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M.

Paz Perez Calvo

Martín el Guardián 1

La aventura comienza en Sumer

María de la Paz Perez Calvo-Martín el Guardián: La aventura comienza


en Sumer. 2° Ed. Mendoza. Zeta Editores.2011
ISBN N° 978-987-9126-81-3
Para los viajeros en el tiempo…
A mis padres, que resguardan mi pasado,
a Héctor, que acompaña mi presente,
y a mis hijos, que me invitan a conocer el futuro…

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La única luz en la habitación provenía de una lámpara de escritorio


iluminando una figura desganada, inclinada sobre los libros; la cabeza ya pesaba
sobre la mano.
Martín Aguirre dejó el libro a un costado y lanzó un suspiro lleno de
amargura. Jamás memorizaría tantos nombres de ríos, montañas y lagos en tan
poco tiempo. Aquello resultaba algo absolutamente imposible de lograr.
Sabía que tendría que haberse puesto a estudiar desde el viernes pero eso
hubiera arruinado indefectiblemente su fin de semana. Aunque, si es que debía ser
sincero, no habrían cambiado mucho las cosas: realmente se había aburrido
aquellos dos días sin tener nada interesante que hacer.
Hastiado de su encierro Martín arrastró la silla hacia atrás, se puso de pie y
salió desperezándose de la habitación dispuesto a tomarse unos breves minutos de
recreo.
La puerta de su dormitorio se abría al final del pasillo, el cual era el acceso
obligado hacia el resto de la casa. Al pasar junto a la puerta vecina la encontró
abierta y curioseó a través de ella. Divisó a su padre recostado sobre la cama,
mirando absorto un programa de preguntas y respuestas por televisión. Estaba solo.
Su madre al parecer se hallaba en la cocina. Desde allí llegaba gran estrépito de
cucharas y cacerolas y Martín no pudo evitar una mueca socarrona: aquel ruido era
un vano intento por simular que cocinaba, cuando seguramente cenarían
hamburguesas congeladas como casi todas las noches.
Avanzó unos metros más. La habitación de su hermano Quintín estaba
cerrada. Se hallaba confinado voluntariamente allí desde la mañana y hasta el
momento no había hecho acto de presencia. Martín se detuvo junto a la puerta,

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escuchando; pero no percibió ningún ruido. Seguramente su hermano mayor dormía.
Mejor así; Quintín a veces era muy molesto.
Continuó su camino.
–¡Martiiiiín!
El grito penetrante y agudo de su madre lo sobresaltó. Odiaba esa manera
en que su madre lo llamaba. Ahora bien, la señora Aguirre tenía por costumbre
encargarlo de las tareas más fastidiosas que puedan imaginarse y Martín no estaba
con ánimo de ocuparse de nada más: el estudio había acabado con todas sus
fuerzas. Lentamente volvió sobre sus pasos regresando con sigilo hacia su cuarto;
fingiría no haberla escuchado.
–¡Martín! ¡Martiiiiín!
Si la dejaban, su madre podía permanecer por horas gritando de esa
manera.
–¡Martiiiiín!
Martín, ya casi cruzando el umbral hacia su cuarto, terminó girando sobre
sus talones sin ocultar su irritación y se encaminó a la cocina mascullando su
bronca. Al pasar nuevamente junto a la habitación de su hermano la puerta se abrió
con brusquedad y asomó una cabeza ensortijada, absolutamente despeinada.
Los dos hermanos tenían un gran parecido: los mismos rasgos en la nariz
y el mentón, y el mismo hoyuelo sobre la mejilla al sonreír; los ojos castaños eran
similares, así como el cabello rubio oscuro. Sólo que Quintín lucía una cabellera
abundante en rulos, mientras que el pelo de Martín caía completamente lacio sobre
su nuca y su frente. La otra gran diferencia consistía en los treinta centímetros que
separaban a uno del otro y de los cuales Quintín sacaba continua ventaja.
–¿¡Por qué me despiertan!? –tronó la voz de Quintín. Vio a Martín cerca y
sospechándolo culpable le propinó un puntapié que el muchacho esquivó ágilmente;
luego Quintín volvió a encerrarse en su habitación tras dar un portazo, haciendo
caso omiso de la mueca espantosa de burla que le dirigía su hermano menor.
–Y es así, amigos, que el monstruo de cabellera de serpientes regresa a su
húmeda, espantosa y maloliente caverna –comenzó a narrar Martín entre dientes
reiniciando su camino. De alguna manera la pequeña escaramuza con Quintín le
había levantado el ánimo; aunque quizás, de haber llegado el puntapié a destino,

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hubiera sentido diferente–. Ahora nuestro valiente héroe, salvándose de su zarpazo
mortífero, se encamina victorioso hacia su futuro...
–¡Martiiiiín!
–… Donde lo esperan nuevas y pavorosas aventuras por vivir... –concluyó
resignado.
–¿Qué estás murmurando? –preguntó la señora Aguirre al verlo ingresar en
la cocina y dándole inmediatamente una fuente llena de hamburguesas en pan–.
Lleva esto a papi.
–Nada –respondió tontamente Martín; su madre ya no lo escuchaba–.
¿Puedo yo también comer alguna?
Al rato se encontraba nuevamente en su habitación con una hamburguesa
en cada mano. Se sentó sobre la cama comiendo a dentelladas y miró a su
alrededor. No tenía computadora ni equipo de música en su cuarto, ni siquiera un
mísero televisor. En una repisa acumulaban polvo unas miniaturas de dinosaurio y
unos alienígenas fosforescentes que encontraba en los paquetes de papas fritas que
compraba en el kiosco del colegio. Sobre el escritorio se apilaban
desordenadamente los libros de estudio y en la mesita de luz guardaba dos de
aventuras releídos incontables veces. Los miró y recordó que sus padres, cada vez
que salía el tema en alguna reunión, comentaban lo mucho que él leía y se
enorgullecían de eso; sin embargo, jamás se les había ocurrido la posibilidad de
comprarle algún otro libro para sumarlo a aquellos dos que ya tenía.
Martín miró la hora. Era temprano; todavía podía dedicarle algo más de
tiempo a sus lecciones. Sin embargo, se acomodó mejor sobre la cama.
Se dejó llevar por sus pensamientos hasta que, poco a poco, se fue
adormeciendo. Al cabo de unos minutos, en medio de su somnolencia, escuchó que
nuevamente lo llamaban, aunque no reconoció ni la voz aguda de su madre ni la de
su padre; por eso se arrebujó mejor bajo las mantas dispuesto a no hacerles caso.
Sin embargo, aquella voz lo llamaba imperiosamente...

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La Biblioteca era inmensa y se hallaba silenciosa y en penumbras. Los
anaqueles llegaban hasta el techo, cubriendo las paredes con volúmenes de todos
los tamaños, algunos muy viejos y empolvados, manchados por la humedad.
Martín, estupefacto, contempló con los ojos muy abiertos a su alrededor.
¿Cuándo había llegado allí? ¿Y cómo lo había hecho? ¿Y quién lo había llevado?
¡No podía recordarlo!
Comenzó a caminar, primero lentamente y, a medida que pasaban los
minutos, cada vez más rápido, girando por los pasillos, llamando en susurros con
ansiedad creciente a su padre o a su madre; o a cualquiera… La Biblioteca parecía
desierta. Solo sus pasos retumbaban en el opresivo silencio. ¿Acaso…? Martín
sintió que su corazón se paralizaba por un angustioso instante y luego recomenzaba
sus latidos, alarmado; y se lanzó a toda carrera con los brazos en alto, aullando de
terror. ¿¡Acaso estaba solo en ese enorme, oscuro y escalofriante edificio!?
En medio de su desesperación vislumbró una zona iluminada y encaminó
su veloz carrera hacia ese lado. De haberse hallado alguna persona por los pasillos,
a la velocidad en que iba jamás hubiera podido frenar a tiempo, y el encontronazo
hubiera sido doloroso e inevitable.
Pero no se chocó con nadie y llegó sin contratiempos hasta la zona de luz.
Allí se detuvo, rechinando las zapatillas en el suelo embaldosado, y miró
nuevamente a su alrededor. En ese sector los libros destellaban con brillos de
intensos colores, produciendo un efecto bello y sobrenatural.
A pesar de su apuro por escapar de la Biblioteca Martín permaneció quieto
y maravillado. El extraño fulgor que desprendían todos aquellos volúmenes era
fascinante. Los lomos y las tapas estaban dibujados con extraños símbolos y
grandes letras brillantes que se entrecruzaban unas con otras. A poca distancia
atrajeron su mirada unos libracos pesados y antiguos de lomos de cuero oscuro
trabajados con piedras e hilos de oro y plata, que centelleaban con gran belleza.
Con curiosidad se inclinó para observarlos de cerca pero de pronto se irguió con un
respingo de susto al escuchar una voz.
–Pertenecen al siglo XV; literatura alemana –explicó tranquilamente un
anciano, mientras descendía ágilmente por la escalerilla que utilizaba para llegar a
los estantes superiores–. Una de las primeras antologías de poemas y fábulas

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compiladas por Gutenberg y Juan Fust. Fust realizó ese delicado trabajo de la tapa.
Una obra de arte. No exagero al decirte, Martín, que estos libros son una joya
literaria y de orfebrería –el anciano acarició el lomo con delicadeza y sonrió,
deteniéndose junto al muchacho–. Me pareció escucharte gritar –agregó con cierta
malicia. Y quedaron mirándose.
El anciano, más alto que Martín, lucía una túnica brillante como la plata que
le cubría desde la cabeza hasta los pies, aunque en aquel momento la capucha se
hallaba volcada sobre sus espaldas, dejando al descubierto la abundante cabellera.
La barba blanca y espesa le daba un aire patriarcal. Sus ojos eran muy oscuros y
contemplaban a Martín con benevolencia mientras sonreía.
Hubo unos incómodos minutos de silencio.
–¿Quién eres tú? –atinó a preguntar Martín al cabo de ese tiempo,
mirándolo con estupor.
El anciano pareció sorprendido.
–¡Cómo...! ¿Y tú lo preguntas? –pero cambiando de tema bruscamente
sacó con rapidez de algún lugar de su túnica un pergamino y lo abrió delante del
muchacho, sosteniéndolo con ambas manos–. Mira, mira esto. ¿Qué lees?
Martín retrocedió unos pasos ante su urgencia pero el anciano acercó aún
más el pergamino a su rostro. Contempló entonces lo que parecía ser un rancio y
grueso papel con los extremos curvos como si permaneciera comúnmente enrollado,
escrito con unos extraños y pequeños arabescos que ocupaban algo más de media
hoja.
–¿Qué es esto? No leo nada –replicó.
–¡Perfecto! –el anciano se mostró complacido–. ¡Perfecto!
Y guardó el pergamino, luego de enrollarlo velozmente, en algún bolsillo
oculto por los pliegues.
–Vamos –le dijo luego a Martín, alejándose con premura.
De una mesa cercana que el muchacho hasta ese entonces no había
advertido tomó una enorme farola y la proyectó hacia adelante. Martín dudó unos
instantes en seguirlo, pero al comprobar cuán rápidamente la enorme Biblioteca
comenzaba a ser tragada por las sombras, quedando oscura y escalofriante, se
apresuró a colocarse a su lado.

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Fueron atravesando el inmenso edificio, zigzagueando por entre los
abarrotados anaqueles. Luego cruzaron un arco que se conectaba directamente con
un pasillo abovedado.
–¿Adónde vamos? –preguntó el muchacho, observando cómo las siluetas
de ambos chocaban, vacilantes, sobre el rocoso suelo y las paredes desnudas. El
pasillo era muy frío y tiritó. Mirando por sobre su hombro, hacia atrás, no logró ver
nada. Por delante se abría, del mismo modo, un aprensivo pozo negro. Con disimulo
se tomó de un pliegue de la túnica que ondeaba libremente por detrás a cada paso
del anciano.
Estaba a punto de repetir su pregunta cuando su compañero respondió.
–Vamos al Cubículo.
Martín entonces abrió la boca para preguntar qué cuernos era un cubículo
pero no dijo palabra y se encogió de hombros. Después de todo ignoraba muchas
cosas y no le haría ningún daño desconocer una más.
Continuó caminando en silencio.
–¿Ya sabes cómo me llamo? –inquirió súbitamente el anciano.
No, por supuesto que no lo sabía pero Martín dijo absurdamente lo primero
que se le ocurrió.
–¿Gabur?
–Claro, hijo. Soy Gabur.
El anciano no pareció inmutarse por el acierto, por lo que él tampoco
manifestó sentirse sorprendido.
–Llegamos, Martín.
Se detuvieron frente a una imponente puerta labrada de roble macizo y
Gabur sacó de un bolsillo de sus ropas una larga y herrumbrada llave que colocó en
una cerradura disimulada entre las molduras de la madera.
A pesar de su aspecto tan pesado la puerta se abrió con absoluta suavidad,
sin hacer el menor ruido. Daba paso a una estancia muy amplia iluminada por
numerosas velas que centellaron ante la corriente de aire. El anciano indicó
amablemente a Martín que ingresara y cerró tras de sí echando llave.

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–No debiste dejar las velas encendidas si no ibas a permanecer aquí –le
reprochó Martín seriamente, mirando a su alrededor–. Podría haberse provocado un
incendio.
–Es cierto, siempre lo olvido. Ya no volverá a suceder.
Gabur se dirigió ansioso al centro de la habitación.
Mientras tanto el muchacho, que se había detenido junto a la puerta,
contemplaba aquel lugar, tan distinto a todo lo que alguna vez hubiera visto. Las
paredes blanquecinas no sostenían adornos de ninguna clase, ni ventanas. El único
resquicio por donde se filtraba el aire consistía en una claraboya a la altura del
techo.
No había más que la singular distribución del mobiliario para fijar la vista:
reluciendo bajo las velas que portaban las lámparas que pendían del techo, se
encontraban cuatro mesas, una por cada esquina de la habitación. Cada una de las
mesas era diferente a las otras en su forma y tamaño. Sólo la quinta mesa, la del
centro, resultaba ser cuadrada y de la altura adecuada.
En el rincón Sur una mesa sumamente alta y redonda sostenía un pequeño
globo terráqueo del tamaño de una pelota de golf. Martín se acercó a mirarlo.
Increíblemente el mapamundi era perfecto, diseñado con absoluta precisión.
Distinguía países, mares y ríos diminutos y de haber tenido una lupa hubiera podido
leer los nombres de cada uno de ellos inscriptos en su superficie.
La mesa del Oeste tenía forma rectangular, angosta y larga, y patas
macizas y cortas. Sobre sí descansaba una enorme pecera que servía de morada a
millares de peces de colores, algas y corales.
Martín avanzó un poco más. La mesa siguiente, la del Norte, resultó ser
triangular, adosada al rincón. Se hallaba atiborrada de imágenes: personas, objetos,
edificios y lugares retratados en reproducciones en negro y blanco que se apiñaban
desordenadamente sobre un tapiz en damero con los mismos colores. Martín las fue
desplazando con las manos, observándolas intrigado. Había tantas y de tantas
épocas que sospechó que seguramente encontraría alguna de sí o su familia. Pero
no tenía paciencia como para permanecer mirando una por una, y se alejó.
La mesa del Este, la más cercana a la puerta, resultaba la más extraña de
todas. Era una mesa sin forma, como si hubieran olvidado concluirla. Poseía dos

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patas y aún así era firme y estable. Su color resultaba indefinido, lo cual Martín
atribuyó a la mala calidad de la luz con que la miraba. Esta mesa se hallaba
completamente vacía y guardaba en sí una belleza difícil de explicar.
–Martín, hijo mío, ven aquí –lo llamó Gabur con impaciencia.
En una quinta mesa, cuadrada, ubicada en pleno centro de la estancia y
flanqueada por dos sillas, Gabur había extendido el pergamino que mostrara
anteriormente al muchacho.
–Dime, Martín ¿qué lees? –y con un dedo golpeó delicadamente la hoja.
Martín se inclinó acercando su cara al escrito, frunciendo el ceño, durante
algunos segundos.
–Ya te lo dije antes: no leo nada –exclamó irguiéndose.
–Muy bien, muy bien –el anciano se restregó las manos, sonriendo.
–No veo qué es lo que está bien –saltó disgustado Martín, creyendo que se
burlaba de él.
–Es que quedamos en que lo más conveniente es que aún no puedas
leerlo –replicó Gabur alzando las cejas con gesto sorprendido.
–¡Yo nunca quedé en nada! –chilló Martín–. Además, ¿qué importa si
puedo leerlo o no? Son sólo dibujitos que no dicen nada...
–Dicen, sí que dicen –Gabur rió suavemente y le indicó que se sentara–.
Veo que lo has olvidado. No te preocupes, te lo explicaré nuevamente. Siéntate y
cálmate, Martín. Dime, ¿qué ves? –y volvió a colocar frente a sus ojos la hoja.
–¡No leo nada! –replicó aún molesto el muchacho, mirando tozudamente
hacia otra parte.
–No, no. No intentes leer. ¿Qué ves?
Por primera vez, aunque sólo de reojo porque continuaba molesto, Martín
se fijó con mayor detenimiento en lo que le mostraban.
–Veo rayas, puntos y ángulos. Ya te lo dije, allí no es posible leer nada –
repitió con fastidio, y se encogió de hombros.
–¡Ah! –Gabur suspiró y sacudió delicadamente el escrito entre sus manos–.
¡Aquí se leen tantas cosas, que te asombrarías! –Repentinamente se puso de pie y
buscó entre sus ropas hasta encontrar un lápiz y un cuadernillo. Luego volvió a

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sentarse frente al muchacho y clavó sus ojos en él–. Este Documento guarda el
secreto de tu vida –declaró.
–¿Que guarda qué? –balbuceó Martín con evidente estupor.
–Guarda el secreto de la Existencia. Te lo explicaré.
"Los trazos de este Documento corresponden a una escritura sumamente
antigua, llamada cuneiforme, ideada por los sumerios tres milenios antes de Cristo.
Esta hoja corresponde al documento de un rey, el rey Barsalnunna, quien
transcribió, justamente para quien pudiera interpretarlo, el secreto del sentido de la
Existencia. Él era poseedor de ese Conocimiento, el cual siempre fue transmitido
oralmente a los Elegidos, generación tras generación. Luego se inventó la escritura y
se comprobó que un texto resultaba mucho más confiable para transmitir esa
sabiduría, que fiarse sólo de la memoria de los hombres. El rey Barsalnunna creyó
conveniente, entonces, modificar la transmisión oral por una escrita y él mismo
plasmó sus conocimientos en dos hojas. Parte de ese grandioso documento es lo
que te estuve mostrando. Sus palabras poseen una particularidad asombrosa: son
fáciles de descifrar, es decir de leer, por quien comprende de qué se trata el escrito,
pero son absolutamente herméticas e ilegibles para quien no está capacitado para
comprender. No todos pueden descifrar el enigma aunque también es muy posible
que haya quien lo entienda y no sea uno de los Elegidos; lo que suscita un gran
riesgo ya que éste es un conocimiento que confiere un gran poder. Y hay quien no
debe ser dueño del misterio pues lo emplearía para el mal.
"Barsalnunna escribió la revelación en dos partes. Una, la que acabo de
mostrarte, es la que guardo yo. Hay una segunda hoja. Debemos recuperar esta
segunda hoja que se halla en el templo de la ciudad de Nippur.”
Martín, que había estado escuchando la larga explicación con la boca
entreabierta y aspecto desconcertado, tardó algunos segundos en reaccionar.
–¿Debemos? –repitió la palabra sin mucho convencimiento–. ¿Ciudad de
Nippur? ¿Dónde queda eso? ¿Hojas de papel con poderes? ¿De qué me estás
hablando?
Gabur pareció no escuchar sus preguntas; tomando el lápiz y el papel
describió mientras dibujaba. Hablaba con gran entusiasmo, rápidamente.

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–El Tigris, el Éufrates, dos ríos descendiendo de los montes de Armenia.
Entre ellos, la Mesopotamia.
"En las tierras cercanas a la desembocadura de los ríos se encuentran las
ciudades de Kish, Uruk, Ur, Lagash, Awan, Nippur... En este punto, la ciudad de
Kish, reinó Barsalnunna, rey de la primera dinastía de Kish; él era poseedor de la
Sabiduría y del secreto de la Existencia.
"El pueblo asentado en esta región es el de los sumerios. Sumer está
formado por estas ciudades, independientes, soberanas, con reyes locales, aunque
en general acatan la hegemonía del soberano de Nippur. Nippur se encuentra aquí,
a orillas del Éufrates. –Gabur tomó aliento para continuar con voz serena y grave:–
Los sumerios son hábiles mercaderes, prácticos, diligentes pero también
embusteros y peleadores. Desarrollaron un código de derecho civil aún hoy
admirado. Son buenos en la arquitectura, en la construcción de canales de riego. La
riqueza de las ciudades depende de la agricultura.
"Barsalnunna escribió tres milenios antes de Cristo el secreto del
conocimiento absoluto y del sentido de la vida. ¿Me comprendes? –inquirió Gabur
con vivacidad, sobresaltando al muchacho–. ¡Quién no ha buscado alguna vez saber
ese secreto y responderse sobre el motivo de su existencia! Pues bien, hace tanto
tiempo ya que la humanidad posee estas respuestas... Claro que no todos acceden
a ellas; o no pueden comprenderlas aunque se las digan o las lean. Pero la
respuesta existe y es nuestra misión lograr que llegue a quien la necesita. –Fue
entonces cuando Gabur se puso de pie–. Vamos –exclamó.
–¿A dónde? –replicó de inmediato el muchacho, aferrándose a su silla con
repentina inquietud.
–¿No has comprendido aún? –preguntó Gabur con urgencia–. Nos vamos
en busca de Ku-Baba, el sacerdote. Él nos entregará la segunda hoja...
–¿Y a dónde iremos a buscar esa hoja?
–Te lo he dicho ya –suspiró pacientemente Gabur–. Volveremos a donde
comenzó toda esta historia. Nos vamos a Sumer.

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Martín miró atónito y presa de pánico la multitud que de pronto transitaba a su
alrededor. El gentío se movía caótica y ruidosamente bajo un sol de fuego; unos
transportando sus animales por delante de la vara con que los guiaban; otros
conduciendo a los gritos las carretas de bueyes rebosantes de fardos; los perros
chumbaban, las gallinas cloqueaban en sus jaulas de mimbre; tinajas de vino daban
tumbos en el empedrado y nadie se molestaba en poner orden. El calor era tan
sofocante que dificultaba la respiración y no ayudaba en nada la nube de polvo que
se levantaba al paso.
Gabur le dirigió una rápida mirada.
–¿Has viajado bien? –le preguntó.
Martín, incapaz de comprender exactamente a qué se refería, murmuró
algunas incoherencias. Gabur, al parecer satisfecho, comenzó a caminar cubierto
con su capucha y apretando la túnica contra sí.
–¡Gabur! –lo llamó Martín, sacudiéndole una manga–. ¿Dónde estamos?
–En Sumer, en la ciudad de Nippur –respondió el anciano sin detenerse. Se
encaminaba hacia una posada señalizada con un cartel indicador de buena comida y
un lecho de descanso.
–¡Cómo! ¿Qué hacemos en Nippur? –inquirió sorprendido Martín mirando
con ojos desorbitados cómo la gente y los carros lo esquivaban casi en el instante
del choque.
–En principio, comeremos algo –explicó serenamente su compañero–. Allí.
Una tabla astillada y vacilante sobre sus goznes daba entrada al mesón.
Adentro estaba fresco; las paredes eran de ladrillos desnudos y húmedos. Las
mesas se componían de gruesos troncos cortados al medio, unidos entre sí de a dos
o de a tres, colocados casi a ras del suelo. Los comensales se recostaban a comer
directamente sobre la tierra o sobre las pieles que eran tanto abrigo como envoltorio
de sus pertenencias.
Un olor dulzón y desconocido cosquilleó con fuerza la nariz del muchacho,
haciéndolo estornudar.
Los pocos huéspedes se percataron entonces de su presencia en el umbral
y les lanzaron una mirada torva pero continuaron engullendo sus víveres. El que
parecía ser dueño del lugar se incorporó y les abrió los brazos indicando que

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pasaran. Era extremadamente alto y fornido y a diferencia de los demás llevaba una
abundante barba.
–Sean bienvenidos, forasteros. Uzúm será su servidor para lo que deseen
–los acompañó hasta una de las mesas junto a la que Gabur se reclinó y Martín,
imitándolo en todo aún anonadado, hizo lo mismo.
Uzúm palmeó sus manos y una muchacha surgió desde la trastienda
calladamente, portando una fuente con frutas.
–Ordena, anciano, lo que desees y Uzúm será feliz en complacerte –
continuó el mesero–. Haré traer para ti y el muchacho panes con cebollas, carne
ahumada con las más finas hierbas, deliciosas hortalizas, jarras de cerveza de trigo
y vino, dátiles y miel.
–Uzúm, que los dioses premien tu hospitalidad –exclamó Gabur–; el
muchacho y yo beberemos tu cerveza de trigo y tu vino y comeremos tu pan.
El mesero se inclinó en una leve reverencia y se marchó.
–Gabur –Martín se inclinó por sobre los troncos hablando en un rápido y
atemorizado susurro–. Gabur, ¿qué hacemos aquí?
Se hallaba asustado y desconcertado. Los hombres eran extraños y toscos,
tenían prominentes ojos y llevaban la cabeza y el rostro afeitados. Había cuatro o
cinco en aquel lugar, un poco más allá, gruñendo con sorda rudeza ante algunos
comentarios de su conversación y arrancando ferozmente trozos de carne y de pan.
No les prestaban mayor atención que a las moscas del lugar pero Martín no se
sentía muy seguro en su presencia.
La muchacha regresó prontamente con varios cuencos rebosantes de
carne humeante, legumbres, una jarra de cerveza tibia para él, una vasija de vino
espeso para el anciano. El pan olía sabrosamente.
–Come, hijo –señaló Gabur, hincando prontamente el diente.
Martín comprobó que, en efecto, desfallecía de hambre y consideró que,
aún con la aprensión de no entender qué le sucedía ni dónde se hallaba, bien podía
darse el lujo de comer algo. Posó su mirada sobre la comida; pero al no poder
identificar claramente lo que le habían servido, por un instante añoró las
hamburguesas congeladas de su madre. Tímidamente arrancó con los dedos, así
como hacían todos, un trozo de carne asada y lo probó.

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–No está tan mal –confesó al rato, hablando con la boca repleta de comida.
Gabur alzó su copa de vino también con los carrillos llenos y lo invitó a
beber.
–Esto es cerveza caliente –exclamó Martín al levantar la jarra hasta sus
narices y haciendo un gesto de repugnancia.
–Es suave, hijo. Bebe un poco.
La cerveza era dulzona y agria. Le provocó un fuerte ataque de tos y Gabur
tuvo que palmearle la espalda repetidas veces hasta que se recompuso.
–Es un asco –moqueó el muchacho en cuanto pudo respirar, con el rostro
aún enrojecido por el ahogo. Gabur pidió para él un poco de agua y continuaron con
su almuerzo.
Las legumbres estaban crudas pero sabrosas, aunque prefirió no probar las
que desconocía. Comió los dátiles y la miel y se devoró los panes.
Recostado sobre un brazo tal como viera que los otros comensales hacían,
Martín descansaba escuchando sin prestarle mucha atención la suave música que la
muchacha desprendía de las cuerdas de un extraño instrumento. Afuera el sol ardía
sobre el camino y refulgía en las paredes blancas de cal, cegando a los transeúntes;
pero allí dentro la frescura y la media luz eran amigas que invitaban a quedarse.
–Estamos en Nippur, en el año cuatro del reinado de Iku-Shamagán, lo cual
corresponde a unos dos mil quinientos años antes de Cristo –comenzó Gabur en voz
muy baja, saciado su hambre.
–¿Y cómo llegamos aquí?
El anciano lo observó de soslayo.
–No lo recuerdas, ¿cierto?
Martín movió la cabeza negativamente esperando con ansia una respuesta.
Pero Gabur no dio muestras de querer explicarle. El anciano continuó mordiendo
lentamente su pan.
–Gabur, ¿nosotros ya nos conocíamos? –inquirió al rato el muchacho con
cierto desasosiego. Había algo en todo aquello que le resultaba inexplicable. Vagos
recuerdos y experiencias pugnaban por manifestarse claramente, sin conseguirlo.
Necesitaba imperiosamente una explicación pero no sabía bien sobre qué.
El anciano tardó unos segundos en responder.

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–¿Qué es lo que exactamente deseas saber, hijo?
–Estábamos en ese extraño cuarto...
–El Cubículo.
–Tú me recordabas... Pero yo a ti, no... ¿Nos habíamos visto antes?
–Sí, Martín.
–¿Y por qué no lo recuerdo? ¿Por qué no sé cómo llegamos hasta aquí?
Gabur dejó pasar algunos segundos antes de responder.
–En la medida en que realices más viajes, tu memoria se hará más y más
fuerte para poder conservar tus experiencias –explicó–. Pero eso te llevará algún
tiempo... Es más, al principio comprobarás que lo olvidas todo. Si viajas poco por el
tiempo, olvidarás lo que sucede aquí. Pero si viajas y permaneces mucho fuera de tu
tiempo –se apresuró a agregar sacudiendo un dedo por delante de su cara–,
olvidarás lo que pasa allí…
–¿De qué viajes estás hablando? –preguntó Martín temiendo que el
anciano se hubiera vuelto loco.
–Los viajes para encontrarte conmigo o para viajar con el Rollo.
Martín estaba perplejo y las palabras del anciano no lo ayudaban en nada
para comprender. Sacudió la cabeza, sumamente desconcertado.
–¿Y qué hacemos aquí? –continuó preguntando–. ¿Cómo volveremos a
casa? No creo que tengan servicio de viajero frecuente hacia el futuro, je...
–Buscaremos a Ku-Baba; lo hallaremos en el palacio. Él nos dará la
segunda parte de lo que tú ya sabes…
–¿La segunda hoja del Rollo de Barsalnunna, el del secreto de la
existencia...? –sopló en tono conspirador Martín.
–¡Shh! ¡No hables en voz tan alta! –le reprochó Gabur, observando inquieto
a su alrededor.
–Pero si estamos murmurando...
–Es demasiado peligroso conversar aquí, terminemos con esto y salgamos.
–¿Cómo pagaremos la comida? Sólo tengo... bueno, no tengo nada a decir
verdad –confesó Martín tanteando sus bolsillos vacíos.
–No te preocupes –Gabur rebuscó en los recovecos de su túnica por unos
instantes y finalmente sacó unas cuantas tizas blancas.

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–¿Qué es eso? Son tizas –preguntó tontamente Martín, respondiéndose a
sí mismo–. ¿Para qué necesitamos tizas?
–Para pagar al posadero.
–¿¡Con eso!? ¿¡Pero acaso no tienes dinero!? ¡Nos va a matar!
–Cálmate, muchacho. ¡Posadero!
–¡Cómo quieres que me calme, cuando este gigante nos va a matar aquí
mismo! Nos comimos un montón de cosas, esto debe salir... cuarenta o cincuenta
pesos... Pero, ¿acá usarán pesos? –se planteó, aturdido.
Uzúm ya se inclinaba hacia ellos.
–Han honrado la casa de Uzúm con su presencia, forasteros, y han
alegrado su corazón.
–Tu hospitalidad ha sido grande y generosa, amigo Uzúm, y deseo
recompensarte.
Gabur abrió su mano mientras Martín se preparaba mentalmente para salir
corriendo de allí en caso de que las cosas se pusieran difíciles.
Al principio Uzúm frunció severamente el ceño, desconfiado de que esos
extraños canutos blancos le compensaran el gasto de carne, hierbas y vino; y ya
estaba por abrir la boca para protestar cuando Gabur, sonriendo ampliamente, trazó
una raya sobre el tablón de la mesa.
Los ojos de Uzúm y su boca se abrieron en completo asombro.
–¡Oh!
Los otros huéspedes se incorporaron y rodearon la mesa del anciano y del
muchacho, mientras Gabur seguía dibujando la mesa con blancas líneas de tiza.
–¡Oh! –exclamaron todos.
Gabur le dio el trozo a Uzúm; éste lo estudió un momento y luego se puso a
trazar figuras con enorme entusiasmo. El anciano hizo un gesto a Martín para que se
incorporara y con cierta dificultad se puso de pie a su vez.
Uzúm se inclinó nuevamente ante él, con profundo respeto
–Forastero, has honrado mi morada y has enriquecido mi corazón. Dime tu
nombre para que pueda recordarte en los días de sol y en las noches de estrellas.
–Gabur es mi nombre, amigo Uzúm. Toma, nuestro agradecimiento es
sincero –y le dio al fascinado Uzúm dos trozos más de tiza.

18
Dejando detrás de sí las reverencias del posadero, Martín y Gabur se
retiraron de allí.
–¡Pero qué brutos que son! –exclamó Martín en cuanto pisó el empedrado
de la calle–. ¿Cómo pueden ponerse así por un trozo de tiza? ¿Es que no tienen
tizas en este lugar? ¿Y por qué le diste más, si con una sola ya nos dejaba ir? Si la
moneda de ellos es la tiza, mejor ahorrémosla. ¿Cuántas tizas tienes?
–No tengo más.
–¡Que no tienes más! ¿Le diste todas las tizas? ¿Y cómo pagaremos ahora
lo que adquiramos?
–Eso ya lo veremos. Escucha, en principio ellos sí tienen tiza, mucha a
decir verdad.
–No entiendo... si se pusieron como si fuera la primera vez que ven algo
así.
–Tienes razón, es la primera vez que ven la tiza así. Pero mira, dime ¿qué
vez allí?
–¿Allí? Nada, tierra.
–Exacto. Tierra. Pero, ¿qué tiene de particular esta tierra?
Martín la tocó y la dejó resbalar por entre los dedos.
–Es blancuzca, como un polvillo.
–¡Exacto! Es tierra arcillosa, Martín; eso es tiza. Utilizan la arcilla para
confeccionar tablillas donde escribir pero también comprobaron que con la misma
arcilla se puede escribir en tablas de madera o en rocas. Es aún dificultoso de
implementar en la vida cotidiana; y es más un juego de niños. A veces se reseca
tanto la tierra que es posible quitar trozos de arcilla y con ellos escriben y hacen sus
dibujos. Sin embargo nunca hasta hoy un sumerio ha visto la arcilla preparada de
esta manera, tal como la conoces tú.
–Entonces a Uzúm le dimos la última novedad en inventos.
–Así es, muchacho. Aquí abunda la arcilla y muy pronto idearán la manera
de confeccionar esta clase de tiza que no se deshace al transportarla ni entre los
dedos al escribir y cuyo peso y tamaño la hacen fácilmente manejable.
Gabur continuó caminando en silencio algunos pasos y luego, sin mirarlo,
habló suavemente.

19
–Hemos comido bien, hemos descansado y salido de la posada
satisfechos. Con una tiza le retribuimos el gasto de la comida y bebida, con la otra
agradecimos el lugar que nos brindó para nuestro reposo y con la tercera lo hicimos
dichoso. Es justo el pago por lo que nos dio, ¿no te parece?
Martín intuyó que Gabur no esperaba una respuesta ante esa pregunta, por
lo que permaneció callado.
Corrían las horas de la tarde y el movimiento de gente era incesante.
Mientras caminaba junto a Gabur, Martín se entretuvo contemplando a su alrededor.
La ciudad parecía ordenada y funcional: calles rectas, negocios agrupados en el
centro, y las casas de sus habitantes en las proximidades. Algunas viviendas se
encontraban abiertas directamente en las laderas de unas colinas aisladas que
limitaban por el norte la ciudad, pero en su mayoría eran unos edificios rectangulares
de ladrillo con una o dos ventanas, prolijamente adosados unos a otros. En general
todas las viviendas se hallaban por debajo del nivel del camino; una serie de
peldaños tallados en la misma tierra, desparejos e inclinados, conducían al interior, y
como los umbrales eran estrechos y de baja altura era preciso inclinarse para poder
ingresar.
La calle principal cruzaba justo por el centro de Nippur, dividiendo la ciudad
en dos partes exactamente iguales, y conducía al palacio que funcionaba como
templo y depósito de cereales al mismo tiempo. La ciudad se defendía rodeada por
un alto muro de ladrillos de casi dos metros de espesor y contaba con cuatro puertas
de acceso. Dos puertas daban directamente al valle y al río, otra hacia las colinas y
la última hacia el olivar. Cada puerta se hallaba fuertemente vigilada por celosos y
fornidos guardianes que se tomaban la atribución de permitir o no el paso de las
carretas o los caminantes.
Frente al palacio, austero e imponente, se alineaban los pequeños
comerciantes de herramientas y utensilios domésticos fabricados en cobre, bronce o
hierro; las casas de préstamos; las tiendas de lana y especias; los carpinteros y
arquitectos, los talleres de arte y orfebrería; y el cirujano. Cada uno ofertaba a voz
en grito sus productos o las habilidades propias de su profesión, parado en el umbral
de sus pequeños cuartuchos oscuros. Golpeaban unos sus vasijas para demostrar la
firmeza del material en sus marmitas y cucharas, sobresaltando a los distraídos; otro

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extendía ante cada transeúnte los rollos de tela o la piel confeccionada, con el riesgo
de hacer trastabillar a más de uno. Las mujeres se detenían imprevistamente a
curiosear y discutían los precios. Un poco más allá el cirujano comentaba a voz en
grito y a quien deseara escucharlo que quitaba el dolor de muelas y aplicaba
eficientes cataplasmas de mostaza o pasta de aceitunas para diversos malestares.
Los negocios se hallaban atiborrados de mercadería, por lo que algunos
comerciantes extendían hasta la calle su muestrario de objetos, intensificando el
caos del tráfico. A poco de allí funcionaba la feria donde se realizaban los más
variados intercambios. Todos llevaban algo para ofrecer: un buey, un cerdo,
pescado, granos, frutas, miel, leche o piedras preciosas; que se entregaban a
cambio de lo que necesitaban. Se hablaban a los gritos hombres y mujeres y más de
una vez se armaban trifulcas al no ponerse de acuerdo en los trueques.
Las mujeres eran tan altas como los hombres pero mucho menos robustas.
Usaban el pelo suelto y largo, casi siempre cubierto por un ligero velo con el que
intentaban protegerlo del polvo que se levantaba al paso de las reses y de la
multitud. Vestían polleras de vivos colores, a cuadros, largas hasta media pierna; y
una especie de camisas de lino, de anchas mangas. En sus pies calzaban sandalias
de piel o cuero, como los hombres, aunque muchos de éstos acostumbraban usar
botas de esos mismos materiales.
Los hombres se vestían con unas largas camisas que les cubrían hasta las
rodillas. Se ajustaban a la cintura una faja de cuero ornamentado, de la que pendía
una bolsa con los papiros o tablillas que acreditaban sus propiedades y el certificado
de granos depositados en el banco. No alejaban de sí tales documentos ni aún para
dormir.
Los viajeros se distinguían prontamente pues llevaban sobre los hombros
un manto de piel o lana colocado de tal manera que formaba una especia de bolsa a
sus espaldas, donde transportaban lo necesario. Este manto cumplía las funciones
de ser mochila, abrigo y una cobija para dormir. Todos avanzaban de a pie ya que
las monturas no podían ingresar al centro de la ciudad. En los alrededores se
multiplicaban las guarderías de caballos, camellos y hasta elefantes.
Gabur guió a Martín hacia el palacio, donde debían encontrar a Ku-Baba.
Le señaló la escuela, en la que permanecían los niños durante gran parte del día

21
mientras sus padres y madres cumplían con sus quehaceres; y le mostró un tugurio
que funcionaba como salón de juegos, donde varios hombres vociferaban y bebían,
apostando a diferentes juegos de dados sus propiedades y su fortuna.
Luego se detuvieron unos segundos a distancia del templo para que Martín
pudiera observarlo plenamente. El edificio de forma rectangular con multitud de
pequeñas ventanas se complementaba con una torre en forma de pirámide
escalonada a la que llamaban zigurat. Era un edificio inmenso, sumamente bello y
austero.
–Vamos –indicó Gabur al muchacho.
Al palacio ingresaba quien quisiera, por lo menos al sector que funcionaba
como tribunal, ministerio de finanzas y banco. Por dentro una serie de galerías
conectadas entre sí y que parecían formar un confuso laberinto, llevaba hasta las
diferentes oficinas. Gabur y Martín se dirigieron a un amplio patio central, al que iban
entrando, una tras otra, las carretas repletas de fardos. En un perfecto orden de
turnos los propietarios esperaban que un administrativo procediera a evaluar la
mercadería y considerara su precio. Este momento del proceso provocaba agrias
disputas ya que, si bien el valor de cada cereal estaba estipulado oficialmente, de su
calidad dependía el importe final y ésta era determinada únicamente por el veedor.
De allí que más de una vez tuviera que intervenir un oficial del orden para apaciguar
los ánimos de algún airado y estafado agricultor o que, más comúnmente, se
practicara la encubierta costumbre de arreglar con generosa estimulación un precio
final razonable.
Acordado el valor del grano los fardos eran transportados a la sala de
cómputos.
Los gritos arreciaban entonces. Más de uno iba por detrás de los
indiferentes cargadores propinándoles encendidos improperios por su desdén al
manipular las bolsas de las que se desprendían algunas semillas; y las recogían del
suelo, una por una, disputándoselas a las atrevidas aves que pululaban por doquier.
–¿Por qué las levantan, si son tan poquitas? –se sorprendió Martín
observando la escena.
–Es que ahora las cuentan –replicó Gabur con una sonrisa divertida.

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–¿Qué dices? ¿Es que cuentan grano por grano? –exclamó con asombro el
muchacho.
–Ahora verás.
Ingresaron a una estancia siguiendo al grupo que cargaba las bolsas y a su
dueño. Dentro, el aire se encontraba viciado pues se cubrían todas las rendijas por
las que pudiera penetrar la más mínima ráfaga de viento. Un intrincado sistema de
platillos y balanzas ocupaba gran parte de la habitación. Apretujados contra las
paredes como el resto de los presentes, Martín y Gabur observaron cómo los granos
iban siendo echados, bolsa tras bolsa, dentro de un gran embudo. Su peso impulsó
en cadena el deslizamiento de platillos, que subieron y bajaron sucesivamente con
leve crujido de metales. Inmediatamente desembocaron en una canaleta una serie
de bolas de diferentes tamaños.
–Las mayores indican el millón de granos. Las más pequeñas, en orden,
los miles, centenas, decenas y unidades –explicó Gabur al atónito Martín–. Ahí
puedes ver siete grandes, cinco más chicas, y las siguientes unas más pequeñas
que otras... Esa bolsa tiene siete millones quinientos setenta mil cuatrocientos once
granos de maíz.
–Increíble –murmuró el muchacho.
–Con este aparato son capaces de hacer todo tipo de cálculos: sumar,
restar, multiplicar, dividir –se entusiasmó el anciano prestando atención a cómo un
escriba anotaba minuciosamente los resultados mientras se reiniciaba la operación
con otro fardo, luego de dejar caer los granos anteriores en una enorme tina.
–Es como una computadora –exclamó Martín contagiado de su
entusiasmo–. Estos sumerios no son tan brutos después de todo.
–¡No sólo no son brutos sino que su cultura es la cuna de la civilización del
mundo! –estalló Gabur. Un siseo vehemente lo hizo callar y decidieron retirarse de
allí–. Los grandes inventos tuvieron su origen aquí. ¿Sabías que fueron los primeros
en utilizar la rueda, la pólvora y el vidrio?
Martín denegó y asintió a la vez con un enérgico gesto, deseando que
Gabur no esperara una respuesta. La verdad era que no sabía mucho de historia.
Mientras hablaban, recorrían los pasillos comprobando que la tarde
acababa; se notaba el frenesí por terminar con las actividades del día. Algunas

23
oficinas dejaban caer sus cortinas notificando de este modo que ya no atenderían al
público. Gabur guió a Martín entre el gentío y el laberinto de corredores
–Y ya verás cuando te muestre la increíble biblioteca que han erigido –
continuó con pasión el anciano–. Han escrito sobre todo aquello conocido hasta
ahora: las fábulas y parábolas que se transmitían oralmente, poemas y epopeyas,
obras de teatro, relatos de viajes y la historia de todos los pueblos conocidos, desde
los orígenes del tiempo hasta hoy. Han compaginado tratados de medicina, ciencias,
botánica, filosofía... ¡Hasta de astronomía, con una exactitud pasmosa! Sí, ya la
verás cuando lleguemos a Kish. Te aseguro que te sorprenderás...
–¿A Kish? ¿Qué es eso? –se intrigó Martín.
–La ciudad de Kish –le aclaró Gabur alzando las cejas, sorprendido por la
pregunta.
–¿¡Es que seguiremos viajando!? –se alarmó Martín–. ¡Yo tengo que volver
a casa!
–No te alteres, que no iremos hoy mismo –intentó sosegarlo Gabur–.
Pasaremos la noche en…
–¿Es que no entiendes? –saltó Martín sin poder controlarse.
Repentinamente la ansiedad que le provocaba toda esa inesperada aventura, estar
en Sumer sin comprender cómo ni por qué, con Gabur y sus ideas extrañas, y con
un Documento que, según decía, confería súper poderes, fue demasiada para él–.
¡No quiero estar más tiempo en este mundo! –gritó Martín con tono perentorio–.
¡Quiero que me saques de aquí! ¡Además, tengo hambre! ¡Quiero una hamburguesa
con papas fritas! ¡Y estoy cansado de caminar!, ¡quiero un colectivo!
Gabur lo contemplo un instante con genuino asombro y luego meneó la
cabeza suspirando pacientemente. Pero siguió andando y durante algunos minutos
no se dirigieron la palabra. Habían salido del palacio y ahora avanzaban por la calle
colmada de negocios que ya cerraban sus puertas.
La tarde cayó tan rápidamente que asombró al muchacho la llegada
repentina de la noche. Comenzó a refrescar y la brusca diferencia de temperatura
hizo tiritar a Martín.
–Sé que añoras tu mundo, hijo, pero no tardarás en regresar a él –afirmó
Gabur de pronto–. La culpa es mía si te has sentido incómodo, y te pido disculpas.

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Pero mi intención fue que conocieras un poco mi tierra y mi época; y por eso nos
hemos demorado tanto.
"Ven –exclamó seguidamente Gabur, girando con brusquedad en una
esquina del palacio–, buscaremos a Ku-Baba y nos iremos".
Se habían internado por una calle desierta a esas horas; en el silencio
percibían sus pasos apagados. Pero imprevistamente Martín se detuvo y Gabur giró
el rostro hacia él arqueando las cejas.
–¿Qué sucede ahora? –preguntó.
–No lo sé –titubeó el muchacho desconcertado. Había sentido un grito
agudo y penetrante, como si lo llamaran desde alguna parte–. No lo sé...

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2

Abrió los ojos, sobresaltado por el inesperado grito.


–¡Martiiiiín! ¡Martiiiiín! Ya tienes que dormir.
–Estaba durmiendo, mamá –se quejó, incorporándose en la cama con
somnolencia. Con disgusto notó que llevaba una hamburguesa aplastada adherida a
la manga de su camiseta.
–Buenas noches, querido.
Su madre volvió a cerrar la puerta y el muchacho apagó la luz.

No sabía dónde marcar el río que Beranda Harpyia, la profesora de


Geografía, le indicaba. Martín miró disimuladamente por sobre su hombro a sus
compañeros, en busca de ayuda, pero ninguno le prestaba atención; chicas y
muchachos charlaban quedamente sobre sus cosas, en pequeños grupos. Se
mordió los labios de impotencia y pesadumbre, volviéndose hacia el gran mapa que
colgaba sobre la pared. Ni siquiera se burlaban de él porque no sabía la lección,
como hacían con otros. Simplemente lo ignoraban; y eso era lo peor.
Martín cursaba el primer año de secundario en un colegio a pocas cuadras
de su casa, donde concurría gran cantidad de alumnos. Había terminado el séptimo
grado el año anterior en otra escuela y era nuevo en ésta, así como todos sus
compañeros; si bien algunos ya se conocían por haber cursado juntos la primaria.
En su caso, sin embargo, no era así. Desconocía a todos al ingresar el primer día de
clases y nada era diferente a casi tres meses de haber comenzado.
Con el contundente aplazo que la profesora Beranda Harpyia le colocó
Martín regresó a su banco, cabizbajo. Ese sería otro día que luego querría olvidar

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–Ya te irá mejor la próxima vez –murmuró una voz por detrás de él.
Se encogió de hombros, sin condescender a mirarlo. Si sólo se trataba del
Nofre…
Su compañero no insistió.
Su nombre era Manuel Navarro pero a algún ingenioso se le había ocurrido
llamarlo alguna vez, con actitud mordaz, "Nofre", abreviando la frase "No frenó y se
cayó", en alusión a un diente que se le había partido al darse un golpe tras una
corrida; la falta del canino se la habían reemplazado por una brillante corona
plateada. Desde entonces sus compañeros se referían a él de aquella manera.
Era un chico agradable pero Martín no lo contaba entre sus amigos. A decir
verdad Martín no tenía ningún amigo y eso lo afligía secretamente. Envidiaba con
intensidad a dos o tres de sus compañeros más populares y hubiera dado lo que
fuese por ser como ellos, o por lo menos que ellos se fijaran en él. Pero a diario
comprobaba que no sucedía así y por tal motivo detestaba ir a la escuela. Y no
porque se burlaran o lo tomaran de punto para sus bromas, como hacían a veces
con Nofre, sino porque, mucho peor aún, francamente lo ignoraban. Si hablaba en la
clase su voz quedaba perdida bajo la inmediata intervención de otro; si se acercaba
a algunos en el recreo a entablar una conversación le respondían con las dos o tres
palabras necesarias y luego el grupo, por un motivo u otro, se disolvía rápidamente y
él quedaba nuevamente solo.
No se encontraba entre los alumnos más aventajados a los que todos
recurren a fin de pedir ayuda; ni era el peor de la clase al que se identifica por ese
motivo y se intenta cada tanto socorrer cuando se juega el pase de año. No llamaba
la más mínima atención en deportes ni tenía especial talento en ninguna otra
materia. Era siempre mediocre en todo y jamás se destacaba en nada.
Ni siquiera las chicas se fijaban en él.
Martín garabateó cualquier cosa en su carpeta, abatido, con los ojos
castaños doloridos y enrojecidos por el esfuerzo de evitar las lágrimas. Disimulaba
estar muy ocupado para que nadie se fijara en él, no fuera cosa que justamente en
ese momento alguien lo hiciera. Lo que menos quería ahora era que se percataran
de su llanto.

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Solo Nofre se le acercaba cada tanto para hablarle así, espontáneamente.
Pero no se podía decir que fuera muy popular y por ese motivo a Martín no le
complacía afianzar una amistad con él. Nofre se destacaba por ser muy buen
alumno, pero habitualmente se comportaba de manera algo timorata por lo que no
tenía mucho crédito entre sus compañeros. A veces se burlaban de él, a causa del
diente; y otras veces se le acercaban cuando necesitaban ayuda en alguna materia.
Pero de no ser así, y esto era lo más frecuente, lo dejaban también solo.
La mañana transcurrió con lentitud pero terminó finalmente y al mediodía
Martín caminó con paso cansino hacia su casa. Almorzaría allí antes de retornar al
colegio para las clases de la tarde.
Su madre no se hallaba presente pero le había dejado preparado algo de
comer. Martín tomó el plato y salió de la cocina. Raramente su padre o Quintín iban
a la casa a esas horas, por lo que se apropió momentáneamente del control remoto
del televisor de la sala.
A las tres, sin noticias de su familia, caminó las pocas cuadras que lo
separaban del colegio. Por la tarde concurría a los Talleres. El colegio ofrecía cuatro
opciones, de las cuales él había elegido dos: Carpintería, con el simpático profesor
Esteban Quito; y Arte y Manualidades, con una profesora excéntrica y disparatada
llamada Dolores Mora. También tenían las clases de Educación Física, dos veces
por semana.
Martín avanzaba con desgano. Era una tarde soleada y tranquila de junio.
Los Aguirre vivían en un bonito barrio de Buenos Aires que en horas de la siesta se
entregaba a la quietud; pero unas cuadras más allá la ciudad parecía otra: activa,
exaltada, con un ritmo electrizante. Los autos avanzaban rápidamente aprovechando
la sincronización de los semáforos y los colectivos arremetían unos contra los otros.
Dobló la última esquina. Varios muchachos y chicas con sus uniformes de
gimnasia, igual que él, surgían en pequeños grupos desde diversas direcciones
rumbo a la puerta del colegio. Se acercaban riéndose y charlando animadamente sin
prestarle demasiada atención al entorno.
Se sintió absurdamente humillado por ingresar solo y lo hizo cabizbajo.
Siempre había deseado participar de un almuerzo común con amigos antes de
regresar al colegio pero nunca le llegaba a él la oportunidad. Envidiaba a todos los

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que lograban cumplir con ese sueño y más de una vez se detenía a imaginar qué
charlarían, cuáles serían las bromas y qué gusto tendría una pizza compartida.

No era muy bueno en deportes por lo que, cuando Pancracio Cubertin, el


fornido profesor de Educación Física, llamó para jugar un partido de vóley, Martín
prefirió pasar desapercibido escondiéndose en el tumulto del grupo, dejando delante
a los más entusiastas por participar. El resto se fue luego a hacer gimnasia al salón
y hacia allí fue Martín, feliz de no tener que hacer el ridículo en el campo de juego.
Luego tuvo clases con Dolores Mora y se aburrió soberanamente
esculpiendo en cerámica un portalápices.
Horas más tarde todo había finalizado; había sido, como anticipara, un día
para el olvido.
Martín sacó la llave del bolsillo de su campera ansiando esfumar el
recuerdo del colegio en el refugio de su hogar. Al entrar se encontró con su hermano
Quintín. Quintín era cuatro años mayor que él y treinta centímetros más alto. Jamás
le prestaba demasiada atención; ni siquiera se dio vuelta a mirarlo al sentir abrirse la
puerta de calle. Se hallaba sentado frente al televisor de la sala comiendo las sobras
del almuerzo.
Martín murmuró un tímido hola y se alejó, rondando algunos minutos por la
casa. No tardó mucho en reaparecer otra vez, dispuesto a hablar con su hermano.
–¿Dónde está mamá? –le preguntó
–Empezó un curso de armado de pantallas para lámparas –respondió
Quintín tranquilamente sin dejar de masticar ni de mirar la tele.
Martín dudó unos segundos sobre lo que haría entonces. Podría buscarse
algo de comer y quedarse en su dormitorio, pero aún era muy temprano como para
acostarse. O podría permanecer en la sala soportando el irritante cambio continuo
de canales de su hermano mayor con el control remoto. Por de pronto, se encaminó
a la cocina.
–¿Quieres comerte esto? –Quintín, masticando aún, lo detuvo ofreciéndole
su plato a medio terminar–. No creo que encuentres otra cosa. Mamá no dejó nada
preparado.

