sea difundida. Estas últimas no son universales, las intervenciones del
autor del testimonio que apuntan a mejorar su inteligibilidad, tampoco.76
Si, como decíamos más arriba, la reflexión sobre las condiciones de posibilidad del
nombrar aparecen como la mirada inquisitiva sobre la genealogía de la construcción de
identidades, la intervención del autor del testimonio en la rescritura de la versión del otro,
no es más que la apropiación de su identidad y, por ende, de la imposición de un
imaginario y de un universo de sentidos que le son ajenos, pero que se presentan como
los más aptos para dar a conocer su mundo.
En la novela de Cervantes, se hace de la complejidad de los pasajes entre las
intervenciones que dialogan, un procedimiento constitutivo de su configuración, en el que
la ambivalencia, la ambigüedad, los vacíos se abren en el encuentro de una versión a otra;
en los testimonios canónicos, por el contrario, hay una pretensión manifiesta de asimilar
la verdad a la versión del autor del testimonio presentándola como la más apta para ser
leída, doble imposición entonces.
He preferido denominar “autor del testimonio” antes que “transcriptor” a quien
lleva a cabo las entrevistas, tomando como modelo a Miguel Barnet; puesto que su versión
no sólo se apropia de la versión del otro, sino que también la hace circular como suya,
borrando el nombre de Montejo del título, en todo caso haciéndolo desaparecer en la
tipicidad de la generalización de “cimarrón”.77 Además de las cuestiones legales en las

76Iván A. Schulman en la Introducción de Autobiografía de un esclavo de Juan Francisco Manzano dice: El


texto-base que utilizamos es de José L. Franco, Autobiografía, cartas y versos de Juan Francisco Manzano
(La Habana: Municipio La Habana, 1937), la única edición en español. Este “Cuaderno de Historia Habanera”,
de ejemplar preparación cuidadosa, es una curiosidad bibliográfica, casi inasequible hoy en día. Pero por
tratarse de una obra de singular importancia histórica y literaria, decidimos no reproducir el texto de la
edición de Franco, en la cual aparece el manuscrito original con todas sus deficiencias ortográficas y
sintácticas que tanto dificultan su lectura. Nos pareció que el lector contemporáneo, interesado más que nunca
en los temas de la literatura negrista, la esclavitud, el subdesarrollo y la dependencia cultural, requería un
texto fidedigno y moderno. Así nació la idea del texto que ahora ofrecemos al público.

77En relación con estas cuestiones, Relato de un náufrago puede ser leído como un inventario ejemplar de
las características distintivas del género testimonio. En 1955, Gabriel García Márquez publica en El
77

que se dirimió la propiedad de la autoría, el título muestra paradigmáticamente un


desplazamiento del nombre del individuo que testimonia a una designación genérica que
diluye su identidad en una característica que interesa resaltar, instalando así la voz del
que narra en una tipicidad generalizadora. Asimismo, el subtítulo que estuvo diez días a la
deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por
las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y
olvidado para siempre, funciona como un resumen de la narración e incluye
explícitamente un “luego” que da a leer un efecto del propio texto del testimonio y, por lo
tanto, posterior a la escritura, y que tiene el valor de emblema de la cronología de
inscripción de las lecturas/escrituras del género.
Resulta llamativo al extremo la borradura de ese nombre, ya que es justamente el
nombre propio como tal, lo que estaría garantizando una cierta conexión entre lenguaje y
mundo puesto que podría designar a un individuo concreto sin ambigüedades, sorteando
todas las remisiones constitutivas de los circuitos de significación. Aun si aceptamos que
la lengua está configurada como una red de diferencias y, por lo tanto, de huellas, parecerá
que el nombre propio, a pesar de que forma parte de la lengua, puede señalar
directamente al individuo al que le da el nombre. Esta capacidad de designación del
nombre propio aparece como un auténtico prototipo del lenguaje y, en tal sentido, puede
ser erigido en una instancia modélica de determinación de la teleología del lenguaje, es
decir, un ideal regulador que es, en definitiva, la posibilidad cierta de designar la verdad.
El desafío que plantea el nombre propio es importante, siempre y cuando se considere
que tenga existencia.
Lo que se denomina bajo el nombre común genérico de nombre propio, sólo puede
funcionar por su pertenencia a una lengua, a un sistema de diferencias: este y no aquel
nombre propio designa a este o a aquel individuo, y no a otro, y se encuentra, de este
modo, marcado por la huella de los demás en una articulación de por lo menos dos
términos. Si aceptáramos la posibilidad de la existencia de un nombre auténticamente
propio, se impondría la exigencia de que no hubiese más que un único nombre propio, que
por lo tanto no sería un nombre, sino una suerte de índice puro que indicaría la referencia

Espectador de Bogotá un reportaje a Luis Alejandro Velazco, que tras un naufragio había permanecido diez
días en alta mar, en una balsa a la deriva, sin comer ni beber; la historia se publica en catorce días
consecutivos. El entrevistador y el entrevistado acuerdan que la narración sea en primera persona con el
nombre de Velazco como el del autor, de tal modo que García Márquez no aparecía vinculado al reportaje.
En 1970, la editorial Tusquets de Barcelona, publica este reportaje en su colección de textos marginales, el
libro se convirtió en uno de los más editados y leídos de García Márquez, veinticinco años después llevaba
vendidos alrededor de diez millones de ejemplares. Luis Alejandro Velazco ha declarado que al salir el libro
en marzo de 1970, García Márquez le envió una carta en la que le comunicaba que los derechos eran suyos
y le indicaba qué pasos debía seguir para poder cobrarlos. Hasta diciembre de 1982, los derechos en lengua
castellana le llegarían con toda puntualidad, desde esa fecha se interrumpieron definitivamente. Con
posterioridad, hubo tratativas en las que participó inicialmente Carmen Balcells la agente literaria de
García Márquez y luego se abrió un complicado proceso judicial que, en febrero de 1994, terminó a favor
del escritor en el sentido de que éste es el único autor del libro.
78

pura, un vocativo absoluto que ni siquiera llamaría, puesto que de toda llamada se infiere
la distancia y la diferencia. Lo que designamos como “nombre propio” no es una
propiedad absoluta y cerrada sino, antes bien, la puesta en escena de un acto de
enunciación, el nombrar, que se pretende instituir como origen y prototipo del lenguaje.
Todo acto de nombrar disemina la presunta unidad que se supone debe respetar; el
nombre propio tacha la propiedad que anuncia destruida por la imposibilidad de tener
autonomía de la lengua. El nombre propio desnombra, deshace al nombrar toda
posibilidad de designar lo único. Pero no se puede negar que el nombre llamado propio
está inmerso en un sistema de diferencias y que, por lo tanto, el nombre propio y por
extensión el sentido propio no se distinguen más que por una formulación reglamentaria
de la densa trama de impropiedad lingüística.
Para evitar la imposibilidad de designar la verdad, hay que reconocer que los
nombres propios y los deícticos aparecen como sujetando el tejido del lenguaje a una
otredad, sin reducir esa otredad al lenguaje. Pero es posible demostrar que, como
cualquier otro término, Roberto Ferro debe poder funcionar en ausencia de su objeto, y
como cualquier otro enunciado debe poder ser comprendido en mi ausencia y después de
mi muerte. De todo ello se infiere que su capacidad de hacer inteligible un sentido,
depende de la posibilidad de su repetición y, en consecuencia, de la posibilidad de una
idealidad y, por lo tanto, también de diferencias y huellas. Todo ello cuestiona la escena
en la que entrevistador y entrevistado son capaces de designar el mismo sentido a partir
de la siguiente pregunta del entrevistador: “¿cómo llama usted a eso?”. Pregunta
fundamental en la escena fundante del testimonio.
El nombre propio sobrevive al referente que designa, es decir su posibilidad de
designación alcanza a esa ausencia absoluta que denominamos muerte. Todo nombre
propio de persona tiene, como la escritura, un rasgo testamentario. La señal que identifica
a una persona que la hace ser esa y no otra, la desapropia inmediatamente al anunciar
junto con la designación la muerte y separándose así radicalmente del referente que
constituye o garantiza. La firma se distingue del nombre propio en general porque intenta
recuperar lo propio que se pierde en el nombre. No es usual que aparezca la firma
manuscrita de un autor en un libro impreso que se le atribuye, pero se supone, y toda la
legislación de derecho de autor con su borgeana complejidad se funda en ello, es decir que
en alguna parte, —en el contrato del editor—, hay una verdadera firma manuscrita, que
garantiza de manera continua el nombre del autor impreso en la tapa del libro.
Esa firma, por lo tanto, tiene por función garantizar la instancia de enunciación del
texto y asegurar, asimismo su originalidad; la firma es en la escritura lo que en el habla es
la enunciación. Miguel Barnet firma sobre la enunciación de Esteban Montejo con trazo
tan grueso que la tapa hasta hacerla desaparecer. En su prólogo a Biografía de un cimarrón
esa firma, que es una contra-firma, simula reunir todas las instancias de la enunciación
79

