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PABLO LINDE

Desde América
La mirada de un corresponsal
asombrado

Prólogo de Xosé Hermida

Epílogo de Enric González

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KPD4

Desde América

© 2020, Pablo Linde


© 2020, Kailas Editorial, S. L.
Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid
kailas@kailas.es

Fotos de interior y cubierta: Pablo Linde

Diseño de cubierta: Rafael Ricoy


Diseño interior y maquetación: Luis Brea
Foto del autor: Carlos Rosillo

ISBN: 978-84-17248-71-0
Depósito Legal: M-693-2020

Impreso en Artes Gráficas Cofás, S. A.

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La más peligrosa visión del mundo es la
de aquellos que no han visto el mundo.
ALEXANDER VON HUMBOLDT

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Índice

Prólogo, por Xosé Hermida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

REPÚBLICA DOMINICANA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

COLOMBIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

COSTA RICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

PARAGUAY . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

BOLIVIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109

PERÚ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

MÉXICO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159

ARGENTINA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183

HAITÍ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199

GUATEMALA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213

Final del viaje . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235

Epílogo, por Enric González . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241

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A mis padres, que sobrellevan mis viajes
lo mejor que pueden.

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Prólogo, por Xosé Hermida

A
quella expresión antigua —y seguramente ya
de vida corta— que nos previene contra «dejarse
algo en el tintero» es como una pequeña maldi-
ción para los periodistas. Tal vez algo inevitable
en un trabajo amasado entre prisas y cocinado para hacerlo
digerible al gran público. Un trabajo a la fuerza fragmenta-
rio: por mucho que su aspiración sea contar la realidad, esta
es demasiado inabarcable para caber en las dimensiones de
un reportaje de periódico o de un programa de televisión.
Por eso los periodistas suelen cargar con una permanente
insatisfacción. Hasta en la investigación más exhaustiva uno
no puede dejar de pensar que han quedado algunas cuestio-
nes importantes esperando a salir del tintero. Cuando el
encargo es más apresurado, y por tanto más superficial, re-
sulta difícil evitar la sensación de que el tintero desborda y
ya no sabemos qué hacer con él.
En dos años viajando por toda América Latina, Pablo
Linde escribió para la sección «Planeta Futuro» de El País
magníficos reportajes que, a la vez que exponían las cala-

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midades de esa parte del mundo, narraban las ideas y los
esfuerzos para hacerles frente de comunidades, organiza-
ciones sociales e instituciones. Una mezcla de desolación y
esperanza, dos corrientes discontinuas que recorren todo el
continente. Linde las surcó de norte a sur, llegó hasta co-
munidades indígenas remotas y se adentró en el aire fétido
de los interminables barrios de la miseria. Explicó la lucha
contra enfermedades de las que ni siquiera habíamos oído
hablar. Escribió —y muy bien— decenas de miles de pala-
bras sobre todo eso. Y aun así, el tintero seguía a rebosar.
Los agobios de la actualidad, o la pereza, o una mezcla
de ambas cosas, nos llevan demasiadas veces a olvidarnos
de todo eso que ha quedado fuera. Se supone que nuestro
oficio se nutre de la pasión de contar, pero nos dejamos mi-
les y miles de cosas sin contar. Linde se ha sobrepuesto a los
agobios, o se ha sacudido la pereza, o ambas cosas a la vez,
y no ha caído en esa vieja trampa. Ha apurado el tintero
hasta volcarnos todo aquello que le quedaba sin contar, que
era mucho: un montón de cosas interesantes, divertidas,
conmovedoras o deplorables.
De ese rincón de las cosas no escritas ha salido un li-
bro que no es ni un reportaje, ni un diario personal, ni una
crónica de viajes, pero es todo eso a la vez. Un rescate de
decenas de conversaciones, de personajes, de escenas calle-
jeras, de paisajes hipnóticos o terroríficos, de sensaciones
personales o de experiencias gastronómicas que habían
quedado secándose en tinta sin usar. Piezas sueltas de las
que han salido pequeños retratos llenos de la frescura de la
calle. Los comentarios sobre las grandes cuestiones políti-
cas y económicas de cada país no están del todo ausentes
de este relato, pero solo como telón de fondo en el que se
desarrollan, sobre todo, historias de la vida cotidiana. Esas

