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i Verdad

sin fundamentos
P R E M IO S
N A C IO N A L E S
DE CULTURA

Filosofia
Raúl Meléndez Acuña

Verdad sin fundamentos


Una indagación acerca dei concepto de verdad
a la luz de la filosofìa de Wittgenstein

Ministerio de Cultura
R e p ú b l ic a d e C o l o m b ia

Presidente de la República
Ernesto Samper Pizano

M in ist e r io d e C u l t u r a

Ministro de Cultura
Ramiro Osorio Fonseca

Viceministro de Cultura
Miguel Durán Guzmán

Secretaria General de Cultura


Pilar Ordóñez Méndez

Coordinadora de los Premios Nacionales de Cultura


Miriam Vergara

©
Raúl Melendez Acuña
Ministerio de Cultura
Primera edición: abril de 1998
ISBN ,9 5 8 -8 0 5 2 - 1 1 - 4

Todos los derechos reservados.


Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del editor.
Diseño de cubierta:
Hugo Avila Leal
Fotografía de cubierta:
Hideki Kuuiajima / Photonica
Edición, diseño y armada electrónica:
De Narváez e’ Jursich
Impresión y encuadernación:
Panamericana Formas e Impresos S^4.
Impreso y hecho en Colombia
A mi papá
y a mi mamá
Presentación
Desde los comienzos de la reflexión filosófica, la teoría del cono­
cimiento en general y el problema de la verdad en particular, han
predominado en forma tal que para muchos la filosofía se identifica
casi exclusivamente con la epistemología. Durante los siglos diecisiete
y dieciocho, la prioridad concedida a esta línea de investigación en los
sistemas de pensamiento llega al punto de desplanar otros intereses
filosóficos o, al menos, subordinarlos a esta preocupación central.
Si bien ahora, cuando nos aproximamos a l fin a l de este mi­
lenio, el panorama parece haberse modificado sustancialmente, el
problema de la verdad, sus criterios y fundamentos, se ha preservado
como núcleo esencial de buena parte de las indagaciones filosóficas,
especialmente de aquellas que giran en torno a la lógica y a l a cien­
cia. Cuando no se trata del tema que se desea desarrollar, este con­
junto de problemas mantiene, sin embargo, lo que podríamos llamar
una prioridad negativa, en la medida en que se constituye como ob­
jeto primordial de la crítica o como aquello en contra de lo cual se
elaboran nuevas propuestas teóricas.
Los esfuerzos por desalojar la epistemología de su lugar privilegia­
do han llevado, en muchas ocasiones, a suscribir diferentes variantes
del irraáonalismo. En efecto, para algunos autores, la solución cotia m
tiría en abandonar el discurso racional y las herramientas argumni
tativasy sustituirlos por la intuición y el sentimiento. Otros nmsidtrun
que es preciso orientar el quehacerfilosófico hacia otros ámbitos y dar
prioridad a la estética o a la ética.
En el libro que el Ministerio de Cultura ha seleccionado, acer­
tadamente, como el mejor trabajo presentado en filosofía para el año
de 1997, Raúl Meléndez trata precisamente el problema de la ver­
dad. E l autor elegido para la indagación sobre estas cuestiones,
Wittgenstein, resulta de especial interés en este caso. En su primer (y
único) libro publicado, Tractatus Logico-Philosophicus, Witt­
genstein adopta una teoría de la verdad como correspondencia que
podría insertarse sin dificultad dentro de las posiciones filosóficas
clásicas, y que parece constituirse en una variante, si bien original y
enigmática, de las tesis adelantadas por Russell y Frege. A la presen­
tación de la teoría especular del lenguaje, tal como se presenta en el
Tractatus, está dedicado el primer capítulo de este libro. Allí se expo­
nen, de una manera especialmente clara y concisa, los aspectos esen­
ciales de la primera teoría wittgensteiniana: lospresupuestos ontológicos
del atomismo, la teoría figurativa del lenguaje y la distinción entre
decir y mostrar. E l propósito de este capítulo parece ser el de identifi­
car aquellos rasgos peculiares que distinguen esta posición de otras
tesis análogas acerca de la verdad como correspondencia. Si bien es
evidente, como lo señala Meléndez en varias ocasiones, la deuda que
a este respecto tiene Wittgenstein con Russell, resulta claro también
que, en lo referente a consideraciones epistemológicas más generales,
Wittgenstein es más fiel a Frege que a Russell. E l Tractatus, de ma­
nera paradigmática, aplica la idea fregeana de que el problema del
conocimiento se resuelve en sus componentes lógicos y ontológicos; de
lo demás, en sentido estricto, puede prescindirse, por pertenecer más
bien a investigaciones de carácter psicológico.
L a segunda parte del libro se ocupa de determinar qué tipo de
teoría de la verdad podría corresponder a los escritos del llamado se­
gundo Wittgenstein, esto es, a aquellos textos posteriores a l Trac-
liilm en los que modifica radicalmente sus posiciones iniciales. Para
una mejor comprensión del problema, Meléndez toma como punto de
partida la ruptura que el propio Wittgenstein establece con su pen­
samiento anterior. Considera luego una serie de interpretacionesposibles
de la verdad en la segunda etapa de la reflexión wittgensteiniana,
tentrándose en la relación entre lenguaje y realidad que se desprende
de su obra posterior.
El último capítulo merece especial atención. En primer lugar,
porque el carácter asistemático de los escritos correspondientes al se­
gundo período de Wittgenstein presenta una serie de dificultades es­
peciales para quien intenta delimitar con claridad sus ideas respecto
a un tema determinado. En segundo lugar, porque se aprecia un ma­
yor distanciamiento respecto a los textos, que permite a Meléndez in­
troducir y analizar alternativas teóricas que enriquecen la discusión
de las posiciones de Wittgenstein. En virtud de la perspectiva adopta­
da - la relación entre lenguaje y realidad- se establece una unidad
temática con el primer capítulo que comunica una gran coherencia a
la argumentación. A la vez, sin embargo, se pone en evidencia la enor­
me distancia teórica que media entre los primeros y los últimos escri­
tos del autor estudiado: mientras que el Tractatus permanece atado
a los métodos del análisis lógico, en textos como Sobre la certeza,
donde se recogen algunas de sus últimas reflexiones, Wittgenstein
propone una concepción por completo diferente del quehacerfilosófico
que hace posible formular de una manera inédita el problema de la
verdad y muchos otros de los problemas clásicos de la filosofía. En lo
que concierne a la verdad', se evita simultáneamente el irracionalismo
y el primado de la razón; las estrategias conceptuales que le permiten
a Wittgenstein lograr este equilibro conforman parte sustancial de
este último capítulo.
Dada la complejidad de los problemas de que se ocupa y las pe­
culiares dificultades que ofrecen al lector los textos de Wittgenstein,
sorprende la claridad y sencillez con que son presentados. Sin aban­
donar un punto de vista analítico y argumentativo, Meléndez consi­
gue despertar un auténtico interés por los temas tratados. Su ingenio
e imaginación para ilustrar los puntos pertinentes, acompañado de
un estilo directo y sobrio, contribuyen a una lectura a la vez amena
y agradable.
Aun cuando quizás se pueda echar de menos una actitud más
críticafrente a los planteamientos de Wittgenstein y una elaboración
más detallada de la relación entre el problema de la verdad y el aná­
lisis que ofrece del conocimiento científico, en especial del matemático,
que ofrece también dicho autor, la multiplicidad de aspectos invo­
lucrados hubiera exigido una extensión mucho mayor y le habría
restado unidad a l texto.
Para quienes hemos dedicado a la enseñanza de la filosofía va­
rios años de la vida, es motivo de orgullo constatar, en trabajos co­
mo el que aparece a continuación, el nivel académico alcanzado. El
adecuado manejo de las herramientas conceptuales, inscrito dentro de
una acertada visión de conjunto del tema en general, hace de este li­
bro un verdadero aporte a la reducida comunidad de quienes nos
dedicamos a las actividades intelectuales. Satisfactorio también es
constatar que ha sido objeto de merecido reconocimiento y que de se­
guro conseguirá interesar a otras personas en estos problemas.

Magdalena Holguín
Agradecimientos

A mi familia, a la Tripita, a Oriana y a mis amigos, sin


cuyo amor y afecto no podría emprender nada; ellos son co­
mo mis fundamentos (pues si la verdad no necesita de funda­
mentos, yo sí).
Al profesorjaime Ramos por haber despertado en sus muy
enriquecedoras clases mi interés por la filosofía de Wittgens-
tein y por la valiosísima ayuda que me dio como director de
esta tesis.
A Magdalena Holguín, quien me ayudó muchas veces,
de la manera más paciente y amable, a buscar la salida de la
botella cazamoscas dentro de la cual yo quedaba frecuente­
mente atrapado en mis torpes intentos por interpretar el pen­
samiento de Wittgenstein, que ella conoce tan profundamen­
te.
A los profesores, compañeros y alumnos que me han a-
compañadado en mis primeros pasos en el estudio de la filo­
sofía.
¿Cuál es la verdad? ¿El río
que fluye y pasa
donde el barco y el barquero
son también ondas del agua?
¿O este soñar del marino
siempre con ribera y ancla?

Antonio Machado, Proverbios y cantares


A b r e v i a t u r a s p a r a i .a s o b r a s d e W i t t g e n s t e in c it a d a s

(Ver la información bibliográfica completa alfinal,


bajo el título “Bibliografía ”)

tbTagebücher 1 9 1 4 - 1 9 1 6
tlp Tractatus Logico-Philosophien
pb Philosophische Bemerkungen
CAM Cuadernos azul y marrón
if Investigaciones filosóficas
o f m Observaciones sobre los fundamentos de la matemática
gf Gramática filosófica
z Zettel
se Sobre la certeza
bpp Bemerkungen über die Philosophie der Psychologie
vB Vermischte Bemerkungen
Introducción general
El trabajo enjilosojta es - como lo es también
en gran parte el trabajo en la arquitectura-
en gran medida el trabajo en uno mismo. En
la propia comprensión. En la manera de ver
las cosas. (Y en lo que uno exige de ellas).
Wittgenstein
Observaciones (1931)

t.n la denominada “filosofía tardía” de Wittgenstein el tema de


la de verdad no ocupa el lugar central que ocupan otros temas,
tales como la relación entre significado y uso, la aplicación de
reglas, la gramática y su relación con lo real, la certeza, la con­
cepción de la filosofía como actividad descriptiva y terapéutica.
Sin embargo, sus reflexiones filosóficas en tomo a estos otros
temas son muy relevantes y ricas en consecuencias para el tema
de la verdad. Esto nos ha motivado a plantear los interrogan­
tes principales que se abordarán en este trabajo y que tratare­
mos de resolver en su último capítulo: ¿Qué implicaciones
tienen para el concepto de verdad los puntos de vista básicos
que Wittgenstein desarrolla acerca de los temas arriba mencio­
nados? ¿Qué concepción de la verdad es compatible y está en
consonancia con tales puntos de vista?
Nuestro propósito central es llevar a cabo una indagación
acerca de la noción de verdad a la luz del pensamiento filosó­
fico tardío de Wittgenstein, la cual nos permita adoptar una
posición crítica frente a ciertas perspectivas desde las cuales se
pretende construir una teoría o una explicación general de
dicha noción, que la haga descansar sobre un pretendido fun­
damento último e inconmovible. A lo largo de este trabajo
haremos reiterado énfasis en que nuestras aplicaciones del con­
cepto de verdad son relativas al contexto en que se realizan y
no requieren de una fundamentación absoluta. No obstante,
esto no tiene por qué conducimos a una postura escéptica. Los
puntos de vista que defenderemos acerca de una noción de
verdad sin fundamentos no deben ser ubicados en ninguno de
los dos cuernos del falso y viejo dilema entre fundamentalis-
mo epistemológico y escepticismo.
Si bien nos proponemos centrar nuestro interés en el pen­
samiento del Wittgenstein de los últimos años, hemos querido
comenzar este trabajo con unas consideraciones preliminares
acerca de la concepción de la verdad como correspondencia
que se formula en el Tractatus Logico-Philosophicits. Para justifi­
car la inclusión de esta discusión preliminar sobre la noción
de verdad en el Tractatus, recurramos a las palabras que escri­
bió el propio Wittgenstein en el prólogo de sus Investigaciones
filosóficas.

Hace cuatro años tuve ocasion de volver a leer mi primer


libro [Tractatus Logico-Philosophicus] y de explicar sus pensa­
mientos. Entonces me pareció de repente que debía publi­
car juntos esos viejos pensamientos y los nuevos: que éstos
solo podían recibir su correcta iluminación con el contraste
y sobre el trasfondo de mi viejo modo de pensar1.
Nos hemos tomado, pues, muy en serio estas palabras y
|>or ello hemos querido exponer, en el primer capítulo, algu­
nos de las ideas fundamentales del Tractatus {las más estrecha­
mente vinculadas a la noción de verdad), con el fin de lograr
luego una más clara comprensión de los nuevos puntos de vis­
ta de Wittgenstein, los cuales surgen en buena medida como
reacción y crítica contra sus antiguas ideas.
Trataremos de mostrar cómo estas ideas fundamentales de
su primer libro están influidas de manera determinante por
cierta imagen de la relación entre lenguaje y realidad, a saber,
la imagen del lenguaje como un gran espejo cuya función esen­
cial consiste en reflejar o representar lo real. De acuerdo con es­
ta imagen, la verdad de una proposición puede entenderse en
términos de la relación de concordancia que ella debe guar­
dar con la realidad, más precisamente con los estados de co­
sas, que pretende reflejar o figurar. En este primer capítulo
nuestros esfuerzos estarán encaminados principalmente a exa­
minar las concepciones básicas de Wittgenstein sobre las que
se apoya la versión de la verdad como correspondencia que
defiende en el Tractatus. la ontología atomista, la teoría pictó­
rica del significado y la postulación de un isomorfismo lógico
entre lenguaje y realidad2.

2 Isom orfism o que, valga anticiparlo, no se puede describir en el


lenguaje fáctico cuyos límites se trazan en el Tractatus, sino sólo mos­
trar. A esta distinción entre decir y m ostrar W ittgenstein le atribuyó
una gran im portancia: “The main point is the theory of what can be
expressed [gesagt] by props - i .e . by lan g u ag e- (and which com es to
the sam e, what can be thought) and what ca.n n ot be exp ressed by
props, but only shown (ge&tg¿)\ which, I believe is the cardinal problem
of philosophy” (en una carta a Russell con fecha del 19 de agosto de
La primera parte del segundo capítulo estará dedicada a
mostrar cómo Wittgenstein critica y abandona la imagen del
lenguaje como espejo y los supuestos sobre los que había hecho
descansar su versión de la verdad como correspondencia. Una
de las razones que llevaría al abandono de esta imagen es que
ella conduce a una caracterización demasiado unilateral del
lenguaje, según la cual su función única y esencial sería reflejar
lo real. En lugar de ceder a la tentación de buscar la función
esencial del lenguaje que permita dar una explicación general,
pero cuestionable, de lo verdadero como copia pictórica fiel de
los hechos, Wittgenstein se esfuerza ahora por disipar las confu­
siones a las que lo condujo la perspectiva unilateral e ideali­
zante (el “prejuicio de pureza cristalina”, para emplear una
expresión suya) que lo había tenido cautivo cuando escribió su
primera obra. Con el fin de librarse de tal perspectiva y de las
confusiones que engendró, Wittgenstein busca lograr una visión
panorámica (Übersickt} de la diversidad de funciones que cum­
ple el lenguaje, de los variados usos que le damos a sus expre­
siones en diferentes contextos. En las dos partes restantes del
segundo capítulo se examinará esta nueva perspectiva de Witt­
genstein sobre el lenguaje. Nuestro interés se enfocará en aclarar
el papel central que juegan en ella las nociones de significado,
uso y aplicación de reglas, ya que estas últimas resultan particu­
larmente pertinentes para nuestra ulterior discusión sobre el
concepto de verdad (capítulo tres).
En la nueva perspectiva el lenguaje adquiere autonomía
frente a lo real y ya no es simplemente un espejo que debe ajus­
tarse a la realidad para poder reflejarla bien. El sentido de las

1919, citada en R ay Monk, Ludwig Wittgenstein: The Duty o f Genius,


Penguin Books, 1991, p. 164).
proposiciones del lenguaje ya no se deriva de los estados de
<osas que deben representar, sino que se funda en los usos sig­
nificativos que podamos darles en distintos contextos o “juegos
di; lenguaje”. Para que las expresiones de un juego de lengua­
je tengan sentido ya no se requiere que copien o representen
lo real, sino que su uso, regido por ciertas reglas gramaticales
<impartidas, se haya establecido como una de las costumbres
o de las prácticas que hacen parte de nuestra forma de vida.
Wittgenstein llega incluso a afirmar que la gramática, entendi­
da en un sentido amplio como un sistema de reglas que rigen
t'l uso significativo de las expresiones en un juego de lenguaje,
“no tiene que rendir cuentas a ninguna realidad” (GF, X, §133,
p. 184)3.
El rechazo de la idea de que las proposiciones derivan su
sentido, su posibilidad de ser verdaderas o falsas, de una rea­
lidad independiente, en favor de la idea de que ellas adquie­
ren sentido en virtud de su uso regular y habitual en diferentes
juegos de lenguaje, el cual está regido por reglas autónomas,
debe implicar, por supuesto, el abandono de la concepción de
la verdad como correspondencia del Tractatus. Con el lenguaje
y la gramática, la verdad también debe adquirir cierta autono­
mía respecto de la realidad. Surge, entonces, el problema prin
cipal de nuestro trabajo: indagar acerca de una nueva manera
de entender el concepto de verdad que esté en consonancia
con sus nuevos puntos de vista. El objetivo que se persigue en
el tercer y último capítulo de la tesis es llevar a cabo esta in­
dagación, evitando dejarse seducir por los ideales teorizantes,

3 Esta es una de las afirmaciones más tajantes de Wittgenstein so­


bre la autonom ía de la gram ática, que discutiremos luego {parte I del
capítulo tres) con el-debido detenimiento.
Ml
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

unlversalizantes y fundamentadores (cabría llamarlos prejui­


cios) de los que Wittgenstein se esfuerza por liberarse en su
pensamiento tardío.
Capítulo Uno

Verdad como correspondencia


en el Tractatus
La lógica no es una doctrina, sino una
imagen especular del mundo.
Wittgenstein
Tractatus Logico-Philosophicus

Introducción

En este primer capítulo nos proponemos poner el telón de


fondo, en contraste con el cual las cuestiones centrales de este,
trabajo se hacen más nítidamente visibles. Este telón de fondo
está constituido por la concepción de verdad como correspon­
dencia defendida en el Tractatus Logico-Philosophicus y por los
principales pilares en que ésta se apoya, a saber, la ontología
atomista que se presenta en las primeras páginas de esta obra,
la teoría pictórica del significado y el postulado de que hay
una relación de isomorfismo lógico entre lenguaje y realidad.
En su Tractatus Wittgenstein defendió una concepción de
la verdad como correspondencia {Übereinstimmung), la cual
puede ser caracterizada de manera muy general y breve en
las siguientes palabras: la verdad es un valor que atribuimos
a una representación de lo real, y en particular a una propo
sición, entendida ésta como un modelo o figura (Bild) de un
estado de cosas, si ella está de acuerdo con la realidad. Si no
se da esta correspondencia o concordancia entre la repn sm
tación y la realidad, la representación es falsa. En pal;il»i;is
del propio Wittgenstein tenemos una formulación también
muy concisa de esta concepción:

2.21 L a figura co n cu erd a con la realidad o no; es ju sta o


equivocada, v erd ad era o falsa.
(...) 2 .2 2 2 E n el acuerdo o d esacuerdo de su sentido con
la realidad, consiste su v erd ad o falsedad.
2 .2 2 3 P ara co n o ce r si la figura es verd ad era o falsa d e­
b em os co m p ararla con la realid ad 1.

Si bien estas escasas palabras apenas dan una idea dema­


siado vaga de la noción de verdad, partiendo de ellas pode­
mos tratar de desentrañar algunos supuestos básicos sobre los
que se apoya. En primer lugar, para hablar de verdad como
correspondencia en el sentido en el que lo hace Wittgenstein
en el Tractatus, se requiere postular la existencia de una reali­
dad que sirva como instancia determinante, en relación o en
comparación con la cual se pueda saber de una figura si es o
no es verdadera. El carácter verdadero o falso de la figura
no es algo que podamos atribuirle a ella, considerada en sí
misma, sino que depende de la relación que ella guarde con
esa realidad cuya existencia se postula.
Pero, al señalar la obviedad de que para poder hablar de
verdad como correspondencia se debe asumir la existencia de
aquello, la realidad, a lo que debe corresponder lo verdadero,
todavía no se dice nada acerca de cómo debe ser tal realidad.
En todo caso, el empleo del término ‘BiW para designar una
figura o modelo que representa la realidad sugiere que esta
última goza de una prioridad, que podría llamarse ontológica,
sobre lo que la representad Cuando se habla de una figura
de algo podemos, por lo general, concebir la existencia del
‘algo’ sin su representación figurativa. La representación, en
cambio, en cuanto representación de algo, deriva su sentido
de su posibilidad de reflejar los rasgos característicos de lo
representado, rasgos intrínsecos que ello poseería indepen­
dientemente de cómo se los represente. Si tal reflejo se ade­
cúa, en un sentido que habría que precisar, a lo real, se puede
afirmar de él que es verdadero. Por eso, cuando se habla de
que la corrección o verdad de la figura ha de establecerse
mediante una comparación con la realidad figurada, es plau­
sible la interpretación según la cual tal comparación se hace
con una instancia cuya existencia es objetiva, autónoma, in­
dependiente. Dicho en otras palabras, la posibilidad de que
la realidad funcione como instancia última para determinar la
verdad o falsedad de sus representaciones descansaría, según
esta interpretación, no solamente en su existencia, sino tam­
bién en que ella posea, por sí y en sí misma, una forma, la cual
debe estar reflejada de alguna manera en cualquier represen­
tación suya que pretenda ser verdadera. Las cuestiones de
cómo es la realidad que se asume en la particular versión de
la verdad como correspondencia que defiende Wittgenstein

1 Piénsese, por ejemplo, en el carácter derivado de la existencia de


una copia o de un reflejo respecto de la existencia independiente del
objeto u ‘original’ copiado o reflejado. El caso con creto de represen
tación com o copia o mimesis ha servido com o caso paradigmálk o
para ilustrar la concepción de la verdad com o correspondencia .surgida
en la filosofía clásica (ver: Alíen, Barry. Truth in Philosophy, Hai v.ml
University Press, Cambridge, Mass., 1995. Especialmente el <;i|iiinli> I
“Classical Philosophy of Truth”).
en el Tractatus y si en esta obra se asume una postura realista
como la que acabamos de esbozar, las examinaremos poste­
riormente con más detenimiento.
Por lo pronto, señalemos otro supuesto básico que sub-
yace a la concepción de la verdad del Tractatus. La idea de
que lo verdadero constituye una representación correcta o
adecuada de la realidad descansa, en esta obra, sobre una
asunción, que Wittgenstein tildará, en su obra posterior, de
unilateral: la función esencial del lenguaje, se asume, consiste en
servir como instrumento para que nosotros nos formemos
representaciones figurativas de la realidad, para construir con
él una imagen del mundo. Usando una metáfora muy soco­
rrida: el lenguaje funciona como un gran espejo que nos sir­
ve esencialmente para reflejar en él lo real. Un reflejo fiel y
exacto merece el honor de ser considerado verdadero. Y pa­
ra que sea posible que el lenguaje se use para reflejar, bien o
mal, verdadera o falsamente, lo real, lenguaje y realidad de­
ben tener algo en común. Lo representado y su representación
figurativa en el lenguaje deben tener algún tipo de similitud
no necesariamente visual (como en el caso de un objeto y un
dibujo o pintura del mismo) pero, por lo menos, estructural
o formal; de no ser así no serían conmensurables, no sería
realizable una comparación que permita establecer si la fi­
gura está en concordancia con la realidad que representa.
Estas consideraciones iniciales, basadas en una caracteri­
zación todavía muy general e imprecisa de la noción de ver­
dad del Tractatus, nos sugieren ya algunos interrogantes que
nos pueden ir encaminando hacia un examen más completo
y detallado de la apenas esbozada concepción de la noción de
verdad del Tractatus y de los supuestos que subyacen a ella.
Para realizar tal examen trataremos de dar respuesta a las si-
guíenles preguntas: ¿Cómo es la realidad a la que debe co
i responder lo verdadero? ¿Qué supuestos ontológicos están
u la base de la concepción de la verdad defendida en el Trac-
tatns? ¿Implica tal concepción un compromiso con una postu­
ra realista y, en caso afirmativo, cómo precisar esta postura?
(parte I) ¿Qué hace posible que el lenguaje se use para cum­
plir la función de representar o reflejar la realidad? ¿Cómo
ha de ser un lenguaje que pueda cumplir su función esencial
de espejo? (parte II) ¿Cómo describir exactamente el isomor-
fismo lógico entre lenguaje y realidad, sin el cual no sería po­
sible la correspondencia o concordancia que se exige entre
lo verdadero y la realidad? ¿En qué consiste exactamente esa
relación de concordancia? (parte III).

