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TEMA 3

EL HOMBRE,
LLAMADO A LA AMISTAD CON DIOS

Contenido
1.La vocación del hombre a la vida divina.2
2.La cuestión del sobrenatural.3
2.1.Breve historia del problema4
2.2.Propuesta de solución8
3.La oferta original de la gracia: el «estado original»10
3.1.La Escritura y la Tradición10
3.2.Reflexión sistemática14
3.3.La historicidad del estado original16

1. La vocación del hombre a la vida divina.
El hombre ha sido llamado por Dios a la existencia para participar de la vida divina. Esta
configuración con Dios es lo que constituye la vocación del ser humano y el sentido profundo de su ser.
Para eso Dios salió de su vida intradivina y se reveló al hombre: para compartir con él sus bienes1.
El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado
por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el
hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:
«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la
comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no
existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive
plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador»
(GS 19,1). Catecismo 27.
En la comunicación que Dios hace de sí mismo en la revelación, se entrega como don gratuito por
amor. Esto es lo que llamamos “gracia”: la gracia es Dios en cuanto que se dona voluntariamente
porque nos ama.
Esta gracia es un regalo gratuito que Dios hace porque quiere. Tampoco es debido a la naturaleza
humana. Es el don de sí mismo. No es una cosa, es Él, su mismo ser. Es el amor divino. La gracia es el
amor de Dios que se nos entrega. Es la bondad y generosidad de Dios. Esto se manifiesta especialmente al
darnos Jesucristo y al Espíritu Santo. Es la presencia de Dios en el corazón.
El origen y el destino del hombre es Dios. El hombre es llamado a la comunión de amor con la
Trinidad, es llamado a la santidad. Esta vocación es previa a la creación: nos eligió antes de la fundación
del mundo para que fuésemos santos (Ef 1, 4). Esta vocación es lo que da sentido a la creación del
hombre. Es también una vocación constitutiva del ser humano. Es para todos: Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4). Es permanente, para siempre: los
dones y la llamada de Dios son irrevocables (Rom 11, 29). No se impone, se acoge o se
rechaza. Comporta un crecimiento desde nuestro ser creado hasta la escatología. Es fundamento de
la comunión con los hermanos.
En la entrega que Dios hace de sí mismo hay dos momentos clave: la creación y la historia2.
En la unidad del único designio divino salvífico podemos hablar de dos dones que Dios nos da.
Podemos distinguir dos gratuidades: la creación y la redención. Hay una primera gratuidad que es la
creación. Y una segunda gracia, que es la acción de Dios a lo largo de la historia de la salvación, culminada
con el envío de Cristo y el del Espíritu Santo.
La reflexión sobre estos dos dones divinos (la obra de Dios en la creación y la historia de la
salvación) ha derivado en la cuestión del sobrenatural, llegándose a considerar dos órdenes de la realidad:
el natural (creación) y el sobrenatural (obra salvífica divina que sobrepasa la condición creatural).

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2. La cuestión del sobrenatural.
Plantear la cuestión del sobrenatural es preguntarnos por la relación entre los dones de la filiación
divina y el hombre considerado en sí mismo. La novedad que nos aporta Jesucristo, ¿es verdaderamente algo
nuevo y algo que supera al hombre, o en el fondo, le resulta debido a su constitución? 3
Queda así planteada la clásica dialéctica naturaleza-gracia. Si el hombre es proyectado y querido
por Dios con vistas a su divinización, de modo que ésta sea la única real consumación de lo humano; si, por
otra parte, tal consumación no puede ser fabricada por el hombre mismo, sino que sólo acontece por
graciosa autodonación del propio Dios. ¿Será la divinización del hombre algo sobreañadido desde fuera a su
estructura ontológica completa en sí misma y autosuficiente? ¿O habrá en dicha estructura una
secreta connaturalidad hacia lo transnatural, algo así como una irrefrenable proclividad hacia su plus de ser,
ciertamente no debido pero permanentemente sospechado y pre-sentido, de forma tácita o expresa?4
¿Cómo se integra esa vocación divina en la estructura creatural del ser humano?
