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Rebeca Sánchez
"Una voz de mujer llegó hasta mí desde muy lejos, como una voz de ciudad natal,
me brindó conocimientos que antaño tuve, conocimientos íntimos, ingenuos, y
sabios, antiguos y nuevos como el color amarillo y violeta de fresias
reencontrado"
Escribo este trabajo porque hasta mis dedos piden escribirlo. Aquí un cuerpo se
vuelve a su propia reflexión a partir de lo que lee de sí mismo en otros lugares
("Escríbete: es necesario que tu cuerpo se deje oír"[1]). Harold Bloom dijo que el
poeta fuerte sólo se lee a sí mismo en los textos de otros, y que es fuerte en tanto
es parricida y elimina las huellas de sus progenitores en su escritura. Yo no me
involucraré en esos crímenes. Seré una araña cleptoparásita y lo afirmo así desde
el comienzo: robo o más bien tomo prestado; y parasito, me alimento, sí, con
cierta violencia, pero mezclada también con mucho amor.
Aracné
De pronto un día captó mi atención una araña que, suspendida desde el cielo de
la habitación, tejía su red. Sus dotes me llenaron de asombro cuando comprendí
que este ser era escribiente: tejido y texto comparten su raíz etimológica; y
sorprende pensar que sólo los humanos y estos seres puedan llevar a cabo esta
labor.
Vivía en Lidia una doncella llamada Aracné, que había adquirido una gran
reputación en el arte de tejer: las tapicerías que creaba eran tan bellas, que las
ninfas de la campiña circundante acudían a admirarlas. Su habilidad llevó a que
la pensaran discípula de Atenea - diosa de la sabiduría; guerrera; y protectora del
arte de tejer -, pero ella no quería deber su talento nada más que a sí misma, así
que desafió a la diosa. Ésta se le apareció, primero, en la figura de una anciana,
limitándose a advertirla y aconsejarle más modestia, sin lo cual debía temer el
enojo de Palas. Aracné no hizo caso y le respondió con insultos. Entonces la
divinidad se descubrió y la competición comenzó. Atenea representó en su tapiz
a los doce dioses del Olimpo en toda su majestad y, para advertir a su rival,
añadió en las cuatro esquinas una representación de cuatro episodios que
mostraban la derrota de los humanos que osaban desafiar a los inmortales. Por
su parte, Aracné trazó en su tela la representación de los olímpicos que
persiguieron el amor de los mortales, como los de Zeus con Europa y Danae. Su
labor era tan perfecta que Palas Atenea, airada, rompió el tapiz y golpeó con su
lanzadera a su rival. Sintiéndose ultrajada, presa de desesperación, Aracné
rápidamente tendió una cuerda y de ahorcó. Pero Atenea no dejó que muriera y
la transformó en araña, para que eternamente siguiera hilando y tejiendo en los
rincones.[2]
Los mitos se constituyen como textos que expresan un discurso monológico, que
pretenden ser portadores de una verdad. Así, Palas sería la diosa que castigaría
de modo ejemplar la hybris de Aracné. Pero esa lectura se cierra en el tópico del
castigo a la soberbia de los mortales, y deja fuera del análisis una serie de
factores que resulta preciso considerar.
Leamos con cuidado: "En el límite el mundo del `ser' puede funcionar excluyendo
a la madre"[3], como se puede ver claramente en el origen de Atenea, nacida de
la cabeza del padre Zeus. Será ella una de esas figuras femeninas siempre
virginales a las que "les han colonizado el cuerpo del que no se atreven a gozar";
formará parte de "las ejecutoras del viril trabajo"[4], al constituirse como
estandarte de valores e instituciones que canónicamente se han asociado a la
masculinidad: cultura, racionalidad, guerra. Portadora de la égida, atributo que le
otorga Zeus; escoltada siempre por un búho y llamada "la de los glaucos ojos",
su sentido más destacado es la visión, el más racional. Atenea es ícono del falo-
logocentrismo: ella ejerce un poder que desciende del padre y que la obliga a
velar por el cumplimiento de esa ley patriarcal, que tiene al mundo "dividido en
dos, jerarquizado, y que mantiene este reparto mediante la violencia"[5]. Como
portadora de ese discurso, buscará imponer su ley sobre Aracné, la orgullosa y
rebelde que se aparta de su mandato, consiguiendo, a través de la violencia, la
subordinación de su rival.
