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La tela de La araña de Clarice Lispector.

Rebeca Sánchez

"Adviertes de golpe el origen de mis sufrimientos, porque esta lengua los


atraviesa de lado a lado, y el lugar de mis pasiones, mis deseos, mis plegarias,
la vocación de mis esperanzas."

Jacques Derrida: El monolingüismo del otro.

"Una voz de mujer llegó hasta mí desde muy lejos, como una voz de ciudad natal,
me brindó conocimientos que antaño tuve, conocimientos íntimos, ingenuos, y
sabios, antiguos y nuevos como el color amarillo y violeta de fresias
reencontrado"

Hélène Cixous: Vivir la naranja.

Escribo este trabajo porque hasta mis dedos piden escribirlo. Aquí un cuerpo se
vuelve a su propia reflexión a partir de lo que lee de sí mismo en otros lugares
("Escríbete: es necesario que tu cuerpo se deje oír"[1]). Harold Bloom dijo que el
poeta fuerte sólo se lee a sí mismo en los textos de otros, y que es fuerte en tanto
es parricida y elimina las huellas de sus progenitores en su escritura. Yo no me
involucraré en esos crímenes. Seré una araña cleptoparásita y lo afirmo así desde
el comienzo: robo o más bien tomo prestado; y parasito, me alimento, sí, con
cierta violencia, pero mezclada también con mucho amor.

El problema que se abordará acá no me toca exclusivamente a mí, pero también


es mío. Es un problema que he ido pensando y solucionando a partir de ciertas
experiencias, muchas de las cuales han pasado por la lectura de textos
iluminadores. Lo central acá es la expresión femenina, su condición arácnida y
sus posibilidades en relación a la escritura de una novela precisa: La araña, de la
maravillosa Clarice Lispector. Se buscará, en primer término, ver el problema de
la escritura femenina en relación con el lugar que ocupa frente a las otras
escrituras y, luego, cómo se expresa en la novela. Ese será el tránsito: desde la
araña, el artrópodo tejedor de ocho extremidades, hacia la voz narrativa de la
novela de Lispector y Virginia, la protagonista.

Aracné

De pronto un día captó mi atención una araña que, suspendida desde el cielo de
la habitación, tejía su red. Sus dotes me llenaron de asombro cuando comprendí
que este ser era escribiente: tejido y texto comparten su raíz etimológica; y
sorprende pensar que sólo los humanos y estos seres puedan llevar a cabo esta
labor.

Pero, comencemos desde el origen, el mito:

Vivía en Lidia una doncella llamada Aracné, que había adquirido una gran
reputación en el arte de tejer: las tapicerías que creaba eran tan bellas, que las
ninfas de la campiña circundante acudían a admirarlas. Su habilidad llevó a que
la pensaran discípula de Atenea - diosa de la sabiduría; guerrera; y protectora del
arte de tejer -, pero ella no quería deber su talento nada más que a sí misma, así
que desafió a la diosa. Ésta se le apareció, primero, en la figura de una anciana,
limitándose a advertirla y aconsejarle más modestia, sin lo cual debía temer el
enojo de Palas. Aracné no hizo caso y le respondió con insultos. Entonces la
divinidad se descubrió y la competición comenzó. Atenea representó en su tapiz
a los doce dioses del Olimpo en toda su majestad y, para advertir a su rival,
añadió en las cuatro esquinas una representación de cuatro episodios que
mostraban la derrota de los humanos que osaban desafiar a los inmortales. Por
su parte, Aracné trazó en su tela la representación de los olímpicos que
persiguieron el amor de los mortales, como los de Zeus con Europa y Danae. Su
labor era tan perfecta que Palas Atenea, airada, rompió el tapiz y golpeó con su
lanzadera a su rival. Sintiéndose ultrajada, presa de desesperación, Aracné
rápidamente tendió una cuerda y de ahorcó. Pero Atenea no dejó que muriera y
la transformó en araña, para que eternamente siguiera hilando y tejiendo en los
rincones.[2]

Los mitos se constituyen como textos que expresan un discurso monológico, que
pretenden ser portadores de una verdad. Así, Palas sería la diosa que castigaría
de modo ejemplar la hybris de Aracné. Pero esa lectura se cierra en el tópico del
castigo a la soberbia de los mortales, y deja fuera del análisis una serie de
factores que resulta preciso considerar.

