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Quetzalcóatl y los dioses mediterráneos de la vegetación

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Enrique Florescano. Historiador. Sus libros más recientes son El nuevo pasado mexicano (Cal y
arena, 1991) y Memoria mexicana (FCE, 1994).

“El estudio del mito de Quetzalcóatl no sólo permite avizorar los alcances más significativos del
pensamiento religioso de Mesoamérica, sino apreciar asimismo sus fases de transformación: la
densidad de las corrientes que buscaban solidificarse y permanecer, y el estruendo de los
movimientos que traían el cambio”. Este ensayo forma parte de la nueva versión del libro El mito
de Quetzalcóatl, próximo a publicarse por el Fondo de Cultura Económica.

Como dice Vico, sólo podemos entender un mundo que nosotros mismos hemos creado.
No nos limitamos a andar a tientas en la oscuridad. El rayo que ilumina las zonas oscuras de
nuestro pasado es el reflector de nuestra conciencia.

Agnes Heller, Teoría de la historia

Al revisar los estudios sobre los dioses y religiones de Mesoamérica, es notoria la carencia
de análisis comparativos entre los dioses de una región y otra. Más sensible es la ausencia
de comparaciones entre los dioses de Mesoamérica y los de otros lugares del continente o
del mundo. Desde que Georges James Frazer publicó La rama dorada (1911-1915), la obra
que sentó las bases del moderno análisis comparativo de los cultos religiosos, en lugar de
aumentar disminuyeron los análisis globales que incluían a los cultos, dioses y mitos de
Mesoamérica.(1)

(1) George James Frazer, La rama dorada, México, Fondo de Cultura Económica, 1961, caps. XLVI
y LIX. Una excepción en esa tendencia es la obra singular de Joseph Campbell. Véanse en
particular los cuatro volúmenes de la serie The Masks of God: Primitive Mythology, Oriental
Mythology, Occidental Mythology y Creative Mythology, Nueva York, Penguin Books, 1976.

En efecto, un análisis somero descubre que los dioses de la vegetación de Mesopotamia y


del mundo mediterráneo comparten rasgos comunes con Quetzalcóatl, el dios
mesoamericano del maíz. Pero si se profundiza en la comparación, aparecen semejanzas

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aún más interesantes, relacionadas con las principales divisiones del cosmos en los pueblos
campesinos, con la estructura temporal y narrativa del relato mítico, y con las funciones de
éste en esas sociedades.

El primer rasgo que relaciona a Quetzalcóatl con los dioses mediterráneos de la vegetación
es que en ambos casos la resurrección del dios del grano se identifica con la creación del
cosmos. En Mesoamérica, la celebración del nacimiento del dios del maíz en el equinoccio
de primavera era un rito que marcaba el inicio del año agrícola y la reaparición de las hojas
verdes de la planta del maíz en la superficie de la tierra. Entre los mayas de la época Clásica,
el mito de la resurrección del maíz estaba unido a los ritos que conmemoraban la creación
primordial, el ordenamiento del cosmos y el nacimiento de los seres humanos. También en
los templos de Mesopotamia, durante el equinoccio, una serie de ritos festejaba el
comienzo del año, con ceremonias en que el rey en turno aparecía como la encarnación del
dios de la vegetación para desposar a la diosa de la tierra. La unión de ambos festejaba el
comienzo de la estación fértil. Los ritos culminaban con el canto que narraba la primera
creación del cosmos, que en Babilonia se atribuía a los poderes prodigiosos de Marduk, y al
dios local en las otras ciudades sumerias. El vínculo religioso y simbólico entre la
resurrección del dios de la vegetación y la primera creación del cosmos, muestra que en
esas sociedades el culto a la aparición de las plantas se remontaba a los principios
creadores del mundo y era una de las ceremonias públicas más importantes.

Los mitos que narran las aventuras del dios de la vegetación en Egipto, Mesopotamia,
Grecia y Mesoamérica, relacionan sus episodios principales con la división temporal y
espacial del cosmos, que determinaba los ciclos de su muerte y resurrección y el lugar
preciso donde ocurrían. En los relatos de las apariciones y desapariciones del dios de la
vegetación, las primeras sucedían en la primavera y las segundas en el otoño. Lo
significativo es que este ciclo temporal también estaba vinculado con las tres regiones del
cosmos: cielo, tierra e inframundo. Como se ha visto, la desaparición de los dioses de la
vegetación en el otoño y el invierno equivale a su descenso a las profundidades del
inframundo. En contraparte, la resurrección ocurría en la primavera y se extendía hasta el
verano, periodo en el que el grano del trigo permanecía en la superficie de la tierra,
alimentaba a sus cultivadores y servía de simiente para la cosecha próxima.