/. La antología ¿fc/Tractatus: Cómo es la realidad que reflejamos en


el espejo

En las primeras líneas del Tractatus Wittgenstein expone, de


manera típicamente lacónica, las tesis básicas de su ontología:
el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas ( t l p
1.1); un hecho es la existencia de estados de cosas (TLP 2); un
estado de cosas1 es una combinación de objetos o cosas (TLP
2.01); los objetos son simples (TLP 2.02), son lo fijo, lo existente

3 L a expresión alem ana que se traduce com o “estado de cosas” c-s


“Sachverhalt1. A veces se la traduce también com o “hecho atóm ico”,
pero esta traducción es problemática pues sugiere que todo Sachvn huli
es un hecho. Hay, sin em bargo, Sachverhalte, es decir, combinanniu-N
de cosas, que no son existentes, que, aunque son posibles, de ln‘( !i<> un
se dan y no podrían llamarse, de acuerdo con TI.r '2. Iicrliov
(TLP 2.027), forman la sustancia del mundo {TLP 2.021) y le
dan a éste una forma fija (TLP, 2.023).
Esta abstracta descripción del mundo ganaría en concre­
ción y detalle si se precisara de alguna manera cuáles son los
objetos que conforman los estados de cosas y constituyen “la
sustancia del mundo”. ¿Son estos objetos simples datos de los
sentidos (sense-data), como en la fenomenalista versión russe-
lliana del atomismo lógico? ¿Son objetos físicos, quizá partí­
culas elementales de algún tipo, como las que podrían pos­
tularse en un atomismo materialista o fisicalista? ¿Son otra cla­
se de objetos?4.
La ontología del Tractatus tiene un carácter abstracto e in­
determinado, que no resulta simplemente del hecho de que
Wittgenstein no estuviera en capacidad de precisar cómo son
los objetos, por falta de información fáctica. Él no establece
la existencia de los objetos simples empíricamente, sino por
medio de un argumento a priori que, como veremos, muestra
que ella es una condición necesaria para que el lenguaje pue­
da cumplir su función representacional, para que en él poda­
mos tener un reflejo puro, claro y bien determinado de lo real.
Este carácter abstracto e indeterminado está estrechamen­
te vinculado con la tesis que afirma que los objetos son sim­
ples. Si se quisiera enunciar proposiciones que expresaran

+ Wittgenstein de hecho consideró, en sus cuadernos de notas de


11)14-1916, estas dos posibilidades, fenomenalista y fisicalista, de precisar
la sustancia de su ontología atomista. Sin embargo, en la versión final­
mente publicada del Tractatus no quiso com prom eterse con ninguna de
estas dos alternativas y se abstuvo de dar una respuesta con creta a la
cuestión de qué tipo de cosas o entidades consideraba com o objetos
simples.
cierta información fáctica para detallar cómo es un objrln,
con tales proposiciones sólo podríamos decir en qué estados
de cosas aparece el objeto5. Es decir, se podría decir, usando
el lenguaje fáctico, tal como se lo concibe en el Tractatus, cómo
el objeto se combina con otros y esto podría, en principio,
descubrirse mediante una laboriosa investigación empírica.
Sin embargo, el objeto carece, por ser absolutamente simple,
de una complejidad interna (no es combinación de otros ob­
jetos) que pueda expresarse en tal lenguaje y que permita ca
racterizarlo o describirlo intrínsecamente, sin recurrir a los
estados de cosas en los que, de hecho, aparezca:

2 .0 2 3 1 L a sustancia del m undo puede d eterm in ar sólo


una form a y ninguna prop ied ad m aterial, pues éstas se p re­
sentan p rim ero en las proposiciones —están form adas prim e­
ro p or la configuración de los objetos.
2.0232 Sea dicho de paso: los objetos carecen de co lo r1’-

E1 carácter abstracto, incoloro de los objetos simples, que


aquí expresa Wittgenstein de manera un tanto oscura, sería,
pues, una consecuencia de su simplicidad, esto es, de su ca­
rencia absoluta de complejidad interna. La forma que pue­
dan poseer los simples tendría que estar determinada, como
veremos más adelante, por las combinaciones en que pueda
entrar con otros objetos simples e incoloros y no por algo
que pueda atribuírseles considerándolos aisladamente.

■’ Esta afirmación se aclarará más adelante, cuando examinem os la


concepción pictórica de las proposiciones, según la cual ellas son figii
ras o modelos de estados de cosas.
b TLP, p. 41.
La pregunta que surge en este punto es ¿cómo puede sa­
berse que hay objetos simples, sin que se pueda decir qué tipo
de entidades son? Como hemos señalado, Wittgenstein no lle­
ga a su ontología atomista recorriendo una vía empírica7, que
le permita dotar a sus objetos simples de algún contenido fác-
tico y despojarlos de ese carácter indeterminado y, en cierto
sentido, trascendental. El argumento con el cual Wittgenstein
justifica la existencia de los simples es un argumento a priori.
Los objetos simples se requieren como una condición para
que sea posible que lo real tenga una forma fija y para que las
proposiciones de nuestro lenguaje puedan tener un sentido ab­
solutamente determinado (exigencia que hace parte del legado
fregeano) que refleje o modele los estados de cosas que con­
forman lo real. El argumento de Wittgenstein puede llamarse
trascendental, en el sentido de que la existencia de los simples
se deduce como una condición de posibilidad sin la cual el
lenguaje no podría cumplir su función esencial de representar
lo real. Podemos interpretar que Wittgenstein busca derivar
nuestro conocimiento de la estructura básica de la realidad a
partir de la estructura básica de su imagen en el espejo en el
que la tenemos, de hecho, reflejada, es decir, del lenguaje que
usamos efectivamente para representarla. Un supuesto clave
en su argumento es, entonces, que nosotros nos formamos, en
efecto, una representación, una imagen del mundo con pro-

7 Wittgenstein lleva a cabo en el Tracíatus una indagación de tipo


lógico acerca de los límites de lo decible y de la relación entre lengua­
je y realidad, la cual no debe estar “contaminada” por lo empírico (en
esta idea de la pureza de la lógica cabe reconocer uno de los varios pre­
juicios, heredados de Frege, que Wittgenstein abandonará posterior­
mente).
posiciones que poseen un sentido total y precisamente de
terminado. Una condición necesaria, a priori para que esto
sea posible es que tales proposiciones sean analizables en térmi­
nos de proposiciones atómicas en las que se nombran objetos
simples y que ya no pueden analizarse más. El argumento
está resumido en las siguientes palabras:

2.02 El objeto es simple.


2.0201 Todo aserto sobre complejos puede descom­
ponerse en un aserto sobre sus partes constitutivas y en aque­
llas proposiciones que describen completamente el comple­
jo.
2.021 Los objetos forman la sustancia del mundo. Por
eso no pueden ser compuestos.
2.0211 Si el mundo no tuviese ninguna sustancia, de­
pendería que una proposición tuviera sentido, de que otra
proposición fuese verdadera.
2.0212 En este caso sería imposible trazar una figura
(BiUt) del mundo (verdadera o falsa)8.

El argumento tiene la estructura lógica de una reducción


al absurdo: tiene que haber objetos simples, los cuales consti­
tuyen la sustancia del mundo, porque si no los hubiese, esto
contradiría una afirmación que se tiene por verdadera, a sa­
ber, que es posible que nos formemos una representación fi­
gurativa del mundo, sea ésta verdadera o no. Esta afirmación
resulta obvia si ya se ha adoptado desde un comienzo la ima­
gen del lenguaje como espejo, cuya función esencial es lina
función representacional que permite que formemos en él
copias o reflejos de lo real. Las imágenes o figuras de los he­
chos que constituyen el mundo, están formadas en proposi­
ciones que deberían poseer un sentido determinado. Sólo si
posee un sentido determinado, una proposición puede figurar
un estado de cosas y reflejar la manera determinada como
están combinados los objetos en él.
Lo que hay que aclarar ahora, para comprender cabal­
mente el argumento, es por qué si no hubiera objetos simples
las proposiciones no podrían tener un sentido determinado y,
entonces, no podrían cumplir la función figurativa que, se asu­
me, de hecho cumplen. Si no hubiera objetos simples todos
los objetos a los que se haga referencia en una proposición
tendrían que ser complejos. Pero, en virtud de 2.0201, una
proposición sobre complejos es analizable en términos de
proposiciones acerca de las partes de los complejos. En las
Investigaciones filosóficas Wittgenstein, con una intención críti­
ca, da un ejemplo que ayuda a aclarar cómo sería esta clase
de análisis:

C uan d o digo: ‘Mi escob a está en el rin có n ’ - ¿es éste en


realidad un en unciado sobre el palo y el cepillo de la e sco ­
ba? (...) A sí pues, ¿quién dice que la escob a está en el rincón
quiere realm en te decir: el palo está allí y tam bién el cepillo,
y el palo está en cajad o en el cepillo?1'.

No nos interesa, por el momento, adentramos en las con­


sideraciones críticas acerca de este tipo de análisis, sino usar
el ejemplo dado aquí para aclarar el papel de la afirmación
2.0201 en el argumento. Supongamos, pues, que el sentido de
la proposición “La escoba está en el rincón”, en la que se ha
ce referencia al complejo ‘la escoba’, se explícita descoman
niéndola en “El palo está en el rincón, el cepillo está en **1
rincón y el palo está encajado en el cepillo”. Puesto que el
palo y el cepillo no son tampoco simples, el análisis puede
continuarse conduciendo a proposiciones sobre las partes del
palo y del cepillo. Se podría, por ejemplo, descomponer “el
cepillo está en el rincón” en “las cerdas del cepillo están en el
rincón, la cabeza del cepillo está en el rincón y las cerdas es­
tán adheridas a la cabeza”, que a su vez puede descompo­
nerse en... Es claro que si no hay objetos simples (ésta es la
hipótesis que se quiere reducir al absurdo) este análisis podría,
en principio, prolongarse indefinidamente. La explicitación
del sentido de la proposición inicial nunca terminaría, se pre­
cipitaría en una regresión infinita y, entonces, el sentido per­
manecería indeterminado:

E l análisis de los signos debe llegar a un térm ino, pues si


los signos exp resan algo en absoluto, el sentido debe perte-
necerles de u n a m an era que es com p leta de una vez y p ara
siem p re10.

¿Pero acaso la proposición inicial carece de un sentido


determinado hasta que su análisis no se complete? ¿No se afe
rra aquí Wittgenstein a una exigencia demasiado absoluta de
determinación y pureza del sentido de una proposición? Eslo
es lo que pondrá en cuestión Wittgenstein en su obra poste
rior, pero no nos adelantemos. En el Tractatus él afirma:

10 PTLP 3,20102, citado en Anthony Kenny, Wittgenstein, IVngiiin


Books, 1973, p. 80.
3.24 (...) Que un elemento preposicional designa un com­
plejo puede verse por una indeterminación en la proposición
en la cual se encuentra. Nosotros sabemos que no está ya todo
determinado por esta proposición11.
El análisis que se requeriría para determinar completa­
mente el sentido de una proposición no puede terminar, en­
tonces, en proposiciones en las que todavía se haga referencia
a complejos, sino en proposiciones elementales en las que
sólo se designen simples (los cuales deben, pues, existir). Pero
¿cuál es exactamente la dificultad originada en tal referencia
a complejos? Esta dificultad estaría relacionada con el proble­
ma de si el sentido de una proposición en la que aparece una
expresión referencial o denotativa depende de la existencia
de la cosa denotada por dicha expresión12.
En la proposición que hemos tomado como ejemplo apa­
rece la expresión referencial ‘mi escoba’ que designa un obje­
to complejo. ¿Es necesario que exista mi escoba para que la
proposición tenga sentido? En caso afirmativo, sería necesario
que las partes constitutivas de la escoba estuvieran combina­
das de manera que formen la escoba. Y, entonces, también
sería necesario que la proposición que afirma que estas partes
están relacionadas de esa manera fuese verdadera. El sentido
de la proposición inicial dependería, pues, de que otra pro­
posición sea verdadera, tal como se afirma, condi cionalmen-

11 TLP, p. 55.
li A este problem a Russell le da una solución con su Teoría de
las D escripciones, la cual llegó a ser un ejem plo, más aún un p a­
radigm a, en el que se m ostraba el papel que podía jugar el análisis
lógico en la aclaración de problem as filosóficos.
le, en 2.0211. Pero para que la otra proposición sea verdadera
debe tener también un sentido, lo cual dependería, otra vez,
de que una nueva proposición sea verdadera, y así indefinida­
mente.
La exigencia de que las proposiciones, con las que nos
formamos imágenes de los hechos que conforman el mundo,
tengan un sentido determinado está estrechamente vinculada
con la exigencia de que este sentido no dependa de nada que
no esté completamente contenido en ellas mismas (así sea de
una manera oculta que sólo se devele luego de un análisis
lógico completo que termine cuando se descomponga la pro­
posición en sus partes últimas, simples, que ya no requieran
de ulteriores análisis). En particular, el sentido de una propo­
sición no debe depender de la verdad de otras proposiciones
no contenidas en su análisis, ya que esto conduciría a un regre-
ssus ad infinitum en la determinación de tal sentido. Además,
la exigencia de que el sentido esté completamente determina­
do está también vinculada con la exigencia de que en la de­
terminación del mismo no intervengan cuestiones fácticas,
contingentes. De no cumplirse esto último se tendría que estar
a la espera de lo que acaezca en el mundo para poder estable­
cer si una proposición tiene o no sentido. Dada una proposi­
ción se debería poder determinar su sentido sin recurrir a los
hechos; éste tendría que poder determinarse independiente­
mente de cualquier indagación empírica y, por ello, no debe­
ría depender de la verdad de ninguna proposición, la cual se
fundaría en su concordancia con los hechos. La inexistencia
de objetos simples implicaría, pues, consecuencias inacepta­
bles: el sentido de una proposición dependería de la contingen­
te existencia de objetos complejos. Para salvar esta dificultad se
requiere que haya objetos simples cuya existencia, como ex
pilcaremos más adelante, no sea contingente, ni expresable
en proposiciones fácticas. Sin tales objetos simples las pro­
posiciones sobre complejos carecerían de un sentido deter­
minado, el cual pueda explicitarse mediante un análisis lógico
completo, y con ellas no nos podríamos formar una imagen
de la realidad, como de hecho lo hacemos. La no existencia de
los simples se reduciría a lo absurdo, ya que contradiría nues­
tro uso efectivo y cotidiano del lenguaje para representar lo
real.
Hay, sin embargo, un punto problemático en la interpre­
tación que estamos proponiendo. La plausibilidad de lo afir­
mado en 2.0211 parecería descansar sobre el supuesto de que
una proposición carece de sentido si contiene expresiones
denotativas vacuas, esto es, si no existen los objetos sobre los
cuales versa. Sin embargo, Wittgenstein rechaza explícita­
mente este supuesto (apoyándose en razones parecidas a las
que sirven de apoyo a Russell para defender su teoría de las
descripciones definidas). El análisis de una proposición acer­
ca de un complejo en proposiciones sobre sus partes muestra
que lo que depende de la existencia del complejo es la ver­
dad de la proposición y no su sentido:

3.24 (...) El complejo sólo puede darse por descripción,


y ésta será justa o errónea. La proposición en la cual se ha­
bla de un complejo no será, si éste no existe, sin sentido, sino
simplemente falsa13.

El sentido de una proposición en la que se menciona un


complejo puede explicitarse analizándola y traduciéndola a
otra en la que ya no se hace referencia al complejo14. De esta
manera, el sentido de la proposición no analizada se indepen­
diza de la referencia al complejo y, por ende, se independiza
de la existencia del mismo.
Encontramos en este difícil punto de nuestro análisis del
argumento de Wittgenstein una aparente incoherencia: se afir­
maría, por una parte, que la existencia de un objeto comple­
jo es condición para que una proposición en la que se haga
referencia a él tenga sentido y, por otra parte, que la existen­
cia del complejo es condición, no para que la proposición ten­
ga sentido, sino para que sea verdadera15. Para mostrar que
aquí no hay realmente una incoherencia, hay que interpretar
con mayor cuidado la afirmación 2.0211 (que ya habíamos
citado antes): “Si el mundo no tuviese ninguna sustancia, de­
pendería que una proposición tuviera sentido, de que otra

14 W ittgenstein tom a aquí com o m odelo et tipo de análisis que


desarrolla Russell en su teoría de las descripciones. H ay, em pero, un
detalle en el que se diferencian el análisis russelliano y el análisis
sugerido por él en 2 .0 2 0 1 : en éste últimd no se sustituye la referencia
al com plejo por expresiones con cuantificadores, sino por proposi­
ciones en las que se nom bran las partes del complejo y se describe la
m anera com o ellas lo constituyen (recordar el ejemplo de la escoba).
Esta misma dificultad está expresada en la interpretación de Fogelin
en los siguientes términos: luego de citar 3.24 él escribe “It thus seems
that if there are no simples, then the truth -n o t the meaning- of one pro­
position will always depend upan the truth of another. This perhaps is
a bad enough result, but it is not the result Wittgenstein speaks about
at 2.0211. In sum, I do not know how to make the argument in the 2.02s
square with the statem ent at 3 .2 4 ” . (Fogelin, R obert J . Wittgenstein,
Routledge & Kegan Paul, Boston, London and Henley, 1980, p. 13).
proposición fuese verdadera”. La aparente incoherencia sur­
gió de suponer, demasiado apresuradamente, que la proposi­
ción que tiene que ser cierta para que una proposición sobre
un objeto complejo tenga sentido, es la que afirma la existen­
cia del complejo. Pero esto no está dicho explícitamente en
2.0211. Con el fin de evitar la incoherencia y comprender me­
jor la argumentación wittgensteiniana en favor de los sim­
ples, examinaremos la posibilidad de que, suponiendo que
ellos no existen, la proposición cuya verdad sería condición
de sentido de una proposición sobre un complejo no sea la
que afirma la existencia del mismo.
Tomemos ahora a manera de ejemplo {para no desgastar
tanto a la escoba del rincón} la proposición “Pegaso está entre
las nubes”. De acuerdo con el fragmento citado de 3.24, la
inexistencia de Pegaso hace que esta proposición sea falsa, pe­
ro no que carezca de sentido. En efecto, la proposición puede
analizarse de manera que la referencia al objeto complejo Pe­
gaso se elimine y se sustituya por una descripción de cómo
deben estar dispuestas sus partes para que exista; quizá un
análisis semejante a: “El cuerpo de caballo está entre las nu­
bes, las alas están entre las nubes y el cuerpo de caballo está
unido a las alas ... (de tal y tal modo)”.
Entendemos bien el sentido de la proposición sobre Pe­
gaso, el cual no depende, entonces, de que la descripción “el
cuerpo de caballo está unido a las alas ... (de tal y tal modo)”,
que equivaldría a la afirmación de la existencia del complejo
Pegaso, sea verdadera, pues de hecho no lo es. Pero su sen­
tido dependería, en conformidad con lo dicho en 2.0211, de la
verdad de proposiciones distintas a la que afirma la existen­
cia de Pegaso (afirmando que sus partes están combinadas
de cierto modo específico).
Veamos cuáles podrían ser tales proposiciones. Se puede
argüir que la referencia a Pegaso dentro de la proposición es
significativa aunque no exista Pegaso porque, si bien no es
cierto que el cuerpo de caballo y las alas estén de hecho uni­
das de la manera que se requiere para que Pegaso exista, es
por lo menos posible que estuviesen unidas así. La descrip­
ción “el cuerpo de caballo está unido a las alas (de tal y tal
modo)” es falsa, Pegaso no existe, pero ella tiene sentido, en
cuanto describe o representa un posible estado de cosas. Para
que “Pegaso está entre las nubes” tenga sentido se debería
requerir que la descripción “el cuerpo de caballo está unido a
las alas (de tal y tal modo)” tenga sentido y no que tenga que
ser verdadera. Pero el que esta descripción falsa tenga sentido,
depende de que otras proposiciones sean verdaderas. Depen­
de de que haya un cuerpo de caballo y unas alas, así no estén
unidas de la manera requerida. Y la existencia del cuerpo de
caballo y de las alas se expresaría en proposiciones que afir­
man que sus partes (cabeza, cuello, extremidades, tronco, co­
la, etc., en un caso, y plumas, huesos, músculos, etc., en el
otro) están dispuestas de cierta manera. Serían las proposicio­
nes sobre la contingente existencia de las partes de las partes
de las partes de ... (aquí se podría o bien continuar indefinida­
mente o bien parar en un punto arbitrario en donde todavía se
hace referencia a partes complejas, ya que estamos suponien
do que no hay simples) y no la que afirma la existencia de
Pegaso, las que deben ser verdaderas para que “Pegaso está
entre las nubes” tenga sentido.
Si se acepta esta interpretación, entonces puede sostener
se a la vez que si no hay objetos simples, el que cualquin
proposición tenga sentido depende de que otras sean vrrdn
deras (de que se den ciertos hechos que podrían d e ja r dr d.n
se) y, por otra parte, que una proposición sobre un complejo
no necesariamente deja de tener sentido, si la proposición que
afirma la existencia del complejo es falsa. La idea que nos guía
en este intento de evitar la incoherencia es que una fantasía,
por más extravagante e inverosímil que sea, podría expre­
sarse en proposiciones con sentido, si está construida, en úl­
timas, a partir de objetos existentes; así éstos no sean simples
y así se combinen en estados de cosas que de hecho no se
dan, pero que son posibles. Al suponer que no hay simples,
la existencia de tales objetos se expresaría en proposiciones
fácticas acerca de sus partes y de la manera en que se combi­
nan, siendo estas últimas las proposiciones de cuya verdad
depende el sentido de la proposición inicial.
Veamos ahora como asumiendo la existencia de objetos
simples se evita la indeterminación del sentido de las propo­
siciones sobre complejos, que resulta de su dependencia de
cuestiones fácticas. Si hay objetos simples, el análisis de una
proposición sobre un complejo puede, en principio, llevarse a
cabo hasta su culminación completa, es decir, hasta que todas
las proposiciones que se obtengan en éste análisis sean propo­
siciones elementales que contengan solamente combinaciones
de nombres de simples y que, por ello, ya no se puedan ana­
lizar más. La cuestión que surge ahora es si el sentido de estas
proposiciones elementales resultantes del análisis depende
aún de la verdad de ciertas proposiciones que afirmen la exis­
tencia de los simples que se mencionan en las primeras. La
existencia de tales simples ya no puede expresarse en otras
proposiciones con sentido que los describan y que pudieran
ser falsas (como podría ocurrir en los niveles anteriores del
análisis donde aún hay referencia a complejos, cuya existen­
cia es contingente). Toda proposición con sentido sobre un
simple describe estados de cosas posibles en los que puede
aparecer el simple. Se puede decir de un simple cómo se
combina con otros. Pero no se puede afirmar su mera existen­
cia en una proposición con sentido, pues la mera existencia
del simple no es expresable como un estado de cosas, no es
una combinación de objetos y, por lo tanto, no se puede for­
mular en un lenguaje fáctíco como el del Tractatus, cuya posi­
bilidad de afirmar algo se agota totalmente en su posibilidad
de representar posibles estados de cosas. Esto explicaría el si
guíente pasaje de las Philosophische Bemerkungen en el que Witt-
genstein echa una mirada retrospectiva sobre la concepción de
los simples defendida en el Tractatus.

L o que yo u n a vez llam é ‘objetos’, lo sim ple, es sim ple­


m ente aquello a lo que p ued o referirm e sin tem er que qui­
zá no exista; esto es, aquello p ara lo cual no h ay existencia
ni inexistencia, y esto quiere decir aquello de lo que p o d e­
m os hablar, sin im portar lo que sea el c a s o 1(1.

A diferencia de los complejos, los cuales, como ya hemos


visto, pueden describirse en proposiciones fácticas que dicen
cómo están dispuestas sus partes constitutivas y que pueden
ser falsas, los simples no pueden describirse, pues carecen de
complejidad interna, sino sólo nombrarse:

3.221 Sólo puedo nombrar los objetos. Los signos los


representan. Yo solam ente puedo hablar de ellos; no puedo
expresarlos.

ie PB, 36, p. 72. En el Trac/aítaWittgenstein afirmaba: uI,;i sust.mi i,i


es aquello que existe independientemente de lo que acaen'" (n .r, ’ n 1 |i
(...) 3.26 El nom bre no puede ser subsecuentem ente ana­
lizado p o r u na definición. Es un signo prim itivo17.

La existencia no contingente de los simples18, la cual no


puede expresarse en un lenguaje fáctico, porque es indepen­
diente de lo que sea el caso, debe estar, en todo caso, mostra­
da y garantizada por el uso significativo de sus nombres. El
nombre de un simple no es la mera abreviación de una des­
cripción, que no puede darse en el caso del simple. El signifi­
cado del nombre del simple se identifica con el objeto mismo
que designa: “El nombre significa el objeto. El objeto es su
significado.” ( t l p , 3.203). Y su uso significativo en el contexto
de las proposiciones elementales presupone, o mejor, mues­
tra (si bien no afirma) la subsistencia del objeto.
Es, pues, sólo gracias a que hay simples que el sentido de
una proposición puede quedar completamente determinado,
por un análisis que tiene que terminar, evitándose la regresión
infinita que se insinúa amenazante en 2.0211, cuando las pro­
posiciones a las que conduce sean elementales, esto es, con­
tengan solamente nombres simples, los cuales ya no pueden
descomponerse, ni definirse más. Con los nombres de los sim­
ples se logra hacer una referencia directa a los objetos, que
ya no está mediada por descripciones contingentes de partes
constitutivas, como en el caso de los complejos. Sólo gracias
a la posibilidad de analizar una proposición completamente,

17 TLP, p. 55.
Aunque en lugar de decir que los simples existen necesaria­
m ente, tal vez sea más adecuado decir que están más allá de la exis
lencia y la inexistencia. Esto está muy en consonancia con el carácter
Iroseen dental que ya les hem os atribuido antes.
hasta llegar al nivel de los nombres o signos simples, puede
mostrarse cómo ella adquiere su contacto con la realidad v
cómo su sentido puede ser finalmente determinado:

3 .2 3 El postulado de la posibilidad de los signos sim


pies es el postulado de la determ inabilidad del sentido.
(...) 3 .2 5 H ay un análisis com pleto, y sólo uno, de la pro- ■
p osición 19.