del texto en esa única instancia de metaenunciación que antes de abrir cierra el libro.
Miguel Barnet ha firmado como propio el relato de otro, en el prólogo promete a los
lectores que su tarea ha sido hacer inteligible la palabra de Montejo, y por todo ello asume
como propiedad, aquí y ahora, lo que ha sido escrito en el intervalo además de borrar al
otro al negar la dimensión dialógica.
No es casual que el nombre del otro no aparezca en la portada del libro; el deseo
de apropiación de Miguel Barnet es solidario con la concepción del lenguaje y de la verdad
que expone el testimonio canónico. Pretendiendo que el texto le pertenezca de manera
absoluta, unifica la enunciación, que funciona como causa u origen y como clausura del
sentido, esa clausura se impone como designación de la referencia y la compatibilidad
entre referencia y palabra. Esa convicción acerca de la capacidad para designar la
referencia que se le atribuye al nombre propio, que de algún modo aparece en la
resistencia a la traducción, hace que sea el prototipo ejemplar de una concepción del
lenguaje que se arroga la capacidad de designar la referencia en términos de verdad.
Cuando Miguel Barnet borra el nombre de Esteban Montejo exhibe desaforadamente el
respeto a esa posibilidad.
Las versiones corregidas del testimonio son solidarias con los discursos que se
autovalidan como políticamente correctos, comparten con ellos una misma concepción de
las relaciones entre lenguaje y realidad, a partir de la cual es posible señalar unívocamente
la verdad. Lo que aparece como contradictorio es que se presentan como modalidades
discursivas que otorgan voz o razón a aquéllos que son oprimidos, discriminados o
sofocados por los discursos hegemónicos y, para alcanzar sus objetivos imponen
dispositivos de construcción de la verdad correcta que son idénticos a los de los
opresores; la corrección controla la proliferación de sentido, establece relaciones
unívocas entre palabra y mundo, somete el disenso al exilio de los réprobos.
80

Apéndice II
Discurso político y referencia especulativa
El cuento "El tema del traidor y del héroe" de Jorge Luis Borges, publicado en
Ficciones de 1944, da a leer un probable argumento en el que la acción transcurre en
Irlanda en 1824, pero también podría ser posible en cualquier país oprimido y tenaz:
Polonia, la república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico, y el final de la
historia de su protagonista, Fergus Kilpatrick, es una construcción que se realiza
teniendo como modelo el asesinato de Julio César. Los dos fueron héroes de sus pueblos:
Kilpatrick del irlandés y César del romano, ambos mueren asesinados por sus
seguidores. Las coincidencias y simetrías no se agotan en esas situaciones, como Julio
César, Kilpatrik recibió una carta que no leyó, —circunstancia similar a la de César que
no tuvo tiempo de leer el memorial que le habían enviado con antelación— en ella se le
advertía el riesgo de concurrir al teatro, esa noche, donde fue asesinado. Al igual que en el
sueño de Calpurnia respecto a la muerte de César, la muerte de Kilpatrick es anunciada
por el incendio de la torre circular de Kilgarvan. Esos paralelismos (y otros) de la historia
de César y de la historia de un conspirador irlandés inducen a Ryan, el biógrafo del
irlandés, a suponer una secreta forma de tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. La
trama del cuento de Borges no trata tan solo de un ciclo del asesinato de Julio César que
se repite en Irlanda el 2 de agosto de 1824, la repetición rebasa el marco de la Historia e
inscribe en su desarrollo incidentes tomados de la obra de Shakespeare: Ryan
comprueba que ciertas palabras de un mendigo que conversó con Fergus Kilpatrick el día
de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. En el final
del cuento, Ryan descifra el enigma: entre los conspiradores que Kilpatrick dirige hay un
traidor, ese traidor es Kilpatrick, la rebelión estaría en peligro si él es ajusticiado; James
Nolan, quien desvela la traición, propone un plan que hace de la ejecución del traidor el
instrumento para la emancipación de Irlanda, ese plan está construido siguiendo los
dramas de Shakespeare Macbeth y Julio César.
"El tema del traidor y del héroe" es un texto paradigmático del constante
deslizamiento e interferencia entre las especificidades que los discursos hegemónicos,
con pretencioso voluntarismo, diferencian como la realidad y la ficción, y que la
escritura borgiana trastorna hasta hacer indecidibles sus bordes. En el comienzo de la
narración se señala que la historia es un argumento imaginado bajo el influjo de
Chesterton; luego la ficción es comparada con un hecho histórico y se detallan lugares,
fechas, nombres, datos precisos que dan al personaje un perfil de autenticidad; a mitad
del relato ya se menciona a Kilpatrick como partícipe de un hecho histórico. Cuando lo
ficticio es convertido en realidad histórica, lo histórico, el asesinato de César, se
trastorna en ficción; la historia del asesinato del héroe irlandés no repite los detalles del
asesinato del César histórico, sino del César de Shakespeare. Ryan, el biógrafo del héroe
irlandés, se convierte en el final en un elemento más de la trama de Nolan. Toda la
realidad en la historia del asesinato de Kilpatrick está construida como una gigantesca
representación: de teatro hizo la ciudad entera, y los actores fueron legión, y el drama
abarcó muchos días y muchas noches; este teatro y este drama prefiguran otro, ahora de
carácter histórico, el de Lincoln. Todo el cuento es un exhibición desaforada de
movimiento pendular constante que trama lo real y lo ficticio, lo histórico y lo
imaginario, hasta deshacer las certezas de los límites precisos que pretenden
distinguirlos.
En el cuento de Borges se confabulan una serie de instancias diversas referidas al
discurso político en relación con el orden de la temporalidad, hay por lo menos dos
81