En los relatos sumerios del viaje de Inanna o de Istar al inframundo, (Fig. 1) la permanencia
del dios de la vegetación en esa región se presenta con un dramatismo muy acentuado. En
ellos, como en el mito de la Perséfone griega, los dioses de la fertilidad no debían
permanecer demasiado tiempo en esa zona fría y húmeda, pues la prolongación de su
estadía podría provocar la esterilidad de los campos, el hambre y la destrucción del orden
terreno. En esta concepción, el ideal era que el mito imitara el ritmo de la naturaleza: los
dioses de la vegetación debían permanecer sólo una parte del año (otoño-invierno) en las
profundidades de la tierra, para que el resto del tiempo (primavera-verano) dispensaran sus

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bienes en la superficie, como lo ejemplifican los casos arquetípicos de Dumuzi-Tammuz,
Perséfone y Quetzalcóatl. Los mitos cosmogónicos y el ritual religioso estaban dedicados a
propiciar esa alternación, a través de innumerables ceremonias en el transcurso del año.

En las cosmogonías de los pueblos agrícolas, el ordenamiento del cosmos sólo es posible
cuando los dioses creadores consiguen aplacar los furores del cielo (el diluvio, por ejemplo),
y regular el apetito insaciable de los regentes del inframundo. Sólo cuando se pacta un
acuerdo con esas potencias, comienza la creación del cosmos y su ordenamiento. Del
mismo modo, sólo con la unión de las fuerzas fecundantes del cielo y las germinales de la
tierra se produce el milagro de la gestación de los granos y se asegura la abundancia de los
bienes terrenos. En el pensamiento mítico, la verificación de esos principios determina el
funcionamiento del universo y la regeneración continua de la naturaleza que sustenta la
vida humana.

Con la recitación de los mitos cosmogónicos en el equinoccio de primavera, la ejecución de


las ceremonias que celebraban la unión del cielo con la tierra, y el cumplimiento de los ritos
que propiciaban la llegada de las lluvias y exorcizaban la esterilidad, aquellos pueblos
idearon los medios para mantener la regularidad de esos principios rectores, establecidos
desde la creación primordial. La ambición suprema de los pueblos sujetos a los cambios
imprevisibles del clima y la naturaleza consistía en repetir la armonía que fundó el cosmos.
De modo que la semejanza que percibimos en los ciclos temporales que rigen los
movimientos de los dioses de la vegetación, o en los viajes que hacen esos dioses a las
distintas regiones del cosmos, proviene de una concepción cosmogónica común en pueblos
de tradición campesina.

Los mitos son relatos hablados o escritos con una estructura narrativa característica. La
historia que cuentan tiene una secuencia lineal de comienzo, desarrollo y fin, y su
conservación y difusión dependen en gran medida de sus cualidades narrativas. Sin
embargo, los que tienen por tema la muerte y resurrección de las plantas, a diferencia de
otros mitos, se caracterizan porque su estructura narrativa sigue con fidelidad las fases
críticas de su cultivo, como creo haberlo demostrado en el caso del mito de Quetzalcóatl.

Los principales episodios del mito de Quetzalcóatl, están relacionados con las fases de la
siembra, la gestación en el interior de la tierra, el renacimiento y la cosecha del grano. Con
diversos acentos, estos episodios son los mismos que registran los mitos de Dumuzi-
Tammuz, Baal, Osiris y Perséfone: los momentos culminantes son el descenso de la semilla
al inframundo (la siembra), la resurrección del grano de las profundidades de la tierra y la
cosecha. Tanto en los mitos mesopotámicos y egipcios, como en los griegos y
mesoamericanos, la secuencia narrativa del relato repite la temporalidad que adopta el
proceso biológico de la gestación de las plantas, con las variantes propias del clima y el tipo
de cultivo.