Leamos con cuidado: "En el límite el mundo del `ser' puede funcionar excluyendo
a la madre"[3], como se puede ver claramente en el origen de Atenea, nacida de
la cabeza del padre Zeus. Será ella una de esas figuras femeninas siempre
virginales a las que "les han colonizado el cuerpo del que no se atreven a gozar";
formará parte de "las ejecutoras del viril trabajo"[4], al constituirse como
estandarte de valores e instituciones que canónicamente se han asociado a la
masculinidad: cultura, racionalidad, guerra. Portadora de la égida, atributo que le
otorga Zeus; escoltada siempre por un búho y llamada "la de los glaucos ojos",
su sentido más destacado es la visión, el más racional. Atenea es ícono del falo-
logocentrismo: ella ejerce un poder que desciende del padre y que la obliga a
velar por el cumplimiento de esa ley patriarcal, que tiene al mundo "dividido en
dos, jerarquizado, y que mantiene este reparto mediante la violencia"[5]. Como
portadora de ese discurso, buscará imponer su ley sobre Aracné, la orgullosa y
rebelde que se aparta de su mandato, consiguiendo, a través de la violencia, la
subordinación de su rival.

Aracné es la tejedora subversiva, que se distancia del discurso hegemónico, lo


rechaza y buscará la muerte antes de dejarse aplastar, a diferencia de Penélope
(tejedora canónica) fiel a Odiseo, quien la domina incluso en la ausencia. Atenea
la rebaja a la calidad de un mero bicho, pero le permite seguir tejiendo. Se
produce así la "subordinación de lo femenino al orden masculino que aparece
como la condición del funcionamiento de la máquina"[6].
La araña y su tejido se sitúan, de este modo, en el espacio periférico y marginal
de la cultura. El hombre y la mujer que adscriben a la ley del padre estarán del
lado de la luz, mientras Aracné estará en la sombra, "en la sombra que él proyecta
en ella, que ella es"[7]. Atenea la convierte en lo otro, lo ajeno a esa cultura que
sustenta. Como explica Simone de Beauvoir: "Lo Otro al definirse como Otro, no
define lo Uno, sino que es planteado como lo Otro por lo Uno cuando se plantea
como Uno. Pero para que no se produzca una media vuelta de lo Otro a lo Uno
es necesario que se someta a ese punto de vista extraño"[8]. Una vez araña,
Aracne será siempre "invisible, extraña, secreta, impenetrable, misteriosa, negra,
prohibida"[9].

Aracne será la mujer en la escritura, la mujer al tomar la palabra en un "lenguaje


cuya generalidad asume un valor en cierta forma estructural, universal,
trascendental u ontológico"[10], que la hará rehén de esa lengua en tanto no
expresa su subjetividad, su unicidad: la "subjetividad femenina parece no tener
un lugar para manifestarse y configurarse como la expresión de un sujeto
diferenciado y no solo empírico"[11].

Patrizia Violi afirma que "El orden patriarcal y su lenguaje son el producto de la
subjetividad masculina, que se ha legitimado asumiendo la forma de la
objetividad, de la verdad, sin aceptar críticas o preguntas"[12]. Pero Derridá hace
notar muy astutamente que "el amo no es nada", en tanto "la lengua no es su bien
natural, por eso mismo, históricamente puede, a través de la violación de una
usurpación cultural - vale decir, siempre de esencia colonial -, fingir que se
apropia de ella para imponerla como ‛la suya'"[13].

La lengua es ajena a todos, se habla a sí misma por sobre los mensajes que se
puedan engendrar, pero unos la han reclamado como su propiedad. En ese
sentido, la escritura femenina será menor en tanto se sitúa en un territorio tomado
por la hegemonía, por el falogocentrismo; en la medida en que ante todo
destacará su condición revolucionaria.

"Si la mujer siempre ha funcionado `en' el discurso del hombre, (...) ha llegado ya
el momento de que disloque ese `en', de que lo haga estallar; le de la vuelta y se
apodere de él, que lo haga suyo, aprehendiéndolo, metiéndoselo en la boca, en
la propia boca, y que, con sus propios dientes le muerda la lengua, que se invente
una lengua para adentrarse en él"[14]

Hélène Cixous capta cuál es la vía que debe seguir la expresión femenina. En las
palabras de Deleuze y Guattari estaríamos hablando de desterritorializar,
desplazar de su lugar hegemónico a lo masculino, que "se configura como
término primero fundamental y el femenino como su derivación negativa sin
especificidad propia"[15]. Lo que debe hacer la voz femenina es tomar "su propio
punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio
desierto"[16] e introducirlo en el espacio de la escritura, rebelándose ante la voz
dominadora. La mujer deberá escribir desde su cuerpo, recuperarlo en tanto
también le ha sido usurpado, y escribirlo. Según dice Cixous: "Más cuerpo, por
tanto, más escritura"[17]. El hilo del texto femenino sale de su cuerpo, así como
la seda de la araña.

