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NADIE ES INOCENTE

En 1986, un filósofo describió nuestra


conducta actual en redes: somos
torturadores inofensivos

Ignorancia o afán de gratificación hacen que aportemos nuestros


guijarros a las lapidaciones colectivas, en las que nadie parecer ser
culpable.
21.08.2018 11:03

La lapidación de San Esteban, mural en la iglesia de San Juan del Hospital, Valencia
Imagina que tienes frente a ti un botón. Si lo oprimes, una persona que no
conoces recibirá una descarga eléctrica, pero de un voltaje tan pequeño que ni
siquiera la notará. Aprietas el botón y te marchas, pero sucede que cientos de
personas pasan frente a ese mismo botón y hacen lo mismo que tú. Y entonces
la víctima comienza a gritar de dolor.

¿Hiciste algo malo? Derek Parfit, influyente filósofo británico fallecido el año
pasado, definió ese caso como el del "torturador inofensivo", algo similar a lo
que sucede en el refrán español, que dice "entre todos lo mataron y él solito se
murió".

Al principio, Parfit diseñó un escenario sencillo, donde mil torturadores


oprimirían mil veces el botón, cada uno electrocutando a su propia víctima
individual. Luego el filósofo plantea otro escenario, donde cada uno de los mil
torturadores oprime el botón un millar de veces, pero cada descarga afecta a
una víctima distinta de ese grupo de mil. El resultado es igualmente terrible:
mil personas sufren electrocución. Sin embargo, moralmente la impresión es
distinta ya que nadie, de manera individual, electrocutó a un individuo
específico.

Ese parece ser el tipo de ejemplo técnico bien planteado que los filósofos
aman -entre otras cosas, es un desafío a una visión utilitaria que analiza la
incorreción de un acto sólo en relación a sus consecuencias- pero sin
relevancia en el mundo real. Pero sucede que Parfit diseñó estos escenarios en
1986, y el mundo cambió desde entonces, destaca un artículo redactado por el
psicólogo estadounidense Paul Bloom, catedrático de Yale, en colaboración
con Matthew Jordan, uno de sus estudiantes.

"Hoy, en 2018, ambos somos torturadores inofensivos y tú -


independientemente de la postura que adoptes delante de cualquier tema
específico-probablemente también lo eres", advierten los autores, según se lee
en un artículo publicado por The New York Times.

En la actualidad, la situación descrita por Parfit se repite de forma constante


en redes sociales. Alguien escribe algo malo sobre ti en Facebook, y
dependiendo de lo personal que sea tu relación con esa persona, puedes
sentirte herido o no, pero como nadie lo nota, no sucede gran cosa. Sin
embargo, si al día siguientes esa publicación tiene mil likes y numerosos
comentaros irónicos, es muy probable que te sientas afectado. Más allá de que
cada comentario en particular te genere poco o ningún dolor, el efecto
acumulativo es mucho más grave.
En su libro "So You've Been Publicly Shamed" (Entonces fuiste humillado
públicamente], publicado en 2015, el periodista galés Jon Ronson exploró los
efectos del linchamiento digital, incluyendo el caso de una mujer cuyo tuit
irónico sobre los privilegios de las personas blancas generó miles de
respuestas furiosas, le hizo perder su empleo y la obligó a ocultarse. Desde
entonces, la turba de las redes se ha mantenido activa: pronto dirigió su
atención a un dentista que mató a un león, a una serie de mujeres blancas que,
sin razón aparente, llamaron a la policía debido a la presencia de negros e
incontables ejemplos.
Cuando pensamos en el salvajismo de las redes sociales, en general tenemos
en mente la mala conducta individual: amenazas de muerte y violación,
divulgación de datos personales -incluyendo direcciones de lugares
frecuentados por la familia de la "presa"- o mentiras maliciosas. Sin embargo,
el torturador inofensivo rara vez llega tan lejos. Simplemente pone su like,
retuitea y agrega así leña al fuego. El problema es que somos millones, y
todos pasamos frente al botón de Parfit y le damos un apretoncito.