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Quintín resultaba muchas veces fastidioso pero en ocasiones lo conmovía
con gestos como ese. Martín aceptó el plato y se sentó junto a él.
Vieron una película por casi dos horas y luego se engancharon con el canal
de caricaturas, riendo y haciendo comentarios graciosos ante las desventuras de sus
personajes. Ni cuenta se dieron del tiempo transcurrido hasta que sus relojes
marcaron simultáneamente la medianoche.
–¡Qué tarde que es! –exclamó Martín–. ¿Por qué no volvió papá?
–Creo que tenía una cena con un cliente –su hermano se encogió de
hombros sin manifestar preocupación o extrañeza por esa ausencia.
–¿Y mamá, cuando regresa?
–No lo sé. ¿Por qué no te vas a dormir? Mañana tienes que ir al colegio.
–Y tú también, ¿por qué no te vas a dormir tú?
–Porque yo no soy un nenito de doce años. Pero vamos, que yo ya me voy
a mi cuarto también –Quintín se incorporó y apagó el televisor. Martín lo imitó y se
alejó bostezando; estaba realmente cansado.
Encaminándose a su cuarto, sonrió; había disfrutado esas horas en
compañía de su hermano, los dos solos comiendo cualquier cosa y riendo las
bromas tontas de los dibujos animados. Si por lo menos fuera siempre así... Si por lo
menos, ante la ausencia cada vez más frecuente de sus padres pudiera estar
seguro de poder contar en cada ocasión con su hermano... Necesitaba confiar en
que alguien lo esperaba al regresar del colegio para compartir un momento
agradable y divertido.
Avanzó por el pasillo hacia su dormitorio, bostezando repetidamente y
estirando los brazos por detrás de la espalda.
Al llegar, abrió la puerta de su habitación.

Gabur se dio vuelta en cuanto sintió la corriente de aire que agitaba las
llamas de las velas. Martín cerró la puerta mientras el anciano hacía lo mismo con un
grueso libro, dejando a un lado su lectura.
–Te fuiste muy rápido el otro día –comentó Gabur simplemente.

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El muchacho abrió la boca para contestar "Mi mamá me despertó" pero
consideró que aquella respuesta sonaba demasiado absurda y mientras cavilaba
alguna otra excusa razonable hizo una serie de sonidos incoherentes y
gesticulaciones vagas.
–¿Lo viste a Ku-Baba? –preguntó entonces, cambiando sin disimulo de
tema.
–No, ya se había retirado del templo. Pero es imperioso que lo
encontremos pronto y que recuperemos ese Documento –Gabur lo miró entonces
fijamente–. ¿Vendrás conmigo? –preguntó.
Martín supo exactamente a qué se refería y se ruborizó, avergonzado.
Gabur no había olvidado su exabrupto en Sumer y ahora quería asegurarse de que
él aceptaba ser parte de esa aventura. Martín vaciló; pero fue sólo por un segundo.
Porque a pesar de la desazón de no comprenderlo todo, sabía perfectamente lo que
quería hacer.
–Por supuesto –exclamó el muchacho.
Gabur sonrió complacido y se puso de pie.
–¿Vamos?
Más que a una pregunta sonó a exigencia.

El grueso de la población ya se había levantado y comenzado sus tareas,


aunque aún no había amanecido completamente. Una luminosidad blanca
anunciaba la llegada de una mañana que prometía ser calurosa; multitud de pájaros
ya ensordecían el ambiente. Las mujeres se encaminaban hacia sus casas
transportando los cántaros con agua fresca que habían ido a sacar de los pozos y
los niños corrían junto a ellas, arremolinando la tierra, disfrutando las horas antes del
ingreso a clases.
Cuando el sol despuntó totalmente se escucharon vigorosos los sones de
trompeta con que los sacerdotes elevaban la oración de adoración, rogando por un
día apacible.
Sin embargo se percibía en el aire una excitación especial, creciente a
medida que corrían los minutos. Hombres y mujeres se reunían en corrillo en las

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esquinas, junto a las fuentes y en los umbrales de los negocios aún cerrados.
Mantenían conversaciones fugaces, los gestos tensos, recelosos, en un corto
intercambio de preguntas y respuestas; y luego se retiraban separándose con
rapidez, arrastrando las madres detrás de sí con violencia a los niños, que chillaban
caprichosamente.
–¿Qué sucede? –Martín intentaba seguir el paso ligero del anciano pero lo
sorprendía el extraño comportamiento de la población y se retrasaba por
observarlos. Corrió para darle alcance–. ¿Qué sucede, Gabur? –repitió.
–No lo sé exactamente –Gabur fruncía el ceño, inquieto por indefinidos
presagios.
–¿Por qué no abren los negocios? ¿Es domingo?
–No, hijo. No te demores; debemos hallar a Ku-Baba.
–¿Vamos al palacio?
–Sí. Entraremos por donde lo hicimos la vez pasada, por el patio de cargas.
Ven.
Pero, a diferencia de aquella tarde, ningún carro aguardaba su turno para
ingresar. No había tráfico en la calle principal ni junto al imponente edificio. Gabur se
dirigió con ansiedad hacia el portón pero un guarda lo interceptó impidiéndole el
paso.
–Está cerrado –informó con brusquedad. Portaba una lanza que sostenía
amenazadoramente.
–Es imperioso que vea al Sumo Sacerdote Ku-Baba –imploró Gabur–.
Déjame pasar, soldado.
–Imposible, anciano. El palacio ha sido cerrado. Nadie sale, nadie entra.
No hubo caso. El soldado informó que ni aún él mismo podía ingresar; su
misión era custodiar las puertas desde el lado externo. Dentro, una gran patrulla
armada garantizaba la vida de los hijos del rey, sus concubinas, sacerdotes y
ministros.
–¿Cuál es la amenaza, soldado? –preguntó entonces Gabur–. Los rumores
llegan como oscuras bandadas de malos augurios...
–El ejército de Akkad avanza hacia Nippur, anciano. Que los dioses nos
protejan...

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Gabur agachó la cabeza y se retiró de allí con premura, siguiendo la pared
de roca del palacio sobre la cual apoyaba su mano a fin de sostenerse, pálido por la
noticia.
–¡Gabur! ¿Qué es lo que está sucediendo? –interrogó Martín.
–Llegan los acadios, Martín. ¡No nos queda ya tiempo! Yo sabía que esto
sucedería pero creí que aún faltaba para esa hora... ¡Debemos llegar hasta Ku-Baba
a toda prisa! Entraremos por el lado del templo, ven, apresúrate.
–¿Quiénes son los acadios, Gabur? Me suena conocido el nombre, pero...
no creo que sean los de un grupo de rock, ¿no es cierto? Cerca de casa hacen
recitales de grupos de los más pesados y hasta los "maxiquioscos" de 24 horas
cierran. La gente les teme, corren si ven un grupo de fanáticos y prefieren no salir de
sus casas, como parece que están haciendo estos sumerios ahora... ¿Son como un
grupo de rock, esos acadios....?
Gabur lo miró de reojo y lo interrumpió con un rudo gesto de impaciencia.
–¿No has leído mucho sobre historia de la humanidad, no es cierto?
Martín se sonrojó de vergüenza sin replicar y permaneció callado largo rato.
Rodearon el edificio y llegaron hasta los portones del Templo, en el zigurat.
Supuestamente los enormes postigos se encontraban firmemente atrancados por
dentro pero Gabur no perdió tiempo en ellos y comenzó a tantear en las rocas de las
paredes vecinas hasta provocar finalmente un chasquido. –Esta puerta está abierta,
entremos –exclamó Gabur, y empujando con el hombro la puerta secreta disimulada
en la roca, ingresaron al edificio. El anciano, tras ellos, volvió a dejar la pared tal
como estaba.
El interior del templo resultaba sobrecogedor; era amplio y de techos muy
altos y escalonados; lo habían ornamentado en mármol blanco y piedras preciosas y
se hallaba iluminado por innumerables teas aunque la luz del sol pronto comenzaría
a entrar a raudales por las elevadas ventanas.
Dos leones de bronce de gran tamaño, con las fauces abiertas y en
posición amenazadora, guardaban la figura del dios Enlil, divinidad de la tierra. Otras
esculturas en piedra representaban a los dioses y diosas menores. Los dos altares
para sacrificios se ubicaban al frente.

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Martín se frotó los antebrazos. Allí dentro hacía un frío glacial. El recinto se
encontraba completamente vacío y sus pasos resonaron en la inmensidad mientras
avanzaban.
–Por aquí, vamos –Gabur lo guió por un pasadizo oculto que partía de
entre las patas delanteras de uno de los leones.
Desembocaron en una habitación extensa y agradable, con dos pequeñas
ventanas que daban al exterior. No había nadie aguardando, pero Martín no estaba
preparado para encontrar allí lo que sí había: cuatro mesas ocupando cada esquina
y una quinta mesa, cuadrada, en el centro. Un pequeño globo terráqueo, una gran
pecera, miles de fotos y una bella mesa vacía.
Sorprendido, Martín lanzó una exclamación.
–¡Es igual a la tuya, Gabur! –y luego de un instante preguntó, intrigado–:
¿Por qué, qué significa todo esto?
Gabur sonrió suavemente.
–Finalmente notas que todo tiene un significado, hijo mío.
–Si lo tiene, dime, ¿cuál es?
Gabur hizo un instante de silencio. Luego se fue acercando a cada mesa,
señalando y tocando los objetos; y le explicó:
–Todo lo que ves es la representación de la Sabiduría.
"Mira este globo terráqueo, Martín. Es nuestro mundo conocido. Creemos
que es todo y sin embargo es pequeño en comparación con la grandeza que lo
rodea y que aún desconocemos. Es donde vivimos, hijo; no sólo me refiero a nuestro
planeta, la Tierra, sino a todo lo que llamamos el cosmos.
"Esa mesa y lo que hay en ella, entonces, representa el espacio donde
vivimos, Martín.
"Luego, aquí, el agua que da la Vida. La vida se originó en el agua, Martín.
Así que todo proviene de ella, y todo va hacia ella y necesita de ella. El agua es
imprescindible; sin ella es impensable que algo pueda existir. La pecera entonces,
nos recuerda la posibilidad de la Vida.
"En esta otra mesa llena de imágenes se nos muestra el hombre y su
evolución: sus hijos, sus obras a través de todas las épocas, su progreso y su

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crecimiento. Esta mesa nos representa entonces el transcurrir de la vida, el paso del
tiempo.
"Y por último, esta mesa...
–No sostiene ningún objeto –interrumpió Martín–. ¿Por qué? ¡Es una mesa
tan extraña...!
–La cuarta mesa –explicó Gabur–, refleja lo que cada uno intenta ser y
cómo lo va logrando... Las vivencias, los deseos, las búsquedas, el esfuerzo con que
cada uno crece es lo que va forjándonos año tras año, y así, como esta mesa, uno
se transforma en alguien distinto a todos, conformando su cuerpo y su alma como
mejor pueda y más le plazca.
"Pero lo más importante –continuó el sacerdote acercándose a la mesa del
centro y apoyando el Rollo en ella–, es que en el centro de todo, en el centro del
mundo, de la vida, de la historia y de ti, existe el conocimiento absoluto del sentido
de la vida.
"Entendiendo el Sentido de la Vida, entendiendo el sentido de tu propia
vida, serás feliz. Ese conocimiento es el eje central y primordial de la existencia. Y
ese es el conocimiento que encierran las palabras del Rollo de Barsalnunna."
El silencio se hizo profundo.
Luego Martín habló con cierta intranquilidad en la voz.
–Pero, entonces, Gabur, ¿yo nunca seré feliz?
–¡Martín! ¿Por qué preguntas eso, querido muchacho?
–Es que yo no entiendo lo que dice el escrito de Barsalnunna. Y tú dices
que solo conociéndolo seré feliz.
–Martín, Martín –Gabur lo miró cariñosamente–. ¿Acaso no te has dado
cuenta aún? Tú eres uno de los Elegidos...
–Nunca fui el elegido en nada. ¿Qué sentido tiene serlo?
–Tú serás capaz de leer el escrito de Barsalnunna algún día. De ti
dependerá, luego, lo que hagas o dejes de hacer con ese conocimiento. Y en
función de tus elecciones serás o no feliz. Pero sabrás del sentido que tiene tu vida
más que cualquier otro muchacho.
–¿Y por qué no puedo entenderlo ahora?
–Es mejor así, te lo aseguro –afirmó entre dientes Gabur.

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–¿Qué tiene de bueno que no pueda leerlo en este momento? ¡Yo quiero
saber qué dice! –se encaprichó el muchacho.
–Ya te expliqué que estas hojas tienen un poder especial, inestimable –
replicó con vehemencia el anciano–. Como debemos llevar estos Documentos a
lugar seguro necesito alguien que, en principio, no comprenda lo que lee, para evitar
la tentación del dominio absoluto que se desprende de sus palabras; sería
catastrófico que hicieras uso de ese conocimiento sin comprender las consecuencias
de su utilización –le aseguró meneando la cabeza–. Pero también necesito que
luego puedas ir dilucidando su significado –agregó con tono más calmo–, para
asegurarme de que el Escrito quede en buenas manos. Será necesario que
comprendas sus palabras y te comprometas a hacer buen uso de sus poderes. Tú
luego serás el portador del Rollo de Barsalnunna, Martín –reveló Gabur señalándolo
enérgicamente con el dedo–. Ya verás: te llamarán Martín el Guardián –le anticipó,
sonriéndole.
–¿Yo... yo seré...? –se atragantó Martín ante esa noticia–. ¡Pero... eso no
es posible! –exclamó sacudiendo la cabeza–. No sé si yo puedo quedarme con esos
papeles si son tan importantes. ¿Por qué no los conserva tu amigo, el sacerdote Ku-
Baba?
–Él es el sumo sacerdote de Nippur y su edad ya no le permite alejarse de
aquí –respondió Gabur–. Tú y yo nos ocuparemos de llevar el Documento a Kish.
Allí quedará a resguardo algún tiempo más. Luego te harás cargo de él.
–¿Por qué no te los quedas tú?
En ese momento la puerta se abrió y ambos miraron con premura hacia allí.
Avanzaba hacia ellos un hombre sumamente anciano, algo encorvado por los años.
Vestía una túnica gris refulgente como la plata, similar a la de Gabur, acompañada
por un manto pesado y lujoso colgando de sus hombros, que se arrastraba por el
suelo al caminar. En la cabeza lucía una mitra repujada.
El recién llegado los observó fijamente. Sus ojos eran negros y las
pobladas cejas reforzaban la mirada aún enérgica. La cabellera y la barba
abundantes y blancas le daban al Sumo Sacerdote de Nippur un aire de sabio justo
y venerable que obligaba a la reverencia.

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No demostró sorpresa al descubrirlos allí sino que se acercó serenamente
a Gabur. Los dos ancianos se saludaron efusivamente sin palabras.
Luego Gabur adelantó a Martín hacia el sacerdote.
–Él es Martín, Ku-Baba. Será el Guardián del enigma.
Ku-Baba lo observó largamente con mirada escrutadora, durante tanto
tiempo que Martín comenzó a removerse nervioso, desviando su mirada.
El anciano de Nippur finalmente habló.
–Muchacho, que el Ser Supremo te dé fortaleza y te cobije en su paz.
Ku-Baba entonces se alejó unos pasos. De entre sus ropas extrajo un
pergamino sujeto por un lazo de cuero, que entregó sin preámbulos a Gabur. Este lo
tomó y enrollando juntas las dos hojas las guardó finalmente entre los profundos
pliegues de su túnica.
–Los acadios avanzan rápidamente –comentó entonces Ku-Baba dándoles
la espalda y acercándose a observar por la ventana–. El rey ya ha salido con su
ejército; intentarán detenerlos antes de que invadan el valle pero no contamos con
fuerzas suficientes. Se han mandado mensajeros solicitando el apoyo de los reyes
de las ciudades vecinas pero me temo que sus hombres no lleguen a tiempo.
–Debemos apresurarnos, entonces –exclamó Gabur por toda respuesta.
–Diríjanse a la puerta que se abre hacia el olivar. Estimo que no tendrán
inconvenientes para salir. Háganlo lo antes posible para que la noche los encuentre
protegidos en el monte. No pierdan tiempo. Que la fortuna los acompañe.
Ku-Baba se volvió y ambos ancianos nuevamente se saludaron en silencio
y con afecto, en una larga despedida. Luego Ku-Baba regresó a su silenciosa
contemplación a través de la ventana.
Gabur hizo un gesto a Martín para retirarse de allí, indicándole que
primeramente se despidiera del sacerdote. El muchacho denegó enérgicamente con
la cabeza y con ademanes reiterados quiso hacerle entender a Gabur que no se
atrevía a perturbar la concentración del Sumo Sacerdote, que no sabía qué decirle y
que mejor se fueran de allí sin más. Después de todo, Ku-Baba ya no les prestaba la
más mínima atención.
Pero Gabur insistía con rotundos ademanes en que se le acercara y se
despidiera.

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Finalmente entonces, viendo que no lograba nada con seguir negándose,
Martín se acercó al eminente sacerdote. Valía más terminar pronto con aquello.
–Adiós, che –exclamó el muchacho dándole al mismo tiempo una vigorosa
palmada en el hombro.
Ku-Baba pegó un espectacular respingo, se sobrepuso, y comenzó a
murmurar unas palabras de despedida; pero ya Martín se había alejado corriendo de
su lado, horrorizado ante la posibilidad de haberle provocado un paro cardíaco.
Gabur y Martín regresaron por el mismo pasillo que habían transitado al
ingresar y salieron del templo sin problemas. La ciudad estaba inusualmente
silenciosa y los negocios permanecían cerrados.
–Debemos encontrar alguien que nos venda algo de carne, hortalizas y
frutas –explicó Gabur al muchacho mientras avanzaban por la callejuela desierta–.
El camino a Kish nos llevará varias jornadas. Necesitaremos comida, agua y abrigo.
Conseguiremos unas pieles. Iremos caminando; tardaremos más pero será más fácil
escondernos que de ir con una mula. Con los acadios amenazando y los bandidos
rondando por el monte, mejor será no arriesgarse demasiado.
–¿Bandidos? –Martín repitió la palabra con voz algo temblorosa–. ¿Hay
ladrones por aquí?
–Viven en los alrededores, en las grutas de las laderas del monte. No creo
que nos molesten a nosotros, un viejo y un niño. Generalmente atacan las
caravanas, las carretas, las manadas de bueyes. No temas, no nos pasará nada.
Ven, veamos si nuestro amigo Uzúm puede ayudarnos.
–¿Trajiste más tizas?
–No. Luego veremos con qué le pagamos.
Uzúm les abrió la puerta luego de asegurarse de que nadie más ingresaría
con ellos. Luego de admitirles el paso volvió a ajustar la desvencijada tabla con
barras transversales. No era mucha defensa ya que la tabla no cubría todo el hueco,
pero oficiaba claramente de barrera de contención y si por sí sola resultaba una
frágil prohibición de ingreso, el gesto fiero y el enorme garrote en la mano de Uzúm
hubieran disuadido hasta al más osado de ingresar sin permiso.

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El posadero los proveyó de todo lo necesario y les dio alimento como para
una semana. También comieron y bebieron algo allí mismo, descansando unos
breves minutos antes de emprender la travesía.
–¿Qué le vas a dar? –murmuró Martín, inquieto porque llegaba la hora del
pago y, nuevamente, no tenían dinero. Uzúm mismo se mostraba ansioso por
conocer lo que Gabur le ofrecería esta vez y deambulaba en torno a ellos en inútiles
quehaceres.
El anciano sacerdote se incorporó.
–Uzúm, amigo. En retribución a tu hospitalidad y generosidad quiero darte
a conocer el secreto de la preparación de un manjar con el que podrás deleitar a tus
huéspedes e incrementar tu riqueza. Escúchame –y ante la vigilante y ceñuda
mirada de Uzúm, le explicó cómo preparar queso.
–¿Eso resulta sabroso? –preguntó el desconfiado posadero luego de
escucharlo sin interrupciones durante algunos minutos.
–Haz como te he dicho y verás lo que resulta.
Uzúm lo meditó unos segundos, sin estar convencido de dejarlos partir.
–¿Y si no resulta?
–Si no te da resultado y consideras que mi deuda no ha sido saldada te doy
permiso para deshonrar mi nombre en la comunidad. Búscame como se busca a un
ladrón y yo me consideraré un ingrato.
Uzúm se rascó la cabeza con ademán pensativo; Gabur lo sorprendía, ya
que se jugaba el honor asegurando que su fórmula sería un éxito.
–De acuerdo, anciano. Te dejaré partir ya que has pagado tu deuda con tus
palabras. Cuando regreses a Nippur te convidaré un tazón de... ¿cómo se llama lo
que me dijiste?
–Queso. Y no podrás darme un tazón, porque luego de cuajarla, la leche
del tazón se habrá espesado lo suficiente como para cortarla con un cuchillo. Me
darás una tajada de queso.
Uzúm volvió a rascarse la cabeza y luego la enmarañada barba, perplejo, y
finalmente les permitió marcharse.
Gabur y Martín se encaminaron hacia la puerta Sur con sus pieles y
víveres, ansiosos por iniciar el trayecto a Kish. El muchacho llevaba al hombro un

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atado con comida y sus ropas del siglo XXI; había cambiado su atuendo por la ropa
típica de un muchacho sumerio: una túnica morada sujeta con un cinto de cuero, y
un turbante cubriendo su cabeza; pero se había negado terminantemente a
desprenderse de sus zapatillas para ir descalzo. Gabur, impaciente por partir, no
había insistido demasiado. Él, por su parte, había extendido sobre su cabellera
blanca la capucha de su toga plateada y llevaba a la espalda el fardo confeccionado
con el manto de piel.

El centinela los dejó pasar encogiéndose de hombros; tenía órdenes de no


permitir la entrada a nadie, mas no le habían informado sobre qué hacer si algún par
de insensatos, ante el peligro inminente, deseaba alejarse de la protección que
otorgaban las murallas de la ciudad.
El camino que comenzaron a recorrer era de tierra seca, sinuoso y
polvoriento, y un par de kilómetros más allá se elevaba para cruzar las colinas
verdes y florecientes. El sol aún no había llegado a lo alto del cielo y como ellos
avanzaban hacia el sudeste contemplaban claramente su fulgor trepando por el
firmamento, mientras arrastraban sus largas sombras por detrás.
La mañana avanzó más rápido que ellos con su travesía. Iniciaron el
ascenso por la suave pendiente bajo un sol alto e implacable, en silencio durante
varios minutos.
–¿Cuándo llegaremos a Kish? –preguntó Martín secándose el sudor de la
nuca y el cuello con una mano.
Gabur sonrió ante su impaciencia.
–Acabamos de iniciar la jornada, hijo. Calculo que llegaremos en cuatro
jornadas más.
–Ah, bueno, cuatro jornadas...; eso está bien –repitió distraídamente el
muchacho, absorto en la contemplación de un cielo azul límpido y unas colinas de
un verde sedoso, a lo lejos. Pero, al cabo de unos instantes preguntó:– ¿Y eso
cuántas horas son?
–Tú lo llamarías cuatro días.

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–¡Cuatro días! ¡Cuatro días caminando! ¡No lo puedo creer! ¡Yo no puedo
estar cuatro días enteros caminando! –se escandalizó Martín deteniéndose en seco.
–No caminaremos durante todo el tiempo. En algunos momentos
pararemos a descansar, a comer y a dormir. –Gabur luego soltó una risita y lo miró
de soslayo–. ¿En qué has pensado cuando te dije cuatro jornadas?
–Pensé que se trataba de cuatro horas –confesó Martín reiniciando su
camino–; o a lo sumo cuatro etapas: caminar, descansar, comer y luego llegar...
¡Jamás se me hubiera ocurrido caminar cuatro días para llegar a ninguna parte! ¿Es
que no existen los trenes o las carretas o algo así en este lugar?
Gabur simplemente lanzó otra de sus risitas, sin decir palabra.
–¿Y a qué hora nos detendremos a comer? ¿Hay posadas por aquí? –
continuó Martín al poco rato.
–No existen posadas en el camino que seguiremos. Cuando tengamos
ganas de comer nos sentaremos bajo los árboles a saborear el pan, la carne y las
hortalizas que Uzúm nos ha vendido.
–Ah, haremos un picnic –Martín lo consideró unos momentos con agrado–.
No está mal la idea, nunca fui a un picnic. Y eso de pagarle con una receta de
cocina a Uzúm fue grandioso, pero me parece que lo estafamos...
–No lo creas. En realidad, se hará rico. Él fabricará ese queso y acumulará
con su venta una fortuna.
Martín hizo un gesto de desconcierto y continuó avanzando varios minutos
más, callado.
–¿Qué hora es, Gabur? –preguntó luego.
–Son las últimas horas de la mañana, hijo mío.
–Sí, pero ¿qué hora es? ¿Las once, las doce...?
–No lo sé. Es casi el medio día...
–¿Los sumerios no usan reloj?
–Calculan las horas por la posición del sol, pero ellos no calculan minutos
ni segundos –explicó Gabur.
–¿No tienen reloj ni calendario ni nada de eso? –se extrañó Martín.
–Como calendario usan un sistema de medición del tiempo que depende
de las siembras y las cosechas –respondió el anciano esforzándose en la subida–.

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No es preciso ni eficiente pero les alcanza –agregó con un ligero encogimiento de
hombros. Luego continuó:– Actualmente los que tienen un buen calendario, casi tan
perfecto como el de tu tiempo, son los egipcios. Hace ya varias generaciones sus
excelentes astrónomos han instituido el calendario en base a sus observaciones
solares. Es algo sorprendente, pero tiene sus fallas; calculan un año de 365 días.
–¡Eh, pero eso está muy bien! ¡Si el año tiene 365 días! –saltó Martín–.
¿Por qué dices que están equivocados?
–Mmm –Gabur se mesó la barba, sonriendo con algo de duda–. Es que
tienen pequeñas dificultades con ese calendario.
–¿Por qué?
–Dime, ¿en qué estación del año crees que estamos: invierno, primavera,
verano...? –preguntó Gabur por toda respuesta.
–Yo diría que en verano, hace mucho calor...
–Exacto, estamos en verano, muy pronto comienzan las cosechas de esta
época –aseveró Gabur–. Todos sabemos que estamos en verano, y sin embargo en
Egipto, que hace tanto calor como aquí, sus calendarios señalan que estamos en
pleno invierno.
–Los egipcios están chiflados, entonces –concluyó Martín con firmeza.
–No, hijo –rió Gabur–. Es que aún no calcularon que el año tiene un cuarto
de día más que los 365 días; es decir que no han estipulado un año con un día de
más cada cuatro años; entonces sus fechas se van corriendo paulatinamente de
estación a razón de un cuarto de día de error por año. Ahora creen que el mundo ha
sido castigado por los dioses y que realmente estamos en invierno, como indica su
calendario, pero que nos parece verano por juego o capricho de los dioses.
–Realmente, esos egipcios están locos –sostuvo Martín sacudiendo
perplejo la cabeza–. ¿No puedes ir tú a explicarles lo que sucede? Les falta agregar
el año bisiesto.
–No, Martín –respondió severamente Gabur–. No puedo intervenir en su
cultura ni en la de ningún otro pueblo... Además, no creo que me den una buena
acogida –agregó con una mueca.
–¿Por qué?

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–Porque no toleran a los viejos –exclamó Gabur–. Para ellos la ancianidad
es denigrante, es una anormalidad, una deformidad. Llegar a viejo es como una
deshonra o un castigo. Tendrías que verlos –continuó–, es un pueblo de gente
hermosa y joven, pero muchos lo son a base de técnicas que considerarías
increíbles y medicamentos extraordinariamente avanzados para su época, que
utilizan para permanecer jóvenes y bellos. Hombres y mujeres se practican sin
ningún pudor cirugías de todo tipo... Se realizan estiramientos faciales, en cuellos y
en manos. Usan tinturas para el cabello e implantes de cabello natural... Su
búsqueda de la eterna juventud les ha dado algunos éxitos sorprendentes y
numerosos resultados patéticos. Son amantes vanidosos de su belleza corporal.
–¡Eh, pero eso es igual que ahora! –respondió Martín. Luego, confundido,
intentó corregirse–. Es decir, como después, en el futuro...
–Sí, hijo mío, así es. Nada de tu tiempo es tan novedoso, a decir verdad –
asintió su compañero.
–A mi abuela le encantaría estar aquí si es que tienen métodos tan buenos
para rejuvenecer –exclamó Martín, pensativo–. Se la pasa tiñéndose el pelo y
estirándose la cara. Ahora que lo pienso, es cierto: el perfil de mi abuela se parece a
los dibujos de los egipcios antiguos: el pelo le comienza casi a media cabeza, hacia
atrás, porque tiene la piel de la frente tan estirada...
Continuaron por el camino, accidentado y pedregoso, en silencio. Al cabo
de un rato hicieron un alto para almorzar, protegidos bajo la sombra de un
bosquecillo. Bebieron con agrado la fresca agua que llevaban en un cuero apropiado
y comieron algo de carne fría y pan. Gabur dormitó algunos minutos y luego se
pusieron nuevamente en marcha.
–Gabur, ¿por qué estoy acá? –reinició Martín sus preguntas.
–Porque eres quien guardará el Documento de Barsalnunna, Martín –
respondió Gabur precediéndolo por el sendero.
–¿Y por qué yo?
–¿Y por qué no tú? –Gabur le lanzó una rápida e inquisitiva mirada.
El muchacho se encogió de hombros mientras hacía un esfuerzo por subir
una parte del camino particularmente difícil.
–Es que yo no sirvo para nada, Gabur –objetó luego.

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–¡Pero hijo! ¿Cómo se te ocurre pensar así de ti? –exclamó Gabur,
deteniéndose y girando tan súbitamente que Martín casi choca con él.
–Es la verdad –murmuró el muchacho; y para evitar los ojos escrutadores
de su amigo se puso a contemplar un achaparrado arbusto que de pronto le parecía
sumamente interesante–. No soy bueno en nada: ni en el colegio, ni en deportes y ni
siquiera tengo amigos... –continuó con voz plañidera.
El anciano lo miró con profundo afecto y sonrió divertido; pero antes de que
Martín captara su gesto le dio una palmadita en el hombro y se puso nuevamente en
marcha.
–Entiendo que te pese esa situación pero debes estar convencido de que
puede cambiar –exclamó con tono serio.
–No lo sé –lo interrumpió Martín con aspereza avanzando tras él–. Los
chicos de mi edad son como los egipcios con los ancianos. Al chico que ven
diferente a ellos lo tratan mal, como si fuera anormal.
–Si te consideran diferente o tú te ves diferente al resto es porque
descubres en ti algo que te convierte en único, en original –replicó Gabur con voz
suave.
–No sé si quiero ser tan único –replicó un tanto molesto, Martín–; quiero ser
como todos...
–No hay una persona igual a otra, en su interior. Se podrán imitar gestos,
costumbres, maneras de actuar, vestirse o hablar, pero el alma de cada uno es tan
personal y sagrada que es vano querer modificarla en un intento de ser aceptado por
los demás.
–Bah, eso es sólo un sermón –gruñó Martín quebrando concienzudamente
algunas ramas a su paso–. Yo sí quiero ser aceptado por mis compañeros. Jamás
se lo dije a nadie, pero es así.
–No intento sermonearte, hijo –objetó Gabur con delicadeza–. Me parece
bien que quieras ser aceptado. Pero debes reconocerte diferente sin ningún tipo de
vergüenza y disfrutar de esa diferencia. ¡Eso es lo que te hace único y especial!
¡Eres único, Martín, y así es como sirves para todo lo que te propongas! –le aseguró.
–Pero yo quiero tener amigos... Si soy tan diferente nadie querrá ser mi
amigo... –murmuró abatido Martín.

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–Intenta ser como realmente eres y verás que eso es lo que la gente valora
–respondió Gabur con convicción. Luego se mantuvo unos segundos en silencio,
jadeando a causa de la subida. Después continuó:– Pero no seas mezquino con
quien quiera ser tu amigo, no escatimes tu amistad; no desprecies a nadie. Todos
tenemos defectos y cometemos errores, hijo, pero entre amigos la mirada debe estar
puesta en la riqueza interior y no en sus faltas.
Martín se mantuvo callado escuchando muy atentamente; sentía que
comprendía algo nuevo y que esa esperanza daba ligereza y calidez a su corazón.
El día fue pasando sin contratiempos mientras seguían subiendo por el
escarpado sendero. De tanto en tanto se detenían a descansar, lo cual sucedía cada
vez con mayor frecuencia; el anciano por sus años y el muchacho a causa de su
escasa resistencia física jadeaban y arrastraban los pies, agotados. Pero ya faltaba
poco por llegar: frente a ellos se alzaba la meseta de olivares donde pernoctarían.
Haciendo un considerable esfuerzo en el último tramo, llegaron a destino. Unos
pájaros ocultos en la enramada de los árboles anunciaban con gran clamor el
inminente fin del día.
–Hemos llegado. Descansaremos aquí –anunció Gabur, depositando con
un gran suspiro su fardo–. Buscaremos hojas para recostarnos; ve, hijo, trae esas
ramas de allí.
En poco tiempo habían arreglado dos jergones, donde se reclinaron a
comer algo apresuradamente. Se sentían totalmente exhaustos y aún antes de que
anocheciera por completo quedaron profundamente dormidos.

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3

Sonó el despertador y tanteo en la mesa de luz hasta encontrarlo y


apagarlo, casi sin percatarse de lo que hacía. Se restregó los ojos cerrados y
remoloneó algunos minutos más, con frío y con pereza.
Una hora después Martín estaba en el colegio y lo retuvieron en la
secretaría para asentar su tardanza. Luego se dirigió a su salón, donde la clase ya
había comenzado. Era la primera vez que llegaba tan tarde; todos se dieron vuelta al
escucharlo entrar.
–Vaya, vaya; buenos días, señor Aguirre –lo saludó con cierta ironía la
profesora de Matemática, deteniendo su explicación.
–Buenos días –respondió con voz apenas audible Martín, escabulléndose
rápidamente hacia su asiento.
–Nos alegramos de que haya querido compartir sus conocimientos con
nosotros el día de hoy.
Sonaron algunas risitas ahogadas. Martín se mantuvo en silencio, sin atinar
a replicar.
–Pero llega muy tarde –continuó machacándolo la profesora Sessa.
–Sí, lo sé... yo... –intentó explicarse Martín, tragando saliva.
–¿Se quedó dormido?
Hubiera sido fácil responderle que sí y esa incómoda situación habría
concluido allí mismo, pero Martín prefirió contestarle finalmente con la verdad.
–No, no me quedé dormido; pero es que ¡estaba tan cómodo y abrigado en
mi cama...!
La clase entera lanzó una sonora carcajada y Laura Sessa, notando que no
era su intención mofarse de ella, decidió proseguir con la lección, indicándole al
muchacho que se sentara sin distraer más al resto.

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–La verdad es que hace frío, yo también me hubiera quedado con gusto en
la cama... –le murmuró uno de sus compañeros más cercanos, restregándose las
manos.
Martín se sorprendió gratamente y sonrió para sí, complacido, mientras
acomodaba sus libros y carpetas en el pupitre. ¡A sus compañeros les había caído
en gracia un comentario suyo! No podía creerlo. Se asombró de lo fácil que había
resultado esa respuesta positiva del grupo hacia él ante una sencilla actitud suya.
Había dicho la verdad de lo que sentía. Era así, simplemente. Tan sólo debía decir lo
que sentía o pensaba, sin intentar agradar a nadie, y a todos les parecía bien y lo
aceptaban. ¿Cómo no se le había ocurrido antes ser más sincero, en lugar de
comportarse como creía que los demás esperaban que se comportara?
Reflexionó sobre aquello el resto de la mañana, totalmente ajeno a las
lecciones de sus profesores.

Despertó tiritando de frío y se arrebujó bajo la cubierta de piel que lo


protegía. No había amanecido aún pero cierta claridad, que no logró dilucidar
entonces si pertenecía al reflejo de la luna o al del alba, enmarcaba ya el follaje
sobre sus cabezas.
Gabur dormía poco más allá.
Imprevistamente un ave graznó y aleteó muy cerca y Martín se sobresaltó.
Estremecido y temeroso de moverse agudizó los sentidos y repentinamente los
sonidos del entorno se hicieron audibles y amenazadores. Todo se movía y
susurraba sospechosamente. Presentía el paso ligero y sigiloso de oscuras alimañas
hundiendo sus garras en la tierra y entreabriendo sus fauces en busca de su
desayuno.
No tenía nada placentero ver llegar el nuevo día.
Las sombras se desvanecían y el calor comenzaba a hacerse notar pero él
por nada del mundo hubiera abandonado la protección de su piel. Deseaba con
todas sus fuerzas que Gabur despertara pero temía alzar la voz para llamarlo.

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No podía hacer otra cosa más que esperar, asándose lentamente bajo sus
cobijas.
Horas después se hallaban subiendo penosamente por una senda estrecha
apenas dibujada entre los árboles. Gabur se había negado a transitar por el camino
principal no sólo por la amenaza constante de los bandidos como por el riesgo de
toparse con una avanzada de los acadios.
Dos días les llevó llegar a la cima del monte. Zaheridos y cansados,
jadeando por el esfuerzo y el calor, apenas se dirigían la palabra. La noche siempre
los hallaba exhaustos, tumbados sobre jergones de fragantes ramas de olivo.

Había comenzado ya el mes de junio y una mañana Nofre, algo


tímidamente, se acercó a Martín en la hora del recreo.
–Hoy también hace frío, ¿no? –balbuceó, haciendo nubes de vapor al
hablar.
–Un poco –respondió algo secamente Martín, que permanecía solo
apoyado en una de las paredes del patio a pesar del aire helado que corría.
–¡Nos hiciste reír el otro día al decirle a la profe que te quedaste en la cama
porque tenías frío! –continuó Nofre.
–Ah.
–Y en la clase de historia de ayer me gustó tu explicación sobre
civilizaciones antiguas –vaciló el muchacho luego de unos instantes–. Te interesan
esos temas, ¿no es cierto?
–Un poco.
–Me parece bien –se quedaron en un incómodo silencio por un rato–.
Bueno, adiós –dijo finalmente Nofre; y se alejó con rapidez hasta desaparecer.
Martín quedó nuevamente solo, pensativo, sintiendo que se había
comportado y hablado como un tonto; pero luego, encogiéndose de hombros,
consideró que no le importaba demasiado. Después de todo, sólo se trataba de
Nofre.

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Sin embargo reconoció que sería bueno poder pasar los largos minutos del
recreo conversando con alguien. Y no tenía por qué ser con Nofre. Envalentonado
se encaminó hacia el muchacho que días atrás le había dirigido la palabra en clase.
Su compañero hacía jueguitos con la pelota, rodeado de algunos amigos.
Martín hizo una mueca de sonrisa para resultar simpático y se restregó las
manos con exageración.
–Hace frío, ¿no? Hoy también tendría que haberme quedado cómodamente
en mi cama –exclamó nerviosamente al grupo.
Lo miraron unos instantes pero nadie pronunció palabra. El muchacho de la
pelota finalmente la pateó lejos y todos se alejaron corriendo detrás de ella.
Martín, humillado y solo, se ruborizó de vergüenza y se insultó en su fuero
interno. ¡Una vez más hacía lo de siempre, intentando resultar simpático sin ser
sincero! ¿Qué necesidad tenía de repetir el comentario gracioso del otro día?
Aquella vez había sido espontáneo; hoy se violentaba para repetir la gracia y que
todos volvieran a reír. ¡No había aprendido nada! ¿Acaso no se había dado cuenta
ya de que debía ser él mismo, sin intentar caer bien a los demás con falsedades? Él
sabía que no era así, un tonto, pero se estaba comportando como si lo fuera.
Se sentía amargado. Cruzó rápidamente el patio e ingresó al edificio; el
rostro le ardía, por lo que encontró excesiva la calefacción de allí dentro. En el baño
se humedeció la cara y luego intentó alejarse de la multitud que proliferaba bulliciosa
por todas partes. Quería estar tranquilo y vagabundeó sin objetivo alguno por el
colegio, buscando los lugares menos concurridos. En una de sus vueltas descubrió a
Nofre que avanzaba sin compañía por uno de los largos pasillos del primer piso y
Martín giró rápidamente hacia el otro lado. No quería que lo viera también a él, solo.
Alejándose de allí a toda prisa se sintió más amargado aún. Nuevamente
sentía que se había comportado muy mal con el Nofre. ¿Acaso él no anhelaba tener
amigos? Y sin embargo andaba rechazando, una y otra vez, a quien lo buscaba con
un gesto de amistad.
Se prometió que en una siguiente oportunidad actuaría de otra manera. La
chicharra del timbre llamó estruendosamente a clases en ese momento y
tímidamente ingresó a su aula perdido entre el tumulto de sus compañeros.

49
–Despierta, muchacho –Gabur lo sacudía bruscamente–. ¡Despierta!
–Sí, sí, ya voy... ¿Qué pasa? Es de noche aún...
–Está amaneciendo. Tenemos que partir, hijo. Debemos apresurarnos si es
que queremos llegar hoy a Kish.
–¿Y si mejor no queremos llegar hoy y dormimos un poco más?
Por toda respuesta Gabur le quitó la piel que lo cubría y lo sacudió más
violentamente.
–¡Levántate, perezoso! Guarda tus cosas, luego come un poco de este pan
y... ¡deja, yo guardaré las cosas! ¿Es que aún no has aprendido? De esta manera
se dobla y ¡ya está!
Martín bostezaba y se rascaba la espalda mientras masticaba su pan.
Luego, imitando al anciano, terminó de guardar sus cosas y se puso de pie. Aunque
ya habían llegado a la cima, una amplia y enmarañada meseta poblada de toda
clase de árboles y arbustos, aún debían cruzarla antes de iniciar el largo descenso
hacia Kish. Sin embargo, el estrecho sendero que corría bajo la sombra de los
añosos árboles resultaba fácil y agradable, y Martín comenzó a caminar con gran
entusiasmo.
–¿Tú eres un sacerdote, Gabur? –preguntó algunos minutos más tarde.
Como siempre, al iniciar la caminata Martín comenzaba con sus extensos
interrogatorios.
–Sí, Martín, así es –esta vez Gabur pareció sorprendido por la pregunta, y
le lanzó una desconcertada mirada
–¿Eres de Kish?
–Sí, hijo.
–¿Y cómo sabes tanto de todas las cosas? ¿Cómo sabes de cosas que
aún no han pasado? –exclamó atónito Martín.
Gabur permaneció unos segundos en silencio.
–Es que tengo algunas habilidades, Martín –respondió luego,
evidentemente reacio a hablar de aquello.
–¿Qué clase de habilidades, Gabur? –interrogó el muchacho con rapidez,
ignorando su tono de voz.
Otro instante de silencio mientras se alejaban de allí.

50
–¿Esas habilidades te las da el Documento? –continuó preguntando.
Gabur no respondió.
Martín entonces no insistió y permaneció un largo rato pensativo, mientras
avanzaban bajo la tenue luz del amanecer.
–¿Yo no puedo tener esas mismas habilidades, Gabur? –preguntó luego,
incapaz de permanecer más tiempo con la duda.
–Quizás las tengas... –contestó lentamente el anciano, suspirando con
cierto desasosiego.
–¿No puedo tener esos poderes ahora, Gabur? –se animó Martín.
–¿Para qué los quieres, hijo mío? ¡No sabes lo que pides! –replicó con
alarma Gabur.
–¡Sí lo sé! –estalló Martín con avidez–. Sería como un héroe, sería
famoso... Tendría amigos...
–¡Héroe! ¡Famoso! ¡Amigos! –repitió Gabur con sorna–. Puedes ser todo lo
héroe y famoso que aspires sin los poderes del Documento: sólo tienes que realizar
un acto heroico y una obra digna de merecimiento y fama. Y para hacerte de amigos
no es necesaria ninguna habilidad especial.
–Pero con los poderes sería más fácil –objetó tozudamente Martín.
Gabur entonces lanzó una sonora carcajada y rió un largo rato con una
risita benévola.
–Martín, querido hijo, olvídate de eso –meneó luego la cabeza–. Nada
bueno se consigue sin un poco de esfuerzo.
El muchacho se mantuvo terco.
–No lo comprendo; si después voy a ser el dueño de ese papel, ¿por qué
no puedo ir usando sus poderes desde ahora? –reclamó.
–¡No serás el dueño! –le recriminó con gesto severo y gran vehemencia
Gabur–. Sí serás su Guardián, alguien que resguarda el Documento y lo da a
conocer en el momento y a la persona indicada. Pero nadie es dueño del sagrado
Rollo. ¿Cómo se te ocurre...? ¿Acaso alguien puede considerarse dueño de la
Sabiduría...?
–Aunque no sea el dueño, si soy el Guardián tendría que usar esos
poderes desde ahora –insistió el muchacho.

51
–¿Pero qué necesidad tienes de apresurarte? Sin la capacidad para
entenderlos, ¿cómo los utilizarías? ¡Sería un desastre! –ante el silencio huraño de
Martín, Gabur continuó–. ¿Qué es lo que deseas realmente, Martín? ¿Tú crees que
el Rollo resolverá mágicamente tus problemas?
–¡Y si no sirve para eso, ¿para qué sirve, entonces?! ¿Acaso ese papel no
tiene un tipo de magia, tú no eres una especie de mago? –profirió Martín.
–El Rollo no resuelve ningún tipo de problema –respondió rápidamente
Gabur–. Y si eso es lo que te incomoda, te diré que sólo es un indicativo de cómo
resolverlos, pero el esfuerzo dependerá de ti. El Documento no posee recetas
mágicas. Y en mi caso particular, no, no soy ninguna clase de mago –enfatizó–. Soy
lo que soy por ser el Guardián del Documento en la Historia. Soy quien va de un
lugar a otro acercándoselo a los Elegidos –luego le dirigió una penetrante mirada y
lo señaló con el índice–. Tú harás igual.
–¿Y Ku-Baba, qué hacía con la otra hoja? –Martín ignoró adrede la misión
que le confería Gabur con esa última declaración, y se concentró en la historia del
Rollo de Barsalnunna.
–Cada uno tenía una parte del Documento y él hacía como yo, acercarlo a
quien debiera leerlo –explicó el anciano–. Hasta ahora los Elegidos siempre fueron
contemporáneos de los Guardianes pero por algún inexplicable motivo a Ku-Baba y
a mí nos correspondió llevarlo fuera de nuestro tiempo.
–Entonces... ¿ustedes viajaron mucho por el tiempo? –preguntó Martín en
un susurro lleno de estupor.
–Sí.
–¡Genial!
–Así cumplimos nuestra misión durante años. Pero como Ku-Baba y yo
estábamos poniéndonos muy ancianos debíamos hallar sin demora a los siguientes
Guardianes... Las palabras del Rollo sugerían que los Guardianes que nos
reemplazarían no serían de nuestra época, por lo que salí yo a buscarlos. Ku-Baba
ya estaba muy anciano como para viajar por el tiempo; y si te encuentras débil
pierdes facultades: no controlas tu poder, se desvanece la memoria y la capacidad
de concentración. Eso resulta muy molesto, y muy peligroso.

52
"Yo viajé de milenio en milenio, yendo y viniendo por el tiempo, dando a
leer el Rollo a los Elegidos que hallaba a mi paso y buscando a los sucesores.
Finalmente como yo también empezaba a debilitarme, decidí quedarme una
temporada en un cubículo, en una época bastante lejana a ésta. Tengo ahora un
gran amigo allí –afirmó, haciendo una pausa–. Y luego, finalmente, llegaste tú –
continuó, sonriéndole con afecto–. Ahora falta que llegue el otro Guardián. Los
Guardianes son los únicos que leen ambas hojas, luego cada uno se queda con la
parte del Rollo que le corresponde.
–¡Oh! –exclamó Martín al cabo de unos segundos–. ¡Entonces, si yo soy
uno de los Guardianes, leeré todo el Rollo!, ¿no es cierto?
–Así parece.
–¿Podrías mostrarme ahora la otra hoja? –solicitó con enorme entusiasmo–
. ¡Quizás en esa sí se lea algo!
–La verás en cuanto lleguemos a Kish –se apresuró a responderle Gabur–.
Y en las dos se leen grandes enseñanzas, qué te crees.
–¿Dice lo mismo que la otra? –continuó Martín–. ¿Está escrita con los
mismos dibujitos?
–Ambas están escritas en el mismo idioma, que no son dibujitos, pero cada
hoja tiene su mensaje. Por supuesto, sus palabras se complementan.
–¿Y esa hoja, la que tenía Ku-Baba, también dice palabras llenas de
poder?
–Así es.
Maravillado, Martín animó su marcha.
–Dices que yo llegaré a controlar ese poder... –exclamó luego como para
asegurarse de haber escuchado bien.
–Si te esfuerzas en aprender –agregó Gabur rápidamente.
–¿Y podré viajar en el tiempo?
–Es muy probable.
–¡Huijaaaa!
Por unos cuantos minutos Martín saboreó internamente esa extraordinaria
posibilidad, con semblante radiante y una gran sonrisa. Luego continuó preguntando:
–¿Y quién es el otro Guardián?

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–Aún no lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? ¿Cómo supiste que era yo?
–Tienes muchas preguntas, hijo –Gabur le sonrió con ternura–. Algún día
tendrás todas las respuestas.
–¿El Rollo de Barsalnunna me dará todas las respuestas?
–Será así.
–No lo creo –Martín sacudió la cabeza, dubitativo–. Sé que tengo muchas
preguntas, pero no creo que el Rollo tenga las respuestas, porque de ser así
tendrían que ser montones de rollos. Y el papel que leí sólo tenía unos pocos
renglones escritos. No entran todas las respuestas que quiero, allí. Y el papel de Ku-
Baba era tan breve como el tuyo.
Gabur volvió a reír y lo tomó del brazo, ayudándose para caminar.
–Te sorprenderás, Martín, cuando seas capaz de entenderlo. Realmente te
sorprenderás de la simpleza y grandeza que encierran esas pocas palabras.
Continuaron la marcha en un agradable silencio, cada uno inmerso en sus
reflexiones. La mañana se hallaba en todo su esplendor y en poco tiempo iniciarían
el descenso.
Desde la cima del olivar contemplaron el trayecto que les aguardaba.
Habían alcanzado ya la vía principal y continuarían por ahí. El valle se extendía ante
sus miradas abarcando casi completamente el horizonte. El camino que seguían
serpenteaba bajando por la ladera de la colina, perdiéndose cada tanto tras algunos
amarillentos matorrales y pequeños grupos de arbolillos aislados; luego resurgía en
el valle como un trazo gris caprichosamente dibujado. Finalizaba en un punto aún
lejano del que escapaban diminutas columnas de humo y que les anticipaba por
primera vez la ciudad de Kish. Junto a ella alcanzaron a ver, bordeándola y
desapareciendo momentáneamente por detrás, un hilo retorcido de agua. El río era
otra cinta azul grisácea zigzagueando en el confín de la tierra.
–Mañana por la mañana estaremos allí –anunció el anciano Gabur
extendiendo su brazo para señalar con la mano la ciudad de su destino.
Martín y él luego emprendieron lenta y cuidadosamente el largo descenso
por la ladera del monte.

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La ciudad era amplia y bonita, con sus eficientes sistemas de riego, sus
construcciones de ladrillos desnudos y árboles dando sombra en sus callejuelas.
Estas eran de barro seco, oscuras por el betún. A diferencia de Nippur, las calles
conformaban un extraño laberinto, ya que giraban sobre sí en cada esquina y se
entrecruzaban de tal manera que al desprevenido que las recorriera lo regresaban
sin más al punto de partida.
–Es una cuestión de estrategia –explicó Gabur señalándoselo al
asombrado muchacho–. Sólo dos calles llegan hasta la principal, donde se
encuentran el Templo y el Palacio. De ésta manera se evita que un invasor llegue
fácilmente hasta nuestro rey y el Santuario.
Los hombres y mujeres con los que se cruzaban parecían menos hoscos
que los de la ciudad anterior. Se asemejaban en su vestimenta, así como en su
forma de hablar, a los gritos entre sí y con delicadeza y parsimonia a los extraños.
Gabur había sido recibido con solemnidad al llegar a las puertas
custodiadas por fornidos soldados, quienes anunciaron su regreso con el potente
son del cuerno. Los dejaron entrar sin dificultades aunque la ciudad ya había cerrado
sus puertas a los que no contaran con un pase especial. Las noticias sobre el
avance de los guerreros de Akkad habían llegado días atrás y estaban ultimándose
los detalles a fin de estar preparados para cualquier desagradable encuentro.
Ya dentro, el Sumo Sacerdote fue saludado con aclamaciones y palmas por
la gente del pueblo. Las mujeres apartaban a los niños de su camino y los carros se
hacían a un lado prontamente.
Martín avanzaba a su lado, al principio cohibido por ser el centro de
atención, mas luego irguiéndose de orgullo al descubrir las miradas de admiración
que le dirigían sin disimulo, mientras todos se preguntaban quién sería ese
muchacho que caminaba junto a personaje de tanto renombre.
–No te pavonees –le recriminó Gabur al notarlo.
El muchacho lo miró simulando absoluto desconcierto por sus palabras
pero guardó silencio y cambió de actitud. Al rato se animó a comentar en voz baja:
–Da la impresión de que te temen –mientras espiaba por el rabillo del ojo
las reacciones de la gente al ver al Sumo Sacerdote.

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Gabur mantuvo unos segundos de silencio y luego le respondió, también en
un murmullo lleno de solemnidad:
–Por supuesto. Si se portan mal los transformo a todos en carneros.
–¡Oh! –Martín quedó estupefacto por la noticia y olvidó por un momento
que lo observaban. Luego, desconfiado, exclamó:– Es mentira... –pero no estaba
muy seguro de lo que tenía que creer.
Gabur comenzó a reír con su risita de cascada.
–¡Por supuesto que es mentira! ¿Cómo se te ocurre que algo tan absurdo
pueda llegar a ser cierto? –Y continuó riendo un buen rato su ocurrencia–. No es
temor –aclaró luego–; es respeto. ¿Puedes entender la diferencia?
Un minuto más tarde Martín volvió a hablar.
–Gabur –inquirió–, ¿cómo es que puedo entender lo que todos dicen?
¿Acaso aquí hablan español?
–No, hijo –sonrió Gabur–. Hablamos en sumerio. Nos comprendes porque
está actuando en ti el poder del Rollo.
–¡Si yo no tengo el Rollo!
–Pero ya te he dicho que lo tendrás. Comprenderás todos los idiomas y del
mismo modo te harás entender. Y si en algún momento no comprendes, el simple
deseo de hacerlo te ayudará. ¡Mira! Hemos llegado –exclamó Gabur, señalando
hacia el frente.
En efecto ya estaban ante las puertas del Templo, colmadas de continuos
peregrinos que ingresaban o salían desordenadamente.
–Espérame aquí afuera –le indicó Gabur al muchacho–. Debo orar solo
unos instantes. El sector de oración al que iré es sólo para Sacerdotes.
Mientras el anciano se alejaba, Martín buscó un lugar donde acomodarse a
esperarlo. Había cerca de allí un pozo de agua, a la sombra fresca de una higuera
cuyas ramas cargadas llegaban a rozar el suelo. Martín decidió refugiarse del sol
implacable bajo el árbol, pero al agacharse una rama muy baja se le clavó,
pinchándolo aguda e inesperadamente en un brazo. Sin poder contenerse, lanzó
una fuerte exclamación de dolor.