Claroscuro arácnido.
"y no se dé a luz más que a las sombras donde ardan las arañas"[18]

Ante todo cabe decir que la novela llegó a mí mediada por la traducción del
portugués al castellano. Como toda traducción, en el traspaso de una lengua a
otra se instalan ciertas ambigüedades y éste no deja de ser el caso: desde el
título tenemos un problema, en tanto originalmente la novela se llama O lustre,
sustantivo que designa aquella "lámpara de techo con varios brazos de los que
cuelgan piezas de cristal"[19], que en español se llama araña. La traducción
instala la ambigüedad en tanto el título nuevo acoge, además de la lámpara, a los
artrópodos de ocho extremidades que también juegan un rol en la novela, que
aparecen una vez pero que marcan a la protagonista para siempre.

Se puede jugar entre la ambivalencia lámpara-araña. El objeto adquiere su


nombre en el español dado el parecido que existe entre su forma y el cuerpo de
los arácnidos. Pero fuera de esa relación metonímica, ambos significados
estarían ubicados en distintos polos del esquema binario del logocentrismo: la
lámpara da luz, designa de cierta manera la racionalidad, la inteligencia, la
comprensión, y por tanto se encuentra en el polo positivo, masculino del
paradigma; mientras que a la araña ya la sabemos sombría, animal, extraña,
ajena a la cultura, femenina, situada en el polo negativo. Al equipararse la
lámpara y la araña, vemos que se deconstruye la oposición: la araña genera luz
desde su propia oscuridad y se revela como un cuerpo nuevo, diferente,
inesperado. Como decíamos antes, de sí misma surge el hilo con el que teje su
representación.

La protagonista de la novela es Virginia, una mujer de quien se nos muestra su


vida desde su infancia, cuando vivía en Granja Quieta con su familia, para luego
verla transitar hacia la adultez y la vida en la ciudad. Es un personaje que nace
ante el lector en un mundo que pareciera anterior a la entrada en el Orden
Simbólico, donde el padre sólo impone su ley a la niña a la hora de la comida.

La escritura femenina, particularmente la de Lispector, "siempre excederá al


discurso regido por el sistema falocéntrico; tiene y tendrá lugar en ámbitos ajenos
a los territorios subordinados al dominio filosófico-teórico. Sólo se dejará pensar
por los sujetos rompedores del automatismo, los corredores periféricos nunca
sometidos a autoridad alguna"[20]. El personaje se mueve en un espacio rural
pre-moderno, dando vueltas entre el campo y el caserón de la familia, del que el
padre está casi siempre ausente por motivo de su trabajo. "Los días en Granja
Quieta respiraban anchos y vacíos como el caserón"[21], dejando a Virginia
suficiente espacio y libertad como para crecer distanciada de figuras autoritarias
que la reprimieran. Ella pasea libre por la gran casa, explorando y reconociéndola.
En la descripción de su deambular aparece la araña que colgaba del techo de la
sala:

"La sala. La sala estaba llena de puntos neutros. El olor de la casa vacía. ¡Pero
la araña! Estaba la araña. La gran araña enrojecía. La mirada inmóvil, inquieta,
parecía presentir una vida terrible. Aquella existencia de hielo. ¡Una vez! una vez
en un abrir y cerrar de ojos, la araña se esparcía en crisantemos y alegría. Otra
vez, - mientras ella corría cruzando la sala - ella era una casta simiente. La araña.
Salía saltando sin mirar para atrás"[22]

La visión de la gran lámpara provoca en la niña sentimientos de inquietud, como


si la empujara al límite de las cosas, haciéndola "presentir una vida terrible.
Aquella existencia de hielo". Son pensamientos sombríos que luego se disuelven
en la contemplación de los cristales que cuelgan de la araña; pensamientos de
los que Virginia huye "saltando sin mirar para atrás". En el instante de
contemplación de la luz - que revela las cosas y que, como decíamos antes, por
eso mismo se asociaba al conocimiento racional - a Virginia se le manifiestan
cosas oscuras en su interior, ideas que escapan a la comprensión. La araña
ilumina los rincones sombríos de la niña y despierta esas inseguridades con
respecto a su existencia, la intuición de la fatalidad.