aspectos diversos que considero pertinente para esta exposición; por una parte, el que
tiene que ver con la construcción del acontecimiento propiamente dicho, es decir los
materiales que intervienen en su articulación y los modelos que configuran su
entramado y, por otra, el relacionado con la inscripción del acontecimiento en una
reconstrucción narrativa del pasado, en su evocación como huella determinante en el
presente y potencialmente en el futuro. En el primer caso, la puesta en escena de un
drama (la acción fundamental se desarrolla en un teatro) es el marco genérico; en el
segundo, la configuración de su puesta en relato (hay un lector/escritor que retoma la
versión).
Es pertinente señalar que las acciones narradas en el cuento están situadas en
una época en la que aún la prensa no tenía una participación decisiva en la difusión de
los sucesos, es decir que el modo dominante para propagarlo era la versión boca a boca,
a partir de los participantes y testigos, y luego la escritura en términos de relato
histórico.
El significado de la palabra “política” está íntimamente ligado a la genealogía de
la cultura occidental: política: discurso y práctica de la polis. En esta acepción, lo primero
que emerge como referencia es el espacio, tanto teórico como fáctico, de ese discurso y
de esa práctica, la ciudad como su escenario, con toda la carga que supone el
desplazamiento metafórico de un término propio del lenguaje teatral al discurso
sociohistórico. Y como emblema de la escena pública, el ágora en el que los
acontecimientos políticos contaban con la participación de los ciudadanos como actores
o testigos. En el mundo contemporáneo se han producido tanto la fragmentación
extrema del espacio público y, por ende, de la escena política como su ampliación hasta
el grado de asimilarla a una dimensión global, a la vez que ha sido uniformada por las
modalidades de mediatización del lenguaje privilegiado que la difunde, la televisión.
Desde la más remota antigüedad hasta el presente, pasando por la época que
evoca Borges en su cuento, es posible señalar que el discurso político registra dos modos
privilegiados de inscripción de la temporalidad: la dramaturgia que supone la
construcción del acontecimiento, y la narración que implicó desde siempre a la
historiografía y, en la modernidad, también la crónica de las noticias. En la última
etapa, en la actualidad, se impone señalar que la modelización televisiva implica en
algunos casos la contaminación de las retóricas dramática y narrativa.
El espectáculo configurado en la comunicación de los discursos políticos
construye y reconstruye las problemáticas sociales involucradas en la difusión. Este
aspecto a menudo aparece velado, en particular cuando prevalece el supuesto positivista
de que los ciudadanos, periodistas y estudiosos son observadores y/o testigos de hechos
cuyo sentido puede ser determinado por aquellos que tengan una competencia
adecuada. Por el contrario, pienso que los testigos/espectadores (sea cual fuere la
distancia espacio-temporal puesta en juego) y los protagonistas se elaboran
recíprocamente, que los acontecimientos políticos son intrínsecamente ambiguos, que
su sentido es una configuración íntimamente vinculada a la perspectiva comprometida
y, finalmente, que los papeles jugados y conceptos de los testigos/espectadores mismos
son construcciones sociales.
Los discursos políticos, entonces, pueden ser pensados no como relatos de
hechos y/o escenas sino como configuraciones construidas a partir de públicos
comprometidos con ellas.78 La percepción de los acontecimientos políticos y su

78Teniendo en cuenta la amplitud de los registros del discurso político, estoy haciendo hincapié,
especialmente en aquellos en los que la dominante pasa por la comunicación de mensajes inscriptos en el
82

significación depende de la perspectiva de los espectadores/testigos y del lenguaje que


transmite e interpreta esos acontecimientos. Las realidades experimentadas, entonces,
no son las mismas para todas las personas o en todas las situaciones sociohistóricas.
Afirmar que las realidades son construcciones múltiples, no implica de ninguna manera
que toda construcción sea igual a cualquier otra, los criterios de valoración no quedan
abolidos.
Los sujetos participantes no son considerados como el origen del sentido de las
acciones, las interpretaciones dependen de la situación social, del orden simbólico y del
tejido imaginario en que se originan, lo que presupone al lenguaje como mediador,
intérprete y configurador de los objetos, de las acciones y de los sujetos.
Las crónicas, los discursos, los debates, las entrevistas políticas se convierten en
dispositivos para constituir diversos supuestos y creencias sobre realidades construidas
y no constituyen enunciados fácticos. El concepto de hecho, pensado en términos de
discurso político, pasa a perder toda pertinencia, porque todo acontecimiento,
protagonista u objeto de su ámbito es una interpretación que se inscribe en un marco
ideológico. El valor del discurso político no reside en su capacidad para describir un
mundo actual sino en sus reconstrucciones del pasado, sea cual fuere la distancia
comprometida, en su agudeza para configurar certezas sobre las condiciones de
posibilidad de sentido de los acontecimientos presentes y en su carga potencial de
predicción del futuro.
Los referentes del discurso político han exigido siempre una poética hiperrealista
para su representación, no soportan la simple reproducción mimética del mundo sino
que imponen una sobrecarga detallada al registro de lo representado, con el objetivo de
argumentar a favor de la concepción expuesta y en detrimento de las opciones
opositoras. El mandato retórico de la persuasión parece imponer una sobrecarga
discursiva, que se va acentuando con el predominio de los medios audiovisuales.
Pienso que en la configuración de los acontecimientos, objetos y protagonistas
puestos en juego por el discurso político, aparece como un componente decisivo la
construcción deliberada de referente marcado por un gesto de persuasión que se
propone como la réplica unívoca del mundo; quisiera ser redundante en un aspecto,
pienso en la referencialidad especulativa como un componente del discurso político, es
decir, una instancia que se combina con otras y que de acuerdo a las circunstancias y las
interpretaciones puede ocupar una función dominante y , esto último, pensado en
términos de posibilidad.
Concibo el término especulativo en el cruce de la acepción marcada por el
paradigma de la filosofía que relaciona especulación y contemplación con la acepción
que, a su vez, remite a espejo o imagen.
La especulación desde la perspectiva filosófica está íntimamente relacionada con
la idea de contemplación, a tal punto que especulación y contemplación fueron
consideradas desde la antigüedad como modos de la teoría. En los filósofos medievales,
la idea de especulación se relacionó con speculum, lo que permitía interpretar lo
especulativo como el producto de un reflejar contemplativo. En muchos filósofos
modernos, la idea de lo especulativo es considerada como algo infundado y sin alcance
teórico. Kant, en su teoría del conocimiento, establece una diferencia entre el
conocimiento de la naturaleza y el conocimiento teórico, el que es pensado como
especulativo puesto que no puede ser alcanzado mediante la experiencia. El
conocimiento fundado en principios especulativos de la razón, debe ser pues sometido a

marco de representaciones de procesos temporales.


83

crítica. Pero indudablemente, además de estos dos modos principales de concebir lo