A esta cuestión se han dado dos respuestas extremas:
1. la vocación divina se sigue necesariamente de la condición humana de imagen de Dios (sería una
especie de exigencia interna de la naturaleza humana); lleva a una negación del carácter gratuito de
la vocación divina del hombre (orden sobrenatural);
2. la vocación divina es posterior a la plena constitución natural del hombre (es un don exterior a
la condición humana). Lleva a considerarla superflua (la naturaleza humana se bastaría a sí misma).
1. Breve historia del problema5
En los inicios de la teología cristiana este problema no se planteaba, simplemente porque para
los Padres no hay más destino del hombre que la visión de Dios, y la divinización, hecha posible
porque el Hijo ha asumido la naturaleza humana. Esto es un puro don al que no podemos tener
derecho6.
Así la gratuidad del orden sobrenatural se fundamenta única y exclusivamente en la libre
voluntad de Dios (cf. Ef 1,5: «él nos ha destinado en la persona de Cristo, según el beneplácito de su
voluntad, a ser sus hijos»). Por tanto, para los Padres lo sobrenatural no es lo contrapuesto a lo natural,
sino simplemente sinónimo de divino, y naturaleza y gracia (o creación y salvación) se entienden
recíprocamente: salvación como plenitud, creación como presupuesto.
En la Edad Media, Santo Tomás de Aquino establecerá una distinción que va a ser
fundamental en el desarrollo de nuestra cuestión. Distinguirá en el hombre entre perfecciones que son
completamente gratuitas (los dones sobrenaturales, la gracia) y perfecciones que son debidas a su
naturaleza (v.gr., la razón), afirmando además que, en caso de que las primeras no se dieran, el hombre no
se vería privado de nada.
O sea que Santo Tomás distingue en el ser humano el orden natural del sobrenatural. Con ello
no pretende más que afirmar la consistencia del ser creatural, que permanece aún en el caso de haber
perdido la gracia, pero no considera ambos órdenes como independientes. De hecho para él también las
perfecciones naturales son gratuitas (dada la libertad divina al crear) y la única plenitud del hombre
consiste en la visión de Dios, de la cual posee un apetito natural inscrito en él mismo. El fin del hombre es
uno solo: Dios, y se alcanza únicamente por gracia. Es, por tanto, sobrenatural. Este don sobrenatural está
inscrito en la naturaleza humana y es deseado por el ser humano: el ser finito desea al infinito, pero solo
puede alcanzarlo como un don. En este deseo de la visión de Dios confluyen lo natural y lo sobrenatural7. El
deseo natural de Dios está en la naturaleza humana, puesto por Dios, y conecta al ser del hombre con su
destino. Este deseo lo encuentra uno dentro de sí, pero no proviene de sí mismo, ni puede alcanzarlo con
sus fuerzas: viene de Dios y es Dios quien otorga el objeto del deseo: la visión beatífica.
La paradoja del deseo natural de Dios llevará a un debate: ¿Es posible un deseo natural de lo
sobrenatural?
En el siglo XVI, sí que se llegará a plantear seriamente la hipótesis de que Dios hubiera podido
crear al hombre con todas las perfecciones naturales, pero sin llamarlo a la comunión con él ni
destinarlo a la visión beatífica. Se trataría de un ser humano perfecto en el orden natural, como «simple
criatura», al que en un segundo momento se le otorgaría el don sobrenatural de la vocación divina,
pero que ya en su orden puramente creatural podría alcanzar una plenitud proporcionada a ese orden. Esto se
conoce como la hipótesis de la «naturaleza pura» y sirvió a los teólogos para fundamentar la gratuidad

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absoluta del orden sobrenatural en las controversias acerca de la gracia que se produjeron en los siglos XVI
y XVII.
En esta línea se mantuvo la cuestión hasta prácticamente los años 40 y 50 del pasado siglo, cuando
los teólogos comienzan a cuestionarse la validez de la hipótesis de la naturaleza pura, entre otras cosas
porque se funda en un supuesto orden natural, perfecto y encerrado en sí mismo, que de hecho nunca
ha existido, dado que el hombre que existe en la realidad es el llamado en Cristo a la comunión con
Dios, esta es la única vocación del hombre (GS 22); y además porque acaba entendiendo lo sobrenatural
sólo negativamente, como aquello que no pertenece a la naturaleza o la supera, cayendo así en el
excesivo extrinsecismo.