Fuera de ese solitario periplo por la casa, más allá del ensimismamiento del
personaje, el contacto con el otro se da con el hermano. En Daniel Virginia
encuentra a otro distinto con quien dialogar, a partir del cual percibe las
diferencias, las distancias que separan las cosas del mundo, tal como
comprenderá que hay abismos que la alejan del hermano a pesar de lo cercanos
que son. Ella captará que es distinta en relación a ese otro, será conciente de su
diferencia, su unicidad y se afirmará a ella:

"Algo como un imposible se deslizaba en su verdad, ella era su propia


equivocación. Sentíase extraña y preciosa, tan voluptuosamente vacilante y
extraña, como si hoy fuera el día de mañana. Y no sabía corregirse, dejaba que
su equivocación renaciera cada mañana por un impulso que se equilibraba en
una fatalidad imponderable"[23]

Virginia comprende que el mundo llega a ella de manera distinta, que su posición
frente a la vida no es como la de los otros: "ella era su propia equivocación" y se
asume y se afirma desde ese lugar del error, que en verdad es sólo error en el
orden de Atenea. La diferencia se percibe en la protagonista desde el comienzo,
pero es después de la experiencia con las arañas que se acentúa y se muestra
de este modo.

Cuando Daniel le muestra las arañas que había atrapado, "Él poseía una
colección de arañas peludas y grisáceas apresadas en el monte"[24], al verlas,
al entrar en contacto con ellas, los ojos de la niña se ven afectados por su veneno.
Se le produce una infección y la visión de uno de sus ojos se ve afectada
decisivamente:

"El ojo con que ella espiara a las arañas le dolía. (...) Cuando todo pasó ya no era
el mismo, se había vuelto imperceptible, estrábico y menos vivo, más lento y
húmedo, más apagado que el otro. Y si se tapaba con una mano el ojo sano, veía
las cosas separadas de los lugares donde los posaba, sueltas en el espacio como
en una fantasmagoría"[25]

Al hablar de Atenea, se destacó el hecho de que se la conocía por sus "glaucos


ojos": la visión es símbolo de comprensión, es el sentido más racional - hay que
ver para creer; hay que ser testigo para poder decir. Es precisamente este sentido
el que se trastoca en la protagonista. Su percepción diferente del mundo se
agudiza a partir del encuentro con las arañas: todo le llega a través de esa mirada
bizca, que la hace relacionarse de otra manera con los objetos.

Patricia Violi destaca que en la escritura femenina se configura una "relación


distinta entre sujeto y objeto", en que "lo universal se personaliza en el interior de
la propia dimensión subjetiva"[26]. Este no deja de ser el caso: la narración,
enfocada siempre en Virginia - a excepción de algunos episodios - muestra cómo
el mundo es aprehendido por la protagonista de una manera muy particular. El
sujeto busca "permanecer muy cerca de las cosas, como su sombra luminosa,
para reflejar y proteger las cosas que siguen siendo tan delicadas como los recién
nacidos"[27]. Porque precisamente esa es la forma en que se establece el
contacto: con infinita ternura, respeto y asombro.

"Poco después, mirando, desmayando, pegando, respirando, esperando, ella se


iba ligando más profundamente a lo que existía y teniendo placer, poco después
sin palabras, subcomprendía las cosas. Sin saber porqué, entendía, y la
sensación íntima era la de contacto, de existencia mirando y siendo mirada"[28]

Sobre todo con-tacto. La cercanía con los objetos pasa por la piel, por los sentidos
y por una subcomprensión, sin palabras, en el que el objeto se aprehende sin
forzarlo a entrar en el lenguaje, sin imponerle esa cárcel. Virginia conciente y
libremente opta por el error, se aproximará a las cosas sin categorizarlas,
rozándolas con cuidado, respetando sus espacios. Cuando la protagonista ya se
ha instalado en la ciudad, habla en cuanto a la percepción y relación con el mundo
en términos de estar "(ovillando, desovillando, ovillando fuerzas) (sin permitir que
ciertas cosas del mundo se acerquen demasiado)"[29]. Virginia tiende hilos que
salen de sí, que la comunican con el mundo; hilos suaves, sutiles, que tocan sin
erosionar las cosas, como los que las arañas tejen en los rincones de las casas,
atrayendo a un centro distintos puntos, pero sin violentarlos.

La violencia vendrá de afuera, de Daniel y su afán de empujar a Virginia a hablar


en su mismo lenguaje. Barthes dirá que "el fascismo no consiste en impedir decir,
sino en obligar a decir"[30], en tanto la lengua siempre será expresión del poder
y, por lo tanto, implicará para el sujeto "una fatal relación de alienación"[31]. En
ese sentido, el acto de Daniel será totalmente fascista, imponiendo una expresión
extraña a su hermana.