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–No grites más, sonso –bramó Quintín sobre sus oídos–. Son las siete y
media. Mamá dice que te levantes.
Martín lo miró con antipatía mientras se restregaba el antebrazo enrojecido
por el pellizco que su hermano le había propinado. Esperó desdeñosamente en la
cama a que Quintín se retirara de su habitación y luego sacudió las frazadas y se
levantó prontamente, vistiéndose para ir al colegio. Una vez más llegaría tarde.
El profesor Saravia había ido anotando en el pizarrón, mientras explicaba,
un cuadro sinóptico sobre las edades de la prehistoria. Los alumnos copiaban
alzando y bajando la cabeza acompasadamente.
–¿Y cuál les parece a ustedes que pueda ser el invento más significativo de
la humanidad? –preguntó en un momento, tiza en mano, el profesor.
Hubo un silencio.
–Piensen en esa época, en lo que ya hemos hablado: cómo vivían, cómo
se agrupaban en comunidades...
–La rueda –intentó acertar uno.
–¡No! Ya hemos hablado del invento de la rueda...; hubo un invento
posterior y más significativo... tanto que a partir de este invento se produce un
cambio de era... ¿Qué se les ocurre que pueda ser?... ¡Piensen, usen sus cerebros!
Hemos repasado la edad de piedra, la de cobre y la del bronce... ¡Piensen...!
–El vidrio –insinuó uno.
–El televisor –bromeó otro.
Algunos soltaron una risita.
Martín alzó un poco la voz.
–¡La escritura!
Iñigo Saravia, el profesor, lo miró con satisfacción, levemente atónito.
–La escritura. ¡Exacto! ¿Y qué puedes decirme sobre este invento?
–Los egipcios y otros pueblos utilizaban jeroglíficos para escribir pero los
sumerios los simplificaron y redujeron la cantidad de signos para que no
representaran palabras o ideas, sino sonidos. Los sumerios escribían en tablitas de
arcilla, de izquierda a derecha. Inventaron la escritura tal como la conocemos ahora.

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El profesor no pudo evitar un gesto de asombro al escucharlo pues el
muchacho hasta poco antes nunca había participado activamente de una de sus
clases. A decir verdad siempre lo había considerado un mal alumno, pero por lo visto
su apreciación resultaba errónea. Últimamente, de un par de semanas a esta parte,
era quien más entusiasmo reflejaba ante sus explicaciones. Le sonrió ampliamente;
merecía una felicitación por sus intervenciones en esta oportunidad.
–¡Excelente, Martín! Veo que el tema realmente te interesa. Espero que
continúes así. Te has ganado una muy buena nota el día de hoy.
Martín se infló de satisfacción. Observó disimuladamente a su alrededor.
Algunos de sus compañeros aún lo miraban con evidente extrañeza. Claro que, a
decir verdad y aunque muriera antes de reconocerlo públicamente, él mismo se
sorprendía de sí mismo pues desconocía que poseía ese saber. Se sentía de
maravillas pero al mismo tiempo algo confundido. ¿Cómo podía estar al tanto de
todo aquello? ¿De dónde sacaba todos esos conocimientos? Intuía que algo extraño
y amedrentador le sucedía, algo que escapaba completamente a su comprensión.
Pero aún siendo así, se sentía radiante de felicidad.

Aquel mediodía volvió a su casa con paso apresurado y dichoso. En la


cocina encontró a su madre y le contó de la felicitación que había recibido de su
profesor de Historia frente a toda la clase. Su madre respondió que se alegraba por
él y puso a cocinar milanesas.
–¿No hay otra cosa para comer? –exclamó Martín revisando la heladera.
–¡Pero si te gustan las milanesas! –se extrañó su madre.
–Sí, pero no sé porqué hoy tengo ganas de algo distinto ¿No hay hortalizas
frescas?
–¿¿Hortalizas...??
–Sí; zanahorias o zapallo, o algo así.
–No... –su madre lo miró con desconcierto.
–¿Y carne asada, que no sean hamburguesas o milanesas?
–Hay salchichas –replicó su madre tontamente.

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–No, mamá –Martín cerró la puerta de la heladera suspirando
pacientemente–. Si me das permiso voy después del colegio al supermercado y
traigo lo que quiero comer a la noche.
–Sí, bueno, sí, Martín. Como quieras.

Se hallaban los cuatro: el señor y la señora Aguirre, Quintín y Martín; y


como no era una cena habitual, se sentaron a la mesa a comer, en lugar de hacerlo
repantigados en los sillones de la sala o cada uno en su dormitorio, viendo la
televisión.
La señora Aguirre llevó orgullosamente a la mesa una fuente de asado al
horno y una guarnición de verduras, que fue la delicia de todos.
Martín se sentía regocijado. Bromeó y charló como nunca, haciendo reír a
toda su familia. La comida y la sobremesa se extendieron como hacía tiempo no
sucedía en la familia y todos parecieron disfrutar ese momento.
Cuando un par de horas más tarde Martín ya se había acostado en su
cama, rememoraba ese día y sonreía feliz.

–Despierta, muchacho –Gabur lo sacudió suavemente.


Martín abrió los ojos y se incorporó. El anciano había permanecido orando
en el templo un largo rato. El muchacho salió de bajo la higuera y sacudió sus ropas.
Los portones del Templo continuaban abiertos de par en par y por allí
entraba y salía gran cantidad de gente. Gabur guió a Martín a través del imponente
oratorio y todos sus salones adyacentes, comunicados entre sí por intrincados
pasillos. En el camino fueron cruzándose con varios sacerdotes ataviados con
lujosas túnicas y enjoyadas mitras, quienes iban presurosos de un altar a otro
oficiando los sacrificios y rituales. Numerosos peregrinos, tímidos y cabizbajos,
presentaban sus dones y oraban despaciosamente. Era un mundo de gente;
abrumaba el rumor lento de los pasos y el susurro de las plegarias.

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–Hemos llegado –anunció el sacerdote señalando una puerta a pocos
pasos. Se detuvieron apretujados contra la pared, aguardando a que pasara un
silencioso grupo de una veintena de monjes cubiertos tan sólo por una rústica piel de
cabra ajustada al cuerpo con una cuerda de juncos entretejidos. Un olor rancio a
sudor indicaba claramente que la práctica de la higiene personal no formaba parte
de su religión. Avanzaban de dos en dos, unos tras otros, con la vista puesta en los
desnudos talones del precedente. Martín y el sacerdote se hallaban en su camino.
Los esquivaron sin siquiera dirigirles la mirada.
Gabur cruzó el pasillo y abrió la puerta.
Una estancia más bien oscura, de techo bajo y abovedado, les dio la
bienvenida. Un catre, una mesa y algunos bancos fueron el mobiliario que Martín
llegó a ver mientras ingresaba. El piso y las paredes se hallaban cubiertos por
alfombras y cortinados de una increíble belleza.
Una de las cortinas se descorrió y dio paso a un presuroso joven, muy alto
y de ojos negros y juntos, ataviado con una túnica sencilla y un ligero turbante gris
sobre la frente.
–¡Maestro! Te he estado esperando desde hace días... –exclamó con tono
de reproche.
–Pues ya he llegado –respondió con calma Gabur. Indicó a Martín que
dejara sus cosas sobre el suelo y él hizo otro tanto con sus fardos.
Los dos jóvenes se contemplaron con curiosidad y recelo.
–Pioterkrébs, prepara otro catre para Martín en mi habitación e indícale
donde asearse –ordenó el sacerdote mientras se dirigía a la habitación contigua–.
Luego búscanos algo de comer y beber. Martín, ven conmigo.
El muchacho lo siguió y, tras él, Gabur volvió a dejar caer el cortinado.
El cuarto era pequeño, apenas alcanzaba para una cama y una mesa
repleta de pergaminos. Una lámpara de aceite a medio encender más que iluminar
dejaba todo en penumbras. El anciano se apresuró a incrementar su llama.
Martín sintió curiosidad por saber quién era el otro muchacho.
–Es Pioterkrébs, mi asistente –explicó el sacerdote–. Es quien ordena mis
cosas, prepara mi comida y asea mis habitaciones. Quiere ser sacerdote. Hace ya
tres años que está conmigo.

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–¿Tú le estás enseñando a ser sacerdote?
–Así es. Es aplicado, sabe estudiar y aprende rápido sus lecciones. Y no
conozco a nadie mejor que él para resolver cálculos matemáticos.
–¿Su capacidad se la dio el Rollo?
–¿El Rollo de Barsalnunna? ¡Por supuesto que no! ¿Qué pregunta es esa?
–¿Él es el otro Guardián?
–Ya te he dicho que no sé quién es el otro Guardián. Y Pioterkrébs no sabe
de la existencia del Documento.
–¿No lo ha leído?
–No sabe siquiera que existe; y debe seguir siendo así –el tono de voz de
Gabur fue seco y concluyente.
Martín, cargado de curiosidad, no tuvo tiempo de repreguntar. Pioterkrébs
asomó su cabeza en ese momento.
–Maestro, tengo el baño preparado y he buscado comida.
–Bien. Retira esta mesa de aquí y extiende el otro catre en ese lugar.
Martín, ayúdame con estos folios.
Entre ambos cargaron con varios rollos, papiros y cuñas; y los acercaron a
la otra habitación mientras Pioterkrébs portaba la mesa tras ellos. Acomodaron las
cosas y Gabur, saliendo nuevamente al pasillo, señaló a Martín la entrada al cuarto
de baño.
Martín fue hacia allí. El baño resultó ser un aposento de amplias
dimensiones, recubierto enteramente de mármol blanco, con varias tinas profundas
a ras del suelo, llenas de agua. Un esclavo portaba las toallas y se ocupaba de
mantener el agua a una temperatura agradable. Al verlo, le indicó por señas a Martín
que podía desvestirse.
Martín miró con cierta turbación a su alrededor. El cuarto de baño se abría
hacia los dos pasillos y no poseía puertas ni cortinas para resguardarlo de las
miradas indiscretas; y seguía habiendo un numeroso gentío transitando por allí.
Como el esclavo se impacientaba el muchacho se sacó el turbante y las
zapatillas. Si de alguna manera el sirviente se sorprendió de su calzado, no lo
demostró. Martín le pidió una toalla y, anudándosela a la cintura, terminó de
desvestirse.

61
Una escalerilla lo ayudó a ingresar al agua. Estaba cálida y agradeció
mentalmente su contacto. Tenía ampollas en los pies y la piel del cuello, brazos y
piernas enrojecida. Se merecía un buen momento de descanso.
De pronto se sobresaltó al sentir el contacto de algo espeso y frío
chorreando por su espalda. Era el esclavo, untando con alguna clase de aceite
aromático sus hombros.
–¡Eh, qué haces! –exclamó algo ofuscado Martín, intentando alejarse. Pero
la tina era pequeña y el esclavo, impertérrito, no daba señales de querer dejar de
cumplir con su oficio. Corría alrededor de ella estirando los brazos y echando el
ungüento sobre el muchacho, buscando fregar donde fuera capaz. Martín forcejeaba
con él y lo salpicaba con absoluto esmero, gritándole improperios.
–Vaya, vaya. ¿Qué es todo este alboroto? –vociferó un hombre con algo de
sobrepeso y cabeza pelada, ingresando al cuarto de baño seguido por dos
sirvientes–. Ah, eres tú, el nuevo aprendiz del Sumo Sacerdote –exclamó con
amabilidad al descubrir a Martín–. ¿No quieres darte un baño, eh? ¿Qué dirá tu
maestro? –se mofó.
Martín, sorprendido por la repentina aparición, no atinó a responderle y
permaneció quieto en el agua con bochornosa resignación. El esclavo rápidamente
aprovechó para terminar su frasco de aceite. El recién llegado, sin pudores, dejó su
túnica en manos de uno de sus esclavos e ingresó a otra tina, donde con placer
acomodó su voluminosa presencia. Sus sirvientes comenzaron a enjabonarlo.
–El viejo Gabur nos dijo que iría en busca de un sucesor, pero no creímos
que se trataría de alguien tan joven –comentó dirigiéndose a Martín–. ¿Cuántos
años tienes, muchacho?
–Doce.
–Eres un niño aún. Yo tenía más de quince cuando me recibieron en el
seminario del Santuario. Estudié muchos años antes de ser ungido sacerdote del
Templo.
Como Martín no hiciera ningún comentario, prosiguió.
–Todos estábamos convencidos de que Gabur nombraría a Pioterkrébs su
sucesor, ya que es su aprendiz desde hace algunos años, y el de mayor edad. Pero
cuando anunció que se retiraba en peregrinación para ir en tu busca comprendimos

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que nos hallábamos equivocados. Pero a mí ya nada de lo que propone este viejo
amigo me sorprende –agregó–; Gabur siempre ha sido muy cuidadoso y correcto y
aunque haga algo para todos inexplicable, a la larga tiene toda la razón.
Mientras se sumergía para enjuagar su rostro y cabeza, el obeso
compañero de baño de Martín no tuvo más remedio que callarse. Al emerger,
resopló y continuó.
–Cuídate de Pioterkrébs. Es un tanto avieso. Él también esperaba el
nombramiento de Gabur y tu llegada lo ha tomado por sorpresa. Está celoso.
–También cuídate de lo que te diga mi amigo Joab –sonó alegremente la
voz de Gabur ingresando al baño. Pero luego se detuvo, contemplando estupefacto
el inmenso charco de agua con lamparones de aceite que cubría el hermoso piso de
la sala–. ¿Qué ha sucedido aquí?
–A tu alumno no le gusta que lo bañen, es evidente –respondió Joab
largando la carcajada–. ¿Cómo estás, viejo amigo?
–Regresando a tiempo para poner esta Casa en orden. ¿A qué se debe
que haya tantos peregrinos? Ha llegado la noche y siguen transitando frente a los
altares y pasillos. ¿Es que no piensan cerrar los portones del Templo?
–En tu ausencia ha nacido el pequeño príncipe, hijo de nuestro rey –le
informó Joab–. El rey ha ordenado que toda la ciudad ofrezca sacrificios de
purificación para asegurar una larga vida y felicidad al heredero de Kish. Hace dos
días que las puertas del Templo permanecen abiertas por ese motivo, día y noche.
Llega gente a toda hora. Todos estamos postrados por el cansancio, pero la gloria
del infante está siendo asegurada. A ti te hemos reservado lo mejor. En cinco días
se cumplen ocho del niño y tú te encargarás de su presentación en el Templo y del
holocausto en su nombre. Hasta entonces, me presumo que nadie dormirá... –Joab
suspiró con resignación y se incorporó, provocando un remolino de agua en su tina
de baño–. Te recomiendo que salgas ya del agua, muchacho, o quedarás arrugado
como una pasa de uva.
Martín no sólo estaba arrugado sino que el agua se había enfriado y ahora
tiritaba. El calor del día había dado paso a una noche fresca y ventosa, y el recinto
sin puertas provocaba correntadas que le ponían la piel de gallina y lo hacían
castañetear. Pero no pensaba salir del agua hasta no hallarse en completa

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intimidad. Cuando Gabur y el voluminoso sacerdote se hubieron alejado junto con
los dos esclavos, solicitó una toalla a su sirviente y se arrebujó en ella. Se vistió con
presteza y se encaminó a las habitaciones de su amigo.
Allí sólo encontró a Pioterkrébs, quien aguardaba impaciente y hambriento
junto a una mesa abundante de comida.
–Hola –lo saludó Martín amablemente.
Pioterkrébs no respondió, simulando estar distraído tomando una fuente.
–Siéntate –exclamó luego el joven sumerio–. El maestro ordenó que
comiéramos, sin esperarlo. Luego puedes acostarte; te he preparado un lecho en su
habitación –y Pioterkrébs no pudo evitar un dejo de envidia al realizar este último
comentario; ceñudo, volvió a guardar silencio y acercó una vasija llena de agua y
una hogaza de pan.
Pioterkrébs cortó un trozo del pan y Martín lo imitó, llevándoselo a la boca
ávidamente. Hacía horas que no probaba bocado y desfallecía de hambre.
Ya le había clavado los dientes cuando el aprendiz de sacerdote comenzó
a pronunciar una oración de bendición. La boca de Martín quedó abierta, a medio
morder la hogaza y Pioterkrébs le lanzó una dura mirada de reproche sin dejar de
orar en voz alta.
–Perdón –murmuró el avergonzado muchacho, dejando su trozo de pan en
el plato.
Al terminar la plegaria se sirvieron su comida y ya ninguno de los dos volvió
a pronunciar palabra.

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4

Antes de que sonara la alarma de su despertador, Martín ya estaba de pie,


entusiasmado por ir al colegio. El buen día anterior, con la felicitación del profesor
Saravia delante de toda la clase y la agradable cena con su familia, le infundía
ánimos de sobra.
Caminó hacia el colegio bajo una tenue y helada llovizna, encogido dentro
de su campera. Aún no había amanecido completamente y el frío lo hacía bostezar.
Poco antes de llegar a las puertas del colegio descubrió a Nofre caminando algunos
metros más adelante con andar apresurado. Martín aceleró su propio paso y se
colocó a la par.
–Hola –le dijo.
Su compañero lo miró por la rendija que su bufanda dejaba abierta a sus
ojos azules.
–Hola –le respondió.
Y siguieron avanzando juntos.

No era la misma habitación donde Gabur le había mostrado por vez


primera el Documento pero, como aquella y como la de Ku-Baba, poseía las mesas
y los objetos que la asemejaban en todo. Martín lanzó un rápido vistazo a su
alrededor. Habían ingresado a través de una pequeña puerta disimulada tras una
cortina.
Hacía dos días que Martín y Gabur habían llegado al Templo sin que el
anciano sacerdote dispusiera de tiempo para acercarse a su Cubículo. No obstante
era preciso que Martín iniciara sus lecciones y aquel día Gabur le explicó

65
gravemente que debería trabajar duro y con empeño para lograr llegar a ser un
digno Guardián.
Martín lo escuchaba distraídamente. Otra cosa le preocupaba
sobremanera.
–Gabur, ¿es cierto que yo soy tu sucesor? –preguntó en cuanto Gabur
hubo callado.
–¿Has estado hablando con Joab otra vez? –preguntó a su vez Gabur,
inquisitivo–. Pero sí, es cierto; tú eres mi sucesor –afirmó.
–¿¡Eso significa que deberé quedarme aquí, encerrado!?
–¡Eh, no te alteres, muchacho! ¿Qué es lo que te preocupa realmente?
Nunca dije que debieras quedarte encerrado en ninguna parte.
–Joab me dijo que los aprendices de sacerdote permanecen años sin salir
del Templo –le contó Martín.
–Eso es cierto pero no se relaciona contigo...
–Yo no sé si quiero ser sacerdote, Gabur. Nunca lo había pensado, pero
me parece que no –se apresuró a confesarle el muchacho.
–Joab está en un gran error y tú no entiendes nada. Escúchame, tú eres mi
sucesor pero no serás sacerdote. Eres mi sucesor como Guardián del Rollo de
Barsalnunna. Todos creen que serás mi sucesor como Sumo Sacerdote de Kish,
pero están equivocados.
–¿Pioterkrébs es tu sucesor?
–No, ni siquiera él.
–Es un idiota.
–No hables así de él –le recriminó Gabur frunciendo el ceño–. Es un
desafortunado muchacho que ya había hecho sus planes y con tu llegada vio
peligrar su futuro. Pero es demasiado ambicioso como para ser la máxima autoridad
religiosa de un pueblo. Llegará a ser un buen representante en las asambleas reales
pero nunca será Sumo Sacerdote. A decir verdad –continuó Gabur–, he escogido al
pequeño Manú como mi sucesor sacerdotal. Es un niño aún, pero su corazón es
puro y su mente clara. Demostró ser un excelente alumno, tú ya lo has visto.

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"Con respecto a ti, no deberás permanecer en el Templo. Yo te enseñaré a
leer el Rollo y en cuanto hayas aprendido lo suficiente y te haga entrega de los
Rollos, volverás a tu tiempo. Serás mi sucesor tan sólo en eso".
–Joab sabe que seré uno de los Guardianes del Rollo, pero insiste en que
debo quedarme aquí, en Kish –continuó Martín, aún preocupado por esa posibilidad.
–Joab no entiende –repitió Gabur–. Es que hasta ahora sólo reyes y Sumos
Sacerdotes han sido los Guardianes. Yo he recibido el Rollo de manos de mi
maestro como así Ku-Baba de manos del suyo, y éstos a su vez de los suyos, y
aquellos de manos del rey, y éste de su padre, y así desde Barsalnunna, generación
tras generación durante estos últimos quinientos años. Kish, Ur y Nippur han sido las
ciudades privilegiadas en poseer este Documento. Desde aquí hemos partido hacia
los cuatro puntos de la tierra, llevando su mensaje, ocasionalmente fuera de nuestro
tiempo pero generalmente dentro de él, a nuestros contemporáneos. Pero ya te he
dicho días atrás que tanto Ku-Baba como yo hemos visto que nuestros sucesores no
son de nuestro tiempo ni de nuestra tierra, ni de nuestra gente. No me preguntes
porqué, ni yo mismo puedo explicármelo. Sólo sé que tú, que perteneces a otro
tiempo y a otra tierra, eres el siguiente Guardián.
–¿Cómo supiste que lo era? –preguntó con enorme curiosidad Martín.
–Fuiste quien respondió al llamado.
–¿Qué llamado?
–Mi llamado. Debía comunicarme con alguien como tú, y llegaste tú.
–No lo entiendo –Martín sacudió la cabeza, perplejo.
–Yo tampoco lo comprendo todo –replicó el anciano con aspecto reflexivo–.
¿Por qué el Rollo, que ha sido transmitido de generación en generación, desde que
ha sido escrito por el gran Barsalnunna hasta hoy, ahora salta a tu época, dejando
entre tú y yo un vacío de cinco milenios e incontables generaciones? Repito que no
lo sé. Sólo puedo suponer que la permanencia del Documento en ese lapso de
tiempo entraña un gran peligro por algún motivo. De aquí en más habrá
importantísimos cambios religiosos y culturales; el mundo descreerá sucesivamente
de todo y perderá el poder de la fe. Se perderán documentos y se extraviarán
escritos.

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"No podemos dejar que eso mismo suceda con el sagrado Rollo. En tu
poder, Martín, estará a salvo –concluyó Gabur con firmeza.
El muchacho permaneció algunos minutos pensativo. De pronto tomaba
conciencia de la importancia de su misión. Lo habían ido a buscar al futuro para
legarle el Documento más preciado de la historia, a fin de resguardarlo de un
extravío seguro en el transcurso del tiempo.
–Y por ese motivo te espera un gran trabajo, hijo mío –agregó Gabur con
vehemencia–. El hecho de que, de aquí en más, las siguientes generaciones no
tengan un Guardián contemporáneo, no significa que durante siglos nadie vaya a
leer el Documento. Tu misión será viajar hacia cada Elegido, cualquiera sea su
tiempo o lugar de existencia.
–¿Cómo haré para viajar por el tiempo, Gabur?
–Te explicaré eso más adelante, cuando hayas aprendido algunas
cuestiones fundamentales para ser un emisario idóneo. Recuerda que si no te
encuentras debidamente preparado, al viajar vas perdiendo paulatinamente todas
tus facultades.
–Sí, pero, ¿cómo se hace para viajar? –insistió Martín, intrigado.
–Hay distintos modos –respondió Gabur vagamente–. Puedes hacerlo, por
ejemplo, utilizando un objeto que represente el lugar al que quieres ir; sólo tienes
que tocar ese objeto con el Rollo, lo que te haría viajar instantáneamente; o también
puedes viajar tomando el objeto entre tus manos y murmurando unas palabras que
sólo figuran en el Escrito.
–¿Entonces, cualquiera que lea el Escrito puede viajar por el tiempo? –
Martín se mostró francamente desilusionado. Si resultaba que todos podían hacerlo,
la cuestión de los viajes por el espacio y el tiempo perdía bastante de su atractivo.
–No es tan sencillo –Gabur sonrió comprensivamente–. Algunos, la amplia
mayoría, ni se dan cuenta, al leerlas, que esas palabras les darían tal poder. Y
aquellos que intuyen esa posibilidad se quedan atorados al intentar descifrar un
intrincado enigma matemático.
–¿¡Entonces para viajar tengo que saber matemáticas!? –el muchacho
saltó desencajado al escucharlo. ¡Ahora sí que perdía para siempre la posibilidad de
realizar esos viajes! ¡Él era malísimo en matemáticas!

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Gabur rió fuertemente durante un largo rato contemplando la consternación
de su discípulo. Martín finalmente se sintió ofendido; y se sentó erguido y en huraño
silencio.
–Oh, no, oh, no –intentó explicar Gabur–. No es necesario que tú resuelvas
el enigma. Sólo es una manera de viajar para quien no tiene el Rollo. No será tu
caso, por supuesto –trató de animarlo. Luego continuó, sonriendo suavemente–. Hay
aún otra manera de viajar, y es la más compleja pues no cuenta con un objeto para
hacerlo. Y esa sí será la forma que deberás aprender: acercarte a una determinada
persona fuera cual fuese su nación o su época, sólo con el poder de concentración
de tu mente. Así harás para llegar a los Elegidos.
–¿Cómo sabré quiénes son los Elegidos?
–Lo sabrás. En el momento oportuno lo sabrás sin asomo de dudas.
–Pero, ¿cómo...?
–Ya lo irás aprendiendo en estos días. Ven, quiero que leas esto.
Y nuevamente, como aquella primera vez, Gabur extendió un pergamino
sobre la mesa central del cubículo, acercó una vela y lo invitó a leer golpeando
suavemente con su dedo.
Era la hoja del Rollo de Barsalnunna que había pertenecido al Sumo
Sacerdote Ku-Baba.
Martín se inclinó a mirarla con gran expectación...
Otra serie de renglones con ángulos, puntos y rayas ocupando la hoja. Qué
caso tenía intentar comprender algo de aquellos garabatos. Luego se estremeció
ligeramente. Había creído entender su nombre en todo aquel escrito; pero aquello
resultaba absurdo. Releyó con mayor atención. Sí, allí decía su nombre. Sacudió la
cabeza sintiendo compasión de sí mismo. Debía estar sugestionado por las oscuras
enseñanzas del anciano. No era posible que su nombre apareciera en un
Documento confeccionado seis mil años antes de su nacimiento.
–¿Y...? –lo apremió el anciano.
–Leo mi nombre –comentó sin emoción, encogiéndose de hombros. Sabía
que Gabur se reiría de él y le diría que aquello no era posible.

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Pero para su sorpresa el anciano no dijo nada. Sólo lo miró unos segundos,
muy fijamente. Luego, en silencio, Gabur enrolló rápidamente el pergamino y le
indicó con un brusco gesto que debía marcharse.

Martín jamás había charlado tanto con alguien como aquella semana con
Nofre. Los recreos le parecieron cortos para conversar de tantas cosas como
hubiera querido. Descubrieron que tenían mucho en común, desde los juegos en la
computadora hasta los libros y películas que los apasionaban.
Mientras regresaba a su casa por la tarde, luego de las dos horas en el
taller de Carpintería con el profesor Esteban Quito, Martín pensaba que, después de
todo, Nofre podría llegar a ser un buen amigo. Había perdido mucho tiempo
haciéndose el tonto, alejándose de él cada vez que se le acercaba. Y todo por
prejuicioso, creyendo que por ser Nofre tan poco popular, de juntarse con él no
lograría tener amigos más dicharacheros. Como si ya los tuviera, se mofó
cruelmente de sí mismo. Como si esos que creía más populares lo asediaran a él
cada día para ser amigos. Qué idiota había sido. Y, además, por el diente. Como si
eso fuera una falta. Él mismo era un poco petiso, y eso qué. Y no era lo que se dice
un dechado de extroversión y simpatía. Se sentía muy mal. Había actuado con
desprecio. Su actitud no tenía perdón. Había sido mezquino.
Casi se detuvo en seco, repentinamente sobresaltado por un pinchazo de
duda. ¿Dónde había escuchado antes esa palabra, "mezquino"? Le sonaba de
pronto muy familiar. Alguien le había dicho a él: ‘no seas mezquino con quien quiera
ser tu amigo’. Pero ¿quién había sido el que pronunciara esa frase? No recordaba a
nadie que le hubiera hablado jamás así. Ni su madre ni su padre eran capaces de
dar semejante consejo. Y sin embargo las presentía provenientes de alguien muy
cercano a él. ¿De quién había escuchado antes aquellas palabras...?
Martín esforzó su mente hasta sentirse agotado, en busca de la esquiva
respuesta, mientas volvía a ponerse en marcha. Tenía la vaga idea, y eso lo
confundía aún más, de que habían sido pronunciadas en una senda bordeada de
árboles fragantes, en una tierra lejana, por un anciano de largo cabello blanco y

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túnica de plata. Iban camino hacia alguna parte, llevando consigo algo muy valioso,
el anciano y él.
Imposible. Absurdo. Se trataría de otros dos personajes, un muchacho y un
viejo, de alguna historia vista por televisión.
Luego se encogió de hombros con resignación. Seguramente habría sido
en alguna película vista hacía años porque ahora no lograba recordar en cuál.

El día octavo después del nacimiento del príncipe de Kish la ciudad se


vistió de fiesta. Se embanderaron todas las calles y se adornaron con guirnaldas de
flores las ventanas. Los nobles enjaezaron sus más bellos caballos y se recubrió a
un elefante real con un manto carmesí cuyas orlas eran perlas y su diadema de oro
y plata; allí se transportó la familia real en el corto trecho entre el palacio y el interior
del Templo. La reina era una bella muchacha de rostro cetrino y grandes ojos
oscuros, cubierto el abultado peinado con un delicado tul transparente. Llevaba al
niño en brazos. El rey se alzaba erguido y gallardo a su lado. Mucho mayor que ella,
sus cabellos encanecían en las sienes. Su capa de brocado carmesí refulgía bajo el
sol. No lucía corona, pero el lujoso cetro con la cabeza del león sagrado era el
símbolo de su poder indiscutido.
Seguidos por la muchedumbre que los vitoreaba sin cesar avanzaban al
paso lento del animal, escoltados por una numerosa guardia de honor y los esclavos
que agitaban grandes hojas de palmeras.
Gabur recibió el real cortejo junto al altar principal. En el oratorio hicieron
detener y arrodillarse al elefante, para permitir que la familia descendiera. Sonaron
los sones de trompeta y golpearon repetidamente un gong sostenido por dos
enormes esclavos negros.
Fue una corta y emotiva fiesta de presentación. Gabur ofreció el holocausto
y entró al Santuario con el niño, a fin de rociarlo con el agua santa. Minutos después
regresaron, lo acostó en el altar y lo ungió con el óleo sagrado y los perfumes.
Finalmente lo cubrió con su manto pronunciando palabras de bendición eterna.

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Bendijo por último a los padres y a todos los presentes y se declaró ese día como
día santo. Luego despidió a todos deseándoles la paz.
El niño y sus padres podían volverse a su casa.
Martín se acercó a Gabur en cuanto pudo escabullirse de la muchedumbre
que lo arrastraba. Afuera continuaría la fiesta, con mucha música y danzas, bebida y
juegos de azar. En el Templo, luego de tantos ajetreados días, renacía finalmente la
calma.
Halló al sacerdote en su habitación acompañado de Pioterkrébs, quien lo
ayudaba a quitarse el manto ceremonial.
Cuando Gabur y Martín quedaron solos, pudieron conversar libremente.
–¿Te ha gustado la ceremonia, Martín?
–¡Claro que sí! –exclamó el muchacho–. ¡Qué increíble que entraran con el
elefante! Nunca había visto uno de tan cerca. Nunca había visto a un rey. Ni a una
reina. Es muy bonita.
–Lo es, ciertamente. El rey es Zimudar, de la cuarta dinastía de Kish. Su
pequeño hijo, Uzí, a quien hemos bendecido hoy, es el heredero del trono.
–¿Qué hay en el Santuario, Gabur?
–El Arca santa y el Agua de bendición, hijo.
–¿Qué es eso?
–En cada templo hay un Arca que guarda una roca donde está la señal del
Dios Supremo. Junto al Arca hay una fuente de agua que fluye continuamente. Esa
agua es santa. Se bendice al recién nacido con esa agua.
–¿Y qué tiene esa roca para ser tan especial? ¿Cuál es la señal de Dios?
–Nunca he visto la roca. Está dentro del Arca desde tiempos remotos. Yo
sólo puedo acercarme al Arca, no curiosear su contenido. En cada Arca de cada
templo hay una roca similar. Nadie la ha visto. Se ha dicho que posee un fulgor
capaz de cegar a quien se atreva a violar el Arca. La roca desprende una energía
poderosa, pero eso sólo lo sabemos los sumos sacerdotes. No es algo que se ande
divulgando por ahí. Yo, como Sumo Sacerdote, soy el único sacerdote que puede
ingresar al Santuario y estar en presencia del Arca. Te aseguro que cada vez que
entro siento la Presencia de una fuerza extraordinaria. Mis manos adquieren el

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poder de sanar y mi corazón se aligera. Hay quien ha dicho que he salido
refulgiendo una luz extraña en mi rostro.
"El único momento en que alguien más aparte de mí puede ingresar al
Santuario, lo has visto hoy. Sólo un infante real, heredero del trono, en brazos del
Sumo Sacerdote, puede hacerlo. El niño luego perderá la memoria de este momento
tan sagrado, pero la huella de su paso frente al Arca estará impresa indeleblemente
en él. El resto de los niños es bendecido con la misma agua, pero sin ingresar al
Santuario. Se recoge el agua santa en una copa de oro y se lo rocía en el altar de
purificación. El agua cae a tierra y es absorbida, sin corromperse. "
Mientras hablaba Gabur fue descorriendo la pesada cortina de su
habitación que daba paso al pasadizo oculto que conducía al cubículo.
–Ven, ya es hora de tus lecciones –exclamó simplemente.
Martín no tuvo más remedio que obedecer.

Gabur no había exagerado al decirle que en esos días aprendería mucho


sobre cómo ser un buen Guardián del Rollo. Por lo menos, era intención del anciano
enseñárselo, si bien Martín creía que no lograría incorporar tantos conocimientos.
Gabur insistía en que antes de iniciar las lecciones más difíciles, como la de los
viajes en el tiempo, o la aparición y desaparición de objetos y otras asignaturas aún
más complejas, debía forjar su carácter y fortalecer su mente. Por tal motivo lo
asediaba a toda hora y en las circunstancias más inverosímiles con preguntas de
ingenio y enigmas lógicos, además de atiborrarlo con disertaciones sobre temas tan
oscuros que Martín temía llegar a padecer fuertes dolores de cabeza.
El Sumo Sacerdote en persona se ocupaba de la instrucción del novel
Guardián del Rollo, pero en determinadas oportunidades Joab lo reemplazaba y
juntos, Martín y él, salían del Templo y recorrían las callejuelas de la pintoresca
ciudad.
Joab desconocía la verdadera procedencia del muchacho. Se les había
dicho a todos que era oriundo de una región distante, lo que le explicaba en parte al
obeso sacerdote la sincera extrañeza que demostraba el novicio frente a los modos,
costumbres y cultura de Kish.

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Martín disfrutaba de todo lo que veía y giraba la cara a uno y otro lado para
no perder detalle. La ciudad era limpia y bonita; la gente se desplazaba por las calles
en carruajes de tiro, pero algunos lo hacían en carros a pedal de cuatro ruedas,
haciendo sonar un pequeño cuerno para espantar a los animales o transeúntes
distraídos que se les cruzaban por el camino.
En varios negocios, oficinas y aún en las viviendas particulares funcionaban
máquinas de cálculo muy similares a la del templo de Nippur, aunque de tamaño
considerablemente menor. En una tienda de objetos de navegación Martín descubrió
brújulas, planisferios bastante exactos a la realidad, mapas estelares y planos de
naves.
Luego observó boquiabierto un peligroso juego de adolescentes, quienes
se lanzaban sujetos a grandes alas de tela desde una empinada colina y flotaban y
daban vueltas en el aire hasta posarse sanos y salvos en tierra firme.
Martín no salía de su asombro y hacía partícipe a su compañero de su
curiosidad y entusiasmo. El muchacho no podía creer que tales carros, o las
máquinas de cálculo y tantos otros elementos cotidianos de su propio tiempo se
hallaran presentes en época tan remota de la Historia.
El sacerdote Joab no llegaba a comprender el motivo de la exaltada
admiración que demostraba Martín, ni sus comentarios; pero lo convencían aún más
de que el muchacho era un ser muy simpático y singular.
En otras ocasiones las clases eran compartidas con Manú, un niño sumerio
de diez años, de rasgos bellos, piel cetrina y extraños ojos verdes, tan inteligente
como voraz por aprender. Otras veces quien se sentaba junto a Martín a escuchar al
sacerdote Gabur, era Pioterkrébs, un joven hosco y reservado.
Las tardes del verano sumerio transcurrían lánguidas dentro de los
luminosos y frescos salones del Templo, donde ya había renacido la calma luego de
realizar la ceremonia de presentación del pequeño príncipe a los dioses.
Una de aquellas tardes, terminada la lección del día, Pioterkrébs y Martín
salieron del salón y el joven sumerio se puso a la par del muchacho.
Avanzaban por uno de los largos pasillos recubiertos de bellas alfombras
en los suelos y tapices en las paredes que ahogaban el ruido de las pisadas y
amortiguaban el sonido de las voces. El pasillo, desierto salvo por los dos jóvenes,

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se dirigía rectamente hacia las puertas lejanas que daban a un pequeño patio de
recreo.
–¿Tú obtendrás el rollo? –soltó de pronto con voz ronca, Pioterkrébs.
Martín lo contempló momentáneamente perplejo y confundido.
–¿Qué rollo? –preguntó a su vez, con recelo.
–El rollo sagrado que posee Gabur, ¿acaso te lo dará a ti?
–Creo que sí... –titubeó Martín. No estaba muy seguro de entender a qué
se refería; nadie había pronunciado el nombre de Barsalnunna y no quería ser él el
primero en hacerlo. Tampoco le gustaba la manera en que Pioterkrébs lo observaba
con sus escrutadores y negros ojos.
–¿De dónde provienes? –el joven sumerio habló con dureza. Otra vez
Martín, que comenzaba a inquietase, se sintió estupefacto; permaneció en silencio
intentando hallar una respuesta adecuada, mientras apuraba sus pasos por el
corredor.
–Puedes decírmelo francamente porque sé todo sobre ti –intentó
tranquilizarlo Pioterkrébs; pero su rictus de sonrisa no convencía a nadie.
Un sacerdote surgió desde el patio y comenzó a avanzar hacia ellos, con la
mirada baja. Al abrir las puertas había dejado ingresar una corriente de aire que
agitó suavemente los cortinados. Martín se sintió aliviado al verlo pero Pioterkrébs,
evidentemente molesto, lo retuvo aferrándolo del brazo.
–Ya te veré luego –exclamó.
Le lanzó a Martín una mirada larga y dura y desapareció de su lado.
Martín quedó solo en medio del pasillo. Los tapices de las paredes
oscilaban ligeramente.
El Templo contaba con miles de aquellos pasadizos secretos ocultos tras
las cortinas y Martín no lo ignoraba; pero aún así se estremeció. Es que Pioterkrébs,
más que internarse en uno de esos pasillos secretos, parecía haberse esfumado.
Martín sacudió la cabeza y reinició su camino. ¿Qué había querido decirle
el sumerio con eso de que sabía todo sobre él? ¿Y a qué Rollo se refería
exactamente? Gabur le había asegurado que su discípulo desconocía la existencia
del Rollo de Barsalnunna por lo que Martín consideró que Pioterkrébs se refería a
alguno de los otros rollos sagrados del Sumo Sacerdote; Gabur poseía millones. Y

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con respecto a saber todo sobre él, no le creía. Sólo él mismo y Gabur estaban al
tanto de su origen y no lo habían revelado a nadie, ni siquiera al sacerdote Joab.
Pioterkrébs no podía saber la verdad. Y aún sabiéndola, aquello no tenía mayor
importancia: si hablaba, nadie le creería.
Martín terminó cruzándose con el sacerdote y lo saludó respetuosamente
con una inclinación de cabeza. Luego salió a la luz clara y diáfana del día.
Unos jóvenes aprendices se entretenían en el patio con unos dados y un
extraño tablero. Sus exclamaciones y risas lo distrajeron prontamente de sus
preocupaciones y se acercó con curiosidad a observar su juego.

El señor Aguirre era dueño de una renombrada casa de antigüedades y


remates. Martín jamás solía ir por allí pero, al salir un mediodía del colegio y
teniendo toda la tarde libre por delante, consideró que sería una buena idea darse
una vuelta por el negocio. Tomó un colectivo hasta el centro. Sospechó que su
padre se sorprendería de verlo.
Así fue realmente. El señor Aguirre se sobresaltó, creyendo que alguna
desgracia se había cernido sobre alguien de su familia. Le llevó algún tiempo a
Martín convencerlo de que nada inusual había sucedido.
–Sólo quería pasear un rato y se me ocurrió venir para aquí –concluyó.
–¿No tienes que ir al colegio?
–Papá, yo voy al colegio por la mañana. Sólo los lunes, miércoles y viernes
tengo clases por la tarde –se apresuró a explicar.
–Ah, cierto. Bien. ¿Quieres ver algo por allí mientras termino con estos
papeles?
Martín no se lo hizo repetir. Se apilaban allí sinnúmero de objetos extraños
y antiguos, con poca o ninguna utilidad, conformando un tesoro más que interesante
para el fisgoneo de un niño: sillones desvencijados, cofres, lámparas de hierro,
botellas de todo tipo, cuadros con bellos y ornamentados marcos, discos de pasta y
de vinilo, y muchos libros.

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Su padre lo encontró hojeando uno de éstos cuando un rato después fue a
buscarlo.
–¿Son valiosos, papi? –preguntó Martín.
–No, hijo. Son montones de libros sin valor comercial. Eso no quita que
alguno pueda llegar a ser interesante para alguien –respondió su padre.
–¿Alguna vez tuviste libros muy viejos?
–¿Qué tan viejos?
–No sé. Del siglo XV, quizás.
–A decir verdad, he llegado a vender algún incunable. Son muy valiosos.
Pero actualmente no tengo ninguno en el local.
–¿Tuviste alguno de Gutenberg con el diseño de la tapa hecho por Fust?
–¡Caramba! ¿Cómo sabes tanto de libros? –preguntó con admiración el
señor Aguirre.
–Me parece que alguna vez vi unos tomos... –reflexionó Martín–; no
recuerdo dónde...
–Habrá sido seguramente en algún museo –consideró su padre–. No sabía
que fuiste al museo con el colegio.
–No fui.
Su padre lo miró confundido, alzando levemente las cejas, esperando una
explicación que no llegó.
–¿Te interesan los libros viejos, Martín? –preguntó luego.
–Creo que sí –Martín depositó un polvoriento volumen sobre una
desordenada pila–. Me interesan mucho los libros de la prehistoria.
–¿Libros que tratan sobre la prehistoria?
–No. Libros escritos en la prehistoria.
–¡No hay libros escritos en esa época, Martín! Se supone que la prehistoria
termina al inventarse la escritura. A partir de eso, comienza la historia.
–Entonces lo que me interesa son los libros del principio de la historia,
cuando las personas aprendieron a escribir.
–De tenerlos, a mí también me interesarían. Es decir, no existen a la venta,
no actualmente. Y en realidad no son libros. Son manuscritos guardados en museos,
trozos de papiro o arcilla, encontrados por arqueólogos. Pasan a ser documentos de

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la humanidad; y se supone que no pueden pertenecer a un coleccionista privado.
Imagínate tener en tu casa un escrito de mil años o más antes de Cristo. Algo así se
convierte en invaluable.
–¿Pero existe verdaderamente algún escrito de aquella época en alguna
parte, o se han perdido todos?
–Algo se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia, en la británica, y
hasta en el Vaticano... Allí se los estudia y quizás muchos de estos documentos no
se expongan jamás al público. Pero todo lo que se ha encontrado son restos: tablas
partidas de arcilla, papiros, o trozos de cuero, como los rollos del Mar Muerto.
–¿¡Rollos!? –Martín inexplicablemente sintió un mayor interés y su mente
se puso alerta; hasta él mismo se sorprendió de su excitación.
–Sí –su padre lo miró un instante preguntándose el porqué de esa
repentina agitación–. No son tan viejos, a decir verdad; no tanto como te interesa.
Son de unos doscientos cincuenta años antes de Cristo hasta algunos años
después.
–¡Vaya!
Martín no agregó nada más ni hizo preguntas. Se hallaba ensimismado.
Parecía querer recordar algo, pero no sabía bien qué. Su padre entonces lo invitó a
almorzar y salieron los dos hacia un bar cercano.
Cuando ya se volvía a su casa Martín le hizo prometer a su padre que le
llevaría una extraña mesita redonda de madera, casi tan alta como él, que había
encontrado entre otros muebles desvencijados. Su padre se resistió en principio ya
que la tal mesita carecía de utilidad, pero tanto insistió su hijo que finalmente
accedió.
Ni siquiera Martín sabía qué haría exactamente con esa mesa; pero sintió
que la necesitaba.

Gabur había entrado a orar al recinto reservado a los sacerdotes en el


Templo y dejó a Martín durmiendo bajo la higuera, lo cual ya era habitual en estos
casos. Los frutos de la higuera saciaban al goloso muchacho en su espera y luego
se adormecía bajo la sombra fresca de las nudosas ramas. Así era siempre a esa

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hora temprana, cuando el Sumo Sacerdote, poco antes de iniciar sus rituales y las
lecciones, se recluía en la soledad del oratorio.
Generalmente a esas horas el tránsito de carros o peatones era escaso;
faltaba aún para el inicio de las actividades o la apertura de los negocios. Aquella
mañana, sin embargo, no pasó mucho rato sin que se congregara en las cercanías
de la higuera una nutrida multitud rodeando a un pregonero. A causa del son de una
aguda trompeta y los gritos, Martín se despertó y sentándose observó a su
alrededor, prestando inmediata atención a lo que se decía. La muchedumbre fruncía
el ceño, gesticulaba y murmuraba con evidente preocupación.
–... Han invadido y saqueado Nippur –escuchó que informaba uno a su
vecino.
–... Dicen que tienen armas prodigiosas... ¡Tres ejércitos no han podido con
ellos!
–Traen la furia de los dioses del mal...
–¡Por orden del rey la ciudad de Kish permanecerá amurallada hasta
nuevo aviso! –vociferaba el pregonero.
–¡Que nuestros dioses sean benignos...!
–¡A callar, que el pregonero continúa!
–¡Todo hombre deberá empuñar las armas y ponerse a disposición de los
ciudadanos de Kish, de sus sacerdotes y su rey! ¡Por orden del rey...!
Era casi inaudito y todos los presentes abrieron y taparon sus bocas en un
gesto de estupor. Algunas mujeres lanzaron gritos y sollozos mientras se aferraban
al brazo de sus esposos e hijos. Los hombres habían sido emplazados a concurrir
prontamente con sus armas a la plaza principal a fin de unirse a la soldada que ya
estaba en lucha. No había tiempo que perder.
El enviado del rey enrolló la proclama rápidamente con gesto adusto y se
alejó con su escolta. El gentío ahora alzaba su voz en preguntas nerviosas e
intercambiando mil y una conjeturas. La incertidumbre y el nerviosismo crecían por
instantes. Martín mismo no llegaba a entender cabalmente lo que sucedía. Todo era
muy confuso y repentino. La gente seguía allí, inmóvil, sin saber qué hacer
exactamente. Comentaban en voz alta los sucesos, oponían reparos a la proclama
del rey o adherían a ella con absoluta convicción. Discutían entre ellos, juzgando si

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el emplazamiento de los hombres a la batalla y el cierre de la ciudad eran o no
medidas adecuadas.
–¡Los invasores están aquí! ¡Llegan en carros, asolando el valle! –
interrumpió a los gritos un niño que llegaba hasta ellos corriendo
desenfrenadamente–. ¡Lo han anunciado los soldados de la guardia! ¡Han cerrado
ya las puertas!
Hubo un súbito silencio expectante. De improviso, un vago rumor lejano de
caballería llegó hasta ellos y fue como una ligerísima corriente eléctrica pasando
entre el gentío. Al mismo tiempo el potente cuerno de la ciudad anunció la alarma.
Sonaban apagados pero aún así aterradores los alaridos de guerra en las
afueras y ahogados los sones de cuernos de caza anticipando la batalla. Pero muy
pronto el retumbar de cascos y los aullidos comenzaron a sentirse con mayor nitidez
y terriblemente más cercanos. Las paredes y techos de las casas circundantes
comenzaron a temblar leve pero perceptiblemente; su vibración estremeció a la
muchedumbre que aguardaba, atónita.
–¡Los acadios! –gritó Martín, mirando en derredor y poniéndose
rápidamente en pie–. ¡Llegan los acadios!
La gente reaccionó a su grito y comenzó a correr disolviendo
atropelladamente el grupo, empujándose entre exclamaciones y arrastrándose
angustiosamente hacia las viviendas. Muchos pugnaban por ingresar al Templo pero
eran repelidos violentamente por sus guardianes; algunos caían al suelo y eran
pisoteados sin misericordia. Las grandes puertas del Templo comenzaron a cerrarse
a fin de resguardar el Santuario sin tener consideración por el tumulto que insistía en
entrar.
Martín miró en derredor, desconcertado. Debía hallar a Gabur en medio de
ese caos. Él también deseaba llegar al Templo pero temía ser golpeado ferozmente
por los celosos centinelas, tal como veía que estaba sucediendo. Debía buscar otra
forma de ingresar. Repentinamente el gentío, comprendiendo la inutilidad de sus
esfuerzos, se apartó de allí; alguien al parecer los dirigía y en su pánico corrían
aturdidos, agrediéndose mutuamente. Martín fue arrastrado, forzado a seguir a la
multitud. Empujado de un lado a otro sin piedad y malherido, llegó hasta los muros
de la ciudad. Mujeres y niños pedían a gritos que les abrieran las puertas. Fuera de

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los muros de la ciudad sería posible escapar a pie hacia el monte o hacia el río.
Confiaban en que no los perseguirían: los invasores sólo buscaban las riquezas del
templo y del palacio, sus caballos y sus granos.
Los soldados, parapetados en la muralla, no respondían a sus súplicas ni
les abrieron las puertas. Apuntaban sus precarias armas hacia el avance de las
tropas enemigas.
Imprevistamente miles de lanzas oscurecieron el cielo, cruzando de un lado
al otro del muro; y la pesada puerta comenzó a ser sacudida violentamente desde
afuera, forzándola hasta desprenderla de su marco. En pocos minutos y con gran
estruendo terminó cayendo hacia delante. Quedaron las tablas astilladas,
destrozadas al paso de la horda. Estaban dentro. Los bravíos caballos pisoteaban
todo aquello con lo que tropezaban en su violento avance, e iban levantando una
nube de tierra que cegaba y sofocaba. Arreciaban los gritos de salvajismo y de
miedo. Imponentes carros de guerra destruían sin misericordia el empedrado de las
calles, arrasaban con los pequeños comercios y arrancaban los árboles de cuajo.
Los soldados sumerios apuntaban y disparaban sus saetas con precisión
pero el número de invasores se contaba por millares. Fueron abatidos y masacrados
en pocos minutos y los acadios comenzaron de inmediato el saqueo de la ciudad.
Incendiaban a su paso las viviendas para obligar a sus moradores a huir de ellas.
Luego los perseguían profiriendo maldiciones y gritos; y arrinconaban a sus
aterrorizadas víctimas con sus caballos contra los muros. Mujeres y niños eran
arrastrados como parte del botín que se llevarían.
Martín intentaba ocultarse lo mejor posible cuando una mano se posó sobre
su hombro, haciéndolo saltar de pánico.
–Martín, hijo.
–¡Gabur! ¡Oh, Gabur! ¡Tengo tanto miedo!
Tras una puerta desvencijada que conducía a una casa ya derruida se
mantuvieron ocultos por un largo tiempo, con el corazón palpitante y los ojos
atentos. Martín no podía creer lo que estaba pasando.
–Martín, debemos intentar salir de aquí –exclamó el anciano al cabo de un
rato, poniéndose cautelosamente en pie–. Pero no podremos usar el Rollo. Te dejaré
en un sitio seguro fuera de la ciudad pero es necesario que yo regrese a socorrer a

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los heridos. Aprovechemos que los invasores se dirigen hacia el palacio. Creo que
podemos llegar a la puerta sin ser vistos. Debemos alejarnos ahora. No quiero correr
el riesgo de que el Documento caiga en sus manos.
Envueltos en el humo de los incendios, ocultándose tras los muros a medio
desplomar y los árboles destrozados, llegaron al hueco de las puertas de la ciudad.
Intentaban salir, tratando de no clavarse las filosas astillas de las maderas
quebradas, cuando un soldado acadio los descubrió y les lanzó un certero puñal. El
arma hirió la espalda del anciano, que trastabilló dando un ahogado grito de dolor.
–¡Gabur! –gritó Martín, luchando por sostenerlo. Al levantar la mirada en
busca de ayuda descubrió con terror que se acercaba a ellos el invasor de rostro
sanguinario que los había atacado, blandiendo amenazadoramente sus armas; y se
le quedó mirando, boquiabierto y paralizado, incapaz de reaccionar. Pero fueron sólo
segundos que parecieron siglos, porque antes de acercárseles lo suficiente el
inquietante acadio cayó atravesado por la lanza de un soldado sumerio.
Martín entonces recuperó su cordura y, dejándose caer, se hincó
sollozando calladamente. Gabur se le resbalaba de los brazos y con gran esfuerzo
logró apoyarlo sobre el empedrado de la calle.
El anciano suspiró de dolor. Abrió los ojos que mantenía entornados y miró
al muchacho con ternura.
–Martín, hijo mío, busca entre mis ropas los Documentos. Guárdalos...
–No...
–¡Guárdalos! No dejes que caigan en malas manos. Ahora todo depende
de ti.
–¡No! Tengo que encontrar un médico...
–¡Escúchame! Por favor, escúchame. No llores, hijo. Escúchame –volvió a
murmurar Gabur, suplicante.
–Sí, estoy escuchando –sollozó Martín, secándose las lágrimas con el
dorso de la mano.
–Debes irte sin demora de aquí. Regresa al Templo... –Gabur tomo aliento
para continuar–. Sigue el canal de riego hasta el pozo que hay junto a la higuera.
Hay una entrada a pocos pasos, es una losa en el piso... –tuvo un estremecimiento
que le cortó la respiración y luego, con voz débil, continuó–; una losa con un círculo

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blanco... hay un pasadizo... entra por allí al Templo –Gabur hizo un silencio y levantó
su mano para acariciar las mejillas húmedas del muchacho–. Toma el Documento –
con un temblor incontrolable rebuscó en su túnica–. Toma, escóndelo entre tus
ropas. Escúchame, deberás encontrar al otro Guardián, es tu misión ahora –exclamó
con inusitada energía sujetándolo de la túnica. Luego Gabur aflojó la presión de su
mano y continuó con voz débil–. No hables con nadie. Ingresa al Templo y busca la
efigie de la diosa Ishtar...
–Ishtar –repitió Martín, sacudiéndolo levemente pues Gabur se había
desvanecido.
–Es la diosa con alas y pies como garras –le describió Gabur en un
susurro–. Tras ella encontrarás una puerta, el corredor te llevará directo al cubículo.
Cuando estés allí dirígete a la mesa triangular y busca una imagen de tu tiempo...
apoya el Rollo sobre la imagen y podrás regresar... podrás regresar... ¡Oh, Martín!
¡Cuánto lamento dejarte ahora, muchacho! Guarda bien los Documentos. Busca al
segundo Guardián... ¡Vete ya! Vete, hijo mío, ten mucho cuidado, no hables con
nadie ahora, ni siquiera en el Templo. No confíes en nadie... Recuerda... búscalo…
Gabur cerró los ojos y murmuró algunas palabras que resultaron
incomprensibles.
Y luego desapareció.
Martín observó, atónito, las piedras del camino donde segundos antes
reposaba el anciano. Luego prorrumpió en un incontenible llanto, presa de la
angustia y del desamparo que sentía.
–¡Gabur! –exclamó sollozando–. ¡No sé qué debo hacer ahora! ¡Gabur, te
necesito!
Y con espasmos de llanto derramó en aquel rincón toda su desesperación y
desconsuelo.