En su experimento mental, el filósofo nada dice acerca de las motivaciones de


los torturadores. Sin embargo, somos animales morales, y hay abundante
evidencia en estudios de laboratorio y en la vida real, que deja claro que
queremos ver a los inmorales recibiendo su merecido castigo. Esto se basa a
su vez en una lógica evolutiva: si no estuviéramos dispuestos a castigar o
excluir a los malvados, no habría gravamen alguno en ser delincuente, y las
sociedades colaborativas no progresarían.

Existe también una especie de crédito social que acompaña el hecho de ser
visto como un castigador moralista: queremos mostrar al prójimo que somos
buenos, exhibir nuestra virtud. Cuando alguien nos mira, experimentamos una
mayor tendencia a actuar como castigadores, y hay prueba de que la gente
suele tener en mayor estima -y con más chance de luego considerar de
confianza- a quienes castigan a los "bandidos", y no a los que se quedan
parados sin hacer nada.

En el mundo real, es complicado separar los motivos morales de los sociales.


"Como la mayoría de los americanos, vibré espontáneamente cuando vi al
supremacista blanco Richard Spencer recibir un puñetazo durante una
entrevista", escribió el filósofo Bryan W. Van Norden en su columna del New
York Times. Resulta difícil establecer en qué medida la afirmación de Van
Norden refleja el placer genuino por ver a un racista recibir su merecido, y en
qué medida responde al deseo de ser visto como antirracista para ganarse el
aplauso del público.

Si la motivación consciente de nuestra reprobación es explícita, quizá nunca


nos pase por la mente la idea de que estamos haciendo sufrir a nuestra
víctima. Y la facilidad con que expresamos indignación moral online -la
mayoría de las veces, sin repercusión alguna en el mundo real- vuelve esa
condena más difícil. "Si la revuelta moral es el incendio ¿Internet es la
gasolina?", se pregunta Molly Crocket, colega en Yale de los autores del
artículo.

Por otra parte, existe un sistema de recompensa edificado sobre la cacería en


redes, tal como queda de manifiesto en un artículo titulado "I Was the Mob
Until the Mob Came for Me" (Yo era la turba hasta que la turba vino a por
mí", publicado bajo el seudónimo Barret Wilson en la revista australiana
Quillette.

Wilson, quien se define como "un ex justiciero social", describe la


satisfacción que sentía en los tiempos en los que se dedicaba a la execración
cibernética. "Cada vez que trataba a alguien de racista o sexista, me subía la
adrenalina. Y la sensación se sostenía y reafirmaba con cada estrellita,
corazón y like, esos que constituyen la limosna de la validación en las redes
sociales", recuerda.

¿Pero, provocar la muerte con miles de puñaladas no es algo bueno? ¿Si se


tratara de Hitler, no sería correcto hacerlo pasar por eso? El problema es que,
cuando estamos llenos de indignación moral, actuando como parte de una
masa en un mundo virtual sin ningún sistema establecido de evaluación, ley o
justicia, todos los enemigos se convierten en Hitler. Como dijera el ya citado
Jon Ronson, es muy fácil que se produzca "una disociación entre la gravedad
del crimen y el salvajismo eufórico del castigo".

Obviamente, la reprobación puede tener efectos positivos: en ocasiones la


masa enardecida acierta. Sin embargo, del mismo modo los torturadores
inofensivos pueden alcanzar fácilmente a los débiles e indefensos. El ataque
puede basare en mentiras o confusiones y ser alentado por la ignorancia de
celebridades y políticos, entre los que el actual presidente de Estados Unidos
es un buen ejemplo.