Sin entrar en detalles de cada autor, las claves comunes serían8:
 El punto de partida es el hombre real y concreto, el que ha sido creado y llamado en Cristo,
para la comunión con Dios, para participar de la vida divina.
 El hombre está desde siempre en el orden divino, que es lo que constituye su ser. Es propio
del ser del hombre su apertura a Dios.
 El deseo de ver a Dios está impreso en el alma, en las mismas raíces de nuestro ser. El
hombre ha sido creado en Cristo, a imagen de Dios. No se puede sostener el dualismo
natural/sobrenatural.
 El designio divino es uno y único. En él solo cabe un fin: la visión beatífica. No puede haber
un fin meramente natural. Sin Dios no hay felicidad plena.
 Hay un doble plano de gratuidad, porque el don del Hijo y del Espíritu Santo no se derivan
del don de la creación. Por eso, se pueden distinguir dos dones, que corresponden a dos actos de
la libertad divina:
o Primero, la creación, por la que Dios nos ha dado el ser.
o Segundo, la divinización (o salvación), por la que recibimos la filiación divina, a
imagen del Hijo por el Espíritu, y la inhabitación del Espíritu Santo.
Unidad y distinción es una clave teológica de equilibrio. Desde esta clave, podemos sintetizar:
a) Unidad.
 Hay que comenzar resaltando la unidad del designio divino. La naturaleza no puede
desligarse de su autor, de Dios. Esta naturaleza designa todo lo que el hombre es en su origen, lo
cual incluye la llamada a la comunión con Dios. No hay naturaleza sin gracia.
 El hombre real está vinculado estructuralmente a Dios. Por eso, todos los seres humanos están
en el orden de la gracia, pues han sido llamados a la comunión con Dios y a participar de la vida
divina.
 La creación es al mismo tiempo el comienzo de la salvación y el presupuesto de la misma:
Dios nos crea porque quiere divinizarnos.
b) Distinción.
 En la unidad del ser humano podemos distinguir dos dones: el don creatural y
el don supracreatural. La naturaleza es dada por Dios como un don, pero no podemos
reducir todos los dones divinos a los de la naturaleza, ya que hay dones que sólo se dan en la
historia, como son el don del Hijo y el don del Espíritu Santo. Por tanto, hay dos acciones
gratuitas de Dios, dos diferentes planos de gratuidad, el de la creación y el de la historia.
o La creación es una gracia natural, que recibimos como don y no por derecho.
La naturaleza humana designa lo que el hombre es por su condición creatural, que ha
recibido como don ser a imagen y semejanza de Dios.
o Las palabras y gestos salvíficos de Dios en la historia son
una gracia supracreatural. La gracia designa, en sentido más propio, lo que Dios
concede al hombre en la historia, entregándose como don en su Hijo Jesucristo por el
Espíritu Santo, para que lleguemos a la intimidad con Él.
No consiste en separar sino en distinguir dos acciones de Dios que van unidas en el único plan
divino. La unidad afirma la referencia de toda criatura al Creador. Así, se supera el extrinsecismo de la
gracia y la independencia de la naturaleza humana sin religación al Creador. Gracias a la distinción, se
afirma que no hay confusión entre lo humano y lo divino. El orden temporal tiene cierta autonomía, pero
nunca de modo independiente a Dios (cf. GS 59, 36), pues la criatura sin el Creador, desaparecería. La

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distinción hace posible también la libertad, por la que la criatura libre puede someterse al Dios (vida de
gracia), conforme a su esencial dependencia del Creador, o rebelarse contra Él (pecado).
2. Propuesta de solución9
1. Punto de partida cristológico.
El gran problema es la fundamentación del carácter gratuito (sobrenatural) de la vocación divina del
hombre.
Punto de partida clásico es la hipótesis de un hombre no necesitado de la ordenación a Dios, o
sea, perfecto en su creaturalidad.