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Cuando el mito se unió con el ritual, la narración adquirió mayor dramatismo y la
descripción de los diferentes episodios se enriqueció con los aportes de la escenificación, el
canto, la música, la danza y la liturgia religiosa. Los cantos que se recitaban en el equinoccio
de primavera en los ziggurats de Mesopotamia y festejaban el matrimonio de los dioses del
cielo con los de la tierra, las elaboradas ceremonias que en Egipto acompañaban a la
muerte y resurrección de Osiris (Fig. 2) o los himnos que celebraban el retorno de Perséfone
de las profundidades del inframundo, son ejemplos de la fuerza dramática y literaria que
habían adquirido los mitos acerca de la muerte y resurrección de los granos nutricios.
Probablemente, en épocas más antiguas, los diferentes episodios del drama de la muerte y
resurrección del dios de la vegetación se celebraron en forma separada. Pero desde
principios del Neolítico las diversas tareas que implicaba el cultivo de las plantas fueron
integradas en una narración dramatizada, que seguía el ritmo de las fases del cultivo y cuyo
momento más alto era el brote de las primeras plantas en los días soleados del comienzo
de la primavera.

Desde el momento en que las diferentes fases del cultivo del trigo se integraron en la
narración que describía los avatares del dios de la vegetación, esos pasajes formaron el
núcleo de los dramas litúrgicos que en el mundo helénico celebraban el viaje al inframundo
y la aparición triunfal de los primeros renuevos en el equinoccio de primavera. Los
llamados misterios de Eleusis eran una representación simbólica del dramático viaje que
hacían las semillas al interior de la tierra, cuyo desenlace era la revelación del nacimiento
del grano del trigo. Al final de la ceremonia se hacía la presentación a los fieles del portento
resumido en la semilla del grano, en medio de oleadas de incienso y gran expectación
colectiva, que desembocaba en un clímax religioso. En los misterios de Eleusis, la
presentación de la semilla del trigo adquiría el sentido de una revelación única, destinada al
grupo privilegiado. El proceso litúrgico convertía paso a paso la semilla vegetal en un objeto
sagrado, y al final de esa dramatización los fieles descubrían que el sentido último de los
cereales era volverse carne de los seres humanos.

El culto mesoamericano más próximo a la religiosidad de Eleusis era el que se rendía a la


aparición anual de la planta del maíz en la ciudad maya de Copán, a orillas del río Motagua.
En las alturas de la acrópolis que dominaba la ciudad, en un templo magnífico cuya parte
inferior simbolizaba el seno de la tierra, cada año se celebraba la resurrección del dios del
maíz en el equinoccio de primavera. La entrada al templo era el portal de acceso al
inframundo, la región sagrada donde tenían lugar las regeneraciones esenciales. En ese
espacio recóndito que imitaba la forma de una cueva, el día preciso del equinoccio
comenzaba un rito solemne, que llegaba a la culminación cuando el supremo gobernante
presentaba los primeros brotes de la planta del maíz. La parte superior del templo era una
representación gloriosa de ese momento exultante, pues su fachada estaba decorada por
bellas esculturas del dios joven del maíz brotando del interior de la tierra(2) (Fig. 3). Es decir,
de manera aún más dramática que en Eleusis, en Mesoamérica el grano se transformaba
en un dios con apariencia humana.
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(2) Mi interpretación de esta ceremonia se basa en David Freidel, Linda Schele y Joy Parker, Maya
Cosmos. Three Thousand Years on the Shaman’s Path, Nueva York, William Morrow and
Company, Inc., 1993, pp. 146-155. Véase también la descripción que hace Claude-François
Beaudez de este edificio, Maya Sculpture of Copán. The Iconography. Norman & London,
University of Oklahoma Press, 1994, pp. 200-217.

La repetición anual de la ceremonia, uno de los rasgos que definen a estos ritos, reafirmaba
el valor y el significado del mito.(3) Cada año, con la representación simbólica del
resurgimiento de los granos desde el interior de la tierra. el mito confirmaba la regularidad
de un fenómeno biológico transformado en misterio religioso por el poder de los
sacerdotes y gobernantes. Como se ha visto aquí, la conmemoración de ese acontecimiento
en el festival del año nuevo fue un rito común en las ciudades de Mesopotamia, el alto y el
bajo Egipto, el mundo griego y Mesoamerica. Esa actualización anual, a través de un emotivo
festival religioso que derivaba en fiesta colectiva, confirmaba a la población la idea de que
sus gobernantes gozaban de la protección de los dioses. En Teotihuacan, donde las pinturas
de los templos, los palacios y las habitaciones comunes celebraban la unión de las fuerzas
fecundantes del cielo con las germinales de la tierra, la festividad del equinoccio de
primavera debe haber sido una de las más emotivas y concurridas. Una idea aproximada de
esas celebraciones colectivas la ofrece hoy la tumultuosa muchedumbre que acude a
Chichén Itzá para contemplar, en el equinoccio de primavera, la imagen del prodigioso
descenso de la Serpiente Emplumada desde las alturas del cielo a las profundidades de la
tierra.