Virginia rechazará ese lugar y optará por el silencio, que será interpretado por el
muchacho como signo de estupidez, de simpleza. Con mucha certeza, Violi hace
notar que "son las relaciones de poder y de dominio las que estructuran la
interacción y el intercambio lingüístico"[32]; acá será el hermano hombre, mayor,
quien exigirá el pronunciamiento de la hermana y no lo obtendrá. Al no poder
lograr su sumisión, optará por la descalificación, por rebajarla usando palabras
hirientes: "eres vulgar y estúpida, (...) eres vulgar porque no piensas, como se
dice, con profundidad"[33].

Se destaca acá "el desgarramiento que, para la mujer, es la conquista de la


palabra oral"[34]; aunque la verdad del caso de Virginia es que tal conquista no
se consigue, porque simplemente no se busca: se rechaza ese lenguaje, no sirve
a la expresión del sujeto. Virginia era obediente, jugaba limpio y se sometía a su
hermano en los términos del juego, pero eludía sus imposiciones, asumiendo la
máscara de la niña tonta.

Los hermanos conforman en un momento la Sociedad de las Sombras, cuyo


objetivo era explorar "todo lo que asusta porque lo deja a uno solo"[35]. La idea
había surgido de Daniel y consistía en asignar desafíos a su hermana y a sí
mismo, con el deseo secreto de que por medio de los ejercicios de reflexión que
la mandaba a hacer, ella llegara a pensar como él o, al menos, le dijera lo que él
quería oír. Tras cada experiencia él buscaba saber qué había pasado por la
cabeza de Virginia pero

"ella callaba asustada, sin poder explicarle que había vivido un día de excesiva
inspiración, imposible de guiar ni siquiera hacia un pensamiento, así como el
exceso de luz impedía la visión, el alma exhausta de ella respiraba puro placer
sin solución y la sentía tan viva que moriría sin saberlo"[36]

Daniel exigía pensamientos profundos, pero en los ejercicios, encerrada en el


sótano, Virginia "poco a poco iba consiguiendo un pensamiento sin palabras, un
cielo ceniciento y vasto, sin volumen ni consistencia, sin superficie, profundidad
o altura"[37]. Lo que concebía no se podían decir: su forma de aprehender el
mundo era totalmente ajena a esas palabras. Su modo de relacionarse con lo
circundante era por medio de la subcomprención y la intuición. Ya al final de la
novela, Daniel reconoce que ella entendía muchas cosas y de modo muy hondo,
pero diferente a la manera en que las entendía él: ella comprendió rápidamente,
sin necesidad de palabras, cuál sería un problema que tendrían su hermano y su
mujer. "Por qué no me interrumpiste (...). Por qué me dejaste equivocarme"[38].
Por última vez Daniel hablaría a su hermana con tono de superioridad,
exigiéndole haber hecho algo que no le correspondía hacer - porque en el
contacto con los otros no había imposición -; por última vez y al tiempo en que se
desplomaba del pedestal en el que se había querido ver pero en el que nunca se
había parado realmente.

Habiendo abandonado ya Granja Quieta, estando en la ciudad, Virginia vuelve a


experimentar "el tormento de la llegada a la palabra oral"[39] en el momento en
que se relaciona con Vicente, su amante. Nuevamente es empujada a expresarse
en un lenguaje ajeno, experiencia que siempre siente como una alienación: "tenía
pocos pensamientos en relación con las cosas y temía repetirlos siempre; nunca
usaba la expresión cierta, siempre equivocándose hasta cuando era sincera"[40].
Le era difícil hacer caber sus percepciones en esas palabras, no bastaban para
expresarlas, por lo que las usaba torpemente desde el punto de vista masculino;
"su palabra casi siempre cae en el sordo oído masculino, que solo entiende la
lengua que habla en masculino"[41].

Vicente siempre le habla, le explica las cosas. Su pensamiento pasa


necesariamente por el filtro del lenguaje. Aquí muestra claramente cómo "para el
hombre la identificación con la posición de sujeto es inmediata y ya inscrita en el
discurso", mientras que "para la mujer está obstaculizada y solo puede alcanzarla
a cambio de negar su propia especificidad"[42].