El defecto es olvidar que todo planteamiento de la vocación divina del hombre no puede prescindir de
la referencia a Cristo (cf. Ef 1,5; Rom 8,29). La vocación divina del hombre no sólo culmina en
Cristo, sino que se fundamenta en él. No hay más gracia que el propio Jesús, enviado del Padre y el
don de su Espíritu que nos hace hijos de Dios. La entrega del Hijo es el acto de amor “hacia afuera”
más grande que podamos pensar en Dios, y es por ello, la mayor gracia. La encarnación no sólo es el
acto de amor más gratuito, y, por tanto, lo gratuito por excelencia, sino la fundamentación de todo
cuanto existe
2. Concepto histórico-salvífico de hombre. La idea de una naturaleza pura no tiene sentido desde el
punto de vista teológico porque en realidad, la naturaleza humana no existe con anterioridad a la
voluntad divina de ofrecer su amistad al hombre. En consecuencia, el hombre está pensado para poder
recibir la filiación divina y esto constituye su más profunda y auténtica naturaleza, tal y como la ha
querido el Creador. Un ser con otra finalidad no sería otra clase de hombre, sino que simplemente no sería
un ser humano.
3. La gratuidad del orden sobrenatural. Normalmente se ha querido fundamentar ésta convirtiendo la
vocación divina del hombre en una realidad que adviene desde fuera a una realidad natural ya perfecta en sí
misma. Pero este planteamiento olvida que esta supuesta realidad puramente natural no existe, ya que la
misma existencia del ser creatural es ya obra de la gracia, en cuanto responde a la voluntad creadora divina
de establecer frente a sí una realidad distinta de él (gratuidad creatural). Por tanto, la gratuidad de la
vocación sobrenatural del hombre se fundamenta en una gracia mayor, en virtud de la cual el ser
humano está llamado a ser «más que criatura» por el don de la comunión con Dios. Y este segundo
momento de gratuidad no depende del primero, aunque lo suponga o incluso lo exija10. Inversión de
perspectivas: no es que la naturaleza pueda exigir el orden sobrenatural, sino que es éste el que exige una
condición creatural distinta del Creador para poder establecer una relación de comunión con él.
4. El concepto de naturaleza. Si la existencia de la criatura es condición de posibilidad para
la autocomunicación de Dios, debemos pensar que la criatura tiene que estar dotada de ciertas
características que la capacitan para recibir ese don (y en este sentido es en el que se puede hablar de
una naturaleza humana en sí misma considerada). No es pensable, por ejemplo, que pueda recibir la
vocación divina una criatura irracional, aunque esto no significa que la condición supracreatural del
hombre (lo que hace ser más que criatura) consista en la racionalidad. Al contrario, racional y todo, el
hombre sigue siendo criatura. Por eso no debe confundirse la condición supracreatural del hombre con su
racionalidad, aunque la implique. Esto es lo que reprochaba la Humani Generis cuando advertía a quienes
afirmaban que Dios no podía haber creado seres racionales sin destinarlos a la comunión con él y a la visión
beatífica (DH 3891). En el fondo, esta afirmación de la consistencia de la criatura humana es lo que estaba
latente en la hipótesis de la naturaleza pura. Si bien, ésta no conseguía del todo evitar un
cierto extrinsecismo, porque suponía que esa supuesta naturaleza pura era “perfecta”, olvidando que la
gracia perfecciona al hombre íntimamente; es decir, no sólo en cuanto racional, sino también en
cuanto criatura, ya que nos hace participar más plenamente del ser de Dios, que es el fundamento más
íntimo de toda realidad creatural11.
3. La oferta original de la gracia: el «estado original»12
1. La Escritura y la Tradición
a) Nociones tradicionales
Se ha considerado normalmente que Dios creó al hombre dándole de hecho u ofreciéndole tres
categorías de bienes o dones13:
1. dones naturales, los que corresponden a la naturaleza del hombre en cuanto tal; no pueden
desprenderse de ella y permanecen después del pecado: la razón, la constitución del hombre

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en cuerpo y alma, las potencias del alma, la libertad… En términos patrísticos estos dones
corresponden al ser del hombre a imagen de Dios.