Martín se despertó hecho un ovillo, tenso y angustiado, con las manos


crispadas, el rostro húmedo y la almohada empapada. La oscuridad reinante en su
habitación lo atemorizó y le impidió moverse por un largo rato.

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Lentamente su respiración se recompuso y volvieron a la normalidad los
latidos dentro de su pecho. Alzó lentamente un brazo para alcanzar el reloj de su
mesa de luz. Eran las tres y diez de la mañana.
Encendió el velador y el resplandor lo encegueció unos segundos. Luego
se sentó en la cama, confundido. Había estado llorando en sueños; no lo recordaba
pero así era. Ahora por suerte se encontraba un poco más tranquilo.
Aunque una honda e incomprensible pesadumbre seguía provocando
escozor en sus ojos y un agudo dolor dentro de su corazón.

Buscó con terror creciente la puerta disimulada tras la efigie. Martín


había seguido las indicaciones de Gabur hasta lograr ingresar al Templo. Allí dentro,
completamente vacío por vez primera de sacerdotes o peregrinos, no tardó en
reconocer a la diosa Ishtar y ahora intentaba hallar tras la efigie la puerta que lo
conduciría a la habitación de su viejo amigo.
Aún le corrían las lágrimas por las mejillas, incapaz de comprender la
muerte del anciano sacerdote. Pero no podía darse el lujo de detenerse a pensar en
ello. Afuera continuaban los gritos y el estrépito de armas; un humo negro se filtraba
por los ventanucos junto al techo, oscureciendo el cielo. Tanteaba repetidamente las
paredes buscando la entrada secreta cuando recios golpes lo sobresaltaron y miró
hacia el enorme portal del Santuario. Los acadios terminarían por derribarlo en unos
pocos minutos. Debía apresurarse.
Con gran ansiedad apoyó sus palmas con más fuerza sobre las piedras del
muro. A su espalda oyó un gran crujido: la puerta estaba cediendo y ya no
dispondría de más tiempo. El pecho le latía angustiosamente hasta hacerle daño.
Finalmente la halló; una de las piedras se deslizó sobre sí y se escuchó un
chasquido. La puerta oculta se abrió lenta y pesadamente y Martín corrió al cubículo
sin perder tiempo en cerrarla. Un largo y estrecho pasillo lo llevo directamente hacia
allí.
La estancia se hallaba iluminada por sinnúmero de grandes velas, algunas
completamente derretidas; el olor a sebo causaba repugnancia. Pero Martín no se
detuvo a prestarle atención al entorno. Cruzó el cubículo con rapidez y salió por la

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otra puerta disimulada que comunicaba con las habitaciones de Gabur. Allí buscó
sus ropas y dejó tirado el turbante y la túnica mientras se colocaba la remera y las
bermudas. A pesar de su apuro no podía regresar a su tiempo vestido como un
sumerio.
Luego corrió con el Rollo ya en las manos y se encaminó directamente a la
mesa del Norte. Revolvió nerviosamente las imágenes buscando alguna que pudiera
llevarlo, como Gabur le había indicado, hacia su época.
–Vamos, vamos –mascullaba para sí agitando las manos con brusquedad
sobre el tapete en su afán por descubrir prontamente alguna–. Necesito una foto de
mi época. Necesito volver a casa.
Los ruidos y gritos arreciaron, advirtiéndole que los acadios ya habían
profanado el Templo. Luego escuchó un resonar de pesados pasos en el corredor
que él acababa de transitar y percibió el metal de la espada golpeando los muros.
Alguien se acercaba.
Empezó a sudar y apresuró con mayor inquietud su búsqueda. Pero eran
millones de imágenes. Caían desparramándose sobre el suelo ante su precipitación.
Un bramido a sus espaldas lo hizo sobresaltar y palidecer y Martín giró con
rapidez sobre sus talones. Un soldado enorme, moreno y fornido, con casco de
cuernos y piel de león sobre los hombros había entrado al cubículo; y el soldado
embistió contra él rugiendo y blandiendo sus armas.
Martín no lo dudó y manoteó rápidamente sobre la mesa que tenía tras de
sí. A espaldas del acadio, oculto bajo la pesada cortina, creyó descubrir los ojos
negros y escrutadores de Pioterkrébs fijos en él. Pero no había tiempo para
suposiciones. Sin perder un segundo, sobre la primera imagen que sujetó, apoyó el
Rollo de Barsalnunna.

Los siguientes días fueron sumamente fríos y grises. Martín se sentía abatido
y, como nunca, más solo. Manuel había estado faltando a clases y para Martín ese
había sido un duro golpe. Después de lo que había disfrutado aquella pasada
mañana con la compañía de su nuevo amigo, su ausencia le resultaba penosa. Ni
siquiera en su casa se sentía a gusto. Él había pensado que la cena de noches atrás

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se repetiría una y otra vez ya que todos la habían disfrutado tanto, pero se había
equivocado. Su madre regresaba tarde de sus cursos y no estaba dispuesta a que la
cocina le robara más minutos de los que ella quisiera otorgarle. Entonces no había
excusa que permitiera reunirse en torno a la mesa a comer una hamburguesa, por lo
que su padre se acomodaba a ver programas de televisión en su dormitorio mientras
Quintín acaparaba el televisor de la sala.
Ante esto, Martín se retiraba a su cuarto, pero sin ánimo siquiera de dormir.
Posponía hasta altas horas de la noche el momento de acostarse y luego daba
vueltas y más vueltas en la cama, sin conciliar el sueño. Sufría de un temor
irracional, dormitaba unos minutos y se despertaba luego anhelante, con el corazón
palpitándole locamente y las manos crispadas aferradas a las mantas. Sólo cuando
faltaban un par de horas para levantarse, caía en un intranquilo sueño.

Martín tardó varios segundos en comprender qué estaba sucediendo. Se


puso de pie y miró a su alrededor.
Se hallaba rodeado de exóticas plantas prolijamente ordenadas y
catalogadas en mesas. Donde debía estar el techo descubrió una bóveda de vidrio
por la que se asomaba el negro de la noche y el brillo de las luces de la ciudad.
Algunas modernas pantallas solares se ubicaban estratégicamente reteniendo el
calor y generando una humedad casi opresiva.
Martín, sumamente perplejo, se estrujaba la mente intentando explicarse
todo aquello. ¡Se hallaba en un invernadero! Pero, ¿qué diablos hacía en un
invernadero?
Entonces algo rememoró. Había viajado desde Sumer utilizando el poder
del Rollo de Barsalnunna, intentando regresar a su casa; aunque no atinaba a
recordar exactamente por qué…
Por unos instantes Martín se esforzó en entender lo que sucedía, sin
conseguirlo; y se preocupó. No sabía dónde se hallaba; ni siquiera había visto la
imagen que había tocado. Pero dos cosas estaban claras: primero, ya no se
encontraba en el pasado; y segundo, sí, debía volver a casa.
Y es así que se puso en camino, buscando en primer lugar salir de allí.

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Todas las puertas vidriadas que daban hacia el exterior estaban cerradas
pero finalmente halló un depósito de herramientas que poseía otra salida al frente.
Martín se encaminó por allí, cruzó un largo pasillo a media luz y terminó en
una gran sala donde sólo un par de rojas luces de emergencia le permitían distinguir
qué clase de objetos guardaba. Vitrinas con cerámicas resquebrajadas, mosaicos y
una enorme roca con jeroglíficos le revelaron que todo en aquel salón correspondía
a la cultura egipcia. Y como para sacarlo definitivamente de toda duda, mientras
daba pasos cautelosos, se halló con un sarcófago.
Martín tragó saliva. Estaba obviamente en un museo, en un museo de
noche y, para complicar más las cosas, completamente solo.
Amedrentado, cruzó la sala oteando sobre sus hombros a cada paso
cuando de improviso terminó frente a un par de urnas donde descansaban dos
soberbias y ajadas momias. En la penumbra rojiza parecían sonreírle
macabramente.
Martín salió corriendo con el corazón palpitándole por la impresión sufrida y
entró sin percatarse de ello en la siguiente sala. Pero allí las cosas no mejoraron en
absoluto porque mientras avanzaba entre espadas, escudos y cascos de guerra se
encontró con la figura de un guerrero samurái de tamaño natural, con la daga en la
mano, la espada al cinto y una fisonomía tan severa que Martín se inquietó al verlo.
La imagen del soldado acadio que había matado a Gabur se hizo entonces
presente en su mente y lo recordó todo con un estremecimiento: el incendio de Kish,
los gritos de la gente, Gabur malherido, y el aspecto despiadado del acadio que se
acercaba entre las tablas astilladas de los portones de la ciudad, con su rostro cruel
y sus armas ensangrentadas, dispuesto a matarlo también a él…
–¡Te tengo!
Martín soltó un aullido de terror cuando sintió la mano que lo sujetaba
fuertemente del hombro.
–¡Socorro! ¡Socorro! ¡No me mate! ¡Socorro! –gritó despavorido.
–¡Eh! Pero si no voy a matarte. Ya no veas tantas películas de horror –le
respondieron con tono sorprendido mientras se aflojaba un poco la presión con que
lo sujetaban.

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Martín pudo entonces girar la cabeza para ver quién estaba a su lado. Por
su uniforme dedujo que se trataba de uno de los guardas del museo.
–¿Quién eres, qué haces acá? –le preguntó el agente.
–¿Acá dónde? –preguntó Martín sin poder evitarlo. Es que sinceramente no
sabía dónde estaba.
–¿Te burlas de mí? –replicó severamente el guardia.
–Es que no sé qué museo es éste –musitó Martín con sumisión–. Ni en qué
ciudad estoy….
–Pues, estamos en Madrid, en… Pero escúchame, no tengo por qué darte
yo explicaciones a ti. ¿Qué haces en este lugar?
Pero antes de que Martín pudiera hilvanar una respuesta coherente la
radio que llevaba el guarda lanzó un sonido agudo y una voz metálica exclamó:
–¡Hay otro intruso, cambio! ¡En los invernaderos, cambio!
El guarda presionó nuevamente el hombro de Martín, con fuerza.
–¿Has venido con otro? ¿Qué pretendes?
–Sólo busco ir a casa –murmuró Martín haciendo un gesto de dolor.
En ese momento fuertes exclamaciones y corridas en la sala contigua
sorprendieron a ambos. El guarda se abalanzó hacia allí dando órdenes a voz en
cuello.
–¡Ya lo tengo! –oyó Martín que finalmente uno gritaba–. ¡Ya lo tengo!
–Déjenlo con su cómplice –respondió otra voz–. Llamaré a la policía. Y, por
favor, que alguien active la luz.
Martín miró a su alrededor pensando rápidamente. Lo que menos le
agradaría ahora era permanecer en la misma habitación a solas y a oscuras con un
ladrón de museos. Se escondió momentáneamente tras la figura del guerrero
samurái mientras escuchaba como empujaban al delincuente en la sala y cerraban
las puertas con llave desde afuera.
Más problemas. ¿Cómo saldría ahora, cómo volvería a casa?
La leve luz de emergencia sólo permitía ver los contornos de los objetos y,
más claramente, a ras del piso. Así descubrió que su compañero de encierro ya no
estaba donde lo habían dejado caído sino que se desplazaba silenciosamente.
Martín tragó saliva. ¿Acaso lo buscaba a él? ¿Sería un loco maníaco dispuesto a

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vengarse porque por su culpa se había malogrado su gran golpe maestro de robo al
museo?
Martín comenzó a retroceder sin hacer ruido. Debía hallar sin demoras el
modo de salir de allí.
Y lo encontró. Al dar contra la pared descubrió unos grabados, unas
imágenes y daguerrotipos de templos y paisajes de Japón. Eso serviría por el
momento para ponerse a salvo.
Sólo debía tomar alguno de esos pequeños cuadros y tocarlo con el Rollo.
Con precaución estiró el brazo y descolgó uno…
La alarma sonó con estridencia al mismo tiempo que se encendían todas
las luces. Por unos segundos Martín quedó aturdido y encandilado, pero eso no le
impidió posar con rapidez el Rollo de Barsalnunna sobre la imagen, y desaparecer
de allí.
Estaría muy cegado por la repentina luz porque lo último que creyó ver fue
un brazo extendido que infructuosamente intentaba asirlo…

Martín caminó rápidamente las pocas cuadras que faltaban para llegar a su
casa. Era nuevamente viernes, acababa de salir de la clase de Arte y Manualidades
y había pensado en demorarse antes de regresar a su hogar; pero pasear solo no
resultaba divertido. Además, se estaba helando.
Abrió de un empujón la puerta. La casa estaba silenciosa y fría. Se había
apagado la caldera la noche anterior y nadie se había tomado la molestia de volver a
encenderla. Él no sabía cómo hacerlo, por lo que optó por meterse en la cama
arrebujado en su manta. Se entretuvo algunos minutos releyendo uno de sus viejos
libros de aventuras, mas luego, en el silencio del hogar vacío, se quedó
profundamente dormido.

Martín se incorporó, sacudiéndose la tierra de la ropa. Debería aprender a


llegar de pie, pensó.

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Miró a su alrededor. Ahora se hallaba en un campo cultivado, era de día y
se respiraba un aire fresco y fragante. Pero nuevamente no sabía dónde estaba ni
en qué siglo.
Comenzó a caminar separando a cada lado el maizal, dispuesto a llegar a
alguna casa o alcanzar al menos un camino. Ni siquiera se detuvo a pensar qué diría
si se encontraba con alguien; sólo lo acuciaba la urgencia por volver a casa.
De pronto un fuerte golpe en la cabeza lo sobresaltó. Se dio vuelta,
agachándose frente a la andanada de golpes que le propinaba una mujer con un
enorme choclo mientras le gritaba todo tipo de cosas.
–¡Eh, señora, tranquila, ya no me pegue! –le espetó, intentando protegerse.
Por unos segundos la mujer lo miró con gesto extrañado, pero luego
reanudó sus golpes y su palabrerío incomprensible con gran entusiasmo.
Martín optó por alejarse a toda prisa.
Corrió cuanto pudo y llegó hasta una carretera. Varios autos de última
generación pasaban veloces, mucha gente se desplazaba en bicicleta o en motos.
Nadie le prestó atención. Martín caminó al costado de la ruta por un largo tiempo, sin
saber siquiera a dónde se dirigía.
Sólo sabía que se hallaba en la tierra de los samuráis como el que había
visto en el museo. Estaba en algún lugar de Japón. Y era su tiempo, de eso no cabía
duda.
Pero seguía lejos de su casa y sin posibilidad alguna de volver a ella.
Agotado, afligido y hambriento Martín se dejó caer finalmente a unos
metros de la ruta.

Quintín cerró la puerta haciendo presión contra el ventarrón helado de la


calle. Allí dentro también hacía mucho frío; por algún motivo la caldera se había
apagado y ni su padre ni su madre habían sido capaces de volver a encenderla.
El hogar estaba en completo silencio, lo cual demostraba que nadie se
hallaba en casa. Su padre trabajaba todo el día, por lo que lo extraño hubiera sido
encontrarlo allí. En cuanto a su madre, ella solía tomar cursos a cual más insólito y

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evidentemente aquella tarde tenía alguno de ellos. Sin embargo Martín, a esa hora,
ya debería estar de vuelta del colegio.
Quintín avanzó hacia el final del pasillo; la habitación de su hermano se
hallaba con la puerta entreabierta y se asomó.
Allí estaba Martín, hecho un ovillo de frío bajo las mantas, durmiendo
plácidamente como un lirón. Le dejaría encendida la calefacción antes de irse a
jugar al fútbol con sus amigos.

Martín, que se había quedado dormido mientras cavilaba sobre su mala


suerte, despertó ante el sonido imperioso de una bocina.
Una camioneta había abandonado la ruta para acercársele y por la
ventanilla asomaba el rostro de la mujer que lo había atacado horas antes.
Por un instante Martín pensó en salir corriendo otra vez pero era evidente
que la mujer no tenía intenciones de apearse de su vehículo. Le hablaba en un
lenguaje incomprensible y hacía gestos impacientes instándole a acercarse.
Martín, receloso, no se movía de su sitio.
–Si pudiera entender lo que dices –murmuró al cabo de unos instantes con
sincero pesar. ¡Necesitaba tanto algún tipo de ayuda! ¡Se sentía tan perdido en
aquel lugar desconocido y ante la inminente llegada de la noche!
–No pretenderás quedarte allí toda la noche. Vamos, te digo que subas –
exclamó ella haciendo nuevamente un gesto con la mano–. Te llevaré a casa.
–¿Me llevará a casa? –repitió Martín, dudando de lo que había escuchado.
–Y te daré algo de comer.
–¿Algo de comer?
–¿Es que debes repetir todo lo que digo? –se burló ella con brusquedad–.
¡Vamos, sube ya!
–¿Usted puede entenderme? –preguntó intrigado Martín mientras trepaba
al asiento.
–¡Claro que puedo entenderte! –respondió ella poniendo en marcha el
vehículo–; salvo cuando hablas como antes, en el maizal. Y por cierto, disculpa los

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golpes, pero creí que pretendías robarme los choclos. Varios pillos por aquí lo
hacen.
–Esa no era mi intención –le aseguró Martín.
–Pasé hace un par de horas y te vi durmiendo junto al camino –continuó la
mujer–. Y cuando venía de regreso volví a encontrarte. ¿Es que no tienes hogar?
–Pues, sí… –balbuceó Martín–. Pero un poco lejos.
–Ah, cuántos chicos andan lejos de sus casas hoy en día –gruñó ella
meneando la cabeza con desasosiego–. ¿Buscas trabajo?
–Ahora sólo busco volver a casa –respondió Martín en voz baja.
Ella le lanzó una mirada apreciativa.
–Me parece bien –exclamó luego, volviendo la vista al frente–. Pareces un
buen chico.
Habían entrado por un camino polvoriento y unos metros más allá, junto a
la casa, la mujer detuvo la camioneta.
–Te daré algo de comer, para ti y tu amigo –exclamó ella descendiendo del
vehículo.
–¿Qué amigo? –se extrañó Martín.
–Ese tipo raro que también está en el maizal.
–No sé de quién me habla…
–¿Otra vez no entiendes el japonés, o qué? –se impacientó ella
precediéndolo a la cocina–. ¡Hablo del que llegó contigo, el del atuendo raro en la
cabeza!
–¡Yo no vine con nadie! ¡Y no entiendo el japonés! ¿De qué japonés me
habla?
–Mira, pareces inofensivo pero no quiero problemas –respondió con gesto
severo la mujer poniéndole bruscamente en las manos algo de comer–. Tu amigo
seguramente te aguarda. Lo he visto buscándote desesperadamente por todo el
maizal. Bueno, vete, y buena suerte. Puedes dormir en el granero esta noche si no
tienes donde ir pero no quiero verte más mañana, ¿has oído?
–Sí…
–¿Te hace falta algo más?
–No… Es decir, sí… Mire, ¿no tiene usted un cubículo?

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–¿Un qué? Ah, ya entiendo. Buscas la letrina. Está justo detrás de la casa.
–No, yo…
–¿Ahora qué te pasa?
–Eh, necesitaría… ¿no tendría… una foto?
–¿Una foto mía? –se encolerizó ella–. ¿Qué eres, un pervertido?
–¡No, no! –se apresuró a gritar Martín; ¿para qué querría él una foto de esa
vieja fea?–. Un paisaje, una foto de un paisaje, puede ser un cuadrito… –explicó con
un hilo de voz.
Ella lo contempló unos instantes frunciendo severamente el seño.
–No tengo cuadros en mi casa –replicó cortante–. Pero sí un viejo grabado,
la imagen de un campo, tallado en madera. Mi difunto marido lo encontró tirado por
allí y lo enmarcó. Decía que era un tallado muy antiguo.
–¿Podría prestármelo?
–Si insistes –se encogió de hombros la mujer–. Te lo acercaré al granero
en cuanto lo encuentre.
Martín cruzó el espacio que lo separaba del granero y allí esperó, comiendo
lo que le habían dado. La dueña de casa llegó casi media hora después con un
pequeño cuadro de madera, y se lo tendió sin pedir explicaciones.
–Que duermas bien –le dijo simplemente.
Pero Martín no tenía intenciones de pasar allí la noche. En cuanto quedó
solo engulló de un solo bocado el resto de sus víveres y enarboló el Rollo de
Barsalnunna. Era hora de viajar.
Una hora después la granjera entró nuevamente al granero y halló el
cuadrito caído en el suelo polvoriento. Inclinándose lo tomó y miró a su alrededor,
sorprendida.
–Qué raro, parece que ya se fue –dijo a su acompañante–. No importa,
puedes pasar la noche tú, si eso quieres. ¿El cuadrito? Sí, puedes quedártelo.
Buenas noches.

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5

Bastó mirar en derredor para comprender que se encontraba solo, dentro


de un amplio granero lleno de resquicios por donde penetraba la luz de la tarde. El
heno cubría parcialmente el piso y se amontonaba en gran cantidad en uno de los
rincones; algunos troncos demarcaban los corrales. Un caballo relinchó haciéndolo
sobresaltar; lo tenía justo detrás de sí y ahora le apoyaba amistosamente el hocico
en la espalda.
–Je, je, lindo caballito –susurró Martín poniéndose de pie y alejándose
prudentemente algunos pasos. Se sacudió la paja adherida a su trasero y reflexionó
sobre su situación. Obviamente se hallaba en el campo; podía asegurarlo en base al
fuerte olor que cosquilleaba en sus narices: animales, pastizales y tierra húmeda.
Claro que no sabía a dónde lo había transportado el poder del Rollo porque
desconocía el lugar que representaba el grabado que tocara con él, pero lo cierto
era que momentáneamente se hallaba fuera de peligro: no había ningún feo acadio
a la vista, ningún guarda de seguridad ni ninguna mujer dispuesta a darle golpes.
Eso era lo importante.
Martín no pudo evitar un suspiro de alivio y luego lanzó una reconfortante
risotada cargada de nerviosismo.
–¡¡Por Odín!! –exclamó entonces alguien, con pánico.
–¡AAH! ¡AAH! –gritó a su vez Martín dando un salto al escuchar el
imprevisto chillido y ver moverse simultáneamente la montaña de heno.
Quedaron frente a frente jadeando por el sobresalto.
Se trataba de un muchacho aproximadamente de su edad, vestido con un
jubón azul ajustado al cuerpo por un ancho cinturón de cuero; su ropa y su cabello
rubio estaban salpicados de briznas de paja.
Se miraron larga y fijamente, uno más asustado que el otro.
–¿Quién eres tú? –el desconocido fue el primero en hablar.

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–Me llamo Martín –respondió éste–. ¿Y tú quién eres? –inquirió a su vez.
–Godofredo. ¿Cómo has hecho para entrar? No sentí el portón abrirse.
Martín hizo un gesto vago sin ser capaz de dar una respuesta adecuada.
Pasaron unos minutos más en silencio, contemplándose.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó Martín finalmente.
–Me escondo. ¿Y tú, qué haces aquí?
Martín hizo otra mueca, sin saber nuevamente qué responderle. Entre que,
por una parte, lo que le sucedía resultaba verdaderamente extraño e imposible de
explicar y, por otra parte, era evidente que guardaba poca memoria de los
acontecimientos pasados, el hecho era que no hallaba palabras para expresarse.
–También te escondes, ¿no? –exclamó Godofredo.
–Algo así. ¿De quién te escondes tú?
–De mi tío. Discutimos, me amenazó y creí conveniente esconderme.
–Si tu intención es esconderte pero saltas del escondite cada vez que
alguien entra, no me parece que resulte un buen escondite –comentó Martín con
redundancia.
–Era un buen escondite hasta que llegaste tú. No te sentí entrar; y de
pronto alguien estaba riéndose demoníacamente de mí... Me asustaste.
–Yo no te asusté, tú fuiste quien me asustó a mí primero.
–Es igual –Godofredo salió de entre la paja. Además del jubón, usaba unas
calzas ajustadas y botas cortas.
Se miraron con curiosidad otro rato más.
–Qué ropaje absurdo usas –exclamó Godofredo señalando las bermudas
de Martín–. Parecen calzones de mujer.
Martín se ruborizó de ira.
–¡Tú eres el que tiene ropa absurda! Con ese vestidito de niña y medias
blancas...
–¿Vestidito de niña, yo? Tú eres el que tiene calzones hasta la rodilla.
–No son calzones, son bermudas –replicó enfurecido Martín.
Godofredo no insistió pero siguió mirándolo con extrañeza.
Martín, ofendido, se dirigió con gesto disgustado hacia el portón del
cobertizo.

95
–Tengo que irme –anunció con sequedad.
Godofredo se puso a su lado y lo tomo del brazo con repentina ansiedad.
–¡No puedes irte! Te matarían.
–¿Matarme? –Martín palideció–. ¿Es que los acadios continúan allí afuera?
–¿Acadios? No sé qué es eso. Me suena a...
–A un grupo de rock; sí, a mí también me sonaba a eso. Pero, créeme, son
mucho más pesados que cualquier grupo de rock que hayas conocido.
–¿Rock? –Godofredo parecía confundido–. ¿De qué me estás hablando?
Eres forastero, ¿verdad? Usas un lenguaje tan extraño como tus ropajes. ¿De dónde
vienes?
–Ahora vengo de Japón y antes estuve en España pero todo este lío
comenzó en Sumer aunque en realidad yo vivo en la Argentina.
Godofredo pareció momentáneamente mareado aunque finalmente pudo
preguntar:
–¿Argentina?
–Sí, Argentina. Ya sabes: tango, buen fútbol y todo eso.
–Tú estás loco, ¿verdad?
–No. Pero, dime ¿dónde estoy ahora?
Godofredo lo observó de soslayo, repentinamente desconfiado.
–Estamos en las tierras de Clemente. ¿Cómo no lo sabes...?
–Eso ahora no importa. ¿Quién es Clemente?
–Mi tío.
–Eso que dices no me aclara en nada mi situación –murmuró Martín para
sí–. Dime, Godofredo, ¿en qué año estamos?
–En el 913, ¿cómo no lo sabes?
–¡Estoy nuevamente en el pasado! –exclamó desconsolado Martín.
–Ya hace dos primaveras que el rey Carlos nos dio finalmente estas tierras
–agregó Godofredo con orgullo.
–¿Qué tierras? ¿De qué me estás hablando?
–Hablo de que hace dos años ya que el rey Carlos nos cedió Normandía
y… ¿¡Qué, te molesta acaso!?
–¡No, no! No te alteres. Es que no tengo idea de dónde queda eso.

96
–Eres bruto, entonces, porque eso queda acá: es la tierra que estás
pisando.
Martín optó por no responderle. Notó que comenzaba a anochecer y que
refrescaba dentro del corral. Se restregó los brazos para entrar en calor.
–Tengo que volver a casa –murmuró con preocupación. Luego se dirigió a
Godofredo–. Dime, ¿tú tienes un cubículo?
–Mira, no sé de qué me hablas, pero si pretendes ofenderme... –se
encolerizó nuevamente Godofredo alzando los puños.
–¡No, no! –Martín trató de calmarlo–. Escucha, yo tampoco sé exactamente
qué es un cubículo pero se me ocurrió que quizá tú podrías ayudarme. ¿Alguien que
tú conozcas posee una habitación con cuatro mesas? En una mesa hay fotos...
–¿Fotos? –repitió el muchacho. Al cabo de un rato, inquirió:– ¿Tú eres un
loco, verdad?
–¡No! –Martín ya perdía la serenidad–. Dejemos las fotos, por ahora; quizás
aún no las han inventado... –reflexionó; luego dijo–: En una mesa hay un
mapamundi. Ya sabes, un mapa: los reinos, los ríos, todo dibujado...
–¡Ah, sí! Las cartas de navegación.
–¡Sí!, eso creo... Pero dime, ¿quién tiene esas cartas de navegación?
–Los navegantes tienen, por supuesto. Ya sabes, los piratas y marineros.
–¿Y dónde encuentro a esos navegantes?
–Yo soy un experto marino –se ufanó Godofredo rápidamente.
–No necesito un marinero –se impacientó Martín–, sino sus mapas...
–Un experto marinero como yo no necesita mapas para orientarse –explicó
el vikingo con suficiencia–. Con la ayuda de las estrellas y...
–Sí, sí, te creo –lo interrumpió Martín comenzando a exasperarse–. Pero yo
necesito el mapamundi. ¿Dónde encuentro a esos marineros?
–No creo que realmente quieras pedirles nada a ellos –replicó Godofredo
sacudiendo la cabeza–; son hombres muy violentos, por algo los llaman los
guerreros de la mar. Una vez vi como uno alzaba a un niño como tú del cuello y
luego lo dejaba colgando cabeza abajo del palo de la drakkar toda la noche.
También vi a un pirata sin las orejas que una vez...

97
–¡Está bien! –gritó Martín fuera de sí–. ¡Está bien, ya entiendo el mensaje!
No buscaré a los piratas y olvidaré los mapas. ¿Estás contento ahora?
–Sólo trato de ayudarte, para que no te corten la cabeza.
–Gracias –gruñó Martín–. Tu ayuda es tan valiosa...
Permanecieron un par de minutos en silencio.
–¿Y alguien tendrá acaso una pecera –exclamó luego Martín–; es decir –
aclaró con ironía–, un receptáculo con peces y algas y esas cosas?
–¿Peces? ¡Claro que sí! Todos tenemos pescados en nuestras casas; por
supuesto que sólo los sacamos del río no mucho antes de comerlos. Aunque como
existe ahora el vendedor de pescado que te lo lleva a cambio de un precio justo,
algunos prefieren pagarle a él para que los pesque. Si tú quieres comer uno... Eso
sí, no comemos algas, ¿eres un comedor de porquerías, acaso?
–¡No!, no quiero comer pescados ni algas –exclamó Martín desesperado–,
mira, volvamos nuevamente a las fotos. ¿Alguien que tú conozcas tiene fotos...? Son
como dibujos de personas, de lugares y cosas, que parecen ser de verdad.
Godofredo se mantuvo en silencio.
–Son como lo que ves, pero en papel –agregó Martín
El muchacho vikingo se le acercó y le habló a Martín con voz tenebrosa.
–Oí decir de alguien que tiene encerradas a muchas personas en papeles.
También tiene animales, castillos, montañas, ríos y tierras. Es un rumor, pero sí, lo
he oído. ¿Tú crees que sea cierto?
–¿Y quién es el que tiene encerradas en papel todas esas cosas?
–¡El Gran Hechicero de Lod! –exclamó con voz gutural Godofredo.
–¡Tengo que ver a ese hechicero! –se entusiasmó Martín, dirigiéndose
nuevamente hacia las puertas del granero.
–¡Espera, no puedes irte así! Te verían... –comentó con alarma Godofredo.
–¿Y cuál es el problema? –replicó Martín girando la cabeza con un
encogimiento de hombros.
–¡Eres un intruso, te matarán!
–Ya veo el problema... –murmuró Martín deteniéndose al momento–. ¿Y
por qué querrían matarme?
–Has entrado en las tierras de Clemente sin pagar el impuesto.

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–¿Qué impuesto?
–El impuesto para ingresar al territorio –explicó Godofredo–. Si quieres
cruzarlo solamente, el impuesto es menor, pero de todas maneras tienes que
pagarlo.
–Ya veo, aquí también cobran peaje. Pero yo no tengo dinero para pagar el
peaje –concluyó desanimado Martín.
–Tú hablas con palabras demasiado raras –protestó Godofredo–. ¿Qué es
peaje? ¿Y qué es dinero?
–¿No sabes lo que es din...? ¡Caramba! Dinero, ya sabes: billetes. ¿No
entiendes? Pesos. Tizas. Plata –enumeró pacientemente Martín.
–¡Plata! Es mucho para pagar el impuesto, en verdad; con sólo algunas
monedas de cobre bastaría pero supongo que mi tío Clemente te perdonaría tu
invasión si le entregas una moneda de plata –afirmó alegremente el muchacho
vikingo.
–¡Los normandos están chiflados! ¿Cómo pueden pensar que yo solito
invadí este territorio?
–¿No tienes una moneda de plata?
–¡No, no tengo una moneda de plata!
–Estás en problemas, entonces. A los que no pagan el impuesto los
cuelgan por invadir el territorio –sentenció el vikingo meneando la cabeza.
Martín soltó un gruñido. Estaba cansado, con frío y quería salir sin más de
allí.
–Supongo que lo mejor es que permanezcas aquí por esta noche –exclamó
luego con evidente entusiasmo, Godofredo. Parecía feliz de poder compartir su
escondrijo con otro prófugo–. Mañana resolveremos tu problema. Ven, te prepararé
un lecho de paja para que descanses.
–Yo no voy a dormir ahí. Me da picazón y tengo frío.
–No te preocupes, te cubriré con el heno.
–¡No pretenderás que duerma bajo una parva de heno! –se horrorizó
Martín.
–¿Por qué no? Yo lo hago a menudo. Te dará calor.
–Pues prefiero pasar frío.

99
–¿Ah, sí? ¿Y prefieres también que alguien entre aquí y te descubra?
Porque si es así –exclamó Godofredo con los brazos en jarra–, deja mi refugio y ve a
que te corten el pescuezo a otra parte.
–Bueno, bueno, tú ganas –murmuró Martín. Y dejó que Godofredo con gran
maestría lo cubriera completamente.
A los pocos minutos el vikingo estaba a su lado tapándose a sí mismo.
–Lo importante es que no te muevas –le recomendó a Martín en voz baja–,
y esperemos que la yegua no quiera comerse nuestra… ¡Eh! –exclamó en un tenso
susurro apresándole un brazo–. ¡Hay alguien más aquí dentro!
–¿Quién? ¿Qué? ¿Qué cosa? –se alarmó Martín.
–¡Shhh!
En efecto, alguien caminaba por allí; sus pasos quebraban las briznas de
paja que cubrían el suelo. El caballo relinchó inquieto. Luego sintieron abrirse el
portón, girando sobre sus goznes oxidados; y quien estuviera dentro, se marchó.
–¿Quién era ese? –susurró Martín.
–¿Llegaste a verlo?
–No. ¿Era tu tío?
–No lo vi. Pero lo más extraño es que no sentí abrirse la puerta del granero,
otra vez.
–Yo la escuché cuando se fue– replicó Martín.
–Al irse, sí, lo oí. Pero no lo escuché entrar, igual que no te escuché entrar
a ti –explicó Godofredo frunciendo el ceño–. Esto hace que mi escondite no sea tan
bueno: si no escucho cuando se acerca el enemigo, puedo meterme en problemas.
–La culpa la tiene esta montaña de pasto que nos echaste encima –estalló
Martín saliendo del escondite–. Yo dormiré afuera de eso, tú puedes hacer lo que
quieras.
–Bien, pero luego no me eches la culpa si alguien te atrapa –rezongó el
vikingo arreglando las briznas de paja que lo cubrían y que Martín había
desacomodado.
–Correré ese riesgo –replicó Martín con sarcasmo, dejándose caer sobre el
heno–. ¿No tienes algo de comer en tu escondrijo? –preguntó al cabo de unos
minutos.

100
–Busca por ahí, quizás encuentres algún huevo –respondió la voz apagada
de Godofredo.
–¿Y qué hago con el huevo? ¿Cómo lo cocino?
–¿Cocinarlo? ¿Para qué? Sólo tienes que hacer un corte en la cáscara y
luego te lo bebes –Martín observó estupefacto hacia el lugar donde se ocultaba
Godofredo–. Que descanses bien –exclamó el vikingo; y ya no volvió a hablarle.
–No puedo creerlo –murmuró Martín sacudiéndose la paja de los hombros
y apoyando la cabeza sobre el antebrazo–. Estoy durmiendo en un pajar al lado de
un sudoroso y apestoso caballo y de un bruto normando que come huevos crudos.
Mañana me van a colgar por no pagar el peaje al tío Clemente y, si me salvo de esa,
debo buscar a un aterrador Gran Hechicero que encierra a las personas y los
castillos en el papel. Estos normandos están completamente chiflados y este tal
Godofredo es el más trastornado de todos. ¿Dónde vine a parar...?
Mascullando su pesar y su mal humor, bostezó repetidas veces. Notó por
las rendijas de la madera que afuera había anochecido; los animales en el campo
dormían y ya sólo se escuchaba el susurrar de una ligera brisa y el ulular de alguna
lechuza. Sus ideas se fueron haciendo cada vez más confusas y sin que pasara
mucho tiempo cayó profundamente dormido.

Alguien había encendido la calefacción. Se quitó la manta y trató de


rememorar las extrañas escenas de su sueño, sin conseguirlo. Martín se pasó la
mano sobre los ojos y se puso de pie.
Eran más de las ocho. Toda su familia estaba ya en la casa.
–Hola, hijo. No te escuché entrar –saludó su madre al verlo.
–Llegué hace un par de horas; estaba durmiendo en mi cuarto.
–Ah.
Su madre continuó distraídamente haciendo sus cosas y él se alejó.
Martín apretó los labios con firmeza. Había tomado la decisión de llamar a
Nofre por teléfono. Pero sentía un insólito malestar en la boca del estómago al tomar
el aparato. Sería la primera vez que telefoneaba a un amigo. ¡Amigo! Qué bien
sonaba esa palabra.

101
–Voy a llamar a un amigo –dijo en voz bien alta a quien quisiera
escucharlo. Y sonrió para sí mientras discaba.
–Hola.
–¿Manuel? Soy Martín.
–Qué tal, Martín –la voz sonaba afónica.
–¿Cómo estás?
–Bien –Manuel hizo una pausa–. Bien resfriado, en realidad. No puedo ni
hablar. ¿Cómo estás tú?
–Bien, che –se quedaron momentáneamente en silencio.
–¿Quieres venir a casa? Tengo un nuevo juego en la compu…
–Me parece bien –Martín sonrió, encantado–. Sí, llegaré en quince minutos.
–¡Perfecto!
–¡Mamá, me voy a lo de un amigo! –anunció a los gritos al dejar el teléfono.
Estaba eufórico; sería la primera vez que salía a casa de alguien y secretamente se
enorgullecía de asombrar a todos con esa novedad.
Poco tiempo después pedaleaba rápidamente en su bicicleta rumbo a la
casa de Manuel.

Le pareció escuchar cacarear a un gallo pero no le hizo el menor caso.


Sólo cuando un fuerte relincho retumbó a sus espaldas se incorporó sin demora. Ese
caballo tenía la mala costumbre de sobresaltarlo.
Descubrió a Godofredo poco más allá. Durante la noche se había
desembarazado de la montaña de heno que lo cubría y ahora dormía despatarrado
en el suelo de madera. Respiraba acompasadamente y no mostraba vestigios de
querer despertar. Martín lo sacudió con el pie.
El muchacho abrió los ojos como si no reconociera donde se hallaba; luego
se incorporó estirando brazos y piernas.
–¡Buenos días! –exclamó alegremente al ver a Martín. Luego espió a través
de las rendijas de las paredes del corral–. Perfecto –murmuró–. Él no está.

102
–¡Aguarda! –lo retuvo Martín al ver que se encaminaba sin más hacia la
puerta–. ¿Qué hago yo ahora? No olvides que tu tío va a querer cobrarme el cochino
impuesto y no tengo qué darle.
–Es cierto. Pues bien, mira –comenzó Godofredo–; yo iré a buscar algo de
comida e intentaré quitarle algunas monedas de cobre a alguno. Te las daré y luego
tú se las entregarás a mi tío como pago del impuesto. Y todos contentos.
–Está bien –murmuró Martín, no muy convencido de que aquel plan
funcionara.
Godofredo partió. Martín se acercó a la rendija del portón entreabierto y
espió por allí. La pradera era inmensa y se extendía con una suave ondulación
cubierta de pastos altos donde pastaba el ganado. El cielo era de un color azul
límpido, jamás visto. Hacia el este una línea de árboles altos y frondosos, inclinados
por los fuertes vientos, anticipaba el bosque que comenzaba más atrás.
El olor a carne asada llegó de pronto en bocanadas desde algún rincón por
detrás del granero. Martín se encaminó hacia ese lado y espió por entre las tablas
que lo cerraban.
Había una docena de hombres tan rubios como Godofredo, con las barbas
y los cabellos trenzados. Se hallaban sentados en ronda frente a una hoguera. Se
los veía sucios y charlaban y reían vivamente mientras partían enormes trozos de
carne con los dientes.
Martín descubrió a Godofredo. Había tomado un jarro y pedía que le
cortaran una tajada de la carne que asaban clavada a una estaca de hierro sobre el
fuego. No llegaba a escuchar lo que decía pero veía sus gestos, tan expresivos.
Martín, que no probaba bocado desde la noche anterior, miró con ojos codiciosos el
trozo que estaban por darle a Godofredo.
De pronto llegó un hombre con el pecho desnudo, semejante a un oso, y se
plantó ante el grupo. Le daba la espalda al granero, por lo que Martín no pudo
precisar qué decía; pero fuese lo que fuese logró una airada respuesta de
Godofredo, que se irguió ante él. El enorme vikingo entonces lo sujetó sin
preámbulos por el cuello, gritándole improperios. Los demás alzaron los ojos con
gesto risueño sin dar señales de querer intervenir.

103
–Lo va a matar –se alarmó Martín, contemplando la escena desde su
escondite.
Durante largos minutos el enorme vikingo sacudió al muchacho mientras lo
cacheteaba; Martín no llegaba a escuchar lo que se decían pero por lo visto
Godofredo no permanecía callado y esto exasperaba aún más al grandote. El
muchacho vikingo intentaba desasirse mientras contenía a duras penas los gritos de
dolor. Pero llegó un momento en que ya no pudo soportarlo y lanzó un alarido que
inquietó a los caballos e hizo volar las aves que picoteaban las migajas del
desayuno.
Martín se incorporó sin dudar un instante, salió corriendo del granero, dio la
vuelta y se encaró con el que parecía un oso.
–¡Eh, tú, pedazo de bruto, por qué no lo dejas en paz! –vociferó indignado.
Todos quedaron pasmados, mirando al pintoresco desconocido que surgía
tan imprevistamente. Godofredo aprovechó que la mano que lo sujetaba se aflojaba
un poco por la sorpresa, y se soltó, alejándose de allí con premura.
–¿Y tú quién demonio eres? –bramó el vikingo con voz airada.
Martín no respondió. Los hombres dejaron sus huesos y sus jarros a un
costado y lo observaron un instante torvamente mientras se enderezaban.
El muchacho no tardó en percatarse de que estaba en graves dificultades.
Sin pensarlo dos veces giró sobre sus talones y emprendió una ligera huída.
–¡Atrápenlo! –rugió la voz que ya reconocía. Un retumbar de pisadas por
detrás le indicó sin necesidad de verlos que todos estaban ansiosos por cumplir la
orden del jefe.
Martín corrió como nunca lo había hecho. La pradera se abría ante él
amplia, llena de sol, enorme… Y supo de inmediato que por allí no encontraría un
refugio en varios kilómetros a la redonda.
A su izquierda se alzaba el bosque, y si bien sabía que jamás llegaría allí,
encaminó sus pasos para aquel lado, sin dejar de correr desesperadamente.
Mientras, intentaba idear la manera de librarse de esa difícil situación.
Se puso a pensar tan velozmente como se movían sus piernas. Si pudiera
utilizar los poderes del Rollo; si supiera cómo hacerlo... Pero no era ahora el
momento de lamentarse por no saber usarlo.

104
Repentinamente tomó conciencia de que una vez, en Nippur, había
escuchado el grito de su madre. Y otra vez, en Kish, había sentido el pellizco de su
hermano. Y ambas veces…, sí, ambas veces había despertado...
Una chispa de entendimiento pareció encenderse en su mente. Él estaba
allí, en Normandía, hostigado por una horda de salvajes guerreros vikingos pero
había otro Martín durmiendo plácidamente en alguna otra parte.
¡Tenía que despertar! ¡Esto era como un sueño!
La nitidez de la verdad lo hizo sonreír así como sonríe quien encuentra un
tesoro. Sin embargo, aquella clarividencia no lo libraba de semejante momento. Los
vikingos ya aullaban enardecidos su victoria, pues estaban a punto de darle alcance.
¿Cómo despertar ahora? ¿Hasta qué hora dormiría? ¿Cuánto más podría
soportar esa persecución?
Era imperioso que el sueño terminara, que Martín despertara en su época.
Ya sentía el aliento de sus perseguidores llenando de tufo su espalda…
Cerró con fuerza los ojos a fin de concentrarse, sin dejar por ello de correr
desesperadamente, con el riesgo de toparse violentamente contra algún inesperado
obstáculo. Pero absurdamente despreocupado de que así pudiera suceder, con esa
loca confianza que da la desesperación, se esforzó un poco más...

Despertó algo agitado pero no pudo precisar el motivo. El corazón le latía


como si viniera de correr varias cuadras, pero pronto se recompuso. La casa se
mantenía oscura y tranquila, absolutamente silenciosa. Nada indicaba que algo
hubiera turbado su sueño.
Martín entornó un poco los ojos, lo suficiente como para comprobar que
aún era completamente de noche. Recordó que era sábado, que no tendría que ir al
colegio y que anoche había estado hasta tarde en casa de Manuel. Giró sobre la
cama para acomodarse mejor; y arremolinando las frazadas, sonrió para sí y volvió a
caer profundamente dormido.

105
–¡Eso fue increíble! –exclamó Godofredo palmeándole con gran
entusiasmo la espalda–. ¡Salieron corriendo, cloqueando como gallinas espantadas
por un zorro!
Martín se encontraba sentado a orillas de un río en el bosque, jadeando por
el esfuerzo de la corrida, con el pequeño vikingo a su lado. Godofredo lo miraba con
franca admiración.
–Eres un hechicero. Yo sabía que había algo peculiar en ti –continuó el
muchacho con énfasis–. Ahora puedes estar tranquilo, que mi tío Clemente no te
hará daño. ¡Te tiene miedo! ¡Oh, fue tan gracioso y aterrador cuando vieron que
desaparecías delante de sus narices! Yo corría con ellos por si podía serte de
ayuda, pero tú... ¡fushh! ¡Una explosión de luz y ya no estabas! Ellos ya tenían sus
brazos extendidos para aferrarte... Se les erizaron las barbas de espanto; ¡deberías
haberlo visto!
Godofredo rió nerviosamente; de hecho, él también se había llevado un
susto mayúsculo aunque intentaba sobreponerse. Martín sonrió a su vez, algo
confundido.
–¿Desaparecí…? –preguntó.
–¡Y cómo! ¡Delante de sus narices! ¡Yo corría con ellos y tú… fushhh! ¡Una
luz azul y ya no estabas!
–¿Una luz azul?
–¡Oh, sí, una bella, delicada y espeluznante luz azul! Y desapareciste. Fue
horroroso, la verdad.
–No sabía que se producía una luz azul…
–Pues ya lo sabes.
Martín volvió a sonreír. En realidad no recordaba bien qué había sucedido
pero por lo menos se había librado de esos matones.
–¿Qué harás ahora? –preguntó al cabo de unos minutos el vikingo.
–Debo encontrar al Gran Hechicero que encierra a las personas en
papeles, para que me ayude a regresar a mi casa –respondió Martín recordando su
urgencia–. ¿Dónde podré hallarlo?
–En la villa vecina, a medio día de camino. Son las tierras de Lod. Deberás
caminar hacia el este, bordeando el río. Al llegar al nogal partido por la furia de Thor

106
encontrarás un vado. Cruza el río y dirígete como si fueras hacia el mar. Deberás
cruzar la pradera, ya sabes... Cuando llegues al campo de las valquirias se habrán
terminado las tierras de Clemente y entrarás al territorio de Lod. Deberás pagar
impuesto, o te matarán.
–¡Siempre lo mismo! Ya sabes que no tengo dinero.
–No conseguí ninguna moneda –se disculpó Godofredo–. Tendrás que
ingresar a la villa sin que te vean. Espera hasta el anochecer; a esa hora estarán
borrachos y será más fácil eludirlos. Busca la cabaña del Gran Hechicero. La
reconocerás fácilmente. Él te ayudará cuando le digas que tú también eres un
hechicero.
Martín quiso replicarle que realmente no era un hechicero pero optó por
mantenerse callado. A fin de cuentas, no tenía explicación para su desaparición de
unos instantes atrás. Es más, casi no tenía explicación para nada de lo que estaba
sucediendo. Su mente era una nube confusa de vivencias y recuerdos. Sólo lo
referente al Documento estaba absolutamente claro.
Su mano resbaló hacia el Rollo de Barsalnunna.
–Escúchame –comenzó Martín mirando a Godofredo–, ¿tú no podrías venir
conmigo? Conoces el camino. Yo no sé qué es eso del nogal de Thor y el campo de
Valquiria... No conozco a tus vecinos.
–Las valquirias no son vecinas, torpe. Son las mensajeras de Odín; ya
sabes, se llevan a los soldados caídos en el campo de batalla –Godofredo
repentinamente se había animado–. ¿De verdad quieres que vaya contigo?
–¿Qué dirá tu tío?
–No me importa lo que diga. De todas maneras, no me va a extrañar.
Pensará que me he extraviado... No volveré; me iré contigo y seré tu guía y tu
vasallo. Seré quien busque tu comida...
–No sé si eso me conviene –lo interrumpió prontamente Martín recordando
su recomendación de comer huevos crudos.
–De acuerdo –aceptó Godofredo–. De la comida te encargarás tú; pero no
me gustan las algas ¿eh? Tú tienes ideas tan extrañas...

107
El fin de semana transcurrió con rapidez así como los siguientes días de
clases, mientras junio terminaba. Martín se descubrió disfrutando cada minuto, a
diferencia de la semana anterior pues luego de aquella primera visita a casa de
Manuel se habían estado encontrando cada día.
–¿Sabes? –comentó Martín una tarde, cómodamente repantigado en una
silla de la habitación de Manuel donde ambos jugaban un juego de computadora–.
Dentro de dos días es mi cumpleaños, el 30.
–¡Genial! –exclamó Manuel, sin apartar los ojos del monitor ni sus manos
de los controles–. ¿Y qué pediste a tus padres que te regalen?
–Por ahora nada. Creo que les voy a pedir una pecera. ¿Qué te parece? –
preguntó Martín, absorto en el juego.
–Qué sé yo, creo que está bien... ¿Para qué quieres una pecera?
–La tendría de mascota.
–¿¡La pecera!?
–¡No! La pecera no, tonto; los peces que vivan en ella. No tengo ninguna
mascota.
–¿Y por qué no pides un perro?
–No creo que me dejen tenerlo... –Martín se echó hacia atrás y dejó los
controles sobre el escritorio. Había perdido el juego–. Unos pececitos no molestarían
a nadie...
Manuel estuvo totalmente de acuerdo.
–Lo que sí es genial –continuó Martín, hamacándose sobre las patas de la
silla– es que dentro de diez días comienzan las vacaciones de invierno.
–¡Es cierto! –exclamó Manuel.
Ambos sonrieron. Y comenzaron de inmediato a planificar todo lo que
harían en esos próximos días de libertad.

Godofredo y Martín caminaban bordeando el río, el cual rumoreaba y se


encaprichaba al chocar contra las orillas. Los árboles les daban sombra y protección.
Martín cada tanto se sorprendía al descubrir liebres, zorros y ciervos que surgían

108
inesperadamente a su paso, los observaban con cierta curiosidad y luego se
alejaban saltando por delante de ellos.
Durante aquel día se habían detenido en un par de ocasiones para que
Godofredo sacara algunos peces del agua. La primera vez los habían asado luego
de que el vikingo encendiera una fogata chocando su cuchillito con un pedernal, lo
que provocó una exclamación de admiración de Martín y el pavoneo silencioso de su
compañero.
Ahora la tarde caía y las sombras largas de los árboles acentuaban la
penumbra.
–Debemos apresurarnos en llegar al nogal partido antes de que el sol se
oculte –exclamó Godofredo observando inquieto la posición del sol–. No es
conveniente quedarnos en el bosque por la noche.
–¿Por qué no? –se interesó su compañero.
–Porque los espíritus de los árboles podrían hacernos alguna travesura.
–¡Qué dices! ¿Qué se te ocurre ahora, que existen los duendes? –se burló
Martín.
–¡Tú sabes de ellos mejor que yo, no podrás engañarme! Sé que todos los
hechiceros tienen relación con esas criaturas mágicas –rió confiado Godofredo–. Tú
puedes dominarlos. Todos los hechiceros pueden.
–Mira, no tengo idea a qué criaturas mágicas te refieres pero tampoco me
interesa saberlo. Yo no soy hechicero –declaró Martín, molesto–. No tengo poderes
mágicos ni puedo hacerles nada a tus gnomos. Solo soy el Guardián del Rollo de
Barsalnunna y necesito volver a mi casa que queda a siglos de la tuya. Y la única
manera de regresar es tocando una foto de mi casa con el Rollo. Y si por haber
desaparecido antes frente a tus parientes eso te hace creer que soy hechicero, estás
muy equivocado. Sé que puedo desaparecer momentáneamente, a veces, pero no
sé realmente cómo lo logro. Sólo quiero volver a casa.
–Pero entonces... ¿No tienes poderes? –Godofredo se mostró francamente
desilusionado.
–¡No, no tengo poderes! Y si eso no te agrada, puedes regresar con el
sanguinario de tu tío. Yo seguiré solo.