especulativo, hay en mi planteo una connotación que atrae, acaso en menor grado, otros
dos sentidos que tienen que ver con los significados de comerciar y traficar por una
parte, y procurar provecho o ganancia fuera del orden comercial, por otra.
Me refiero aquí a referencialidad especulativa en términos de una configuración
relacional ligada a los enunciados o a otras formas de actualización de códigos. La
referencialidad especulativa es una función que depende del intérprete; se constituye
pragmáticamente, puesto que la especulación abre un vacío entre el discurso y el mundo
al que hace referencia; en este proceso, la persuasión ocupa un lugar preponderante en
la asignación de sentidos.
Los discursos políticos especulativos no poseen, en efecto ninguna propiedad
semántica o sintáctica que permita caracterizarlos como tales. Ahora bien, si por
especulación entendemos la relación de un texto con sus referentes, en sentido estricto
la adjudicación de especulativo se aplica al texto mismo en una interpretación que lo
actualiza de acuerdo a ese juego de lenguaje, que no difiere de la construcción
referencial propia del discurso político contemporáneo.
Entre las notas distintivas de una teoría de la referencialidad especulativa del
discurso político, se pueden destacar dos que permiten caracterizar su especificidad:
—En el componente narrativo, la no co-referencialidad deliberada entre sujeto de la
enunciación, y el sujeto del enunciado escrito; en la dramaturgia, la escisión referencial
entre el actor y el personaje, cuestión insoslayable al momento de analizar toda la
parafernalia actual acerca de la imagen de los políticos y para revisar la noción de doble
discurso.
—En la referencialidad especulativa, los conceptos son usados como si mantuvieran su
normal relación referencial, remiten a ellos mismos mientras parecen remitir a
entidades extratextuales. La utilización pseudorreferencial de la lengua, propia de los
textos especulativos y, en particular, de las narrativas imaginativas, se diferencia, por
tanto de la simple utilización referencial, en el hecho de que las condiciones de
referencia no son asumidas como elementos extratextuales ya dados, sino son
producidas por el texto mismo.
Indice éste que participa de modo decisivo en la construcción de problemáticas
sociales, a las que los discursos políticos toman como referencia y que no deberían ser
asumidas como series fácticas, a pesar de que a menudo confunden sus aseveraciones
argumentales con los hechos concretos. En este aspecto, la cuestión de la verosimilitud
juega un papel importante.
De este modo, la construcción de personajes narrativos o dramáticos está en
estrecha relación con las tramas en las que están incluidos, de las que no pueden ser
separados; uno de los procedimientos más frecuentes en la construcción de personajes
es la subjetivación, en la que se hace converger sobre un individuo el curso histórico,
social o político de toda una época, otorgándole así una competencia que comprende un
espectro inabarcable de situaciones para un único sujeto. El relato que construye a los
líderes políticos despliega una trama que racionaliza la serie temporal a posteriori,
asignándole previsiones que justifican actitudes, haciéndolo partícipe de enemistades,
conspiraciones y solidaridades que sólo pueden ser prefiguradas en el momento de la
construcción de la trama, es decir cuando las variables se han justificado en efectos.
Quizás sea redundante indicar la indudable raigambre literaria de este procedimiento.
Sin duda, la comprensión de la problemática planteada ofrecerá una mejor
perspectiva para el debate al inscribirla en un recorrido histórico preciso.
En 1913, Leopoldo Lugones dictó una serie de conferencias sobre el Martín Fierro
84

en el teatro Odeón. Esa situación aparece como un hito de valor paradigmático, que
permite acceder al orden simbólico y al universo imaginario que van a constituir la
configuración de una instancia privilegiada de las relaciones sociales en la Argentina de
este siglo: la puesta en escena de los diferentes actores sociales en un acontecimiento en
el que se desplaza el eje dominante de la acción política a su representación.
Leopoldo Lugones dictó sus conferencias en un teatro, lo que supone, junto con la
carga alegórica propia del recinto, un espacio doblemente dividido: escenario y platea
por una parte, adentro y afuera por la otra. En el escenario, el conferenciante con el
atributo institucional que le confiere el estrado, poseedor de un saber que expone: los
vínculos entre la raza, la lengua y las obras fundamentales de la literatura, establece un
firme entramado entre el tema de la patria y el tema del poeta. Su discurso despliega una
retórica en la que el lugar del enunciador es inseparable de los tópicos del discurso. En
la platea, la élite dirigente encabezada por el presidente Roque Sáenz Peña y sus
ministros son lo interlocutores, en tanto, afuera quedaba: La plebe ultramarina que a
semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el zaguán, desató contra mí
al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos.
La eficacia de las palabras está en íntima relación con la competencia que los
interlocutores le asignan al enunciador; lo que le otorga la posibilidad de configurar una
representación colectivamente reconocible, diseñando, asimismo, su lugar como el del
que está investido de poder.
Lugones se propone demostrar en sus conferencias que la existencia de un
poema épico nacional, el Martín Fierro, es garantía suficiente para afirmar la existencia
de la nación y de la raza. La elección del Martín Fierro, más allá de las exigencias de su
demostración, multiplica y repite la escena de las conferencias: la voz poética que
metonimiza al gaucho en cantor, constituye un público a quien contar su vida y penurias;
entonces la puesta en escena llevada a cabo en el teatro Odeón aparece como una
representación de la representación.
El género gauchesco constituye su referencia desplazando su especificidad a las
exigencias de un procedimiento literario. Lugones institucionaliza el gesto, antes ha
celebrado la desaparición del gaucho y ahora lo reemplaza por el mito que lee en el texto
de José Hernández; en la escena del Odeón tapa los procesos históricos y propone al
personaje Fierro como emblema de la libertad para los asistentes a sus conferencias, a
los que coloca en el lugar de los señores, de los fuertes, auténticos depositarios y
poseedores de ese rasgo que rescata. Asimismo, estigmatiza y expulsa de la
representación a los de afuera, la plebe, herederos concretos del personaje.
Años después, el 17 de octubre de 1945, esa plebe participa en un adentro de una
escena distinta jugada en otro espacio, también señalado por fuertes marcas simbólicas:
la Plaza de Mayo con su linaje de lugar patrio fundacional. Los actores son otros, el
conjunto de relaciones sociales ha sido trastornado por múltiples transformaciones,
pero la matriz inaugurada por Lugones se repite: un espacio escénico divido en un
arriba, el balcón ocupado por el líder, y un abajo, la plaza con miles de sus partidarios;
entre los dos lugares se tiende una malla de trama muy fina que los une y los separa
irremediablemente, más allá de las estrategias retóricas del orador que provocan efectos
ilusorios de diálogo y cercanía.
Los sectores populares que se han movilizado exigiendo la libertad de Juan
Perón, que han asumido un rol activo, son transformados en espectadores de un
discurso cuya recomendación final es la de retirarse en orden, se trastorna la acción en
representación y como en el teatro griego se enlazan mímesis y catarsis.
La Plaza de Mayo seguirá siendo el lugar de concentración de las masas
85

peronistas, pero ya no serán acontecimientos históricos sino rituales en los que la


escena inicial reitera su eficacia.
Juegos de alquimia de la representación, con marcados desvíos hacia la
especulación, por los que el enunciador constituye al grupo que a su vez lo constituye en
portavoz dotado del poder de hablar y de actuar por todos ellos.
Una vez derrocado Perón, la reiteración por parte de sus sucesores de ese ritual
exhibe las configuraciones imaginarias y simbólicas que permiten comprender la
insistencia, así como informan los mecanismos significantes que otorgan sentido a los
comportamientos sociales. Los facciosos del 55, con Lonardi y Rojas en el balcón, repiten
la ceremonia, no la invierten, la repiten, tanto en setiembre, ya en el poder, como cuando
en junio del mismo año, iniciando la preceptiva del genocidio como práctica política, con
su intento de destituir al gobierno bombardeando, con un salvajismo y una cobardía
dignas del mayor de los encomios, el escenario que luego iban a ocupar.
Presidentes electos en comicios restringidos, militares golpistas, nuevamente
Perón en el 73 —su último acto político será un discurso en la plaza— un general
trastrocado de genocida en libertador de islas irredentas; una y otra vez volverán a
repetir el ritual representado, más allá de cada acontecimiento.
Uno de los momentos más patéticos y grotescos de esta serie le ha tocado
actuarlo a Raúl Alfonsín, quien seducido por la escena, ahora multiplicada y segmentada
por la televisión, pretendió erigirse en héroe de un capítulo emblemático del coraje civil,
confundiendo la temporalidad de la épica y de la historia —acaso traicionado, por un
imaginario nostálgico de héroes que había admirado en algún cine de provincia muchos
años atrás, los que en apenas una hora y pico lograban superar todos los obstáculos
aviesamente interpuestos en su camino para, finalmente, alcanzar la gloria—, anuncia
desde el balcón al pueblo reunido en la Plaza, que iba a Campo de Mayo a resolver la
crisis, a enfrentar personalmente a los insurrectos carapintadas. Lo esperaron y cuando
volvió apenas pudo decir que los héroes eran los otros, que la casa estaba en orden
y...felices pascuas, en una amarga parodia que marcó de modo inconfundible su
claudicación y deterioro.
La posibilidad de considerar la referencialidad especulativa como un componente
del discurso político —insisto en señalar que no necesariamente ocupa una función
dominante— implica la exigencia de puntualizar que su especificación recubre en gran
medida algunas de las definiciones más generalizadas de la ficción, salvo que se
pretenda que las constantes transformaciones que se operan a partir de los discursos
políticos en los ámbitos sociales sean ilusorios; Emerge, por lo tanto, como una
consecuencia obligada la revisión de los alcances epistemológicos de la ficcionalidad. La
construcción social de verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción.
Mi exposición se abrió con un comentario descriptivo acerca de un cuento de
Jorge Luis Borges, se impone, por lo tanto reconocer que, si bien lo ficcional y lo literario
no se implican necesariamente, —no todo texto considerado literario es ficcional, ni
toda ficción es literaria—, las ficciones creadas y recepcionadas como literarias poseen
una densidad modélica particular en el espacio de la producción social de sentido.79