2. dones sobrenaturales, que hacen referencia a la gracia, a la amistad e intimidad con Dios, es decir, a
la vida divina de la que el hombre participa ya en el paraíso de modo inicial y será plena en la
escatología. Estos dones se perdieron por el pecado, pero fueron restaurados por la redención de
Cristo.
3. dones preternaturales (están entre unos y otros, no son exigidos por la naturaleza, pero
la perfecciona en su mismo orden, sin que por sí mismos supongan la comunión íntima con el Creador
(que es lo propio de los sobrenaturales): por ejemplo, la inmortalidad, la integridad o ausencia de
concupiscencia).
Éstos últimos serían los propios del estado original. Perdida esa gracia primera por el pecado, ya
no se recuperan. Los naturales, aunque afectados por el pecado, han quedado sustancialmente íntegros. La
bondad de la criatura de Dios permanece. La redención de Cristo ha traído la posibilidad de sanar la
naturaleza caída y de recuperar los bienes sobrenaturales, pero no los preternaturales, definitivamente
perdidos con la expulsión del paraíso.

374 El primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en la
amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él;
amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva creación
en Cristo.
375 La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico
a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición, enseña que nuestros primeros padres
Adán y Eva fueron constituidos en un estado "de santidad y de justicia original" (Concilio
de Trento: DS 1511). Esta gracia de la santidad original era una "participación de la vida
divina" (LG 2).
376 Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre
estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni
morir (cf. Gn 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gn 3,16). La armonía interior de la persona humana, la
armonía entre el hombre y la mujer (cf. Gn 2,25), y, por último, la armonía entre la primera
pareja y toda la creación constituía el estado llamado "justicia original".
377 El "dominio" del mundo que Dios había concedido al hombre desde el comienzo,
se realizaba ante todo dentro del hombre mismo como dominio de sí. El hombre estaba
íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia (cf. 1 Jn 2,16),
que lo somete a los placeres de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la
afirmación de sí contra los imperativos de la razón.
378 Signo de la familiaridad con Dios es el hecho de que Dios lo coloca en el jardín
(cf. Gn 2,8). Vive allí "para cultivar la tierra y guardarla" (Gn 2,15): el trabajo no le es
penoso (cf. Gn 3,17-19), sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el
perfeccionamiento de la creación visible.
379 Toda esta armonía de la justicia original, prevista para el hombre por designio de
Dios, se perderá por el pecado de nuestros primeros padres.

b) Sagrada Escritura
En la Escritura la reflexión sobre el estado original se desarrolla especialmente en la
 Historia del paraíso (Gn 2,8-17 y 3,1-24). El paraíso es la representación de la situación original
que Dios pensó para el hombre, una situación de especial cercanía y amistad entre Dios y el hombre, que
se manifiesta en el entorno abundante que Dios establece para él (v. 8). De hecho, el paraíso no se
entiende aquí como un jardín celeste (mitos) sino como la morada del hombre, perfectamente situada
geográficamente (vv. 10-14). Es una situación de plenitud, como desprende de la descripción de las
consecuencias que supondrá el pecado: ausencia de fatiga, relación armónica con la mujer y con la tierra,
inmortalidad... (cf. 3,14-19). Pero no es una situación libre de responsabilidades: obligación del trabajo
(v. 15) y observancia de la prohibición divina (v. 16), que no es más que un mandato de vida (vida = libre
obediencia a Dios). Una situación de plenitud, pero no de ociosidad, no exenta de límites. En
5
cualquier caso no parece ser un estado de perfección (fin de la historia), sino una posibilidad de vida
ofrecida por Dios al hombre en la obediencia y el servicio (no es un reportaje de los inicios).
 Libros sapienciales: Incorruptibilidad e inmortalidad (Sab 2,23-24); discernimiento,
inteligencia (Eclo 17,1-9).