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que suelen quedar fuera del trabajo periodístico y que tanto
tiempo continúan zumbando en la mente. Las mismas que
nutren la mayor parte de este libro, que a fuerza de relatar
lo pequeño nos ayuda también a atisbar lo grande, a enten-
der mejor la enormidad de las desigualdades sociales en el
continente, a poner en contexto la inseguridad crónica de
sus ciudades, a conocer mejor sus problemas sanitarios y
ambientales. Y también a captar que, aun en medio de co-
sas terribles, en América Latina siempre suenan la música,
las risas, la fantasía y los chispazos de humor.
La mirada de alguien que llega de fuera tiende a bo-
rrar las diferencias que apreciamos entre nosotros mismos.
Es de suponer que un campesino del Altiplano de Bolivia
encontrará que los españoles y los noruegos somos muy
parecidos. Algo similar nos sucede a nosotros en América
Latina. Su extensión abarca casi todo el continente, desde
los glaciares de la Patagonia a los desiertos de México, pa-
sando por las selvas amazónicas. Contiene cientos de pue-
blos indígenas con sus propias lenguas que viven junto a
millones de descendientes de europeos del sur, del centro
y del norte, así como de esclavos africanos. Esa América
es por sí misma una continua explosión de diversidad. Ni
siquiera está muy claro que exista una conciencia extendida
en cada país de pertenecer a una comunidad continental.
Por mí experiencia profesional allá, sé que a los mexicanos
les importa más bien poco lo que sucede en Argentina, y
viceversa. Pero la mirada del forastero es otra cosa: lo que
suele descubrir es un mundo entero de cosas en común.
El único país de América Latina en el que he vivido no
aparece en este libro. Y, sin embargo, es muy fácil reconocer-
lo en él. Los brasileños, tal vez porque no hablan la misma
lengua que sus vecinos, porque su país es un subcontinente

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en sí mismo o porque una parte de sus elites está embobada
con Estados Unidos, se muestran recelosos ante la etique-
ta de latinoamericanos. Muchos la ignoran por completo y
algunos incluso se dedican a combatirla con vehemencia.
Seguramente no les gustaría nada descubrir cuánto se pa-
recen a tantas cosas que se cuentan aquí de Colombia, de
Costa Rica o de Perú. Las grotescas expresiones de clasismo
en Bogotá son miméticas a las de São Paulo. Los brasile-
ños, como el resto de los latinoamericanos, no entienden la
brusquedad de los españoles, capaces de entrar en un bar
y reclamar un café sin intercambiar antes media docena de
frases de cortesía con el camarero. En Río de Janeiro, como
en Lima, la gente suele exhibir una tenacidad rocosa para
intentar no decir nunca «no». Y en Belo Horizonte hay per-
sonas blancas de apellido Oliveira que hablan en nombre
de los moradores del Brasil primitivo, del mismo modo que
en Ciudad de México tipos que se apellidan González se
proclaman descendientes de los aztecas.
Esa doble perspectiva sobre América emerge de las pági-
nas del libro. El recorrido del autor dibuja las peculiariada-
des de cada país, pero en ese tránsito, como una visión lle-
gada desde el fondo, se va completando un mapa humano
repleto de semejanzas, un mundo a la vez cercano y distan-
te. Para un europeo latino —y más para un español— hay
en esa América tantas cosas que pueden resultar familiares
como otras muy extrañas o directamente incomprensibles.
En este punto está uno de los méritos del libro. Linde no
deja de contar nunca todo lo que le choca, le desconcierta,
incluso lo que puede llegar a exasperarlo. Lo hace sin caer
nunca en la superioridad cultural o en el paternalismo, tan
habituales en la visión europea. No hay más ver su acti-
tud cuando se adentra en los insondables pozos de la buro-