109
Godofredo, que normalmente no dejaba de hablar, se mantuvo en silencio
un rato tan largo mientras caminaban que Martín se inquietó, creyendo que
finalmente tomaría la decisión de marcharse.
–No me voy a ir, somos amigos –exclamó luego tranquilamente el vikingo–.
Yo te ayudaré a regresar a casa.
Martín no respondió pero sintió un profundo alivio al escucharlo.
–¿Pero si realmente no tienes ningún poder, como surgiste en el granero?
¿Y cómo has podido desaparecer delante de los guerreros? –insistió al cabo de un
tiempo el vikingo, que evidentemente seguía preocupado por ese asunto.
–Algunas cosas extrañas puedo hacer –reconoció Martín–. Pero no soy un
hechicero. Sólo soy el Guardián del Rollo de Barsalnunna. A medida que lo pueda ir
leyendo tendré más y más conocimientos. Pero por ahora... no lo sé leer –confesó
con un suspiro.
–Ah, yo tampoco sé leer. No te preocupes por eso –Godofredo le palmeó
gentilmente el brazo–. Algunos hemos nacido defectuosos.
Martín no supo cómo interpretar esta afirmación aunque lo reflexionó por un
buen rato. Por último, dedujo que no tenía motivos para ofenderse.
Continuaron su largo camino; Godofredo hablando animadamente sobre su
historia y la de su tribu y el legendario rencor que se llevaban con la villa vecina, y
ambos con las restantes. El sol no se había escondido aún cuando llegaron,
finalmente, al nogal partido por un rayo. Decidieron descansar allí; asaron algunos
peces y luego se recostaron sobre las raíces del nogal.
–Thor lanzó un rayo a este árbol el último verano. No creo que vuelva a
incendiarlo una vez más, por lo que es el árbol que mejor puede protegernos ahora –
consideró Godofredo cerrando sus ojos–. Durmamos aquí. No será bueno cruzar el
campo de las valquirias por la noche.
Martín temía preguntar por qué, ya que las respuestas de su amigo eran
increíbles, pero su curiosidad pudo más.
–¿Por qué no podemos ir por allí de noche?
–¿Te imaginas si una valquiria nos ve y nos elige? ¡Nos llevaría a Hel! –
replicó con energía Godofredo.
–¿Quién es Él? ¿Dios?

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–¡El Hel es el lugar donde van los muertos que no mueren en batalla! No
queremos ir allí.
–Bueno, no te enojes, no sabía que yo tampoco quería ir ahí. Además,
nosotros no estamos muertos...
–Si vemos a una valquiria, te aseguró que sí moriremos... de miedo –le
aseguró el vikingo.
–¿Por qué? ¿Son muy feas? –inquirió Martín intrigado.
–¡Oh, no, son preciosas! Pero cuando las ves, es porque vas a morir. Y un
guerrero siempre quiere morir en batalla, en el mar o en la tierra, para ir al Walhalla.
Es un deshonor que un guerrero vikingo termine en Hel –concluyó Godofredo
meneando su rubia cabeza con desasosiego.
–¿Y quién es el guerrero vikingo, entre nosotros? –se mofó Martín
contemplando a su amigo.
Godofredo abrió los ojos, ofendido.
–Tú eres un hechicero sin poderes, pero no dejas de ser hechicero. Yo soy
un guerrero sin armas, pero aún así no dejo de ser un guerrero –replicó molesto.
–Pensé que tú eras un pirata –comentó Martín con picardía–. Un experto
pirata que no necesita mapas.
–Lo soy.
–¡Pero acabas de decirme que eres un guerrero!
–Soy un guerrero del mar. Y ahora duérmete, no quiero que se molesten
los espíritus –gruñó el joven vikingo tendiéndose de lado.
Martín rió y permanecieron recostados largo rato, descansando.
–Tendremos frío durmiendo así, a la intemperie –comentó Martín al cabo
de unos instantes.
–Sí, lo sé.
Pasaron unos minutos más.
–Quizás debamos buscar unas ramas para armar un cómodo jergón y
cubrirnos –continuó Martín.
–Quizás...
Lo pensaron unos segundos con pereza mas luego, cansadamente,
volvieron a incorporarse.

111
El nogal estaba fuera del bosque, en un claro rodeado por poca vegetación.
Un poco más allá, de seguir avanzando por su camino, se iniciaba ya la extensa
pradera. Decidieron regresar al bosque pues allí encontrarían más fácilmente follaje
para cubrirse. Godofredo no estaba muy convencido de internarse allí ante la
inminente llegada de la noche, por temor a los espíritus, pero accedió a
regañadientes ante la insistencia de Martín.
–Busca ramas flexibles –le recomendó entonces a su amigo–. Con hojas
grandes.
Se entretuvieron juntando unas cuantas.
–¡Mira! –exclamó de pronto Martín–. Aquí en el suelo hay montones, todas
juntas, mejores que las que llevamos. ¡Parece que alguien se fabricó un colchón
como el que queremos hacernos nosotros!
Godofredo giró rápidamente recomendándole que no las tocara pero su
grito quedó ahogado por un sordo gruñido.
Martín dio media vuelta a su vez, sobresaltado. Un perro de cuerpo grueso
y de pelo largo, abundante y blanco se había detenido a algunos metros de él. Ya no
gruñía; sólo lo observaba fijamente con sus ojos acerados. Sus fauces crispadas
dejaban entrever la punta amenazadora y filosa de sus largos colmillos.
–Je, lindo perrito –exclamó Martín, dejando caer las ramas que ya había
recogido menos una, por si necesitaba alguna defensa. Luego fue retrocediendo
lentamente–. ¿Dónde está el dueño de este perro? –preguntó dirigiéndose a
Godofredo, sin dejar de contemplar al animal.
–¿Desde cuándo los lobos tienen dueño? –replicó de inmediato Godofredo,
que se había trepado rápidamente a un árbol.
–¿Lobo? ¿Qué me quieres decir? –Martín se arrepintió al instante de haber
hecho la pregunta, temeroso de escuchar la respuesta.
–Es un animal salvaje.
–Eso lo sé. Dime qué hago ahora...
–Es un animal cazador. Vive en los bosques y praderas y come carne –
continuó explicando Godofredo pacientemente–. Toda clase de carne –enfatizó,
encaramándose con mayor firmeza a su árbol.

112
Martín palideció. El lobo soltó otro leve gruñido y mostró la totalidad de sus
colmillos llenos de baba. Eso fue suficiente. Martín giró por completo y salió
disparado, sin volverse a mirar ni por un segundo hacia atrás. Sólo escuchó un grito
potente de su amigo Godofredo:
–¡Corre! ¡Corre!
–Estoy corriendo, estoy corriendo –jadeó el muchacho para sí, sin
detenerse. Y continuó agitando sus piernas a toda velocidad por el camino que
minutos antes habían transitado.
En segundos salió del bosque. Poco más allá se encontraba el nogal herido
por el rayo de Thor y Martín se trepó en él, haciendo caso omiso de las astillas que
se prendían a su ropa y se clavaban inhumanamente en su piel.
El tronco, partido y seco, crujía bajo su peso. Llegó hasta lo más alto que
permitía la firmeza de las ramas y luego, deteniéndose, se asió fuertemente y
contempló hacia abajo.
El lobo no estaba. Más aún, no sabía siquiera si lo había seguido.
Pero, por las dudas, permaneció encaramado allí toda la noche.

113
6

Imprevistamente un ave graznó y Martín abrió con rapidez los ojos. No se


había propuesto sucumbir al sueño, pero por lo visto así había sido. Era la mañana y
Martín seguía milagrosamente arriba del árbol. Prestó atención, observando con
detenimiento a su alrededor; pero no se divisaba al lobo por ninguna parte. Tampoco
veía a Godofredo y comenzó a preocuparse por él.
De pronto notó un débil desplazamiento de hojarasca y un rumor
sospechoso en el límite del claro. Sobresaltado, se movió impulsivamente para
aferrarse a una rama más alta de su nogal, pero éste no resistió semejante
brusquedad. Con un funesto chasquido anunciador de desastres el árbol terminó de
partirse y cayó pesada y estrepitosamente al suelo, abriéndose por la mitad;
nudosas y gruesas raíces se elevaron saliendo de bajo tierra levantando una gran
nube de polvo.
–¡Ay!
Martín, anonadado por la caída, seguía aferrado a su rama. Ni siquiera
había gritado. El grito había partido de Godofredo quien, saliendo al claro, llegó a ver
el derrumbe del nogal con Martín incluido, y se lamentó por él.
Lo ayudó dificultosamente a salir de entre las ramas quebradas y las raíces
podridas y ambos quedaron sentados en el suelo, a pocos pasos de allí.
–¿Qué sucedió? –preguntó Godofredo.
–Se cayó el árbol, ya ves. ¿Qué te sucedió a ti? ¿Dónde estabas? –inquirió
a su vez Martín.
–Era una hembra. El lobo de ayer, era una hembra. Tú tocaste su nido.
Estaba preñada. No te siguió mucho. Tienes suerte, porque si te llega a alcanzar...
Volvió a su nido y yo no pude bajar del árbol en toda la noche. Aproveché recién
ahora, que se alejó de allí. Y aquí estoy.

114
Martín asintió con un gesto y aspiró fuerte para recuperarse del susto. La
nube de tierra aún no se había asentado por lo que ingirió una generosa bocanada
que lo hizo toser.
–Será mejor que nos pongamos en camino –anunció Martín poniéndose de
pie con gran rapidez, en parte para eludir los enérgicos golpes con que Godofredo
intentaba quitarle la tos–. No sabemos si ese lobo volverá y ya no queda árbol donde
treparnos. Además quiero llegar cuanto antes a lo del hechicero. Estoy harto de que
me persigan.
–Sacaré algunos peces –Godofredo se acercó solícito y con rapidez al
agua–. Cuando hayamos cruzado el río y nos alejemos de él, será difícil hallar
comida. No tengo ninguna clase de arma para cazar ni una liebre...
–¡Pero estoy hastiado de comer pescado! ¿Qué otra cosa puede haber por
aquí...? Obviamente no hay maxi quioscos en el camino, je.
–No sé de qué hablas, pero claro, tú eres un hechicero extraño... Quizá
encontremos algunas nueces. Podremos llevarlas en nuestros bolsillos. Son
sabrosas... si logramos abrirlas.
No encontraron muchas, sólo un puñado para repartirse entre ambos
equitativamente. Al final del reparto sobraba una; el que consiguiera un método
eficaz para abrirlas se quedaría con la restante.
Habían pensado guardarlas para el camino pero la curiosidad por saber
quien las abriría más rápido hizo que se pusieran de inmediato a intentarlo.
Martín trató de lograrlo apretándolas entre las manos y pisándolas, pero
aquellas eran unas nueces mucho más oscuras, grandes y gruesas de lo que había
supuesto; por lo tanto nada le dio buen resultado. Mientras buscaba rápidamente
una piedra para golpearlas echó una mirada a Godofredo para saber cómo le estaba
yendo a él.
El vikingo, tranquilamente, las mordía.
Martín, olvidando sus propios intentos, se detuvo atónito a contemplarlo,
apostando mentalmente cuántas muelas se partiría.
Ganó la mandíbula de Godofredo, sin perder ningún diente, y el muchacho
se quedó con la nuez de premio.

115
En cuanto vieron las nueces abiertas despidiendo su olorcillo sabroso se
les ocurrió que sería necesario probar alguna para determinar si realmente eran
buenas.
A los dos minutos sólo quedaban las cáscaras y ellos sonreían, deleitados
y felices.
Luego se pusieron en camino.
A poco de andar divisaron el vado y cruzaron el río. El agua les llegaba
hasta los tobillos y resultó helada, por lo que les hizo tiritar. Del otro lado comenzaba
la pradera y avanzaron por ella. El horizonte se veía inmenso y despejado; bastantes
dispersos crecían unos espesos y amarillentos matorrales que intentaban evitar,
sabiendo que en su mayoría ocultaban los escondrijos de las alimañas. El sol les
pegaba fuerte y si bien al principio agradecieron que secara sus ropas, pronto sus
rayos fueron implacables y no hubo dónde protegerse. No llevaban agua y el río ya
había quedado atrás.
Jadeaban de sed y calor. Encontraron frutillas silvestres y las comieron a
pesar de su acidez. Más allá divisaron un paisaje de tierra baja y desolada, seca, sin
matorrales, árboles ni plantas. El horizonte se encontraba vedado a sus miradas a
causa de una espesa niebla.
–Es el campo de las valquirias –explicó Godofredo deteniéndose a
contemplarlo–. Las últimas grandes batallas se realizaron aquí y ellas han
permanecido desde entonces. Quiera Odín que no nos hallemos con ninguna.
Continuaron su marcha lentamente y en completo silencio. Para Godofredo
ese era un campo santo: muchos de sus familiares, incluidos padre y hermanos,
habían fallecido allí en batalla, en brutales luchas primero entre vikingos y franceses,
luego entre las propias tribus normandas disputándose poder, tierras o ganado; el
muchacho avanzaba ensimismado y cabizbajo y Martín respetó su dolor dejándolo
en la intimidad de sus recuerdos, permitiéndole caminar algunos pasos por delante.
Ninguno de los dos profirió palabra por un largo rato; observaban el campo y
contemplaban al pasar algunas armas destruidas y herrumbradas y cascos a medio
enterrar que cada tanto se destacaban en la niebla.

116
–Hay aquí muchos espíritus de guerreros caídos –susurró al cabo de unos
minutos, Godofredo. Los dos muchachos se estremecieron al tropezar con la
osamenta de una cabalgadura.
Siguieron avanzando. Levantaban con sus pies un polvillo seco que pronto
comenzó a importunarles la respiración; y que se mezclaba con la bruma
impidiéndoles divisar algo poco más allá. La niebla se espesaba a medida que
transcurrían los minutos y a duras penas lograba Martín distinguir el jubón azul de su
amigo algunos metros por delante. Se apresuró para alcanzarlo y, sin molestarlo, se
quedó bien cerca de él, a su espalda.
Imprevistamente un siseo penetrante, helado e interminable los paralizó y
los hizo palidecer de espanto. Cuando el siseo desapareció el silencio reinante les
heló aún más la sangre en las venas. Fue un largo minuto en el que no se movieron.
Finalmente Godofredo, aterrorizado, miró por sobre su hombro hacia atrás y luego
lanzó un agudo grito. Sin pensarlo dos veces, echó a correr.
Martín quedó inmóvil y atónito una milésima de segundo; pero luego
comenzó a correr a su vez, aullando de susto. No sabía qué habría visto su amigo a
su espalda pero seguro era espeluznante y él prefería no comprobar de qué se
trataba.
Corrieron sin detenerse, adelantándose uno al otro sin misericordia,
durante un tiempo que les pareció una eternidad en la que no avanzaban
absolutamente nada. Sin embargo y como era de esperarse la corrida los alejó
prontamente de allí. No sólo salieron del campo de las Valquirias sino que llegaron al
límite de la pradera y se internaron en el bosque que pertenecía a las tierras de Lod.
Sólo al llegar al linde, a un amplio claro en el centro del bosque, se detuvieron con el
corazón terriblemente acelerado y las venas palpitantes. Las manos les sangraban
por la fuerza con que habían apartado las ramas que se interponían a su paso;
tenían la cara y el cuello arañados, el rostro enrojecido y la boca reseca.
Godofredo señalaba, sin poder aún hablar, la villa de Lod.
Habían llegado.
Martín tomó aliento mientras contemplaba la villa. Ésta se componía de una
veintena de casitas de paredes de tronco y techos de ramas, distribuidas sin orden
alguno. Había algunos corrales con varias cabezas de ganado, cerdos y caballos.

117
Las gallinas y pavos andaban libremente cerca de las puertas de las casas,
picoteándolo todo a su paso. Una enorme olla humeaba al calor de una fogata en el
centro de la villa y en torno a ella se reunían algunas mujeres haciendo un alto en
sus quehaceres.
Un amplio camino de tierra apisonada se abría entre la vegetación a pocos
pasos de donde se hallaban los muchachos, llegaba hasta el claro, cruzaba por
entre las casas y se perdía luego por delante.
El bosque continuaba más allá de este claro, rodeando la villa.
Varios niños correteaban por allí, jugando. Las madres barrían sus casas
abiertas y espantaban a las gallinas que osaban ingresar en ellas.
Entre todas las casas una llamó inmediatamente la atención de Martín y
supo claramente que era aquella la que andaba buscando.
No sólo se trataba de una de las más grandes sino que tenía una chimenea
de la cual salía un humo espeso, blanco y aromático. A su alrededor, a diferencia de
las otras, florecía una huerta con las más variadas clases de hortalizas y hierbas.
Pero lo más llamativo resultó ser un cartel en su puerta. Decía: "Olaf, Hechicero", en
una primitiva placa de bronce.
–Debo ir a verlo –balbuceó Martín amagando salir de su escondite.
–¡No debemos ir ahora! ¡Nos atraparán! –se alarmó Godofredo sujetándolo
del brazo–. Esperemos la noche.
–No veo a los hombres, quizás han salido de la villa. Me arriesgaré. Si
quieres, puedes permanecer aquí, pero yo tengo apuro en hablar con ese hechicero
–replicó Martín con firmeza.
–No me salvé de las valquirias para ser apaleado por los hombres de Lod –
exclamó con obstinación Godofredo–. A propósito, ¿qué viste allí, en el campo, que
tenías esa cara?
–Yo no vi nada –se defendió Martín–, pero sé que tú sí viste algo...
–Pues yo sólo vi que mirabas hacia delante y por la cara que ponías debía
ser algo realmente horrible...
–Te estaba mirando a ti.
Godofredo abrió la boca para replicar pero permaneció mudo, meditando
unos segundos la respuesta de su amigo.

118
–Ese sonido habrá sido el viento –explicó luego el vikingo–. A veces suena
así, tan horrorosamente. Pero realmente creí que tú habrías visto algo.
Martín, sin embargo, no le dio más tiempo para explicaciones. Con paso
decidido se incorporó y entró en la villa. Los niños lo miraron deteniendo sus juegos;
las mujeres dejaron de barrer y lo observaron también, entre asombradas y ceñudas.
El corrillo junto a la olla enmudeció. Martín avanzó, sonriendo nerviosamente,
inclinando con cortesía la cabeza al pasar frente a las rubicundas damas vikingas.
–No puedo dejarte solo –exclamó una voz por detrás. Godofredo lo había
alcanzado–. Podrías cometer alguna tontería y alguien debe protegerte. Y yo soy tu
vasallo.
Llegaron sin contratiempos a la casa de Olaf el hechicero, y golpearon a su
puerta. Mientras aguardaban observaron por el rabillo del ojo que las mujeres se les
acercaban disimuladamente, contemplándolos y murmurando intrigadas. Cuando la
puerta se abrió y ambos desaparecieron por ella hacia el interior, el asombro dio
paso a una insaciable curiosidad. El parloteo lleno de preguntas se hizo intenso y se
escuchó hasta que Olaf cerró tras ellos la puerta.
El hechicero era como los demás vikingos: alto y rubio; pero aquí terminaba
toda semejanza. Parecía muy flaco, tanto que escondía su menguada figura bajo
una amplia túnica roja y una capa de lino, pintada con figuras de animales, estrellas,
formas geométricas y runas. Su barba crecía apenas como un manojo de púas
amarillas pero lucía con orgullo un formidable bigote. Cubría su cabeza un extraño
sombrero en forma de cono, corto y puntiagudo, con aletas cayendo sobre sus
orejas. Era muy joven y se mostraba algo cohibido frente a su inesperada visita.
–Entrad, entrad, forasteros. Sed bienvenidos a mi humilde morada. Que los
dioses os colmen de sosiego –saludó con ampuloso gesto de su mano.
–Es el hechicero, sin duda. Habla con palabras extrañas, como tú –exclamó
Godofredo, haciendo inútilmente pantalla con la mano sobre su boca para que sólo
Martín lo escuchara.
Olaf se turbó y se restregó las manos con nerviosismo Luego, en un intento
por afianzar su autoridad, sacudió repentinamente su capa y asumió una expresión
dramática. Estos gestos siempre lograban surtir efecto en sus vecinos, quienes
soltaban una exclamación de estupor y se apartaban de él con premura y respeto.

119
–Se viste de un modo extraño también, ¿no es cierto? –continuó Godofredo
señalando sin disimulo su atuendo.
Martín, notando que el joven hechicero perdía la compostura, hizo callar a
Godofredo con impaciencia.
Además, ya había visto lo que buscaba.
Cuatro mesas ocupando cada uno de los rincones y una quinta mesa en el
centro de la habitación.
Martín sonrió.
Pero no todo coincidía con el cubículo de Gabur o el de Ku-Baba.
La mesa del Sur no sostenía un globo terráqueo pequeño, sino uno de
tamaño descomunal; tanto que la mesa había cedido varias veces a su peso y
mostraba abundantes reparaciones. Así mismo las siluetas de los continentes y la
ubicación de los océanos resultaban desconcertantes.
La mesa Oeste, en lugar de pecera, mostraba un viejo odre con agua
límpida en el que nadaba alegremente un pequeño pez naranja.
La mesa del Norte contenía algunas imágenes extrañas en las que sólo se
visualizaban los contornos de las personas o los edificios. Martín notó que no eran
muchas pero confió en hallar la que necesitaba.
La cuarta mesa, la que correspondía a la configuración de la personalidad,
era la mesa más deforme que Martín hubiera visto hasta entonces; observándola
desde cierta perspectiva uno creería notar que la mesa usaba bonete y bigote, pero
nadie estaba dispuesto a atestiguar tal percepción.
–Veo que te intriga mi mobiliario científico –exclamó amablemente Olaf
dirigiéndose a Martín, al comprobar con cuánta atención observaba el muchacho las
mesas y sus objetos–. Soy un hechicero afortunado al poseer todos estos utensilios
mágicos y sé que su visión causa algo de pavor; a cada uno de mis huéspedes les
sucede lo que a ti al contemplarlos por vez primera. Es comprensible: esta
abundancia de elementos mágicos refleja claramente mi poderío. Pero que no te
cause temor, forastero...
–No, no me da miedo –sacudió la cabeza, Martín–. En realidad, ya había
visto algo parecido.
–Ah, ¿sí? –el joven parecía desilusionado.

120
–Sí; mi amigo Gabur tenía uno igual, así como el Sumo Sacerdote Ku-
Baba.
–¡Cómo! –Olaf perdió toda circunspección y lo miró con los ojos y la boca
muy abiertos–. ¿Cómo puedes saber de ellos? ¿Cómo puedes decir que el Enviado,
el Gran Gabur, es tu amigo?
Fue entonces cuando Martín, desahogándose finalmente, procedió a
narrarle con lujo de detalles su historia: cómo Gabur le había dado a conocer el
Rollo de Barsalnunna; cómo él y el anciano habían viajado a Nippur a buscar la
segunda hoja del Documento. Le narró sobre Ku-Baba, la invasión acadia, la
desaparición de Gabur y su accidental llegada a las tierras normandas luego de sus
efímeros viajes anteriores. Por último, le reveló que él era el Guardián del Rollo y
que su misión era encontrar al Segundo Guardián. Y finalmente le solicitó su ayuda
para volver a casa.
Olaf y Godofredo lo escuchaban boquiabiertos, uno por la admiración de
escuchar historias de tan afamados personajes y las peripecias vividas por el
muchacho a través de la historia y del tiempo; el otro por no entender ni una palabra
de lo que decía.
Al terminar, todos permanecieron en silencio unos cuantos segundos.
–¿O sea que tú –comenzó Olaf con reverencia–, tú eres ahora el Guardián
del Rollo de Barsalnunna?
Martín asintió con un gesto.
El hechicero suspiró.
–Una vez leí ese Documento –les explicó con suave voz–. Llegó hasta mí
el anciano, que se presentó como Gabur. Era yo un muchacho, quizás un poco más
grande que tú. Leí lo que decía...
–¿Y...?
–No lo entendí –reconoció sonrojándose con algo de vergüenza–. El
Anciano me consoló diciendo que algún día lo comprendería, pero he guardado
desde entonces en mi mente y en mi corazón cada palabra y no logro descubrir su
significado.
Se interrumpió y hubo otro instante de silencio entre ellos.
–Quizás si lo lees nuevamente... –insinuó Martín.

121
El rostro del inexperto hechicero se iluminó.
–¡Oh! ¿Tú crees...? –la emoción lo embargó unos instantes–. ¿Podrías tú,
Gran Enviado, mostrarme ese sagrado documento nuevamente?
Martín asintió y sacó de su bolsillo el Rollo.
–Pero sólo te dejaré leer una de sus hojas, aquella que una vez te mostró
mi amigo Gabur –explicó con seriedad–. No te corresponde leer la otra.
–¡Oh, no! ¡Oh, sí! ¡Todo lo que tú digas está bien!
El muchacho separó las hojas y extendió una sobre la mesa central. –Dime,
Olaf, ¿qué lees? –preguntó, y golpeó suavemente la hoja imitando el gesto de
Gabur.
Conteniendo su aliento Olaf inclinó su cara sobre el papel y lo contempló
unos minutos.
Sin intentar reprimir su curiosidad Godofredo hizo lo mismo.
–Vaya, yo no sé leer en mi propio idioma, pero esto es muy fácil –exclamó.
Olaf se golpeó la nariz contra la mesa por el asombro y Martín contempló
pasmado a Godofredo.
–¿Tú puedes leerlo? –preguntaron en un grito, al unísono.
–Pero si es tan fácil: son como dibujitos –se extrañó Godofredo.
–¿Y qué dice? –lo azuzó Martín.
–Mira, no entiendo todo pero aquí habla de la amistad. ¿Ven? Aquí...
–Es cierto... –murmuró Olaf, al cabo de unos segundos–. ¡Es cierto! ¡Puedo
leerlo!
–Sí... –Martín también lo había visto. Un secreto malestar lo invadió por
dentro, resentido de que Godofredo, a simple vista, leyera algo de todo aquello
mientras que él, siendo el Guardián, hasta entonces no había comprendido.
–Dice que hay que valorar la amistad –continuaba el vikingo observando
cuidadosamente los arabescos–, porque los amigos son la alegría del corazón. Y
que no hay que envidiar el éxito del amigo ni desearle su mal, sino todo lo
contrario...
Martín, confundido, inclinaba su cara sobre el papel, leyendo a su vez. Las
palabras que Godofredo pronunciaba habían hecho mella en su interior y ahora se

122
sentía algo culpable. Por unos segundos había sentido envidia de su amigo; y se
arrepentía con dolor.
Hubo más. Mientras Olaf y Godofredo discutían lo que lograban leer, él
pudo captar una mayor profundidad en esas palabras. Fue como una luz en su
interior que lo hizo comprender acabadamente el misterio. No era la revelación de
todo, sino de una pequeñísima parte, pero que logró apreciar con total claridad.
Supo que el Documento abarcaba mucho más que esas simples comprensiones;
había en el Rollo una promesa de conocimiento que colmaba todas sus
expectativas.
Se irguió, con el corazón gozoso y la mente clara. Su amigo y Olaf lo
observaron; y permanecieron en silencio.
–¿Qué pasa? –preguntó mirándolos sorprendido, ya que ambos lo
contemplaban sin palabras.
–Lo has leído –afirmó el hechicero.
–Sí, al igual que tú –replicó el muchacho.
–No, tú lo has leído realmente. No sólo lo has leído: lo has comprendido –
Olaf sacudió su cabeza–. ¡Tus ojos han visto la Verdad!
Lo palmeó con gran felicidad y se alejó emocionado.
–¿Qué le pasa a éste? –inquirió Godofredo. Luego miró a Martín–. Te brilla
la cara, amigo. Creo que esta luz nos hace mal –continuó, señalando la ventana por
la que se filtraban pocos rayos de sol.
También él parecía algo turbado. Martín le puso una mano sobre el
hombro.
–Godofredo, de no ser por ti jamás hubiera entendido el significado de esas
palabras. Por un momento envidié que leyeras algo que yo hasta entonces,
contemplándolo día a día, no descifraba. Pero tú eres un buen amigo. Por eso
lograste leerlo antes que nadie. Entre amigos no debe existir la envidia porque mata
la amistad. No lo sabía, por eso no tengo tantos amigos como quisiera. Pero quiero
que nosotros seamos buenos amigos, siempre.
Godofredo lo escuchaba y lloraba ahora él también a moco tendido. Olaf se
les acercó limpiándose los ojos y la nariz con la punta de la capa. Godofredo le tomó
la otra punta y se limpió a su vez.

123
–¡Eh, deja mi capa! –el hechicero se la arrancó de las manos con un fuerte
tirón–. ¿No sabes que no debes tocar la ropa de un hechicero? ¡Posee un poder
mágico que no lograrías dominar!
–Escúchame, Olaf –lo interrumpió Martín, enrollando el Documento y
anudándolo con las cintas de la hoja de Ku-Baba–; tendría que ver todas las fotos
que tú tienes para poder volver a casa.
No eran muchas, por lo que se entretuvo en contemplarlas una por una
hasta hallar la que le sirviera.
–¿De dónde las has sacado? –le preguntó con curiosidad mientras las
desplazaba sobre la mesa–. Todavía no se inventa la cámara de fotos... ¿O sí?
–¿Cámara de fotos? No sé de qué me hablas –Olaf se encogió de
hombros–. Las llamamos “imágenes de luz mágica” y las he ido comprando en las
ferias de druidas. Son extremadamente valiosas, he llegado a entregar hasta un
cerdo y una marmita por ellas. Algunos pueblos han logrado dominar la técnica de la
representación, ya lo ves; por supuesto que sólo saben de esto los magos y
hechiceros –hizo un corto silencio cargado de complicidad y continuó en un tono de
voz más bajo y mirando a los muchachos con sus ojos penetrantes–. Es necesario
provocar una gran explosión luminosa para captar las imágenes en un papel o en un
lienzo... Hasta la técnica del papel es un misterio, y sólo los árabes la manejan.
–Pero aquí hay imágenes de cosas o lugares que aún no existen –exclamó
Martín señalando algunas.
–Es cierto; hay de ciudades futuras y hasta de personas que todavía no
han nacido –Olaf se estremeció y luego lanzó una risa horrorosa que les puso a
todos la piel de gallina–. Es un complejo trabajo de hechicería... que yo aún no logro
dominar –agregó con un suspiro–. Entre los hechiceros existen los Visionarios; son
los que a partir de una imagen actual diseñan una imagen futura de acuerdo a sus
visiones. Arman secuencias de un determinado lugar, personas o cosas con las
modificaciones que surgirán a través del paso del tiempo, según sus premoniciones.
Tengo algunas secuencias... Las imágenes las compro en mis viajes y también hago
intercambios en las asambleas de hechicería, porque a veces tengo repetidas...
–No tienes muchas... Ninguna me sirve. Y yo necesito volver a casa.
¿Cómo podré lograrlo?

124
–Elige entre las que tengo aquella que más te acerque a tu tiempo y viaja
hacia allí. Luego deberás solicitar la cooperación de algún hechicero de esa época,
para que te ayude a regresar con tu gente.
–¿Un hechicero en mi época, en el siglo XXI? ¡Pero si no existen los
hechiceros!
–¡Cómo puede ser eso! –Olaf se mostró horrorizado–. ¿En tu tiempo no
existen los hechiceros? ¿Estás seguro?
–¡Claro que sí!
–¿¡Adónde se dirige este mundo, gran dios Thor y todos los dioses y
diosas!? ¡Oh, qué miseria para la humanidad se avecina si desaparecemos los
hechiceros...! ¿Quién guiará a los pueblos si no cuentan con nuestra sabiduría y
nuestra magia? –Olaf se mostraba visiblemente perturbado y se mesaba los
bigotes–. En fin, que nada podemos hacer ahora salvo transmitir de generación en
generación nuestra experiencia, muchachos.
–Este Olaf está chiflado– le exclamó Godofredo a Martín–. ¿De qué habla?
–Olvídalo. Escucha, Olaf, cuando esté en mi época, ¿dónde puedo buscar
a alguien que me ayude y cómo me voy a dar cuenta de que puede hacerlo?
–Te darás cuenta por el cubículo.
–¿Tú sabes lo que es un cubículo?– se extrañó Martín.
–Por supuesto; esto es un cubículo –Olaf señaló a su alrededor con
suficiencia–. Es el recinto de la Sabiduría.
"Los cubículos son la señal que distingue al hechicero o lo que sea que
exista en tu mundo. Habrás visto el de Gabur y el mío... –y con otro gesto amplio les
mostró nuevamente, y con evidente orgullo, el aposento.
–Digamos que al tuyo le falta mucho para asemejarse al de Gabur o al de
Ku-Baba –remarcó con ironía Martín.
–Sé que debo mejorar mi cubículo pero es realmente complicado adquirir
en la actualidad elementos mágicos que funcionen como se debe.... El comercio
está cada vez peor. Generalmente los mercaderes ofrecen cualquier cosa y hay que
andarse con mucho cuidado o uno termina comprando vulgares copias...
–Entiendo, aquí también es todo "trucho".
Olaf y Godofredo lo miraron como esperando una explicación.

125
–Olvídenlo –Martín levantó una de las "imágenes de luz mágica" y la
contempló largamente–; creo que ésta me servirá.
–Ya te decía yo que este hechicero encerraba pueblos y personas en los
papeles –le murmuró Godofredo al oído luego de acercarse con curiosidad y
premura para ver lo que Martín sostenía en alto–. Mejor vayámonos de aquí antes
de que quiera atraparnos a nosotros... Pero qué lugar horrible, ¿no es cierto? –
continuó luego, observando con detenimiento la estampa–. ¿Esa es tu villa?
–No, pero se le parece bastante –Martín contempló la ciudad que allí se
representaba. Aunque muy trabajosamente distinguía una avenida amplia y
arbolada, autos relativamente modernos, gente caminando vestida a la usanza de su
tiempo–. Creo que me servirá.
Dejó la fotografía sobre la mesa del centro y el Rollo junto a ésta.
Godofredo lo tomó sin que nadie lo advirtiera pues en ese momento Olaf se había
inclinado sobre la imagen elegida por Martín.
–Es curioso –exclamó–. Un forastero llegó hace un par de noches y se
interesó por esta misma representación.
Martín lo miró intrigado.
–¿Y qué fue lo que hizo? –preguntó.
–Sólo la miraba, como si la reconociera o tratara de recordar algo.
–¿Sabes qué ciudad es?
–Oh, no, no lo sé.
–¿Y el forastero sabía...?
–No me lo dijo. Se quedó contemplando la imagen –respondió Olaf–.
Hablamos muy poco. Me intimidaba: era un joven demasiado serio y sombrío. Y
ahora que lo pienso, creo que te buscaba a ti –exclamó mirándolo fijamente.
–¿A mí? –repitió Martín, sorprendido.
–Me preguntó si no había llegado a la villa un muchacho extranjero vestido
de manera peculiar buscando imágenes de luz mágica. Quizás reconocía tu ropa;
mira: en esta imagen la gente se viste como tú.
–¿Pero quién era ese hombre? ¿Cómo se llamaba? ¿Realmente preguntó
por mí? –inquirió con gran curiosidad Martín.

126
–Preguntó por un muchacho extranjero y peculiar. Tú eres extranjero y
peculiar. Supongo que presentía tu llegada. Algunos hechiceros presentimos...
–Sí, sí, bien –le interrumpió Martín sin ningún miramiento–. ¿Pero qué se
hizo de ese hombre?
–Se fue de la villa, supongo –Olaf se encogió de hombros.
–¡Escúchenme!
Martín y Olaf pegaron un respingo y contemplaron a Godofredo, a quien
hasta ese instante habían olvidado, con los ojos desorbitados por el sobresalto.
–¿Cómo se abre esto? –continuó el joven vikingo, enrojecido por el
esfuerzo.
Intentaba infructuosamente deshacer el nudo de las cintas que sujetaban el
Rollo de Barsalnunna.
–¡Eh! ¡Deja eso! –vociferaron al mismo tiempo Olaf y Martín.
–¿Qué? ¿Qué les pasa? –replicó Godofredo mirándolos con genuino
asombro, gesticulando con el Rollo que negligentemente sostenía en una mano.
–¡Cuidado! –aulló aterrado el hechicero casi escondiéndose bajo la mesa–.
¡Eso tiene una magia poderosa!
–¡Es cierto! ¡Devuélveme eso! –exclamó severamente Martín, intentando
arrebatárselo.
–¡Ah! ¡Tú me dijiste que no tenías poderes! –increpó el joven vikingo
molesto, evitando que Martín se apoderara del Documento.
–Yo no tengo poderes, el Rollo los tiene. ¡Dámelo!
–Pero el Rollo es tuyo, como la capa poderosa es de Olaf –replicó el
vikingo desembarazándose de Martín.
–Es cierto –exclamó éste, fuera del alcance de los aspavientos de
Godofredo. Con algo más de confianza, se incorporó lentamente–. En sus manos el
Rollo no tiene ningún poder. Sólo da poderes especiales a los Guardianes. Je, no
hay peligro –salió de su escondite restregándose las manos–. Bien, bien, olvidemos
todo este asunto –continuó, observando el rostro disgustado de Martín, que no
lograba recuperar su Rollo–. Estoy hambriento, ¿alguien quiere comer algo? ¡Tengo
un delicioso pescado! –anunció alegremente.

127
–¡Oh, sí! –saltó Godofredo prestando inmediata atención a las palabras del
hechicero.
–¡Oh, no! ¡Basta de pescado! –exclamó Martín–. ¿No tendrás una
hamburguesa con puré de papas?
–¿Papas? ¿Qué es eso? –quiso saber Olaf.
–¡Ya lo sabrás, en cuanto descubran que existe América! Es algo sabroso
que no puedes ni imaginarte, tan delicado es su sabor. Así como las hamburguesas,
una carne asada, jugosa, con un sabor inconfundible –explicó Martín con gran
detalle. Porque al notar que Godofredo se había distraído prestando una hambrienta
atención a la conversación simuló haberse olvidado del Rollo. Con eso logró que
Godofredo bajara la guardia y él entonces aprovechó para saltar imprevistamente
sobre él y sujetarle el brazo que lo sostenía.
Al mismo tiempo que Martín lograba asir el Documento el vikingo con gran
entusiasmo y la boca hecha agua exclamaba:
–¡Un plato de hamburguesa con puré de papas para Martín! ¡Yo soy tu
vasallo y te lo conseguiré!... Pero, ¿qué es puré de papas? ¿Qué es hamburguesa?
Ni Olaf ni Martín hicieron el menor esfuerzo por responderle. Boquiabiertos,
observaban ahora un rincón de la habitación.
Un plato con carne humeante y un espumoso puré de papas descansaba
en las tablas del suelo.
– No… pu…edo… cre...er...lo... –tartamudeó el hechicero, con los ojos
desorbitados.
–¡Sorprendente! –Martín abría la boca, admirado ante semejante prodigio.
Luego, reaccionando, encaró severamente a Godofredo–. ¡Mira lo que has hecho!
El muchacho vikingo estaba pálido y visiblemente asustado; con evidente
desconcierto contemplaba el resultado de sus actos.
–No quise hacerlo... ¡No quise hacerlo! ¡Aaahhh, brujería! –gritó por fin
dando un salto hacia atrás.
–¡Shh! Cálmate, que vendrá todo el pueblo a ver qué sucede –le recriminó
Olaf con inquietud.
–¿¡Qué es esa porquería blanca!?

128
–Es puré de papas. Te avisamos que el Rollo era poderoso y no quisiste
escucharnos... –exclamó con fastidio Martín.
–¡Me dijeron que yo no podía hacerlo funcionar!
Martín y Olaf se mantuvieron callados unos instantes, mirándose
significativamente.
–Es cierto –confirmó finalmente Olaf.
–¿Qué sucedió, entonces? –se preguntó Martín. Sostenía el Rollo en una
mano y lo examinaba como temiendo otra manifestación de poder.
–Hay una sola explicación...
Olaf y Martín volvieron a quedar en silencio y luego miraron fijamente a
Godofredo.
–¿¡Qué miran!? ¿Ahora qué hice? –exclamó con pavor el muchacho
vikingo.
–Amigo mío –Olaf le pasó un brazo por sobre los hombros, con evidente
emoción–. ¡Al fin te hemos encontrado!
–¡El hechicero se ha vuelto loco! –estalló Godofredo desasiéndose con
premura de su abrazo–. ¿De qué me habla?
–¡Tú eres el Segundo Guardián! –exclamó saltando alegremente Martín–.
¡Eso lo explica todo!
–No te entiendo... ¿Yo, el Guardián de eso?
–¡Tú eres el Guardián... por eso lograste leer el manuscrito! –continuó
Martín.
–¡Y pudiste usar sus poderes para hacer aparecer esa comida! –intervino el
joven hechicero excitado–. ¡Por eso se han conocido! Es el Destino el que ha traído
a Martín a estas tierras... ¡Por Odín, debemos festejar tan grato momento! ¡Bebamos
y comamos! ¡Oh, por todos los dioses, he sido partícipe de tan maravilloso e
histórico acontecimiento! ¡Bebamos y comamos, por Thor! ¡Vino, pan y pescado...!
–¡Yo me comeré la hamburguesa con puré! –anunció Martín con rapidez.
Mientras Olaf traía algo de vino y comida, Martín y Godofredo se sentaron
en el suelo junto al plato surgido tan prodigiosamente; la habitación, con tantas
mesas, carecía de sillas.

129
–¿Están seguros de que soy el Segundo Guardián...? –vacilaba aún
Godofredo.
–Claro que sí, Godofredo –le aseguró Martín colocando el Rollo sobre sus
rodillas.
–¿Y ahora qué debo hacer?
No lo habían pensado.
–Creo que debes irte con Martín; y viajar al futuro –intervino Olaf muy serio,
depositando sus fuentes en la mesa central.
–¡El hechicero se ha vuelto lo...! –se horrorizó Godofredo alzando sus
brazos al cielo.
–¡Ya basta! –estalló con energía Olaf encarando al muchacho–. ¿¡Hasta
cuándo seguirás diciendo que me he vuelto loco!? ¡Ya me tienes hasta la coronilla
con ese comentario! ¡Guardián o no del Rollo de Barsalnunna, te haré pagar cara tu
osadía! –y el hechicero se arremangó la túnica.
Godofredo pegó un salto, aterrorizado.
–¡Aaahhh! ¡Me quiere encerrar en papel! ¡Aaahhh! –gritó, y en su intento
por protegerse se arrinconó tras Martín y le arrebató el Rollo.
–¡Aaahhh! –gritó entonces Olaf, amparándose tras la mesa del centro–.
¡Socorro! ¡No te atrevas a usar eso contra mí!
Martín los observó momentáneamente confundido. Luego, encogiéndose
de hombros, se dispuso a comer.
Mientras Godofredo y Olaf seguían amenazándose a la distancia él devoró
lentamente su comida. Delicioso. Al terminar se limpio la boca con el dorso de la
mano.
–Mmmm, exquisito. Bien –Martín se puso de pie. Godofredo se levantó a su
vez, usándolo de escudo. Martín le quitó el Rollo sin ningún tipo de miramientos y lo
guardó en un bolsillo de sus bermudas.
Olaf, viendo alejarse el peligro, reapareció en escena. Los dos vikingos se
contemplaron con aversión.
–Calma, amigos –medió Martín, sonriéndoles–. No van a enojarse ahora
cuando he cumplido con la misión de hallar al Segundo Guardián. ¡Es algo que
debemos festejar!

130
Olaf y Godofredo se mantuvieron callados pero comenzaron a aflojar sus
ceños fruncidos. A ninguno de los dos le apetecía entrar en una lucha de poderes
mágicos.
Finalmente quedó convenido que Godofredo viajaría con Martín.
Consideraron que los dos Guardianes debían estar juntos en el tiempo y no era
posible que Martín permaneciera en el pasado. Godofredo no opuso mucha
resistencia; a fin de cuentas, no tenía familia allí, salvo su cruel tío Clemente y sabía
que no les causaría ninguna añoranza dejar de verse.
El segundo paso fue preparar a Godofredo para arribar a su nueva época.
Copiando la ropa que llevaba puesta Martín, Olaf se las ingenió para confeccionar
unas bermudas similares y una camiseta.
–Ya vengo– dijo el hechicero; y salió de la casa.
No habían pasado ni cuatro minutos cuando regresó con un revuelto de
género amarillo.
–Tus pantalones son como calzones de mujer –explicó Olaf mientras tendía
uno de éstos sobre la mesa–. Tuve que sustraer éste de la canasta de la mujer del
jefe. ¡Nadie me ha visto! –parecía orgulloso de su atrevimiento–. Lo cortaremos un
poco por aquí y por aquí también... ¡listo!
Martín tuvo que reconocer que, en efecto, aquellos calzones se
asemejaban mucho a las bermudas que él y todos los de su generación usaban a
diario.
La camiseta terminó siendo una vieja túnica de Olaf, partida al medio, con
sus extraños arabescos de animales y figuras geométricas.
Godofredo se vistió. Avergonzado, contempló esas ropas amplias flotando
alrededor de su cuerpo; se sentía ridículo pero Martín y Olaf soltaron exclamaciones
de asombro y le aseguraron que se veía muy bien.
Luego debieron aguardar el momento oportuno para partir.
Se sentaron a esperar la noche para evitarle a Olaf inconvenientes:
saldrían de la aldea cuando todos estuvieran durmiendo y viajarían ocultos por la
espesura del bosque. Luego, desde algún lugar apartado, Martín utilizaría la imagen
de luz mágica y los poderes del Rollo de Barsalnunna para acercarse a su época.

131
Mientras tanto, Martín intentaba satisfacer la curiosidad de los dos vikingos
relatando hechos de su época, aunque en demasiadas ocasiones debió reconocer
su ignorancia ante el porqué de muchos acontecimientos o circunstancias que
relataba. Olaf era una máquina de hacer preguntas las cuales no lograban siempre
una satisfactoria respuesta. El vikingo movía la cabeza con decepción.
–No sabes mucho, Guardián –le reprochaba–. ¿No crees que deberías
buscarte un maestro que amplíe tu saber...?
Martín asentía, avergonzado.
Finalmente llegó el momento en que Martín exclamó que era hora de partir.
–He pensado sobre eso –comenzó Olaf mesándose los rubios bigotes–. No
me interpretes mal, pero no confío en que sepas hallar ayuda; tú mismo dices que
no crees poder encontrar a quien tenga un cubículo. Y ya que la imagen está un
poco atrasada con respecto a tu tiempo sugiero que vayamos a la ciudad a ver al
Visionario. Él podrá crear una nueva imagen que te ayudará a llegar aún más
cerca...
–¿Eso crees?
–Claro que sí. Casualmente yo debo ir a Ruán en estos días. Como ya
sabrán la hija del rey Carlos de Francia, Gissell, llegará dentro de unos días para
realizar su enlace con nuestro jefe Rollón y yo he sido invitado especialmente al
banquete del pueblo en su honor –explicó con falsa modestia.
–¡Es cierto, es cierto! –saltó Godofredo, exaltado.
–¿Y eso es importante? –inquirió Martín al rato, molesto porque los dos
vikingos se habían puesto a charlar animadamente cruzándose confidencias y
novedades, y lo ignoraban por completo.
–¡Por supuesto que es importante! –estalló Olaf, escandalizado por su
pregunta.
–... De esta forma aseguraremos nuestras tierras –agregó Godofredo con
énfasis.
–Carlos el Simple no podrá echarse atrás –asintió el hechicero.
–A Rollón lo nombró Duque...
–Es un gran guerrero, nuestro jefe.
–... Dicen que ella tiene los ojos uno de cada color... Uno azul y uno verde.

132
–Y es bastante bonita, dicen...
–Pero tiene mucho carácter...
–¡Eh, aquí estoy, eh! –gritó Martín, sobresaltándolos–. ¿Quieren explicarme
qué sucede? –demandó con impaciencia.
–Iremos a Ruán –declararon los dos vikingos simultáneamente.
–Perfecto, ya que los tres lo decidimos –les respondió con sarcasmo–. Pero
les recuerdo que tengo apuro en volver a casa.
–¡Oh, vamos! ¿Qué prisa hay? ¡Iremos los tres juntos al banquete y a la
boda! ¡Será digno de verse, por Thor!
Martín no contestó y se alejó unos pasos, deteniéndose junto a una
ventana. Ya era completamente de noche y la villa se hallaba silenciosa, oscura y
tranquila; todos dormían plácidamente. Todos, menos sus dos compañeros de
habitación. De espaldas a ellos los escuchaba hablar con tanto entusiasmo que le
apenaba contradecirlos sobre su idea de ir a la ciudad. Habían vuelto a dialogar con
vivacidad creciente sobre sus asuntos del ducado normando y la dichosa boda entre
la francesita y el gran guerrero; y él los escuchaba en silencio, pensativo y cabizbajo.
Ciertamente nada lo apuraba por volver a su tiempo; un día o dos no harían
la diferencia. Únicamente como excusa para no ir a Ruán tenía un presentimiento;
un vago presentimiento de peligro que no hubiera sabido cómo explicarles.

133
7

Dejándose caer pesadamente sobre la cama, Manuel Navarro estiró las


piernas con gesto agotado. Martín le alcanzó una gaseosa y bebió a su vez de la
suya, completamente sediento.
–Te aseguro que nunca hice tanto esfuerzo en toda mi vida –exclamó
Martín en cuanto pudo hablar. Luego sonrió para sí ya que consideraba eso como
una proeza–. Debemos haber hecho como doscientos kilómetros.
Manuel juzgó que exageraba pero no juntó fuerzas como para
contradecirlo.
Había sido un día soleado y frío, ideal para andar en bicicleta. Hacía ya una
semana que las clases habían recomenzado luego del receso de julio pero ellos no
habían dejado de lado la costumbre adquirida en las vacaciones, de pasear en bici
cada vez que pudieran. Aquella tarde no habían tenido clases, por lo que habían
aprovechado para recorrer toda la Costanera deteniéndose tan solo a beber algo en
un par de estaciones de servicio.
–Qué extraña mesa –exclamó al cabo de un rato Manuel, señalándola.
Martín se puso de pie. La redonda mesita le llegaba hasta los hombros.
–¿Alguna vez viste una mesa tan alta? –preguntó.
–No. Y no veo tampoco para qué puede servir.
–Pienso poner algo arriba.
–Me imagino que "algo" vas a poner, pero ¿qué?
–Todavía no lo sé –Martín parecía de pronto pensativo y confundido. Luego
cambió de tema–. ¿Te parece que hicimos mucho ejercicio, hoy?
–¡Ya lo creo que sí! ¿Por qué?
–Es que no me siento tan cansado. Y pienso que podría hacer algún
deporte. Creo que me gustaría entrar al equipo de vóley del colegio...
–Pero ya eligieron a los jugadores en mayo –acotó Manuel.

134
–Ya lo sé, pero cada tanto llaman a otros para jugar un partido –se
entusiasmó Martín–. Qué se yo, se me ocurrió que podría hacer algo –agregó–. La
verdad, pensé en el golf, pero no sé por qué.
–¿Golf? –Manuel le lanzó una mirada estupefacta–. ¿Vas a jugar al golf?
–No, no es que me interese. Sólo se me ocurrió, ya sabes: pensé en una
pelotita de golf y... –se apresuró a explicar Martín. Pero hasta él comprendía que sus
palabras causaban cada vez mayor confusión. Farfulló algunas incoherencias y
luego invitó a Manuel a ver televisión en la sala.

De la villa de Lod aquella mañana partió un grupo numeroso de mujeres y


algunos mercaderes. Martín y Godofredo junto con Olaf, se unieron a la caravana.
Sólo sería un día y medio de marcha. El aprendiz de hechicero había pagado por
ellos el impuesto de ingreso a la villa, el de protección por el camino a las tropas
comunales que los acompañarían y el pontazgo para cruzar el Sena en una
maloliente y atiborrada balsa.
A Martín le habían agenciado un atuendo similar al de los villanos. A
Godofredo ya algunos lo conocían; y a ambos los observaban con evidente intriga.
Pero nadie se había atrevido a acercárseles y preguntarles nada. Olaf no los dejaba
ni un segundo a solas y alejaba a los curiosos con un movimiento de capa y una
mirada que creía ser torva pero resultaba desquiciada.
Ahora avanzaban al paso corto de sus monturas, conseguidas a un precio
poco razonable luego de un arduo regateo tras cruzar el río. Era la primera vez que
Martín se subía a un caballo por lo que todos sus esfuerzos se hallaban
concentrados en no caerse de la bestia. Godofredo y Olaf parloteaban
animadamente e intentaban cada tanto sumarlo a su diálogo pero él sólo respondía
con sordos gruñidos.
El camino se presentaba ancho y empedrado. A los de la villa de Lod se
fueron sumando otros peregrinos por lo que serían ya una centena entre jinetes,
carros y caminantes cuando el líder decidió detenerse. Caía la tarde y pronto
oscurecería. La marcha continuaría a la mañana siguiente.

135
Se instalaron al costado del camino y el nutrido grupo se dispersó e instaló
en animadas rondas. Martín contempló a su alrededor luego de apearse torpemente
de su montura. Ante ellos se extendía un paisaje de prados verdes suavemente
ondulados, que alcanzaban el horizonte. No muy lejos se divisaba un conjunto de
tres o cuatro casitas de madera, de techos negros a dos aguas de los que partían
diminutas columnas de humo. Un poco más allá una manada de caballos se había
lanzado al galope. La luna en su cuarto creciente era una línea curva de luz hacia el
oriente en el cielo límpido del atardecer.
Los mercaderes inmediatamente armaron sus puestos bajo los toldos de
sus carretas y comenzaron a ofrecer toda clase de viandas y bebidas a los
transeúntes. Olaf dejó a los dos muchachos cuidando los caballos y se apretujó
entre la multitud para conseguir algo de comer. Regresó con los brazos repletos: dos
panes, carne de cerdo cocida, un par de manzanas, cerveza. También llevaba dos
vasijas de cristal de aspecto bastante dudoso.
Al cabo de unos minutos se hallaban comiendo ávidamente, cuando el
hechicero de pronto recordó algo.
–He visto al forastero –mencionó, girando la cabeza en dirección a la
muchedumbre.
–¿El forastero? –Martín tardó unos segundos en comprender–. ¿El que
estuvo contigo observando la imagen del futuro que yo elegí?
–Ese mismo, sí.
–Quisiera ver de quien se trata –exclamó Martín, intrigado, oteando hacia el
grueso de sus compañeros de viaje.
–Te lo señalaré si vuelvo a verlo. –No habían pasado ni cinco minutos
cuando Olaf, dejando de mascar, exclamó:– ¡Míralo, allí va!
No había gritado pero su susurro había sido imperioso. Martín giró la
cabeza y observó al desconocido que caminaba entre los grupos dispersos. Era un
joven alto, vestido con una túnica corta enlazada a la cintura y un ligero turbante gris
en la cabeza. No llegó a distinguir su rostro pero le pareció que en cuanto el
desconocido notó su mirada, se escabullía para esconderse.
–Es un moro –agregó Olaf bebiendo su cerveza–. Hay muchos por aquí. Y
ése lo es, sin duda.

