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El amor mal entendido y mal expresado

Existe la popular creencia de que el noviazgo consiste en que dos


personas se vayan conociendo gradualmente. Recuerdo que en sus muy
recomendables Barbarismos Andrés Neuman desmontaba esta teoría.
Explicaba, y cito de memoria, que el enamoramiento es ese periodo en que
dos personas hacen todo lo posible para que ninguna conozca realmente a
la otra. La seducción consiste en satisfacer las demandas del otro, de tal
manera que uno aparta aquella información que pueda contravenir ese
propósito. El gran drama de muchas parejas empieza a larvarse
precisamente en este instante de comunicación distorsionada. Dicho de un
modo lapidario. El mal que aqueja a las parejas es que tomaron la decisión
de serlo cuando estaban enamoradas. Si no recuerdo mal, algo similar le leí
hace tiempo a Carlos Castilla del Pino. La situación nos conduce a un
callejón sin salida. Si no se está enamorado es difícil levantar un proyecto
afectivo, y si se está, no se dispone ni de la información ni de la objetividad
más idóneas para adoptar una decisión bien calibrada. Al contrario. El amor
es una excitante anomalía de la atención que sesga la información en aras
de refrendar las predicciones más nucleares que nuestro enamoramiento ha
elaborado de la persona de la que nos hemos enamorado. La graciosa
expresión «el amor es ciego» no es tan banal como puede parecer. Es una
forma llana de explicar que el enamoramiento activa en nuestra economía
cognitiva el sesgo de confirmación para validar aquella información que
previamente ya habíamos recolectado.

Todo esto además tiende a hipertrofiarse cuando el amor desaparece del


corazón de una de las partes, pero no de la otra. A mí me gusta apuntar que
para construir una relación sentimental se necesita un acuerdo bilateral,
pero su disolución se puede llevar a cabo unilateralmente sin que la parte
que lo decide infrinja nada. De repente uno padece el síndrome de Romeo y
Julieta. Al no poder estar con la persona amada, el amor se agiganta (es
decir, la anomalía de la atención toma dimensiones de seísmo), el
despechado sufre la colonización de una ley persuasora basada en la
escasez y en la incertidumbre de la gratificación. La antropóloga Helen
Ficher explicó químicamente esta tragedia en su incisivo ensayo Por qué
amamos. Secretamos dopamina cuando la recompensa tarda en llegar, pero,
y esto es cardinal, siempre y cuando creamos que puede llegar. Surge así la
mórbida relación del desamor y la esperanza de poder derrocarlo para así
acceder de nuevo al reino del que fuimos desterrados. Es a partir de este
instante cuando se escuchan líricas barbaridades.

Es cierto que el amor es una palabra muy polisémica que no significa


nada si no se especifica, pero podríamos encontrar cierto consenso en que
el amor es la felicidad que nos procura comprobar cómo alguien logra
alcanzar sus fines, y a la inversa, cómo ese alguien se siente feliz cuando
somos nosotros los que coronamos los fines elegidos para nuestra vida, y
por ello se decide compartir la convivencia y todo lo que trae anexada.
Tengo malas noticias. Esta idea del amor desaparece de las canciones de
amor. No es ninguna trivialidad porque inconscientemente las canciones
levantan acta notarial de la alfabetización sentimental dominante. El
argumentario amoroso de la mayoría de las letras de las canciones es
tremendo. Ayer escuché una canción amartelada cuyo estribillo aullaba un
«no puedo vivir sin ti». Es una expresión muy recurrente en el cancionero
que a fuerza de repetirse parece esculpida en mármol y por tanto
inmunizada a cualquier impugnación. Hace poco también escuché en otra
pieza otro razonamiento igualmente perplejizante: «sin ti la vida duele
menos». Existe una canción tremendamente popular en la que también
alguien recuerda que «sin ti no soy nada». Estas hipérboles son muy
frecuentes en el imaginario.

Padecemos una curiosa propensión a lanzar mensajes negativos en vez de


enfatizar la mejora que supone compartir la vida con alguien que queremos
y que nos quiere. Ayer mismo lo hablaba con un profesor, que está
urdiendo ejercicios para que aprendamos a traducir correctamente los
mensajes y le demos una orientación positiva. Es muy fácil y muy
enriquecedor. En vez de argumentar que «no puedo vivir sin ti» se puede
aclarar que «puedo vivir sin ti, pero preferiría no hacerlo». En vez de soltar
el confuso «sin ti la vida duele menos» podemos afirmar un sencillo
«disfruto más la vida estando juntos». Frente al «sin ti no soy nada»
podemos señalar «contigo soy más». Para no caer en esa falacia de que «el
amor me ha hecho sufrir», podemos sincerarnos y aclarar que «el amor no
correspondido me ha hecho sufrir». Podemos permutar el masoquista «yo
aún podía soportar tu tanta falta de querer» (que escuché en la radio hace
unas semanas), por el incomprensible para mí pero más transparente en su
construcción lingüística «quiero estar contigo incluso aunque tú no quieras
estar conmigo». A mí jamás se me ocurriría mantener una relación con
alguien que me soltara esta afirmación escuchada en la estrofa de una
canción: «Yo prefiero morir a tu lado a vivir sin ti». Eso sí, no tengo la
menor duda de que me encantaría estar con alguien que me dijera y a quien
yo pudiera decirle: «Estoy tan a gusto a tu lado que me apena que solo
tengamos una vida por delante». Pura pedagogía en positivo.

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