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cracia latinoamericana, cuando sufre las carencias de sus
servicios públicos o la chapucería de algunas prestaciones
profesionales. Son esas cosas ante las que muchos europeos
reaccionan a veces con indignación y otras con burla. En el
mejor de los casos, con una cierta condescendencia com-
pasiva. Nada de eso hay en la mirada del autor de estas
páginas. Linde se limita a ver lo que pasa y a contarlo. Sin
prejuicios y sin afán de impartir lecciones. Ver, escuchar y
contar: el periodismo más básico y el que más se está per-
diendo. Eso sí, sin olvidar el humor, imprescindible para no
extraviarse en aquellos mundos.
Una de las partes más reveladoras de este relato es la que
se ocupa de la inseguridad en las ciudades. Linde explica
con acierto cómo el peligro, que es real, acaba conduciendo
a la psicosis y agrandado por ella. Muestra cómo las esca-
lofriantes estadísticas de actos violentos pueden resultar en-
gañosas para describir lo que es la vida en sus ciudades: las
víctimas de la violencia suelen vivir casi siempre en los mis-
mos lugares y ocupar la misma posición en la escala social.
Se esfuerza en dejar claro que las urbes latinoamericanas
no son un escenario de guerra, que en ellas, con ciertas pre-
cauciones, se puede ir al cine, salir de noche a tomar copas o
pasear por un parque, aunque mucha gente no tenga recur-
sos para disfrutar de estas cosas. E incluso entre quienes no
los tienen, son mayoría los que solo buscan ganarse la vida
en paz, pese a lo difícil que les resulta.
Todas estas cosas —y muchísimas más que salpican las
páginas siguientes— se habían acumulado durante dos años
en el tintero de Linde. Afortunadamente, el autor decidió
no dejarlas secar. Y con todas ellas ha tejido una estupenda
excursión a este viejo Nuevo Mundo.

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Introducción

E
n 2017 comencé algo muy parecido al trabajo
perfecto. Si descarto el de futbolista, no se me ocu-
rre ninguno mejor. Hacía tres años habíamos
puesto en marcha «Planeta Futuro», la sección de
desarrollo global de El País. Por primera vez, el periódico
tenía un equipo expresamente dedicado a contar historias
de los parias de la Tierra, sobre sus vidas, sus problemas y
cómo los van superando, que también sucede. Cuatro perio-
distas nos dedicábamos a buscarlas, a encargarlas a colabo-
radores por todo el mundo y, de vez en cuando, a viajar para
narrarlas nosotros mismos. En esa primera etapa visité más
de una docena de países en los cinco continentes. Aunque
pudiera parecer mucho, no era más que un aderezo a una
parte menos excitante del trabajo, que también la tiene y
ocupa la mayor parte del tiempo. Por eso te pagan, supongo.
Con todo, siempre tuve claro que debía disfrutar lo que
durase aquello, puesto que difícilmente encontraría un em-
pleo mejor.
El concepto se puso en marcha de la mano de la Fun-
dación Bill y Melinda Gates, que invierte miles de millones

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de dólares para luchar contra algunos de los problemas del
planeta y busca también que la humanidad sea consciente
de ellos. Con tal fin, subvencionan proyectos periodísticos,
para que los medios se hagan eco de asuntos que de otra
forma no serían rentables y, probablemente, contarían con
mucha menos repercusión. Sin necesidad de mencionarlos,
de adularlos, de promocionarlos, de publicitar sus proyec-
tos… ni siquiera con el veto de criticarlos si nos parecie-
ra oportuno. La libertad editorial es total y nuestro único
compromiso consiste en escribir sobre materias tales como
las enfermedades desatendidas, las dificultades de las mu-
jeres en el mundo en desarrollo, la mortalidad materno-in-
fantil, la justicia social… Cuando cuento esto, suelo ver
cejas arqueadas y miradas escépticas; muchos no me creen
o piensan que hay gato encerrado. Después de cinco años
inmerso en el proyecto puedo asegurar que no.
Lejos de terminar, el acuerdo que empezó siendo de dos
años se iba prorrogando, y otras entidades se interesaban
por colaborar, patrocinarnos para ampliar el abanico de
asuntos que tocábamos, para que dedicásemos recursos a
profundizar en algunos de ellos o a generar conversación
sobre otros nuevos. Con esa idea, en 2016 se sumó la agen-
cia de las Naciones Unidas para la Agricultura, la Gana-
dería y la Alimentación, la FAO. Y con unas intenciones
parecidas más tarde se aproximaron a nosotros Unicef y
el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Este último
quería fomentar que un medio de la proyección de El País
dedicase más esfuerzo a estos temas en América Latina,
donde ellos trabajan financiando proyectos.
Propusieron crear ese idílico puesto de trabajo que me
habría costado imaginar para mí mismo: un reportero mó-
vil que tuviera base en alguna capital de la región y viajara