136
Martín no respondió. No sabía bien qué era un moro y si ya alguna vez
había visto uno, pero aquel forastero le resultaba familiar.
–¿Crees que deba acercarme a él? –le preguntó a Olaf.
–¿Para hablarle? No, no lo creo necesario. Ni siquiera sabemos quién es ni
lo que se propone; y no estamos seguros de que realmente te esperara a ti –
concluyó el vikingo.
Luego el hechicero empinó uno de los jarros de cerveza, bebió con sed y
se la pasó a Godofredo.
–A ti te he comprado esto –y le entregó una de las botellas a Martín, que la
contempló con recelo.
–¿Qué es?
–No lo sé. Me la vendió un bretón; dice que causa furor entre los jóvenes
de su pueblo. Es una mezcla de agua, azúcar y el jugo de una fruta que le vendió un
íbero. Dice que trajo la idea de Persia.
–Sí, bien; pero ¿qué es?
–El fruto del limero, eso es. Es jugo de lima. Creo que también tiene algún
tipo de sal.
–¡Sal!
–Es lo que provoca esas burbujitas flotando en el líquido. Puedes tomártela
toda; Godofredo y yo beberemos cerveza.
Martín observó una vez más su botella. Tenía sed y pensó que un traguito
no le haría mal.
Era deliciosa.
Era una verdadera gaseosa, dulce, burbujeante y refrescante. Se la bebió
toda, golosamente, pensando que, por lo visto, gracias a una idea de los persas y a
la difusión que le había dado el bretón, podía ahora en su tiempo disfrutar de esa
genial bebida.
–¿Qué les parece si descansamos un poco? –preguntó al rato Olaf,
saciado ya su apetito.
El hechicero no esperó su parecer. Se acomodó bajo su gorro puntiagudo y
se arrebujó en su capa; y luego, casi de inmediato, comenzó a resollar en sueños.

137
Godofredo y Martín se distrajeron contemplando cómo las tropas
encendían algunas fogatas; la gente se apiñaba en torno a ellas platicando en
murmullos. Poco después la noche llegaba por completo oscureciendo el paisaje; y
ellos, bostezando repetidamente, se recostaron junto al dormido hechicero y no
tardaron en imitarlo.

No retrocedió. Generalmente lo hacía pero esta vez permaneció


tímidamente en un lugar expuesto. A Martín el corazón le latía agitado y sentía un
nudo en la boca del estómago. El profesor de Educación Física se hallaba
seleccionando a los alumnos que aquel día formarían los equipos de vóley de chicas
y de varones que entrenarían. El Colegio había sido campeón intercolegial cinco
campeonatos seguidos, hasta dos años atrás, y Pancracio Cubertin, el profesor,
había tomado como una cuestión en la que se jugaba su orgullo personal recuperar
el título.
Cada clase el profesor Cubertin probaba a uno u otro alumno buscando
nuevas figuras, aunque de hecho los equipos ya estaban conformados desde el mes
de mayo y generalmente entrenaban siempre los mismos; realmente conocía el
talento de cada alumno, por lo que no esperaba ya sorpresas.
Pero entonces lo vio a Martín. Otros elevaban y agitaban sus manos para
ser escogidos, pero Aguirre no. Tampoco parecía disconforme; los que no querían
jugar siempre se escondían tras el grueso del grupo. De hecho, Martín Aguirre
siempre se escondía. Pancracio Cubertin nunca había querido obligar a jugar a
quien le disgustara el deporte, pero esta vez vio su oportunidad.
–¡Aguirre! –exclamó con su voz ronca.
Y lo anotó en su lista.
Martín sintió que sus rodillas flaqueaban pero se alegró de escuchar su
nombre pues ansiaba ser elegido. Sería la primera vez que jugaba un partido de
vóley.
Desde su posición la cancha se veía muy grande y el equipo contrario muy
lejano y la red demasiado alta. Intentó hacer memoria del reglamento de juego que
les obligaban a aprender. Cuando sonó el silbato de inicio aún no recordaba nada.

138
Al principio se mantuvo al margen de las jugadas. Sus compañeros
parecían arreglárselas muy bien sin él. De hecho, pensaba para qué había deseado
tan tontamente que lo seleccionaran; seguramente haría el ridículo, seguramente
sería un tronco jugando. Aquello era bochornoso, las chicas se hallaban mirando el
partido y no había ya forma de retirase de allí. Mejor sería simular un esguince y
pedirle al profesor que lo reemplazara ya mismo, pero como ni se movía de su sitio
nadie le creería lo del esguince.
El problema llegó cuando las pelotas del saque contrario comenzaron a
llegar directamente a sus manos, luego de una rotación. Perdió dos tantos antes de
animarse a responder, cuando ya un exasperado compañero de equipo buscaba
defender la posición con un bloqueo, relegándolo a un segundo plano.
Su compañero se interpuso entre la pelota y él, pero la pelota cruzó
rozando los dedos de la defensa y Martín, aterrado, la vio acercarse veloz y
peligrosamente hacia su cabeza.
Entonces cabeceó.
La pelota cruzó la red y, debido a la sorpresa y las risas de todos, nadie la
contestó. El profesor gritó el tanto; hubo algunas quejas y discusiones, pero el punto
era válido.
–Bravo, che –le palmeó el hombro el capitán del equipo, un chico alto y
rubio llamado Matías Salazar. Martín sonrió complacido.
Luego todo resultó un poco más placentero. Animado por ese sorpresivo
pequeño triunfo, se relajó y participó en el juego; y si bien su actuación no resultó
memorable, ayudó en las jugadas de equipo, y los suyos ganaron aquella vez.
En el vestuario, terminado el partido, refrescó su cara sudorosa. Colorado y
agitado, sonreía feliz.

La ciudad de Ruán se hallaba emplazada a orillas del Sena. En el puerto


innumerables drakares, naves vikingas de un solo palo y una enorme vela cuadrada,
se entrecruzaban con naves de todo tipo y bandera; todas entraban y salían
desordenadamente causando desconcierto. Martín contemplaba todo con suma
curiosidad.

139
Las calles se hallaban empedradas descuidadamente, lo que provocaba el
salto continuo de los carruajes y alguna que otra rodada de las cabalgaduras.
Martín, Godofredo y Olaf ya habían devuelto las suyas y ahora andaban a pie.
Los normandos parecían feroces; eran fornidos y rubios, algunos usaban
largas melenas y barbas trenzadas y otros preferían el pelo bien corto y puntiagudo
como un cepillo mientras lucían un abundante bigote.
Había gran cantidad de forasteros. Martín había descubierto que dejando
apoyada una mano sobre el Rollo de Barsalnunna que ocultaba en un atado con su
ropa, comprendía todos los dialectos.
Olaf los condujo por entre las calles colmadas de negocios, gente, carros y
perros vagabundos. Las casas consistían en bellos edificios de una o dos plantas,
con altas puertas y ventanas con balcones de hierro; la mayoría de las propiedades
poseía corrales al fondo. Había quien criaba gallinas y gansos, y quien tenía vacas y
cerdos. Otros cultivaban huertas y parras. Todas lucían jardines floridos bordeando
las entradas.
Los edificios más altos correspondían a la nobleza o a las dependencias
públicas; se hallaban rodeados de inmensos parques engalanados con fuentes de
piedra o mármol y hermosas esculturas de las que surgían borbotones de agua
cristalina.
Godofredo, Martín y Olaf el Hechicero se detuvieron frente a una pequeña y
preciosa casa de una planta y escalones de madera en la entrada.
El Visionario los recibió inmediatamente y Olaf el hechicero le explicó lo
que necesitaban. Mintió un poco, diciendo que Martín había tenido sueños de un
lugar inexistente y futuro y quería que el Visionario lo reflejara en una imagen. No
querían dejar correr la voz de que Martín era un viajero de otro tiempo.
Le mostraron al Visionario la imagen elegida por Martín entre las del
cubículo de Olaf y el muchacho detalló todos los cambios que hacían falta para
acercarla aún más a su época: cambios en la ropa, en los automóviles (a los que
debía llamar carros para que lo comprendieran), en los edificios. Era difícil precisar
detalles ya que desconocía a qué lugar correspondía la foto pero el Visionario
parecía comprender perfectamente lo que se esperaba de él.

140
Los dejó solos y desapareció por un marco sin puerta hacia otra habitación.
Pasó una hora o quizás más. En un momento los sorprendió un fuerte destello de luz
y a los pocos minutos inundó la habitación un olor penetrante.
–Luz. Betún –murmuró Olaf, hablando para sí. Parecía querer memorizar
todo el proceso y evidentemente se moría por ir a espiar al Visionario en plena tarea.
Finalizado el trabajo, la imagen confeccionada que les presentó el Visionario
era absolutamente idéntica en su forma a la que llevaban pero en una ciudad mucho
más modernizada.
Martín quedó encantado con el trabajo. Esa imagen lo acercaría aún más a
su tiempo.
–Pero deberán pasar a retirarla mañana –exclamó el Visionario apartándola
de las manos que deseaban asirla–. Regresen cuando el sol se haya puesto.
Olaf le dejó en pago algunas monedas y salieron de allí, dispuestos a
regresar al anochecer del día siguiente.
Debían buscar un lugar donde pasar la noche y sólo hallaron una
habitación disponible en un mugriento mesón cerca del puerto: un cuartucho
minúsculo en el piso superior, sin puerta, con un único colchón sobre el piso de
madera y un ventanuco cubierto con una cortina que había conocido tiempos
mejores. Menos a Martín, que creía poder escuchar los saltos de las pulgas en el
colchón, a los dos vikingos la alcoba les pareció excelente. La tomaron y pidieron su
cena, que resultó ser porotos hervidos y un trozo de salchichón servidos en el
comedor de la planta baja.
–Que la disfruten –escupió el mesonero vikingo sonriendo con una mueca
desdentada. Había puesto la escudilla de porotos en el centro de la mesa junto con
tres cucharas encontradas en el bolsillo de un remendado delantal atado a su
cintura.
En cuanto vio que empuñaban las cucharas comenzó a hablar contando las
novedades referidas a la boda, la llegada aquel día de la princesa hija de Carlos III y
sus damas de compañía y toda clase de chismes concernientes a los festejos, que
Olaf y Godofredo escuchaban con genuino interés, intercalando rumores y
opiniones.

141
Ya lo había notado Martín en la travesía del día anterior rodeado de nobles
y villanos, y luego aquí, en sus pocas horas en la ciudad de Ruán: los normandos
tenían aspecto severo y feroz pero les encantaba chismorrear como comadres.
Rato después, finalizada la frugal cena, se acomodaban sobre el
desvencijado colchón. El joven hechicero y Godofredo se durmieron casi de
inmediato. Pero Martín tardaba en lograrlo, desvelado por un dolor en todo el cuerpo
fruto de la primera cabalgata de su vida, sufrimiento que el endurecido colchón no
lograba mitigar.
Se distrajo cavilando en todos los últimos acontecimientos que había vivido
y preguntándose a sí mismo qué hacía en la ciudad de Ruán, capital del territorio
normando, invitado a un banquete de bodas en el año 913.
Luego escuchó el ruido, aunque normalmente hubiera resultado
imperceptible. Pero Martín se hallaba dolorido y susceptible a todo. Nuevamente lo
escuchó. Las tablas del piso crujían bajo el peso de un cuerpo que avanzaba
solapadamente.
La oscuridad era impenetrable. Pasaron varios minutos. Un susurro le
advirtió que alguien revisaba sus pertenencias. El corazón se le paralizó del susto.
¡Obviamente había un ladrón en la habitación!
No atinó a gritar, pero fue Olaf el que, presintiendo el peligro, despertó y
exclamó con fuerte voz:
–¿¡Quién anda allí!?
Hubo una corrida en la oscuridad, ruido de algo que caía y pasos
apresurados en la escalera. Olaf intentaba encender el pabilo de la vela mientras
que Martín, reaccionando, descorría la cortina del ventanuco que daba a la calle
para asomarse por él. Todo estaba oscuro afuera y la luz de luna era escasa, pero
aún así logró percibir la sombra que salía del mesón y se alejaba apresuradamente
por la callejuela de piedra.
Martín lanzó una sorda exclamación de sorpresa al verlo.
Pudo reconocerlo fácilmente por el turbante sobre la frente.
Era el forastero.
Y luego entendió a quien le recordaba.
Era Pioterkrébs.

142
Olaf había despertado a Godofredo y los tres controlaban sus pertenencias.
Habían hallado los bultos caídos algunos metros adelante, en el pasillo que
comunicaba con el resto de las habitaciones. Nadie se había asomado a ver qué
sucedía, ni siquiera el posadero. Martín supuso que estaban más que
acostumbrados a las incursiones de los asaltantes nocturnos.
–El ladrón no se ha llevado nada– exclamó Olaf con un gran suspiro de
alivio al revisar sus cosas. Tenía la bolsa con monedas y su poderosa capa de
hechicero.
–No se llevó el oro. ¿Qué podría estar buscando? –Godofredo acomodó el
bulto donde llevaba su ropa del futuro.
Martín no hizo comentarios. Pensó en el Rollo de Barsalnunna, oculto bajo
una manta enrollada a modo de almohada y en la que apoyaba su cabeza al
descubrirse al ladrón. El Rollo todavía seguía allí.
–Era el forastero –atinó a murmurar después.
–¿Quién? ¿De qué hablas?
–El ladrón, era el forastero. Reconocí su turbante.
No les confió que sospechaba quién era. En realidad, ni siquiera estaba
seguro de que fuera Pioterkrébs. ¿Qué estaría haciendo allí, en Normandía, si lo
fuera?
Un grito de Olaf hizo sobresaltar a todos.
–¡Se la llevó! ¡Se la llevó!
–¿Qué? ¿Qué cosa?
–¡La imagen de luz mágica! ¡La tenía en el morral, la dejé aquí luego de
mostrársela al Visionario!
–¡Eh, hagan silencio! –tronó alguien desde alguna habitación cercana.
–¡Deja de gritar! –le respondió otra voz.
–¡Cállate tú, bocón!
–¡Dejen dormir, por Thor!

143
Por unos minutos todo el mesón parecía haber despertado y se gritaban
unos a otros reclamando silencio. Mientras tanto ellos vaciaban sus atados de viaje y
comprobaron que, en efecto, sólo se habían llevado la imagen.
Estaban mudos, desconcertados por esa falta.
–¿Estás seguro de no habérsela dejado al Visionario? –preguntó
lentamente Martín.
–¡Por supuesto! Se la mostramos y luego la guardé aquí, en el morral –
respondió el hechicero.
–Pudo haberse caído... –sugirió Godofredo.
–Imposible, mira que fuertemente lo anudo.
Hubo unos instantes más de silencio.
–Martín, ¿dices que fue el forastero? –murmuró Olaf–. ¿Lo has visto?
Martín asintió.
–Pero, ¿qué hará con la imagen? –quiso saber Godofredo con un ligero
encogimiento de hombros.
Si era Pioterkrébs, pensó Martín con un estremecimiento, y si venía de
Sumer, evidentemente podía realizar viajes por el tiempo. Y si era Pioterkrébs, lo
que había intentado robar en su incursión nocturna no eran las monedas de oro de
Olaf ni la imagen de luz mágica, sino el Rollo de Barsalnunna. Al llevarse la imagen
se aseguraba de que él, Martín, no pudiera regresar a su época, para intentar una
vez más apoderarse del Documento.
Y aquello no debía suceder.
–Godofredo y yo tendremos que viajar sin demora, usando la imagen que
nos de mañana el Visionario –murmuró Martín–. Es posible que el ladrón quiera
volver por el Rollo. Mejor que estemos en mi tiempo sin tardarnos más, con el Rollo
de Barsalnunna a salvo.
–No entiendo tus motivos: ¿porque haya entrado un ladrón debes apresurar
tu partida? –se afligió Olaf–. Seguramente buscaba el oro; al verse sorprendido sólo
corrió, tomando cualquier cosa.
–¡No, yo sé que buscaba el Rollo de Barsalnunna! –insistió con nerviosismo
Martín–. Ahora debemos estar muy alertas, pues no podemos permitir que se lo
lleve. El ladrón debe estar confiado creyendo que se ha llevado la única imagen que

144
teníamos para acercarnos a mi tiempo e intentará atacarnos nuevamente. No debe
saber que el Visionario nos ha preparado otra imagen. Esa será nuestra ventaja.
–Pero, Martín, ¿cómo podría alguien saber que se puede viajar en el
tiempo con...?
–Créeme, Olaf: lo sabe.
Godofredo y Olaf se miraron unos segundos, desconcertados, y luego el
hechicero asintió en silencio, sin insistir.

Despertaron por los ruidos y los extraños olores del desayuno que se
preparaba en el mesón. La mañana había llegado finalmente, y sin contratiempos.
Martín, receloso, había planeado mantenerse despierto toda la noche luego de la
incursión del ladrón pero se había quedado profundamente dormido sin darse cuenta
siquiera. Aferraba el Rollo al despertarse, y seguía aferrándolo todavía cuando
bajaron de la habitación y se despidieron del posadero.
Olaf los condujo hasta la plaza principal en la que se iniciarían los festejos
de la boda y donde ya aguardaba un nutrido grupo de gente. Nada les impedía,
decía, disfrutar de la fiesta hasta que se hiciera la hora de ir a retirar la nueva
imagen de luz mágica. Por lo tanto, se unieron al gentío que aguardaba, impaciente.
–¿Qué esperamos? –preguntó al cabo de media hora Martín, ya que nada
sucedía.
–Gissell vendrá a saludar al pueblo –respondió con entusiasmo el joven
hechicero estirando el cuello para observar el camino–. Luego se han preparado
diversos actos en su honor y quedará armada una romería que durará toda la noche.
–¿Y a qué hora tiene que llegar la princesa?
Olaf lo miró con evidente disgusto.
–¿Cómo se te ocurre pensar que alguien pueda decirle a una princesa a
qué hora debe presentarse? –exclamó–. Ella vendrá cuando lo considere oportuno.
–Si es así, puede que llegue a la tarde –farfulló Martín–, o a la noche... No
nos pasaremos el día aquí, ¿o sí?

145
–Todos esperábamos que se presentara ayer –intervino un desconocido de
pie a su lado–; pero no llegó. Yo aguardé hasta el ocaso. Si hoy no la veo, vendré
mañana.
Martín no respondió aunque masculló por lo bajo palabras incomprensibles
y optó por sentarse sobre el empedrado a esperar.
Casi una hora después un murmullo creciente les anunció que algo estaba
sucediendo algunas cuadras más allá. Todos se irguieron y estiraron sus cuellos.
Martín se incorporó.
–¡Ya llega! ¡Ya llega! –comenzaron a gritar en la plaza.
En efecto, ya se veía el inicio del cortejo. Malabaristas y hombres en
zancos vestidos con ropas multicolores encabezaban la marcha. Los seguían un
grupo de bellas muchachas agitando panderetas y pequeñas campanas de sonido
de plata.
Algunos niños comenzaron a correr a la par de la marcha. La gente
comenzó a aplaudir.
Tras las bailarinas, una veintena de caballeros en relucientes armaduras
despertaron una exclamación de admiración. Montaban en hermosos y briosos
corceles, a los que hacían andar a un paso majestuoso. Los metales de las armas y
los escudos de madera tachonados en hierro brillaban bajo el sol, encandilando a los
espectadores, quienes arreciaron en sus gritos. Los caballeros, impertérritos,
alzaban sus lanzas o sus estandartes. Formaban la guardia de honor de la princesa
Gissell.
Ella venía detrás.
En una carroza blanca tirada por seis caballos de penachos en rojo y azul,
llegaba la muchacha. Muy joven, rubia, observaba con ojos azorados a ese pueblo
que pronto pasaría a ser el suyo y que ya parecía adorarla. La gente la aclamaba
con gritos y los brazos en alto.
De pronto se escuchó una ovación en la punta más lejana de la plaza. La
muchedumbre enardeció. Se subían unos a otros sobre los hombros para ver con
más claridad. Martín se sintió sacudido de un lado al otro.
–¡Es Rollón, nuestro jefe! –aulló alguien cercano.

146
En efecto, el gallardo vikingo se acercaba al trote de su negro corcel y se
abría paso por entre la multitud para acercarse a su prometida.
Giselle le sonrió desde lejos y la gente enloqueció. Las mujeres lloraban
limpiándose las lágrimas con enormes pañuelos.
Martín, estirando el cuello como todos, vio como Rollón detenía su
cabalgadura junto al carruaje de la princesa y entrecruzaba algunas palabras. No
logró ver más; el tumulto lo apretujaba y desistió de contemplar la escena. A su
alrededor los normandos vitoreaban a su héroe.
Y entonces lo descubrió.
Pioterkrébs también lo había visto y Martín palideció. El sumerio avanzaba
dificultosamente dando codazos a diestra y siniestra, y aunque la muchedumbre le
impedía moverse más rápido pronto llegaría hasta ellos. Sus ojos negros resultaban
amenazadores.
–¡Tenemos que irnos! –gritó Martín, sacudiendo a sus desprevenidos
compañeros–. ¡Rápido, muévanse!
–¡Eh! ¿Pero qué sucede? –se extrañó Olaf, acomodando su gorro
puntiagudo que, con la emoción del momento, se le había ladeado.
–¡Es él! ¡El ladrón! ¡Huyamos!
–¿Dónde? ¿Dónde está ese vil cobarde? –se encrespó Godofredo alzando
los puños y girando su cabeza para encararlo–. ¡Le haré pagar cara su osadía!
–¡Ahora no es tiempo de pelear! ¡Intentará apoderarse del Rollo!
–¡Lo veo! ¡Allí viene, es el forastero! –reconoció a los gritos Olaf–. ¡Por
Thor, se acerca con un puñal!
–¡Vamos, por aquí!
Comenzaron a correr en zigzag, obstaculizados por la compacta multitud
que sólo tenía ojos para el idilio entre la Princesa y el Duque. Sin embargo, algunos
se detuvieron a observarlos, intrigados por entender qué les sucedía y por qué
corrían. Imaginando que quizás hubiera algo más interesante yendo para aquel lado,
tres desconocidos se pusieron a correr tras ellos.
Pioterkrébs también corría, acercándose por detrás.
–¡Por aquí! –gritó Martín, descubriendo al final de la plaza una callejuela
desierta.

147
Godofredo, Olaf y los curiosos lo siguieron.
–¿Este camino lleva al estrado? –preguntó sonriente un fornido muchacho
pelirrojo que había acelerado su paso para trotar a su lado.
–¿Qué estrado? –apenas pudo balbucear Martín, jadeando por la corrida.
–Donde la Princesa Giselle y nuestro jefe subirán para saludar al pueblo –
explicó algo sorprendido el vikingo.
–No tengo idea. Yo corro porque me están persiguiendo, ¿y tú?
El normando se detuvo en seco. Godofredo, sin atinar a detenerse, se lo
llevó por delante y ambos rodaron por el duro empedrado.
–¡Uff!
–¡Quítate de encima, bellaco!
–¿¡A quién llamas tú bellaco!? ¡Cerdo!
–¡Quien insulta a nuestro amigo también nos insulta a nosotros! –
intervinieron los otros dos desconocidos deteniéndose para mostrar sus puños.
Olaf y Martín retrocedieron y se acercaron prontamente a Godofredo, lo
ayudaron a incorporarse y por unos segundos se quedaron los seis quietos,
jadeando y contemplándose agresivamente.
Llegó entonces desde la plaza una ovación y los vikingos instintivamente
miraron hacia allí, expectantes.
Sólo Martín, observando el camino, descubrió a Pioterkrébs a la entrada de
la callejuela y alertó a sus amigos.
–¡Corran!
E inició nuevamente la huída desenfrenada.
–¿Y ahora por qué corremos? –le preguntó al cabo de unos segundos el
rojo vikingo desconocido, alcanzándolo al trote.
Martín casi tropieza con sus propios pies por el desconcierto.
–¿Es que no tienes otra cosa mejor que hacer? –le preguntó, doblando por
otra callejuela.
–Pensé que tú sabrías de un buen lugar para ver mejor a...
–Sí, sí, ya sé –Martín saltó los baches que minaban aquel camino–. Mira, si
retrocedes y doblas por la otra calle encontrarás un excelente lugar de observación –
le señaló.

148
–¡Gracias, por Odín! ¡Eh, amigos, vayamos por allá!
–Y si encuentran a otro corriendo hacia aquí, uno de turbante, es un amigo;
deténganlo y llévenlo con ustedes, si me haces ese favor. Él también quería estar
cerca de la Princesa –agregó con rapidez Martín.
–¡Claro que sí, por mi honor que lo haré!
Los tres desconocidos se alejaron al trote.
Martín, Olaf y Godofredo corrieron algunas cuadras más y se detuvieron
después en un callejón oscuro y maloliente. Al cabo de varios minutos, sonrieron.
–Ya no nos sigue –exclamó el hechicero asomando prudentemente la
cabeza.
Decidieron regresar a la posada hasta que se hiciera la hora de pasar por
lo del Visionario a retirar la imagen. Cuanto antes pudieran irse de allí, opinaba
Martín, mejor.
Finalmente se hizo la hora. Con la nueva imagen ya en su poder y el Rollo
de Barsalnunna a salvo, Martín se sintió más tranquilo. Sólo faltaba un buen lugar
donde cambiarse de ropa y desaparecer, sin que nadie lo notara.
–Regresemos a aquel callejón hediondo –sugirió Olaf–. Es el sitio más
oculto que hemos encontrado.
Hacia allí se fueron, entonces. Martín y Godofredo se colocaron sus ropas
de siglo XXI y se dispusieron para el viaje.
–En cuanto nos hayamos ido –indicó seriamente Martín a Olaf–, destruye la
imagen, para que Pioterkrébs no pueda utilizarla. No sea que viaje tras nosotros.
–No te preocupes, Martín el Guardián –exclamó el hechicero–. La romperé
y tragaré sus pedazos, de ser necesario.
–Bueno, no te pido tanto –murmuró Martín–. Sólo prométeme que la
destruirás. Ven, Godofredo, quédate a mi lado.
El joven vikingo, sin embargo, dio un salto alejándose cuando Martín
extrajo el Rollo y le aconsejó que permaneciera quieto. Godofredo había palidecido.
–No, creo que no voy.
–¿Qué dices? –Martín lo miró, perplejo.
–No voy –continuó con tono tembloroso Godofredo–. No confío en esa cosa
–y señaló el Rollo que portaba Martín en sus manos.

149
–¡Cómo puedes decir eso! ¡Eres un Guardián! ¡Se supone que debes
confiarle hasta tu vida! –se indignó Martín.
–Lo que tú digas, pero no quiero viajar. ¿Y si me quedo encerrado para
siempre en ese papel? –sugirió Godofredo con un estremecimiento.
–Si eso sucediera, cosa que no va a pasar, nos quedaríamos atrapados
juntos –trató de consolarlo Martín, sin saber muy bien lo que decía–. Además,
tenemos que viajar quieras o no –agregó sin más argumentos–, y lo haremos en
este preciso instante. ¡Ven para aquí!
–¡No, no! ¡Socorro! –se sacudía Godofredo, presa del pánico, mientras
Martín y Olaf trataban de retenerlo.
–¡Quédate quieto!
–¡No quiero! ¡No quiero!
–¡Pero si te digo que no pasa nada! ¡Olaf, dame la imagen...!
Olaf intentaba registrar su morral con una mano mientras que con la otra
sujetaba a Godofredo, que se sacudía frenéticamente.
Sin embargo, Martín y el hechicero lo soltaron con brusquedad cuando ya
casi lo tenían dominado y el muchacho vikingo cayó pesadamente sobre el
empedrado de la calle. Godofredo soltó una exclamación y dirigió una mirada dolida
al rostro de sus compañeros; pero ellos no lo contemplaban a él.
En la entrada del sucio callejón se recortaba la silueta inconfundible del
joven sumerio.

Pioterkrébs les habló con tono desafiante sin dejar de mirar fijamente a
Martín.
–No tienes escapatoria. Dame lo que me pertenece.
–No tengo nada tuyo –replico rápidamente Martín observándolo a su vez
con el ceño fruncido–. ¿Cómo llegaste hasta aquí?
–Igual que tú –se sonrió socarronamente Pioterkrébs–. Vengo por lo que es
mío. Entrégame ese Rollo. Gabur ha muerto. Yo soy su sucesor.
Martín se estremeció de pesar al escuchar el nombre de su amigo, pero se
recompuso para responder:

150
–No eres su sucesor, jamás te hubiera nombrado. Y tú lo sabes muy bien. –
Alzó el Rollo para ser más enfático–. Yo soy el Guardián del Rollo de Barsalnunna,
no tú.
–Te lo quitaré. Ahora no tienes hacia dónde ir.
–Lamento informarte que estoy por irme a casa –se burló el muchacho.
–No sin esto –Pioterkrébs le mostró victorioso la imagen de luz mágica
sustraída por la noche. Luego sacó una daga que escondía entre sus ropas–. Me
temo que en tu casa tendrán que esperarte un poco más –se burló a su vez; y
haciendo una mueca amenazadora se fue acercando lentamente.
–Oh, pero que cosa –exclamó con falso asombro Martín observando algo
que Olaf había deslizado en su mano–. Mira –le dijo luego–, tengo una imagen
nuevita, lista para ser usada. Es como la tuya, ves –le mostró claramente– pero me
llevará más cerca de mi tiempo. Me parece que sí, me voy a casa.
Pioterkrébs se detuvo un segundo, sorprendido. Luego lanzó un grito
furioso y se abalanzó hacia ellos.
–¡Nos vamos! –gritó entonces Martín. Tomó a Godofredo del brazo y luego
tocó la imagen con el Rollo de Barsalnunna.
La desaparición de los dos muchachos produjo un destello de luz.
Pioterkrébs se detuvo en seco pero no tardó en murmurar unas palabras
sosteniendo en alto la imagen que tenía en su poder.
Otro destello de luz señaló que él también había desaparecido.
El aprendiz de hechicero Olaf quedó solo, mudo, boquiabierto y pasmado,
en el oscuro callejón de Ruán, con las dos imágenes de luz mágica caídas a pocos
pasos de él.

151
8

Una calle angosta, arbolada y empedrada se extendía por delante, girando


en recodos tanto en un extremo como en el otro, impidiendo ver más allá. Martín y
Godofredo se hallaban al amparo de un gran portón. No parecía haber nadie más
por allí.
Godofredo, que había aparecido con la boca abierta en un mudo grito,
finalmente sonrió aliviado y se puso de pie.
–¿Llegamos?
Martín asintió.
–Hay que ver ahora a dónde llegamos –agregó.
Se pusieron en camino. Godofredo contempló el escaso paisaje que se
presentaba ante sus ojos, advirtiendo que eran pocos los cambios con respecto a las
ciudades que conocía. La calle era de piedra; los árboles, umbrosos y altos; las
veredas, pequeñas; las casas, bajas. Godofredo supuso que la puerta junto a la que
ellos se encontraban correspondía a la casa del jefe, pues era más grande que las
otras. O quizás fuera la entrada al hogar del hechicero del lugar. Ya le diría a Martín
que hechiceros había en todas partes.
–Es pequeña tu villa, ¿no es cierto? –exclamó Godofredo caminando
alegremente a su lado–. Lo sé porque ni siquiera tienen corrales para los caballos y
el ganado... ¡Ni una gallina se ve por aquí! Je, je...
Martín no le respondió. Fruncía el ceño algo preocupado. Realmente no
parecía ser ésa una ciudad moderna. Sin gente, sin ruido, sin autos. ¿A dónde
habrían llegado?
De pronto, mientras avanzaba rápidamente, su corazón se aligeró.
–¿Qué es ese sonido? –Godofredo disminuyó el paso y prestó atención
para escuchar–. ¿Es el mar? Ruge fuerte como el mar, pero... suena muy extraño...

152
Martín, en su apresuramiento, se le había adelantado y girando por la
esquina del pasaje lanzó una exclamación de triunfo.
El cambio de semáforo había permitido el avance estrepitoso de algunos
autos, motos y colectivos. Postes de luz y de teléfono bordeaban las veredas
elevándose hacia los cielos; los altos edificios de departamentos se multiplicaban
por doquier.
–¡Estoy en mi siglo! –se dijo en voz alta, feliz.
Pero un aterrorizado grito a su espalda lo sobresaltó.
–¡Aaahhh! ¡El cielo se ha desplomado sobre nosotros y retumba a nuestro
alrededor! –vociferaba Godofredo tapándose los oídos–. ¡Thor ha descargado su
furia y Odín lanza su aullido de guerra! ¡Que los dioses nos protejan! ¡Los demonios
vienen por nosotros en carros veloces como el viento! –agregó el vikingo, señalando
con un dedo frenético los automóviles–. ¡Huyamos! –le espetó a Martín, aferrándolo
fuertemente del brazo.
–Oh, cállate –suplicó Martín, desasiéndose.
–¡Las casas llegan hasta el abismo! ¡Ah, si miro tanto para arriba me
mareo! ¡Socorro, un esqueleto metálico en ese árbol! –volvió a señalar Godofredo
con un temblor.
–Es sólo una bicicleta. Qué bruto eres.
–¿¡Qué me miran!? –Godofredo les gritó a un par de señoras que,
avanzando por la amplia vereda, lo contemplaban boquiabiertas por el escándalo
que provocaba. Se alejaron ofendidas profiriendo murmullos de indignación.
–Tranquilízate, Godofredo –Martín lo sacudió sin misericordia–. No puedes
ir gritando así por la calle; haces demasiado ruido.
–¡Y me lo dices a mí! ¡Si esas armaduras rodantes hacen más ruido que
yo! ¡Si no grito, no puedo escucharme!
–Intenta hablar más bajo y no prestes atención a los autos... a las
armaduras rodantes. Ya te acostumbrarás; llega un momento en que uno ya no los
escucha de tan acostumbrado que está.
–¿¡De dónde sacan caballos tan altos!? –preguntó el vikingo con ojos
cargados de pavor.

153
–¿Caballos? ¿Qué caballos? –se sorprendió Martín mirando para todos
lados.
–¡Los que están bajo esas enormes armaduras! –exclamó Godofredo
extendiendo su mano hacia la calle, donde transitaban algunos autobuses.
–No son caballos, son colectivos –explicó riendo Martín.
–¿¡Y qué clase de animal son los colectivos!? ¡Yo sabía que hubo animales
gigantes en el mundo, antes del reinado de los vikingos, pero no sabía que todavía
los hubiera!
–No grites. No son animales, son máquinas. Transportan gente de un lado
a otro. Luego entraremos a alguno, ya verás... –intentó animarlo Martín.
–¡Yo no entro a las entrañas de ningún animal, por Thor! –se horrorizó
Godofredo deseando poder huir de allí.
–Te dije que no gritaras; y no son animales –se impacientó Martín–.
Quédate callado y quieto. No quiero llamar la atención. Necesito saber dónde
estamos.
Comenzaron a caminar por las calles. La ciudad se veía amplia, tranquila y
limpia. Hacía calor pero innumerables árboles daban sombra y frescura a los
caminantes. Hacia el oeste, lejos de allí, divisaron las cumbres de una cadena
montañosa.
Los negocios estaban cerrados; acababa de pasar la hora del mediodía.
Debían encontrar sin tardanza alguien que pudiera ayudarlos; pero ¿a
quién recurrir?
Un cartel turístico les dio la confirmación de su paradero: se encontraban
en la provincia de Mendoza, en la Argentina, en plena organización de lo que
llamaban la Fiesta de la Vendimia. El año resultó ser 1970. Martín frunció el ceño.
Eso era más de veinte años antes de su tiempo.
–¡Mira, un río! –exclamó Godofredo dándole un fuerte codazo para llamar
su atención. El vikingo, descubriendo que nada peligroso le sucedía, parecía
haberse serenado–. Pero qué extraño río tienen aquí, ¿no te parece? –agregó con
desconcierto–. Sin embargo, tengo algo de sed. Iré a beber un poco.
Sin más se alejó corriendo y se tiró adentro de una acequia.

154
–¡Eh! ¡Espera! –intentó advertirle Martín; pero ya era demasiado tarde. La
cara de Godofredo surgió, empapada y sonriente, a la altura de sus pies.
–¿Tu también quieres agua? –ofreció amablemente Godofredo.
–No, gracias –replicó con repugnancia Martín–. Sal de ahí de inmediato.
¡Mira que eres bruto, meterte en una zanja! Vamos, que tenemos mucho que hacer.
Debemos hallar quien nos ayude.
Pero encontrar ayuda no sería tan fácil pues no sabían dónde buscar.
Caminaron varias horas dando vueltas sin sentido, perdidos y
desconcertados, deteniéndose cada tanto a descansar en las plazas. Godofredo se
sentía mareado. El tráfico continuaba causándole pavor y los trolebuses le
provocaron un ataque de pánico: dedujo que los cables que surcaban el cielo
conformaban una gran telaraña y que los "troles" eran los espeluznantes tejedores
de esa red. Martín lo dejó gritar antes de tranquilizarlo con un "¡Cállate!" imperioso e
impaciente. Buscaba alguna señal que le indicara la presencia de quien pudiera
prestarles ayuda y no quería distraerse. Olaf le había sugerido que recurriera a un
hechicero. ¿Pero cómo serían los hechiceros de fines del siglo XX?
–¿Dónde iremos ahora? –preguntó al rato Godofredo, sentándose en el
cordón de la vereda y estirando sus piernas ingenuamente sobre el asfalto.
–Déjame pensar –Martín se concentró alejándose un par de pasos y
reflexionando en alta voz–. Tendríamos que reconocer a nuestro contacto por su
cubículo...
–¡Imbécil! –atronó la voz al tiempo que se escuchaba un bocinazo y una
brusca frenada. El taxi se detuvo a pocos centímetros de las piernas de Godofredo.
–¡A quién le dices imbécil, ruin villano! –respondió Godofredo, que del susto
se había puesto de pie y ahora encaraba al taxista con indignación.
–... pero, ¿dónde buscarlo? –se decía Martín dando unos pasos sobre la
vereda, totalmente ajeno al escándalo–. Veamos, Gabur y Ku-Baba eran Sumo
Sacerdotes, Olaf era un hechicero... Lo único que tenían en común eran las mesas...
–¡Vete a perder el tiempo a lo de tu abuela! ¡Mocoso vago! ¡Holgazán!
–¡Que Thor te parta la cabeza con un rayo! –Godofredo, rojo de cólera,
buscó en su mente los insultos más ofensivos para gritarle–. ¡Jabalí escuálido!
¡Marinero de agua dulce!

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–... también tenían en común que todos ellos estaban al tanto del Rollo de
Barsalnunna –murmuraba Martín, ensimismado–. ¿Quién conocerá aquí el Rollo de
Barsalnunna?...
–¡'ma sí, andate! –el taxista, luego de recoger a un pasajero, se puso
nuevamente en marcha.
–¡Cobarde! ¡Huyes de mí porque me temes! –Godofredo seguía
vociferando y gesticulando en la calzada. A su espalda un auto le tocó bocina y el
vikingo saltó a la vereda–. ¡Tu villa está llena de peligros! –le chilló a Martín. Pero
éste seguía meditando en lo suyo.
–Quizá debamos ir a una Biblioteca –reflexionaba Martín–. El primer
cubículo que conocí se hallaba en una Biblioteca; quizás esa sea la clave –
finalmente, Martín alzó la mirada hacia su amigo y exclamó con voz urgente–. Ven,
Godofredo, ya sé qué podemos hacer. ¿Pasó algo? Te noto algo alterado...
Se pusieron en camino. En principio, entonces, buscarían una Biblioteca.
Les indicaron un par de direcciones y hacia allí se encaminaron.
A esa hora los negocios comenzaron a abrir y se despertó un movimiento
inusitado. Miles de personas surgieron imprevistamente y colmaron las calles. Los
autos se multiplicaron, atormentando con sus motores y bocinas al vikingo,
desacostumbrado a semejante estrépito.
En la primera Biblioteca no obtuvieron ninguna respuesta satisfactoria. Era
una muy completa biblioteca con grandes adelantos tecnológicos que asombraron
por igual a ambos muchachos. Godofredo no podía imaginarse siquiera de qué se
trataba, pero en el caso de Martín, estaba tan sorprendido que interrogó al
empleado.
–¿Cómo puedes tener una computadora así?
–¿Esto? –el joven empleado golpeó con la mano el aparato en un gesto de
suficiencia–. Nunca habías visto una máquina semejante, ¿no es así?
–No; es decir, ¡en esta época! Aún faltan como diez años para… –pero
Martín se interrumpió al comprender que sería una indiscreción revelar algo del
futuro–. ¿Todos tienen? –preguntó entonces.
–¡Oh, no! Es absolutamente costosa –el empleado sacudió la cabeza con
solemnidad–. Casi nadie tiene un computador. Es más, creo que en esta ciudad

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somos los únicos... Nosotros lo conseguimos por donación de una fundación
internacional que equipa con los más modernos adelantos a ciertas Bibliotecas en
todo el mundo. Nosotros fuimos afortunados.
–¿Una fundación se las regaló? –repitió con incrédula admiración Martín–.
¡Quisiera que esa fundación me regalara una a mí!
–Ja, ja –rió con jactancia el empleado–. Pero es así. La Fundación Krebs
nos donó la máquina y la conexión telefónica. Parece ciencia ficción, ¿no es cierto?
Estamos todas las Bibliotecas conectadas. Miren... –tecleó buscando datos sobre el
Rollo de Barsalnunna–. Ahora esperemos unos minutos. Estoy solicitando
información a todas las bibliotecas del mundo. Cuando una tiene lo que
necesitamos, envía la respuesta. Jamás falla –hablaba con cierto dejo de soberbia,
como si el aparato fuera su orgullo personal–. Encontramos cualquier cosa que los
lectores nos pidan. Jamás falla –repitió.
Pero aunque esperaron por varios minutos, todo fue en vano. Ninguna
biblioteca respondió mencionando el tema.
–Lo siento –les dijo luego de algunos minutos, secamente. Parecía
ofendido–. No hay nada parecido a eso que piden. He rastreado hasta en la central
de la Fundación, que tiene los libros y diarios de más vieja edición. Lo que pidieron
no existe.
Los despidió de mal modo. Martín y Godofredo agradecieron algo
cabizbajos y se encaminaron a la siguiente dirección.
Decidieron descansar unos minutos en una plaza que encontraron a medio
camino. Tenían hambre y sed. Martín bebió del bebedero, enseñándole a Godofredo
a hacer lo mismo. Luego impidió que Godofredo escarbara en los canteros en busca
de raíces comestibles y que se tirara en la fuente a sacar supuestos peces.
Poco después Martín se sentó en un banco cercano a los juegos,
reflexionando, un poco abatido sobre su suerte. Se hallaba agotado de tanto caminar
y a pesar de todos sus esfuerzos, no estaban logrando nada; tampoco se le ocurría
qué podrían llegar a hacer en esa ciudad, sin recursos, en cuanto llegara la noche.
Si no hallaban prontamente a aquel que pudiera ayudarlos se verían en graves
problemas.

157
–No es tan horrible tu villa después de todo, Martín –comentó Godofredo
riendo alegremente mientras se columpiaba en una plaza desierta–. ¡De esto no hay
en la mía! ¡Yuuuujuuu! ¡Mira, mira, llego hasta el cielo! Eh, Martín... ¿Dónde estás?
Fue una desagradable sorpresa que lo obligó a detenerse: su amigo,
incomprensiblemente, no estaba ya a su lado.

Despertó con un violento dolor de cabeza. Le temblaban los brazos y las


piernas y tiritaba de frío. Martín hizo un esfuerzo por levantarse pero un fuerte mareo
se lo impidió. Volvió a recostarse, gimiendo. Alzando un poco la voz, llamó a su
madre reiteradamente.
La señora Aguirre se acercó a la habitación, asomándose desde la puerta
entreabierta.
–¿Qué te sucede, Martín? –chilló–. Debes levantarte para ir al colegio –
pero se interrumpió al verlo y su rostro expresó inmediata preocupación–. ¡Hijo!, ¿te
sientes mal?
Por toda respuesta Martín gimió débilmente y asintió con un leve
movimiento de cabeza. Los labios y las mejillas le ardían y sufría de ardiente sed.
Su madre regresó a los pocos segundos con un termómetro y un vaso de
agua.
–Bebe un poco, tienes los labios resecos –le alcanzó el vaso y lo sostuvo
por los hombros al tiempo que tomaba su temperatura. Martín bebió a pequeños
sorbos. Levantar la cabeza le producía un gran malestar y pronto se dejó caer
nuevamente sobre las almohadas–. ¡Por Dios, tienes cuarenta y cuatro grados de
fiebre! ¡Ya mismo buscaremos al médico! –y la señora Aguirre salió llamando a los
gritos a su marido.
Martín cerró los ojos y se pasó la mano por la frente, que le hervía. Su
madre entraba en ese momento nuevamente, como un torbellino.
–Aquí te traigo un paño frío, querido –se lo colocó sobre la frente y los ojos;
Martín recibió agradecido aquel paño que mitigaba su ardor; y le sonrió a su madre.
–Papi está llamando al médico, hijito –comentó ella con voz suave,
acariciando su cabello–. ¿Te duele algo?

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Martín abrió su boca pero sólo salieron de ella murmullos incoherentes. Le
dolía todo el cuerpo. Estaba muy cansado y se acomodó para dormir.
–¡No! Martín, no te duermas. Trata de mantenerte despierto hasta que
llegue el médico –su madre comenzó a sacudirlo violentamente intentando
despabilarlo.
Fueron veinte minutos de tormento. Él quería dormir y su madre no se lo
permitía; cada sacudida era una punzada de dolor y ni siquiera tenía la posibilidad
de quejarse. Tembloroso, seguía gimiendo mientras el sopor lo atontaba.
Tuvo una vaga noción de la llegada del médico y de que lo revisaba. Lo
obligó a sentarse en la cama, a inclinar la cabeza hacia adelante y atrás, a mover
brazos y piernas; pero él no tenía control sobre tales movimientos. Finalmente el
doctor lo apoyó sobre el lecho.
Escuchaba lejanas las preguntas, las palabras de su madre y los
comentarios de su padre. Por un momento creyó sentir que éste lo llamaba,
inclinado hacia él.
–Martín, Martín –pero no tuvo fuerzas para contestarle.
Su madre le acercó otro vaso de agua y un analgésico.
–Bebe –le ordenó suave pero imperiosamente. Hizo un esfuerzo y tragó la
pastilla con un pequeño sorbo de agua.
Luego lo dejaron tranquilo. Alguien cambió el paño sobre su frente por uno
nuevo. Las voces se alejaron y pudo, por fin, quedarse dormido.

Godofredo saltó de la hamaca y se acercó hacia el banco donde segundos


antes estaba sentado Martín. Aunque lo observara con absoluto detenimiento desde
todos los ángulos la realidad era irrefutable: su amigo no se encontraba en ese
lugar. Tampoco era posible que se hubiera alejado caminando sin que él lo notara.
Obviamente, entonces, había hecho otro acto de hechicería. Pero no debía haber
desaparecido sin advertírselo, pensó Godofredo con resentimiento.
Se sentó a su vez en el banco y lo esperó pacientemente por espacio de
veinte minutos, pensando que pronto regresaría; pero cuando comenzó a dudarlo
pues el tiempo pasaba sin traerle ningún tipo de noticias, el vikingo se preocupó. Se

159
puso de pie y oteó a su alrededor, tratando de imaginar hacia dónde podría haberse
ido su amigo. Cuando retornó su mirada al banco de madera, Martín estaba sentado
allí, mirándolo sin asombro.
–¡Eh!, ¿pretendes matarme de un susto?, ¿cómo te apareces así? –
vociferó Godofredo pegando un espectacular salto al verlo.
–¿Qué te pasa? ¿De qué estás hablando? ¿Acaso la hamaca te ha
mareado? –se mofó Martín.
–Podrías haberme avisado que te irías –le recriminó Godofredo con un
mohín de reproche sentándose a su lado.
–No me fui a ningún lado –respondió Martín.
–Sí, te fuiste –exclamó el vikingo con firmeza.
Martín se quedó contemplándolo en silencio. Su amigo no parecía bromear
y presintió que algo no marchaba bien.
–¿Estás seguro de que... de que yo me fui? –preguntó luego en voz baja.
Godofredo asintió repetidamente sin proferir palabras.
–¿Y cómo es que me fui?
–¿Te burlas de mí?
–¡No! ¡Es que no recuerdo haberme ido! –exclamó Martín.
–Estabas sentado aquí, como estás ahora; y luego... desapareciste;
significa que ya no estabas más ante mi vista –aclaró Godofredo juiciosamente.
–Sé lo que significa desaparecer –gruñó Martín. Permanecieron un instante
en silencio mientras se miraban–. ¿Me viste desaparecer? –continuó preguntando
Martín.
–No. No me di cuenta de cuándo sucedió –respondió Godofredo agitando
su rubia cabeza–. De pronto, ya no estabas.
Transcurrieron unos cuantos minutos cargados de tensión.
–Será mejor que nos apresuremos –Martín se puso de pie con celeridad–;
no sé lo que está pasando pero yo también tengo la extraña sensación de que algo
me sucedió, aunque no sé explicarme qué ha sido... Ven, busquemos alguien que
nos ayude.
Se alejaron de allí casi corriendo.

160
Ubicaron la siguiente Biblioteca a poco de andar e ingresaron a ella
presurosos y anhelantes. Entre sus paredes se apaciguaban los ruidos de la calle y
Godofredo suspiró de alivio. Martín intentó infructuosamente conseguir un libro que
tratara el tema del Rollo de Barsalnunna, pero no pudieron ayudarlo. La desilusión
fue muy grande y su preocupación iba en aumento. Ya no sabía a quién recurrir ni
dónde más buscar, por lo que se quedó momentáneamente aturdido, silencioso
junto al mostrador.
–Si ese libro es de una edición antigua es probable que lo consigas en una
librería de libros viejos –le sugirió la bibliotecaria notando su desconsuelo–. Hay una
muy grande a pocas cuadras de aquí.
–De hecho sí, es una edición muy antigua –respondió el muchacho–.
¿Dónde dice que puedo ir...?
La mujer le anotó una dirección y le alcanzó gentilmente la nota. Martín
tomó maquinalmente el papel agradeciéndole y luego los dos muchachos se
retiraron.
Bajaban la escalera de la entrada cuando Martín involuntariamente y sin
que nada pudiera prevenirlos, desapareció.
Godofredo continuó descendiendo los escalones a pequeños saltos, sin
advertirlo. Cuando se percató de la ausencia de su amigo, retrocedió sobre sus
pasos.

Martín despertó y abrió los párpados hinchados. Habían dejado la puerta


entreabierta y se filtraba un rayo de luz por la rendija. Llegaba un vago rumor de
movimiento y voces desde afuera de su cuarto. No sabía qué hora ni qué día era.
La cabeza le latía dolorosa y fuertemente y el paño sobre ella hervía.
Intentó quitárselo pero le pesaban tanto los brazos que no logró hacer ningún
movimiento.
El sopor lo invadió y todo quedó oscuro nuevamente.

161
Martín resurgió tan inesperadamente como se había evaporado y el vikingo
lanzó una fuerte exclamación al toparse con él. Martín gritó a su vez y cayó sentado
sobre los escalones a causa del impacto.
–¡Por Thor y por Odín! ¡No puedes seguir asustándome de ese modo! –se
quejó Godofredo.
–¡Tú me has asustado a mí! –exclamó Martín a su vez–. ¿Por qué te
abalanzaste hacia mí y me gritaste al oído? ¡Casi me rompes un tímpano!
–Es que te habías ido otra vez... –le explicó el muchacho vikingo con
lentitud–. No quiero quedarme solo en esta ciudad.
Parecía abrumadoramente preocupado por esa posibilidad. Martín quiso
animarlo pero no halló palabras. Él mismo se sentía más intranquilo de lo que
aparentaba.
Caminaron velozmente las pocas cuadras que los separaban de su próximo
destino, deseando en su fuero interno obtener algún exitoso resultado. Martín ya no
prestaba atención a nada más, obsesionado con hallar ayuda, y casi no percibía la
curiosidad con que los observaban. Aunque él hubiera deseado pasar
desapercibido, el joven vikingo, con su ropa estrafalaria, su cabello amarillo y sus
ojos azules cargados de infantil asombro era centro de todas las miradas. Martín le
había pedido encarecidamente que, a no ser que estuvieran totalmente solos, no
hablara, para evitar que sus comentarios causaran extrañeza; además el muchacho
aún no lograba controlar el volumen de su voz en el estrépito del tránsito. Pero aún
manteniéndose en completo silencio Godofredo causaba genuino interés.
El vikingo, por otra parte, había comenzado a disfrutar de su aventura y
mientras Martín no desapareciera, olvidaba todas sus preocupaciones y
contemplaba la ciudad con ojos admirados.
–¡Ooooh! –Godofredo soltó la exclamación al cruzar una esquina atiborrada
de gente. Olvidando su promesa de permanecer callado, comentó a los gritos
señalando–: ¡Mira! ¡Mira, Martín! ¡Una princesa!
–No es princesa, es una reina –corrigió Martín indiferente, continuando su
camino.

162
En efecto, frente a ellos una muchacha vestida con un traje tradicional
cruzado por una banda y luciendo una brillante tiara firmaba autógrafos en la vereda.
Godofredo se detuvo, embelesado.
–¡Mira, Martín! ¡La princesa está regalando algo! ¡Déjame verla! –Martín
intentaba ponerlo en marcha nuevamente, sin conseguirlo, y le pegó un enérgico
tirón a la manga mientras le suplicaba que bajara la voz–. ¡Es tan bonita!
La muchacha, a quien rodeaba una corte de admiradores, escuchó su
comentario y le dedicó una sonrisa encantadora.
Godofredo quedó perdidamente enamorado de ella. Martín tuvo que
arrastrarlo violentamente de allí, tirando de su brazo hasta casi arrancárselo de
cuajo mientras hacía agrios comentarios sobre los vikingos chismosos, a fin de no
dejarlo acercarse a la muchacha.
–¡Me sonrió! ¡Y ni siquiera permitiste que me acercara a ofrecerme como
su vasallo! –recriminó el vikingo, alterado.
–Pero qué desconsiderado que fui –ironizó Martín, alejándose prontamente
y llevando tras de sí a su exaltado amigo–. Te pedí que no hablaras en voz tan
alta... Eso puede ocasionarnos problemas. ¿No te das cuenta de que te miran como
a un chiflado?
Pero Godofredo no le prestaba atención.
–No me habías dicho que había reinas en tu tiempo. ¿Quién es el rey de
este pueblo? –insistía, echando miradas llenas de añoranza hacia la multitud que
ocultaba a su rubia beldad.
–No hay reyes. Ella es reina sólo para un concurso...
–¿Concurso? ¿Qué es eso?
–Es algo así como... como un festival. En cada ciudad eligen una chica que
los representa. Se postulan reinas de todos los departamentos, la gente vota por la
más linda y la chica que gana es coronada reina de la Vendimia.
–¡Ella es la más linda! –suspiró embobado Godofredo–. ¿Qué son
departamentos?
–Son... son tribus –le explicó Martín–. Ella es de la tribu de General Alvear.
–¿Su rey es un general?