Con esto completamos nuestra reconstrucción del ar~


gumento trascendental de Wittgenstein, mediante el cual se
busca establecer que los objetos simples constituyen una condición
de posibilidad de la función representacional de nuestro lenguaje y del
hecho de que nos podemos formar con él una imagen del mundo. Tal
imagen es construida con proposiciones que poseen un sen­
tido determinado. Este puede sacarse a la luz a través de un
análisis único, unívoco y completo que culmina en propo­
siciones elementales, inanalizables, las cuales son concate­
naciones de nombres (TLP, 4.22) que refieren directamente
a objetos simples.
Una vez examinada la argumentación en favor de la exis­
tencia de los objetos simples, trataremos de mostrar ahora có­
mo estos objetos que constituyen la sustancia del mundo le dan a éste
una forma fija, independiente, que es la forma lógica a la que
debe amoldarse nuestro lenguaje para poder reflejar lo real.
¿Cómo los abstractos, incoloros e indefinibles objetos sim­
ples del Tractatus pueden dar a lo real una forma fija?
Ya se había observado antes que los simples, dada su ca­
rencia de estructura interna, no tienen propiedades materia-
les, sino sólo forma, más precisamente: forma lógica. La for­
ma lógica de los simples está determinada por, más aun: es,
su posibilidad de combinarse con otros simples y hacer parte
de estados de cosas (TLP, 2.0141}. Esta posibilidad le es esencial
al objeto (TLP, 2.011), constituye su naturaleza (TLP, 2.0123),
éste no puede concebirse de manera totalmente aislada, sino
únicamente dentro de un espacio de estados de cosas en los
que puede aparecer (TLP, 2.012 ly 2.013). Quizá esto ayude a
entender por qué, siendo los objetos la sustancia del mundo,
los elementos básicos de la ontología del Tractatus, Wittgens-
tein afirma, sin embargo, que el mundo no es la totalidad de
los objetos, sino de los hechos y que la realidad o el espacio
lógico está constituido por los estados de cosas. La primacía
que da Wittgenstein a los hechos y a los estados de cosas so­
bre los objetos en su caracterización del mundo y de lo real,
se debería a que los últimos no pueden pensarse aisladamen­
te, sino siendo parte de posibles estados de cosas. Paralela­
mente, en el lenguaje la unidad básica que posee sentido es
la proposición, si bien en ella se conectan nombres de obje­
tos. El nombre se usa significativamente sólo en el contexto de
una proposición [cfr. TLP, 3.3; en este punto Wittgenstein coin
cide con Frege). Lo que corresponde en el ámbito ontológico a
las proposiciones como unidades significativas básicas del len­
guaje son los estados de cosas representados por ellas, los cua­
les se toman como los componentes básicos de la realidad.
Aunque los estados de cosas constan, en último término,
de objetos en conexiones específicas, los objetos pueden dar
lugar a diversos mundos posibles distintos del actual, según
sus posibilidades esenciales de conectarse entre si de mane­
ras distintas a como de hecho lo hacen. Los que caracterizan
al mundo actual en el que de hecho estamos, y lo distinguen
de otros mundos posibles, son, pues, los hechos, los estados
de cosas efectivamente existentes en los que actualmente apa­
recen los objetos y no los objetos mismos. Los objetos y sus
formas lógicas, es decir, sus posibilidades de combinación
con otros, determinan la forma del espacio lógico de posi­
bles estados de cosas (o realidad) en el que está inmerso el
mundo de los hechos y en el que está inmerso también cual­
quier mundo posible. Fuera del espacio lógico delimitado por
las posibilidades combinatorias de los objetos ya no hay na­
da que sea pensable, que se pueda expresar con sentido.
En la ontología del Tractatus se pueden hacer distinciones
categoriales entre distintos tipos de objetos, según su forma
lógica o naturaleza, esto es, según sus posibilidades intrínsecas
de combinación con otros objetos. El espacio de estas posibi­
lidades caracteriza al objeto: conocerlo es conocer estas posi­
bilidades de conexión (TLP, 2 .0 1 2 3 } . Pero ¿cómo saber que
existen estas distinciones categoriales? ¿Cómo saber que no
todos los objetos tienen las mismas posibilidades de combina­
ción con los demás objetos? ¿Por qué todos no comparten la
misma forma lógica? Para responder a estas preguntas parece
necesario acudir otra vez al gran espejo y ver cómo se refle­
jan en él las posibilidades de combinación de los objetos. En
nuestro lenguaje no todas las combinaciones de nombres son
proposiciones con sentido. Hay restricciones gramaticales
acerca de cómo combinar nombres para que se forme una
proposición significativa. Estas restricciones gramaticales re­
flejarían restricciones sobre las posibles combinaciones en
las que pueden aparecer los objetos nombrados. Las restric­
ciones gramaticales deben ajustarse, pues, a las naturalezas o
formas lógicas esenciales de los objetos. Así, por ejemplo, l;i
proposición “Platón fue maestro de Anaximandro” aunque
falsa, está gramaticalmente bien construida y representa una
combinación lógicamente posible entre los objetos nombra­
dos. Pero “Platón fue maestro de la letra Y ” no parece ser
significativa porque su construcción viola las restricciones
dadas por las formas lógicas de los objetos mencionados, es
decir, se pretende representar una combinación que queda
por fuera del espacio lógico de combinaciones posibles de
los objetos (se daría, en este caso, lo que cabe denominar “un
error categorial”). Se podría objetar aquí que en nuestro ejem­
plo los objetos nombrados no son simples, pero, en todo ca­
so, cabe sospechar que en el nivel muy profundo y oculto de
las proposiciones elementales rigen también restricciones gra­
maticales, que reflejan distinciones categoriales entre los simples.
Las formas lógicas de los objetos determinan una red fija,
absoluta de todos los estados de cosas posibles (TLP 2.0124 y
2.014). A esta red fija de todas las posibles combinaciones de
objetos la llama Wittgenstein ‘espacio lógico’, o a veces tam­
bién ‘realidad’ (TLP, 2.06). En ella están contenidos los estados
de cosas existentes, los hechos que constituyen el mundo (TLP,
1,13), y además los estados de cosas meramente posibles. Tan­
to el mundo como el lenguaje con el que nos formamos una
imagen de él, deben ajustarse a esta forma lógica fija de la
realidad, determinada, en últimas, por las formas lógicas de
los objetos. Pero no sólo el mundo actual y no sólo nuestro
lenguaje deben conformarse a esta forma fija, sino que tam­
bién deben hacerlo cualquier mundo posible y cualquier len­
guaje que pretenda reflejarlo:

2 .0 2 2 E s claro que p o r m uy diferente del real que se


imagine un m undo debe ten er algo - una form a —en com ún
con el m undo real.
2.023 Esta forma fija eslá constituida por los objetos.
(...) 2 .0 2 6 Sólo si hay objetos puede h ab er una form a
fija del mundo^0.

Si fabulamos un mundo posible cualquiera y queremos


describir cómo es, debemos especificar qué hechos lo confor­
man y expresarlos. Estos hechos deben poder descomponer­
se, en últimas, en combinaciones posibles de objetos simples,
las cuales, siendo posibles, forman parte de la red de com­
binaciones que constituyen el espacio lógico. Un mundo po­
sible, por extravagante que podamos fantasearlo, no puede
contener combinaciones de los simples no permitidas por sus
formas o esencias (pues ellas serían impensables e inexpre­
sables). La forma fija del espacio lógico, dada por las formas
fijas y absolutas de los objetos simples, es lo común entre el
mundo imaginario, por fantástico que sea, con el actual. Am­
bos serían variaciones construidas sobre una misma red de
posibilidades lógicas.
Pero ¿por qué esta forma lógica subyacente a cualquier
mundo y a cualquier lenguaje debe ser fija y absoluta? Porque
los objetos que la determinan son fijos ( t l p , 2.027). Y ¿por
qué los objetos son fijos? Quizá debería darse, más bien, una
misma respuesta a ambas preguntas. La fijeza de la forma de
la realidad y la de la forma de los objetos pueden interpre­
tarse, ambas, como condiciones de posibilidad de nuestro len­
guaje, pues ¿cómo formar en nuestro lenguaje una imagen
del mundo, si la forma de éste no es fija y determinada, sino
variable y contingente? ¿No está, acaso, el carácter determi­
nado y fijo del sentido de las proposiciones, que Wittgenstein
exige en el Tractatus sin cuestionarlo, condicionado por y de­
rivado del carácter determinado y fijo de la realidad que ellas
representan?
Esta fijeza de los objetos, su carácter a priori, absoluto,
necesario y eterno, justifica el que se los identifique con la
sustancia del mundo y, tal vez, aclara el sentido en el que Witt-
genstein habla de sustancia. La sustancia se podría interpretar
aquí (de manera muy tradicional) como la base que perma­
nece inmutable en todo cambio. Todo cambio es una varia­
ción en la manera como se combinan los objetos y, por ello,
los objetos mismos, que no son combinaciones, no pueden
cambiar (TLP, 2.0271).
Una característica importante de la red de posibles esta­
dos de cosas, esto es, del espacio lógico o realidad, es que los
estados de cosas atómicos que la conforman son indepen­
dientes, en el siguiente sentido:

2.061 L o s estados de cosas son independientes unos de


otros.
2 .0 6 2 D e la existencia o no existencia de un estado de
cosas, no se p uede con clu ir la existencia o no existencia de
otro21.

Como veremos posteriormente, esta independencia de los


estados de cosas elementales juega un papel muy importante
en la explicación que se da en el Tractatus de la noción de ne­
cesidad lógica. Por ahora señalemos que si no se asume esta
independencia, entonces la forma lógica de la realidad no es­
taría determinada única y completamente por la forma lógi-
i u de los objetos, sino que estaría también determinada par­
cialmente por conexiones necesarias no-lógicas entre hechos
ulómicos. Estas conexiones necesarias implicarían, por un
ludo, que ciertas combinaciones permitidas por la forma ló­
gica de los objetos tengan que excluirse si otras se dan y que
dadas ciertas combinaciones posibles otras tengan que darse
forzosamente. Habría pues determinaciones de parte de la
forma lógica de la realidad que no dependerían solamente
de la forma lógica de los objetos y habría, también, en el len­
guaje, entre las proposiciones elementales, conexiones ne­
cesarias no-lógicas, lo cual es rechazado explícitamente por
Wittgenstein (ver TLP, 6.37).
En esta primera parte del capítulo, buena parte de nues­
tros esfuerzos ha estado encaminada a mostrar cómo Wittgen­
stein deriva la estructura básica de la fealidad (la necesidad de
que haya objetos atómicos y la manera como ellos determi­
nan a priori la forma del espacio lógico de posibilidades que
contiene al mundo, a los hechos) de la estructura básica del
lenguaje en el que la reflejamos. Sin embargo, esto no debe
llevarnos a pensar que la estructura de la realidad la consti
tuimos o la conformamos con nuestro lenguaje. Si bien sólo
podemos conocer la realidad a través de nuestros medios de
representación con los cuales nos formamos una imagen de
ella, si bien sólo podemos describir cómo es la realidad usan­
do el lenguaje que tenemos (si nos salimos de este espejo y
pretendemos observar la realidad directamente, tal como
ella es en sí misma, ya no podremos ver nada), esto no impli­
ca que por ello le imprimamos a la realidad la estructura de
nuestros medios de representación. Al contrario, estamos
forzados a imprimirle a nuestro lenguaje, si queremos que
funcione como un buen espejo, una forma que refleje la forma
fija e independiente de la realidad. Nuestras representaciones no
constituyen la realidad, no le dan su forma, sino que para po-
der ser en absoluto representaciones tienen que poseer en
común con la realidad esta forma, que está ya dada de ma­
nera independiente. Es en este sentido que podemos afirmar
que la concepción de la verdad como correspondencia del
Tractatus se apoya en una postura realista.
Es en el nivel básico de los simples y su relación con sus
nombres donde se evidencia más claramente esta postura rea­
lista, La forma o naturaleza de los objetos simples es algo que
les pertenece esencial e intrínsecamente. Nuestra manera de
nombrarlos y de hablar de ellos no interviene en absoluto en
determinar esta forma o naturaleza. Antes bien, el uso de los
nombres en contextos significativos está regido por reglas
sintácticas que no son arbitrarias, sino que deben reflejar y
conformarse a las posibilidades de combinación de los objetos
nombrados dictadas por su forma lógica independiente:

3 .3 2 7 E l signo d eterm in a una form a lógica sólo unido


a su aplicación lógico-sintáctica.
(...) 3 .3 4 2 E n nuestras n otacion es hay, es cierto, algo
de arb itrario; p ero esto no es arbitrario, a saber: que si noso­
tros hem os determ inado algo arbitrariam ente entonces algo
otro tiene que acaecer. (Esto depende de la esencia de la nota-
ción )a2.

Según nuestra interpretación de este pasaje, lo arbitrario,


en el caso específico de nuestras notaciones para nombrar, es
la escogencia de los signos que designan objetos (ver TLP,
.'i.322). Pero una vez escogidos estos signos ya no pueden
usarse de manera arbitraria, pues las reglas sintácticas de su
uso deben conformarse a sus posibilidades de combinación
con otros signos, esto es, a su forma lógica; y esta forma ló­
gica debe coincidir con la forma lógica independiente del
objeto nombrado. Dicho de otra manera, el uso del nombre
liene que manifestar su esencia o naturaleza, que es el reflejo
de la esencia o naturaleza independiente del objeto nombra­
do, es su copia o reproducción lingüística. Las proposiciones
construidas combinando nombres pretenden reflejar la es­
tructura de los estados de cosas dados que representan. Y el
lenguaje considerado en su totalidad, más aún cualquier len­
guaje posible, debe tener una forma lógica que se ajuste a la
de la realidad y derive de ella su posibilidad de expresar algo
con sentido.
La realidad tiene una existencia y una forma que nos son
dadas y que no están en modo alguno determinadas por nues­
tras imágenes de ella y por nuestra manera de formar tales
imágenes, sino por la existencia y naturaleza independientes
de los simples. Son nuestros modos de representación de la
realidad y nuestras representaciones las que tienen un carác­
ter derivado, las que dependen, en su corrección o incorrec­
ción, de si corresponden a esa realidad dada. En las Philoso-
phische Bemerkungen Wittgenstein todavía sostiene este punto
de vista realista que otorga autonomía, independencia y cierta
primacía ontológica al mundo respecto del lenguaje: “Pues,
ya que el lenguaje recibe su manera de significar de su signi­
ficado, del mundo, no se puede concebir un lenguaje que no
represente a este mundo” (PB, 47, p. 80). En sus cuadernos de
1914-1916 Wittgenstein ya había expresado lo que podemos
denominar su realismo básico: “El mundo me está dado, cslo
q u ie re d e c ir q u e m i v o lu n ta d e n t r a a l m u n d o c o m p le ta m e n te
{etwas Fertiges)” ( t b ,
d e s d e f u e r a , c o m o a a lg o y a c o m p l e t o
8.7.16, p. 168).
Para concluir nuestra exposición de la ontología del Trac-
tatas, que subyace a la concepción de la verdad como corres­
pondencia presentada en esta obra, resumamos y subrayemos
de nuevo los principales resultados de la misma. Hemos mos­
trado que hay dos tesis ontológicas básicas en el Tractatus, a
saber, una tesis atomista según la cual hay objetos simples que
constituyen la sustancia del mundo y una tesis realista en vir­
tud de la cual estos objetos simples determinan una forma fija,
independiente, autónoma de la realidad. Para defender estas
tesis básicas, Wittgenstein usa argumentos que podemos in­
terpretar como trascendentales y que se apoyan en un su­
puesto fundamental: nuestro lenguaje es como un espejo que
cumple una función eminentemente representacional, que
permite que nos formemos en él imágenes verdaderas o fal­
sas de lo real.

II. Las proposiciones como pinturas. Cómo es el espejo en el que refle­


jamos la realidad

En la primera parte de este capítulo, para indagar acerca


de cómo es la realidad a la que debe corresponder lo verdade­
ro, tuvimos que recurrir, en varios puntos claves, a su ima­
gen en el espejo del lenguaje. En nuestras consideraciones
sobre la ontología del Tractatus ya se anticiparon, pues, al­
gunas consideraciones importantes acerca del lenguaje. En
esta segunda parte pretendemos ampliar y completar estas
consideraciones, centrándonos en la cuestión de cómo es la
estructura del lenguaje que hace posible que en el se refleje la
estructura dada e independiente (en el sentido aclarado ya) de lo
rtaL
Comencemos nuestra indagación acerca de la estructura
(U*l lenguaje en el nivel básico en el que éste adquiere contac­
to directo e inmediato con la realidad que representa, es de­
cir, en el nivel de los nombres simples y su relación con los
objetos simples. En este nivel básico se establece una asocia­
ción entre los elementos básicos del lenguaje, los nombres, y
los elementos básicos de la realidad, los simples, designados
por los primeros. A través de esta relación referencial entre el
nombre y el objeto nombrado por éste, el lenguaje adquiere
la posibilidad de representar la realidad, adquiere su contac­
to con ella (TLP 2,1515). Y sobre esta asociación nominativa
básica se construye el completo isomorfismo entre lenguaje y
realidad.
Wittgenstein afirma (distanciándose de la posición de Fre-
ge) que el objeto simple al que un nombre refiere constituye
no solamente su referencia, sino también su significado (TLP,
3.203). Esto parecería implicar que el nombre, en virtud de
su mera asociación con el objeto que nombra, posee ya un
significado. Sin embargo, oponiéndose a esto (y coincidiendo
con Frege), Wittgenstein sostiene que sólo en el contexto de
una proposición el nombre adquiere significado. Una mane­
ra de mostrar que estas dos afirmaciones, aparentemente
opuestas, son conciliables consiste en recurrir al uso del nom­
bre en contextos proposicionales como criterio para saber si el
nombre está cumpliendo realmente su función referencial y si
retiene su significado23 (ver T LP, 3.32(i y 3.327). Para usar

,£i Señalemos, de paso, que la estrecha vinculación entre significa­


do y uso no es algo exclusivo, ni del todo nuevo en la que se ha dado
significativamente un nombre, para que él represente adecua­
damente al objeto nombrado, no basta con haber establecido de
manera puramente convencional y arbitraria una conexión
entre él y su referencia. Como ya hemos observado antes, el
uso o la aplicación sintáctica del nombre debe estar regido
por reglas gramaticales. Tales reglas han de garantizar que la
aplicación sintáctica del nombre, esto es, sus posibilidades
lícitas de combinarse con otros para formar proposiciones
con sentido, refleje las posibilidades de combinación del ob­
jeto nombrado, esto es, su forma lógica. La relación deno­
tativa entre nombre y objeto no es, pues, del todo arbitraria,
ya que el uso gramaticalmente correcto del signo escogido
convencionalmente para representar a un objeto, tiene que
ceñirse a las posibilidades determinadas por la esencia com­
binatoria del objeto. E l uso de los nombres en los contextos propo-
sicionales y la gramática que rige tal uso tienen que reflejar la esencia
de los objetos, so pena de que el nombre pierda su significado,
al no representar adecuadamente al objeto. Así pues, el que
un nombre tenga significado radica en que se use en las pro­
posiciones de manera que ellas figuren combinaciones posi­
bles del objeto designado por él y no en la mera asociación
convencional con dicho objeto.
Lo anterior nos conduce ya al segundo nivel del isomor-
fismo entre lenguaje y realidad: el nivel de las proposiciones

en llam ar ‘segunda filosofía de W ittgenstein’. Pero la noción de uso


que juega un papel tan im portante en el pensamiento tardío de W itt­
genstein es m ucho m ás amplia que esta noción de uso del Tractatus,
la cual se entiende com o aplicación sintáctica. Adem ás, con la vin­
culación entre uso y significado en su o b ra tardía, W ittgenstein, c o ­
m o lo verem os, persigue propósitos diferentes a los del Tractatus.
elementales que figuran estados de cosas atómicas (TLP, 4.2 y
4.21). A las proposiciones elementales se las podría caracterizar
dr dos maneras diferentes. En primer lugar, son las proposi­
ciones más simples, en el sentido de que no pueden analizar­
ía' más. Ellas son concatenaciones de nombres simples (TLP,
■1.22 y 4 .2 2 1 ), los cuales ya no pueden descomponerse median-
U' definiciones o descripciones (TLP, 3 .2 6 ) . En segundo lugar,
las proposiciones elementales se distinguen de las demás por
ser todas lógicamente independientes entre sí (TLP, 4 .2 1 1 ). La
verdad o falsedad de una de ellas no implica nada acerca de
Ih verdad o falsedad de otra. Esto no ocurre con las proposi­
ciones complejas, las cuales están en determinadas conexio­
nes lógicas con las proposiciones que forman parte de su
análisis y también con otras proposiciones que tienen en sus
análisis partes comunes con ellas. Piénsese, por ejemplo en
las conexiones lógicas entre una proposición compleja de la
lorma ‘p y q’ y sus partes p, q; o en la conexión lógica entre ‘p
y q’ y Lp ó q’. En contraposición a esto, si p y q son elementa­
les entonces son lógicamente independientes. Esta independen­
cia lógica entre las proposiciones elementales refleja, claro
está, la independencia, a la que ya aludimos, entre los estados
de cosas atómicos representados por ellas (TLP, 2 .0 6 1 , 2 .0 6 2 ).
La posibilidad de que las proposiciones elementales mode­
len lo real y tengan, entonces, sentido, se basa en su capacidad
pictórica de figurar estados de cosas posibles. La concepción
pictórica de las proposiciones elementales puede resumirse
brevemente como sigue. Los nombres se combinan entre sí
de determinadas maneras para formar signos preposiciona­
les (TLP, 3 .1 4 ), los cuales figuran o modelan estados posibles
de cosas (TLP, 3 .2 1 ). La proposición es el signo preposicional
o combinación de nombres en su relación con el estado de
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

cosas que figura (TLP, 3.12). Dicho en otras palabras, la pro­


posición es la combinación de nombres en cuanto tiene un
sentido. La proposición tiene sentido si figura un posible esta­
do de cosas, si representa una combinación posible de los ob­
jetos nombrados en ella. La proposición elemental es, pues,
una figura o modelo {Bildj de la realidad (TLP, 4.01y 4.011).
Ella representa un punto en el espacio lógico constituido por
las posibles combinaciones entre objetos.
En lo que sigue trataremos de dar respuesta a la cuestión
de qué es lo que hace posible que la proposición elemental cumpla
su función esencial de representar figurativamente la realidad. A
este respecto Wittgenstein nos dice: “La posibilidad de la pro­
posición descansa en el principio de la representación de los
objetos por los signos” ( t l p , 4.0312). El que la proposición
elemental pueda figurar estados de cosas presupone la co­
nexión básica referencial entre nombres y objetos. Es sólo en
virtud de esta conexión que la proposición adquiere su rela­
ción con la realidad. Pero la proposición no es un mero agre­
gado inconexo de nombres asociados a objetos. Se requiere
además que la proposición tenga una forma y una estructura,
o sea, que en ella los nombres estén articulados en ella de una
manera determinada (estructura de la proposición) y que esta
manera determinada de articularse modele una posible mane­
ra de combinarse de los objetos nombrados, un estado de cosas
posible (forma de figuración de la proposición): “Un nombre
está en lugar de una cosa y otro en lugar de otra y están uni­
dos entre sí. Así el todo representa —como una figura viva—
el estado de cosas,” (TLP, 4.0311). Refiriéndose a las figuras
en general, no necesariamente lingüísticas, Wittgenstein es­
cribe:
2.12 La figura es un modelo de la realidad.
2.13 A los objetos corresponden en la figura los elemen­
tos de la figura.
2.131 Los elementos de la figura están en la figura en
lugar de los objetos.
2.14 La figura consiste en esto: en que sus elementos
están combinados unos respecto de otros de un modo de­
terminado.
2.141 La figura es un hecho.
2.15 Que los elementos de la figura estén combinados
unos respecto de otros de un modo determinado, represen­
ta que las cosas estén combinadas también unas con otras
de la misma manera.
A esta conexión de los elementos de la figura se la llama
su estructura y a su posibilidad su forma de figuración.
2.151 La forma de figuración es la posibilidad de que las
cosas se combinen unas respecto de otras como los elemen­
tos de la figura24.

Podemos expresar ahora, usando la terminología del Tracta-


tus, las dos condiciones fundamentales para que una proposi­
ción, o en general una figura, pueda representar la realidad.
La primera condición es la relación figurativa (TLP, 2 ,1 5 1 4 )
que debe darse entre los elementos de la figura y los objetos.
En el caso particular de las proposiciones puede hablarse más
específicamente de la relación referencial entre los nombres,
que son los elementos de la proposición, y los objetos, que
son los elementos del estado de cosas representado por la pro­
posición. La segunda condición fundamental es que la figura
ylo figurado deben tener algo en común para que la primera
pueda representar en absoluto a lo segundo (TLP, 2 ,1 6 y 2 ,1 6 1 ).
Este algo en común es la forma lógica:

2.18 Lo que cada figura, de cualquier forma, debe te­


ner en común con la realidad para poder en absoluto figurarla
—justa o falsamente - es la forma lógica, esto es, la forma de
la realidad“ .

Una figura puede ser correcta o no, puede ser verdadera


o falsa, lo cual debe poder establecerse mediante una compa­
ración con la realidad que representa. Para que esta compara­
ción sea en absoluto posible, para que la figura y la realidad
sean conmensurables, debe haber algo igual en ambas. Este
punto puede ilustrarse a través del siguiente ejemplo. Supon­
gamos que alguien nos muestra una manzana roja y nos pide
que representemos en un papel el color de la manzana. No­
sotros pintamos una mancha en el papel. La mancha puede
ser una correcta o incorrecta representación del color de la
manzana, según si su color coincide con el de la manzana o
no. Entonces lo que debe ser igual en la mancha y la man­
zana para que la primera sea una representación del color de
la segunda no es, por supuesto, el color. La identidad en el
color es condición para la corrección o verdad de la repre­
sentación pero no para su posibilidad, no para que sea en ab­
soluto una representación. Pues la representación sigue siendo
tal aún en el caso de que sea incorrecta, aún en el caso de que
los colores no coincidan. En lo que deben coincidir la repre­
sentación y lo representado para poder ser conmensurables
i*n cuanto a su color es en ser ambas coloreadas, es decir, en
ln posibilidad de tener el mismo color. Es la posibilidad de te­
n e r el mismo color y n o el hecho de tener el mismo color lo
(|U (‘ permite hacer la comparación entre la mancha y la m a n -
/,una que establecería la corrección o incorrección de la mancha
i orno representación del color de la manzana. La posibilidad
<le tener el mismo color que el objeto cuyo color se repre­
senta (lo que podríamos llamar, tratando de imitar la termi­
nología wittgensteiniana, su ‘forma de coloración’} es lo que,
e n este caso, permite a nuestra mancha poder cumplir su fun­
ción representativa o figurativa.
Ahora bien, en el caso de una proposición como figura,
ya no en un sentido visual sino lógico, de un estado de cosas,
también debe haber algo común a ambos para que la propo­
sición pueda ser figura. Pero no debe haber tanto en común
que resulte que la proposición sea siempre verdadera. La teo­
ría pictórica de las proposiciones debe permitir resolver un
viejo problema: explicar la posibilidad de proposiciones que
poseen sentido, que figuran un estado de cosas, pero que son
falsas. La proposición tiene una estructura, dada por la mane­
ra específica como están conectados los nombres en ella. Y
esta estructura representa una posible combinación entre los
objetos nombrados, un posible estado de cosas. Si se exigie­
ra que lo común a proposición y realidad figurada fuese la
estructura, el estado de cosas representado coincidiría, de hecho,
con la proposición en tener tal estructura y la proposición se­
ría siempre verdadera. No se podría dar cuenta, entonces, de
la posibilidad de proposiciones con sentido pero falsas. Lo co­
mún a proposición y realidad no puede ser, pues, la estructu­
ra, la manera de combinarse los nombres, por un lado y los
objetos, por el otro. Pero para que la proposición pueda cum
plir su función figurativa debe ser por lo menos posible que
sus nombres y los objetos nombrados por ellos se combinen
de la misma manera, esto es, conformen la misma estructu­
ra. A esta posibilidad de coincidencia en la estructura la lla­
ma Wittgenstein la forma lógica de figuración.
Esta distinción entre estructura y forma lógica permite se­
parar las condiciones para que una proposición tenga sentido
de las condiciones que la hacen verdadera y permite, por lo
consiguiente, resolver el antiguo problema de la posibilidad de
proposiciones con sentido pero falsas“ . Este problema surge,
en este contexto, si se identifica el sentido de una proposición
con un hecho representado por ella, pues si la proposición es
falsa no se da el hecho que representa y entonces carecería
de sentido. Pero para poder ser falsa una proposición tiene
que poseer ya un sentido. Por esto es importante subrayar
que Wittgenstein no identifica el sentido de una proposición
con un hecho, sino con un posible estado de cosas, con un
punto en el espacio lógico (ver TLP, 2.202 y 2.221), que podría
ser un hecho, sin serlo siempre. El sentido de una proposi­
ción no necesariamente hace parte del mundo, pues este último
está constituido por hechos. Pero el sentido de una propo­
sición falsa tampoco cae en el vacío. Es aquí donde la distin­
ción entre realidad y mundo cobra especial importancia. Hay
un espacio más amplio que el mundo de los hechos, a saber,
la realidad o el espacio lógico, que alberga además de los he­
chos, además del mundo, las posibilidades de combinación
entre objetos que de hecho no se dan y que están representa-

^ Q ue el problem a es, en efecto muy antiguo, puede co rro b o ­


rarse consultando: Platón, Teeteto, I H9a.
iliis por proposiciones falsas pero con sentido*7. El sentido
i'hIú determinado completamente por la proposición y es in
dependiente de los hechos; depende de cómo sus nombres se
rimectan y cómo esta conexión representa una posible ma
ni'ra de conectarse los objetos nombrados, un estado de cosas
posible. Se puede comprender el sentido de una proposición
NÍn saber si ella es verdadera o falsa y sólo habiendo com­
prendido el sentido de la proposición se puede compararlo
con la realidad para establecer su verdad o falsedad. Tal com­
paración buscaría establecer si el estado de cosas figurado
por la proposición se da de hecho o no, si está en el mundo y
110 sólo en el espacio lógico, como mera posibilidad (TLP, 4 .2 5 ).
Para que el lenguaje pueda servir como espejo de la rea­
lidad tiene que haber, entonces, identidad entre su forma ló­
gica y la forma lógica de la realidad. Esto quiere decir que en
el lenguaje los elementos básicos que son los nombres de­
ben, además de estar asociados a los elementos básicos de la
realidad, poseer las mismas posibilidades de combinación
que poseen tales elementos básicos. La gramática o la sinta­
xis lógica, que determina la forma lógica del lenguaje, juega
aquí un papel clave, como reglamentación de las combinacio­
nes lingüísticas que deben reflejar las posibles combinaciones

11 Se suele aclarar que la noción de posibilidad que se emplea en el


Tractatus no debería entenderse en un discutible sentido metafísico, se­
gún el cual algo posible hace presencia en un misterioso mundo diferente
del actual. Lo posible, en este contexto, debería entenderse, más bien,
como lo pensable o, equivalentemente, lo expresable en proposiciones con
sentido. Sin embargo esta expresabilidad en proposiciones con sentido
descansa en que este sentido haga parte de un metafisico espacio lógico
de posibles com binaciones de abstractos objetos simples.
ontológicas determinadas por la naturaleza intrínseca de los
objetos simples. De esta manera, la sintaxis lógica que rige el
uso de los nombres y que, por decirlo así, expresa su natura­
leza, juega un papel fundamental en el lenguaje, análogo al
que juega la naturaleza de los simples en la realidad. Es la
sintaxis lógica la que, en último término, determina la forma
lógica del lenguaje, de manera análoga a como las esencias
combinatorias de los simples determinan la forma lógica de
la realidad. Y ambas formas lógicas deben coincidir. La iden­
tidad de la forma lógica de lenguaje y realidad sería visuali-
zable de la siguiente manera: la red de posibilidades de formar
proposiciones elementales con sentido, permitidas por las
reglas sintácticas del lenguaje, debe poder superponerse a la
red de posibilidades combinatorias de la realidad, permitidas
por la naturaleza de los objetos; y tal superposición debe mos­
trar, en el nivel de las proposiciones elementales y sus co­
rrespondientes estados de cosas atómicos, una congruencia o
coincidencia absoluta, un isomorfismo perfecto, punto por
punto, nodo por nodo. No debe haber posibilidades en la rea­
lidad inexpresables en el lenguaje, ni proposiciones con sentido
que no expresen posibilidades en la realidad. Es este isomor­
fismo lógico entre lenguaje y realidad el que permite explicar
cómo las proposiciones elementales adquieren su sentido. En
este isomorfismo, a diferencia de un isomorfismo entre estruc­
turas matemáticas, las estructuras no están en pie de igualdad,
sino que una, la de la realidad, juega el papel de estructura
original y la otra, la del lenguaje, tendría que ser una copia
isomórfica de la primera.
Esta concepción pictórica del lenguaje permite dar una
explicación general de lo que Wittgenstein considera como la
esencia de la noción de verdad:
L a teoría de la figuración lógica a través del lenguaje nos
da, en prim er lugar, una com p ren sión de la esen cia de la re ­
lación de verd ad . L a teoría de la figuración lógica a través
del lenguaje dice —de m an era totalm ente gen eral: P ara que
sea posible que una p roposición sea v erd ad era o falsa - que
ella concuerde o no con la realidad - para ello tiene que haber
en la p rop osición algo idéntico co n la realid ad^ .