(3) Véase G. S. Kirk, El mito. Su significado y funciones en las distintas culturas, Barcelona, Barral
Editores, 1973, pp. 298-301.

Entre los varios fines que se atribuyen a los mitos, uno de los más inmediatos es el de
ratificar las costumbres que soportan la vida de los pueblos, conservar la memoria de sus
tradiciones y otorgarles prestigio y autoridad. En este sentido, la resurrección anual de los
dioses de la vegetación -manifiesta en el brote de las plantas- era la demostración más
visible del privilegio otorgado por la divinidad al pueblo escogido, una suerte de carta de
legitimidad de su destino afortunado.

Los mitos del origen de los cereales también apuntalaron dos ideas centrales de la
cosmovisión de los antiguos pueblos campesinos: la identidad del inicio de la agricultura
con el amanecer de la vida civilizada, y el concepto de identidad étnica. Los mitos de
creación de las plantas cultivadas dieron un sentido de fundación cósmica al nacimiento de
los cereales y convirtieron el origen de la agricultura en el momento inaugural de la vida
civilizada. Así, los mitos, los cantos y las ceremonias que celebraban el origen de las plantas
cultivadas exaltaban los valores propios de una sociedad agrícola, lo mismo que la pintura,

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la escultura, la arquitectura, la cerámica y las demás artes. El nacimiento de la agricultura,
que en los mitos cosmogónicos coincidía con el ordenamiento del cosmos, era el
antecedente de la aparición y multiplicación de los seres humanos.

La agricultura, en consecuencia, era sinónimo de riqueza y vida civilizada; sus símbolos eran
la abundancia de bienes, la suntuosidad de los templos, la magnificencia de las ciudades y el
esplendor que irradiaba de la imagen de los dioses. El origen de la agricultura se
consideraba un bien tan decisivo para el desarrollo de la humanidad, que en los mitos los
dioses y los gobernantes se disputan el mérito de su creación y se atribuyen su difusión
entre los mortales. Asimismo, el origen del héroe cultural está vinculado a la difusión de los
conocimientos agrícolas. En Egipto, Osiris fue reverenciado como el propagador de la
agricultura y de los conocimientos preciosos; en Mesopotamia, la invención de la agricultura
se equiparó al comienzo de la vida civilizada y también fue un atributo de los dioses
creadores; en la Grecia clásica, la agricultura era un don de las diosas de la tierra, pero un
héroe cultural, Triptólemo, fue el encargado de difundir su conocimiento entre los pueblos
(Fig. 4).

De la misma manera, en Mesoamérica el dios del maíz es sinónimo de vida civilizada. Hun
Nal Ye es el dios maya creador del cosmos y el héroe cultural que transporta a la tierra el
alimento de los seres humanos; es decir, el dios mesoamericano del maíz es a un tiempo el
creador de la actual era del mundo y la encarnación misma del alimento que nutre a los
seres humanos. El dios 9 Viento, equivalente mixteco del Quetzalcóatl mexica, es uno de los
dioses creadores y el intermediario divino que genera la vida civilizada y funda las primeras
dinastías. Más tarde, aun cuando los mexicas se esforzaron por acumular en su dios
nacional las virtudes de los antiguos dioses creadores, tomaron a Quetzalcóatl como su
máximo héroe cultural: fue su dios creador del maíz y de la nueva humanidad y el inventor
de la escritura, la astronomía, las ciencias y las artes (Fig. 5).

Por otra parte, los mitos de creación que identificaron el origen de los granos con el
nacimiento de la vida civilizada, llevaban el mensaje de que los seres humanos y las plantas
cultivadas nacieron en la propia tierra: proclamaban que ambos eran productos autóctonos
de la región. De manera semejante a los mitos de creación del Neolítico europeo, en los
mitos más antiguos de Mesoamérica el cosmos y la vida humana tuvieron su origen en la
tierra: surgieron de la cueva escondida en la colina primordial. A su vez, los mitos que
exaltaban el valor de la localidad fundaron las relaciones de identidad social en este
principio. De modo que los valores más altos correspondían a la tierra propia, al lugar de
nacimiento y de donde procedían los ancestros. En los tiempos más antiguos estas
creencias fueron asumidas por los olmecas, y posteriormente, en la época Clásica, por los
mayas, los zapotecos y los teotihuacanos, como se aprecia en sus mitos y su plástica.