79Sobre la intervención del sentido ficcional en “las acciones concretas y reales”, acaso sirva de ejemplo la
actitud del múltiple homicida, ahora indultado, Emilio Eduardo Massera, quien anatematizó
displicentemente a Julio César Strassera, a Ernesto Sábato y a otros de los que habían contribuido a
demostrar y castigar sus acciones criminales en la realidad, tal como se prueba fehacientemente en Nunca
Más, pero que se exaltó y llamó canalla a Jorge Lanata, tan solo por haber escrito un cuento, “Veinte
minutos” del libro Polaroid. La ficción, que no es la reivindicación de lo falso, la ficción que no solicita ser
creída en tanto que verdad unívoca, sino en tanto que discurso sin mandatos de verdad, generó la
posibilidad de desmontar y sacar de su papel a un cínico, que ante la enumeración de sus crímenes reales
86

En relación con la imposición jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la


primera posee una indudable superioridad en la constitución del saber sobre el mundo,
es desde luego, en el plano que estamos analizando, una mera fantasía moral.

se mantenía imperturbable.
87

Apéndice III

LA NARRATIVA DE MANUEL SCORZA


¿Historia o Ficción?
La violencia en el orden del referente y en el proceso de la escritura — Las novelas de
La Guerra Silenciosa
El título de este apéndice tiene la forma de una pregunta retórica que apunta a enfatizar
desde el principio mismo de la exposición los componentes de una disyunción exclusiva:
esto o lo otro pero no ambos a la vez; ¿historia o ficción? no implica un interrogante que
se pueda resolver por una elección entre opciones portadoras de rangos de valores
equilibrados en su diversidad; la respuesta o el condicionamiento a responder pone en
escena una jerarquía violenta, puesto que la distinción entre los componentes de la
disyunción, no remite a un ordenamiento taxonómico, sino, antes bien, a una
discriminación discursiva.
El punto de partida puede exponerse en los términos del subtítulo: “La violencia
en el orden del referente y en el proceso de la escritura - Las novelas de La Guerra
Silenciosa de Manuel Scorza”; y su desarrollo consiste en reflexionar en las novelas del
escritor peruano —Redoble por Rancas (1970), Garabombo, el invisible (1972), El jinete
insomne (1976), Cantar de Agapito Robles (1976) y La tumba del relámpago (1978)—, la
problemática planteada por la correlación de los componentes del proceso de
producción narrativa y de su referente.
Ese núcleo está marcado por tres características que le otorgan un carácter
distintivo:
1)El estudio del referente en las novelas de Manuel Scorza —los levantamientos de las
comunidades de los Andes peruanos ocurridos entre 1958 y 1962—, conlleva la
necesidad de señalar que el escritor fue, en alguna medida, participante activo y/o
testigo durante los mismos e investigador posteriormente.
2) Manuel Scorza comienza su trayectoria de escritor como poeta: Las Imprecaciones
(1955), Los Adioses (1960), Réquiem para un Gentilhombre (1962) y El Vals de los
Reptiles (1970), previamente había publicado algunos textos poéticos en diarios y
revistas. Desde el inicio de la aparición de su obra narrativa deja de publicar poesía.
3) En los procedimientos de puesta en relato de Scorza se reconocen las poéticas de la
novela indigenista y de la narrativa del llamado "boom" de la literatura latinoamericana
como intertextos dominantes; y dentro de ese recorte hay marcada acentuación de las
modalidades retóricas del realismo maravilloso, teorizadas principalmente por Alejo
Carpentier y de modo más difuso por Gabriel García Márquez.
Considero necesario exponer sucintamente algunas notas que exhiban la postura
88

epistemológica que articulan estas reflexiones:


—La posibilidad de producción de sentido con el lenguaje radica en que ésta sólo es
posible sobre el trasfondo de un mundo, cuya inteligibilidad está siempre dada y es
compartida por aquellos, que sobre ese presupuesto, producen sentido. Lo que supone la
preeminencia del sentido sobre la referencia.
—El concepto de mundo que estoy manejando, marcado por la impronta de la filosofía
heideggeriana, no es de "conjunto de todos los entes"; cuando digo "mundo" me refiero a
un todo simbólicamente estructurado cuya significatividad hace posible la experiencia
intramundana del trato con los entes.
—De esto se deriva un giro fundamental: mientras que la perspectiva paradigmática de
la filosofía de la conciencia tiene como matriz el modelo de relación sujeto-objeto, es
decir la de un observador situado frente al mundo; la perspectiva en la que me sitúo
implica la descentralización de todo recurso a una instancia extramundana, en otros
términos, de un sujeto transcendental que constituye el mundo; pienso, en cambio, en
torno de un sujeto participante en la constitución de sentido inherente a dicho mundo.80
Por lo tanto, en el título de mi trabajo hay un doble cruce, en primer lugar la
violencia de los acontecimientos: la narración de apropiaciones, enfrentamientos
armados, artilugios legales, es el objeto novelable y, luego, el registro de programas
narrativos que imponen procedimientos en los que la violencia se desvela en la
pretensión de legitimar la verdad de los acontecimientos.
La noticia insertada en el principio de Redoble por Rancas a modo de prólogo,
expone las cuestiones que configuran los rasgos dominantes de la concepción escritura-
referente, que Scorza mantiene inalterable a lo largo de toda La Guerra Silenciosa:

Este libro es la crónica exasperadamente real de una lucha solitaria: la que en los
Andes Centrales libraron, entre 1950 y 1962 los hombres de algunas aldeas sólo
visibles en las cartas militares de los destacamentos que las arrasaron. Los
protagonistas, los crímenes, la traición y la grandeza, casi tienen aquí sus
nombres verdaderos.
Héctor Chacón, el Nictálope, se extingue desde hace quince años en el presidio del
Sepa, en la selva amazónica. Los puestos de la Guardia Civil rastrean aún el
poncho multicolor de Agapito Robles. En Yanacocha busqué, inútilmente, una
tarde lívida, la tumba de Niño Remigio. Sobre Fermín Espinoza informará mejor la
bala que lo desmoronó sobre un puente del Huallaga.
El doctor Montenegro, Juez de Primera Instancia desde hace treinta años, sigue
paseándose por la plaza de Yanauanca. El Coronel Marroquín recibió sus estrellas

80Para un desarrollo ampliado de estas cuestiones ver Lafont, Cristina. La razón como lenguaje, Madrid,
Visor, 1993.
89

de General. La "Cerro de Pasco Corporation", por cuyos intereses se fundaron tres


nuevos cementerios, arrojó, en su último balance, veinticinco millones de dólares
de utilidad. Más que un novelista, el autor es un testigo. Las fotografías que se
publicarán en un volumen aparte y las grabaciones magnetofónicas donde
constan estas atrocidades, demuestran que los excesos de este libro son
desvaídas descripciones de la realidad.
Ciertos hechos y su ubicación cronológica, ciertos nombres, han sido
excepcionalmente modificados para proteger a los justos de la justicia. M.S.81