El sentido de una proposición, su esencial posibilidad de


ser verdadera o falsa, presupone la identidad de la forma lógi­
ca de lenguaje y realidad. Pero para que lo expresado en el len­
guaje sea de hecho verdadero se debe cumplir no solamente
la identidad en la forma lógica de lenguaje y realidad, sino
también la identidad en la estructura de las proposiciones y los
hechos. Es decir, las combinaciones entre nombres en las pro­
posiciones ya no deben ser sólo combinaciones posibles entre
los objetos nombrados, hacer parte del espacio lógico (condi­
ción de sentido) sino que esta posibilidad debe actualizarse, los
objetos deben combinarse de hecho en el mundo como lo dicen
o representan las proposiciones (condición de verdad). Las
combinaciones entre objetos figuradas por las proposiciones
verdaderas no forman parte únicamente del espacio lógico, de
lo posible, sino que forman parte del mundo, de lo fáctico. Y
el total de proposiciones elementales verdaderas describe la
totalidad de los hechos, es decir, es una descripción completa
del mundo (TLP, 4.26).
La concepción pictórica de las proposiciones elementales
permite, de esta manera, dar cuenta de la relación entre lenguaje
y realidad y de las nociones de significado o sentido (Sinn) y
verdad que enraízan en ella. Y puesto que el mundo se puede
describir completamente usando sólo proposiciones elemen-
tales, basta aclarar cómo ellas cumplen su función figurativa
para aclarar cómo en el lenguaje se puede representar al mun­
do. Sin embargo, las proposiciones que usamos habitualmen­
te no son elementales, sino complejas. Las proposiciones
elementales están en un nivel tan profundo y oculto, que ni
siquiera podemos dar ejemplos de ellas. Un ejemplo de pro­
posición elemental contendría ejemplos de nombres de los
abstractos objetos simples y ya vimos por qué Wittgenstein
no da ejemplos de ellos. Para completar esta exposición de la
estructura del lenguaje y de su isomorfismo con la realidad
debemos, pues, escalar todavía a un nivel más superficial y
explicar cómo las proposiciones no elementales pueden ad­
quirir sentido. De hecho, recordémoslo, la existencia del ni­
vel oculto y profundo se había mostrado como necesaria,
precisamente para poder garantizar que las proposiciones
complejas que usamos habitualmente posean un sentido
completamente determinado. Aclarar cómo está determinado
el sentido de éstas permitirá, a su vez, dar una breve explica­
ción de las nociones de necesidad lógica y tautología, desde
esta perspectiva del Tractatus. La explicación se basa en que el
sentido, las condiciones de verdad, de una proposición com­
pleja es función de los sentidos de las proposiciones elementa­
les que la constituyen o hacen parte de su análisis (TLP, 5.2341).
Las proposiciones complejas no son figuras de la manera
directa e inmediata como lo son las proposiciones elementales.
El carácter figurativo de la proposición compleja reside en ser
lo que podríamos llamar una combinación lógica de figuras y
no en ser una figura sencilla, en el sentido en que lo es una
proposición elemental. Tomemos, a manera de ejemplo una
proposición compleja de la forma ‘p v q’, conformada a parí it
de las proposiciones elementales p y q. ¿Es la proposición
compleja una figura? Y si lo es, ¿cuál es el estado de cosas figu­
rado por ella? Podríamos pensar que la proposición compleja
es una figura de un estado de cosas complejo o una situación
[Sachlagé] constituida ya no por un solo punto del espacio lógi­
co, sino por una región del mismo. En tal caso, ¿cómo podría­
mos describir o caracterizar la región representada por la
disyunción de p y q? Esta región debería estar, de todos mo­
dos, determinada por los puntos representados por p y q. Sin
embargo si llamamos R a la región de la que la disyunción
sería figur a (es decir, aquella que debería estar dentro del mundo
de los hechos para que la disyunción sea verdadera) se pre­
sentan cuatro posibilidades excluyentes: que la región contenga
ambos puntos representados por p y q; que contenga sólo al
primero; que contenga sólo al segundo; y, finalmente que no
contenga a ninguno de los dos. Si se da la primera posibilidad,
puede ocurrir que el mundo no contenga a R y sin embargo
contenga a uno de los puntos representados por p o q y, en
tonces la disyunción sería verdadera. Por lo tanto R no es un
buen candidato para ser la región figurada por la disyunción.
De análoga manera, en las otras tres posibilidades es proble­
mático considerar a R como la región o situación figurada por
la disyunción, ya que la verdad de la disyunción no equivale
en ningún caso a que la región R exista de hecho, es decir, a
que haga parte del mundo. Dicho más brevemente: no hay
una única región del espacio lógico que pudiera identificarse
con la situación de la que la disyunción es figura (en el se n tid o
de ser la única región que deba existir o hacer parte del mim
do para que la disyunción sea verdadera). Más bien, h;tv vn
rias regiones alternativas (aquellas compatibles con las lie.
primeras posibilidades mencionadas arriba) representadas
por la disyunción.
Si se desea defender la afirmación según la cual, en general,
“la proposición es una figura de la realidad” (m* 4.01), entonces
debe entenderse lo figurado no (o no siempre) como una región
del espacio lógico cuya existencia, cuyo hacer parte del mun­
do, equivalga a la verdad de la figura, sino que lo figurado puede
ser también una combinación lógica de lugares del espacio
lógico. Las proposiciones elementales son figuras en el sentido de
representar estados de cosas que son lugares, más aún: puntos,
en el espacio lógico. Las proposiciones complejas son combina­
ciones lógicas de estas figuras elementales. A estas combinacio­
nes de figuras las podemos seguir llamando figuras o podemos
también decir que sólo las proposiciones elementales son figuras
en el sentido estricto arriba explicitado. Pero lo que nos interesa
aquí no es esta cuestión terminológica, ni tampoco la cuestión
relacionada de qué tan general es la afirmación según la cual
las proposiciones son figuras sino, más bien, la de cómo las
proposiciones complejas derivan su sentido, su posibilidad de
ser verdaderas o falsas, del sentido que las proposiciones ele­
mentales, de las que son funciones veritativas, poseen en vir­
tud de su propia e intrínseca capacidad figurativa:

5 L a proposición es una función de verdad de la propo­


sición elem ental. (L a prop osición elem ental es u na función
de verd ad d e sí m ism a)
5.01 L as p roposiciones elem entales son los argum entos
de verd ad de las p roposiciones29.

‘¿ ÍJ TLP, p. 113. Aquí podría form ularse la objeción de que ciertas


proposiciones complejas, com o aquellas que contienen cuantifkadores
A diferencia del caso de las proposiciones elementales,
cuya verdad se puede establecer, en principio, por medio de
una comparación directa de su sentido, el cual se muestra de
manera evidente en la estructura misma de la proposición, con
la realidad, en el caso de las proposiciones complejas intervie­
ne un factor adicional que influye en su valor de verdad. Este
nuevo factor es la manera particular como la verdad de la pro­
posición compleja depende funcionalmente de la verdad de
las proposiciones elementales que son sus argumentos. Y esta
dependencia funcional está determinada por los conectivos
proposicionales veritativo-funcionales que intervienen en la
construcción lógica de la proposición compleja a partir de pro­
posiciones elementales. En la verdad de las proposiciones com­
plejas intervienen, pues, dos factores: por una parte, los valores
de verdad de sus componentes elementales, los cuales depen­
den, a su vez, solamente de su correspondencia inmediata con
la realidad; y, por la otra, un cálculo con estos valores de ver­
dad que está regido por reglas convencionales asociadas a los
conectivos proposicionales (como la negación, la disyunción,
la conjunción y el condicional)*’. Este cálculo con valores de

ti aquellas en las que se hacen atribuciones de actitudes proposiciona­


les (o, en general, las que puedan considerarse com o no extensiona-
Ics o referencialmente opacas) no parecen ser funciones veritativas de
proposiciones elem entales. W ittgenstein considera estos casos con
ulgún detalle pero nosotros no necesitam os extendernos para e xam i­
nar sus consideraciones a este respecto, pues las objeciones que nos
interesará exam inar en los próxim os capítulo contra las concepciones
de significado y verdad del Tractatus son más fundamentales que ésta.
311-Wittgenstein em plea en el Tractatus (TLP, 6) la posibilidad de re
ducir todos los conectivos proposicionales a un solo conectivo com
verdad, que usualmente se formula en las llamadas tablas de
verdad y que se lleva a cabo independientemente de lo fáctico
(lo fáctico interviene sólo en la determinación del valor de ver­
dad de las componentes elementales de la proposición com­
pleja), presupone que las proposiciones elementales son todas
lógicamente independientes entre sí. Si no fuera así, antes de
llevar a cabo tal cálculo habría que excluir de entrada, tenien­
do en cuenta presuntas conexiones necesarias, no lógicas entre
las proposiciones elementales, ciertas posibilidades represen­
tadas por las filas de la tabla de verdad y, en tal caso, habría
verdades necesarias no lógicas, distintas a las tautologías.
Esta distinción entre dos factores determinantes para la
verdad o falsedad de las proposiciones complejas resulta cla­
ve para la explicación de la necesidad lógica en términos de
la noción de tautología. En efecto, si la verdad de todas las
proposiciones se estableciera exclusivamente por su corres­
pondencia con los hechos, como ocurre con las elementales,
no habría manera de explicar cómo hay tautologías que son
verdaderas necesariamente, en todas las circunstancias posi­
bles, independientemente de lo fáctico. Pero en las proposi­
ciones complejas puede darse el caso límite en el que las re­
glas convencionales de cálculo de las funciones veritativas
cancelen el efecto del otro factor, el fáctico, en la determina­
ción de su verdad o falsedad, esto es, el efecto de la verdad de
las componentes elementales y de su correspondencia con

pleto que perm ita exp resar todas la funciones veritativas. Este recu r­
so técn ico tiene cierta im portancia, no sólo por lo que podríam os
llam ar su “econom ía lógica”, sino tam bién porque ayuda a m ostrar
una idea fundamental que se defiende en el Tractatus, a saber, la idea
de que los conectivos o constantes lógicos no representan nada real.
los hechos. Tal es el caso de las tautologías y las contradiccio­
nes y de ahí su carácter a priori. Si la verdad de toda proposi­
ción consistiera en su concordancia con los hechos, no habría
verdades necesarias, analíticas, a priori. Hay, proposiciones,
sin embargo, cuya verdad no depende sólo de su concor­
dancia con lo fáctico, sino que depende, al menos parcial­
mente, de su estructura lógica, es decir, de cómo se combinan
lógicamente en ellas las proposiciones elementales constitu­
yentes. Y hay casos límite en los que la particular manera en
que están combinadas las proposiciones elementales tiene el
efecto de anular su influencia en el valor de verdad de la “pro­
posición” compleja y, consiguientemente, se anula la influen­
cia de lo fáctico. Estas “proposiciones” pierden pues su co­
nexión con los hechos (de ahí las comillas) y su “verdad” o
“falsedad” ya no debe entenderse en el sentido de correspon­
dencia, pues no está condicionada por lo fáctico. Si uno se
atiene estrictamente a considerar como proposiciones sólo
las proposiciones elementales o las combinaciones veritativo-
funcionales de éstas que conserven un contenido fáctico, las
tautologías y las contradicciones no serían, en todo rigor,
proposiciones, pues no se puede decir de ellas que sean ver­
daderas o falsas, en el sentido de correspondencia con los
hechos.
Cuando se afirma, entonces, que las tautologías son ver­
dades necesarias y que toda verdad necesaria es lógica, más
aún tautológica, se está empleando una noción lógica de ver
dad, cuyo sentido depende del uso de reglas lógicas de cálen
lo con valores de verdad y que difiere del sentido de verdad
como correspondencia.
La diferencia entre las proposiciones con sentido fácli» o v
las tautologías y contradicciones la expresa Witt^rnslciii ,im
4.461 L a proposición m u estra aquello que d ice; la tau­
tología y la con trad icción m uestran que no dicen nada.
L a tautología no tiene condiciones de v erd ad , pues es
incondicional m ente verd ad era; y la contradicción, bajo nin­
guna con dición es v erd ad era. L a tautología y la co n trad ic­
ción carecen de sentido31.

Sin embargo, si bien las tautologías y las contradicciones


carecen de sentido fáctico, no dicen nada acerca del mundo
de los hechos, ellas, sin embargo, muestran o exhiben pro­
piedades lógicas del lenguaje que son reflejo de propiedades
formales de la realidad. Aunque las tautologías no afirman
nada acerca del mundo de los hechos, ellas muestran algo
acerca de la forma lógica del lenguaje con el que figuramos
lo real y, por lo tanto, muestran algo acerca de la forma lógi­
ca de la realidad que debe coincidir con la del lenguaje. Dicho
de otro modo: el que tales combinaciones de proposiciones
elementales y no otras anulen su contenido fáctico, muestra,
sin decirlo (esta distinción entre decir y mostrar jugará un
papel central en la última parte de este capítulo), propiedades
formales de la red de proposiciones elementales, la cual es
una copia isomórfica de la red de combinaciones posibles de
objetos que constituyen la realidad:

6.12 E l hecho de que las proposiciones de la lógica sean


tautologías m uestra las propiedades form ales - lógicas - del
lenguaje, del m undo32.

al TLP, p .109.
32 TLP, p. 171.
6.13 L a lógica n o es una doctrina, sino un reflejo del
mundo33.

tu. Lo que no puede decirse, sino sólo mostrarse. Cómo es la relación


entre la realidad y su reflejo en el espejo del lenguaje

En esta parte se discutirá la cuestión de cómo se puede acla­


rar la relación de isomorfismo lógico entre lenguaje y realidad,
en la que se basa la concepción de verdad como correspon­
dencia del Tractatus. El resultado, lo anticipamos, será en
cierto modo decepcionante, pues se mostrará que la labor
de describir y explicar esta relación entre la realidad y su
imagen lingüística tropieza con limitaciones al parecer inelu­
dibles.
La posibilidad de hablar de verdad como corresponden­
cia en el Tractatus, presupone que las proposiciones poseen
un sentido, que debe poder determinarse a priori, previamente
a la determinación de su valor de verdad, para la cual sí se
requiere de una comparación con los hechos. Y las proposi­
ciones tienen sentido, en cuanto ellas figuren o representen la
realidad. La posibilidad de que el lenguaje represente la reali­
dad se funda, a su vez, en que ambos compartan lo que Witt­
genstein llama forma lógica. Aquello común a lenguaje y
realidad que los hace conmensurables, que posibilita la com
paración que ha de hacerse entre una proposición y los he­
chos para establecer si guardan la debida correspondencia
que justifica llamar a la primera verdadera, es la forma lógica
(TLP, 2,18). ¿Cómo podría describirse, en términos menos abs
tractos que los que hemos utilizado hasta ahora, esta form;i
lógica común a lenguaje y realidad? ¿Y cómo podría justifi­
carse la tesis según la cual un lenguaje que pretenda reflejar
la realidad tiene que tener en común con ella su forma lógi­
ca? Estas preguntas conducen a la siguiente dificultad. La po­
sesión de la forma lógica de la realidad es, como hemos visto,
una condición para que en un lenguaje cualquiera se pueda
describir la realidad. Por lo tanto, cualquier descripción o ex­
plicación, en cualquier lenguaje, de esta forma lógica debe
poseer o ejemplificar ya lo que se quiere describir o expli­
car. Si el tener la misma forma lógica de lo real, de lo repre­
sentado, es una de las condiciones para que las proposiciones
de cualquier lenguaje posean sentido, no podemos justificar
esta condición sin presuponer o emplear ya lo que se quiere
justificar. Si quisiéramos explicar las condiciones lógicas para
expresar algo con sentido sin cumplir o usar estas condicio­
nes, ya no podríamos decir sino sinsentidos. Las condiciones
cuyo cumplimiento debe presuponerse para que el lenguaje
tenga sentido y para poder hablar de verdad son no sólo in­
justificables, sino, más aun, inefables:

Es imposible decir cuáles son estas propiedades [las pro­


piedades lógicas comunes al lenguaje y la realidad]; pues para
ello se requeriría de un lenguaje que no poseyera las propie­
dades en cuestión, y es imposible que éste pudiera ser un len­
guaje correcto. Imposible construir un lenguaje no lógico34.

No hay un meta-lenguaje privilegiado que permita expli­


car, sin poseerlas, las condiciones lógicas que hacen posible


u TB, Anhang II (Aufzeichnungen, die G. E. M oore in Norwegen
nach Diktat niedergeschrieben hat, April 1914), p. 209.
que todo lenguaje tenga sentido, represente la realidad, sea
comparable con ella y pueda albergar lo verdadero. El “pri­
vilegio” al que aspira ese presunto meta-lenguaje de no pre­
suponer y depender de tales condiciones lógicas lo privaría
de la capacidad de expresar algo con sentido. Si pretendiéra­
mos salimos de las condiciones lógicas de sentido y verdad
del lenguaje, para explicarlas y fundamentarlas sin tener que
emplearlas, nos incapacitaríamos totalmente para decir algo,
nos condenaríamos al silencio o a un balbuceo totalmente
ininteligible, carente de sentido. La explicación de cómo es
posible el sentido y la verdad en el lenguaje parece chocar,
entonces, contra límites que no se pueden rebasar, so pena
de caer en lo inefable e impensable. Las condiciones lógicas
de posibilidad del lenguaje son, o bien injustificables e inex­
presables, o bien tendrían que auto-justificarse y ser evidentes
sin necesidad de ser expresadas en el lenguaje (esto trae a la
memoria la primera frase de los Tagebücher 1914-1916: “La lógi­
ca debe bastarse a sí misma”, TB, p. 89). Para resolver, por lo
menos parcialmente, esta dificultad Wittgenstein apela a su fun­
damental distinción entre decir y mostrar.
Pero antes de aclarar el papel que juega tal distinción en
el tratamiento de esta dificultad, tratemos de ahondar un po­
co más en la dificultad misma. ¿En qué consiste propiamente
la imposibilidad o problematicidad de un lenguaje en el que
se pretendan dar explicaciones y justificaciones últimas de
las condiciones lógicas para que él mismo pueda tener senti­
do? Intentemos ilustrar la dificultad a través de un ejemplo
un tanto extremo. Supongamos que preguntamos a alguien
acerca de la verdad o falsedad de cierta proposición p (por
ejemplo: “mi ejemplar del Tractatus está sobre mi escritorio").
La persona interrogada reacciona de manera muy excéntrica
e inesperada a nuestra pregunta, mostrando claramente que
no logra comprender en absoluto el sentido de la proposición
p. Pero no sólo no logra reconocer cuál es el estado de cosas o
la situación representada por p, sino que, a juzgar por sus re­
acciones, ni siquiera parece entender que la proposición se
emplea para representar cierta situación. Podríamos inten­
tar explicarle el sentido de p apelando a otras proposiciones
que expresen lo mismo. Supongamos, empero, que tras estas
explicaciones nuestro desconcertado personaje todavía sigue
sin entender, ni las explicaciones, ni el sentido de p.
Podríamos intentar ahora, ya algo desesperados, la enor­
me empresa de llevar a cabo un análisis lógico de la proposi­
ción hasta llegar a sus componentes elementales últimas, que
figuran estados de cosas atómicos y que se conectan de mane­
ra inmediata con la realidad. Luego de los esfuerzos extremos
que hay que empeñar para lograr esto (se trata, sin duda, de
un ejemplo muy idealizado), la persona no comprende aún la
proposición, ni su exhaustivo análisis, ni su relación con la rea­
lidad. Comenzamos ya a sospechar que estamos ante un caso
absolutamente irremediable y hasta ahora no visto de incom­
petencia lingüística. Tal vez esta persona es totalmente incapaz
de entender hasta lo más obvio, lo que para cualquier otra
persona en uso del habla es absolutamente claro".

3:1 En ese punto (¡probablemente mucho antes!) el ejemplo puede


resultar demasiado inverosímil. ¿C óm o puede haber com unicación
con alguien asi? Sin em bargo, en aras de la aclaración que pretende­
mos hacer, supongamos que la persona en cuestión ha dicho cosas to ­
talmente fuera de lugar luego de las explicaciones y que, sin embargo,
con una obstinación casi inquebrantable seguimos insistiendo en en-
Quizá, en nuestra desesperación, se nos llegue a ih im u
que lo que le hace falta a este pobre hombre es una compren
sión muy básica de lo que se requiere, en general, para que
una proposición cualquiera tenga sentido. Y entonces tal ve/,
podamos, como último recurso, tratar de (habiéndole dado
una buena repasada al Tractatus) explicarle una concepción
lógico-filosófica muy fundamental de lo que es en general el
sentido de una proposición, de las condiciones lógicas que
debe cumplir una proposición cualquiera para tener sentido,
para poder representar lo real. Por supuesto, inmediatamente
nos daríamos cuenta, antes de siquiera intentarlo, de que la
persona no podrá comprender nuestra pretendida explica­
ción general por las mismísimas razones por las que no com­
prendía la, a primera vista poco problemática, proposición
original p. Y si todavía llegara a ocurrírsenos la feliz idea de
emplear otro lenguaje que no presuponga las mismas condi­
ciones lógicas de sentido que el nuestro, con la vana esperan­
za de poder, ahora sí, entendemos con nuestro desamparado
personaje, lo que ocurriría, más bien, sería que ya ni siquiera
podríamos entendemos nosotros mismos. Pues recordemos
que en el Tractatus se sostiene que las condiciones de sentido
de nuestro lenguaje son también las de cualquier lenguaje po­
sible que pretenda reflejar la realidad (y ésta se ha asumido
como la función esencial de todo lenguaje), por lo tanto un
supuesto lenguaje que no las cumpliese carecería completa­
mente de sentido^.

irar en comunicación con él. L a inevitable implausibilidad del ejemplo


no le resta fuerza, confiamos, al punto que se quiere ilustrar con él.
36 El ejemplo se com plica todavía más si se tiene en cuenta qu<‘ rl
propio W ittgenstein reco n o ce al final de su Tractatus, que sus iiiirn
El problema radica aquí en que cualquier explicación
“completa”, “última” del sentido de las proposiciones del
lenguaje descansa sobre o presupone lo que se pretende ex­
plicar. Si alguien entiende ya la proposición p no necesita
de tal explicación (¡suponiendo que no sea filósofo y cierto dpo
de filósofo!). Y si alguien tiene tal incompetencia lingüística
como la que hemos fabulado aquí, ninguna explicación te
servirá para superarla, pues en cualquiera se emplearía ine­
ludiblemente lo que no comprende aún y se requeriría, jus­
tamente, la competencia de la que carece.
Con el ejemplo hemos tratado de mostrar que ninguna
explicación general del sentido y de las condiciones de verdad
de una proposición puede ser completa o absoluta. Las expli­
caciones deben terminar en algún punto en el que el sentido

tos en esta obra de trazar los limites de lo decible y lo pensable, chocan


con esos mismos límites. Es decir, las proposiciones del Tractatus no
cumplen con los requisitos que se exigen en él para que una proposi­
ción tenga sentido. En efecto, las proposiciones del Tractatus no figuran
estados de cosas y, de acuerdo con las ideas mismas de esta obra, care­
cen de sentido. Wittgenstein, al pretender examinar tas condiciones que
debe cumplir un lenguaje para poder reflejar lo real, ha traspasado los lí­
mites que separan lo que tiene sentido de lo que no lo tiene, pues ha ne­
cesitado recurrir a “proposiciones" que no cumplen tales condiciones. Se
ha tropezado, pues, con las mismísimas dificultades que estamos seña­
lando en esta parte de nuestro trabajo. La clara conciencia que él tiene de
este problema se expresa en su bella y famosa metáfora de la escalera:
“Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; quien me com ­
prende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que él haya
salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, por así decirlo, tirar la esca­
lera después de haber subido por ella.)” (TLP, 6.54, p. 203).
se muestre de manera inmediata sin que se necesite expliau
más37. Si no se llega a este punto, o si éste no existiera, las ex
plicaciones no aclararían nada. Dicho de otro modo: toda ex­
plicación de las condiciones lógicas de sentido debe reposar
sobre la previa posesión de un sentido que no requiera, a su
vez, de explicación. De lo contrario no podría explicarse na­
da. En el Tractatus se asume que el nivel en el cual el sentido
se muestra de modo completamente perspicuo, sin necesidad
de decirlo expresamente o de dar explicaciones ulteriores, es el
nivel de las proposiciones elementales. En este nivel el sen­
tido debería poder mostrarse y captarse de manera inmediata,
diáfana, transparente. Las proposiciones elementales debe­
rían poder cumplir la aspiración de claridad completa que
tanto desvelaba a Wittgenstein.
Vemos aquí cómo la distinción entre decir y mostrar jue­
ga un papel esencial. Entre las variadas cosas de las que Witt­
genstein afirma que no pueden decirse, sino mostrarse, se
cuentan las condiciones lógicas que deben satisfacer las pro­
posiciones para tener sentido, poder ser verdaderas o falsas,
y la forma lógica que debe tener el lenguaje para poder refle­
jar la realidad. Dada una proposición elemental, en ella debe

37 L a idea de que las explicaciones o razones se agotan y que de­


ben, entonces, reposar finalmente (si es que reposan en absoluto y no
quedan suspendidas en el aire) sobre algo que ya no hay que expli­
car, de lo cual no hay que dar razones, es una idea que será también
muy im portante en los puntos de vista sobre el significado y la aplica
ción de reglas que expone Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas.
Pero en esta obra aquello que no hay que explicar más, el punto en el
que podem os dejar de dar razones es muy distinto, com o lo v w n in s
posteriormente.
[**]
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

estar mostrada, exhibida su forma lógica de representación o


de figuración, la cual debe coincidir con la forma lógica de lo
representado, coincidencia que es condición para que ella ten­
ga sentido, para que pueda representar o figurar un estado de
cosas. Pero lo que la proposición muestra, ella no lo puede
decir o representar:

2.172 L a figura, sin em b argo, no p uede figurar su for­


m a de figuración; la m uestra.
2.173 L a figura rep resen ta su objeto d esde fu era (su
punto de vista es su form a de rep resen tación), p orq ue la fi­
gura representa su objeto, justa o falsam ente.
2.174 L a figura no puede sin em b arg o situarse fuera de
su form a de rep resen tació n 1*1.

