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Pedro Figari y el Clasicismo

Latinoamericano
por Alejo Carpentier.

Pericón entre Ombúes. - 1925-27 - 70 x 100 cm. - Museo M. de Bellas Artes


Juan Manuel Blanes - Uruguay.

En pleno Barrio Latino, junto al Panteón y cerca de las nubes, vibra un poco
del alma de nuestra mejor América... Tras de altos ventanales, en un estudio
luminoso como el cielo mismo, hay un hombre de barbas blancas y rostro
agudo, que ha logrado conservar, traspuesto medio siglo de vida, una
sorprendente lozanía espiritual. Expresión risueña de viejo duende, inquietud
de neófito, matutina fe de adolescente: añadid una jícara de mate y el cocktail
se llamará Pedro Figari.

En América tenemos el raro privilegio, actualmente, de ser contemporáneos


de nuestros clásicos. Estos se llaman Diego Rivera, Héctor Villalobos,
Ricardo Güiraldes, Amadeo Roidán... Y Pedro Figari es otro de esos clásicos
de un arte nuevo y fuertemente caracterizado, fuera de cuyo ejemplo todo es
pastiche o camouflage espiritual en nuestro joven continente. Los lienzos de
este pintor son intrépidos vehículos de los más auténticos valores -sensibilidad
y documentos- americanos. Sin proponérselo, hacen cristalizar el anhelo del
pintor futurista que perseguía una -pintura con olor, color y sabor-. Tienen un
frescor de aleluyas iluminadas y la tosca poesía de nuestras arrabaleras;
conocen el bandoneón sentimental, el rasgueo de guitarras achacosas, el santo
vestido con encajes de papel, la queja ritual del tambor negro; no ignoran el
grabado en madera que ilustra corridos populares y adivinaron la Virgen de
Regia; saben del ex voto piadoso y casi obsceno y amarían las cándidas
historietas ofrendadas en testimonio de milagro, a Nuestra Señora de
Guadalupe, en su villa inefable; nos revelan insospechados parientes del
bongó antillano y del diablito que salta, como cangrejo de Regia, sacudiendo
sonora gualdrapa de cencerros...

Las escenas se suceden con la misma fuerza, con idéntica elocuencia de


ritmos, construyendo un panorama que se inicia en el París novísimo, para
penetrar en las entrañas de todo un pasado colonial. Hay jirones de la América
entera en esos momentos uruguayos plasmados por Figari. Gauchos y
matreros en patios añosos, semejantes a los de San Cristóbal de La Habana;
cabalgatas y diligencias, cantares y bregas, en escenarios de pampa y ranchos;
rumbas de negros, entierros de negros, ceremonias religiosas de negros;
negros rosistas con la cinta roja en el sombrero; negros ante altares de
repostería, rematados por santitos ingenuos y omnipotentes; pomposos
interiores de antaño, con su vida burguesa realzada por marcos dorados,
pesadas chimeneas y relojes rococós encerrados en campanas de cristal;
soldados y soldaderas -por qué pienso en José Clemente Orozco?-, en
callejuelas que recuerdan, de modo sorprendente, las colonias apartadas de
México... Todo un retablo americanísimo realizado con una pintura
espontánea, franca, directa, capaz de revelarnos los menores atributos de un
ambiente, gritándonos, sin embargo: -Cuidado con la pintura fotográfica!-
Porque nada resulta menos fotográfico que la visión plástica de Pedro Figari.

-Rien n'est beau qui n'est merveilleux-, decía André Breton en el trascendental
manifiesto del surrealismo. Pero pocas cosas tan bellas como alcanzar lo
maravilloso como factores muy humanos. Figari ha logrado esto, fijándose en
gol estético de una sencillez casi increíble en época tan fecunda.

-Nunca me ha preocupado la pintura en sí (me confesaba recientemente). En


mis cuadros no he intentado resolver tal o cual problema de metier. Sólo he
querido fijar en el lienzo una serie de aspectos pasados o actuales de la vida
suramericana, para que sirvan de documentos al gran pintor que vendrá
después.

Y es esa misma despreocupación del oficio la que conserva a Pedro Figari una
admirable frescura de visión que lo sitúa muy cerca de la pintura popular. Los
buenos poetas saben librarse de los peores peligros (no rechazó Orfeo todas
las proposiciones del circo Barnum?). Y Pedro Figari es ante todo un buen
poeta. Por ello adivinó tan pronto los secretos de la -ignorancia adquirida- de
la que habla Paul Dukas a sus discípulos de composición musical. Sus telas
contienen refinadísimos valores líricos, sin invocar nunca la acrobática -pata-
del maestro.

Ahora que la pintura moderna reacciona contra la aridez del metier por el
metier pensando más que nunca en el contenido poético de la obra, la labor de
Pedro Figari resulta, pues, extraordinariamente actual. Por el atajo de las
evocaciones americanas, viene a resolver -aunque situado en otro plano- un
problema análogo a los que se plantean las maniquíes y caballos mitológicos
de Chirico, los saltamontes y perros-peces de Miro, y los que solía ponderar el
cándido Aduanero Rousseau desde su mundo pictórico emparentado con las
estampas de Epinal.

El frescor espiritual de Pedro Figari avecina con el prodigio. Erik Satie debió
parecerse a él. El artista ha logrado vivir la vejez al salir de la adolescencia, y
hoy disfruta de una juventud plena y fuerte. A la edad de veinte años, el artista
tuvo que abandonar los pinceles, después de realizar escarceos preliminares
para ser recluido entre los legajos y papeles polvorientos de un bufete de
abogado. Pasaron treinta años, treinta años de pleitos, polémicas, política,
periodismo, lo bastante para entorpecer el espíritu más fino!... Pero, un día
Pedro Figari tuvo el valor de abandonarlo todo, cediendo a los ruegos, cada
vez más apremiantes, de su insatisfecho temperamento de creador. Y París
asistió a la primera canalización de sus ímpetus largamente reprimidos. El
artista mismo -condensador de un misterio superior- tuvo la sorpresa de ver
surgir bajo su pincel una tornasolada floración de imágenes lozanas, llenas de
novedad, producto de inquietudes que parecían haber muerto en él para
siempre.

Y mil palpitaciones americanas cundieron en su obra. Sus credos se


vigorizaron. Una noción de utilidad, unida a su tarea, le hizo trabajar
encarnizadamente. Su primera exposición fue coronada por el éxito más
rotundo. Sus escenas uruguayas subyugaron al público francés. Y pronto
Pedro Figari fue uno de los -clásicos- de nuestro arte latinoamericano.

Basta que Pedro Figari os sepa documentado en las cosas de América, para
que comencéis a interesarle. El artista admira sin reservas al gran Diego
Rivera, y el formidable decorador de Chapingo, por su parte, afirma que
Figari debía intentar la pintura mural.

Para Figari no hay nada más adorable en el mundo que esas cosas vernáculas
que gentes bien y plumíferos ridículos de nuestras patrias consideran como -
lacras-, deplorando no ver transformadas las ciudades del trópico en trasuntos
de Picadilly. Patios coloniales, murgas arrabaleras, fiestas negras, coplas,
bailes populacheros, guitarras, tambores, colorines, comparsas, sedas y
percales bárbaros, he ahí sus temas de inspiración En ellos están los elementos
básicos de una tradición mucho más interesante y suculenta, que la de una
ficticia importación de artículos adulterados.

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