Este prólogo, que se titula noticia, lo que anuncia es un protocolo de lectura


futura, "van a leer esto" como anticipo del sentido y los contenidos conceptuales de lo
que ya ha sido escrito antes; escritura que se deja sintetizar y adelantar en su tenor
semántico.
En esta noticia, que supone al texto que antecede como un escrito pretérito, se
anticipa que en una ilusoria apariencia de presente, un autor que avala su legitimidad
por haber sido testigo más que novelista, inscribe a su lector como su futuro, entre
líneas se afirma: Esto que sigue es lo que he escrito, puedo condensarlo a los efectos de
legislar las condiciones de posibilidad de sentido, evitando así fugas inesperadas, de
controlar, en fin, la correlación adecuada entre escritura y referente.
En este protocolo de lectura se disponen roles tanto para el sujeto de la escritura
como para los lectores; se instaura un registro de exhortación que atraviesa toda la saga:
los lectores van a entrar en posesión del saber que los textos propalan, un saber sobre
los sucesos narrados que demanda una intervención en el extratexto, en el mundo real.
La noticia se funda en un principio: la realidad es una dimensión de la que el texto
no puede dar cuenta:

...los excesos de este libro son desvaídas descripciones de la realidad..."

principio solidario con una concepción arraigada en ciertos escritores latinoamericanos,


Carpentier, García Márquez, para los que la realidad americana es mucho más fantástica,
excesiva que cualquier escritura que intente representarla.

Más que un novelista, el autor es un testigo.


Hace explícito que el anunciador de la noticia, —Manuel Scorza no sólo por la
coincidencia de las iniciales M.S. insertadas al final sino también por el cúmulo de
informaciones que han rodeado su obra— privilegia su valor de observador como

81Redoble por Rancas, Plaza & Janes, Barcelona, 1987, pp.9-10.


90

garante suficiente de verdad, más allá de su propia escritura. Esa observación directa es
producto de una tarea de investigación, pues ha viajado, compilado documentación,
fotografías y grabaciones que respaldan su relato.

Las fotografías que se publicarán en un volumen aparte y las grabaciones


magnetofónicas donde constan estas atrocidades. Demuestran que los excesos de
este libro son desvaídas descripciones de la realidad.

Este aviso, amenaza o promesa, que en la primera edición de Redoble por Rancas
podía ser leído como la voluntad de cumplir con una etapa de un proyecto más vasto de
denuncia, luego nunca cumplido, hoy se lee, entonces, como una marca de
verosimilización por una parte, y, por otra, como una insistencia acerca del valor
legitimante que los testimonios directos tienen sobre la escritura.
La noticia es tanto una breve, concisa y necesaria exposición de propósitos como
un componente de una retórica ficcional, es decir la palabra de un portavoz que cumple
la función de suplemento extratextual, agregado a posteriori; inscrito en el territorio
marginal del paratexto, abre el relato a la lectura fingiendo fingir que no finge. Paradoja
ésta sobre la que se despliega la escritura de Redoble por Rancas, el último narrador y
legislador de sentido —en particular por su insistencia en la validez documental que
avala la escritura— define el texto que sigue como una crónica exasperadamente real,
cuando es un fragmento de una novela. De este modo en un espacio convencional en el
que se declaran (o declaman) objetivos, no se expone acerca de las relaciones entre
escritura y referente, sino, de modo diagonal, de las relaciones del texto consigo mismo,
es decir del metatexto.
En relación con el gesto testimonial o de crónica que Scorza exhibe en su
escritura es posible señalar que ello supone una tríada que se tiende en torno del texto:
el testigo, la escritura y el lector.
La posición del lector siempre está comprometida en una red de creencias; los
lectores nunca enfrentan a los textos diáfanamente y de modo transparente. Cuando
pensamos en un lector estamos suponiendo una posición que, de alguna manera,
manifiesta y hace emerger un campo de legibilidad. Es decir, el lector no enfrenta a un
texto sin el corcé desde el cual está leyendo.
Para Scorza, la escritura es una instancia en la que lo representado ejerce
dominio sobre la representación, dominio fundado en la preeminencia del primero
sobre la segunda, en la anterioridad temporal de aquél sobre ésta y en la potestad de
discernir de manera absoluta entre cada uno de ellos. Este escritor peruano, como
muchos cultores de la literatura con mensaje, tiene en su genealogía la impronta de
Platón, para quien la mímesis, la representación, produce el doble de la cosa. Si es el
91

doble es fiel y perfectamente parecido, ninguna diferencia cualitativa lo separa del


modelo. De lo que se puede inferir que el doble, el imitante no es nada, es decir no vale
nada por sí mismo. Por lo tanto, no valiendo el imitante más que por su modelo, es
bueno cuando el modelo es bueno, y es malo cuando el modelo es malo. En definitiva, es
neutro y transparente en sí mismo.
Postura que es una afirmación de que lo real, lo imitado, el mundo, tiene
autonomía y autosuficiencia, de que su puesta en discurso no perturba su dimensión de
certeza, la enunciación queda validada porque el haber estado ahí del emisor es un
principio suficiente para garantizar la palabra. El escritor realista se apoya en una
concepción que lo constituye como ausente de su obra. Solamente en cuanto observador,
el novelista admite su presencia, a la que agrega un plus de informante o educador.
En la página siguiente a la noticia, en el lugar de los epígrafes, se da a leer un
cable de agencia noticiosa fechado en Nueva York con algunos datos de los balances de
la Cerro Pasco Corporation, publicado por el diario Expreso de Lima. Esta noticia impone
la verdad de los datos objetivos, refuerza los lazos del protocolo de lectura de la otra
noticia, exige una postura al lector, que debe distinguir la documentación sobre el
mundo de los desvaídos excesos de la escritura. Este procedimiento no es ajeno a la
poética de la novela indigenista en la que el tiempo de los sucesos es contemporáneo de
la escritura; la verosimilización, entonces, no se produce por conexión analógica con el
discurso histórico, sino por la contigüidad entre el tiempo de la escritura y el del
referente, lo que permite al lector compartir la enciclopedia sobre el mundo de los
acontecimientos narrados.
Un procedimiento de la poética realista sostiene toda la argumentación expuesta,
el valor de verdad se inscribe en la ausencia de todo indicio sobre la circunstancia de
que estamos leyendo una novela, en este caso se anticipa la necesidad de estar atentos a
los excesos, son desviaciones a controlar. Pero ese mismo lector atento debe avanzar en
una textualidad plagada de lugares comunes como la aldea, la explotación extranjera, los
juegos de mitologización, que atraen a la escena de lectura los fantasmas de García
Márquez, en un momento en que su escritura aparece como la canónicamente
americana. Asimismo, La Guerra Silenciosa se inscribe en el espacio reconocido como
literatura indigenista —digo nombres como emblemas: Jorge Icaza, Ciro Alegría, José
María Arguedas—, espacio con el que Scorza comparte estrategias, dispositivos,
configuraciones tales como la explotación de la masa campesina indígena en cuanto
tópico de alegato social y emblema de denuncia; la aldea y la hacienda como los dos
polos de un enfrentamiento inconciliable; el indio presentado a través de dos posturas
antitéticas: el sometimiento o la rebeldía; el villano como tipo. Es decir, el desarrollo de
la narración avanza como el cerco de la Cerro Pasco Corporation asentándose
firmemente en los pilares que le proporciona la novela social, en sus diversas variantes:
92

novela agraria, novela antiimperialista, novela política y, principalmente, en la novela


indigenista.
Los sucesos narrados y sus marcos explicativos se interpenetran en Redoble por
Rancas, constituyendo de ese modo una lectura del mundo en la que se pueden
distinguir dos instancias diversas: en primer lugar, los acontecimientos referidos y
analizados pertenecen a la Historia, ingresan a la novela, a la crónica exasperadamente
real, porque ella expone los factores sociales que impiden su difusión e interpretación; y
luego, la apropiación que lleva a cabo La Cerro Pasco Corporation se trasforma en un
proceso de acciones antropomorfizadas y puestas en escritura por la vía privilegiada de
la alegoría:

[...] el cerco engullía Cafepampa. Así nació el cabrón, un día lluvioso, a las siete de
la mañana. A las seis de la tarde tenía una edad de cinco kilómetros. Pernoctó en
el puquial Trinidad. Al día siguiente corrió hasta Piscapuquio: allí celebró sus diez
kilómetros.[...]Al día siguiente el Cerco derrotó a los pájaros.