Con estas palabras Wittgenstein sintetiza muy condensa-


damente lo que hemos venido tratando de aclarar: si descri­
bo o trato de explicar la forma lógica usando proposiciones
fácticas, la descripción debe poder ser correcta o falsa y en­
tonces ella debe representarla “desde fuera”, es decir, sin po­
seer dicha forma lógica. Pero al no poseerla la descripción
carece de sentido, no puede representar ni describir nada, no
puede ser justa o incorrecta. La imposibilidad de dar una ex­
plicación absolutamente completa, en un lenguaje fáctico, de
los requerimientos lógicos para que una proposición tenga
sentido, comporta una imposibilidad de dar cuenta de mane
ra completa, en tal lenguaje, de la noción de verdad como
correspondencia. El que una proposición sea verdadera de­
pende de su concordancia con la realidad a la que represen-
ta. La verdad, en general, depende de la manera como están
relacionados lenguaje y realidad. Pero no hay un punto de
vista exterior y privilegiado que permita pensar y describir
esta relación, por así decirlo, “desde fuera”. Al pensar, expli­
car, describir estamos necesariamente inmersos en el lengua­
je, o en algún lenguaje, y todo lo que digamos en él tiene que
cumplir ya sus, en últimas, inexpresables e injustificables
condiciones de sentido y verdad. Como no podemos salimos
de uno de los extremos de la relación de isomorfismo en que
se fundan el sentido y la verdad, no podemos ver desde un
pretendido punto de vista exterior y privilegiado los extre­
mos, para explicar cómo están relacionados. Sólo podemos
ver de la relación lo que de ella se nos muestra en una de las
partes relacionadas, la del lenguaje y el pensamiento, y esto
que se nos muestra de ella no podemos decirlo, ni dar razones
o justificaciones de ello.
La concepción de verdad como correspondencia del Trac-
tatus se apoya sobre la concepción pictórica del sentido de
las proposiciones. Sólo de una proposición con sentido se
puede decir si es verdadera o falsa y sólo si una proposición
figura una situación posible en la realidad, se puede compa­
rar el sentido de la proposición con los hechos para determi­
nar su valor de verdad, es decir, para determinar si el sentido
de la proposición está de acuerdo con los hechos. Pero, ¿en
qué consiste propiamente esta concordancia? ¿En qué con­
siste la comparación entre la proposición (o su sentido) y la
realidad que permitiría establecer la verdad o falsedad de la
primera? ¿Y cómo podría justificarse o fundamentarse la
idea de que la verdad consiste en tal concordancia? Rcspcc ln
a estos interrogantes y a la posibilidad de resolverlos sr jnr
sentan dificultades anáJogas a las que encontramos ;il <lis< n
tir la cuestión de cómo explicar las condiciones de sentido
de una proposición. No debemos esperar, entonces, que se
pueda dar una solución última y completa a estas preguntas.
Con argumentos similares a los que muestran la inefabi­
lidad de los presupuestos lógicos del sentido, tratemos de
mostrar ahora la injustificabilidad de la teoría de verdad co­
mo correspondencia y la inefabilidad de esta noción. Volva­
mos a la sencilla proposición p (que ya nos causó no pocas
dificultades) y supongamos que ella es verdadera, esto es,
que corresponde a un hecho. Supongamos también que un
nuevo personaje (éste no sufre de incompetencia lingüística
pero es un escéptico irredimible) nos pide una justificación de
la verdad de p. Le decimos simplemente, esperando con ello
resolver la cuestión, esta vez en pocos segundos y sin mayo­
res esfuerzos, que es evidente que la proposición p está de
acuerdo con los hechos. El escéptico no queda, sin embar­
go, muy satisfecho y nos pide que expliquemos y justifique­
mos esta relación de concordancia o correspondencia entre
p y los hechos a la que, según él, hemos recurrido como si
fuera algo completamente sobreentendido (y ya anticipamos
al oír esta exigencia nuevos dolores de cabeza). Si quisiéra­
mos describir esta concordancia entre p y el hecho represen­
tado por p usando otras proposiciones fácticas, estaríamos
asumiendo que dicha concordancia es un nuevo hecho, en
cierto sentido de segundo orden, en el que se conectan los
elementos de la proposición con los del hecho figurado por
ella. En otras palabras estaríamos asumiendo que hay una
figura de segundo orden en la que la figura original p concuer­
da con el hecho. Y si expresáramos y afirmáramos la con­
cordancia entre p y lo figurado por p, entendida como un
hecho de segundo orden, mediante una nueva proposición q,
que sería una figura de segundo orden, el escéptico no des­
perdiciaría la oportunidad de exigir ahora una justificación
de la verdad de esta figura de segundo orden q. Se vislumbra
ya la amenaza de una caída en una regresión infinita.
Para seguir la muy recomendable estrategia de atajar las
regresiones infinitas desde el mismo comienzo, tendríamos
que negar que la concordancia entre p y el hecho sea un nue­
vo hecho de segundo orden expresable en una nueva propo­
sición fáctica. La moraleja que habría que extraer, entonces,
de nuestro fabulado encuentro con el escéptico es que la con­
cordancia entre una proposición verdadera y el hecho figurado
por ella no es, ella misma, un nuevo hecho y, por consiguien­
te, no puede describirse en el lenguaje fáctico que Wittgen-
stein delimita en el Tractatus. Así como la forma lógica, en
cuanto condición de sentido, ya quedó confinada dentro de lo
inefable, lo trascendental, la concordancia entre proposiciones y
hechos, que es la condición de verdad, también queda más allá de los
límites que Wittgenstein trazji a lo decible. La concordancia entre
p y el hecho, que constituyen la verdad de p, debe estar mos­
trada, exhibida cuando se hace la comparación entre p y la
realidad; pero ella no puede decirse, describirse ni justificar­
se mediante otras proposiciones fácticas, ya que esto nos pre­
cipitaría en una regresión infinita. Nuevamente, como en el
caso del sentido, los fundamentos o presupuestos lógicos
mismos de la concepción de la verdad resultan ser inefables
e injustificables. La pretendida verdad acerca de la verdad
no podría ser demostrada, sino que tendría que asumirse. La
plausibilidad de la teoría de correspondencia que Wittgens­
tein asume, reposa sobre el hecho de que ciertas cosas que
no pueden decirse, ni explicarse, ni justificarse se mueslirn
en las proposiciones del lenguaje y en sus comparación«**
con los hechos. Si, por ejemplo, alguien dijese “yo quiero
saber cuáles son las condiciones que deben darse para que la
proposición p sea verdadera, quiero que se me explique có­
mo compararla con los hechos y cuál es exactamente la rela­
ción de concordancia que debo buscar ver para establecer su
verdad, si es que realmente la verdad consiste en una con­
cordancia con los hechos”, lo único que podríamos respon­
derle, si p es elemental, sería algo parecido a “lo que tiene
que ocurrir es que p” y tal vez señalar, exhibir de algún mo­
do lo que no puede expresarse ni explicarse recurriendo a
otras proposiciones: la correspondencia entre la proposición
y el hecho.
En este nivel muy básico de nuestra exposición de la con­
cepción pictórica del sentido y de la noción de verdad como
correspondencia en el Tractatus nos chocamos con el infran­
queable límite de lo decible, nos topamos con lo inefable y
quedamos condenados al silencio. Silencio que tendremos
que romper en el siguiente capítulo para examinar las críti­
cas que formula el propio Wittgenstein a sus concepciones
del Tractatus. Estas críticas deben poder conducirnos a nue­
vas perspectivas que nos permitan volver a decir algo positi­
vo sobre el significado y la verdad.
Capítulo Dos

Bajando al viejo caos.


El abandono de las concepciones del Tractatus
y el surgimiento de una nueva perspectiva
Alfilosofar debemos bajar al viejo caos
y sentimos bien allí.
Wittgenstein
Observaciones (1948)

Introducción

En el primer capítulo hemos visto cómo la concepción de la


verdad como correspondencia formulada en el Tractatus se
apoya en una ontología atomista, en la concepción pictórica
del significado y en una imagen del lenguaje como reflejo o
copia isomórfica de la realidad. En este segundo capítulo pre­
tendemos mostrar cómo en su obra posterior, particularmen­
te en las Investigacionesfilosóficas, Wittgenstein abandona estos
puntos de vista básicos del Tractatus y considera la noción de
significado y la relación entre lenguaje y realidad bajo una
nueva perspectiva. Este cambio de perspectiva debe implicar
un cambio en la concepción de la noción de verdad. Tratare­
mos, en el siguiente capítulo, de extraer y examinar las im­
plicaciones que tiene el cambio de perspectiva que expondremos
en el presente capítulo para el concepto de verdad.
En la parte I de este capítulo se expondrá la manera cnnin
Wittgenstein, en sus Investigaciones filosóficas, critica y abundo
na los puntos de vista básicos que había adoptado en el ¡rtn
tatus. Las ideas fundamentales de esta obra tempran» se ven,
bajo esta mirada crítica, como cuestionables intentos de satis­
facer un ideal absoluto de claridad en el lenguaje y de deter­
minación totalmente precisa del sentido de sus proposiciones.
Para superar este ideal Wittgenstein se apoya en una nueva
perspectiva, a la que dedicaremos el resto del capítulo. Trata­
remos de mostrar cómo algunas de las nuevas ideas centra­
les de su pensamiento tardío surgen, en buena medida, de
sus esfuerzos por abandonar las metas e ideales que, según
él, lo tuvieron atrapado y por aclarar los malentendidos filo­
sóficos surgidos de ellos. Por esta razón, en nuestros intentos
de comprender sus nuevos puntos de vista insistiremos mu­
cho en su aspecto negativo y crítico, y los contrastaremos
reiteradamente, para comprenderlos más claramente, con
los del Tractatus. Nos proponemos examinar, en particular,
dos aspectos centrales de su pensamiento tardío que tienen
especial relevancia para nuestra ulterior discusión sobre la
relación entre lenguaje y realidad y sobre la noción de ver­
dad: en primer lugar, la relación entre significado y uso y
el énfasis que se da al uso efectivo que damos al lenguaje
en contextos específicos (juegos de lenguaje) como aquello
que da sentido a sus expresiones (parte II); en segundo lugar
la noción de seguir una regla y su relación con la noción de
significado (parte III).

/. Mirada retrospectiva al ideal de purezfl cristalina

Algunas de las dificultades que se presentan al tratar de com­


prender las primeras secciones de las Investigaciones filosóficas
radican en que, si bien es claro que en ellas se somete a una
dura crítica cierta concepción del lenguaje y de su relación
con la realidad, en muchos pasajes no resulta del todo claro
qué es propiamente lo que se está poniendo en cuestión ni
cuál es el propósito de tal crítica. En ciertas interpretaciones
de esta obra estas dificultades conducen a las preguntas por
“la naturaleza del interlocutor de Wittgenstein en las primeras
secciones”1, por el punto acerca del cual trata la crítica y por
su objetivo2.
Entendidos como una crítica a las concepciones básicas
acerca del lenguaje defendidas en el Tractatus o a las ideas de
algún otro filósofo, los ataques de Wittgenstein parecen injus­
tos. Resulta muy difícil creer que alguien haya sostenido, como
tesis filosóficas o como parte de una teoría sobre el lenguaje
o sobre el significado, ideas tan ingenuas como las que Witt­
genstein toma como blanco de su crítica en las primeras sec­
ciones de las Investigaciones filosóficas. “Cada palabra tiene un
significado. Este significado está coordinado con la palabra.
Es el objeto por el que está la palabra” (iF , § 1, p. 17). En el
Tractatus, por ejemplo, estas afirmaciones no tienen la validez
general que aquí se les atribuye. No obstante, gran parte de
las críticas expuestas en los primeros parágrafos de las Inves­
tigacionesfilosóficas si pueden tomarse como dirigidas contra el
Tractatus. Lo que dificulta su interpretación es que algunas de
ellas, en cierto sentido las más radicales, no constituyen ata­
ques contra tesis específicas y explícitas de su primera obra,
ni tampoco contra teorías allí desarrolladas, sino, más bien,

1 Goldfarb, W arren D: “I want you to bring me a slab: Remarks


on the opening sections of the Philosophical Investigations”, en Syn
theseü fi, 1983, p. 266.
2 Ver, por ejemplo, von Savigny, Eike: Wittgensteim Philosofifiisi/ir
Untersuchungen, Band I, 2. Auflage, Vittorio Klostermann, Frankfml .mi
Main, 1994, p. 1-2.
contra las fuentes de las que se originan tales tesis y teorías. No se
trata, pues, principal o exclusivamente de refutar ciertas afir­
maciones o supuestos básicos formulados expresamente, sino
de cuestionar, problematizar y, finalmente, liberarse de las
imágenes, tendencias e inclinaciones no tematizadas que ha­
brían sido las que, en últimas, motivaron y determinaron la
manera concreta como se llevó a cabo la labor filosófica de
indagación acerca del lenguaje en el Tractatus. Una vez supe­
radas tales tendencias y las confusiones filosóficas que surgen
de ellas, la crítica puede, entonces, conducir a lo que podría­
mos tomar como su objetivo principal, esto es, considerar al
lenguaje y su funcionamiento efectivo desde un nuevo punto de vista,
que ya no esté determinado por tales tendencias y que esté libre de los
malentendidos a los que ellas dieron lugar.
Entre las motivaciones que jugaron un papel muy deter­
minante en la formulación de los problemas abordados en el
Tractatus y en la forma que adquirieron las soluciones dadas a
ellos, está la de buscar explicaciones generales y últimas que cum­
plan con un ideal y una exigencia extremos de rigor, claridad y per­
fección. Este ideal llegó a constituirse en la perspectiva a través
de la cual se insistía tercamente, como si fuera la única correc­
ta o posible, en ver, valorar e interpretar lo que se deseaba
explicar y fundamentar; el afán de explicar y fundamentar de
manera universal y definitiva podría entenderse también co­
mo una manifestación de ese ideal, como una manera o la
manera, por excelencia, de satisfacerlo:

El ideal, tal co m o lo pensam os, está inam oviblem ente


fijo. No puedes salir fuera de él: Siem pre tienes que volver.
No hay ningún afuera; afuera falta el a i r e .- ¿D e dónde p ro ­
viene esto? L a idea se asienta en cierto m od o c o m o unas
gafas sobre nuestras n arices y lo que m iram os lo v em os a
través d e ellas. N u n ca se nos ocu rre quitárnoslas.3

La transformación que lleva desde el Tractatus a las con­


cepciones posteriores de Wittgenstein implica el abandono de
este ideal y la adopción de una nueva perspectiva. Lo difícil
de esta transformación estriba en que a la vieja perspectiva se
la había absolutizado como la única manera correcta de con­
siderar el lenguaje, como el único punto de vista privilegiado
que permitía calar hasta su esencia. El punto de vista que se
desea superar y el ideal que lo orientó llegaron a imponerse
con cierto carácter forzoso, como si desde siempre se hubiese
mirado a través de ellos y uno, en su obstinación, no se hubie­
ra dado cuenta de que podía prescindir de los mismos.
El cambio de perspectiva que queremos examinar puede
describirse, en términos muy generales, como el volver la vis­
ta de lo que debería ser un lenguaje ideal absolutamente de­
terminado, puro, claro e inequívoco para dirigirla ahora hacia
la manera como, de hecho, funciona el lenguaje, tal como lo
usamos corrientemente, con todas sus ambigüedades, impre­
cisiones, vaguedades, asperezas, las cuales, sin embargo, no
afectan en lo más mínimo nuestro efectivo empleo del mis­
mo. Así describe Wittgenstein su decisión de abandonar su
antiguo punto de vista, de quitarse las gafas, que habían llega­
do a ser, casi, parte de sus propios ojos:

C u an to m ás de c e rca exam in am o s el lenguaje efectivo,


m ás gran d e se vuelve el conflicto en tre él y nuestra exigen
cia. (L a p ureza cristalina de la lógica no m e era dada como
resultado , sino que era u na exigencia.) El conflicto se vuelve
insoportable; la exig en cia am en aza a h o ra co n convertirse
en algo vacío. Vam os a p arar a terreno helado en donde falta
la fricción y así las condiciones son en cierto sentido ideales,
p ero tam bién p or eso m ism o no p odem os avanzar. Q u e re ­
m os avan zar; p or ello necesitam os la fricción. ¡V u elta a terre­
no ásp ero!4.

Se trata de abandonar el espacio lógico puro, cristalino,


helado del Tractatus, para regresar al terreno áspero y ver có­
mo funciona allí, en su lugar natal y natural, el lenguaje que
usamos habitualmente. En este punto surge el siguiente pro­
blema: ¿Permite este cambio de perspectiva que aquí se pro­
pone comprender más claramente o más correctamente el
lenguaje y su relación con lo real? ¿Hay un(os) criterio(s) que
permita(n) establecer cuál, entre distintas perpectivas bajo las
cuales se mira el lenguaje y su relación con la realidad, es la
mejor o la más correcta o la más verdadera y en qué sentido
lo es? ¿O, quizá, las diferentes perspectivas son simplemente
distintas y arrojan luz sobre diversos aspectos de lo que se
desea ver con claridad?
En el pasaje que acabamos de citar se sugiere que la nue­
va perspectiva, la vuelta al terreno áspero, es más adecuada
o aconsejable, en el sentido de no ser “vacía”, de permitir
“avanzar” y de permitir ver cómo “efectivamente”, realmen­
te usamos el lenguaje. Parece, entonces, que, juzgada según
su concordancia (en un sentido vago, diferente claro está al
sentido del Tractatus) con el uso efectivo que hacemos del len­
guaje, y no con un cuestionable ideal, la nueva perspectiva es
preferible. Volveremos más adelante sobre esta cuestión. Por
lo pronto tratemos de precisar este cambio de óptica en tér­
minos menos metafóricos que los que hemos empleado hasta
ahora.
Habría que aclarar, en primer término, cuál fue, más exac­
tamente, ese ideal que orientó las indagaciones del Tractatus.
Ya nuestras consideraciones preliminares acerca de esta obra
nos permiten desentrañar el ideal (de raigambre fregeana) de
un lenguaje cuyos enunciados posean un sentido absolutamente
puro, claro, preciso, determinado e inequívoco. Un sentido que no
cumpla con estas exigencias no sería, en absoluto, un senti­
do: “Vaguedad en lógica -queremos decir- no puede existir.
Vivimos ahora en la idea: el ideal ‘tendría’que encontrarse
en la realidad.” (IF, § 101, p. 119). Tratar de determinar el sen­
tido de un enunciado, pero admitiendo una vaguedad, por
mínima que ésta sea, sería, para usar una imagen de las In­
vestigacionesfilosóficas (ver IF, § 99, p. 119), como tratar de ence­
rrar a una persona en un cuarto, pero dejándole una puerta
abierta, ¡una sóla de todas! Lo cual no es del todo absurdo,
si la puerta abierta es muy pequeña, o inaccesible, o... Así
como puede pensarse que hay distintas maneras de ence­
rrar a alguien en un cuarto, unas más efectivas o seguras
que otras, pero que no es nada claro lo que pueda ser, en
general, un encierro absoluto, asimismo puede pensarse que
hay distintas maneras de precisar o aclarar el sentido de un
enunciado, pero que la idea de un sentido absolutamente de
terminado e inequívoco es, ella misma, muy poco clara, tal
vez vacía.
De todas maneras, buena parte del Tractatus está dedicado
a mostrar que, pese a las apariencias que resultan de umi con
sideración superficial del lenguaje que emplearnos coim-uir
mente, éste reposa, en últimas, sobre una oculta estructura
profunda en la que los enunciados elementales poseen un
sentido totalmente preciso, determinado y perspicuo. Los de­
más enunciados, que son funciones veritativas de enunciados
elementales, poseerían un sentido también completamente
determinado, en cuanto sus condiciones de verdad pueden
derivarse, mediante un cálculo realizable según reglas exac
tas, de los posibles valores de verdad de estos últimos. Vimos
ya cómo a la ontología atomista del Tractatus, a la existencia
de los simples, se llega deduciéndola como condición necesa­
ria para que las proposiciones elementales tengan un sentido
que no dependa de nada exterior a ellas, en particular, que no
dependa de lo fáctico, de la verdad de otros enunciados {lo
cual conduciría a una regresión infinita). Así pues, el requeri­
miento, así se lo llama ya en el Tractatus, de que el sentido esté
absolutamente determinado lleva a requerir también la exis­
tencia de los simples (ver TLP, 3.23).
Ahora bien, este requerimiento extremo, que juega un
papel tan fundamental en el Tractatus, entra en conflicto con
la manera como se usa de hecho el lenguaje. El ideal “ten­
dría” que encontrarse en la realidad y, sin embargo, cuando
examinamos la manera como usamos en la práctica el len­
guaje, no logramos encontrarlo. Los enunciados que usamos
habitualmente no poseen un sentido absolutamente determi­
nado. Ellos están muy lejos de satisfacer la aspiración de pure­
za y claridad perfectas que orienta los esfuerzos del Tractatus,
lo cual no impide, empero, que en la práctica nos entenda­
mos bien empleándolos. Pero si lo que se desea es mante­
nerse obstinadamente aferrado al ideal o si no se logra escapar
a su aparente carácter forzoso (“no se nos ocurre” prescindir
de él), el conflicto ha de resolverse considerando los enun-
ciados que de hecho usamos como expresiones imperfecta*
y vagas de un sentido absolutamente claro que tiene que ser
encontrado. Si éste no se presenta abiertamente ante nues­
tros ojos, hay que ir a buscarlo en las profundidades para de­
senterrarlo y sacarlo a la luz. Si esta pureza cristalina a la
que se aspira no se encuentra en el lenguaje que efectiva­
mente empleamos, entonces, en lugar de abandonar el ideal
como vacío, inconducente o poco realista, se opta, en lugar
de ello, por suponer que tal ideal tiene que estar cumpliéndose ya
en un nivel oculto profundamente bajo la superficie de nuestro uso
cotidiano, vago e impreciso del lenguaje. Para decirlo de otra ma­
nera, si no se halla el ideal que “tendría que encontrarse”, se
lo introduce en un nivel oculto y se pretende que siempre ha
estado ahí, fijo, invariable, eterno, necesario aunque no lo
hubiéramos advertido:

‘La esencia nos es ocultd : ésta es la form a que to m a ah ora


n uestro p ro b lem a. P reg u n tam o s: «¿Q ué es el lenguaje?»,
«¿Q uées la p rop osición ?» Y la respuesta a estas preguntas
h a de darse de u na vez p or tod as; e independientem ente de
cualquier exp erien cia futura...''.

El ideal ha conducido, o más bien ha descaminado, a ale­


jar nuestro interés y nuestra mirada del uso habitual del len
guaje y exige ahora ir a la caza de quimeras (ver IF, § 94, p.
115), nos obliga a extraviamos, a hurgar en las honduras para
tratar de extraer esencias ocultas: la esencia del lenguaje, la
de la proposición, la de su sentido,... Y se plantean más exi
gencias imposibles de cumplir: las preguntas por las esencúis
RAÚ L MELÉNDEZ ACUÑA

ocultas sólo pueden solucionarse cuando se encuentren res­


puestas definitivas, absolutas, necesarias, eternas, a priorib.
El medio por el cual se supone que se podrían satisfacer
estas exigencias y por el cual se podría cavar hasta lo más hon­
do hasta finalmente desenterrar el pretendido nivel oculto,
fundamental en el que el sentido se debería manifestar con su
absoluta pureza y perspicuidad, que se echa de menos en la
superficie, es el análisis:

P ero ah o ra p uede llegar a p a re ce r co m o si hubiera algo


co m o un análisis últim o de nuestras form as de lenguaje, y
así un a ú nica form a com p letam en te descom p uesta de la e x ­
p resión . E s d ecir: c o m o si nuestras form as de e x p re sió n
usuales estuviesen, esencialm ente, aún inanalizadas; co m o
si h ubiera algo oculto en ellas que debiera sacarse a la luz.
Si se h ace esto, la expresión se aclara con ello com p letam en ­
te y nuestro p rob lem a se resuelve7.