El efecto del torturador inofensivo no se limita a las redes sociales, también se


aprecian las consecuencias de su efecto acumulativo cuando se trata de
acciones individuales de mayor impacto. Los likes y retuits se asemejan de
forma estructural a la lapidación, especialmente si la concurrencia es grande:
es difícil ver a la víctima y nadie tiene tan buena puntería como para atribuirle
una pedrada decisiva, pero el resultado final es la muerte. El rechazo social es
otro ejemplo, una tortura por acumulación de omisiones -individuos evitando
el contacto con determinada persona- y no por acciones.

Julio Sanchez, escritor del Instituto Catón, con sede en Washington, uso el
escenario creado por Parfit en un debate acerca de comportamientos como
silbar a una mujer en la calle o usar lenguaje ofensivo a modo de broma.
Sanchez observa que la reacción típica ante la crítica de esas actitudes es la
negación: muchos creen que no existe mala intención y que nadie resulta
perjudicado. Sin embargo, incluso cuando esto sea válido para conductas
individuales, la situación cambia cuando las consideramos en términos de
acumulación, repitiéndose incontables veces por parte de miles de personas.
Entonces el impacto se vuelve obvio.
Es difícil cambiar los tipos de comportamiento que Sanchez aborda, y quizá
todavía más difícil hacer que las personas recapaciten acerca del linchamiento
online, ya que produce una sensación muy grata cuando creemos estar del
lado correcto. Nuestra mente evolucionó para tener en cuenta las
consecuencias de nuestros actos individuales, pero nos resulta difícil situarlos
en la perspectiva de sus efectos acumulados junto a los de otros.

Sin embargo, la lección que nos deja el Torturador Inofensivo de Parfit es que,
si queremos ser personas decentes, debemos intentarlo.

Montevideo Portal

PIENSE PRIMERO, TUITEE DESPUÉS


Libro analiza las peores defenestraciones
sufridas a causa de un simple tuit
Nuevo libro analiza sonados caso de personas que sufrieron escarnio y
acoso a escala global, sólo por publicar un tuit inadecuado sin
pensarlo antes.
13.03.2015 13:49

Archivo. Gerardo Carrasco/Montevideo Portal


En diciembre de 2013, la relacionista pública Justine Sacco, de 30 años
esperaba en el aeropuerto londinense de Heathrow por la conexión de un
vuelo que la llevaría a Cape Town, Sudáfrica.

Poco antes de abordar, compartió un tuit con sus seguidores, que no eran más
que 170: "Voy a África. Espero no contagiarme con VIH. Estoy bromeando.
Soy blanca".

Nunca imaginó las consecuencias que traería esa frase, que ella
posteriormente describió como un chiste a propósito de la burbuja en la que
viven los estadounidenses con respecto a lo que ocurre en países en vías de
desarrollo.

Para su desgracia, nadie entendió la ironía, si es que la hubo, y las


consecuencias fueron desastrosas para ella. Basta decir que horas más tarde,
cuando bajó del avión en Sudáfrica, ya no tenía empleo.

La historia de Sacco es una de las varias referidas por el escritor galés Jon
Ronson en su libro "So You've Been Publicly Shamed", que se puede traducir
como "Entonces te avergonzaron públicamente".

"Cuando conocí a Sacco, estaba confundida, molesta. Tras lo ocurrido, no


dormía, se despertaba en medio de la noche sin saber quién era, sentía que su
vida no tenía propósito. Hasta ese momento había tenido una carrera exitosa,
lo que la hacía feliz. Pero esa satisfacción se la quitaron. Y la gente se
alegraba por eso", recuerda Ronson en declaraciones a la cadena BBC.

Hasta el millonario estadounidense Donald Trump se refirió al incidente:


"¿Qué rayos estás haciendo? ¿Estás loca? ¡No es agradable ni justo! Apoyaré
a @AidForAfrica (AyudaParaAfrica). Justine está despedida", tuiteó Trump a
las 11.13 pm el 22 de diciembre de 2013.