Esta doble lectura estrábica se repite en otros episodios de la novela, pero


alcanza un énfasis particular cuando se relatan los modos en que las otras poblaciones
cercanas a Rancas van interpretando lo que avanza como entidad simbólica que altera la
naturaleza y parece escindir el mundo:

En Villa de Pasco, al abrir un carnero, saltó un ratón. Signos hubo, pero nadie
quiso verlos. Aun en la víspera hubieran podido sospecharse de la nerviosidad de
los perros. Alguien les comunicaría que se clausuraba el mundo. Huyan antes que
sea tarde. Alguien les notificaría. Y los árboles también se asustaron.

Scorza, desde la noticia que abre la primera novela de La Guerra Silenciosa


pretende asumir la posición de testigo más que de novelista, se instala en la tradición
del sujeto de conocimiento objetivo, que adquiere su saber en contacto directo con el
referente. Lo que supone, por una parte, atenuar la condición de literaria de su escritura,
es decir la literatura es sólo un incierto reflejo del mundo, pero, por otra parte, lo
habilita a articular en su narración los procedimiento de alegoría, hiperbolización,
ironía, puesto que los acontecimientos narrados implican situaciones tan complejas que
acudir a los juegos literarios es el recurso adecuado para dar cuenta de la realidad.
Cómo pensar entonces esa "realidad" separada, escindida de los tópicos
configuradores de la red de tramas con las que la escritura literaria ha expuesto el
conflicto de propiedad que es el núcleo a revelar a los lectores. El ordenamiento de los
elementos que participan de lugares comunes genéricos fácilmente reconocibles:
93

criollos explotadores, jueces corruptos, comuneros despojados, compañías


multinacionales todopoderosas, ejércitos custodios del orden injusto, hacendados
perversos y venales, héroes campesinos que se sacrifican a menudo en soledad, que
cuentan con la ayuda de elementos sobrenaturales para lograr su cometido, como la
invisibilidad, o el compartir el lenguaje de los animales, se articulan en intrigas
narrativas de marcado cuño literario.
El interrogante abierto gira en torno de la imposibilidad para hacer inteligible el
contexto fuera de esta red de marcas intertextuales que lo configuran y que lo diseñan
antes como una trama de motivos trabajados por la serie literaria que como una crónica
exasperadamente real.
La noticia que abre la lectura de Redoble por Rancas exhibe una concepción sobre
la poética de la escritura novelística y correlativamente de las exigencias para recortar la
díada acontecimiento real-interpretación; mientras que los relatos que constituyen las
cinco novelas de la saga se traman de manera solidaria con los códigos narrativos y la
red de connotaciones metafóricas establecidas en el canon literario latinoamericano
contemporáneo a la aparición de las novelas, lo que lleva a considerar que la instancia
discursiva que pretende acercarse al informe histórico-político de denuncia, a la
apelación a los lectores, es inseparable del espesor de la escritura de los textos. Esta es
una de las marcas insistentes de las novelas de Scorza, lo que configura la imposición de
una determinada función para el lector.
La noticia se lee, entonces, como un artificio de la poética realista, un
ocultamiento de las condiciones de posibilidad de la escritura. Una explicitación de
convenciones de la narración, que son condiciones de posibilidad de producir sentido,
instancia de naturalización del texto y de conferirle un valor que se articula con el
conjunto de la cultura al que se lo hace pertenecer. El sentido que se propone al lector
está en estricta dependencia de modelos establecidos de verosimilitud que otorgan
significado y coherencia a sus itinerarios de lectura.
Las novelas de Scorza construyen esas condiciones de legibilidad a partir de la
convergencia de dos registros, en primer lugar, el que lo instala en la serie literaria de
una tradición antecedente como es la novela indigenista contaminada con las
preocupaciones de la narrativa social; luego, y en contradicción con el anterior, el
conjunto de procedimientos propios de la nueva narrativa latinoamericana de los años
60, que los escritores del boom instalaron en un caudal hasta entonces inédito de
lectores. Pero es la poética de la novela indigenista la que funciona como marco
regulador del contrato de lectura, es decir, el programa que consiste en narrar los
acontecimientos desde la perspectiva de los indígenas oprimidos y de representar el
mundo andino a partir de su versión del imaginario constitutivo del referente. Condición
que no se cumple ya que el conjunto de fabulaciones que se despliega en el ciclo de
94

Scorza no pertenecen, salvo el mito del Inkarri, a los pueblos quechuas del centro del
Perú.
Manuel Scorza no rescribe mitos existentes, recopilados por antropólogos o por
él mismo que tuvieran por función manifestar la identidad de los personajes
involucrados en sus historias. Me refiero a fabulaciones, puesto que no es exacto
referirse a mitos en las novelas de Scorza, son construcciones que antes de apuntar a
testimoniar el imaginario mítico de los pueblos quechuas, apela a los supuestos de los
lectores.
Así, por ejemplo, la invención de la invisibilidad de Garabombo reconoce
antecedentes literarios en El licenciado vidriera de Miguel de Cervantes Saavedra, en la
novela de H.G. Wells, El hombre invisible, a la que en 1952 Ralph Waldo Ellison le había
dado un sesgo social al vincularla a la situación de los negros en Estados Unidos y,
además, hay que considerar la amplia difusión del tema en el cine y en los comics en la
época de aparición de las novelas de Scorza. Las metamorfosis del Niño Remigio que
muta milagrosamente de enano jorobado en joven apuesto, para luego sufrir una
regresión también milagrosa, o de la Maco Albornoz que pasa de bandolero a prostituta,
de violento matón a mujer fatal, es una variante de los tópicos clásicos de la literatura
occidental desde Homero y Ovidio hasta Kakfa y Virginia Woolf y, por supuesto, el
tratamiento que reciben en la novelas de Scorza está tan alejado del imaginario de los
pueblos quechuas como los diálogos del Ladrón de Caballos que se entiende con los
animales, que revela su descendencia de las peripecias del Gulliver de Jonathan Swift. En
la historia de la vieja ciega que teje ponchos en los que quedan grabadas profecías,
Scorza instala el tópico del sueño adivinatorio que articula pasado con futuro, digamos
que no sería demasiado arriesgado mostrar la relación con los interrogantes freudianos
sobre los contenidos oníricos, del mismo modo que el motivo de la ilustración de los
sucesos futuros en imágenes también remite a una genealogía que se remonta por lo
menos hasta La Eneida de Virgilio.
Las novelas de Scorza representan, por un proceso de trasposición hiperbólica y
de metaforización, cada uno de los elementos presentes en la historia de los
enfrentamientos campesinos de los pueblos andinos del centro de Perú, apelando no a
su perspectiva sino a tópicos literarios de larga tradición en la literatura occidental.
La inscripción de marcas históricas en el discurso narrativo supone algo más que
un inventario de datos garantizados por un registro diferente; significa la interferencia
de una perspectiva determinada que interpreta trastorna, monta y selecciona diversas
versiones sobre hechos reales para constituirlos en materia novelesca.
Planteada la cuestión en estos términos, la dilucidación del carácter distintivo de
la configuración de esas versiones, que se presentan al lector como crónicas de sucesos
efectivamente acaecidos, implica la exigencia de producir una inversión en la dirección
95