Simbólicamente, los mitos de creación mesoamericanos remiten a un mundo que abarcaba


los cuatro rumbos del cosmos y en cuyo centro se comunicaban el cielo, la tierra y el
inframundo. Sin embargo, en lo cotidiano, ese dilatado ámbito se constreñía a la geografía
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del reino, señalado en sus cuatro rumbos espaciales por los colores de pájaros locales y en
su centro por el árbol emblemático de la región. Del mismo modo que en los mitos de
creación se acentúa el carácter local y los emblemas propios de la región, también el
cosmos, los dioses y los gobernantes aparecen investidos con los símbolos de la fauna y la
flora del lugar, iluminados por colores locales y animados por poderosas fuerzas
autóctonas. Esta obsesión por exaltar lo propio produjo fuertes lazos de identidad en los
pequeños reinos de la época Clásica, una identidad tan volcada hacia lo suyo que
fatalmente alentó enfrentamientos con pueblos vecinos que tenían tradiciones, etnias y
lenguas diferentes.

El fin que los mitos de creación perseguían con ahínco era el de infundir en la comunidad la
noción de estabilidad, duración y continuidad de los ciclos fundamentales de la naturaleza y
de la vida humana. La conmemoración de la creación del cosmos y del origen de los
cereales y la vida civilizada, que escenificaba con fasto esos acontecimientos maravillosos
en la fiesta del equinoccio de primavera y el comienzo del año agrícola, confirmaba a la
población la convicción de que los dioses mantenían su pacto con los mortales y renovaban
el orden y la armonía establecidos desde el primer día de la creación.

Aun cuando el mito glorificaba la permanencia, se convirtió en un testimonio del cambio


histórico. Como lo recuerdan Ann Baring y Jules Cashford, “Los mitos no son historia, pero
como se manifiestan en el tiempo crean historia, se visten con el lenguaje de la
transformación y el cambio”.(4) Así, aunque los mitos de creación de Mesopotamia o de
Creta narran la misma historia del origen del mundo a lo largo de varios siglos, los dioses y
los símbolos que intervienen en ese acto difieren conforme a cada época. En el pasaje del
Neolítico a la Edad de Hierro, la antigua diosa madre perdió sus poderes omnímodos y se
convirtió en una deidad secundaria ante los nuevos dioses masculinos.

(4) Ann Baring y Jules Cashford, The Myth of the Coddess, Londres, Penguin Books, 1993, p. 305.

En ese mismo tránsito del Neolítico a los tiempos históricos, la diosa madre mesoamericana
cedió su lugar a poderosos dioses. Más tarde, al derrumbarse los reinos de la época Clásica
y comenzar el turbulento periodo del Postclásico, los dioses de la fertilidad fueron
desplazados de modo gradual por los dioses celestes del trueno y del relámpago. En el
transcurso de esos años cambiantes, los mitos que glorificaban el origen autóctono de los
pueblos fueron sustituidos por mitos que exaltaban a pueblos guerreros procedentes de
regiones remotas y extrañas. El dios maya Hun Nal Ye mudó de nombre, y a veces de
símbolos y cultos, y se llamó sucesivamente 9 Viento, Ehécatl, Kukulcán, Nácxit, Serpiente
Emplumada, Ce Acatl Quetzalcóatl y Hun Hunahpú. Muchas veces su nombre y su culto se
mezclaron con los de otros dioses, y el culto del antiguo dios del maíz recibió a su vez la
influencia de nuevos dioses y cultos. El mito de Quetzalcóatl, al recoger en su trama y en sus
símbolos esas transformaciones, se convirtió también en un testimonio histórico, en una
acumulación compleja de múltiples significados, sin perder su esencial condición mítica. Por

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ello el estudio del mito de Quetzalcóatl no sólo permite avizorar los alcances más
significativos del pensamiento religioso de Mesoamérica, sino apreciar asimismo sus fases
de transformación: la densidad de las corrientes que buscaban solidificarse y permanecer, y
el estruendo de los movimientos que traían el cambio.

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