163
–No es un rey, es... es el nombre que le pusieron a la tribu donde ella vive
–aclaró Martín. Godofredo asintió como comprendiendo y continuó su marcha en
silencio, sin más incidentes. Cada tanto lanzaba un sonoro suspiro.
Una cuadra más y llegaron a la dirección indicada, sobre la avenida San
Martín. Efectivamente, resultó ser una amplia librería de volúmenes nuevos y
usados, un edificio de techos altos, muy luminoso, donde se mezclaban
confusamente el olor a papel rancio y el de la tinta aún fresca. El salón era enorme,
con estanterías en las paredes y numerosas mesas de ofertas. Un gato blanco y
obeso ronroneaba sobre el mostrador.
La sonriente muchacha que los recibió no pudo ayudarlos cuando le
solicitaron un libro referido al Rollo, pero les aconsejó que hablaran con el dueño del
local; y señaló hacia un señor de lentes que apilaba cuidadosamente libros viejos en
uno de los rincones más alejados del salón.
Esquivando las mesas y a los clientes que relajadamente hojeaban los
volúmenes, se le acercaron.
–Buenas tardes, señor –saludó Martín con cortesía.
–Buenas...
–Quisiera saber si usted me puede ayudar. Busco algún libro que trate
sobre el Rollo de Barsalnunna.
El hombre dejó de apilar sus libros, se bajó los lentes a la punta de la nariz
y los miró fijamente por sobre ellos.
–No existe ningún libro sobre el Rollo de Barsalnunna –respondió luego,
lentamente.
Martín no pudo evitar un gesto de desilusión y sin más, sabiendo que ya
nada podría conseguir allí, se dispuso a alejarse. Hizo un gesto a Godofredo y
ambos se encaminaron esquivando las mesas de libros, hacia la salida.
–¡Esperen! –el hombre se acercó a ellos y habló en voz muy baja y
anhelante–. ¿Qué saben ustedes sobre ese Rollo?
Martín percibió prontamente el interés que manifestaba el dueño del local y
el corazón comenzó a palpitarle en señal de alarma. ¿Qué conocimientos tendría
este desconocido sobre el pergamino? ¿Qué debía responderle? Gabur le había
prevenido sobre personas que no debían enterarse de la existencia del Documento,

164
y menos aún leerlo, pues acarrearían maldad a su sociedad. Pero Godofredo y él
debían hallar ayuda y este señor parecía saber algo. No podía dejar pasar esta
única oportunidad que se le presentaba. Presentía que el hombre de lentes era
honesto pero al principio no se confiaría demasiado; hablaría prudentemente con él
hasta sonsacarle lo que supiera. Y quizás, si tenían suerte, resultaría ser la persona
que debía socorrerlos.
–Algo sabemos sobre él... –comenzó en un susurro, con suspicacia.
–¡Lo tenemos nosotros! –agregó con gran orgullo Godofredo–. ¡Somos los
Guardianes!
Ambos, Martín y el dueño del local, le chistaron al unísono mirando con
sobresalto a su alrededor, le reclamaron imperiosamente hacer silencio y
recriminaron enérgicamente su imprudencia.
–Vengan conmigo –invitó luego el hombre con una sonrisa.
Los guió hasta el mostrador, donde indicó a la muchacha del gato que
estaría ocupado por algún tiempo; luego se encaminó, siempre con los muchachos
detrás, hasta salir del salón por una puerta lateral que daba paso a un depósito tan
lleno de libros como el salón de ventas, pero mucho más desordenado, con cajas
rotuladas apiladas en los rincones y estanterías adosadas a las paredes, repletas de
volúmenes llenos de polvo. Los muchachos siguieron al dueño del local entre el
laberinto de libros, hasta detenerse frente a una puerta blanca enchapada; el
hombre rebuscó en un manojo la llave correspondiente para abrirla. Desde afuera
accionó el interruptor de la luz e iluminó la estancia.
La habitación era espaciosa y blanca, el techo se encontraba a gran altura.
El mobiliario resultó ser peculiar pero familiar.
Cuatro mesas ocupando los rincones, cada una con los objetos adecuados.
Una quinta mesa central.
Martín, finalmente, pudo suspirar aliviado y sonreír tranquilo.

Abrió los ojos cuando su madre le cambió el paño sobre su frente y le dio
algo de beber. La frescura del agua aplacó el ardiente calor que sentía por dentro;
por fuera, tiritaba de frío.

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El paño sobre su frente hervía; pero ¿acaso no acababan de cambiárselo?
¿O lo habría soñado? ¿Había sido su madre la que permaneciera con él algunos
minutos, tomando su mano y acariciando su cabello?
¿Estaba despierto o dormido?

–¿Qué sucede?
Martín los miraba con asombro mientras preguntaba.
Él continuaba en la puerta de la habitación, a punto de entrar. Pero
Godofredo y el señor de lentes estaban sentados ya junto a la mesa del centro.
Charlaban con entusiasmo y Godofredo gesticulaba aparatosamente con sus dos
manos.
–¡Ya regresaste! –exclamó el vikingo, saltando de su silla para recibirlo–.
¿Dónde estabas?
Martín balbuceó algunas incoherencias, pues no sabía qué responder.
–Tu amigo me lo contó todo –comenzó el hombre del cubículo poniéndose
a su vez de pie–. Hola, yo soy García –le tendió solemnemente la mano y Martín la
tomó, algo confundido aún–. Bienvenido, Guardián. –Luego le guiñó un ojo–. Me
parece que tienes algunos problemitas, ¿no es cierto?
Martín asintió y se dejó guiar a la silla reservada para él. Allí volvió a contar
su historia al señor García, quien ya la conocía a través del dramático relato
brindado por Godofredo.
–Sí, es necesario que regreses a tu tiempo –exclamó el señor García
cuando Martín se hubo callado–. Pero temo que tus desapariciones actuales son un
problema mayor que ese.
–¿Por qué lo dice? –preguntó Martín preocupado.
–Porque cuando tú desapareces de una época debes viajar a otra, pero tú
no guardas conciencia del lugar al que vas. Y, además, no lo haces de manera
voluntaria. Algo te arranca de aquí, pero no te lleva a ninguna parte... Y eso es
peligroso...
–¿Peligroso? –Godofredo y Martín repitieron simultáneamente la palabra.

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–Temo que sí. Si sales de este tiempo y no vas hacia ningún otro, podrías
quedar vagando en un no-tiempo indefinidamente. Ahora son quince minutos, pero
podrías estar muchos más... O hasta sería posible que fueras fluctuando de un
tiempo a otro por períodos mínimos, causando un gran terror y caos... Si alguien
más te ve desaparecer y aparecer así como has hecho hace unos minutos, tendrás
muchos problemas...
Permanecieron unos instantes en silencio, reflexionando sobre lo que
deberían hacer.
–Escúchenme –el señor García se puso de pie–. Será mejor que por hoy
descansen. ¿Tienen donde alojarse? Podrán quedarse aquí. Será un honor para mí,
después de todo. ¿Han comido algo? ¿No? Bien, les traeré unas pizzas...
–¡Oh, eso estaría muy bien! ¡Hace siglos que no como pizza! –exclamó
Martín, de repente entusiasmado.
–Te creo. No me imagino a los sumerios o a los vikingos preparando pizzas
–respondió riendo García–. Les traeré una grande.
–¡Espere! –Martín lo detuvo cuando ya se retiraba–. ¿Qué puedo hacer
para no desaparecer?
El señor García se rascó la barbilla.
–No puedes hacer nada para evitarlo... –vaciló–. En realidad, sí: intenta
quedarte dormido.
–¿Dormido?
–Sí, estando dormido el Rollo no actúa sus poderes sobre ti. Yo supongo
que parte del problema es un mal control de tu parte sobre los poderes del Rollo de
Barsalnunna. Si te duermes, tu cuerpo permanecerá aquí y, si es necesario, tu
espíritu viajará a donde debas estar. Pero tú permanecerás en este tiempo y al
despertar regresarás aquí. Godofredo podrá cuidarte mientras duermes.
Este asintió con varios movimientos enfáticos de cabeza.
–Creo que haré eso; realmente estoy agotado. Hemos caminado mucho
toda la tarde buscando ayuda –Martín de pronto sentía todo el peso de su
cansancio, su preocupación y su hambre.
–¡Yo velaré, amigo! –exclamó en un generoso impulso el joven vikingo
palmeándole un brazo–. Nadie te molestará mientras yo esté aquí contigo.

167
–Intenta dormir, entonces –repitió otra vez el señor García–. Tú, Godofredo,
cuídalo.
El señor García se retiró, prometiendo regresar cuanto antes; pero tardó
casi dos horas en volver junto a ellos, acarreando un par de colchonetas y algunas
bebidas y pizzas.
Martín dormía plácidamente sentado en su silla, apoyando la cabeza sobre
los brazos plegados sobre la mesa.
Godofredo roncaba serena y estrepitosamente a su lado.

La fiebre había cedido en algo y Martín pudo cenar un caldo. Aún así, se
hallaba débil y sin ánimos de levantarse.
Tampoco podía fijar la mirada, por lo que cerró los ojos al terminar de
comer. Lo habían dejado solo y, temiendo que el plato resbalara de la cama, lo
sostenía con una febril mano. Ese nimio gesto le impedía dormirse y ocupaba toda
su mente; no tenía fuerzas para pensar en nada más.
Hasta que su madre regresó Martín permaneció despierto. Cuando ella le
hubo retirado el plato, cayó en una profunda e intranquila inconsciencia.

El señor García cerró su local y bajó la persiana. Cuando regresó a la


habitación del depósito los muchachos ya se habían despertado y devoraban con
deleite la pizza. Godofredo la comía extasiado, sosteniendo una porción en cada
mano y sorbiendo el queso derretido.
–¡Esto es casi mejor que los pescados! –farfulló luego de tragar un
generoso bocado.
El señor García se unió a ellos y mientras cenaban la conversación derivó
hacia el tema del Rollo de Barsalnunna.
–Me trajeron el Documento hace uno diez años –contó García,
rememorando–. Fue un anciano; nunca supe su nombre. Hasta ese entonces yo

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vivía como buscando siempre algo pero no sabía bien qué...; como si añorara algo
que en realidad todavía no conocía. Un día llegó aquí un hombre y nos quedamos
charlando por horas. Cuando el local quedó vacío, ya de noche, decidí despedirme
de él para cerrar y fue cuando comenzó a hablarme de una manera extraña, como si
me conociera profundamente...; aún hoy, al recordarlo, se me pone la piel de
gallina... –musitó–. Habló de mi sed de conocimiento, de mis ideales, de mi
búsqueda constante de un sentido en mi vida... Recuerdo que yo estaba anonadado
y se me caían las lágrimas... Nos quedamos hablando en este mismo lugar que por
aquellos días era otro desordenado depósito y al mismo tiempo mi hogar; luego el
anciano me dio a leer el Documento...
Hizo un corto silencio que nadie se atrevió a violar.
–Fue increíble –continuó el señor García con la voz quebrada por la
emoción–. En dos palabras encontré la repuesta a todos mis años de búsqueda. Fue
una revelación, una luz que se filtró en mi interior y alumbró desde entonces cada
acto de mi vida. No sé bien cómo explicarles esa transformación...
–¿Qué fue lo que leyó usted? –preguntó Martín con curiosidad.
–Yo leí sobre el valor de la amistad –interrumpió Godofredo limpiándose las
manos en sus bermudas y tomando otra porción de pizza.
–¡Oh, no! –replicó el señor García negando con un gesto–. Leí sobre la
comprensión y la compasión hacia los demás. Pero más que las palabras, fue el
"sentido" de ellas lo que me transformó.
"No atiné a preguntar nada luego de leer el Documento. El anciano me dijo
que ésa era una hoja del Rollo de Barsalnunna; y luego se fue. Ni siquiera le
pregunté cuál era su nombre pero tengo su rostro, su mirada y sus palabras
presentes cada día de mi vida; y le agradezco en la distancia haberse llegado hasta
mí a traerme la respuesta que yo tanto ansiaba.
Volvieron a quedar en silencio. Martín, ensimismado, compendió
súbitamente que cada Elegido leería en el Rollo sólo aquello que secretamente
ansiaba saber y lo que pudiera llegar a comprender. El Documento no era extenso,
estaba escrito con pocas palabras, pero cada una de ellas escondía las variantes
necesarias para dar respuesta a todas las inquietudes.

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–¿El anciano le dijo que armara una habitación de esta manera? –preguntó
luego, señalando la gran estancia a su alrededor.
–No, no –García denegó con la cabeza–. Lo leí en el Documento –lo miró
extrañado–. Tú, que eres el Guardián, ¿no tienes un cubículo así?
Martín denegó algo avergonzado.
–La verdad –confesó Martín– es que no tengo idea de por qué soy el
Guardián, ni lo que debo hacer...
–Algo he aprendido –reflexionó el señor García–, y es a no cuestionar la
marcha de los acontecimientos. El Rollo les ha sido entregado y ustedes deben
conservarlo. Quizás no le encuentren la lógica a eso, pero ya lo entenderán. Y su
misión como Guardianes se les irá develando paulatinamente.
Martín asintió, deseando internamente que esa revelación sucediera
pronto. Se sentía preocupado y responsable por la posesión de ese Documento.
Realmente no sabía lo que debía hacer.
–¿Alguien que usted conozca leyó el Rollo?
–Mira, no es un tema para ir comentando por ahí... –comenzó el señor
García poniéndose repentinamente serio–. En principio los únicos que sé que han
leído el Documento completo son ustedes dos; aunque una vez...
–¡Yomg no lo leimbrong tomdo! –exclamó Godofredo con la boca llena de
comida.
–¿Qué dice éste? –lo señaló García con el pulgar.
–No tengo idea; continúe –replicó Martín, absorto en su historia.
–Una vez –repitió García, y puso cara de ir recordando–, cuando tenía
veinte años, me fui de mochilero. En uno de tantos pueblos que recorrí me topé con
una mujer muy sabia, descendiente de aztecas. Venía ella en sentido contrario al
mío, desde México buscando el Sur; ahora vive en Neuquén. Charlé mucho con ella;
tenía yo tantas inquietudes... Y ella, con gran serenidad, con convicción y sabiduría,
respondió cada uno de mis planteos. Por último, me dijo que no desesperara, que
algún día se me acercaría alguien trayéndome una hoja con la respuesta que
secretamente buscaba.
"No nombró el Rollo de Barsalnunna pero cuando años después llegó el
anciano hasta mí trayendo ese pergamino y lo leí, recordé sus palabras. Y le mandé

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una nota que decía 'Ya llegó mi hoja con respuestas'. Ella supo inmediatamente de
qué le hablaba ¡y eso que habían pasado más de diez años desde que nos
viéramos!
"Me respondió "La Sabiduría se medita en soledad y silencio". Y así supe
que no debía hablar con nadie, ni siquiera con ella misma, de mi experiencia.
"Nunca más, entonces, volvimos a referirnos a esto. Pero habitualmente
nos ponemos en contacto. Es una buena amiga."
–¿Cree usted que ella pueda ayudarme a mí? –se apresuró a preguntar
Martín.
El señor García lo pensó unos instantes frunciendo el ceño.
–Mira, si lo que quieres es una respuesta a tus dudas, no creo que
debamos llamarla –replicó–; pero puede ser buena idea preguntarle cómo controlar
este poder que aparentemente se ha alterado. Estoy seguro de que ella sabrá
darnos alguna respuesta.
"Pero ustedes descansen ahora que yo me encargaré de eso luego –
exclamó de inmediato poniéndose de pie–. Les he traído en esa bolsa dos mantas y
una linterna. Yo vendré temprano por la mañana, no se preocupen."
El señor García se despidió de los muchachos y los dejó solos
acomodándose en sus colchonetas.
Martín probó el funcionamiento de la linterna y Godofredo se admiró del
rayo de luz que desprendía. Rogó insistentemente hasta que Martín se la cedió y se
puso a encenderla y apagarla con gran entusiasmo.
–No juegues con eso porque vas a gastar las pilas –le reprochó Martín al
ver que no se detenía.
–¿Pilas? ¿Quiénes son las pilas? ¿Son las diosas de la luz? ¿Las tienes
encerradas en este tubo?
–No, no son diosas. Son... esto –Martín le arrebató la linterna de las manos
y retiró las dos del interior–. Sin esto, no funciona, ¿lo ves? Y con esto, sí.
–¡Oh! ¡Pilas! –exclamó Godofredo, recuperando nuevamente la linterna.
–Durmamos –Martín apagó la luz del cubículo con el interruptor de afuera
mientras Godofredo gentilmente iluminaba la estancia. Luego se acomodó en su
colchoneta–. Apaga eso y duérmete... –le ordenó a su amigo. Pero Godofredo

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continuó encendiendo y apagando la luz, admirado–. ¿Es que tu idea es pasarte la
noche entera jugando con esa linterna? –vociferó Martín al cabo de unos minutos–.
¡Godofredo, dame eso! –estalló, y comenzaron a pelear para sujetarla–. ¡Vikingo
trastornado! ¿Te das cuenta? Ya se gastaron las pilas y casi no funciona –le
recriminó Martín–. ¡Duérmete ya!

El señor García los despertó al día siguiente, a media mañana.


–Ya me comuniqué con mi vieja amiga y le rogué que viniera hacia aquí.
Está en camino, pero presumo que tardará un día más en llegar –anunció–.
Propongo que no salgan del cubículo hasta que la veamos; yo les acercaré todo lo
que necesiten.
–¿Por qué no podemos salir? –Godofredo miró a su alrededor con
repentina expresión claustrofóbica.
–Quizás tú puedas salir, pero no tu amigo –respondió García señalando
con un gesto a Martín–. No quisiera que desapareciera delante de extraños. Aunque
no se repitió ningún incidente, ¿no es cierto? De todas maneras, Martín, prefiero que
no salgas de aquí.
–De acuerdo. ¿Pero puedo entonces ir buscando la foto que me lleve a
casa?
–Claro que sí, pero ten cuidado. ¡No toques ninguna con el Rollo, si es que
así viajaron antes!
El señor García se fue a atender su negocio mientras los muchachos
desayunaban. Godofredo, de pie, daba dentelladas rápidas a un resto de pizza.
–¿Realmente vas a salir? –preguntó Martín con gesto contrariado al notar
su apuro; no le agradaba la perspectiva de pasarse el día solo.
–Sí. Lamento que no puedas venir, pero tengo que estar afuera. Lo
entiendes, ¿no es cierto?
Martín lo entendía perfectamente. Los ojos de su amigo reflejaban cuánto
extrañaba la amplitud de su tierra natal, el cielo abierto, el río, los bosques, el
inmenso campo, el ganado…

172
–Ten mucho cuidado allí afuera –le encomendó entonces–. Recuerda que
no sabes mucho sobre esta sociedad.
–No te preocupes, estaré bien.
–No quiero que te metas en problemas –Martín sacudió la cabeza con
inquietud–. No me parece prudente que salgas a caminar por ahí sin mí; puedes
perderte.
–¡Soy un gran cazador! –exclamó ofendido Godofredo–. Nunca podría
perderme; soy capaz de seguir a mi presa una jornada entera sin desfallecer ni errar
el camino de regreso ni aún en el bosque más cerrado o la noche más oscura.
–Pensé que eras un gran guerrero, no un cazador.
–Es igual. Soy un guerrero cazador. De todas maneras, éste tampoco es tu
pueblo y sabes de él tanto como yo. ¡Si jamás has vivido aquí!
–Es cierto. Pero creo entenderlo mejor que tú –replicó Martín–. Yo no les
grito a los buzones pensando que allí viven duendes; ni me asusto con las sirenas
de los patrulleros creyendo que es el llamado de las valquirias; ni pienso que un
hechicero colocó a gente diminuta dentro de una caja de televisor o que la voz que
sale de los teléfonos es un oráculo. Tampoco creo, como tú, que los postes de las
calles sean para los vigías ni me trepo a ellos... Y jamás me robaría la fruta de las
verdulerías, todo porque en tu tierra las frutas las recogen en el bosque porque
crecen sin dueño.
–Esos fueron pequeñísimos errores de un viajero en tierra extraña –se
defendió con gesto ofendido Godofredo. Luego le sonrió, se limpió las manos en la
ropa y se puso de pie–. No te preocupes por mí. Estaré bien.
Godofredo partió algunos minutos más tarde. Luego de una ardua
discusión había prometido a Martín no alejarse mucho de allí, por lo que optó por
quedarse junto a la puerta del local de García, observándolo todo nuevamente con
gran admiración y aturdimiento. A fin de cuentas, no era necesario apartarse más
allá para ver la gente que pasaba, los automóviles y los altos edificios; debía
reconocer que este nuevo paisaje no se asemejaba en nada a su querido bosque
normando y vagar por sus caminos aún le provocaba cierto temor.
Con los ojos agrandados por el asombro observaba el paso de la
muchedumbre. Todos avanzaban rápidamente, en bloque, hacia direcciones

173
opuestas; no podía comprender cómo no se chocaban unos contra otros. En
ninguna ciudad de su tiempo había tanta cantidad de gente.
Un grupo de muchachas se detuvo cerca de él, observándolo risueñas y
susurrándose cosas en apretado corrillo. Godofredo interrumpió sus cabildeos y las
contempló fijamente, con gesto ceñudo. Supo inmediatamente que hablaban de él.
–¿Alguien lo conoce? –preguntaba una.
–¿De qué colegio será?
–Invitémoslo a la fiesta...
–¡Sí! Miren qué lindo es –y todas corearon el comentario con risas
nerviosas.
Godofredo se ofendió y dejó de mirarlas. ¡Lindo, él! Los hombres vikingos
debían ser feos y feroces para causar espanto y temor en sus enemigos, ¡no que los
llamaran lindos!
–Hola, flaco –se acercó el grupo de muchachas y la más osada lo encaró–.
Estamos repartiendo entradas para una fiesta de despedida de las vacaciones,
¿quieres venir?
Godofredo la miró, miró la colorida tarjeta que llevaba en la mano y volvió a
mirarla a ella.
–¿De quién se despiden? –inquirió.
–De las vacaciones.
–No sé quiénes son.
Todas rieron, creyendo que era una gracia.
–Toma, flaco; es este viernes en "Coyote" –y la muchacha le colocó la
tarjeta en la mano.
Godofredo frunció severamente el ceño al oírse llamar “flaco”, pero tomó lo
que se le daba y observó el cartón.
–¿Qué es esto? –preguntó, contemplándolo por ambos lados.
–La entrada al local.
–¿Y cómo hago para entrar a través de esto? –continuó preguntando–. ¿Es
acaso magia? Yo no me meto con esas cosas –declaró agitando la cabeza–;
bastante tengo con mi amigo Martín, que es hechicero...
–Ah, si tienes un amigo, toma otra...

174
Dos muchachos se acercaron bulliciosamente en ese momento y se
unieron al grupo de chicas. Uno llevaba un puñado de tarjetas similares a las de las
muchachas.
–¿Y este chavón quién es? –preguntó el más alto mascando chicle y
contemplando a Godofredo.
–Lo estábamos invitando a la fiesta –respondieron las muchachas.
–¿Vas a la fiesta? Mató, loco... –y el recién llegado le dio una fuerte
palmada en la espalda al vikingo.
Godofredo se alejó un paso de ellos.
–¡Eh! ¿Hay algún loco matando gente por ahí? ¡Yo no voy a ninguna parte!
–exclamó con pavor.
Lo miraron confundidos.
–No voy a entrar por aquí –continuó Godofredo con voz alterada; luego
rompió la entrada y tiró los trozos sobre la vereda–. Es una entradita muy chiquita y
seguro que cuando me meta por ahí voy a quedar encerrado. No soy tonto, ¿saben?
Ya me doy cuenta de que ustedes hacen como Olaf y me quieren atrapar en el
papel. Y luego me va a matar el loco... –concluyó, ufano de haber desbaratado sus
planes a tiempo.
–¿Éste de qué habla? –inquirió el chico alto señalándolo con el pulgar y
frunciendo el ceño con recelo.
–Habrá tomado algo... –sugirió una de las chicas apartándose temerosa.
–.... Y no soy lindo –vociferó aún más enfáticamente Godofredo–. ¡Soy
horrible! ¡Gruaaaj! –y lanzó un estridente grito desfigurando al mismo tiempo su cara
y levantando ambos brazos amenazadoramente hacia las muchachas.
Ellas lanzaron también un grito, pero de profundo espanto, y salieron
corriendo precipitadamente junto con sus dos confundidos compañeros.
Godofredo sonrió orgulloso de sí y continuó su guardia en la puerta del
local.
El señor García llegó hasta su lado presuroso, con gesto preocupado.
–Escuché unos gritos, ¿qué sucedió?
–Oh, una insignificancia. –El vikingo con falsa modestia hizo un pequeño
gesto como para restarle importancia al asunto–. Ahuyenté a unas hechiceras que

175
intentaban encerrarme en papel para que me matara el loco y me insultaron
llamándome "lindo" y "flaco"... ¡Si yo soy corpulento y espantoso! Entonces las
aterroricé. ¡Gruaaaj!
García permaneció varios segundos contemplando estupefacto a
Godofredo que chillaba y gesticulaba. La gente que pasaba los observaba con
extrañeza. García lo tomó del brazo y lo alejó de allí.
–Mira, no entiendo aún qué sucedió pero prefiero que no se repita. Vuelve
con Martín; me preocupa que quede solo tanto tiempo, por si desaparece. Yo iré
dentro de un rato; ¡tú vuelve con él! –y con gesto enérgico lo encaminó hacia el
depósito.
Así concluyó la mañana, dando paso a una larga y tediosa tarde; y si bien
en principio pudieron estar tranquilos, imprevistamente Martín comenzó a
desaparecer por breves períodos, sumiéndolos en un estado de creciente
preocupación.
Los muchachos estaban angustiados. El señor García no regresó al
cubículo hasta el anochecer y durante todo el día Martín no pudo evitar sus
desapariciones.
Una fuerza extraña lo transportaba más allá de su voluntad fuera del
espacio y del tiempo; y de seguir así, el regreso a su época y a su casa se haría
completamente imposible.

La fiebre había arreciado y debilitaba todo su ser. Martín dormitaba y se


despertaba de continuo, entre temblores, sin percatarse de lo que sucedía a su
alrededor.
El calor era intenso y el dolor de los músculos lo atormentaba. No podía
hablar y hasta los más mínimos movimientos eran torpes y faltos de reflejos.
Sentía como un ardor dentro de su mente al que no podía sustraerse, como
una fuerza oscura e inexplicable entorpeciendo su razón.
Había perdido la noción del día y de la noche.
La fiebre lo confinaba sin misericordia en el lecho.

176
9

Rondaba ya la media mañana del sábado cuando García decidió


despertarlos.
–Muchachos, ¡muchachos! Hora de levantarse.
Martín se restregó los ojos. Godofredo se incorporó con brusquedad y
comenzó a tantear hacia los lados ante el desconcierto de los demás. Parecía que,
aún dormido, intentaba cazar peces en algún río de su lejana tierra. Martín lo
sacudió sin compasión hasta despabilarlo y le gritó que abriera los ojos.
Como el día anterior, García les había llevado algo para desayunar.
–¿Qué es esa música que viene de afuera? –preguntó Martín, saboreando
su leche con chocolate.
–Es un desfile, se llama el Carrusel –explicó el señor García– y forma parte
de la fiesta de la Vendimia, una fiesta muy tradicional de los vendimiadores. No
olvides que Mendoza es famosa por sus vinos.
"Hay algunos actos muy pintorescos como parte de la Vendimia: la
Bendición de los Frutos, el Carrusel, la Vía Blanca. Esta noche es la Elección de la
Reina.”
–¡Oh, yo quiero ir a ver eso! –saltó Godofredo, extasiado. No le había
gustado mucho la chocolatada, que no existía en su tiempo, aunque tenía los labios
y la barbilla chorreando el líquido. A cambio había pedido una cerveza tibia pero el
señor García se había negado rotundamente a suministrársela.
–Yo también quisiera ir –suspiró Martín–. ¿No podríamos salir un ratito
ahora? Estoy agotado de no hacer nada...
–Bueno... –vaciló García–; no lo sé. No sé qué podría sucederte allí; sería
terrible que alguien te viera desaparecer... Pero quizás podamos solucionarlo –
agregó, notando la mirada de desilusión del muchacho–. Buscaremos un rincón

177
desde donde puedas observarlo todo y que te resguarde de las miradas indiscretas.
Vengan, vamos a ver qué podemos hacer. Pero no se separen de mí.
Salieron los tres, los dos muchachos rebosantes de alegría.
Las veredas se hallaban colmadas de gente contemplando el paso del
desfile. Cuando ellos abandonaron el local se ubicaron en un rincón apartado, Martín
casi oculto tras sus dos altos compañeros. Desde allí vieron desfilar gauchos a
caballo y regimientos del ejército y luego a las hermosas muchachas vestidas de
blanco que desde sus carruajes saludaban con los brazos en alto y repartían, al
pasar, racimos de uvas, manzanas, sandías o melones. Cuando esto sucedía, la
muchedumbre se abalanzaba, casi rompiendo las vallas de seguridad, con el fin de
apoderarse de algo.
Desde los altoparlantes la música ensordecía, mientras un locutor relataba
con contagioso entusiasmo los pormenores de la fiesta.
Los vehículos donde se trasladaban las muchachas no eran otra cosa que
tractores o acoplados, símbolos del arduo trabajo de la cosecha de la uva. Los
embellecían para la fiesta con adornos alusivos, los cargaban de frutos y luego los
hacían avanzar lentamente por la avenida San Martín.
Martín y Godofredo estiraban sus cuellos para poder observarlo todo. El
vikingo, contagiado finalmente por el público, no dejaba de lanzar piropos a cada
muchacha que pasara, ya fuera en una carroza o no. Martín se reía de él sin
disimulo y García hacía de cuenta que no lo conocía, avergonzado por el escándalo
que Godofredo provocaba.
Una hora después, cuando ya la última carroza hubo pasado, regresaron
todos al local.
Permanecieron el resto del día en el cubículo, Martín intentando enseñarle
un juego de cartas a Godofredo, hasta que García los sorprendió ingresando junto a
otra persona.
–Muchachos, les presento a Anahuac Azuay. O simplemente, Ana.
Ambos contemplaron a Ana Azuay con evidente curiosidad. Su rostro
cobrizo se mostraba curtido por los años, el viento y el sol, surcado de profundas e
innumerables arrugas. Sus ojos eran pequeños, luminosos y risueños. Parecía tener
como cien años.

178
La anciana se inclinó levemente ante ellos con una gentil sonrisa.
–Es un honor conocerlos, ustedes son los Enviados y yo su servidora –
exclamó con respeto.
Martín quedó anonadado frente a ella y no supo qué responder.
–Les he contado que ustedes son los Guardianes... –se apresuró a explicar
García.
–Por favor, no nos trate así– replicó el muchacho rojo de vergüenza–. Le
agradezco que haya venido hasta aquí tan pronto. Necesito su ayuda.
La anciana indígena asintió y buscó una silla para sentarse. García le
acercó una y ella luego contempló a todos con una mirada interrogante.
Martín procedió entonces a relatar nuevamente su historia. No ahorró
detalles a la anciana: desde el momento en que conociera a Gabur, enterándose de
que sería el Guardián del Rollo; hasta el encargo que éste le hiciera de encontrar al
segundo Guardián. Luego sus viajes por el tiempo hasta la llegada a la villa de
Godofredo; su visita al joven hechicero Olaf; el viaje de los dos muchachos a
Mendoza, su encuentro con García y sus extrañas y más frecuentes desapariciones
actuales.
–Dime, hijo, ¿recuerdas algo de tu tiempo? –preguntó la anciana indígena
en cuanto se hubo callado.
–Sí; aunque vagamente en realidad –respondió Martín dubitativo–. Sé que
tengo padres, un hermano, sé que voy al colegio... pero sé todo eso de una manera
extraña, como si le faltara sentimiento... Cómo si sólo tuviera imágenes sin saber en
profundidad lo que siento o lo que me pasa. Pero supongo que mis padres estarán
preocupados por mí... Hace mucho tiempo que me fui...
–No debe preocuparte eso, muchacho. Tus viajes son, para tu tiempo, sólo
un sueño. Tú estás allí con tus padres, ellos pueden verte. Pero tú estás durmiendo.
–¿Durmiendo? ¿Quiere decir que todo esto lo estoy soñando?
Ana movió sus manos para ser más explícita.
–Es real para todos nosotros y aún para ti, ahora y aquí, pero para llegar a
nosotros debes soñar en tu tiempo. Es que –intentó explicarle la anciana–, mientras
no sepas en tu vida real que posees el Rollo, todo lo concerniente a ser su Guardián
se desarrollará en tus sueños. Tampoco son los mismos los lapsos de tiempo aquí

179
que allí –agregó–. Lo que para ti, aquí, es un día, durmiendo quizás resulte ser sólo
unas horas. Lo que allí es una semana, aquí puede ser un instante.
Godofredo y Martín se miraron unos cuantos segundos, estupefactos, sin
atreverse a pedir una mayor aclaración. Martín decidió continuar.
–¿Entonces, cuando desaparezco aquí, es porque me despierto?
–Así es, siempre que realmente estés despertando allí...
–¡Ahora recuerdo que hubo veces en que desaparecí porque me
despertaron! La última vez sucedió frente a unos salvajes vikingos que querían
apresarme. Pero en estas desapariciones actuales no sé qué me pasa. No me estoy
esforzando por desaparecer; no recuerdo nada, no sé a dónde voy. ¿Qué está
sucediendo? ¿Me estoy despertando muy seguido, allí en mi tiempo...?
Anahuac Azuay sacudió su cabeza. Parecía repentinamente preocupada.
–Temo que algo más sucede, muchacho. Presiento una fuerza extraña
acechándote... No es un despertar normal, ni tu sueño es normal...
–Si regreso a casa tocando la foto con el Rollo, ¿no se acabarán esas
desapariciones?
–Me temo que no. Temo que, si intentas regresar a tu vida a través de la
foto sólo lograrás ser espectador de tu propia vida: verás a tu familia, quizás te veas
a ti mismo... pero seguirás durmiendo y todo será sueño. ¿Me comprendes? La
única manera de que regreses a tu tiempo es despertando en tu tiempo; y algo te
está impidiendo despertar.
Permanecieron todos en silencio un largo rato.
–¿Yo también estoy soñando? –preguntó luego Godofredo con tono de voz
medroso. Todo aquella aventura estaba resultando demasiado extraña y ya
comenzaba a inquietarse.
–No, tú sólo has sido transportado en el tiempo, así como Martín se
transporta en los otros órdenes de tiempo que no son su época.
–¿Y qué es esa fuerza que me impide despertar? –interrumpió Martín–.
¿Cuál es esa fuerza que me acecha?
–No sé responderte a eso, muchacho. Sólo sé lo que te he dicho. Esta
fuerza actúa sobre ti, no aquí, en este tiempo, sino en el tuyo, de tal forma que te
retiene aquí. Al no permitirte despertar allí, quedas varado aquí.

180
–¿Por qué, por qué no me dejan despertar? –Martín gritaba al borde de la
consternación.
–No es alguien cercano a ti el que ejerce este poder; no necesariamente.
Aún en la distancia alguien con suficiente poder puede lograr retenerte en un tiempo
determinado. Y sabe que tú no estás preparado para impedirlo.
Nadie hizo ningún comentario, turbados por estas palabras. Ana Azuay
volvió a sacudir su cabeza lentamente, con preocupación; cerró los ojos y murmuró
algunas palabras incomprensibles para sus oyentes. Tomaba entre sus manos una
medalla que colgaba de una gruesa cadena alrededor de su cuello.
–¿Quién más sabe que están aquí? –preguntó luego sorpresivamente,
mirándolos con fijeza.
Todos se miraron.
–Nadie más que nosotros cuatro, ¿no es cierto, muchachos? –respondió
García.
–No hemos hablado con nadie –asintió Martín.
–Pues me temo que alguien más sabe de tu presencia aquí –exclamó Ana–
. Alguien que sabe que tú eres el Guardián... Y no es que sólo quiere impedir que
despiertes: no quiere dejarte partir hasta que llegue... Es alguien que ambiciona el
sagrado Rollo...
Los muchachos palidecieron ante el tono con que hablaba la anciana.
Martín sintió entonces una punzada de sospecha ya que no sería la primera
vez que alguien intentaba apoderarse del Documento. ¿Pero era posible que
nuevamente se tratara de Pioterkrébs? Aquella idea resultaba absurda: nunca
hubiera podido viajar tras ellos tan inmediatamente, a no ser que Olaf no hubiera
cumplido su promesa de destruir la imagen con la que él y Godofredo habían viajado
Salvo que el sumerio atacara a Olaf para apoderarse de ella… Martín se estremeció
de preocupación ante esa posibilidad.
Pero aún siendo así, que Pioterkrébs se encontrara en Mendoza, el joven
sumerio no contaba con los conocimientos a los que se refería la anciana.
Debía tratarse de alguien con mayor experiencia, conocedor de los
misterios del Rollo de Barsalnunna y capaz de manejar un inmenso poder.

181
–Pero, ¿quién puede saberlo? ¿Cómo sabe que estoy aquí? ¿Quién me
busca? ¿Quién más que nosotros sabe del Rollo...? –preguntó Martín confundido y
con creciente angustia.
–Muchos pueden haber leído alguna de las dos hojas del Rollo, Martín,
muchas personas que nosotros no conocemos –intervino García.
–Pero, ¿cómo saben que estamos aquí...?
–Alguna imprudencia pudo haber puesto sobre aviso a quien no debía
saberlo –sugirió Ana Azuay.
–Antes de venir a hablar conmigo, ¿le preguntaron a alguna otra persona si
sabía algo sobre este Documento? –preguntó de pronto García.
–Fuimos a un par de Bibliotecas –respondió Martín–. Y pedimos algún libro
que tratara sobre el tema.
García y Ana Azuay se miraron y asintieron con un gesto grave.
–Es muy probable que la persona de la que hablamos se haya enterado de
esa forma... El Rollo de Barsalnunna sólo es conocido por aquellos que han tenido
contacto con él. Si alguien pregunta sobre este Documento, es porque sabe de su
existencia y pone sobre aviso a otra persona que también lo conozca –exclamó
García.
–No todos los que han leído el Documento han honrado sus enseñanzas –
agregó Ana Azuay con cierto pesar–. El Documento nos da un gran poder y puede
que alguien prefiera utilizarlo para provocar daño... Presiento que alguien se
acerca... alguien de una gran maldad...
Los muchachos miraron inmediatamente por sobre sus hombros,
repentinamente aterrorizados.
–Debemos ser muy cuidadosos –continuó García calándose los lentes con
preocupación–. Permanecerán con Ana mientras buscamos la manera de que
salgan de aquí antes de que quien sea que fuere, se presente.
Durante el resto de la tarde de aquel sábado se aislaron en el cubículo,
celosamente custodiados por Ana Azuay y García. García cerró su local algo más
temprano que de costumbre y permaneció con ellos toda la noche.
El domingo transcurrió largo, monótono y sin incidentes y la mañana del
lunes se presentó igual. Pero como Martín no había vuelto a tener desapariciones

182
sospecharon que quien ejercía fuerza sobre él ya estaba lo suficientemente cerca.
Alarmados, incrementaron sus precauciones. García, desde su local, controlaría el
ingreso de clientes tratando de adivinar en alguno de ellos la presencia que ya
esperaban.
Mientras tanto habían buscado infructuosamente la manera de revertir esa
situación. En lugar de preocuparse por que Martín no desapareciera, intentaron
lograr lo contrario.
Martín había pasado horas concentrándose para despertar en su tiempo,
como aquella vez ante los guerreros vikingos; pero no consiguió nada. La anciana
probó con todos los medios que su vasta experiencia le daba, sin resultados. Le
preparó toda clase de infusiones sedantes que sólo lograron incrementar sus visitas
al baño. Hasta Godofredo hizo su parte, bailando una danza que adujo ser la del
sueño y que, cambiando algunos pasos, quizás lo hiciera despertar en la otra
dimensión.
García no podía desatender su negocio pero se acercaba cada tanto a
llevarles víveres e intercambiar opiniones. Nadie sospechoso había entrado a
curiosear en su local.
El lunes fue transcurriendo sin ningún incidente que pudiera distraerlos. Los
muchachos, a la caída de la tarde, se hallaban de pésimo humor.
Ya llevaban dos días en esa habitación. Godofredo se sentía enfermo de
tanto encierro; comenzaba a añorar las extensas praderas normandas y el límpido
cielo azul, y suspiraba con patetismo a cada rato. A Martín lo embargaba un
agotamiento extraño y se sentía alterado e hiperactivo. La habitación era bastante
amplia pero ahora le parecía demasiado estrecha para todos; él, en su malhumor
revisaba descuidadamente y sin orden alguno los objetos que en ella se
encontraban.
Ana Azuay lo amonestaba suavemente para que tuviera más cuidado.
–¿Tú tienes un cubículo así, Ana? –le preguntó el muchacho curioseando
en la pecera y metiendo la mano dentro para remover el agua.
–Muy parecido, sí.
–¿Lo creaste luego de leer el Rollo?

183
–Sí, Martín. Aunque por las tradiciones de mi pueblo ya tenía conocimiento
del valor de ciertos objetos...
–¿Dé dónde eres tú?
–Mis antepasados provienen de Aztlán.
–Pensé que eras azteca. García lo dijo.
–Aztlán es un país remoto y oculto del que proceden algunas familias del
pueblo azteca –explicó la anciana–. Mi familia partió de Aztlán hacia México; a
través de los tiempos mantuvimos los conocimientos milenarios y tradiciones de
Aztlán.
–¿Y allí tenían cubículos así?
–Muchos cubículos, no. Es difícil de explicártelo. Quizás llegues a verlo por
ti mismo algún día. Digamos que descubrimos el poder o fuerza de ciertos objetos.
–¿Y todas estas cosas tienen poderes? –insistió el muchacho.
–Algo de eso hay.
Godofredo, que como su amigo también se había puesto a jugar con los
objetos, dejó prontamente el globo terráqueo que sacudía en sus manos, temeroso
de un imprevisto acto de magia.
–¿Y qué poder tiene esta pecera? Parece bastante inofensiva –planteó
Martín con incredulidad.
–Ya descubrirás por ti mismo sus poderes –respondió suavemente Ana
Azuay.
–Eso es lo que más aprecio del Documento de Barsalnunna –exclamó una
voz ronca y con acento extranjero a sus espaldas–. ¡Los poderes!
Los tres giraron sobresaltados, rápidamente. El desconocido ocupaba todo
el alto de la puerta y, al ingresar, la habitación pareció achicarse y oscurecerse.
Sus ojos eran negros, muy juntos; el rostro, anguloso y pálido. Su mirada y
el rictus de su boca inspiraban instantáneamente temor. Vestía un oscuro y elegante
traje negro y lucía un fino prendedor en la corbata. Alrededor de su cintura enlazaba
una banda gris.
–¿No me invitan a pasar? –volvió a hablar el desconocido con su acento
extraño y sonriendo con una mueca. Llegó hasta la mesa central y se sentó
indolentemente en una silla.

184
Martín, que no le quitaba los ojos de encima, se turbó y reaccionó con una
casi imperceptible exclamación de ahogo.
–¡Pioterkrébs!
¡No podía creerlo! Era Pioterkrébs, sin duda. Sus ojos seguían siendo
oscuros y penetrantes, sus facciones duras y su gesto sombrío; pero ya no era el
joven de veinte años que Martín había conocido en Kish. Ahora aparentaba otros
veinte años más. Y sin su túnica y su turbante, que ahora usaba a modo de faja, se
hallaba completamente adaptado a los tiempos modernos.
El recién llegado lo contempló con fijeza.
–Tú eres una de las pocas cosas que recuerdo –masculló por lo bajo.
Martín intentaba comprender. El sumerio dejó de observarlo para dirigirse
al resto e inclinó sardónicamente la cabeza.
–Quisiera presentarme, soy Krebs, Pioter Krebs –y como nadie le
respondiera y lo miraban consternados, comenzó a reír burlándose de ellos. Su risa
les puso la piel de gallina a todos.
El señor García entró apresuradamente en ese momento. Había escuchado
la voz extraña cuando se dirigía a ver cómo estaban sus amigos y, presintiendo lo
peor, corrió a ayudarlos. Pioterkrébs, que se hallaba de espaldas a la puerta, cuando
lo sintió entrar con tanto apuro se puso de pie sobresaltado, y sobresaltando a su
vez a los demás.
–Vaya, vaya. Creo que ya estamos todos –comentó con ironía observando
cómo García se acercaba a los muchachos, dispuesto a protegerlos.
–Le ruego que se retire de aquí, es un sector privado –exclamó éste
indicando la puerta con un gesto.
–No vengo a comprarle a usted ningún libro –respondió el otro con
brusquedad. Miró fijamente a los muchachos–. Uno de ellos tiene lo que quiero.
Busco algo que me pertenece, que siempre debió ser mío –terminó mirando con
resentimiento a Martín.
–¡Aquí no hay nada tuyo, Pioterkrébs! –le gritó el muchacho.
–¡Tú sabes que sí! –rugió el sumerio dando unas zancadas hacia él–.
¡Sabes que el Rollo es mío! ¡Debía ser mío!

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–¡Le repito que se vaya o llamaré a la policía! –volvió a intervenir García
adelantándose y tomando decididamente al desconocido por un brazo para sacarlo
de allí.
–¡Oh, apártese! –Krebs le dio un golpe que tiró a García sobre la mesa más
cercana. Las fotos se desparramaron con un susurro de cascada por el piso.
Los muchachos decidieron aprovechar ese momento de distracción para
salir corriendo pero Krebs les cerró el paso y, adivinando su intención, trabó la
puerta y regresó al centro de la estancia.
–Basta de jueguitos tontos y evasivas –susurró entonces el sumerio–.
¡Denme lo que quiero y nadie más saldrá lastimado! No les permitiré marchar de
aquí hasta no obtener lo que he venido a buscar. ¿Para qué perder más tiempo?
Martín forcejeaba sobre el picaporte, en vano. Giró sobre sus pies y se
apoyó en la puerta.
–Muchacho, déjame leer ese Documento –ordenó Krebs, avanzando un
paso hacia él.
–¡No! –exclamó Martín con fuerza–; ¡Tú no eres un Elegido! ¡Jamás serás
digno de leerlo!
–¡Cállate! –rugió Krebs. Pero luego cambió el tono de su voz, haciéndolo
sugestivo, y fijó sus oscuras pupilas en los ojos del muchacho–. ¿Sabes tú utilizar
sus poderes, acaso? ¡Yo podría enseñarte tantas cosas! ¡Todo lo que desees te
será concedido! Dime, ¿qué es lo que más deseas, muchacho?
Martín se mantuvo en silencio.
–¿Deseas amigos? Con sólo pensarlo y usando su poder, el Rollo te
concedería todos los amigos que quisieras. ¿Tienes acaso problemas en la escuela?
¡Un mínimo de este poder te haría el muchacho más inteligente y más envidiado!
Sabrías más que todos tus profesores y podrías vengarte de aquellos que te han
hecho sufrir humillaciones. ¿Qué más deseas?
–No lo escuches, Martín –exclamó García, que se había incorporado
dolorosamente.
–No lo escuches a él, Martín –continuó Krebs sin dejar de mirarlo fijamente
a los ojos–. ¿Quién es él para darte órdenes? ¿Acaso te entiende? ¡Yo sí te
entiendo y entiendo tu alma! ¡Sé lo que deseas más secretamente! Tú deseas que tu

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familia sea diferente, que te presten mayor atención. Te sientes solo e
incomprendido, abandonado por tus padres.
"Nadie te quiere como tú anhelas. Esto es un sueño para ti, pero en tu
realidad no tienes amigos, ni una familia como tú deseas, ni ningún talento. Eres un
chico mediocre y del montón; y tú lo sabes."
Martín se conmovió internamente sintiendo toda la amargura que le
producía su situación.
–Pero el Rollo puede cambiar todo eso. Y yo te enseñaré cómo –continuó
susurrando el recién llegado intentando avanzar hacia él–. ¡Mírame! ¡Mírame, cómo
he cambiado! ¡Tú puedes lograr lo mismo! Yo puedo ayudarte...
Hubo un instante de silencio. Los ojos de Pioterkrébs estaban clavados en
los del muchacho y no se apartaban de allí.
–Un solo rayo del poder del Documento de Barsalnunna logrará todo lo que
tú anhelas –prosiguió Krebs, dando otro pequeño paso y extendiendo su mano–. Yo
te enseñaré.
–¡No! ¡No, Martín, no lo escuches! –gritó García, temeroso del silencio en
que permanecía Martín.
–¡No te lo quitaré! ¡Déjame sólo leerlo! –continuó Pioterkrébs con voz
enérgica, a punto de llegar a tomarlo.
Ana Azuay se colocó entonces entre Martín y el sumerio y aferrando su
medalla comenzó a murmurar una oración. Martín parpadeó. Krebs retrocedió con
repentino temor unos pasos y pareció palidecer aún más pero luego su rostro se
descompuso en una horrenda carcajada.
–¿Y a quién tenemos ahora? Vaya, vaya: esta es la fétida sensación que
experimentaba al acercarme aquí: una indígena, un fracasado y dos muchachos
inservibles. ¿Y ustedes creen merecer los poderes de Barsalnunna? –aulló con
desprecio dando nerviosos pasos por la habitación–. ¡Qué desperdicio! ¿Para qué
los quieres tú, muchacho? –señaló a Martín con un frenético dedo–. ¡Para alguna
tontería de niño! ¡Ese Documento puede darte la fama, la gloria, riquezas como
jamás hayas imaginado! No, nunca lo has imaginado... ¡Qué podrás saber tú de
todas esas cosas...! –vociferó.

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"¡Desde hace años vengo esperando el Documento! Llegué demasiado
antes que tú, es cierto. Sin embargo, no fue una espera en vano: me anticipé a ti,
aprendiendo a controlar las palabras del Rollo. Hoy soy poderoso. Sabía que
aparecerías finalmente en este tiempo y aprendí cómo retenerte en él.
–¡Tú...! –exclamó con un ahogo de rencor Martín, hablando finalmente–.
¡Tú me has estado siguiendo a lo largo del tiempo y me has impedido regresar a mi
época!
Pioterkrébs lo miró con profundo desdén.
–No me has dado mucho trabajo –repuso secamente–. Eres un inútil.
Desde que te vi con el Rollo desapareciendo frente al acadio supe que no servías
para nada. Tomé la misma imagen que dejaste caer, luego de que el guerrero
huyera espantado. Te seguí, por supuesto.
Martín frunció el ceño. No le preguntaría cómo lo había logrado. Recordaba
que Gabur le había enseñado que una de las formas de viajar por el tiempo sin el
Rollo consistía en resolver un complejo enigma matemático; y ciertamente el
Pioterkrébs que había conocido en Sumer resultaba ser experto en esa ciencia.
Obviamente había leído el Documento y estaba en conocimiento de ese enigma y su
solución.
Pioterkrébs continuó con su voz profunda y un dejo de superioridad.
–Buscaba el Rollo. Llegué como tú al museo y luego con esa estúpida
mujer nipona. En Ruán hubiera terminado contigo pero no me dieron oportunidad. Al
no encontrar el Documento le robé a ese hechicero idiota la imagen de tu tiempo
para que no pudieras partir. No imaginé que poseerías otra... Pero no me preocupé,
viajé detrás de ti, o antes de ti, si así lo prefieres. Finalmente llegarías.
"Oh, sí, desde hace años que espero... Pero soy paciente; sabía que tú y el
Rollo venían en camino y me preocupé de enterarme cuando así sucediera. Cada
maldita biblioteca de esta ciudad y del mundo, donde pudiera surgir algún dato o
alguien que preguntara sobre el Rollo, me dirigiría a ti. Tu tiempo es asombroso.
¡Amo la tecnología que me ha facilitado las cosas! He apostado a cada adelanto
científico y tecnológico, en busca de ese Documento... ¡Oh, sí! Porque si tan sólo
leyendo una hoja he conseguido este poder... de ser millonario, un político
convincente, un afamado empresario..., ¡cuánto más puedo lograr si leo el

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Documento completo! ¡Si ya controlo fuerzas que superan lo normal, entérate tú,
inútil muchacho! ¡Ahora me espera el poder absoluto del mundo! ¡Ese Rollo será
mío, siempre debió ser mío! ¡El maestro debía dármelo a mí! ¡Ah, pero jamás me
habló de él, jamás confió en mí! Tuve que encontrarlo yo entre sus pertenencias,
misteriosamente oculto, y leerlo subrepticiamente... ¡Y luego llegaste tú, maldito
muchacho, a robarme lo que iba a ser mío!
"¡Vete, vieja desgraciada! ¡Tus tontas y anticuadas oraciones jamás podrán
contra mí! –y le pegó inesperadamente una brutal bofetada a la anciana, quien cayó
desmayada al suelo perdiendo su medalla bajo los pies de Martín.
–¡Deténgase! –exclamó indignado el señor García yendo en auxilio de la
anciana. Pero Pioterkrébs lo alejó con un violento golpe que lo dejó aturdido.
–¡Deja de golpear a mis amigos! –gritó Martín recogiendo la medalla de
Ana Azuay. Luego extrajo el Rollo del bolsillo de sus bermudas sin dejar de observar
fijamente a su oponente. Los ojos de Krebs brillaron de codicia al contemplar el
Documento–. ¿Quieres esto? –Martín lo lanzó de una mano a la otra con gesto
desafiante–. ¡Ven y quítamelo!
Krebs lanzó una risotada demoníaca y se encaminó hacia él. Cuando
estaba a punto de tomarlo, el muchacho se lo tiró a Godofredo que esperaba del otro
lado de la habitación. La medalla de Ana, que Martín había recogido, le daba peso al
Rollo para que no cayera al suelo.
–¡Atrápalo, Godofredo!
Krebs gruñó de rabia y giró sobre sí. Martín le propinó un fuerte puntapié en
la pantorrilla y se alejó rápidamente de él.
–¡Dame eso, muchacho! –gritó enfurecido Krebs, acercándose cojeando a
Godofredo. Luego endulzó la voz–. Tú pareces más inteligente que tu amigo; contigo
sí podré compartir los poderes... ¿Qué es lo que deseas? ¿Tu tío es...?
–¡Conviértete en rata! –respondió el joven vikingo apuntando con el Rollo
hacia Krebs.
–¡¡No!! –Krebs pareció aterrorizado y se detuvo bruscamente por unos
instantes. Cuando comprobó que nada le había sucedido volvió a reír
maliciosamente–. ¡Tú no tienes el don de despertar sus poderes!

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–¡No funciona! –gritó Godofredo agitando desesperadamente el Rollo–. ¡Se
acabaron las pilas!
–¡Pásamelo! –le respondió Martín.
Godofredo lo hizo, pero con tan mala puntería que el Rollo, con su pesada
medalla, cayó sobre García, que se recuperaba de su desvanecimiento. El pobre
hombre, atontado, tomó el Rollo y lo miró, sin comprender bien qué estaba
sucediendo. Krebs, de un manotazo, se lo arrancó de las manos y cuando García
intentó impedirlo, lo dejó nuevamente inconsciente en un rincón.
–¡Déjalo, desgraciado! –le gritó Martín con ira, al ver caer al librero.
–¡Sí! ¡Ya es mío! –lanzó Pioterkrébs su grito de triunfo.
Godofredo no lo dudó. Tomó la ligera mesilla del globo terráqueo y se la
estrelló en la cabeza.
Krebs pegó un fuerte aullido, cayendo pesadamente al suelo. Su mano
soltó el Documento. Martín y Godofredo, corriendo simultáneamente, lo tomaron con
rapidez. El sumerio tardó varios segundos en reponerse pero cuando lo hizo y
comenzó a erguirse los muchachos ahogaron un grito de terror. Pioterkrébs parecía
más alto y su rostro se había deformado. Sus ojos tenían las pupilas dilatadas, por lo
que se veían más negros y perversos que en un principio. Un hilo de sangre caía
sobre su mejilla, dándole un aspecto siniestro.
Alzó su mano. Hubo un segundo expectante en el que ninguno de los
presentes comprendió bien que sucedería pero luego un halo de energía salió
misteriosamente de él e impulsó las mesas con violencia fuera de su camino.
Martín palideció y acabó de comprender con espanto a qué se enfrentaba.
Pioterkrébs había viajado en el tiempo y lo había esperado, pasando los
últimos veinte años aprendido a controlar los poderes que otorgaban las palabras del
Rollo. Aquellos poderes eran asombrosos y, en sus manos, resultaban aterradores.
Supo Martín que no tendría escapatoria posible si es que debía enfrentarse a él en
los mismos términos, pues no sólo no había contado con el tiempo suficiente para
preparase sino que ni siquiera lograba entender las palabras del Rollo que pudieran
conferirle alguna clase de poder.
Tragó saliva, temblando. Obviamente, estaba en problemas.