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por el continente cubriendo estas historias. De los que inte-
grábamos por entonces «Planeta Futuro», yo era el más pre-
dispuesto a marcharme y, al parecer, el que mejor se adap-
taba a los requisitos para esta labor. Acordamos que Bogotá
sería mi nueva casa durante al menos un año, que finalmente
se convirtió en dos.
¿Por qué Colombia? He perdido la cuenta de cuántas
veces he respondido a esta pregunta. A efectos prácticos,
podría haberme establecido en cualquier ciudad con aero-
puerto. Pero en Bogotá el periódico tiene un pequeño equi-
po y una oficina —que en realidad nunca usé—, está en
una posición geográfica central, bien comunicada y con una
situación interesantísima: en pleno proceso de paz tras me-
dio siglo de enfrentamientos entre el Estado y las guerrillas.
Aunque este tipo de conflictos son más pertinentes en otras
páginas del diario, las vidas de aquellos que los han pade-
cido durante años y ahora ven un nuevo horizonte sí son
la clase de relatos que nosotros publicamos. Viajé a varias
regiones que habían sufrido el conflicto para escribir cómo,
después de mucho tiempo, emergía la paz. Fue uno de los tra-
bajos periodísticos más profundos e interesantes en los que
he estado involucrado.
En Europa, sin embargo, Colombia todavía no suena
como un destino especialmente pacífico. Podía saber mu-
cho de la persona con la que hablaba por la cara que ponía
cuando le contaba la aventura en la que me iba a embarcar.
Los menos intrépidos prácticamente me compadecían. Por
el rostro de un amigo, daba la impresión de que se le des-
componía el vientre en el mismo instante en el que le ponía
al día de mi destino. La mayoría, no obstante, lo celebraba;
imaginaba la oportunidad que esto supone para un perio-
dista, y diría que para cualquier persona. Después están los

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padres. De existir una encuesta sobre reacciones de progeni-
tores españoles cuando su hijo les da la noticia de que se va
a vivir a Colombia, me aventuro a afirmar que los que mues-
tran un entusiasmo espontáneo serían una ínfima minoría.
No era la primera vez que pisaba América Latina.
Unos meses previos a mi mudanza había estado en Ecua-
dor. Y, antes, en dos ocasiones —una por trabajo y otra
por placer— en República Dominicana. Me pareció fasci-
nante descubrir un mundo tan similar y a la vez tan distin-
to, en tu mismo idioma, sin necesidad de intérpretes o de
recurrir a una lengua en la que probablemente ninguno de
los dos interlocutores puede expresar exactamente lo que
piensa. Durante los primeros días en Bogotá iba anotando
todo lo que me llamaba la atención, desde la numeración
de las calles hasta las expresiones. Y así nació la idea de
escribir un libro contando mi descubrimiento de América,
más allá de lo que mostraba en mis reportajes, con un tono
y unos contenidos distintos, aunque estas páginas y las que
he escrito en El País se entrecrucen inevitablemente. Son las
impresiones de un periodista europeo que se sorprende cada
día, que confirma algunos prejuicios y se da cuenta de lo
erróneos de otros, que contempla algunas realidades de for-
ma muy superficial y tiene la suerte de poder aventurarse un
poco más en profundidad en otras.
Y de esas impresiones sale un libro que pretende hacer
un breve retrato de cada país que visité, sin ánimo de ser
exhaustivo, buscando el rigor, pero sin renunciar en absolu-
to a la subjetividad; tampoco a usar mis propios ojos que,
aunque contemplan fascinados las zonas más bellas de las
ciudades y la impresionante naturaleza que se encuentran,
también desvían la mirada a la parte más injusta y dura.
De ahí sale un relato asimétrico, que no sigue una meto-