@brainclouds comentaba, usando el hashtag #hasJustineLandedYet


(YaAterrizóJustine), "Es impresionante ver como alguien se autodestruye sin
ni siquiera saberlo".

El revuelo se inició mientras Sacco estaba en el avión, así que en un principio


no tenía ni idea de lo que ocurría. Cuando volvió a encender su teléfono,
descubrió que se había convertido en trending topic, que era un verdadero
fenómeno de impopularidad en las redes, que no tenía trabajo y que el mundo
entero parecía odiarla.

IAC, la compañía de medios e internet para la que trabajaba, hizo el anuncio


públicamente a través de un tuit: "Este es un asunto muy serio para nosotros.
Ya no tenemos relación con la empleada en cuestión".

"En el caso de Sacco, hubo todo tipo de comentarios, pero muchísimos fueron
misóginos. Suele ocurrir con frecuencia cuando se trata de una mujer", señala
Ronson.

Otro de los casos analizados por el autor es el de Adria Richards. A diferencia


de lo sucedido con Sacco, Richards pretendió denunciar a otros via Twitter y
efectivamente lo hizo, pero todos salieron perdiendo.
En marzo de 2013, ella se encontraba en una conferencia para programadores
organizada en Santa Clara, California, Estados Unidos.

Estaba sentada escuchando a uno de los ponentes. En la fila de atrás estaba un


hombre llamado Hank, quien casi susurrando le hizo un comentario a un
colega que estaba a su lado. Era una broma de tipo sexual, una especie de
juego de palabras utilizando términos de la jerga informática.
Cuando Richards escuchó el comentario de Hank, se dio vuelta y le tomó una
foto. Acto seguido, Richards compartió con sus más de 9.000 seguidores la
imagen en Tweeter, acompañada de un texto en el que se refería al
comentario, añadiendo que era de mal gusto.

El tui causó un gran revuelo, que hizo que tanto ella como el tal Hank
perdieran sus trabajos. Pero en Twitter, fue Richards quien se llevó la peor
parte.

"Fue sometida a una campaña de acoso terrible a través de internet. La


empezaron a bombardear con amenazas de violación y de muerte, hubo
incluso quien hizo pública su dirección incluyendo la foto de una mujer
decapitada que tenía la boca cubierta con cinta adhesiva", comenta Ronson.

A la fecha, sigue sin conseguir trabajo y todavía es víctima de ataques


anónimos a través de internet.

Similar situación vivió Lindsey Stone, de 32 años, aunque su calvario no fue


en Tweeter sino en Facebook. Estaba con una compañera de trabajo en el
Cementerio Nacional de Arlington, en Virginia, EE.UU, y decidió tomarse
una foto en la tumba del soldado desconocido, justo al lado de un letrero que
pedía "silencio y respeto".

A ambas les pareció genial que Stone apareciera en la imagen pretendiendo


gritar y haciendo una seña vulgar con el dedo medio.

Era parte de una broma que ambas solían hacer: tomarse fotos junto a letreros
desobedeciendo las instrucciones que pregonaban. Por ejemplo, fumando justo
frente a un cartel de "prohibido fumar".

La ira en la red se desató un mes después, cuando alguien se tropezó con la


foto. Se creó una página muy popular en Facebook llamada "Despidan a
Lindsey Stone".
Al día siguiente, había cámaras de televisión frente a su casa. También perdió
su trabajo.

El año que siguió al incidente apenas y salió de su casa, estaba deprimida y


sufría de insomnio. Según le contó a Ronson, no quería que nadie la viera y no
quería ver a nadie.

En todos los casos referidos hay un denominador común: un breve comentario


o una foto, publicado sin reflexionar en las redes sociales, termina por arrojar
una súbita, veloz y destructiva tempestad sobre las cabezas de sus autores o
protagonistas. Y lo peor de todo es que el daño resulta permanente, indeleble e
inolvidable.

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