"Después de él, ella pasaba horas con la cabeza llena de nociones ya


transformadas en conversación y de movimientos nacidos como en función de su
propia presencia frente a sí. Entonces su impresión era que sólo podía llegar a
las cosas por medio de palabras. Era siempre un poco de esfuerzo entender,
entender todo. Cerrábase y con un pequeño trabajo inicial volvía la voz de él
monótona y acogedora como el abrigarse de la lluvia, sintiendo hasta un cierto
gusto sensual en escucharlo sin oírlo"[43]

Ella ve que para él todo se reduce a las palabras, todo cabe en las palabras y
finalmente éstas pasan a remplazar al mundo circundante. Todo se transforma
en conversación y deja de ser lo que originalmente era. Ella no puede acceder a
esa forma de aprehender el mundo. No, en realidad de nuevo vemos que de su
parte no hay un interés por hacer de las palabras su medio de contacto con las
cosas. Las palabras constituyen una mediación intolerable para ella y así las deja
de lado y se queda sólo con la voz de Vicente, para oírlo a él y no a esas palabras
que los separan. Se cuestiona de esta manera la capacidad del lenguaje de
comunicar a los sujetos. Vemos que no es un instrumento que acerque, que
permita compartir y hacer común los sentimientos e ideas entre las personas.
Virginia estará atenta a otras cosas, sus sentidos se conectarán a través de sus
hilos sutiles con Vicente pero a otro nivel:

"Yo no escuché las palabras, no sé ni siquiera cuáles podrían ser, pero yo te


respondí, ¿no es cierto?, sentí tu disposición cuando hablaste, sentí cómo eran
las palabras... Yo sé lo que quisiste decir... no importa lo que hayas dicho, lo
juro..."[44] (143)

Ella prestará atención a su voz, a su disposición al hablar, a otros signos que se


expresan fuera del lenguaje para comprender lo que él quiere comunicarle. Para
ella las palabras son vacías, por sí solas no dicen nada, no constituyen lo esencial
al momento del contacto con el otro. Por otra parte, Vicente siempre transformará
lo que Virginia le diga y lo traducirá a ese lenguaje suyo, llevando a cabo una
apropiación, sometiéndola a su comprensión por medio de las palabras.

"Ella se sorprendía desagradablemente cuando Vicente la interpretaba. Como


sacaba la comprensión de los otros. Escuchaba sus palabras con curiosidad pero
después no podía fundir sus descubrimientos consigo misma (...) lo que él hacía
de ella jamás ella lo aceptaba nuevamente, aunque lo llevase consigo"[45]

Él la interpretará para sí mismo, extraerá lo que capta y lo dirá en sus palabras.


Pero la reacción de Virginia será siempre el rechazo: escuchará pero no adoptará
esas palabras para explicarse a sí misma, porque en el fondo no se
puede fundir con ellas, no son homologables sus percepciones y pensamientos
con lo que él dice. Ella llevará consigo esas palabras, guardándolas con cariño
en tanto ve que esa es la forma que tiene él de acceder a ella, haciéndola caber
en ese lenguaje. Esa palabra ajena será recibida aunque en el fondo no la tocará,
no se dejará decir de esa manera.

Tras la muerte de la abuela paterna, con quien vivía en Granja Quieta, Virginia
abandona la ciudad para volver a su tierra a pasar un tiempo. Ese retorno implica
un reacercamiento a la familia, a ese mundo de la infancia que nuevamente
buscará tocar y sentir como antes. También reflexionará en torno a su vida en la
ciudad, tomando distancia de esa realidad. Pensará en Vicente, tratará de
recordarlo mientras conversa con su hermana:

"lo que más recordaba de él era algo que no se podía decir ni pensar, una cierta
condición que se establecía entre ambos en cuando pensaba en él, uniendo el
contacto... y que se concretaba en la visión de ella presenciando el gusto serio
de Vicente de caminar por el aposento sabiendo que ella estaba presente, en
algo que llenaba el aire de los dos, una reserva atenta de ambos - una atmósfera
ligera de diferencia de sexos como un olor sofocado de polvo de arroz - mientras
él con pequeños gestos de párpados, de dientes, de labios, afirmaba su libre
masculinidad discreta que, aunque existiera verdaderamente, tenía algo de falso
y excedente - Virginia y las paredes veían-."[46]

Recordará cómo él marcaba una diferencia con respecto a ella por medio de su
actitud en los momentos que compartían. Trataba de evidenciar su masculinidad,
de afirmarla ante todo para oponerse a ella, para distanciarse de cierta manera.
Ella descubrirá que lo que amaba de él "era de una cualidad imposible, dolorosa
como un agudo deseo ridículo: ella se sentía dulcemente capaz de ser de los
dos"[47]. Este tipo de amor es el que Cixous llamará Amor-otro: "el nuevo amor
se atreve con el otro, lo quiere, se arrebata en vuelos vertiginosos entre
conocimiento e invención"; es una relación que se basa en el intercambio, en "el
deseo-que-da"[48]. Pero este amor será imposible en tanto él buscará destacar
la diferencia y jerarquizarla por medio de esa exageración de su masculinidad, de
esa afirmación artificial, montada.

