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Latinoamericano
por Alejo Carpentier.
En pleno Barrio Latino, junto al Panteón y cerca de las nubes, vibra un poco
del alma de nuestra mejor América... Tras de altos ventanales, en un estudio
luminoso como el cielo mismo, hay un hombre de barbas blancas y rostro
agudo, que ha logrado conservar, traspuesto medio siglo de vida, una
sorprendente lozanía espiritual. Expresión risueña de viejo duende, inquietud
de neófito, matutina fe de adolescente: añadid una jícara de mate y el cocktail
se llamará Pedro Figari.
-Rien n'est beau qui n'est merveilleux-, decía André Breton en el trascendental
manifiesto del surrealismo. Pero pocas cosas tan bellas como alcanzar lo
maravilloso como factores muy humanos. Figari ha logrado esto, fijándose en
gol estético de una sencillez casi increíble en época tan fecunda.
Y es esa misma despreocupación del oficio la que conserva a Pedro Figari una
admirable frescura de visión que lo sitúa muy cerca de la pintura popular. Los
buenos poetas saben librarse de los peores peligros (no rechazó Orfeo todas
las proposiciones del circo Barnum?). Y Pedro Figari es ante todo un buen
poeta. Por ello adivinó tan pronto los secretos de la -ignorancia adquirida- de
la que habla Paul Dukas a sus discípulos de composición musical. Sus telas
contienen refinadísimos valores líricos, sin invocar nunca la acrobática -pata-
del maestro.
Ahora que la pintura moderna reacciona contra la aridez del metier por el
metier pensando más que nunca en el contenido poético de la obra, la labor de
Pedro Figari resulta, pues, extraordinariamente actual. Por el atajo de las
evocaciones americanas, viene a resolver -aunque situado en otro plano- un
problema análogo a los que se plantean las maniquíes y caballos mitológicos
de Chirico, los saltamontes y perros-peces de Miro, y los que solía ponderar el
cándido Aduanero Rousseau desde su mundo pictórico emparentado con las
estampas de Epinal.
El frescor espiritual de Pedro Figari avecina con el prodigio. Erik Satie debió
parecerse a él. El artista ha logrado vivir la vejez al salir de la adolescencia, y
hoy disfruta de una juventud plena y fuerte. A la edad de veinte años, el artista
tuvo que abandonar los pinceles, después de realizar escarceos preliminares
para ser recluido entre los legajos y papeles polvorientos de un bufete de
abogado. Pasaron treinta años, treinta años de pleitos, polémicas, política,
periodismo, lo bastante para entorpecer el espíritu más fino!... Pero, un día
Pedro Figari tuvo el valor de abandonarlo todo, cediendo a los ruegos, cada
vez más apremiantes, de su insatisfecho temperamento de creador. Y París
asistió a la primera canalización de sus ímpetus largamente reprimidos. El
artista mismo -condensador de un misterio superior- tuvo la sorpresa de ver
surgir bajo su pincel una tornasolada floración de imágenes lozanas, llenas de
novedad, producto de inquietudes que parecían haber muerto en él para
siempre.
Basta que Pedro Figari os sepa documentado en las cosas de América, para
que comencéis a interesarle. El artista admira sin reservas al gran Diego
Rivera, y el formidable decorador de Chapingo, por su parte, afirma que
Figari debía intentar la pintura mural.
Para Figari no hay nada más adorable en el mundo que esas cosas vernáculas
que gentes bien y plumíferos ridículos de nuestras patrias consideran como -
lacras-, deplorando no ver transformadas las ciudades del trópico en trasuntos
de Picadilly. Patios coloniales, murgas arrabaleras, fiestas negras, coplas,
bailes populacheros, guitarras, tambores, colorines, comparsas, sedas y
percales bárbaros, he ahí sus temas de inspiración En ellos están los elementos
básicos de una tradición mucho más interesante y suculenta, que la de una
ficticia importación de artículos adulterados.