 Nuevo Testamento: alusiones indirectas especialmente en las cartas paulinas, como cuando se nos
habla de la función reconciliadora de Cristo (cf. 2Cor 5,18), que supone un anterior estado de paz y
amistad, roto por el pecado; o de la muerte como fruto del pecado (cf. Rom 5,12), lo cual hace suponer
que la inmortalidad era uno de los bienes de los que gozaba el hombre en la amistad con Dios. Cf.
también Mc 10,6: alusión a un estado de armonía originaria entre varón y la mujer todavía no
“estropeado” por el pecado.
c) El estado original en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia
En lo que respecta a la Tradición de la Iglesia destacamos especialmente la doctrina de algunos
concilios de la Iglesia antigua donde el tema del estado original es tratado en relación a los dones
preternaturales que el hombre perdió como consecuencia del pecado:
o El Concilio de Cartago (418) condena a quien afirme que el hombre fue creado mortal (DH 222).
Luego se afirma la inmortalidad como uno de los dones de los que el hombre gozaba en el estado
original, si bien la inmortalidad del hombre no se afirma de modo absoluto, sino condicionada a su
permanencia en la gracia y en la amistad con Dios.
o Por su parte, el Concilio de Orange (529) añadirá que, con su pecado, el primer hombre no sólo
perdió para sí mismo el don original de la inmortalidad, sino también para toda la humanidad posterior.
Pero además del don de inmortalidad, se habla también del de integridad. El Concilio de
Orange introduce este término (canon 19) para describir el modo cómo el primer hombre habría podido
disponer de su libertad, constatando por contraste cómo ésta se ha visto afectada por el pecado y
necesita ser reparada (canon 13).
o También el Concilio de Trento, a propósito del pecado original, ofrece algunas indicaciones acerca
de la situación anterior que habría disfrutado el hombre. Se refiere a él como un estado de «santidad y
justicia» (Decreto sobre el pecado original) o también de «inocencia» (en el Decreto sobre la
justificación). En segundo lugar, Trento se refiere a las consecuencias de la caída original: la
muerte y el cautiverio, con lo que se insinúa la posibilidad de no morir y la libertad plena de la que el
hombre gozaba antes del pecado. Afirma también que el hombre no ha perdido el libre albedrío,
aunque haya quedado inclinado al mal y atenuado en sus fuerzas (DH 1521). Esta
afirmación presupone la distinción tripartita de los bienes en que el hombre habría sido creado.
2. Reflexión sistemática
a) La gracia del «estado original»
El estado de santidad y justicia en que el hombre se encontró antes del pecado es el núcleo
fundamental de la teología del estado original. El hombre ha sido llamado desde el comienzo de su
existencia a la comunión con Dios.
a. Una gracia de amistad. La primera palabra de Dios sobre el hombre es el ofrecimiento de su
amor y de su gracia. Es gracia porque se trata de algo indebido, aunque no sea un añadido exterior al
ser humano, sino una relación que determina su ser, de modo que las demás gracias y dones
(inmortalidad, etc.) son expresión de esta situación de gracia.
b. Una gracia inicial: Por tanto, no era todavía la máxima manifestación divina de la gracia
(encarnación). Lo cual explicaría por qué el hombre pudo pecar en el principio, al no encontrarse
todavía en un estado de total perfección. Necesitaba el auxilio de la gracia14. Además el pecado no
frustra esta historia de gracia iniciada en el estado original, sino que de ella arranca un movimiento
hacia la definitiva comunión entre Dios y el hombre.
c. Una gracia crística: Porque, desde el inicio, esta gracia no tenía más finalidad que la de
comunicar al hombre la vida misma de Dios y esto acontece por medio de Cristo (cf. Ef 1,3-14).
Por lo tanto, Cristo es mediador de la gracia no sólo en cuanto redentor (es decir, a causa del
pecado), sino también en cuanto fundamento de la toda la realidad desde el principio, ya que «todo
fue creado en él y para él» (Col 1,16b). Esta consideración cristológica debe prevenirnos de idealizar
indebidamente la gracia de los orígenes. Ésta sólo anticipaba la verdadera plenitud que sólo puede
venir por y en Cristo15. Él no sólo ha restaurado la antigua situación, sino que ha traído la verdadera
6
novedad (Ireneo). En efecto, en el primer caso, si sólo hubiera restaurado la situación original, habría
abierto la posibilidad de una nueva historia de pecado. Pero ahora sabemos que el pecado ha sido
vencido y ha cambiado radicalmente el signo de la historia (cf. 1Cor 15,56ss; Jn 16,33; Rom 6).
b) Los dones preternaturales.