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dología, que no pretende ser una guía ni un estudio socio-
lógico, pero que sí aspira humildemente a guiar y mostrar
variopintas coyunturas sociales.
Cada capítulo de libro se centra en uno de los países que
recorrí y viví con la suficiente intensidad como para escribir
de ellos. Están en el orden cronológico en el que los conocí.
Aunque cada uno es independiente de otro, sí que hay un
hilo conductor, que es mi propio descubrimiento; creí inte-
resante que de una forma más o menos explícita se plasma-
se aquí, puesto que la experiencia en unos me servía como
referencia cuando conocía los siguientes. La impresión que
me causó Argentina está totalmente condicionada por ser
el décimo destino, y poco habría tenido que ver el relato si
hubiera sido el primero. Empiezo con República Dominica-
na con una mirada retrospectiva, puesto que cuando la dejé,
este libro ni siquiera era un proyecto. Sigo con Colombia,
que fue mi casa. Aunque en realidad pasé poco más de la
mitad de estos dos años allí, ya es mucho más que en ningún
otro lugar, así que es inevitablemente el más prolijo. Mucho
de lo que narro es además extrapolable a otros países, como
el retrato que hago de la desigualdad. Y continúo con cada
viaje que hice a partir de ahí, entre principios de 2017 y fi-
nales de 2018: Costa Rica, Paraguay, Bolivia, Perú, México,
Haití, Argentina y Guatemala. Aunque también estuve en
Panamá, Uruguay, Brasil y Ecuador, no pasé el suficiente
tiempo o no tuve las vivencias necesarias para completar un
capítulo con ellos. Me apena no hablar de Quito, para mí,
la capital más bonita y asombrosa de Latinoamérica.
En estas páginas no trato de pontificar ni de ser categó-
rico. Si da esa impresión en algún pasaje, probablemente se
trate de sarcasmo, de una burla al supremacismo europeísta
que tenemos dentro más o menos conscientemente, o a mi

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propia ignorancia. Sí creo que mi exploración puede acer-
car un poco al lector a los lugares que he visitado, a quien
quiera saber más de ellos o a quien los conozca y busque
otra mirada, una que no es exactamente la del turista y, por
supuesto, tampoco la del nativo.
No creo que consiga llevar al lector por un viaje tan
apasionante y enriquecedor como ha sido el mío. Pero que-
ría intentarlo.

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República
Dominicana
10,7 millones de habitantes
48.442 kilómetros cuadrados
Índice de desarrollo humano (IDH):
13.º de América Latina, 94.º del mundo*

Los husos horarios

Estuve por primera vez en República Dominicana en el año


2001. Veintinueve amigos y yo ganamos un concurso de
Fanta que premiaba con un viaje con todos los gastos paga-
dos al Caribe al equipo que más etiquetas consiguiera. A mí
este refresco no me gusta desde los ocho años, aproximada-
mente. Ganamos el premio fundamentalmente recogiendo
envoltorios en los multitudinarios botellones que cada fin
de semana se organizaban en la plaza de la Merced de Má-
laga, justo debajo de la casa natal de Pablo Picasso. El tra-
bajo de ir pidiendo etiquetas a los borrachos durante unos
meses —a menudo en el mismo estado de embriaguez que
ellos— se vio recompensado con una semana en un hotel
con todo incluido en La Romana, al sureste de la isla.
* El Índice de Desarrollo Humano es un cálculo del Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) que mide la esperanza de vida, la educación
y los ingresos de un país. En el libro reflejo la clasificación de cada país en
función de este índice, con datos publicados en 2018.