Este análisis llevado a su término conduciría a descubrir


los escondidos enunciados elementales a través de los cuales
el lenguaje adquiere, por medio de la asociación entre nom­
bres y objetos simples, su conexión directa e inmediata con la
realidad. Son tales enunciados cristalinos, en los que deberían
descomponerse los ásperos enunciados que empleamos coti-

(l Es oportuno recordar en este punto las siguientes palabras que


W ittgenstein escribió en el prólogo del Tractatus: Por o tra parte la
verdad de los pensam ientos aquí com unicados m e p arece intocable
y definitiva. Soy, pues, de la opinión de que tos problem as han sido,
cu lo esencial, finalmente resueltos (TLP, p, 33).
' II-, § !H, p. 113.
dianamente, los que podrían asegurar que el lenguaje cum­
pla su función esencial de representar figurativamente lo real,
pues poseen un sentido completamente transparente y deter­
minado.
Wittgenstein no prescinde del análisis en su obra posterior,
pero en ella ya no le asigna la imposible tarea de desentrañar
la esencia, de cavar hasta llegar a los componentes últimos de
la realidad y del sentido. El análisis ya no se entiende como
un análisis (onto)lógico en el que los enunciados y los objetos
complejos se descomponen en sus partes simples, atómicas,
sino como un análisis gramatical en sentido amplio, es decir,
un análisis de los usos efectivos de las palabras en diferentes
circunstancias, que son los que les dan sentido. El propósito
que se persigue con éste último es bien diferente: ya no des­
ocultar un presunto sentido último y absoluto, sino aclarar
malentendidos que surgen cuando las palabras se extraen del
contexto en el que habitualmente se emplean.
De esta manera Wittgenstein arroja una mirada retrospec­
tiva y crítica sobre la manera cómo sus indagaciones sobre el
lenguaje condensadas en el Tractatus, las preguntas que allí se
planteó, la forma cómo se las planteó y la manera particular
cómo trató de darles solución, fueron determinadas por lo
que él llamó “el prejuicio de la pureza cristalina” ( i f , § 108,
p. 122). Tras el abandono de tal prejuicio, una vez superado
su presunto carácter obligante, las elaboradas respuestas y
soluciones del Tractatus quedan como suspendidas en el va­
cío. La motivación que las había hecho surgir desaparece y
ellas se derrumban como “castillos en el aire” quedando “li­
bre la base del lenguaje sobre la que se asientan” (IF, § 118,
p. 127). Sobre esa base libre se puede ahora arrojar una mi­
rada muy distinta.
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

II. Regreso a l terreno áspero

Veamos ahora cómo sobre la base libre que queda tras el aban­
dono de la perspectiva idealizante del Tractatus surge otro pun­
to de vista, es decir, veamos cómo Wittgenstein vuelve sobre
el “terreno áspero” o “baja al viejo caos”. No se trata de cons­
truir nuevos castillos de viento, nuevas teorías a priori, tras­
cendentales sobre el significado, el lenguaje y su relación con
lo real; más bien se busca verlos de una manera distinta y dar
una descripción, en lo posible libre de prejuicios y aspiracio­
nes desmesuradas, de lo que nos muestra esta nueva mirada.
Como hemos señalado, este cambio de perspectiva puede en­
tenderse, a muy grandes rasgos, como una renuncia a la bús­
queda de esencias ocultas y explicaciones generales, un volver
la vista de las profundidades en las que se había extraviado
hacia lo que está ahí delante ante nuestros ojos. Lo que tene­
mos ante nuestros ojos es el uso efectivo y habitual del lenguaje
en diferentes contextos o situaciones. La mirada profunda y con­
centrada que trataba de penetrar hasta lo oculto, se dirige
ahora hacia la superficie y allí se dispersa para tratar de lo­
grar lo que Wittgenstein llama una visión sinóptica o pano­
rámica (Übersicht) del funcionamiento del lenguaje, de los
diversos usos que hacemos de él:

U n a fuente principal de nuestra falta de com p ren sión es


que no v em os sinópticam ente el uso de nuestras palabras.
— A nuestra gram ática le falta visión sin ó p tic a .- L a rep re­
sentación sinóptica p ro d u ce la com p ren sión que consiste en
V er co n exio n es’. D e ahí la im portan cia de e n co n trar y de
inventar casos interm edios.
El concepto de representación sinóptica es de fundam en­
tal significación p ara nosotros. D esigna nuestra form a de re­
presentación, el m od o en que vem os las cosas. (¿Es esto una
‘Weltanschauung’?)8.

Nuevamente surge aquí la pregunta de si esta “forma de


representación” constituye una perspectiva privilegiada que
permite ver las cosas como realmente son o si es un punto de
vista más entre muchos posibles que permite ver ciertos aspec­
tos de ellas. Podría pensarse que, luego de que se ha recono­
cido que se veían las cosas a través de las gafas de un ideal y
luego de despojarse de esas gafas que hacían ver ilusiones,
pero de las cuales parecía que no se podía prescindir, ahora sí
pueden apreciarse las cosas como son realmente y no como
creemos o aspiramos a que deberían ser. Sin embargo, Witt-
genstein no quiere caer de un prejuicio a otro; él enfatiza que
esta nueva perspectiva es su perspectiva y no la perspectiva
correcta o verdadera: “Queremos establecer un orden en
nuestro conocimiento del uso del lenguaje: un orden para
una finalidad determinada; uno de los muchos órdenes posi­
bles; no el orden” (IF, § 132, p. 131).
¿Pero entonces todas las perspectivas están en pie de igual­
dad, en el sentido de que todas son posibles y ninguna es más
adecuada que las demás? Puede haber unas más adecuadas
que otras para ciertas finalidades. Lo que se niega en este pa­
saje es que haya una que sea la correcta en un sentido abso
luto. Nos quitamos unas gafas, pero no para tratar de lograr
una visión inalcanzable: la visión directa de las cosas tal como
en verdad son, sin mediación de perspectiva particular ul^u
RAUL MELENDEZ ACUNA

na. Si un punto de vista acerca del lenguaje y su relación con


la realidad determina cosas tan básicas como qué criterios
pueden emplearse para determinar cuáles enunciados pueden
considerarse como significativos, para establecer en qué con­
sistiría su sentido o significado, para decidir qué enunciados
con sentido pueden tomarse como verdaderos, para saber qué
se entiende en distintos contextos por ‘correcto’ o ‘adecuado’,
‘justificado’ o ‘injustificado’, entonces resulta difícil dar una
justificación de esta perspectiva sin presuponerla, con lo cual
se cae en un círculo, o sin salirse de ella y apoyarse en otra
que requeriría a su vez de justificación, con lo cual se corre el
riesgo de caer en una regresión infinita. Aquí caeríamos de
nuevo en los atolladeros y extravíos a los que lleva la cues­
tionable aspiración de dar justificaciones últimas y definitivas.
Es justamente de la tendencia a buscar este tipo de justifica­
ciones de lo que, entre otras cosas, Wittgenstein desea libe­
rarse.
Es importante subrayar aquí que Wittgenstein no da, ni
sería consecuente al hacerlo, argumentos que refuten conclu­
yentemente sus concepciones del Tractatus, ni que sustenten
de manera indubitable sus nuevos puntos de vista. El intenta,
más bien, conducimos a considerar el lenguaje y su uso des­
de otro punto de vista, trata de persuadimos en favor de una
nueva manera de verlos. Y los medios que utiliza para lo­
grar esto son, a menudo, más sutiles que la simple argumen­
tación (esto no quiere decir, empero, que prescinda del todo
de argumentos). Una idea central sobre la que él vuelve reite­
radamente en su pensamiento tardío es que las razones, los ar­
gumentos y las justificaciones se agotan, llegan a un término.
Llegados a ese punto ellos podrían sustituirse por la persua­
sión (ver, por ejemplo, SC, § 612). Una de las maneras como
puede llegar a lograrse la persuasión en favor de su nueva
perspectiva es aplicándola, poniéndola en acción, observan­
do y describiendo lo que se aprecia desde ella para ver si se
logra en efecto una mayor claridad y una mejor compren­
sión de cómo funciona efectivamente el lenguaje (aunque ca­
be decir que justamente este propósito forma parte central de
tal perspectiva y puede jugar un papel menos importante o
incluso insignificante en otras, v. gr. la del Tractatus).
Se había señalado antes que sus nuevos puntos de vista
acerca del lenguaje podrían considerarse como mejores o más
adecuados que otros en relación con una finalidad concreta.
Wittgenstein no aclara explícitamente en el pasaje citado arri­
ba (IF, § 132} cuál podría ser esa finalidad, pero unas líneas
después escribe:
No queremos refinar o complementar de maneras inaudi­
tas el sistema de reglas para el empleo de nuestras palabras.
Pues la claridad a la que aspiramos es en verdad completa. Pe­
ro esto sólo quiere decir que los problemas filosóficos deben
desaparecer completamentey.
La finalidad que se persigue al buscar una visión sinóptica
del uso del lenguaje, de nuestras palabras es, tal como se la
formula aquí, superar o disolver (y no resolver) los presuntos
problemas filosóficos, que más que problemas son malenten­
didos y que son los que nos impiden comprender con comple­
ta claridad el funcionamiento del lenguaje. Esta aspiración a
la claridad completa no coincide, por supuesto, con el ideal
absoluto del Tractatus. Esta aspiración no se satisface encon­
trando un fundamento último, oculto, sino que la claridad que
se busca yace ante nuestros ojos en el uso del lenguaje y para
llegar a ella hay que despejar los malentendidos filosóficos
que la oscurecen y librarse de visiones idealizadas que impi­
den ver lo más patente.
Wittgenstein insiste en que su labor filosófica consiste en
describir y exponer lo que su visión sinóptica muestra acerca
del uso del lenguaje y no en explicarlo, ni fundamentarlo, ni
interferir en él con la superflua pretensión de perfeccionarlo
(ver IF, § 109 y § 124). Nuestro uso del lenguaje no necesita de
explicaciones o fundamentaciones filosóficas pues ya tiene la
suficiente claridad y funciona ya lo suficientemente bien. Pero
el ansia de tales explicaciones y fundamentaciones no es sola­
mente superflua. Ella no es tan inofensiva, pues nos enreda
en confusiones y Wittgenstein llega incluso a diagnosticarla
como una enfermedad, que, según él, debe ser tratada como
tal, con las terapias que él practica (ver O FM , VI, § 31 y IF, §
133). Para disipar estas confusiones en las que nos envuelve un
tipo de filosofía explicativa, fundamentadora, teorizante, él
nos ofrece su filosofía descriptiva y terapéutica.
La visión sinóptica o Übersicht a la que aspira Wittgen­
stein podría entenderse como una mirada panorámica que
permite abarcar la muy amplia diversidad de maneras como
empleamos ciertas expresiones del lenguaje en diferentes
circunstancias, los aspectos más claramente visibles de esos
usos, sus diferencias y sus conexiones, Pero no es una mira­
da que se desparrame indiscriminadamente, queriendo ser
lo más exhaustiva posible, sobre cualesquiera expresiones y
usos de ellas, sino que se dirige a cumplir un propósito tera­
péutico concreto. Los usos del lenguaje que se desea descri­
bir con claridad son, específicamente, aquellos que ayudan
a curarnos de confusiones y librarnos de malentendidos filo­
sóficos.
Tratemos ahora de ilustrar cómo esta nueva perspectiva
se aplica para disipar ciertos malentendidos concretos surgi­
dos en el Tractatus. Algo que inmediatamente llama la aten­
ción, cuando se considera esta obra bajo la nueva óptica, es
la unilateralidad de su concepción sobre el lenguaje y su rela­
ción con la realidad. Esta unilateralidad puede verse como
efecto de un ansia de generalidad y una inclinación a buscar
algo común y esencial a todo lo que denominamos con un
mismo término general (ver CAM, p. 45), como ‘lenguaje’,
‘proposición’, ‘nombre’. Se busca que cosas muy diversas co­
rrespondan forzadamente a una única descripción o explica­
ción general, la cual capturaría la supuesta esencia común que
unificaría lo diverso y que justificaría cobijarlo bajo un mismo
término. Entonces, pasando por alto las muy diversas funcio­
nes que hacemos cumplir al lenguaje en diferentes contextos,
se puede llegar a la discutible idea de que todo lenguaje, no
sólo el que de hecho usamos, sino todo lenguaje posible, tie­
ne que cumplir una función esencial, característica, a saber, la
de ser una representación o copia isomórfica de la realidad.
Esta función se cumpliría por medio de proposiciones cuya
esencia común sería ser figuras de los estados de cosas posi­
bles que constituyen la realidad. Para que las proposiciones
puedan ser figuras, todas deben compartir la misma forma
general, esto es, la forma de concatenaciones de nombres que
representan que los objetos nombrados están concatenados
como lo están sus nombres en la figura proposicional. Con lo
anterior ya se anticipa cuál es la función esencial común a
todos los nombres: representar o denotar un objeto.
En los primeros parágrafos de las Investigaciones Wittgen
stein toma como blanco de su crítica a una imagen d e ln e s rn
cia del lenguaje que él asocia con San Agustín y que resume
RAÚL MELENDEZ ACUÑA

en esta concisa formulación: “las palabras del lenguaje nom­


bran objetos —las oraciones son combinaciones de estas deno­
minaciones” (IF, §1, p.17). Si bien Wittgenstein atribuye esta
imagen del función amiento del lenguaje a Agustín, él mismo
la defiende en su Tractatus, por lo menos para el caso de los
nombres y las proposiciones elementales (ver TLP 3.203 y
4.22). En esta imagen “primitiva” del lenguaje puede verse la
fuente de una teoría referencial del significado, de acuerdo
con la cual el significado de un signo o de una expresión lin­
güística sería una entidad asociada con el signo o expresión.
En particular, el significado de un nombre sería el objeto de­
notado por él y el de un enunciado sería el estado de cosas
que él figura.
Criticando esta manera de ver la relación entre nombres
y objetos simples, que ocupaba un papel tan básico en el Trac­
tatus, Wittgenstein arguye que el que una palabra esté asocia­
da a un objeto que le corresponda no es condición ni necesaria,
ni suficiente para que la palabra tenga significado. La tesis se­
gún la cual el significado de una palabra o expresión es un
objeto no valdría, entonces, ni siquiera en el caso de los nom­
bres (en el Tractatus ya se había rechazado esta tesis para el
caso de las constantes lógicas veritativo-funcionales). El signi­
ficado de un nombre no puede identificarse con el objeto que
es su referente o portador, pues podemos seguir usándolo
con sentido, aún en el caso de que el portador ya no exista
(por ejemplo cuando se dice “el sr. X murió” o “el sr. N.N. era
un famoso deportista” o “La espada Nothung se destruyó”,
ver IF, § 39 a 42). Además yo puedo asociar convencional­
mente un nombre, o lo que se pretende que sea un nombre,
pongamos por caso ‘joj\ a un objeto, pero si posteriormente
nadie más lo usa o se lo usa arbitraria, ininteligiblemente,
¿Tendría acaso ‘jo j’ sentido, en virtud de la mera asociación
muy personal que he hecho entre él y el objeto? Suponer que
sí sería desconocer que el lenguaje es una práctica o costum­
bre que presupone un uso habitual, regular y uniforme. El
que un nombre adquiera sentido y se pueda usar significa­
tivamente no es algo que pueda ser garantizado en absoluto
por medio de una ceremonia privada de bautismo que se rea­
lice en una única ocasión y en la que establezca una asocia­
ción entre un objeto y el nombre. Tal asociación no es, pues,
suficiente para que el nombre adquiera un significado.
En el Tractatus la existencia de los objetos simples y la
asociación entre los nombres y los simples nombrados, que
constituirían su significado, era necesaria para que los enun­
ciados tuviesen un sentido determinado. Esta asociación en­
tre nombre y objeto se aprendería por medio de definiciones
o explicaciones ostensivas (esta idea no se defiende explícita­
mente en el Tractatus, pero puede tomarse como una inter­
pretación natural que, en todo caso, Wittgenstein critica en
sus Investigaciones). Wittgenstein objeta que una definición
ostensiva mediante la cual se pretende enseñar el significado
de un nombre sólo puede comprenderse cuando ya se sabe
el papel que debe jugar el nombre en el lenguaje en el que se
ha de emplear (ver IF, § 30). Si alguien señala un objeto ne­
gro, digamos un zapato, y dice “eso es ‘negro’”, para ense­
ñar el significado de la palabra a alguien que aprende a hablar,
la definición o explicación ostensiva sólo puede ser correc­
tamente interpretada si ya se sabe que se está señalando al
color del zapato y no, por ejemplo, al zapato mismo c» a su
forma, etc. (aquí caben muchas interpretaciones distintas dr
la explicación), y si se sabe, además, cómo puede lm
cerse uso del nombre del color (uso que es muy dilrirnir ni
que se le da al nombre de un objeto, v. gr., un zapato). Quien
entiende bien una definición ostensiva ya debe dominar bue­
na parte del lenguaje. La asociación entre nombres y objetos
enseñada a través de la ostensión no podría ser, entonces, el
fundamento del significado, del lenguaje, de su conexión con
lo real, ni de su aprendizaje, puesto que presupone ya cierto
dominio y cierta comprensión del mismo.
La mera asociación aislada entre nombre y objeto no da
al nombre su significado, ya que éste depende de los variados
usos, y se trata naturalmente de usos públicos, que se le den al
nombre en diversos contextos. Sólo a través de estos usos el
nombre adquiere diferentes significados en distintas circuns­
tancias, así no exista ningún objeto asociado a él o así no exista
un único objeto asociado a él (lo cual muestra que la asocia­
ción con un objeto tampoco es una condición necesaria para
que un nombre tenga significado). Aislada de su empleo la
asociación entre palabra y objeto es vacía, carece de sentido,
de vida (ver CAM, p . 31 e IF, § 432),
En el Tractatus se requería no solamente la asociación en­
tre nombres y objetos como condición fundamental para que
el lenguaje pudiera cumplir la que se tomaba como su función
esencial, esto es, la de representar figurativamente la realidad.
Se requería, además, que los nombres genuinos debían refe­
rir a objetos absolutamente simples, totalmente carentes de
complejidad. Wittgenstein también critica esta noción absolu­
ta de simplicidad asumida en el Tractatus (ver IF, § 46 y si­
guientes). Las nociones ‘simple’ y ‘complejo’ son relativas al
contexto y al uso, es decir, sólo adquieren sentido cuando se
emplean en juegos de lenguaje, en circunstancias concretas.
Lo que se llama ‘simple’ en un contexto no recibiría ese ape­
lativo en otros. A preguntas como “¿Cuáles son las últimas
componentes simples de esta escoba?” no se les puede dar
una respuesta clara, y no porque el proceso de análisis que
supuestamente conduciría a la respuesta sea demasiado largo
o impracticable, sino porque la pregunta en muchas situacio­
nes no tiene sentido y si se le da un sentido concreto en cier­
tos contextos determinados, las respuestas pueden ser muy
diversas. Por ejemplo, un fabricante de escobas y un físico
pueden, en situaciones distintas fácilmente imaginables, dife­
rir en lo que llaman y toman como las partes simples de una
escoba (el primero tal vez se inclinaría a decir, en ciertas cir­
cunstancias, que las partes simples de la escoba son el palo, el
cepillo y las cerdas; mientras que el otro, en circunstancias
muy diferentes, diría que las partes simples de la escoba son
quarks). Lo que resulta muy cuestionable es la idea del Trac-
tatus según la cual hay una noción universal y absoluta de lo
simple que subyace y está presupuesta en todos los usos sig­
nificativos del lenguaje.
Vemos, pues, como toda la elaborada explicación gene­
ral, idealizada y esencialista del lenguaje que se da en el Trac-
tatus hace abstracción del obvio hecho de que el lenguaje,
las proposiciones y los nombres funcionan en la práctica
como instrumentos a los que se les dan los más diversos
usos en diferentes contextos. Wittgenstein busca ahora, en
lugar de dar una caracterización general y definitiva de lo
que debe ser un lenguaje o su esencia, resaltar la abigarrada
diversidad de actividades que pueden llamarse juegos de len
guaje y los diversos usos que pueden recibir las proposicio­
nes o los nombres en ellos (el que él no defina con absoluta
precisión el sentido de la expresión ‘juego de lenguaje’ y se
limite a ilustrar la noción con ejemplos, ya no puede en <■sl«■
nuevo contexto ser una objeción):
L a exp resión «juego de lenguaje» debe p on er de relieve
aquí que hablare 1 lenguaje form a parte de una actividad o de
una form a de vida.
Ten a la vista la m ultiplicidad de juegos d e lenguaje en
estos ejem plos y en otros:
D ar órdenes y actu ar siguiendo órdenes —
D escrib ir un o b jeto p o r su a p a rie n cia o p o r sus m e ­
didas -
F ab ricar un objeto de acu erd o co n u n a descripción (di­
bujo) -
R elatar un suceso —
H a ce r conjeturas sobre el suceso -
F o rm ar y co m p ro b a r u n a hipótesis —
P resen tar los resultados de un ex p e rim e n to m ediante
tablas y diagram as -
In ven tar u n a historia; y leerla —
A ctu ar en teatro -
C an tar a co ro
Adivinar acertijos -
H a ce r un chiste; co n tarlo -
R esolv er un p ro b lem a de aritm ética ap licad a —
T raducir de un lenguaje a otro -
Suplicar, agrad ecer, m aldecir, saludar, rezar.
- Es interesante com p arar la multiplicidad de herram ien­
tas del lenguaje y de sus m o d o s de em p leo, la multiplicidad
de géneros de palabras y oraciones, con lo que los lógicos
han d ich o sobre la estructura del len gu aje10. [Incluyendo al
autor del TraclatmLogico-Philosophicu^.
Pero, luego de comparar esta multiplicidad de usos del
lenguaje con la estructura fija del lenguaje que fabula el autor
del Tractatus se podría seguir arguyendo obstinadamente que
tal multiplicidad tiene que tener algo en común, pues de lo
contrarío no estaríamos autorizados a cobijarla bajo el mismo
término ‘juego de lenguaje’. Y que este “algo en común” se­
ría la esencial función descriptiva o representativa que tiene
que cumplir todo lenguaje. Podrían entonces hacerse penosos
esfuerzos por mostrar que todos los usos que se describen aquí
con tanta prodigalidad presuponen, en últimas, el uso descrip­
tivo que sería el fundamental. Así, por ejemplo, dar una orden
como ‘¡Alcánceme el vaso que está sobre la mesa!’ presupon­
dría la descripción o representación figurativa del estado de
cosas consistente en que el vaso está sobre la mesa. Wittgen­
stein estaría asumiendo ahora una posición muy cómoda,
ahorrándose la dura labor, que ya le había costado tantos es­
fuerzos en el Tractatus, de dar las difíciles caracterizaciones
generales y esenciales de conceptos como ‘lenguaje’, ‘proposi­
ción’, ‘sentido’, ‘verdad’ (ver IF, § 65). El estaría renunciando
a la seria e importante tarea filosófica de hallar las esencias,
para asumir la fácil tarea de dar descripciones y ejemplos tri­
viales. A esta objeción podría responderse con la pregunta ¿Y
qué se gana con forzar a la patente diversidad de usos del len­
guaje a corresponder a una caracterización única? Wittgen­
stein, con el fin de poner en entredicho esta ansia de generalidad,
recurre a la siguiente analogía: es como si se quisiera dar con la
esencia de las herramientas (tan diversas como: martillo, serru
cho, torno, destornillador, metro, tijeras, etc.) afirmando que
todas cumplen una función común: ¡modificar algo! (ver II', íi
14). Asimilar esos diversos usos a funciones esenciales mm ¿is
es caer en la cuestionable tendencia filosófica hacia hi gnu-i .1
lidad que él desea superar. Además, el carácter unitario y uni­
ficante de la función esencial no es algo que pueda darse por
sentado tan tranquilamente. Puede afirmarse, si se quiere,
que la función esencial de la proposición es describir un esta­
do de cosas, ¿Pero acaso hay una sola cosa o actividad que
llamemos describir? ¿No tiene la palabra misma ‘describir’
usos muy diversos en situaciones o juegos de lenguaje dife­
rentes? (ver IF, § 290-1}. Con esta ansia de generalidad no
siempre se gana en comprensión, sino que, por el contrario, a
menudo se pasan por alto diferencias importantes; se oscure­
cen o se ignoran las diversas funciones que cumplen las pala­
bras y expresiones en distintos juegos de lenguaje, diversidad
de funciones que Wittgenstein quiere ahora resaltar, mostrar
con claridad y apreciar sinópticamente.
Antes de asumir dogmáticamente que tiene que haber una
esencia común, Wittgenstein recomienda observar los distintos
casos, prescindiendo del prejuicio esencialista, para comprobar
si, en efecto, se encuentra algo común a todos ellos. La esencia
debería ser, cuando más, el resultado de la indagación y no una
exigencia previa que tenga que cumplirse ineludiblemente. Y
lo que él desea hacer ver es que examinando el uso de muchos
términos como ‘lenguaje’, ‘juego’, ‘describir’, ‘proposición’ no
se encuentra una esencia común, se encuentran, más bien,
los que él llama “parecidos de familia”:

E n vez de indicar algo que sea com ú n a todo lo que lla­


m am os lenguaje, digo que n o hay n ada en absoluto com ú n
a estos fenóm enos p o r lo cual em pleam os la m ism a p alab ra
p ara todos - sino que están emparentados entre sí de m uchas
m an eras diferentes. Y a cau sa de este p aren tesco, o de es­
tos p aren tescos, los llam am os a todos «lenguaje».
[...] N o digas: «Tiene que hab er algo com ú n a ellos o no
los llam aríam os ‘j u eg o s’» — sino mira si hay algo com ún a
todos ellos. Pues si los m iras no verás p o r cierto algo que sea
com ú n a todos, sino que v erás sem ejanzas, p aren tescos y
p or cierto tod a u na serie de ellos. C o m o se h a dich o: ¡no
pienses, sino m ira!
[...] Y el resultado de este e x am en reza así: Vem os una
com plicada red de parecidos que se superponen y entrecruzan.
P arecid os a gran escala y de detalle.
N o puedo caracterizar m ejor esos p arecidos que con la
exp resión «parecidos de fam ilia»; pues es así co m o se super­
ponen y en trecruzan los diversos p arecid os que se dan en ­
tre los m iem b ros de una fam ilia11.