Son inseparables de la gracia del estado original. Por tanto manifiestan la plenitud y
la armonía que derivan de la amistad original con Dios. Pero ellos mismos no constituían la plenitud
del hombre, ya que la gracia de este estado era sólo una gracia primera, inicial. Más bien apuntaban hacia
Cristo, en cuya obra salvadora estos dones alcanzan su plena realización.
Y así por ejemplo, si nos fijamos en el don de la inmortalidad y dejamos de lado las diferentes
interpretaciones que de él se han dado, lo cierto es que aquella inmortalidad original no era inmune a la
amenaza del pecado. Sin embargo, en Cristo se nos ofrece la posibilidad de una inmortalidad definitiva,
porque él ha vencido al pecado de modo que, una vez resucitado, ya no muere más (Rom 6,8). Así
pues, aquella inmortalidad sólo era anuncio de la auténtica inmortalidad a la que Dios llama al hombre,
que es vivir con Jesús Resucitado: «Y estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,17).
Lo mismo podría decirse del don de la integridad, que sería el uso original de la libertad sólo
para el bien y bajo la atracción de la gracia de Dios, sin el desorden y inclinación al mal que el pecado
habría introducido en ella (concupiscencia). Ahora bien, la plena libertad sólo se ha conseguido por la
victoria de Cristo sobre el pecado y es la que procede del don de su Espíritu (Rom 8,15; 2 Cor 3,17).
3. La historicidad del estado original
El relato del paraíso no es un reportaje sobre los primeros instantes de la vida del hombre sobre la
tierra, pero eso no significa que sea un mito (explicación de la nostalgia humana de plenitud) o una
leyenda (relato carente de historicidad). Si hay algo legendario, es la interpretación popular de este estado
original como una situación de plenitud y ociosidad del ser humano, exento de obligaciones y
responsabilidades en una vida sin fin.
Pero está claro que la doctrina del estado original nos viene a recordar la verdad (histórica) del
ofrecimiento de vida y de amistad hecho al hombre por Dios desde el principio, como posibilidad de
una vida en plenitud, siguiendo los mandatos de Dios. Paradójicamente el acontecimiento del pecado y
sus consecuencias vienen a manifestar la autenticidad del estado original, ya que el dolor y la muerte, que
ahora padecemos, no pueden responder al designio creador de un Dios bueno.
En definitiva, la historia del paraíso nos revela el plan primitivo de Dios sobre el mundo y sobre
el hombre. Un plan cuyo cumplimiento no se sitúa en el inicio de la historia, sino al final; cuando
Cristo, aniquilando definitivamente el poder de la muerte, entregue al Padre su reino y Dios sea todo en
todos (1Cor 15,20-28). No podemos pensar, pues, en una auténtica plenitud, situada ya al principio y
al margen de Jesucristo. Pues él es «el primero y el último» (Ap 1,8) y sólo de su resurrección dimana la
fuerza para salvar al hombre.

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA
ARMENDÁRIZ, L. M., Hombre y mundo a la luz del Creador. Cristiandad. Madrid 2001. Págs. 161-
195. MÜLLER, G. L., Dogmática. Teoría y práctica de la teología. Herder. Barcelona, 2009. Págs.
124S; SCOLA, A (dir)., Antropología teológica. Edicep. Valencia 2003. Págs. 214-248; SESBOÜÉ,
B (dir)., Historia de los dogmas, II: El hombre y su salvación. Secretariado Trinitario. Salamanca 2010.
Págs. 281-308; VADILLO ROMERO, E., Antropología teológica I: Introducción teológica a la creación,
vocación sobrenatural y pecado original. Instituto Teológico San Ildefonso. Toledo 2012. Págs. 451-547.

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