Patrizia Violi afirma que "El orden patriarcal y su lenguaje son el producto de la
subjetividad masculina, que se ha legitimado asumiendo la forma de la
objetividad, de la verdad, sin aceptar críticas o preguntas"[12]. Pero Derridá hace
notar muy astutamente que "el amo no es nada", en tanto "la lengua no es su bien
natural, por eso mismo, históricamente puede, a través de la violación de una
usurpación cultural - vale decir, siempre de esencia colonial -, fingir que se
apropia de ella para imponerla como ‛la suya'"[13].
La lengua es ajena a todos, se habla a sí misma por sobre los mensajes que se
puedan engendrar, pero unos la han reclamado como su propiedad. En ese
sentido, la escritura femenina será menor en tanto se sitúa en un territorio tomado
por la hegemonía, por el falogocentrismo; en la medida en que ante todo
destacará su condición revolucionaria.
"Si la mujer siempre ha funcionado `en' el discurso del hombre, (...) ha llegado ya
el momento de que disloque ese `en', de que lo haga estallar; le de la vuelta y se
apodere de él, que lo haga suyo, aprehendiéndolo, metiéndoselo en la boca, en
la propia boca, y que, con sus propios dientes le muerda la lengua, que se invente
una lengua para adentrarse en él"[14]
Hélène Cixous capta cuál es la vía que debe seguir la expresión femenina. En las
palabras de Deleuze y Guattari estaríamos hablando de desterritorializar,
desplazar de su lugar hegemónico a lo masculino, que "se configura como
término primero fundamental y el femenino como su derivación negativa sin
especificidad propia"[15]. Lo que debe hacer la voz femenina es tomar "su propio
punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio
desierto"[16] e introducirlo en el espacio de la escritura, rebelándose ante la voz
dominadora. La mujer deberá escribir desde su cuerpo, recuperarlo en tanto
también le ha sido usurpado, y escribirlo. Según dice Cixous: "Más cuerpo, por
tanto, más escritura"[17]. El hilo del texto femenino sale de su cuerpo, así como
la seda de la araña.
Claroscuro arácnido.
"y no se dé a luz más que a las sombras donde ardan las arañas"[18]
Ante todo cabe decir que la novela llegó a mí mediada por la traducción del
portugués al castellano. Como toda traducción, en el traspaso de una lengua a
otra se instalan ciertas ambigüedades y éste no deja de ser el caso: desde el
título tenemos un problema, en tanto originalmente la novela se llama O lustre,
sustantivo que designa aquella "lámpara de techo con varios brazos de los que
cuelgan piezas de cristal"[19], que en español se llama araña. La traducción
instala la ambigüedad en tanto el título nuevo acoge, además de la lámpara, a los
artrópodos de ocho extremidades que también juegan un rol en la novela, que
aparecen una vez pero que marcan a la protagonista para siempre.
"La sala. La sala estaba llena de puntos neutros. El olor de la casa vacía. ¡Pero
la araña! Estaba la araña. La gran araña enrojecía. La mirada inmóvil, inquieta,
parecía presentir una vida terrible. Aquella existencia de hielo. ¡Una vez! una vez
en un abrir y cerrar de ojos, la araña se esparcía en crisantemos y alegría. Otra
vez, - mientras ella corría cruzando la sala - ella era una casta simiente. La araña.
Salía saltando sin mirar para atrás"[22]
Fuera de ese solitario periplo por la casa, más allá del ensimismamiento del
personaje, el contacto con el otro se da con el hermano. En Daniel Virginia
encuentra a otro distinto con quien dialogar, a partir del cual percibe las
diferencias, las distancias que separan las cosas del mundo, tal como
comprenderá que hay abismos que la alejan del hermano a pesar de lo cercanos
que son. Ella captará que es distinta en relación a ese otro, será conciente de su
diferencia, su unicidad y se afirmará a ella:
Virginia comprende que el mundo llega a ella de manera distinta, que su posición
frente a la vida no es como la de los otros: "ella era su propia equivocación" y se
asume y se afirma desde ese lugar del error, que en verdad es sólo error en el
orden de Atenea. La diferencia se percibe en la protagonista desde el comienzo,
pero es después de la experiencia con las arañas que se acentúa y se muestra
de este modo.