En estas palabras se deja ver, de manera particularmente


clara, el conflicto entre el ideal de un lenguaje cuyos enuncia­
dos y términos tengan un sentido absolutamente determina­
do y el terreno áspero en el que se mueve el lenguaje que
empleamos corrientemente. Muchos términos que usamos
cotidianamente, como ‘juego’, no tienen un sentido, ni una
extensión precisa y totalmente delimitados. Hay actividades
acerca de las cuales no estamos completamente seguros de
si deberíamos llamarlas juegos o no. Pero este grado de in­
determinación que este concepto comparte con muchos otros
del lenguaje común no impide en lo más mínimo que poda­
mos usarlo significativamente. La vaguedad, la falta de determi
nación absoluta no hace carentes de sentido ni a los conceptos,
ni a los enunciados de nuestro lenguaje común, de nuestros
juegos de lenguaje. Se puede trazar a voluntad un límite pr<>
ciso a la extensión de ciertos conceptos en ciertos contextos
o juegos de lenguaje y para ciertos propósitos. Pero la aplica
ción de tales conceptos no tiene siempre, ni necesita tener un
límite absolutamente definido. De hecho los usamos en mu­
chas circunstancias sin determinar exactamente fronteras de­
finidas de aplicación.
El grado de precisión o exactitud que se exija del uso de
un concepto es relativo al contexto en el que se lo emplee.
Por ejemplo “diez segundos” puede calificarse como una res­
puesta muy precisa a la pregunta “¿Cuánto tiempo demoró él
en ello?” si lo que quiero saber es si se demoró en contestar al
teléfono, pero sería una respuesta muy imprecisa si lo que
deseo saber es el tiempo que gastó en recorrer los cien metros
en una final de unas olimpiadas de atletismo. De la mayoría
de los conceptos que usamos habitualmente no podríamos, si
se nos pidiera hacerlo, dar una definición totalmente precisa.
A menudo nos inclinaríamos más bien a dar ejemplos que
ilustren el concepto y no a trazar arbitrariamente límites pre­
cisos a su extensión, pues lo usamos sin límites definidos. Usa­
mos nuestros conceptos muchas veces de manera correcta y
tenemos, para casi todos los casos que nos interesan, maneras
de establecer si se emplean bien o mal; esto ya es suficiente
para considerarlos plenamente dotados de sentido, aunque
éste no esté absolutamente determinado.
A la estrecha vinculación que hace Wittgenstein entre sig­
nificado y uso se puede objetar que el uso no puede ser lo que
otorga sentido a una expresión, pues la expresión se usa co­
rrectamente sólo en la medida en que ya se tenga una com­
prensión de su sentido o significado. Lo esencial serían, pues,
el significado y su comprensión. De ellos emanaría el uso co­
rrecto del lenguaje. Esta objeción es para Wittgenstein una
manifestación de otro malentendido que hay que aclarar, se-
gún el cual el uso de las palabras se fundamenta y se determi­
na por la manera como ellas se significan y se comprenden.
¿Qué se entendería aquí por ‘significar’ y ‘comprender’ una
expresión de un modo u otro (antes de usarla y para poder
hacerlo correctamente)? De acuerdo a una concepción men-
talista, a la que Wittgenstein se opone, significar y compren­
der una palabra o expresión es poseer una representación
mental de la presunta entidad que constituye su significado, la
cual se trata de trasmitir (significar) o de recibir (comprender).
Pero, ¿depende realmente el uso efectivo que hacemos del
lenguaje de representaciones o procesos mentales que nos
harían presente el significado de las palabras?
El recurso a lo mental para fundamentar el uso de las pa­
labras parece manifestarse aquí como un nuevo síntoma de la
aspiración a un lenguaje cuyo uso correcto esté determinado
de manera absoluta. En efecto, si se juzga como extraño e
inexplicado el hecho de que a las palabras les demos ciertos
usos determinados y no otros posibles, si el uso se considera
como algo que hay que fundamentar sobre una base más só­
lida y racional, si se piensa que entre las palabras y su uso
queda abierto un abismo que hay que salvar, un vacío que
debe rellenarse con justificaciones o explicaciones últimas, en­
tonces puede intentarse el recurso a un intermediario entre las
palabras y su uso. Este intermediario cumpliría el papel de
proporcionar la anhelada explicación definitiva del uso. Y
como a él no lo encontramos en lo que tenemos ante nuestros
ojos, suponemos que obra en un misterioso medio oculto: la
mente. Los anhelos de explicaciones últimas nos extravían,
otra vez, llevándonos a considerar como inexplicado nucsli n
confiado y seguro empleo de las palabras, alejándonos <lc ln
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

usual, habitual, familiar y lanzándonos a la caza de lo que re­


sulta ser, esto sí, misterioso y extraño: las ocultas y mágicas
operaciones de la mente.
Wittgenstein se esfuerza en mostrar que el recurso a lo
mental, que da la errónea impresión de ser muy prometedor,
muy explicativo, no logra provocar el efecto mágico que se
espera de él, esto es, determinar de antemano y con una obli­
gatoriedad inexorable el uso correcto de las palabras, tanto
el uso presente, como todos los venideros. El arguye que el
que se haga presente en nuestra mente un contenido o un pro­
ceso, que pudiéramos tomar como el significado de una pala­
bra o expresión, no es (como no lo era tampoco la asociación
con un objeto) una condición ni suficiente, ni necesaria de los
usos significativos que de hecho damos a las palabras en dife­
rentes situaciones.
La estrategia principal por medio de la cual Wittgenstein
busca mostrar que la presencia de una representación o ima­
gen mental no es condición suficiente del uso de las palabras,
consiste en hacer ver que, así como se piensa que las palabras,
por sí mismas, no determinan una única aplicación de ellas,
tales representaciones mentales también podrían ser compa­
tibles, o podrían hacerse concordar, con diferentes aplicacio­
nes. Si las palabras se consideran como signos muertos, no es
el significado entendido como una imagen mental el que las
anima y les da vida, pues la imagen mental, tomada aislada­
mente, puede verse asimismo como un signo muerto al que
le faltaría igualmente aquello que le da vida, esto es, su apli­
cación en la práctica (ver CAM, p. 31 y 32). Y si esta imagen
mental es como un nuevo signo muerto que requiere, a su
vez, ser significado y comprendido o interpretado, entonces
habría distintas maneras posibles de hacer esto y de darle apli-
cación. En el nivel de lo mental vuelve a acechar el problema
que se planteaba en el nivel de los signos lingüísticos: ¿cómo
se determina, en últimas y de manera forzosa, la única manera co­
rrecta de aplicar las imágenes mentales que acompañan a las pala­
bras? ¿Necesitaremos, acaso, una imagen de la imagen que
acuda en nuestra ayuda? Si cedemos a la peligrosa tentación
de apoyamos en este tipo de ayuda, muy probablemente ya
nada podrá detenemos en una incesante búsqueda de más y
más intermediarios entre las palabras y nuestras maneras de
usarlas. Wittgenstein prefiere rechazar de entrada la tenta­
ción de concebir el significado en términos mentales:

Y ah o ra lo esencial es que veam os que al oír la p alab ra


puede que nos v en ga a las mientes lo m ism o y a pesar de
todo ser distinta su aplicación. ¿ Y tiene entonces el mismo
significado las dos veces? C reo que lo n eg aríam o s12.

Wittgenstein se expresa en este pasaje de manera muy


cauta. No pretende tener argumentos concluyentes que refu­
ten de manera definitiva la concepción mentalista del signifi­
cado a la que se opone. Más bien contrasta esta concepción
con su punto de vista, desde el cual el uso, la aplicación de las
palabras aparece como lo más básico. Y espera que este con­
traste y la manera como lo describe nos persuada y nos lleve
a responder que si en varios casos los usos de una misma pa­
labra son diferentes, así hayan estado acompañados por los
mismos fenómenos mentales, el significado también difiere.
Lo que determina el significado no sería, pues, la inter
mediación de lo mental, sino el uso mismo, que inicialmente
se pensaba como algo a lo que le faltaba sustento. Las repre­
sentaciones mentales por sí solas no son suficientes para de­
terminar el uso y el significado de las palabras.
Veamos ahora cómo la presencia de representaciones men­
tales tampoco es condición necesaria para el uso significativo y
correcto de las palabras. Wittgenstein apela aquí a su muy soco­
rrida estrategia de examinar cómo se usan en la práctica los
términos relevantes, en este caso ‘significar’, ‘comprender’. Su
examen del uso o los usos que de hecho hacemos de estas pa­
labras (estos usos se asumen pues como lo básico y no como algo
derivado del significado y la comprensión) muestra, entre otras
cosas, que si bien pueden encontrarse algunos procesos carac­
terísticos, incluyendo probablemente procesos mentales, que
acompañan lo que usualmente llamaríamos el significar o com­
prender una palabra de cierto modo, no hay un único proceso
mental que pudiera identificarse con el significado o la com­
prensión. De hecho, habitualmente atribuimos a alguien la
comprensión de una palabra según cómo la use. Si la usa co­
rrectamente (en un sentido que aclararemos luego y que es in­
dependiente de la comprensión) decimos que la comprende,
así no siempre este uso correcto esté asociado a un único es­
tado o proceso mental correspondiente. Puede ocurrir que
los usos correctos de una expresión en diferentes ocasiones
muestren que quien la emplea la comprende bien, asi esos
usos hayan sido acompañados por diferentes representacio­
nes mentales. Además, Wittgenstein arguye (lo cual consti­
tuye una objeción en cierto sentido más radical y básica, en
cuanto choca más abiertamente contra el intelectualismo subya­
cente a la concepción mentalista del significado que él cues­
tiona) que en algunos casos usamos una palabra de manera
automática, sin pensar en su significado, ni comprenderlo y
sin que tenga que ocurrir, ya no un único proceso mental es
pecífico, sino, ni siquiera, alguno cualquiera:

¿Cómo sé que el color que veo ahora se llama «verde»?

Si me estoy ahogando y grito «¡socorro!», ¿cómo sé lo


que significa la palabra socorro? Bueno, así reacciono en esa
situación. Así también sé lo que quiere decir «verde», y tam­
bién cómo he de seguir la regla en el caso particular13.

Aquí se considera el uso de una palabra como un caso par­


ticular de una actividad regida por reglas. Sobre la noción de
seguir una regla y sobre nuestra manera de seguir reglas, y en
particular de usar palabras de manera ciega, automática, im­
pensada, sin justificaciones últimas, volveremos en el próximo
apartado. Lo que queremos enfatizar aquí, es que estas consi­
deraciones de Wittgenstein acerca de las nociones de significa­
do y uso responden a un propósito eminentemente negativo y
crítico. Antes que desarrollar una nueva teoría filosófica sobre
el significado, se trata, principalmente, de evitar las confusio­
nes que surgen al entender el significado en términos menta­
les:

¡No pienses ni una sola vez en la comprensión como


‘proceso mental’! —Pues esa es la manera de hablar que te
confunde. Pregúntate en cambio: ¿en qué tipo de caso, bajo
qué circunstancias, decimos «Ahora sé seguir»?14.

13 OFM, V I, § 35, p. 283.


w IF, I 154, p. 155.
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

Las preguntas ¿qué es el significado? y ¿qué es la compren­


sión? nos descaminan, pues nos parece que para responderlas
adecuadamente hemos de dar con una cosa y nos lanzamos a
la búsqueda de entidades o procesos ocultos en el misterioso
fondo de la mente. Wittgenstein recomienda, entonces, susti­
tuirlas por la pregunta acerca de las circunstancias en las que
se usaría correctamente la expresión “comprender” o por los
criterios para su legítimo empleo. En cuanto el lenguaje es
concebido como una práctica o costumbre social que hace
parte de una forma de vida, el criterio para el uso correcto de
una expresión sería su concordancia con el uso normal, habi
tual, acostumbrado, el que se espera en determinadas cir­
cunstancias, uso que no está escondido, sino que podemos
reconocer abiertamente ante nuestros ojos. El uso correcto
de una palabra no se funda en la comprensión de la misma,
más bien solemos atribuir a alguien la comprensión de una
palabra si la usa correctamente. Y disponemos aquí de un
criterio de corrección independiente de la comprensión: el
uso correcto es el uso que se ha acreditado como normal y
acostumbrado. Si alguien usa una palabra un suficiente nú­
mero de veces, y en ciertas circunstancias normales, de la
manera uniforme, regular que se ha establecido y acreditado
como la acostumbrada y, consiguientemente, la correcta, es
decir, de la manera que está acorde con la práctica habitual,
entonces reconocemos que comprende la palabra. Y atribui­
mos la comprensión sin tener que preocuparnos por inda­
gar, si esto fuera posible, qué ocurre en lo profundo de su
mente cada vez que usa bien la palabra; si ocurre siempre lo
mismo o cosas muy parecidas o completamente diferentes.
Alguien puede usar correctamente una palabra muchas ve­
ces, esto es usarla de la manera esperada y acostumbrada,
aunque cada vez ocurran procesos totalmente diferentes en
su mente, o incluso puede hacerlo de manera instantánea,
automática, ciega, sin haber requerido pensar o interpretar
nada. Con lo cual se muestra que la comprensión, entendida
como una representación mental, no es una condición nece­
saria para el uso correcto de las palabras.
Nuestra familiarización cada vez más eficaz con nuestro
lenguaje depende, muy probablemente, de que lo usemos
cada vez más de un modo automático, mecanizado, impensa­
do, confiado, seguro, exigiendo cada vez menos a nuestro ce­
rebro o a nuestra mente para ello. Desde este punto de vista la
tranquilizadora regularidad y uniformidad que acompaña al
uso correcto del lenguaje (y que puede verse, incluso, como
una condición de posibilidad del mismo), dependería no de
una determinante intervención de nuestra mente, sino justa­
mente de lo contrario, de que tal uso se haga de manera con­
fiada, podría decirse instintiva e irreflexiva. Nuestro uso del
lenguaje reposaría en la seguridad de nuestras reacciones ins­
tintivas ante las palabras y no en la presunta seguridad que
brinda el intelecto, la razón o la mente: “El instinto es lo pri­
mero, el razonamiento lo segundo. Razones sólo hay dentro
de un juego de lenguaje” (BPP, Band 2, § 689, p. 334). Y, po­
dríamos agregar, nuestros juegos de lenguaje, dentro de los
cuales nacen y viven nuestros razonamientos, descansan sobre
lo primero, sobre nuestras maneras naturales e instintivas de
actuar.
Para concluir esta parte reiteremos que Wittgenstein recu­
rre, en este contexto, al uso y a los criterios de uso de las
palabras con el propósito de disolver ciertas confusiones fi
losóficas sobre la noción de significado (tales como la con
cepción referencial del significado y lo que hemos ll;nn;nli»
arriba “mentalismo ingenuo”) y no con el de proponer una
teoría o definición general de esta noción. Él propone susti­
tuir la pregunta ¿Qué es el significado? -que es para él una
de esas preguntas que producen una especie de “espasmo
mental” (ver CAM, p. 27) y que descaminan a buscar teorías
o definiciones que pretendan explicar esta noción en térmi­
nos de quiméricas entidades correspondientes- por la pre­
gunta acerca de cómo se usa la palabra ‘significado’. Y en
relación con esta segunda pregunta Wittgenstein nos dice:

P ara una gran clase d e casos de utilización de la pala­


b ra «significado» - aunque no p ara todos los casos de su uti­
lización — p uede exp licarse esta palabra así: E l significado
d e una palab ra es su uso en el lenguaje1'1.

Es problemático entender este pasaje como una justifica­


ción de una definición o teoría del significado como uso, no
sólo porque no valdría en general, como se enfatiza explícita­
mente en el pasaje citado, sino también porque entonces sería
circular. Si se pretende justificar una definición de significado
como uso recurriendo a que la palabra ‘significado’ se utiliza
como equividente a ‘uso’, entonces se estaría presuponiendo
lo que se desea justificar, es decir, se estaría asumiendo que el
significado (en este caso el significado de ‘significado’) se iden­
tifica con su utilización o uso. La apelación al uso puede en­
tenderse aquí de una manera menos problemática. Ella sería
parte de una perspectiva de la cual, como ya hemos señalado
antes, no se pretende dar una justificación absoluta, sino que,
como hemos querido ilustrar, se pone a prueba, se aplica en
la aclaración de malentendidos filosóficos surgidos de confu­
siones lingüísticas. La atribución a Wittgenstein de una nueva
teoría del significado como uso implicaría atribuirle un proce­
der incompatible con su manera de concebir la actividad filo­
sófica como descriptiva, terapéutica y no teorizante.

III. Seguir una regla

A los objetos simples, fijos, eternos, indescriptibles de la


ontología del Tractatus los habíamos interpretado como aque­
llo que tenía que existir para que pudiera construirse con el
lenguaje una imagen del mundo. Bajo la nueva perspectiva
que examinamos ahora no es necesario que nos restrinjamos
unilateralmente a construir imágenes o copias de la realidad,
ni a figurar los estados de cosas que la conformarían, pues ésta
no es la función esencial, ni mucho menos la única, de toda
proposición con sentido. Damos muy diversos usos a las pala­
bras y a las proposiciones en diversos juegos de lenguaje y
esos usos les dan su sentido. Si se quisiera aún hablar de con­
diciones de posibilidad para que las expresiones de un juego
de lenguaje tengan sentido, se tendría que decir, tal vez, que
tales expresiones deben tener un uso y no cualquier uso que
se le ocurra a un hablante particular, ni cualquier uso al que
se llegue por un consenso explícito entre los qu'e participan en
él, sino un uso que se haya vuelto costumbre, que sea el habi­
tual, que se haya acreditado a través de una práctica regular
y uniforme como el correcto, el que se espera sea seguido. 1*11
uso del lenguaje se rige, pues, según ciertas reglas que se han
vuelto parte de nuestras costumbres, de nuestra forma de vida.
Probablemente con la analogía de los lenguajes como jue
gos se quiere ilustrar, no solamente que el sentido <le l;r. e\
presiones de un lenguaje depende de las circunstancias en
que se emplean y de las actividades que acompañan sus usos,
sino también que esos usos están, en cierta medida, regidos
por reglas, como las jugadas o movidas de un juego. El em­
pleo de las palabras y expresiones en los juegos de lenguaje
puede considerarse, entonces, como un caso particular de lo
que es, en general, la aplicación de reglas. Aunque cabe acla­
rar que estas reglas que rigen el uso del lenguaje no deben
entenderse como normas rígidas que estén consignadas expre­
samente en alguna parte, sino que son, más bien, reglas tácitas
y maneras regulares, uniformes, habituales cómo hacemos
uso de las expresiones en un juego de lenguaje, las cuales de­
terminan si ese uso es significativo o no y si es correcto o no.
Sería erróneo pensar que las reglas juegan ahora un pa­
pel análogo al que jugaban los objetos simples del Tractatus.
Si bien tiene que existir un uso regular, un uso conforme a
reglas para que las expresiones tengan sentido en los juegos
de lenguaje, estas reglas de uso no constituyen una condición
fija, definitiva, eterna del lenguaje y del significado, en el sen­
tido en el que lo podían ser los objetos simples en la concep­
ción pictórica del Tractatus.
Nuestro objetivo central en lo que sigue es interpretar las
observaciones de Wittgenstein sobre la noción de seguir una
regla, tratando de comprenderlas en conformidad con lo que
hemos venido enfatizando en las dos partes anteriores, es de­
cir, a la luz de sus insistentes esfuerzos por superar el ansia de
explicaciones generales, definitivas y fundamentos últimos,
que él mismo califica de enfermiza. Intentaremos aclarar, en
primer lugar, que las reglas de uso de las palabras y expresio­
nes de un juego de lenguaje no garantizan que ellas adquie­
ran, como se exigía en el Tractatus, un sentido absolutamente
preciso; en segundo lugar, abordaremos la cuestión central de
esta sección: si una regla puede determinar, y cómo, las api i
caciones correctas de la misma. AJ discutir esta cuestión pi e
tendemos mostrar que la actividad de seguir una regla, y en
particular la de usar las expresiones de un juego de lenguaje
de acuerdo con reglas, no está fundada en razones o justifica­
ciones racionales últimas y que, no obstante, esto no implica
ningún problema escéptico, como ha querido interpretarse.
Si se comprendieran algunas de las críticas específicas de
Wittgenstein contra ciertos supuestos y tesis básicos del Trac-
tatus pero se continuara aún preso de los ideales absolutistas
y esencialistas que motivaron el surgimiento de estos supues­
tos y tesis, entonces el papel que juegan las nociones de uso
y de aplicación de reglas en la nueva concepción wittgenstei-
niana se malentendería completamente. Por ello, al examinar
este papel se debe estar todavía en guardia contra los viejos
prejuicios que se desean superar y se debe resistir aún la
tentación de mirarlo con las gafas de los ideales que se desea
abandonar, so pena de caer en nuevas confusiones.
Una de estas confusiones es creer que las reglas de uso de
las palabras y enunciados pueden satisfacer la ya cuestionada
exigencia de asegurar que éstos poseen un sentido absoluta­
mente preciso. Esto podría llevar al error de asignar ahora a
las reglas, o a una pretendida interpretación última de ellas, la
imposible tarea de determinar de modo totalmente inequívoco
la aplicación correcta de las mismas y de considerar, en par
ticular, el uso del lenguaje como la aplicación de un cálculo según
reglas exactas que le darían a éste un sentido completamente
determinado y preciso. Aquí surge nuevamente el conllic (<>
entre este ideal de precisión y nuestro uso efectivo y cotidúinn
de las reglas y del lenguaje:
R ecu érd ese que, en general, nosotros n o usam os et len­
guaje conform e a reglas estrictas, ni tam p oco se nos ha ense­
ñ ado p or m edio de reglas estrictas. Por o tro lado, nosotros, en
nuestras discusiones, com param os constantemente el lenguaje
con un cálculo que se realiza de acu erd o co n reglas exactas.
E s éste un m od o m uy unilateral de considerar el lengua­
je. D e h ech o , nosotros usam os m uy raram en te el lenguaje
co m o tal cálculo.
[...] ¿Por qué al filosofar com p aram os, pues, con stan te­
m en te nuestro uso de las palabras co n uno que siga reglas
e x actas? L a respuesta es que las confusiones que tratamos de
eliminar surgen siempre precisamente de esta actitud hacia el len­
guaje11'. ¡El subrayado es nuestro].

lf' CAM, p. 54. Wittgenstein m ismo, tras abandonar el atom ism o


lógico que defendió en el Tractatvs, llegó a com p arar el lenguaje con
un cálculo (esto lo hace en un periodo de su pensam iento que es lla­
m ado p or algunos intérpretes período transición al). Posteriorm ente,
en su pensamiento tardío, en el que la noción de juego de lenguaje co­
mienza a cobrar una im portancia central, Wittgenstein abandona, co ­
m o lo evidencia la cita, esta con cepción del lenguaje com o cálculo.
En un artículo en el que se exam ina este periodo transicional en el
pensam iento de W ittgenstein, el intérprete David Stern escribe: “In
1929, W ittgenstein rejected logical atom ism for a logical holist co n ­
ception of language as a system of calculi, formal systems ch a ra c­
terised by their constitutive rules. But by the mid 1930s he cam e to
see that the rules of our language are m ore like the rules of a gam e
than a calculus, for they concern actions within a social context. This
context, our practices and the ‘forms of life’ they em body, on the one
hand, and the facts of nature on which those practices depend, on the
Es al filosofar (y esto explicaría por qué en el pasaje citado
aparece ‘nosotros’ en itálica, en la segunda ocasión) que se
tiende a ignorar la manera como funciona el lenguaje en la
práctica, se lo considera de este modo unilateral e idealizado
y se adopta la actitud que nos confunde. Esta actitud podría lie
var a entender mal el papel que juegan las reglas, viéndose
erróneamente en ellas la ansiada esencia del significado. Pero
Wittgenstein sigue insistiendo, en este caso, en hacemos volver
al terreno áspero en el cual se muestra que la aplicación de las
palabras en juegos de lenguaje no necesita estar delimitada de
manera absoluta por las reglas. Si bien las reglas determinan el
uso correcto de las palabras en las situaciones habituales en que
se emplean, ellas no necesitan determinar su uso de modo to­
talmente preciso en todas las circunstancias imaginables. Pue­
den concebirse circunstancias fuera de lo común, en las que ya
no estaríamos muy seguros de cómo deberíamos emplear las
palabras o reaccionar al oirías, circunstancias extraordinarias
no previstas por nuestras reglas de uso del lenguaje. Wittgen­
stein nos ofrece el siguiente ejemplo:

Yo digo: «Ahí hay u na silla». ¿Q u é pasa si m e acerco , in­


tento ir a cogerla y d esaparece súbitam ente de mi vista? —
«Así pues, no era u na silla sino alguna suerte de ilusión.» —
P ero en un p ar de segundos la v em os de nuevo y podem os
agarrarla etc. — «Así pues, la silla estaba allí, sin em b argo, y

other, are the background against which rule-following is possiblcv ll


is this emphasis on both the social and natural context of rule-followmn
which is characteristic of Wittgenstein’s later conception oí lim piare ns
a p ractice”. (Stem, David. The ‘Middle Wittgenstein’: From logirul ¡ii<>
mism to practica! holism, en: Syntkese, 87, 19!M, 2(M-2ü<>, p.
su desaparición fue u n a suerte de ilusión.» — Pero supon que
después de un tiem po d esaparece de nuevo — o p arece des­
ap arecer. ¿Q u é d ebem os d ecir ah o ra? ¿D ispones d e reglas
p ara tales casos - que digan si aún entonces se puede llam ar
a algo «silla»? ¿P ero nos ab and on an al usar la p alab ra «si­
lla»?; ¿y d ebem os d ecir que realm ente no asociam os ningún
significado a esta palab ra porque n o estam os equipados con
reglas p ara todas sus posibles ap licacio n es?17.