Después de transcurrido un tiempo en familia y de haberse dado el espacio para


reflexionar en torno a su vida, Virginia vuelve a la ciudad a buscar el dinero que
había obtenido de la venta de sus muebles. Ella había decidido quedarse a vivir
en Granja Quieta, hacer de esa su vida. Es en el viaje en el tren de vuelta a la
urbe que aparece nuevamente la araña-lámpara:

"¡Ah, la araña! Ella se había olvidado de mirar la araña. Le pareció que la había
guardado o que no había tenido tiempo de buscarla con los ojos. Sobre todo,
había otras muchas cosas que no había visto. Pensó que la había perdido para
siempre. Y sin entenderse, sintiendo un cierto vacío en el corazón, le pareció que
en verdad había perdido una de sus cosas. Qué pena, dijo sorprendida. Qué
pena, se repitió con arrepentimiento. La araña..., miraba por la ventanilla y en el
vidrio bajado y oscuro veía mezclada con el reflejo de los bancos, de las personas
la araña. Sonrió contrita y tímida. La araña implume. Como una grande, trémula
copa de agua. Prendiendo en sí la luminosa transparencia alucinada por primera
vez de la araña toda encendida en su pálida y fría orgía, inmóvil en la noche que
corría con el tren detrás del vidrio. La araña. La araña."[49]

En medio de todo lo que había sucedido al momento de regresar al hogar, no


había mirado la araña. Se había roto de cierta manera el hilo con que la atraía
hacia sí. Entonces se afirma lo que alguna vez intuyó en la infancia: "Pensó que
la había perdido para siempre". Virginia subcomprende que no volverá a Granja
Quieta; piensa en su abuela muerta y se da cuenta que está preparada de cierta
manera silenciosa para lo que la espera en la ciudad: la muerte en la forma de un
auto que la atropella. Pero la presencia de la araña persiste en ella, "encendida
en su pálida y fría orgía, inmóvil en la noche que corría con el tren detrás del
vidrio". La araña se deja ver fantasmalmente en las imágenes que capta en su
tránsito, que es también el viaje a lo largo de la vida.

Una vida se presenta inscrita entre la luz y la sombra que la araña genera en ella.
Las cosas se le revelan distintas, las capta relacionándose con ellas
amorosamente, tocándolas con suavidad, sin alterarlas. Las ve suspendidas en
sus propias esferas. Este personaje no es pasivo, sino que en su acto de
contactarse con el mundo no se impone con violencia: toma las cosas respetando
sus lugares, su espacio, su unicidad. Comprende la ineficacia del lenguaje, su
condición carcelaria, que aprisiona las cosas imposibilitando el aprehenderlas
como lo que son. Virginia es mostrada a través de la narración como un cuerpo
único, que ante todo hace prevalecer su especificidad rechazando un lenguaje
que la aleja de sí misma y de los otros.

Sí, Aracne fue convertida en una criatura no humana, fue subordinada por
Atenea. Así también en el momento en que muere, Virginia es rebajada de su
singularidad al ser encasillada en los estereotipos del público morboso que
presencia su muerte. Pero la araña sigue tejiendo, y quedará escrita y
representada la vida de un sujeto femenino que no se somete al punto de vista
de la generalidad, conservando su secreto - "Ella sería fluida durante toda la vida.
Sin embargo, lo que dominara sus contornos y los atrajera a un centro, lo que la
iluminara contra el mundo dándole íntimo poder, habría de ser el secreto"[50].
La subjetividad femenina tiene, entonces, cómo enfrentarse a las imposiciones
de la hegemonía, de Atenea y su mirada amenazante, vigilante y castigadora.
Virginia se hará la tonta con su hermano, silenciará esas palabras que la
obligarían a decir lo que no es; rechazará las palabras que le asigna Vicente; hará
prevalecer en su vida ese contacto íntimo, callado y único con lo que la rodea,
con los otros. Y sólo una voz narrativa femenina, que quitará territorio a la lengua
del patriarcado, podrá mostrarnos la interioridad de un personaje irrepresentable
en otros términos. Pienso, al igual que Hélène Cixous, que esa voz es de Clarice,
que es como la de una madre olvidada con la que nos reencontramos cada vez
que la leemos.