Cuando Daniel le muestra las arañas que había atrapado, "Él poseía una
colección de arañas peludas y grisáceas apresadas en el monte"[24], al verlas,
al entrar en contacto con ellas, los ojos de la niña se ven afectados por su veneno.
Se le produce una infección y la visión de uno de sus ojos se ve afectada
decisivamente:
"El ojo con que ella espiara a las arañas le dolía. (...) Cuando todo pasó ya no era
el mismo, se había vuelto imperceptible, estrábico y menos vivo, más lento y
húmedo, más apagado que el otro. Y si se tapaba con una mano el ojo sano, veía
las cosas separadas de los lugares donde los posaba, sueltas en el espacio como
en una fantasmagoría"[25]
Sobre todo con-tacto. La cercanía con los objetos pasa por la piel, por los sentidos
y por una subcomprensión, sin palabras, en el que el objeto se aprehende sin
forzarlo a entrar en el lenguaje, sin imponerle esa cárcel. Virginia conciente y
libremente opta por el error, se aproximará a las cosas sin categorizarlas,
rozándolas con cuidado, respetando sus espacios. Cuando la protagonista ya se
ha instalado en la ciudad, habla en cuanto a la percepción y relación con el mundo
en términos de estar "(ovillando, desovillando, ovillando fuerzas) (sin permitir que
ciertas cosas del mundo se acerquen demasiado)"[29]. Virginia tiende hilos que
salen de sí, que la comunican con el mundo; hilos suaves, sutiles, que tocan sin
erosionar las cosas, como los que las arañas tejen en los rincones de las casas,
atrayendo a un centro distintos puntos, pero sin violentarlos.
Virginia rechazará ese lugar y optará por el silencio, que será interpretado por el
muchacho como signo de estupidez, de simpleza. Con mucha certeza, Violi hace
notar que "son las relaciones de poder y de dominio las que estructuran la
interacción y el intercambio lingüístico"[32]; acá será el hermano hombre, mayor,
quien exigirá el pronunciamiento de la hermana y no lo obtendrá. Al no poder
lograr su sumisión, optará por la descalificación, por rebajarla usando palabras
hirientes: "eres vulgar y estúpida, (...) eres vulgar porque no piensas, como se
dice, con profundidad"[33].
"ella callaba asustada, sin poder explicarle que había vivido un día de excesiva
inspiración, imposible de guiar ni siquiera hacia un pensamiento, así como el
exceso de luz impedía la visión, el alma exhausta de ella respiraba puro placer
sin solución y la sentía tan viva que moriría sin saberlo"[36]
Ella ve que para él todo se reduce a las palabras, todo cabe en las palabras y
finalmente éstas pasan a remplazar al mundo circundante. Todo se transforma
en conversación y deja de ser lo que originalmente era. Ella no puede acceder a
esa forma de aprehender el mundo. No, en realidad de nuevo vemos que de su
parte no hay un interés por hacer de las palabras su medio de contacto con las
cosas. Las palabras constituyen una mediación intolerable para ella y así las deja
de lado y se queda sólo con la voz de Vicente, para oírlo a él y no a esas palabras
que los separan. Se cuestiona de esta manera la capacidad del lenguaje de
comunicar a los sujetos. Vemos que no es un instrumento que acerque, que
permita compartir y hacer común los sentimientos e ideas entre las personas.
Virginia estará atenta a otras cosas, sus sentidos se conectarán a través de sus
hilos sutiles con Vicente pero a otro nivel:
Tras la muerte de la abuela paterna, con quien vivía en Granja Quieta, Virginia
abandona la ciudad para volver a su tierra a pasar un tiempo. Ese retorno implica
un reacercamiento a la familia, a ese mundo de la infancia que nuevamente
buscará tocar y sentir como antes. También reflexionará en torno a su vida en la
ciudad, tomando distancia de esa realidad. Pensará en Vicente, tratará de
recordarlo mientras conversa con su hermana:
"lo que más recordaba de él era algo que no se podía decir ni pensar, una cierta
condición que se establecía entre ambos en cuando pensaba en él, uniendo el
contacto... y que se concretaba en la visión de ella presenciando el gusto serio
de Vicente de caminar por el aposento sabiendo que ella estaba presente, en
algo que llenaba el aire de los dos, una reserva atenta de ambos - una atmósfera
ligera de diferencia de sexos como un olor sofocado de polvo de arroz - mientras
él con pequeños gestos de párpados, de dientes, de labios, afirmaba su libre
masculinidad discreta que, aunque existiera verdaderamente, tenía algo de falso
y excedente - Virginia y las paredes veían-."[46]
Recordará cómo él marcaba una diferencia con respecto a ella por medio de su
actitud en los momentos que compartían. Trataba de evidenciar su masculinidad,
de afirmarla ante todo para oponerse a ella, para distanciarse de cierta manera.