dominante que Scorza anuncia para su narrativa. Puesto que la constituye


explícitamente a partir del privilegio otorgado por el conocimiento directo del referente
y advirtiendo que las exageraciones de la escritura son más el producto de la
imposibilidad de representar ese referente de modo adecuado que de una postura
estética o literaria; cuando, por el contrario, es posible señalar que los procedimientos
de registro y testimonio de los sucesos que exceden las limitaciones de la crónica,
género discursivo pretendidamente objetivo y sujeto a la fidelidad de los
acontecimientos históricos, están apuntando a campos de legibilidad de los lectores que
han aceptado las exitosas poéticas de las novelas del boom de la literatura
latinoamericana.
Aquellos componentes narrativos que aparecen como expresión del imaginario
de los pueblos oprimidos o, al menos, como la modalidad más adecuada para llevarlo a
cabo, pueden ser leídos como guiños y señales dirigidos a los lectores. La supuesta
configuración mítica de los relatos y los elementos sobrenaturales incluidos en las
tramas novelescas tienen como función la sistematización de creencias, es decir apuntan
a explicar la realidad pero no en los términos de los protagonistas sino de acuerdo con el
universo de representaciones de quienes son los destinatarios. Las fabulaciones que se
le atribuyen a los personajes y que, en gran medida, dan preeminencia al irracionalismo
de sus imaginarios no son más que un conjunto de motivos de la literatura occidental
trastornados en algunos casos por los procedimientos del llamado “realismo
maravilloso”.
Las primeras cuatro novelas de la saga responden a una misma estructuración: se
narra un levantamiento campesino que se enfrenta ya sea a la empresa minera
norteamericana Cerro de Pasco Corporation o a los terratenientes del lugar. Cada una de
ellas termina con una masacre de los comuneros indígenas a la que sigue un resurgir de
una conciencia pretendidamente mítica que alienta la esperanza de volver a luchar y a
recuperar las tierras.
Esta estructuración se mantiene en la última de las novelas de la Guerra
silenciosa, La tumba del relámpago, en la que además de la perspectiva de los comuneros
se agregan otros componentes como el abogado Genaro Ledesma, el seminarista y el
propio escritor que tienen un marcado protagonismo apoyando estos levantamientos
campesinos.
La conciencia política de Genaro Ledesma incorpora en La tumba del relámpago
una interpretación crítica que tiene una función metanarrativa de la concepción mítica
que se le ha atribuido a los comuneros. Todo ello avalado por frecuentes citas a Valcárcel
y Mariátegui, a Elías Tacunán, dirigente y fundador del movimiento comunal del Perú,
hay asimismo numerosas referencias a la Revolución Cubana y a las fragmentaciones y
conflictos de la izquierda peruana.
96

La tumba del relámpago ha sido interpretada como una variación del proyecto
implícito sobre el que se funda el ciclo de las cinco novelas de Scorza. En esta narración
se atenúa el dominante de los procedimientos del “realismo maravilloso” y al incorporar
otras voces, propias de la novela social, se amplía el panorama desde el que se habían
presentado los acontecimientos e interpretado las acciones y los imaginarios de las
comunidades indígenas. Pero si estos cambios efectivamente incorporan nuevos
elementos, ello no supone una variación sino una afirmación de la propuesta implícita ya
en la noticia de Redoble por Rancas.
La contraposición de los dos imaginarios uno marcado por los procedimientos de
hipérbole y por la inscripción de elementos sobrenaturales y el otro que elabora un
discurso político que interpreta el problema de la rebelión indígena en términos
racionales, retoma la estructura dicotómica de las novelas anteriores para otorgar a la
palabra literaria la función de vehículo de un discurso político, cercano a la novela de
tesis, que pretende explicar a los lectores la problemática planteada. La inclusión de
Manuel Scorza como personaje de la novela tiende a reforzar el lazo entre las iniciales de
la primera noticia con el discurso total de la saga en el que además emerge una
concepción del intelectual como intérprete privilegiado de la historia que se presenta en
una postura legitimada por su participación activa en el conflicto, su postura moral y por
sobre todas las cosas por su capacidad cultural que le permite ser el portavoz de todos
los demás protagonistas.
Las novelas de La Guerra Silenciosa instalan al zahorí lector en un lugar
privilegiado, circunstancia que ya aparece en el título del primer capítulo de Redoble por
Rancas. Una cantidad considerable de los títulos de los capítulos exhiben la insistencia
en la transmisión de saber al lector.
Uno de los gestos característicos de la novela indigenista es la voluntad de
promover una transformación en el mundo a que hace referencia, la temporalidad de los
sucesos que narra, por lo general, es contemporánea del momento de la enunciación. Por
ello, los procesos de verosimilización no se producen por asociación con el discurso
histórico, sino más bien por la cercanía entre el tiempo de lo narrado y el de la
narración, que como señalaba más arriba le permite al lector, tener acceso al
conocimiento del mundo referido en los relatos.
De lo que se desprende que el cambio propugnado por la poética indigenista debe
producirse no en el ámbito de los personajes literarios, sino en el de los seres que
habitan el mundo de la referencia. Los procesos de transformación se deberán generar
en una instancia diferente a la textual, no se trata tan solo de transmitir saber que
genere otros textos, sino acciones en el ámbito del mundo de referencia. Esta
concepción, rigurosamente cumplida por Scorza, implica la exigencia de pensar los
discursos como meras copias, más o menos exactas, del mundo, al que se considera
97

constituido con anterioridad.


La saga de Scorza generó desde el momento mismo de la aparición de Redoble por
Rancas un áspero debate acerca del grado de verdad histórica que las novelas exponían.
Wilfredo Kapsoli, uno de los historiadores que más ha trabajado sobre los
acontecimientos narrados señala al principio de uno de sus trabajos sobre el tema:

Varios años atrás, cuando ya terminábamos la tesis sobre "Los Movimientos


Campesinos en Cerro de Pasco", apareció Redoble por Rancas, primera balada de
Manuel Scorza. Desde entonces pensamos hacer un cotejo entre la novela y la
historia, entre ficción y realidad.82

Concepción que establece esquemáticamente dos parejas y sus correspondencias, según


el modelo de una proporción se puede exponer así: la novela es a la historia lo que la
ficción es a la realidad.
La disyunción exclusiva que aparece en el título de este apéndice exige para su
desmontaje una reflexión acerca de la narratividad que permita asediar asimismo el
tema de la violencia de la escritura.
Creo que las novelas de Scorza dan a leer en su gestualidad de borradura y exceso
los límites de los discursos que se postulan como dadores de verdad objetiva sobre los
referentes. La saga La Guerra Silenciosa es una esceno-grafía de la imposibilidad de
configuración del referente como una entidad previa, escindida de los imaginarios de
sentido que lo constituyen, confiriéndole un estatuto de plena autonomía en relación
con las redes de simbolización social.
La pregunta retórica del título, que ahora recuerdo: "La narrativa de Manuel
Scorza ¿historia o ficción?", no puede ser separada del otro, el del subtítulo de este
apéndice: "La violencia en el orden del referente y en el proceso de escritura - Las
novelas de La Guerra Silenciosa de Manuel Scorza", un título atrae al otro y es imposible
reflexionar sobre la violencia sin animarse a cuestionar la coacción de las taxonomías.

82 Kapsoli,Wilfredo. "Redoble por Rancas: historia y ficción" en Manuel Scorza L'homme et son oeuvre,
Université de Bordeaux II, 1985.

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