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Para qué engañarnos. La primera vez que estuve en la
República Dominicana fue en septiembre de 2014. Sí, gana-
mos el concurso de Fanta y pasé una semana allí, pero más
allá de una breve excursión a San Pedro de Macorís y la in-
teracción con el personal del hotel, podría haber estado en
cualquier resort tropical del mundo y no habría notado la
diferencia. Ni siquiera dimos una vuelta por Santo Domin-
go al aterrizar. Un autobús nos llevó directamente a nuestro
destino de pulsera verde y barra libre.
Decía un veterano periodista, muy buen conocedor de
América Latina, que los dominicanos son el único pueblo
que no hace nada bien. Obviamente no es así; ni siquiera
creo que él lo pensase, pero se pasó media vida enseñando
periodismo por el continente y le encantaba poner etiquetas
a cada país. Una vez que estuve allí entendí algunas de las
razones que podían conducirle a tal afirmación, más allá
del toque hiperbólico que tanto le gustaba.
Me llamó la atención lo pronto que amanecía y lo tem-
prano que atardecía. En realidad sucede en la vasta franja
del planeta que queda cerca del ecuador, pero yo por en-
tonces no la había frecuentado. A no ser que uno se pare
a pensarlo, tiende a dar por hecho que nuestras estaciones,
cambios horarios y longitudes del día vienen a ser lo nor-
mal. Da igual saber, en la teoría, que no es así; hasta que no
se pasa un tiempo en estas latitudes no se asimila que lo que
nosotros conocemos por primavera y otoño es una ano-
malía para la mayor parte de la población del planeta. En
Etiopía conocí a un ingeniero que me contó su experiencia
en Alemania durante una beca. Con cierto paternalismo le
pregunté qué fue lo que más sorprendió de Europa, dando
por hecho que nombraría monumentos arquitectónicos o
comodidades que en su país escaseaban. Pero la respuesta

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fue muy distinta. «Que a las nueve de la noche es de día»,
contestó sin vacilar.
Entre los trópicos los días tienen aproximadamente la
misma duración todo el año: el sol sale sobre las seis de la
mañana y se pone a eso de las seis de la tarde, minutos arri-
ba o abajo, con ciertas variaciones cuanto más lejos están
del ecuador. Hallarse cerca de la línea imaginaria que separa
al globo en dos mitades también produce que el amanecer y
el atardecer sean más breves. De esto no me di cuenta hasta
que me mudé a Bogotá, donde en apenas media hora el día
se transforma en noche casi cerrada: el ángulo con el que
los rayos de sol penetran en la Tierra, al impactar de forma
más vertical, tardan menos en desaparecer durante el ocaso.
A diferencia de otros lugares, en los que la vida empie-
za con la luz —como más tarde experimenté en Colombia,
donde hay comercios que abren a las seis de la mañana y
reuniones que arrancan a las siete—, en Santo Domingo la
ciudad no se ponía en marcha hasta un buen rato después.
Mi lógica me decía que lo óptimo sería retrasar la hora, de
forma que amaneciera a las siete y anocheciera a las siete.
Supongo que la de un colombiano habría aconsejado empe-
zar a trabajar más temprano. Son dos formas de conseguir
lo mismo: aprovechar más el sol. Por lo visto, no era una
idea tan peregrina la mía. Cuando le comenté la reflexión a
un dominicano me respondió que ya lo habían intentado,
pero no salió.

—¿Cómo que no salió? ¿Qué falló? Parece un plan sin


muchas fisuras.
—El ingeniero agrónomo Hipólito Mejía cambió la hora
en el año 2000, cuando era presidente. Pero se equivocaron
y en vez de adelantarla, la atrasaron. Anochecía a las cinco,

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los niños salían de la escuela de noche. Después de un par
de meses decidieron dejarlo como estaba.

Así contado, el error parece una genialidad. Que un gru-


po de funcionarios públicos ideara la forma de aprovechar
los días e hiciera lo contrario es tan surrealista que parece
inverosímil. Pregunté a varios dominicanos que ratificaron
idéntico razonamiento. No sé qué es más descabellado, este
fallo, o que varias personas inconexas intentaran hacerme
creer que en su país no consiguieron cambiar la hora de
forma adecuada. Lo cierto es que el adelanto y posterior
retraso sucedió. Pero la explicación oficial es distinta: mo-
dificaron la hora para adecuarla a la de los Estados Unidos
y conseguir ciertos beneficios comerciales; y rectificaron
porque no se lograron los objetivos planeados.

—Pero, una vez cometido el error, ¿por qué no lo revir-


tieron para que anocheciera más tarde, tal como se preten-
día?
—No, decidieron que era mejor no moverlo más.

Mejor así, no conviene jugar con los husos horarios, que


acaban rompiéndose.

Pelo bueno y pelo malo

El de la República Dominicana fue mi primer gran viaje


para «Planeta Futuro». Hasta ese momento había hecho
incursiones en países europeos para realizar entrevistas o
pequeños reportajes, además de uno a Senegal. Mientras

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