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Pioterkrébs se dirigió hacia los muchachos, que comenzaron a retroceder a
medida que él avanzaba.
El sumerio se asemejaba a un demonio. Godofredo sintió sus piernas
vacilar y comenzó a temblar notoriamente. Su amigo le susurró al oído que le dejara
el Rollo pero Godofredo no conseguía reaccionar. Martín comenzó a forcejear para
quitárselo pero era un intento infructuoso; Godofredo se aferraba al Documento con
todas sus fuerzas.
Pioterkrébs resultaba más grande y oscuro a medida que se les acercaba.
Un hálito que desprendía a cada paso helaba la sangre y provocaba pavor.
–¡Godofredo, suéltalo! –instó Martín pegando un fuerte tirón. El Rollo
terminó en sus manos y Godofredo trastabilló. Krebs lanzó al vikingo lejos, tal como
hiciera con las mesas, sin tocarlo, sin mirarlo siquiera, sin apartar los ojos de Martín.
Sólo quedaba Martín en pie. El muchacho abrazaba el Documento sobre su
pecho y se apoyaba contra una pared. No tenía escapatoria.
–Entrégamelo –murmuró Pioterkrébs.
–Jamás –replicó Martín tragando saliva. Luego concluyó con voz más
firme–. Antes prefiero destruirlo.
El rostro de Pioterkrébs se descompuso aún más y el sumerio se detuvo un
segundo, vacilando ante esa afirmación. Pero luego murmuró:
–No te atreverías…
Sin embargo, ese segundo de duda sirvió para que Godofredo, poniéndose
dificultosamente de pie, embistiera contra Krebs; pero éste lo aventajaba en
fortaleza y, resistiendo el golpe, lo lanzó furiosamente por los aires lanzando un
sordo gruñido de ira y fastidio. Godofredo aulló de terror mientras agitaba brazos y
piernas, cayendo desde las alturas del techo hacia el suelo.
Martín levantó el Rollo instintivamente, sin pensar en lo que hacía.
–¡Godofredo! –gritó compungido, temiendo que su amigo resultara
seriamente lastimado.
Entonces ocurrió lo inexplicable. Una extraña fuerza emergió de él con
intensidad, casi quemándole el brazo que sostenía el Documento.
A punto de soltarlo por el ardor y la sorpresa, supo entonces que estaba
entrando en contacto con los poderes que le confería el Rollo. Godofredo había

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detenido su caída y permanecía suspendido en el aire. Se miraron una milésima de
segundo, boquiabiertos, mas luego Martín volvió a contemplar a su enemigo con un
rictus de victoria. Si había especulado en que le sería fácil apoderarse del Rollo, le
demostraría que estaba muy equivocado.
Porque a estos extraños y maravillosos poderes se refería y controlaba el
malvado Pioterkrébs; pero ahora él ya sabía de qué se trataba.
Martín consiguió bajar a su amigo hasta depositarlo con suavidad y a salvo.
Godofredo abría los ojos desmesuradamente, demasiado atónito como para gritar.
Luego Martín apuntó el Rollo hacia Krebs y lo mantuvo firme mientras lo
miraba con fijeza.
–¿Usarás eso contra mí? –se burló con voz ronca Pioterkrébs–. ¿De qué
modo? No sabes lo que tienes que hacer.
–Vete de aquí y no regreses –respondió Martín con firmeza, sin dejar de
apuntarle.
–No podrás usarlo –continuó el sumerio con un gesto macabro, dando un
paso hacia él–. Eres tan débil...
–¡Vete, Martín! –gritó entonces Godofredo–. ¡Corre, Martín, sal de aquí!
Ciertamente que la puerta estaba muy cerca y sabiendo ahora todo lo que
podría lograr del Rollo hubiera sido fácil abrirla sin problemas y escapar... pero
Martín no dejaría a sus amigos a merced de la venganza del sumerio. Además
Pioterkrébs no tardaría en perseguirlo hasta acorralarlo y finalmente arrebatarle el
Documento. No, la solución era otra: debía definitivamente librarse de Pioterkrébs.
Y no podía.
Pioterkrébs, desencajado y furioso, había logrado aferrar del cuello a
Godofredo, que lanzaba estertores ahogados.
–Te callarás finalmente… ¡Y tú, déjame leer ese documento o tu amigo
morirá!
–¡Godofredo, cuidado! ¡Déjalo, maldito...! ¡¡Déjalo!!
¡Lo había logrado! Un rayo salió del Rollo y dio de lleno quemando el brazo
de Krebs, quien aulló de dolor y soltó al vikingo dejándolo desvanecido en medio de
la estancia.
Luego, con creciente furia, se dirigió hacia Martín.

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–Me has enfurecido, muchacho. ¡Dame lo que me corresponde, que luego
tú y tus amigos tendrán su merecido!
Martín palideció. ¿Es que acaso estaba todo perdido?
–Tendrás que eliminarme primero a mí –exclamó con voz algo temblorosa,
abrazado al Rollo.
–¿Me crees tonto? ¿No te figuras por qué aún no lo he intentado? –se burló
malévolamente Pioterkrébs–. No correré el riesgo de dañar el Documento –susurró
Pioterkrébs con malicia–. Te lo quitaré y luego, sí, seguramente te elimine…
–No lastimes a mis amigos y... y yo te dejaré leer el Rollo...
–De acuerdo –silabeó Pioterkrébs avanzando hacia él, esquivando los
objetos caído, pisando el agua que se había volcado de la pecera y las fotos
desparramadas. Sin advertirlo siquiera, una imagen se adhirió a la suela de su
zapato.
–Prométeme que los dejarás marchar, sin hacerles más daño –agregó
Martín, que no había perdido detalle de lo sucedido.
–Sólo leeré el Documento, y me marcharé –respondió siniestramente
Pioterkrébs, extendiendo una mano que de la crispación ya parecía una garra.
Martín alzó entonces el Rollo hacia Krebs…
Y exclamó con voz triunfante:
–¡Vete hacia allá!
Pioterkrébs pareció contemplarlo con sus ojos ciegos sin entender y luego
pegó un feroz rugido.
Pero aun habiendo dado un salto para esquivar el golpe de poder, éste lo
alcanzó de lleno atraído por la foto adherida a la suela de su zapato.
Se desvaneció en el aire en un abrir y cerrar de ojos, con un resplandor de
luz que iluminó la estancia por un breve instante.
Martín se quedó mirando el espacio vacío frente a él.
Luego soltó el aire y se dejó caer en el suelo, la mano sujetando
blandamente el Rollo. Todo el cuerpo le dolía por la tensión.
Dispersos por la estancia contempló los cuerpos caídos de García, Ana y
Godofredo y se arrastró hacia ellos para reanimarlos. Los tres lo contemplaron

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expectantes. Intentó tranquilizarlos pero de momento no podía hablar. Sin embargo
resultaba evidente: Pioterkrébs ya no estaba allí.
Martín se sentó contra la pared y apoyó el rostro sobre las rodillas. La
sombría figura de su enemigo se había desvanecido de su retina prontamente.
Pero el grito que implicaba furia y venganza perduró en sus oídos un
tiempo más.

Martín abrió los ojos. Su habitación se hallaba tenuemente iluminada por la


luz que procedía del pasillo a través de la puerta entreabierta. No percibió sonidos
de afuera y miró la hora. Medianoche en punto. No supo definir qué día era pero
vagamente recordaba que había estado enfermo largo tiempo. Ahora se sentía
recuperado. Bebió anhelante del agua que habían dejado junto a su cama y luego se
acomodó para seguir durmiendo.
Sonreía. Algo en su fuero interno le decía que a partir de ahora todo estaría
bien.

Por un largo instante nadie habló.


Martín seguía acuclillado contra la pared, apoyando la frente sobre las
rodillas. Luego estiró su brazo hacia la foto que sin diferenciarse de tantas otras
permanecía en el suelo; y la recogió.
–Se ha ido. –Fue más una pregunta que un comentario.
García asintió y Anahuac Azuay repitió afirmativamente.
–Se ha ido.
Se acercaron esquivando los destrozos de la habitación y contemplaron la
imagen que Martín llevaba en su mano.
Era un castillo de piedra gris, un edificio cuadrado con cuatro torres,
rodeado por un parque y un foso. No era fácil determinar a qué tiempo o a qué
pueblo pertenecía. La campiña se extendía abierta y placentera, luminosa y con los
inconfundibles colores del otoño.

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–Él se ha ido aquí –murmuró Martín. Imprevistamente se sintió intranquilo:
había mandado a Pioterkrébs a esa tierra bella y pacífica–. ¿Qué hará el sumerio
allí? –murmuró–. ¿Provocará maldades?
–Lo más probable es que no desee permanecer allí –respondió Ana
Azuay–. Pero le llevará algún tiempo regresar y para ese entonces tú ya te habrás
ido de esta época –concluyó–. Como no sabe realmente cuál es tu tiempo, no podrá
seguirte; y el Rollo estará a salvo, que es lo importante.
–Y yo sospecho que no podrá hacer mucho daño sin los adelantos de esta
época –agregó García–. Ya lo escuchamos a él mismo, confesando que se apoya en
la tecnología actual para conseguir sus fines. Hasta es probable que no recuerde
mucho de su tiempo ni de éste, así como te ha sucedido a ti, Martín, al viajar.
Olvídate ya de él, muchacho –García lo palmeó afectuosamente en un hombro–. Tus
problemas se han terminado.
–Tendrás tiempo de aprender todo lo concerniente al Rollo –continuó Ana
Azuay–; y si más adelante él u otro intenta apoderarse del Documento, tú ya sabrás
qué hacer.
–¿Yo? ¿Yo solo? –protestó Martín–. No soy el único Guardián, ¿y
Godofredo, qué?
–Me temo que Godofredo no sea el Segundo Guardián –respondió Ana
sonriendo al vikingo.
–¿Por qué no? –preguntaron ambos muchachos simultáneamente.
–Porque, Godofredo, tú no tienes poderes –replicó la india–. Pioterkrébs no
se equivocó al afirmar que tú no tienes el don de despertar los poderes del Rollo de
Barsalnunna.
–Pero pude leer lo que está allí escrito...; e hice aparecer el plato de
comida con esa cosa blanca y pegajosa... –balbuceó el vikingo
–Me temo que todo fue motivo de confusión, pero tú en realidad no hiciste
aparecer ese plato de puré: fue el deseo de Martín el que logró tal hazaña. Y el
hecho de haber leído las palabras del Rollo no te convierte en Guardián; sí en un
Elegido... No te apenes –continuó al notar el rostro desconsolado del muchacho–.
Serás un heroico guerrero y un líder para tu pueblo.
–¿Debo regresar a Normandía, entonces?

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–Sí.
Hubo otro largo instante de silencio. Martín supo que extrañaría a su amigo.
Poco más tarde comenzaron a ordenar el deshecho cubículo: levantaron
los objetos caídos, acomodaron las mesas, recogieron las fotos. Luego García,
quien parecía tener un brazo fracturado tal era el dolor que sentía, optó por retirarse.
Más tarde regresaría con su brazo enyesado. Ana encontró su medalla y volvió a
colocarla en torno a su cuello.
–Tus oraciones no sirvieron para alejarlo –murmuró Martín recordando lo
sucedido a la anciana–. No te deshiciste de él. Y él te lastimó.
–No rezaba para librarnos de él ni para impedir que me lastimara –replicó
ella lentamente–, sino para darte fortaleza a ti.
Al terminar de acomodar el cubículo estaban tan cansados y abatidos que
decidieron posponer hasta el día siguiente la discusión sobre sus planes futuros. Por
el momento dormirían algunas horas. Ya no les acechaba ningún peligro.
Martín se acercó a la mesa Norte y contempló largamente la imagen del
castillo donde había ido a parar Pioterkrébs. Luego, secretamente, la guardó en su
bolsillo.
Regresó a su colchoneta y, recostándose, permaneció largo tiempo con los
ojos abiertos. Debía averiguar en qué lugar y en qué época se encontraba ese
castillo y comprobar que el sumerio no estuviera causando desastres. También,
como había sugerido la anciana Ana, se prepararía para conocer cada habilidad y
cada minúsculo rayo de poder que confiriera el Rollo de Barsalnunna. Luego
buscaría al Segundo Guardián. Y si era necesario irían juntos a luchar contra el
sumerio o contra cualquier otro que se atreviera a desafiar la Sabiduría del Rollo.
Martín luego se turbó internamente con un escalofrío de miedo. Presentía
que, desgraciadamente, más pronto de lo que quería volvería a encontrarse con el
malvado sumerio Pioterkrébs.

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10

Inesperadamente Martín despertó sin fiebre, aunque nadie estaba allí para
comprobarlo. Sentía el cuerpo dolorido y se hallaba algo desorientado, pero estaba
consciente. Desfallecía de hambre. Dificultosamente se puso de pie y salió de la
habitación. Aún no se habían levantado sus padres ni su hermano porque era
temprano.
En la cocina buscó algo para comer.
Su madre sintió los ruidos y se acercó intrigada a ver qué sucedía,
acomodándose la bata.
–¡Martín! –se le acercó presurosa y tocó su frente–. ¡No tienes fiebre! ¿Te
sientes bien?
–Sí, mamá. Tengo hambre.
–¡Te prepararé algo de comer! Pero debes volver a tu cama... ¡Oh, hijo, nos
has dado muchos sustos esta semana! ¡Cuánto me alegro de que ya te encuentres
bien!
–¿Una semana? ¿Estuve en cama una semana? ¡No lo recuerdo!
–Diez días, en realidad –exclamó su hermano Quintín surgiendo
sorpresivamente a sus espaldas–. Estuviste en cama diez días. Y cómo vas a
recordarlo, si agonizabas. ¡Te la pasaste durmiendo y delirando!
–¿Qué son esos gritos? –preguntó entrando en ese momento, el señor
Aguirre–. ¡Martín, estás despierto! ¿Cómo te sientes? ¿Te duele algo? –continuó
acercándose presuroso al verlo.
–Estoy bien, papi. Tengo hambre.
–¡Te prepararé algo rico...! –interrumpió la madre–. ¿Quieres una
hamburguesa?
–¡No, cómo piensas en darle una hamburguesa! –se alteró el señor Aguirre.
–¿Y qué le cocino, entonces?

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–¡Cocinar tú, mamá! ¡Ja, vas a volver a enfermarlo! –se regocijó Quintín–.
¡Si nunca preparas ni una sopa!
–¡Una sopa, eso es! Martín, hijito, mamá te hará una rica sopa.
–Creo que mejor sería un té con algunas tostadas, querida.
Martín, nuevamente mareado y aturdido, se dirigió a su cuarto. Se sentía
recuperado pero muy débil. Acostado, esperó con ansia el té que entre todos
prometieron prepararle.
Algunos días más tarde estuvo en condiciones de regresar al colegio.
Manuel lo recibió calurosamente.
–Fui un par de veces a tu casa, pero jamás te encontré despierto. Como no
sabían lo que te pasaba, tu padre me dijo que mejor no me acercara mucho, por si
era contagioso –relató con gesto tétrico–. Estaban todos muy preocupados...
Martín reanudó su rutina escolar sin ningún contratiempo; por el contrario,
sentía un mayor interés por los temas que surgían en clase y hasta se animó a
participar intercambiando opiniones con sus compañeros y profesores en los
debates que por aquellos días se plantearon.
Una semana más tarde y ya completamente restablecido, se entretenía
jugando a la pelota con Manuel. Era un mes de septiembre muy frío por lo que
pronto prefirieron quedarse charlando sentados en el antepecho de una ventana.
Pero una fuerte discusión cercana les llamó la atención y se encaminaron con
curiosidad hacia allí.
Una de sus compañeras forcejeaba tratando de zafarse de los brazos de un
muchacho mayor.
–¡Suéltame! –exclamaba ella, airada.
–¡Eh, pero si sólo quiero que hablemos! –respondía con sorna el
muchacho, esquivando los golpes que ella inútilmente le lanzaba.
Martín y Manuel se quedaron contemplando atónitos la escena; el otro era
un par de años mayor que ellos, grande y fortachón. Dos de sus amigos lo rodeaban
sonriendo y sin intervenir.
La muchacha gemía casi al borde del llanto.
–¡Te dijo que la soltaras! –gritó entonces desde lejos, Martín.

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–Cállate, no te metas, te va a matar, ¡ese tipo es enorme! –le susurró
Manuel intentando disuadirlo.
Pero Martín no le hizo caso. Con gesto decidido se acercó al grupo.
–Déjala ir –exclamó.
–Fuera de aquí, pigmeo –gruñó el grandote sujetando a la muchacha con
una mano e intentando manotear con la otra a Martín para empujarlo y echarlo.
–Déjala tranquila.
–Qué te metes. Es mi novia.
–¡Mentira! –gritó ella; y le dio una patada–. ¡Suéltame!
–Aunque fuera tu novia, debes tratarla mejor –continuó Martín con firmeza–
. Te está pidiendo que la sueltes.
–Bien –el muchacho la soltó y ella se alejó indignada algunos pasos; el
grandote se encaró con Martín y sus dos amigos se plantaron inmediatamente a su
lado–. Entonces, por metido, voy a molerte los huesos. ¿Eso querías, enano?
Se abalanzó hacia Martín pero éste hábilmente lo esquivó y le hizo la
zancadilla. El grandote, haciendo un esfuerzo por no caer, trastabilló hacia atrás e
intentó sujetarse de sus amigos, logrando que los tres cayeran despatarrados en el
suelo.
–No quiero verte molestándola otra vez –exclamó severamente Martín; y
luego con gran rapidez giró sobre sus talones y él, Manuel y la muchacha se
escabulleron de allí hasta alcanzar la seguridad de su salón de clases.
Sentados ya en sus pupitres tomaron aliento y se miraron, sonriendo. Ella
se llamaba Bernardita Doré, era compañera de su mismo curso y todos estaban de
acuerdo en que se trataba de una de las muchachas más lindas del colegio, de pelo
castaño ondulado y grandes ojos celestes. Todos los muchachos del grado
suspiraban por ella, y por lo visto también los mayores.
–No era mi novio –explicó la niña haciendo un mohín–. Salimos un par de
veces, pero la verdad es que no me gusta... Algunos se creen que por ir al cine una
vez ya son novios... ¡Qué estúpido!, ¿no es cierto?
Martín le sonrió, sin responder.
–Gracias por ayudarme –agregó ella.
–No fue nada...

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No tuvieron tiempo de charlar más. El recreo había finalizado y el resto de
los alumnos comenzó a ingresar bulliciosamente al salón, interrumpiendo sus
palabras.
Bernardita Doré ya no le hablaba y Martín giró hacia el frente, todavía
sonriendo; se sentía orgulloso de sí y encantado por su hazaña. No le importaba que
Bernardita ya no quisiera hablarle porque ahora estaban presentes sus amigas y sus
amigos; sabía que ella no podría olvidar lo que había sucedido. Y aunque nunca
jamás le hablara, aquella situación existiría y cada vez que ella la recordara o se la
contara a sus amigos, inevitablemente se acordaría de él.
Minutos después, en medio de la clase de Geografía, le llegó un papelito
doblado y apretado, que le acercaron desde atrás.
–Es para ti –murmuró Manuel mientras Martín lo tomaba con disimulo por
debajo del asiento.
–¡Aguirre, pase al frente!
Martín se sobresaltó.
Dejó caer rápidamente el papelito en un bolsillo y tragó saliva. Lo había
olvidado. Había olvidado por completo estudiar. Se puso de pie lentamente y
escuchó el nombre del primer río que la profesora Harpyia le indicaba marcar.
Martín ahogó un lamento.
Una vez más no estaba preparado.

–Bien, muchachos. ¿Preparados? –García frotó sus manos con cierta


ansiedad.
Martín y Godofredo asintieron en silencio.
Rodeaban la mesa central en el cubículo de García. Martín sostenía el
Rollo en sus manos. Aparte de algunas roturas en las mesas, un fuerte golpe que
dejaba al desnudo los ladrillos de una pared y una fisura en la pecera que hacía
perder gota a gota su agua, nada indicaba que allí se hubiera llevado a cabo una
lucha de poderes sobrenaturales.
Y ahora que aquello ya había terminado debían separarse.

200
Godofredo soltó un sollozo que reflejaba el sentimiento de todos. Sería el
primero en partir. Habían acordado que no se llevaría nada del futuro a su tiempo a
fin de no interferir en la natural evolución de su pueblo. Hasta era posible que en el
viaje de regreso olvidara todo, había exclamado con sincero optimismo García,
deseoso de poder evitar todo contacto entre un tiempo y otro. Pero el joven vikingo
intuía que aquello no sucedería: siempre recordaría lo que había vivido estando con
Martín. Y bien sabía que de nada le serviría llegar a contarlo pues lo considerarían
un completo chiflado.
Ana lo abrazó.
–Recuerda: serás un gran guerrero –le murmuró al oído.
García lo palmeo afectuosamente y profirió algunas palabras de despedida.
Luego Martín y Godofredo se miraron.
–Adiós, amigo –exclamó Martín.
–¿Regresarás a mis tierras alguna vez, a visitarme?
–Es posible... ¡No sé a dónde me llevará este Rollo! Si voy por allí, a tu
tierra y a tu tiempo, te buscaré –prometió el muchacho.
Permanecieron unos instantes más en silencio.
–¿Qué harás tú ahora? –continuó Martín.
Godofredo se encogió de hombros.
–No volveré con mi tío Clemente –exclamó con firmeza–. He pensado en ir
a ver al hechicero Olaf; quizá me permita quedarme un tiempo con él.
–Es una buena idea.
–Si he de llegar a ser un gran líder, debo ir preparándome –continuó el
vikingo con entusiasmo–. Olaf podrá enseñarme muchas cosas.
Martín asintió y se separaron unos pasos.
–¡Buena suerte, amigo!
–¡Que los dioses te acompañen, Martín el Guardián! –le deseó Godofredo–.
¡Que puedas regresar a salvo a tu hogar!
–¡Vuelve a tu tiempo, a tu tierra y a tu gente! –y mientras Martín le
apuntaba con el Rollo, Godofredo desapareció en un resplandor de luz azul.

201
Por unos minutos callaron los tres. Martín se sentía acongojado
comprobando que ya extrañaba a Godofredo. ¡Jamás lo olvidaría, aunque no
pudiera volver a verlo!
Luego contempló a García y a Ana Azuay.
–Les agradezco su ayuda. Sin ustedes nunca hubiera tenido oportunidad
de volver a casa. Y seguramente Pioterkrébs me hubiera arrebatado el Documento.
–Hijo, hemos hecho lo correcto, tú merecías ser ayudado... Eres un buen
Guardián –replicó García.
–Me esforzaré por ser mejor. Gabur, ustedes y Godofredo han creído en mí
más aún de lo que yo mismo he creído; y no los defraudaré.
–Cuídate mucho.
Martín asintió. Luego inexplicablemente sintió que debía pronunciar unas
palabras, una plegaria que surgía de lo más recóndito de su interior.
–Defenderé el Rollo de Barsalnunna para que no llegue a manos del mal y
buscaré a los Elegidos a lo largo del tiempo. Nadie que anhele con convicción,
esperanza y fe una respuesta a las inquietudes de su alma se quedará sin esa
respuesta –y terminó con un ligero gesto de tímido desconcierto al escucharse. Pero
nadie se mostró extrañado.
–Que así sea, hijo. Tus palabras son las de un verdadero Guardián de la
Sabiduría –Ana lo abrazó tal como hiciera con el vikingo–. Ten mucho cuidado,
Martín; hay muchos que como Pioterkrébs, querrán poseer este sagrado
Documento. Deberás ser firme frente a ellos y seguramente se hará necesario más
de una vez luchar contra las fuerzas del mal. Pero debes estar preparado... –le
recordó la anciana tomándolo de las manos–; prepárate a entender que no se lucha
contra la violencia utilizando la violencia... No se lucha contra el Mal usando sus
mismas armas... Recuérdalo.
Martín la miró sin llegar a comprender totalmente sus palabras.
–Debes estar preparado –repitió García, asintiendo–. Pero despreocúpate
de Pioterkrébs. ¡Él ya está muy lejos! Creo que no volverás a verlo.
–No lo sé –vaciló Martín, poniendo su mano en el bolsillo y tocando la
imagen que ocultamente se llevaba–. Pero no será ahora mismo y me alegro por eso
–sonrió–. Ya tuve bastante lucha de poderes. Ahora quiero volver a mi casa.

202
–Entonces, es hora de partir.
Se despidieron en silencio, con afecto y luego Martín se apartó un poco de
ellos. García le alcanzó una foto; en ella estaban sus padres, su hermano Quintín, su
casa. Pero Martín desechó la foto con un gesto y una sonrisa: ahora los recordaba
perfectamente. Podía llegar a ellos sin ayuda de la foto, porque sabía dónde quería
estar y con quien.
Un leve movimiento del Rollo y unas pocas palabras, murmuradas con
suavidad, lo llevaron hasta allí...
Ana Azuay y García permanecieron unos instantes quietos y en silencio
mientras se desvanecía el resplandor azul. Luego se encaminaron hacia la salida,
apagaron la luz desde afuera y cerraron la puerta del Cubículo con llave.

Olaf el Hechicero dormía cuando sintió un estrépito en la estancia. El


cubículo estaba envuelto en tinieblas, las puertas y ventanas se hallaban
completamente cerradas por dentro y algo se movía de un lado a otro, profiriendo
maldiciones por lo bajo.
No intentó siquiera moverse de dónde estaba, tal era su estupor y su
miedo. Por un segundo pensó en gritar, pedir ayuda, pero la garganta no le
respondía y ningún sonido logró hacer salir de ella. El corazón le palpitaba
locamente y le escocía la boca del estómago. ¿Quién sería el misterioso visitante
que interrumpía su sueño y destruía su casa?
De pronto se le erizaron los bigotes de espanto. Una voz pronunciaba su
nombre:
–Olaf, Olaf...
Los espíritus de las sombras lo llamaban y él estaba petrificado como para
responder.
–Que Thor te confunda...
¡Ahora lo maldecían! ¿Y si esa sombra era un enviado de Thor y se
ofendía porque él no le contestaba? Un nuevo estruendo y un grito ahogado lo

203
pusieron al tanto de que una de sus mesas había caído, así como los cacharros que
había dejado sobre ella.
–¿Dónde te encuentras?
Olaf se sintió desfallecer; la presencia se acercaba cada vez más a su
rincón.
–Sé que estás por ahí; no creo que Martín se haya equivocado.
–¿Qui... quién eres? –atinó a preguntar finalmente y con un hilo de voz, el
hechicero.
–¡Ah, estás aquí! –una mano se posó sobre su hombro, lo que provocó un
aullido y un salto de terror de su parte.
Las sombras gritaron también con evidente sobresalto, y se alejaron con
premura.
Al silenciarse los gritos ni Olaf ni su visitante profirieron palabra, ni nadie se
movió. Olaf se acurrucaba contra una pared tratando de hacer imperceptible su
respiración agitada y el castañeteo de sus dientes; abrazado a sus rodillas
permaneció en esa incómoda postura por casi dos horas que resultaron para él una
eternidad. Se había propuesto no moverse por temor a revelar su ubicación.
Acuclillado en su rincón, con los músculos acalambrados, cabeceaba tratando de no
dejarse vencer por el sueño.
Un poco más allá, donde en principio hubo oscuridad y silencio, alguien
comenzó a roncar. Él oteaba en las tinieblas pero no conseguía divisar forma
alguna. Insultó por lo bajo a su invisible oponente que ahora dormía a pierna suelta
mientras él debía permanecer desvelado, agotado y en guardia.
Pero en cuanto la leve luminosidad del alba se coló por las rendijas de la
ventana, se incorporó, buscó un objeto contundente y encaró al intruso.
Una masa de extraña forma había ocupado su jergón, respirando serena y
acompasadamente en un profundo sueño. Hombre o divinidad, ahora se las vería
con él.
Dio un puntapié para despertarlo.
–¡Eh, tú! –gritó, blandiendo un hacha.
A la tercera patada el visitante se movió un poco y Olaf saltó a una
prudente distancia, hacha en mano.

204
El mensajero de los dioses se incorporó y corrió somnolientamente su
cabello rubio hacia atrás.
–¡Godofredo! –gritó entonces Olaf con gran asombro, al reconocerlo.
–¡Olaf, mi amigo! –el muchacho se puso de pie de un gran salto y lo abrazó
con frenesí–. ¡Yo sabía que Martín no podía equivocarse! ¡He llegado bien! ¡Olaf, mi
viejo amigo!
–Pero, ¿qué haces aquí? –el hechicero continuaba aturdido y dejó el hacha
a un costado–. ¿Qué haces aquí...?
El muchacho entonces le refirió con lujo de detalles todo lo que había
sucedido desde que se separaran y cómo al cabo de aquella aventura habían
decidido que él regresara a Normandía. Le contó desordenadamente todo lo que
había visto en Mendoza y sobre el pavoroso encuentro con Pioterkrébs; habló de la
bella princesa y de las jóvenes y hermosas hechiceras que habían intentado
atraparlo; le contó de las armaduras rodantes y las telarañas surcando el cielo. Trató
de describirle los buzones, los semáforos y los teléfonos y Olaf se estremecía de
asombro. Finalmente y en vista de las circunstancias, ya que le resultaba imposible
volver a su villa y le era absolutamente necesario contar con alguien que conociera y
comprendiera lo referente al Rollo de Barsalnunna, aunque más no fuera para hablar
cada tanto de él y de Martín y de su extraordinario viaje al futuro, le rogó permanecer
con él; sería su fiel ayudante y su más aplicado discípulo.
Olaf se mantuvo en silencio y lo estudió seriamente.
–¿Estás absolutamente seguro de querer ser mi discípulo? –preguntó con
gesto adusto como intentando disuadirlo, mesándose los bigotes; aunque
internamente se regodeaba con la idea: ¡él, Olaf el Hechicero, tendría su primer
discípulo! ¡Cómo se pavonearía en los conciliábulos cuando apareciera con su
alumno portando sus enseres para los rituales y exhibiciones mágicas!
Godofredo abría sus grandes ojos azules asintiendo repetidamente y
esperando ansioso una respuesta.
–Deberás obedecerme en todo –advirtió Olaf.
–¡Sí, sí! Por supuesto.
–Y no tocar nada sin que yo te lo indique –agregó.
–Claro, chabón, lo que tú digas.

205
Olaf infló la túnica frunciendo el ceño.
–Deberás llamarme ‘maestro’ –le corrigió con severidad.
–¡Sí, maestro! ¿Entonces, puedo quedarme? ¡Yupiiii!
–Comienza limpiando todo este desaliño –exclamó el hechicero con gesto
autoritario señalando el desastre producido durante la noche–, que yo buscaré algo
de comer.
–¡Me muero por unos pescados! ¿Sabías que comí un pan redondo y finito
con queso caliente? Delicioso... ¡pero nada se compara con nuestros peces frescos!
Ellos tienen unos ríos sucios donde no hay peces; y el agua la sacan de un artilugio
que deberías haber visto lo extraño que era. Y es agua con sabor horrible. Además,
controlan la lluvia y hacen llover dentro de las casas...
–Ese es un gran poder, discípulo mío. ¡Sólo los grandes hechiceros
tenemos la habilidad de controlar las lluvias!
–Sí. Me obligaron a estar bajo la lluvia un rato; parece que era un agua
poderosa. Yo tenía miedo de que me cayera un rayo de Thor, por eso no me
gustaba mucho estar bajo esa lluvia pero me dijeron que me hacía bien... –
Godofredo hizo un gesto y enmudeció.
–¿Y qué bien te hacía esa agua?
–Bueno, tú sabes... te quitaba el mal...
–¿El Mal?
–... el mal olor...

Días más tarde Manuel y Martín se reencontraron en la puerta del colegio.


–¡Mira! –exclamó Manuel con gran algarabía–. ¡Me arreglé el diente!
Y abría exageradamente la boca como si el diente nuevo, así como antes la
corona plateada, no pudiera verse a simple vista
–¡Eh! –respondió Martín dándole una palmada en el hombro–. ¡Antes
parecías un pirata con tu diente de plata!
–¡Che, Nofre, así que te arreglaste finalmente ese tonto diente! –gritó
alguien por detrás.
Los dos giraron con disgusto para ver quien hablaba así.

206
Se trataba de dos de sus compañeros de curso, Pablo Lagos y Fabián
Castellanos, quienes ahora sonreían con malicia.
–Ya no tendré que usar anteojos negros en clase –continuó Pablo
dirigiéndole una sonrisa mordaz.
–¿Y eso qué tiene que ver? –preguntó Manuel.
–Es que antes abrías la boca y me encandilabas con tu muela de lata –
replicó burlón Lagos, mientras su compañero se tapaba los ojos como si le
molestara el destello de la luz.
–Sí que eres tonto –saltó Martín, mientras los otros dos reían a carcajadas
y los superaban subiendo las escaleras rumbo al salón.
–Uy, uy, uy. El enano habla –se entusiasmó Lagos.
–Es que el Nofre no sabe defenderse solo –le explicó Fabián Castellanos a
su amigo.
–¿Es que con el diente también perdiste la lengua, Nofre? –le espetaron,
sin siquiera dirigir la mirada hacia él.
–¡No le llames así! –exclamó Martín desde atrás, disgustado.
–Déjalos, no me molesta –se encogió de hombros Manuel viéndolos
alejarse.
Pero Martín sí se hallaba molesto y apretó los puños mientras observa las
espaldas de sus dos compañeros, que reían aún con sarcasmo. Sin embargo parte
de su enfado estaba dirigido a él mismo: sufría una extraña sensación de culpa
porque alguna vez su amigo Manuel había sido también para él, el Nofre.
Ya en el salón Iñigo Saravia, el profesor de historia, les anunció su decisión
de tomar una prueba sorpresa; todos rezongaron mientras les repartía los temas.
Martín sonrió para sí; no le preocupaba. Sabía que podría responder
correctamente la única pregunta que encabezaba su hoja:
"Desarrollo de la Historia: su inicio, descripción de sus edades e inventos y
descubrimientos significativos"
El muchacho, tras una breve reflexión, comenzó a escribir:
–"La Historia comienza en Sumer..."

207
A la hora del recreo Martín, sentado en el antepecho de una de las
ventanas colocó su mano en el bolsillo del pantalón; algo le molestaba allí. Tuvo que
saltar al piso para rebuscar mejor y sacó un papel estrujado al que miró con
asombro y curiosidad. No se explicaba qué hacía eso allí. Luego recordó: ¡era el
bollo de papel que recibiera días atrás, en la clase de Geografía! Lo extrajo,
arrugado, sucio y lleno de pelusa, y lo abrió con curiosidad.
Era una pequeña nota escrita con cuidada caligrafía:
"Martín, eres un buen amigo". Y firmaba Bernardita.
Nada más que eso, pero Martín se sintió en el séptimo cielo y releyó una y
otra vez la nota.
–¿Qué es eso? –preguntó Manuel, sentado a su lado, terminando de comer
un grueso sándwich.
–Nada importante –Martín fingió indiferencia pero con gran delicadeza
volvió a doblar el papel por sus pliegues y lo guardó.
Repentinamente se sentía dichoso pero no deseaba compartir ese
sentimiento con Manuel.
Se quedaron jugando los minutos que restaban del recreo, haciendo de una
lata vacía un remedo de pelota.
A la hora en que el timbre anunció el momento de comenzar nuevamente
las lecciones, se encaminaron al salón corriendo juntos por el patio desierto.

Finalmente llegaron los últimos días de clases. Las mañanas y las tardes
transcurrían largas y cálidas y las horas en el colegio provocaban languidez. Todos,
tanto alumnos como profesores, ansiaban concluir el año escolar. El director
Severino había ablandado en parte las normas, de tal modo que todos gozaban de
una agradable sensación de libertad. Hasta el huraño celador Cobo había dejado de
lado la costumbre de regañarlos a cada momento.
–¿Qué vas a hacer en las vacaciones? –preguntó Manuel mientras él y
Martín regresaban juntos para las clases de la tarde.
–Estudiar, supongo –suspiró patéticamente Martín–. Por lo visto me llevo
algunas materias.

208
–Sí, te retrasaste mucho faltando tantos días… Hablando de eso, ¿qué
enfermedad tuviste?
–Nadie sabe –se encogió de hombros Martín–. Dicen que pudo haber sido
algún virus.
–¿Pero volviste a tener algún problema?
–No. Sólo algunas pesadillas cada tanto; y… ahora me asusta la oscuridad
–confesó su amigo–. Además recuerdo cosas que nunca pasaron y sé cosas que
nunca estudié.
–Eso es bueno si te sirve para pasar los exámenes de diciembre.
–¡Es cierto! –admitió Martín.
Habían llegado a las puertas del colegio. Así como ellos, muchos alumnos
regresaban luego de compartir el almuerzo y se rezagaban en el umbral, deseosos
de prolongar los pocos minutos que les quedaban antes de verse obligados a entrar
al edificio. Martín y Manuel, como tantos otros, se valieron de los codos para poder
pasar y se detuvieron en el amplio vestíbulo de la entrada.
Martín, apoyado en el busto de uno de los próceres mientras aguardaba el
timbre de inicio de clases, vio pasar a su lado a una muchacha, que le sonrió
fugazmente.
–Hola Martín –le saludó ella.
Era Bernardita.
Martín farfulló un saludo algo incoherente y ella se alejó. Él la vio irse
sintiéndose un completo tonto. ¿Es que jamás llegaría el momento en que se
atreviera a hablarle?
–En dos días.
–¿Qué? –se sobresaltó y miró a Manuel–. ¿Qué dices? ¿De qué hablas?
–Que las clases terminan en dos días –repitió Manuel, sonriendo con gran
entusiasmo–. ¿No es genial?
Su amigo asintió. Claro que era genial: nadie más que él ansiaba que
llegaran pronto las vacaciones.
Sólo que sabía que no le alcanzarían dos días para tomar el valor de
hablarle a Bernardita.

209
Martín lanzó un hondo suspiro. El timbre anunciando el comienzo de la
hora de clases, sonó.
–Vamos –dijo simplemente. Y comenzaron a subir juntos las escaleras que
los conducirían a su aula.

210
11

Abrió lentamente la bella puerta de roble. Pero Martín, luego de hacerlo, se


detuvo unos instantes en el umbral sin animarse a entrar. El Cubículo estaba tal
como lo recordaba, aunque oscuro y silencioso. Martín dio un paso adelante y cerró
la puerta a su espada. Después fue prendiendo cada una de las velas hasta iluminar
la habitación completamente, igual que aquel día en que conoció a Gabur.
Observó la estancia: las mesas en los rincones, las sillas en el centro, el
libro de proverbios que Gabur leía antes de partir hacia Nippur por última vez. Se
acercó a la pecera y observó los numerosos peces que en ella nadaban. ¿Quién
alimentaría de ahora en más a esos peces? ¿Quién se ocuparía de mantener todo
limpio y en orden? ¿Quién se haría cargo de la enorme biblioteca? No sabía que
responderse: ni siquiera sabía si debía ser él el heredero de todo aquello. Él era el
Guardián del Rollo de Barsalnunna, pero ¿eso lo convertía en responsable de todo
lo demás? ¿Qué debía hacer ahora?
Martín se sintió repentinamente preocupado y se le oprimió la boca del
estómago. Se acercó a la mesa central y, sentándose junto a ella, comenzó a
rememorar todas sus aventuras desde que entrara a ese Cubículo por primera vez e
intentara leer el dichoso Documento. Desde entonces muchas cosas habían
cambiado, mucho había aprendido.
Pero también sabía que debía aprender mucho más, aunque ya no tuviera
maestro que le enseñara. Eso llenaba a Martín de inquietud. ¿Cómo haría ahora
para continuar con su misión? ¿De quién aprendería todo lo que aún le faltaba saber
sobre el Rollo de Barsalnunna?
Martín extrajo la imagen que sustrajera del cubículo de García y que aún
guardaba en un bolsillo de su pantalón. Contempló el bello paisaje y se imaginó con
horror las atrocidades que Pioterkrébs podría estar ocasionando allí. Aunque lo más
probable fuera que el sumerio ya hubiera viajado, alejándose de aquel lugar;
conociendo la solución del enigma podía hacerlo a donde le diera la gana. Pero no

211
podía estar seguro de aquello; y aunque así fuera, con el poder que había
demostrado tener, en cualquier parte causaría maldades. Debía por tanto buscarlo
sin demora y destruir ese poder.
Martín se estremeció de espanto. Aún palidecía al recordar los siniestros
ojos sin vida de Pioterkrébs y su grito espeluznante, jurando eterna venganza. En
aquel entonces, en el cubículo de García, se había hecho la firme y secreta promesa
de prepararse en cuerpo y alma para la lucha; su propósito había sido aprender todo
lo concerniente a los poderes del Documento, buscar al Segundo Guardián para que
lo ayudara y juntos vencer a las fuerzas del mal.
Pero aquella promesa dejaba al descubierto multitud de problemas. ¿Cómo
podía aprender, y de quién, si no contaba ya con la sabia guía de Gabur? ¿A quién
recurrir? Era obvio que un aprendizaje semejante debía partir de un plano real y no
simplemente de este mundo alternativo. Es decir: debía recordar este importante
objetivo cuando despertara, a fin de prepararse realmente en su tiempo.
En su mundo, despierto, ¿encontraría a alguien que tuviera conocimientos
sobre el Rollo de Barsalnunna? ¿Dónde hallaría a quien poseyera un cubículo…?
Sumado a estos interrogantes estaba el inconveniente de no saber cómo
hacer para luego, al despertar y regresar a su dimensión de tiempo, acordarse de
todo esto. En este momento sólo tenía nociones algo vagas de lo que hacía o lo que
sentía más allá de su familia; si estando aquí no recordaba cabalmente qué le
sucedía estando despierto, ¿cómo recordar ya despierto lo que sucedía en este otro
mundo? ¿Cómo hacer para recordar un sueño?
Si pudiera mandarse a sí mismo un mensaje mental, alguna clave que lo
hiciera recordar... Tendría que esforzarse por recordar aunque más no fuera una
sola cosa. ¿Qué sería lo más importante? Martín se puso de pie y caminó pensativo
dando varias vueltas alrededor de la habitación, acercándose a cada mesa.
Tenía que mandarse a sí mismo un mensaje claro y conciso que le
despertara todos los demás recuerdos, y a partir de eso comenzar su instrucción.
Quizás decirse "Pioterkrébs"; pero le aterrorizaba la idea de despertar angustiado
por lo que ese nombre implicaba. Podía probar con "Rollo de Barsalnunna" o
"Barsalnunna" tan sólo, pero temía que por ser palabras tan extrañas no las

212
recordara al despertar. No; debía ser una frase muy simple, como una llave de la
memoria...
Jugueteó con el globo terráqueo, sopesándolo en una mano y desde allí
miró el resto de la habitación. Le habían explicado que el Cubículo era el centro de
poder de los Elegidos y que constituía la representación de la Sabiduría; quizá si se
concentraba en la idea pudiera transmitir la necesidad de crearse uno propio; al ir
armándolo se despertarían paulatinamente los recuerdos.
¡Eso era! Grabaría en su mente las palabras "Busca la Sabiduría" y la
imagen de cada objeto del cubículo; y esas serían las primeras palabras y las
primeras imágenes que surgirían en su mente al despertar. Esa sería la frase que
abriría su memoria.
De pronto alguien entornando la puerta lo sorprendió y asustó
grandemente, haciéndole dar un respingo.
–¡Oh, buenas tardes Martín!
Una anciana afable y sonriente entró al aposento con algunos enseres de
limpieza y cerró tras de sí la puerta. Martín la contemplaba atónito.
–No sabía que estabas aquí, Martín. Puedes quedarte mientras limpio, no
me molestas.
El muchacho, aún boquiabierto, murmuró:
–¿La conozco?
Ella largó una sonora carcajada.
–¡Te han hecho viajar mucho, muchacho, que ya todo lo olvidas! Nos vimos
un par de veces, aquí, ¿recuerdas? Soy yo, Dala; me ocupo de mantener limpio el
cubículo. Gabur nos presentó.
–Gabur está muerto –exclamó por todo comentario el muchacho.
La mujer lo observó alzando las cejas como si intentara desentrañar sus
palabras.
–Obviamente –murmuró–. Vivió hace muchos años.
Martín sacudió la cabeza ante la incomprensión de la anciana pero no se
animó a darle más explicaciones.
Ella continuó sonriendo amablemente. Martín se hallaba perplejo por su
presencia y su silencio.

213
–¿De quién es ahora el cubículo? –preguntó luego bruscamente el
muchacho. Le inquietaba aún la posibilidad de que él tuviera que hacerse cargo de
todo aquello, aunque secretamente también lo ansiaba.
–Eso no es de tu incumbencia –replicó la anciana procediendo entonces a
pasar el plumero sobre la alta mesilla del globo terráqueo–. Sólo puedo decirte que,
por supuesto, no es tuyo –la mujer lanzó otra estridente carcajada, como si hubiera
contado un gracioso chiste.
Martín la dejó hacer antes de interrumpirla nuevamente.
–¿Yo no tengo que venir más aquí?
–Vendrás, quieras o no. Es tu portal de entrada.
–¿Portal de entrada? –repitió desconcertado el muchacho.
–Hasta que no encuentres otra manera de entrar a esta realidad. Puedes
usarlo tantas veces como quieras durante el tiempo que desees y realizar los
cambios que consideres necesarios. Pero eso no significa que el cubículo sea tuyo.
Se te concede el paso, no la permanencia. En cuanto dejes de venir, todo volverá a
ser como antes. Fue el portal más cercano a ti que alcanzó Gabur antes de hallarte,
¿comprendes?
Martín asintió en silencio, pero realmente no lo comprendía. Gabur algo le
había revelado sobre este portal de entrada pero nunca llegó a aclarárselo del todo.
De hecho, muchas cosas habían quedado sin explicación. La anciana, Dala,
continuaba hablando. Martín se turbó. De pronto sentía la necesidad de hacerla
callar. Lo confundía y odiaba esa sensación.
–Mi amo le concedió a Gabur la posibilidad de permanecer aquí, usando el
cubículo, a fin de hallarte. Si no respondías, el anciano hubiera tenido que viajar aún
más allá, para estar más cerca de ti. Por suerte respondiste...
–¿Respondí a qué?
–Al llamado. El anciano estaba muy viejo para seguir viajando. Y acercarse
al futuro le resultaba agotador.
–¿Quién es tu amo?
–Eso no te incumbe. Es un buen hombre y es todo lo que te corresponde
saber. Él sabe que seguirás viniendo hasta que encuentres tu propia puerta, pero no
se acercará a verte. No quiere confundir su tiempo con el tuyo. Sólo yo te veré, si es

214
que llegas cuando debo hacer la limpieza. Yo soy ignorante, no sé leer, no sé
explicarme por qué tú y Gabur viajan por el tiempo; sé que es así y no me importa.
Sólo me importa que no rompas nada aquí y que, cuando te retires, apagues las
velas. Gabur siempre se olvida de apagar las velas; ¿recuerdas cuánto lo reté
aquella vez...?
Qué iba a acordarse. O quizás, sí. Él mismo, por algún secreto motivo,
había reprochado una vez al anciano por dejar las velas del cubículo encendidas.
Quizás en aquel momento repetía las palabras airadas pronunciadas en alguna
oportunidad por esta anciana. Quizás sí, después de todo, la recordaba a ella.
–¿Puedo seguir viniendo? –volvió a preguntar, deseoso de dejar bien en
claro lo que le preocupaba.
–Te he dicho que sí. Puedes hacer aquí lo que quieras. Nadie te molestará.
Pero no debes romper ni ensuciar nada; ya soy vieja, me canso de barrer un lugar
tan grande... Y debes apagar las velas, siempre.
–¿Puedo usar la biblioteca?
–¿La biblioteca? –la anciana giró la cabeza para mirarlo, genuinamente
sorprendida–. ¿Qué biblioteca?
–La que está al fondo del pasillo –murmuró Martín.
–La biblioteca, oh sí, je, je.
No agregó nada más, sólo se rió para sí. Martín no insistió, ocultamente
indignado por el proceder de la anciana. ¿Acaso se burlaba de él? Bien, ella se lo
había ganado. Tomaría su silencio y su risotada como una autorización e iría a la
biblioteca tantas veces como quisiera.
–Puedes hacer lo que deseas pero no todo lo que deseas.
Dala lo sobresaltó pronunciando aquella frase sin preámbulos.
Luego resurgió el silencio.
Martín se sentía aturdido. Se revolvió los cabellos y se sentó junto a la
mesa central. La anciana continuó con una meticulosa limpieza canturreando por lo
bajo y él permaneció allí, mirándola con indiferencia, absorto en sus pensamientos.
Ella no volvió a dirigirle la palabra.
No sería su cubículo. Bien, eso quedaba ya bien claro. Ni los peces ni la
limpieza serían su responsabilidad. Podía usarlo tantas veces como quisiera, hacer

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lo que se le ocurriese con él, pero no era suyo. Él tendría que ocuparse de crear el
propio en su dimensión de tiempo. Allí, en su casa.
Con los ojos cerrados se entretuvo ubicando las mesas y los objetos en un
cubículo imaginario. Pero debía lograr que su llave de la memoria funcionara al
despertar. "Busca la Sabiduría", se dijo en voz baja. Lo repitió varias veces hasta
que las palabras, sucesivamente, adquirían y perdían sentido. Se dejó caer sobre los
brazos plegados sobre la mesa.
–No te alteres, niño –exclamó la anciana sobresaltándolo, pasando una
escoba bajo su silla–. Todo tiene un fin y un modo. No sé cómo puede ser, no me
preguntes, pero es así. Tú tendrás tu camino y entenderás tu misión. ¿Me
comprendes?
–Sí.
–Cada uno tiene su misión. Mi amo inventa cosas y escribe sus libros y es
feliz haciéndolo. Yo barro y cocino y soy feliz haciéndolo. Tú encontrarás qué hacer
y serás feliz haciéndolo. Siempre que sea lo correcto. Mi amo no es feliz cocinando y
yo no sé imaginar lo que no existe. ¿Me comprendes?
–Sí.
–Cada uno según sus talentos, ¿me comprendes?
–Sí.
–¿Me comprendes realmente?
–Sí, Dala...
Volvieron a quedar en silencio. Sólo se escuchaba el susurro de la escoba
sobre el piso.
–Bien, he terminado. ¿Te acordarás de apagar las velas cuando te retires?
Gracias. Me llevo este libro –tomó el libro de Proverbios que había estado leyendo
Gabur. Martín estuvo tentado de gritarle que no lo tocara pero la anciana no llegó a
advertir su gesto–. Se lo llevaré al amo –agregó por si hiciera falta la explicación–.
Gabur ya no tiene que venir más por aquí.
Dala se retiró con un gentil "Hasta la vista" y cerró la puerta tras de sí.
Cuando Martín volvió a quedar solo se sentía profundamente irritado. La
presencia de la anciana lo había incomodado y sus últimas palabras le habían

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parecido de una gran falta de respeto hacia su amigo. Además ya no se sentía tan a
gusto allí, en aquel cubículo que por algunos instantes había considerado su refugio.
Aquello resultaba vergonzoso: él, siendo el Guardián del Rollo de
Barsalnunna, no tenía cubículo. Todos tenían y él no. Hasta el inexperto hechicero
Olaf tenía.
Resultaba imperioso crear su cubículo y poseer así su propio portal de
entrada. El Cubículo, entonces, sería su prioridad, se dijo golpeando un puño contra
la palma de la mano.
Luego se sentó erguido sobre su silla y extrajo solemnemente el pergamino
de la mochila que había llevado consigo. Esa mochila la utilizaba para llevar sus
libros y útiles al colegio. Había pensado que quizás así, dentro de la mochila, el
Rollo pudiera pasar a su dimensión de tiempo. Dentro del enorme bolsillo de sus
bermudas, no pasaba. Cuando despertaba, el Rollo jamás estaba consigo. Ahora
comprobaría si oculto en el bolso era posible trasladarlo.
Por de pronto, olvidándose de todo lo sucedido en los minutos precedentes
y de las confusas palabras de la anciana, se dispuso con gran entusiasmo a leerlo.
Suponía que ahora que había tomado grandes e importantes decisiones podría
descifrarlo con mayor premura y claridad. Martín entonces cerró los ojos con fuerza
unos segundos para concentrarse mejor antes de posar una atenta y escrutadora
mirada en el escrito.
No entendió nada nuevo. Rayas, ángulos y puntos; en qué estarían
pensando los sumerios para inventar algo así. Giró la hoja para leerla desde
diversos ángulos, desplegó la otra e hizo lo propio. Nada. Sólo su nombre surgía,
evidente y claro, en una de las hojas. Lo demás resultaba absolutamente
indescifrable. Se llevó un gran chasco y enrolló con algo de indignación el
Documento.
De todas formas, aunque aún no pudiera leerlo, era un maravilloso escrito.
Y los sumerios, los más grandes inventores y descubridores que hubiera conocido.
Él había sido un privilegiado testigo de una de las civilizaciones más florecientes del
mundo, la cual se hallaba perdida e irrecuperable, tanto en la historia como en la
memoria de los hombres. El Rollo de Barsalnunna que él guardaba con tanto celo
pasaba a ser el más prodigioso exponente de esa arcaica sabiduría. Pero así como

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la civilización sumeria, el Documento permanecería desconocido e inescrutable a los
ojos de la mayoría de los hombres. Sólo unos pocos, los Elegidos, podrían compartir
y comprender la sabiduría que se desprendía de sus palabras.
Martín se infló de orgullo al comprender la importancia de su papel: él sería
a partir de ahora su mejor Guardián; es decir, claro, el único, hasta que apareciera el
Segundo. Él se encargaría de hacer leer el Documento a cada uno de los Elegidos.
No comprendía aún cómo sucedería aquello ni cómo sabría quiénes eran aquellos
Elegidos, pero eso ahora no lo preocupaba demasiado. Ya los encontraría; y sería
para ellos Martín, Guardián del Rollo de Barsalnunna.
Sonaba bien, Martín el Guardián.
Martín sonrió para sí y hasta se puso de pie, alzando en alto el Rollo.
Él, Martín el Guardián, viajaría más allá del tiempo y del espacio con el
sagrado Rollo de Barsalnunna para continuar con esta aventura iniciada cinco mil
años antes en Sumer.

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