Bibliografía

· BARTHES, Roland: El placer del texto y Lección inaugural. Buenos


Aires, Siglo XXI, 2003.

· CIXOUS, Hélène: La risa de la Medusa: Ensayos sobre la escritura.


Barcelona, Anthropos, 1995.

· CHEVALIER, Jean: Diccionario de los símbolos. Barcelona, Herder,


1988.

· DE BEAUVOIR, Simone: El segundo sexo. Buenos Aires, Ediciones


Siglo Veinte, 1965.

· DELEUZE, Giles y GUATTARI, Felix: Kafka. Por una literatura menor.


México, Editorial Era, 1983.

· DERRIDA, Jacques: El monolingüismo del otro. Buenos Aires,


Manantial, 1997.

· GRIMAL, Pierre: Diccionario de mitología griega y romana. Buenos


Aires, Paidós, 1997.

· LISPECTOR, Clarice: La araña. Buenos Aires, Corregidor, 2005.

· VIOLI, Patrizia: El infinito singular. Madrid, Cátedra, 1991.

* Imagen de la portada de PAOLO VERONESSE: Aracne o la Dialettica. 1575-


1577.

[1] Hélène Cixous: La risa de la Medusa: Ensayos sobre la escritura.


Barcelona, Anthropos, 1995. Página 62.
[2] Historia redactada por esta humilde escribiente a partir de las versiones
del mito encontradas en:

Pierre Grimal: Diccionario de mitología griega y romana. Buenos Aires,


Paidós, 1997. Páginas 43-44.

Jean Chevalier: Diccionario de los símbolos. Barcelona, Herder, 1988.

[3] Hélène Cixous: Op. cit. Página 15.

[4] Ibid. Página 21.

[5] Ibid. Página 24.

[6] Ibid. Página 16.

[7] Ibid. Página 20.

[8] Simone de Beauvoir: El segundo sexo. Buenos Aires, Ediciones Siglo


Veinte, 1965. Página 14.

[9] Hélèn Cixous: Op. cit. Página 22.

[10] Jacques Derrida: El monolingüismo del otro. Buenos Aires,


Manantial, 1997. Página 34.

[11] Patrizia Violi: El infinito singular. Madrid, Cátedra, 1991. Página 150.

[12] Ibid. Página 109.

[13] Jacques Derrida: Op. cit. Página 38.

[14] Hélèn Cixous: Op. cit. Página 59.

[15] Patrizia Violi: Op. cit. Página 150.

[16] Giles Deleuze y Felix Guattari: ¿Qué es una literatura


menor? en Kafka. Por una literatura menor. México, Editorial Era, 1983.
Página 31.

[17] Hélèn Cixous: Op. cit. Página 58.

[18] Nestor Perlonguer: Como reina que acaba en Austria/Hungría.


Buenos Aires, Tierra Baldía, 1980.
[19] Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española. Madrid,
Editorial Espasa Calpe, 1994.

[20] Hélèn Cixous: Op. cit. Página 54

[21] Clarice Lispector: Op.cit. Página 45.

[22] Ibid. Página 39.

[23] Ibid. Página 66.

[24] Ibid. Página 59.

[25] Ibid. Página 60.

[26] Patrizia Violi: Op. cit. Página 157.

[27] Hélène Cixous: Op. cit. Página 110.

[28] Clarice Lispectos: Op. cit. Página 82.

[29] Ibid. Página 179-180.

[30] Roland Barthes: El placer del texto y Lección inaugural. Buenos


Aires, Siglo XXI, 2003. Página 120.

[31] Ibid. Página 119.

[32] Patrizia Violi: Op. cit. Página 97.

[33] Clarice Lispectos: Op. cit. Página 86.

[34] Hélène Cixous: Op. cit Página 55.

[35] Clarice Lispector: Op. cit. página 84.

[36] Ibid. Página 86.

[37] Ibid. Página 88.

[38] Ibid. Página 286.

[39] Hélène Cixous: Op. cit Página 55.

[40] Clarice Lispector: Op. cit. Página 144.


[41] Hélène Cixous: Op. cit Página 55.

[42] Patrizia Violi: Op. cit. Página 154.

[43] Clarice Lispector: Op. cit. Página 143.

[44] Ibid. Página 143.

[45] Ibid. Página 145.

[46] Ibid. Página 269-270.

[47] Ibid. Página 271.

[48] Hélène Cixous: Op. cit Página 65.

[49] Clarice Lispector: Op. cit. Página 304.

[50] Ibid. Página 33.

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