Ella descubrirá que lo que amaba de él "era de una cualidad imposible, dolorosa
como un agudo deseo ridículo: ella se sentía dulcemente capaz de ser de los
dos"[47]. Este tipo de amor es el que Cixous llamará Amor-otro: "el nuevo amor
se atreve con el otro, lo quiere, se arrebata en vuelos vertiginosos entre
conocimiento e invención"; es una relación que se basa en el intercambio, en "el
deseo-que-da"[48]. Pero este amor será imposible en tanto él buscará destacar
la diferencia y jerarquizarla por medio de esa exageración de su masculinidad, de
esa afirmación artificial, montada.
"¡Ah, la araña! Ella se había olvidado de mirar la araña. Le pareció que la había
guardado o que no había tenido tiempo de buscarla con los ojos. Sobre todo,
había otras muchas cosas que no había visto. Pensó que la había perdido para
siempre. Y sin entenderse, sintiendo un cierto vacío en el corazón, le pareció que
en verdad había perdido una de sus cosas. Qué pena, dijo sorprendida. Qué
pena, se repitió con arrepentimiento. La araña..., miraba por la ventanilla y en el
vidrio bajado y oscuro veía mezclada con el reflejo de los bancos, de las personas
la araña. Sonrió contrita y tímida. La araña implume. Como una grande, trémula
copa de agua. Prendiendo en sí la luminosa transparencia alucinada por primera
vez de la araña toda encendida en su pálida y fría orgía, inmóvil en la noche que
corría con el tren detrás del vidrio. La araña. La araña."[49]
Una vida se presenta inscrita entre la luz y la sombra que la araña genera en ella.
Las cosas se le revelan distintas, las capta relacionándose con ellas
amorosamente, tocándolas con suavidad, sin alterarlas. Las ve suspendidas en
sus propias esferas. Este personaje no es pasivo, sino que en su acto de
contactarse con el mundo no se impone con violencia: toma las cosas respetando
sus lugares, su espacio, su unicidad. Comprende la ineficacia del lenguaje, su
condición carcelaria, que aprisiona las cosas imposibilitando el aprehenderlas
como lo que son. Virginia es mostrada a través de la narración como un cuerpo
único, que ante todo hace prevalecer su especificidad rechazando un lenguaje
que la aleja de sí misma y de los otros.
Sí, Aracne fue convertida en una criatura no humana, fue subordinada por
Atenea. Así también en el momento en que muere, Virginia es rebajada de su
singularidad al ser encasillada en los estereotipos del público morboso que
presencia su muerte. Pero la araña sigue tejiendo, y quedará escrita y
representada la vida de un sujeto femenino que no se somete al punto de vista
de la generalidad, conservando su secreto - "Ella sería fluida durante toda la vida.
Sin embargo, lo que dominara sus contornos y los atrajera a un centro, lo que la
iluminara contra el mundo dándole íntimo poder, habría de ser el secreto"[50].
La subjetividad femenina tiene, entonces, cómo enfrentarse a las imposiciones
de la hegemonía, de Atenea y su mirada amenazante, vigilante y castigadora.
Virginia se hará la tonta con su hermano, silenciará esas palabras que la
obligarían a decir lo que no es; rechazará las palabras que le asigna Vicente; hará
prevalecer en su vida ese contacto íntimo, callado y único con lo que la rodea,
con los otros. Y sólo una voz narrativa femenina, que quitará territorio a la lengua
del patriarcado, podrá mostrarnos la interioridad de un personaje irrepresentable
en otros términos. Pienso, al igual que Hélène Cixous, que esa voz es de Clarice,
que es como la de una madre olvidada con la que nos reencontramos cada vez
que la leemos.
Bibliografía
[11] Patrizia Violi: El infinito singular. Madrid, Cátedra, 1991. Página 150.