El que las reglas no determinen exactamente su aplicación


en todas las situaciones posibles, por extravagantes e improba­
bles que éstas sean, no implica, por supuesto, que ellas carez­
can de sentido, ni afecta nuestro uso de las mismas. Las reglas
no necesitan despejar o evitar toda indeterminación posible
para poder ser aplicadas. Hay indeterminaciones que en la
práctica no se presentan, dudas que no surgen y que no re­
quieren entonces ser despejadas o contempladas de antema­
no por las reglas que usamos.
De este ejemplo tan implausible que nos da aquí Wittgen­
stein nos podemos servir también para ilustrar otro punto im­
portante: nuestro uso del lenguaje y nuestra aplicación de
reglas son actividades que no poseen un carácter necesario. El
hecho de que usemos el lenguaje que usamos y los conceptos
que empleamos y de que las reglas que se han acreditado co­
mo costumbres nuestras sean unas y no otras es un hecho
contingente, en la medida en que depende de ciertos hechos
naturales tan básicos que normalmente escapan a nuestra
atención. Si, por ejemplo, los objetos físicos que nombramos
en nuestras charlas cotidianas no poseyeran la permanencia
y la continuidad espacio-temporal que de hecho tienen, núes
tro lenguaje y nuestros conceptos serían inaplicables. Cabría
preguntarse incluso, si en ese extraño mundo que fabula
Wittgenstein, en el que los “objetos” desaparecen y aparecen
misteriosamente, podría surgir algo parecido a un lenguaje o
si podría surgir algo como la aritmética.
Las reglas de uso que rigen los juegos de lenguaje no tie­
nen, pues, un carácter omniabarcante, absoluto, necesario, ni
están fijadas de una vez y para siempre. En muchos casos,
nada usuales pero posibles, las reglas pueden dejar indetermi­
nada la manera de aplicarlas. Aquí la analogía con los juegos
sigue siendo ilustrativa. Si en un partido de fútbol el balón se
comienza a desinflar casi imperceptiblemente y sin embargo
se sigue jugando unos segundos, luego de los cuales se anota
un gol, podría generarse (luego de que el balón se desinfle
más y se repare en ello) una disputa acerca de si el gol debe
contarse como válido o no. No es claro cómo deba resolver­
se la cuestión. Con seguridad hay innumerables situaciones
aún más inesperadas en las que las reglas de juego no nos
proporcionan una base para llegar a una decisión clara sobre
cómo debe procederse. Pero el que el juego no tenga el super-
reglamento que anticipe todas estas situaciones, no lo hace
menos practicable. Wittgenstein menciona, asimismo, los ca­
sos de juegos en los que las reglas se pueden ir haciendo a
medida que se juega o en los que las reglas pueden ir cam­
biando con el transcurso del juego (ver IF, § 83, p. 105).
Todo lo anterior puede aceptarse como muy obvio. Se
puede conceder que las reglas de los juegos de lenguaje no
necesitan fijar de antemano todas las inabarcables, quizá inli
nitas, posibles aplicaciones y que requerir esto es hacer i i i i . i
exigencia desmesurada, imposible de satisfacer, l’ero ¡mu
concedido esto, puede plantearse otro problema que da la
apariencia de ser mucho más radical: ¿Cómo una regla puede
determinar la manera como debe seguirse incluso en los casos más
normales y cotidianos? La amenaza que surge aquí es la de un
escepticismo extremamente radical, según el cual las reglas
de uso del lenguaje ya no sólo no logran determinar un sen­
tido absolutamente inequívoco (lo cual, se admite, es pedir
demasiado), sino que ni siquiera pueden determinar en lo más
mínimo un sentido y una manera correcta de seguirlas. Para
Wittgenstein esta duda escéptica no es más que una nueva
confusión, que surge de entender erróneamente la manera
como funcionan las reglas en la práctica. Pero para compren­
der mejor cómo puede aclararse este malentendido es conve­
niente caer en la tentación de plantear este presunto problema
escéptico, tan radical en apariencia. Si son los chichones que
uno se hace al hacer mal uso del lenguaje y al tropezar con
sus límites los que le hacen a uno reconocer el valor de una
aclaración filosófica (ver 1F, § 119, p.127), entonces puede va­
ler la pena sucumbir a la seductora tentación de caer en tales
malentendidos y soportar los tropiezos y los chichones con la
esperanza de alcanzar luego una mayor claridad.
La tentación de plantear un problema escéptico surge ya
con la lectura de las primeras líneas de las Investigaciones en las
que Wittgenstein propone el siguiente ejemplo:

Piensa ah ora en este em pleo del lenguaje: E nvío a al­


guien a com p rar. L e d oy u n a hoja que tiene los signos: «cin ­
co m anzanas rojas». L lev a la hoja al ten d ero, y éste abre el
cajón que tiene el signo «m an zan as»; luego b u sca en una
tabla la palabra «rojo» y frente a ella en cu en tra una m ues­
tra de co lo r; después dice la serie de los n úm eros cardinales
— asum o que la sabe de m em o ria —h asta la p alab ra «cinco»
y por cad a num eral tom a del cajón u n a m anzana que tiene el
co lo r de la m uestra. — Así, y sim ilarm ente, se op era co n p a­
labras. — «¿P ero có m o sabe d ónd e y có m o d eb e consultar la
p alabra ‘rojo’ y qué tiene que h a ce r co n la p alab ra ‘cin c o ’?»
- B ueno, yo asum o que actú a co m o he descrito. L as exp lica­
ciones tienen en algún lugar un final18.

Resulta significativo que en este pasaje vengan entreco­


milladas las dudas escépticas acerca de cómo alguien puede
saber de qué manera ha de usar las palabras, de cómo puede
saber de qué modo aplicar las reglas de su uso y qué hacer
con o cómo reaccionar a ellas (incluso a las que nos son tan
familiares y poco problemáticas como ‘rojo’, ‘manzana’ o
‘cinco’). Esto sugiere que Wittgenstein no quiere aquí dudar
realmente o plantear genuinos problemas escépticos y que
tal postura escéptica le parece discutible. De entrada, estas
dudas escépticas resultan demasiado implausibles. ¿Cómo
dudar de aquello que, considerado desprevenidamente, nos
parece lo más natural, lo menos problemático? Trataremos
de argumentar que de acuerdo con Wittgenstein nuestra con­
sideración desprevenida no nos engaña en este caso; al con­
trario, nos muestra que tales dudas no caben aquí. Puede
interpretarse que el escéptico es un interlocutor (quizá sea,
en este pasaje, una encarnación de las tentaciones y confu­
siones que lo acechan continuamente, una especie de alter
ego aún preso de malentendidos de los que él quiere liberar­
se) para quien ya se tiene una respuesta, que está expresada
muy concisamente en el pasaje citado: quien usa el lenguaje
actúa de una manera que podemos asumir como natural (o que de
hecho nos parece de lo más natural cuando no filosofamos111) y
que no necesita de explicaciones o justificaciones últimas. Pero antes
de tratar de comprender mejor esta lacónica respuesta al es­
céptico (quizá sea más adecuado decir que es un rechazo de
sus dudas y no una respuesta propiamente dicha) tratemos de
desarrollar algo más, sin temor a los chichones, Las dudas es­
cépticas que en este pasaje apenas se insinúan débilmente.
Para desarrollarlas modificaremos y ampliaremos el ejem­
plo de Wittgenstein, tratando de extremar las dudas escépti­
cas a que puede dar lugar y volviéndolo, por ello, mucho
más extravagante e inverosímil. Supongamos que la perso­
na, a quien se ha encargado comprar las manzanas, entrega
la hoja en que se ha escrito «cinco manzanas rojas» al tende­
ro, pero que éste luego de observar lo escrito en ella y de
consultar las etiquetas de sus cajones y sus muestras de co­
lor le entrega siete peras verdes. El comprador le dice, atóni-

lu La m anera de actuar del tendero no parece, sin embargo, ser la


más natural o esperada. Parecería la m anera de actuar de un tendero
inusualmente torpe, ineficiente e incluso con una seria incompetencia
lingüística. Un tendero más normal no necesitaría, al ejercer su oficio,
utilizar tablas, muestras de colores o cajones etiquetados. Seguramente
la intención de Wittgenstein al inventarse un personaje asi, es hacer bien
visible lo que en circunstancias más normales no es tan patente: que la
actividad de emplear las palabras está regida por reglas. L a aplicación
de reglas, generalmente tácita en los juegos de lenguaje, es sacada delibe­
radamente a la luz en este ejemplo, para lo cual se recurre a las tablas,
las muestras, las etiquetas, que normalmente no se requiere emplear. Y
se trata de una estrategia, la de sacar a la luz lo que asumimos que actúa
en lo oculto, a la que W ittgenstein recurre reiteradam ente.
to: «¿Qué es lo que ha hecho usted? En el papel dice ‘cinco
manzanas rojas’ y ¡usted me ha entregado siete peras ver­
des!”. A lo que el tendero responde, también muy extrañado y
un poco molesto: «No le comprendo, ¿siete peras verdes? ¡Lo
que he hecho es alcanzarle cinco manzanas rojas, siguiendo al
pie de la letra la instrucción de la hoja!». El comprador prefie­
re no discutir más el asunto, pues presume que al tendero le
ha sobrevenido un acceso repentino de atolondramiento o de
locura, que él espera sea pasajero. Decide, más bien, encami­
narse con su hoja a la siguiente tienda más cercana y, una vez
allí, la entrega al nuevo tendero. Este otro tendero, quien por
suerte ya no necesita usar etiquetas ni muestras de color, reac­
ciona, empero, de una manera todavía más inaudita. El, des­
pués de leer la hoja, mira al comprador con cara de pánico
durante unos breves instantes y luego sale corriendo despavo­
rido. Ante esta reacción el comprador ya no siente únicamen­
te perplejidad, sino también una creciente inquietud. Quizá,
piensa él, aunque sin mucha convicción, una epidemia de una
muy rara perturbación mental se está extendiendo entre los
tenderos o entre algunas personas del barrio. Finalmente, tra­
tando de recobrar la tranquilidad, pero sin lograrlo del todo,
decide ir a un supermercado grande, algo alejado, donde él
mismo pueda escoger sus manzanas sin tener que recurrir a la
ayuda de ningún tendero y donde, él espera, hayan selec­
cionado al persona] de manera muy cuidadosa. Allí él toma
con mucha cautela cinco manzanas, de las más rojas, las
cuenta varias veces, inseguro, y después se acerca temeroso
al lugar donde las pesan. El empleado las pesa y le dice «sus
tres guanábanas verdes cuestan... ». Ahora quien sale co­
rriendo despavorido es el comprador, sin dejar terminar su
frase al empleado y dejando olvidadas las cinco manzanas,
Pero ¿qué es lo que se pretende mostrar con este ejemplo
excesivamente dramatizado y tan traído de los cabellos?
¿Acaso el que se puedan imaginar las reacciones más absur­
das y excéntricas a una instrucción escrita, a una regla de uso
de ciertos signos, da el menor pie para defender una postura
escéptica? El que sean concebibles estas inverosímiles reaccio­
nes no quiere decir, en absoluto, que no pueda seguirse la
regla o que ella deje abiertos cualesquiera cursos de acción y
no determine una manera correcta de seguirla. El hecho mis­
mo de que estas reacciones que imaginamos en el ejemplo
nos parezcan completamente descabelladas nos muestra ya
con claridad que sí tenemos, en efecto, maneras de distinguir
entre una aplicación correcta de una regla y una que no lo es;
que la regla sí excluye, o mejor nosotros sí excluimos, muchas
reacciones como inapropiadas y totalmente discordantes con
la regla. Lo que puede confundimos (y es en estas confusiones
en las que se puede apoyar un escéptico) es la pretensión de
dar satisfacción al desmedido afán de encontrar justificaciones
absolutas que expliquen, sin dejar cabida a la más mínima
duda, por qué nuestra manera de seguir las reglas es la correc­
ta y las demás, incluyendo las del ejemplo, no lo son.
Veamos como el escéptico negando, con razón, que pue­
da satisfacerse esta cuestionable pretensión, puede caer, sin ra­
zón, en un extremo punto de vista, según el cual cualquier
acción puede hacerse concordar con una regla. El puede ar­
güir, tratando de darle mayor plausibilidad a su punto de vista,
que si bien nosotros calificamos como absurdas las maneras
como los tenderos responden a la petición de las cinco man­
zanas, ellos podrían estar sincera y justificablemente con­
vencidos de que están actuando correctamente. El primer
tendero tal vez interpreta las tablas y las etiquetas que con­
sulta de manera que su inusitado modo de actuar concuerda
perfectamente con sus interpretaciones no ortodoxas. Quizá
él interpreta que en la tabla la muestra de color que corres­
ponde a la palabra ‘rojo’ no es la que está frente a la palabra
(que es roja) sino la que está diagonalmente hacia abajo (que
es verde y está, como nosotros esperaríamos, frente a la pala­
bra ‘verde’). Y al consultar las etiquetas también las interpre­
ta de modo inusual. El asocia la etiqueta ‘manzanas’ no con el
contenido del cajón sobre el que está adherida, que contiene
manzanas, sino con el del siguiente cajón a la derecha, que
contiene peras y lleva una etiqueta que dice ‘peras’ (etiqueta
que el singular tendero asocia con el contenido del siguiente
cajón, que contiene duraznos). Su manera de contar es tam­
bién muy peculiar: al contar objetos lo hace siguiendo la se­
rie 1, 2, 3, 4, 5,..., pero cuando dice 1 toma una fruta, cuando
dice 2 toma dos frutas, cuando dice 3 vuelve a tomar una so­
la, cuando dice 4 vuelve a tomar dos y así sucesivamente.
Al llegar a cinco ha tomado siete frutas (siete peras verdes}.
Similarmente pueden idearse interpretaciones que hagan
concordar la insólita reacción del segundo tendero a la petición
de las cinco manzanas rojas, entendida esta petición como una
regla de uso del lenguaje. Tal vez el segundo tendero, sin que
sepamos por qué, interpreta la petición ‘cinco manzanas rojas’
así: “si alguien hace la petición antes del instante t (segundos
antes de que el comprador se la hiciese) debo alcanzarle cin­
co manzanas rojas, pero si se hace después de ese instante la
petición significa que quien la hace tiene un arma de fuego,
está iracundo y está dispuesto a usarla contra mí”. No resulta
difícil imaginar también una interpretación que sirva como
justificación de la manera en que el empleado que pesa las
manzanas usa las palabras “tres guanabanas verdes”.
I IJÍI
BA Ú L M ELENDEZ ACUÑA

La posibilidad de idearse estas interpretaciones no parece


haber dado mucho sustento a la posición del escéptico, pues
ellas son, sin duda, tan absurdas como las acciones que preten­
den justificar. Pero el escéptico puede ahora hacer recaer el
peso de la discusión sobre nosotros preguntando: “¿Por qué
considera usted, sin haber dado todavía ninguna razón de ello,
que su interpretación de la regla es la correcta y por qué califi­
ca a otras como absurdas? ¿Acaso hay una interpretación que
sea la correcta? ¿Acaso la regla determina un curso de acción
y excluye los demás? Yo lo dudo y, después de todo, quien
quiera contestar afirmativamente a estas últimas dos pregun­
tas y disipar las dudas que ellas plantean, es quien debería dar
las justificaciones”. Los tropiezos, las dificultades y las dudas
a las que quiere llevar al escéptico surgen en el momento en
que se cae, inocentemente, en su juego de creer necesarias las
interpretaciones y justificaciones últimas que él demanda.
Supongamos que, cayendo en el juego del escéptico, tra­
tamos de explicar a los tenderos de modo concluyente que sus
interpretaciones son total e irremediablemente incorrectas.
Podríamos decirle al primer tendero que en la tabla de mues­
tras de colores, el color que corresponde a un nombre es el
que está al frente de éste y no el que está diagonal a él. Y po­
demos decirle también que la palabra ‘manzanas’ refiere a
las frutas que están dentro del cajón que lleva adherida esta
palabra y no a las que están en el cajón de la derecha. Pero,
si a nuestras palabras explicativas él sigue reaccionando inu­
sualmente, si él honestamente interpreta mal las expresiones
‘estar al frente’, ‘estar en diagonal’, ‘el cajón de la derecha’ y
otras, de manera que lo que hizo sigue estando de acuerdo
con sus interpretaciones, entonces nuestras explicaciones no
logran convencerlo de que su manera de reaccionar no es la
manera correcta de seguir la regla. Y si explicamos nuestras
explicaciones, éstas pueden ser entendidas mal nuevamenlr.
Las interpretaciones erróneas y las dudas escépticas reapare­
cen una y otra vez, no importa cuánto descendamos en la cade­
na de interpretaciones e interpretaciones de interpretaciones.
De no encontrarse una interpretación o explicación última,
y, en efecto, no parece haber una interpretación que sea total­
mente inmune a las dudas o una explicación que ya no pue­
da entenderse de maneras no ortodoxas, entonces nuestros
intentos de responder al escéptico correrían el riesgo de no
tener éxito nunca.
Podríamos probar suerte con el caso del contar que, sien­
do una actividad tan elemental, tan básica y familiar, debería,
confiamos, reposar sobre un fundamento bien sólido. Si no
tenemos seguridad de que las sencillas reglas del contar deter­
minen inexorablemente una única manera de seguirlas bien,
si no podemos confiar en que nuestra manera habitual de con­
tar es correcta, confiable, regular, uniforme y excluye otras
maneras heterodoxas de hacerlo (como la del tendero), en­
tonces ¿qué otras reglas podrían ofrecer tal seguridad?
En un renovado esfuerzo por hacer entrar al tendero en
razón y aclararle cómo contar correctamente las frutas podría­
mos decirle pacientemente: “Para contar bien hay que hacer­
lo siguiendo la serie 1, 2, 3, 4, 5,..., pero por cada número de
la serie usted debe tomar una y sólo una fruta; lo que usted
hace, inexplicablemente, es tomar a veces una fruta y a veces
dos”. Supongamos que el tendero nos dice que ha compren
dido perfectamente la explicación y que eso que hemos ex
plicado, es decir, tomar cada vez una y sólo una fruta y no a
veces una y a veces dos, es lo que siempre ha hecho. Para de
mostrarnos que ha entendido, el tendero anuncia que v;i ¡i
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

alcanzamos tres manzanas. Lee la etiqueta que dice ‘manza­


nas’, sin detenerse a pensarlo dos veces da un paso hacia la
derecha y abre el cajón que está al lado, el de las peras. Con
un esmero exagerado empieza a contar muy lentamente? “Uno
y tomo una manzana, dos y tomo una manzana, tres y tomo
una manzana, la última”. Al decir esto ha vuelto a tomar una
pera, luego dos y luego una, para entregamos finalmente ¡cua­
tro peras! Sospechamos ahora, intentando difícilmente consi­
derar sus reacciones con cabeza fría, que el usa de manera
muy inusual la expresión “tomo una manzana”. Probable­
mente el uso que hace él de la expresión en una ocasión de­
terminada depende de cómo la usó la vez anterior: si la vez
anterior tomó una fruta, esta vez toma dos y si en la ocasión
anterior tomó dos, ahora toma una. Alternadamente usa de
manera distinta la expresión. Por supuesto esta es sólo la ma­
nera como nosotros, quienes le damos otro uso, que conside­
ramos el correcto, a la misma expresión, describiríamos el
uso que él le da. Pero él mismo diría que siempre la usa de la
misma manera, sencillamente toma una manzana cada vez que
dice “tomo una manzana”. Wittgenstein expresa estas dificul­
tades para justificar que una regla, así sea tan elemental como
el contar, obliga o fuerza a una manera correcta de seguirla y
excluye las otras así:

¿F o rzad o ? D espués de to d o , p ued o p resu m ib lem ente


to m ar el cam in o que quiera! - «Pero si usted quiere m an te­
nerse en co n co rd an cia con las reglas usted tiene que to m ar
este cam ino.» — D e ningún m o d o ; a eso llamo yo ‘co n co rd an ­
cia’. — «E n ton ces has cam b iad o el significado de la p alab ra
‘con cord ancia’ o el significado de la regla.» - N o; ¿quién dice
lo que significa aquí ‘cam b iar’ o ‘dejar igual’?
No importa cuántas reglas me dé usted —yo le doy una
regla que justifica mi aplicación de sus reglas20.

Toda interpretación o explicación de una regla puede con­


siderarse como una nueva regla para entender la primera; y si
hay dudas acerca de si la primera puede determinar una mane­
ra correcta de seguirla, las mismas dudas pueden volverse a
plantear acerca de la segunda y de las que vengan luego. Si se
recurre en este punto a una concepción mentalista de las inter­
pretaciones de la regla, resurgen entonces las objeciones que ya
se plantearon antes en contra de la concepción mentalista de las
nociones de significar y comprender. Un peculiar atractivo que
tiene la apelación al ámbito de lo mental parece residir en la
esperanza de que en este ámbito, precisamente por ser oculto,
resulte más fácilmente creíble el que se pueda realizar un acto
mágico que logre determinar de manera absoluta el uso total
de una expresión o todas las aplicaciones de una regla (como el
mago que lleva a cabo su magia en el fondo de un sombrero o
de un cajón negro, bajo su manga o detrás de la oreja de un
asombrado espectador, en todo caso, siempre en lo oculto).
Pero las interpretaciones, ya se las entienda como meta-reglas
o como representaciones mentales, no ayudan a proveer el
quimérico fundamento último de la aplicación de las reglas. Y
es claro que si, como parece implicar el pasaje citado arriba,
cada quien tiene su manera personal de aplicar una regla y su
manera de justificarla con sus peculiares interpretaciones, la
regla pierde todo su sentido y su aplicabilidad.
Las dudas escépticas, que al comienzo daban la impresión
de ser tan descabelladas, parecen, cuando se trata de responder
de cierta forma a ellas, plantear un problema muy radical y con
muy graves implicaciones21. Los ejemplos dados arriba nos si­
tuarían ante una dificultad aparentemente insalvable: ¿Cómo
explicar o asegurar que una regla determina una manera co­
rrecta de seguirla y excluye las demás como incorrectas? Si no
se da una respuesta satisfactoria a esta pregunta la posibilidad
misma de seguir reglas, algo que es tan fundamental en nues­
tras vidas y que desprevenidamente tomamos como evidente y
sobreentendido, quedaría en entredicho y se convertiría en algo
así como un milagro inexplicable. Wittgenstein plantea esto en
sus Investigaciones como una paradoja: Nuestra paradoja era
ésta: una regla no podía determinar ningún curso de acción
porque todo curso de acción puede hacerse concordar con la
regla. (IF, § 201, p. 203}. La misma paradoja recibe una for­
mulación también muy concisa en las Observaciones sobre los
Fundamentos de la Matemática: ¿Cómo puedo seguir una regla,
si después de todo cualquier cosa que haga puede interpre­
tarse como seguirla? (OFM, V I, § 38).
Si las reglas dejan abiertas cualesquiera maneras de se­
guirlas y si no hay nada que garantice de manera segura una
uniformidad y una regularidad en nuestras aplicaciones de
reglas, nuestro uso de las mismas pierde su sentido, queda

21 Éste sería, por ejem plo, el punto de vista de Kripke, quien en


su célebre interpretación de lo que él llama *el problema escéptico de
W ittgenstein’ escribe: “W ittgenstein has invented a new form of
scepticism. Personally I am inclined to regard it as the m ost radical
and original sceptical problem that philosophy has seen to dale, one that
only a highly unusual cast of mind could have produced”. (Kripke,
Siiul. Wittgenstein on Rules and Prívate Language, H arvard University
hc-ss, Cambridge, Mass., 1982, p. 60).
como suspendido misteriosamente en el aire, a punto de des
plomarse en cualquier momento. Y con nuestro uso de reghts
quedarían también sin un piso firme nuestro uso de la lógica,
de las matemáticas, del lenguaje e incluso nuestra entera vida
en comunidad, para la cual se requiere imprescindiblemente
del uso del lenguaje y, en general, de reglas. Pero lo paradóji­
co reside en que la aparente gravedad de este problema no
perturba en lo más mínimo nuestro empleo efectivo, confiado
y cotidiano de reglas. Wittgenstein disuelve esta paradoja tra­
tando de mostrar que, en realidad, las dudas que él mismo ha
inventado no plantean un problema genuino y radical, sino
que surgen, más bien, de una confusión, de un malentendido:

P uede fácilm ente p a re ce r co m o si to d a duda m ostrase


sólo un h u eco existente en los fundam entos; de m od o que
un a com p ren sión segura sólo es en ton ces posible si p rim e­
ro dud am os de todo aquello de lo que p ued a dudarse y lue­
go rem ovem os todas esas dudas.
E l in d icad or de cam inos está en ord en si, en circunstan­
cias norm ales, cum ple su finalidad1^.

Podemos imaginar muchas dudas, imaginar, por ejemplo,


que si un indicador de caminos tiene una flecha, alguien pue­
de verla y sin pensarlo dos veces tomar la dirección contraria
a la indicada por la punta de la flecha o caminar perpendicu­
larmente a ella. Y podemos imaginar también cómo justificar
estas extrañas conductas. Pero ¿plantean estas dudas un aulén
tico problema? ¿Acaso, si no las resolvemos, podría ocurrir
que ya no sepamos hacia dónde dirigirnos o que nos eut ;i
minemos en la dirección equivocada, cuando veamos el in­
dicador de caminos? ¿Podríamos, tras haber concebido estas
dudas, perder nuestra confianza y seguridad al orientarnos
por él? ¡Por supuesto que no! El que se puedan imaginar o
inventar ciertas dudas no quiere decir que en realidad se esté
dudando (con todos los efectos prácticos que deben seguirse
de una duda genuina y revelarla). Estas dudas se inventan jus­
tamente con el propósito de desenmascararlas como lo que
son: el resultado de malentendidos. El “problema escéptico"
ha sido planteado a partir de dudas no genuinas, que no nece­
sitamos solucionar, al menos no necesitamos resolverlas para
poder seguir aplicando correcta y confiadamente las reglas
que solemos usar a diario y por ello no es un problema genui­
no, ni radical, sino, repitámoslo, un malentendido'.

« ¿C ó m o p u ed e seguirse una regla?» A sí es c o m o m e


gustaría preguntar.
¿P ero có m o es que quiero preguntar eso, si no en cu en ­
tro ningún tipo de diñcultades en seguir una regla?
O b viam en te aquí m alentend em os los hechos que tene­
m os ante los ojos2;í.

Lo que ocurre, según Wittgenstein, es que no vemos o no


queremos ver lo que está ahí delante, ante nuestros ojos y bus­
camos un quimérico fundamento oculto, profundo, que esté
detrás o más allá de nuestro uso cotidiano de reglas. Para acla­
rar nuestro uso cotidiano de reglas no necesitamos ahondar en
lo oculto hasta encontrar una explicación absolutamente ine­
quívoca de la regla, una interpretación última o una compren­
sión esencial de la misma. Es una concepción intelectualisl.i <>
racionalista de la regla, según la cual para poder aplicar la
regla es siempre necesario interpretarla hasta llegar a una
base inconmoviblemente firme dada por una interpretación
racional última, la que nos hace pasar por alto lo que se deja
ver con claridad cuando no filosofamos. El malentendido que
surge aquí lo aclara Wittgenstein inmediatamente después de
plantear la paradoja escéptica. Volvamos, pues, a citar el pa­
saje ahora sí completo:

N uestra p arad oja era ésta: u na regla no podía d eterm i­


n ar ningún curso de a cció n p o rq u e to d o cu rso de a cció n
puede h acerse co n co rd a r co n la regla. L a respuesta era: si
tod o puede h acerse co n co rd a r co n la regla, en ton ces tam ­
bién puede h acerse discordar. D e donde no habría ni co n ­
co rd an cia ni d esacuerdo.
Que hay ahí un malentendido se muestra ya en que en este curso
depensamientos damos interpretación tras interpretación; co m o si
cad a una nos con ten tase al m en os p o r un m o m en to , hasta
que pensam os en una in terpretación que está aún detrás de
ella. Con ello mostramos que hay una captación de una regla que
no es una interpretación, sino que se manifiesta, de caso en caso de
aplicación, en lo que llamamos «seguir la regla» y en lo que llama­
mos «contravenirla».
De ahí que exista una inclinación a decir: tod a acción de
acu erd o co n la regla es u na interpretación. Pero solam ente
debe Uamarse «interpretación» a esto: sustituir una expresión
de la regla p or o tra24. [Los subrayados son nuestros].
Aquí vuelve Wittgenstein a enfatizar que la paradoja es­
céptica no es un problema genuino y es más explícito acerca
de la fuente de la que brota el malentendido, a saber, la bús­
queda incesante de interpretaciones que fundamenten el uso
de la regla. No se quiere negar que haya interpretaciones que
ayuden en ciertas circunstancias a aclarar la aplicación de una
regla. Pero la cadena de interpretaciones, cuando se requie­
ran, debe tener un término. Y cuando se llegue a él, cuando se
agoten las interpretaciones, es en nuestro actuar, y ya no en nuestro
razonamiento, que debe manifestarse la manera correcta de seguir la
regla, la captación de ella que ya no es una interpretación. Suponer
que siempre van a necesitarse interpretaciones de la regla para
poder usarla bien, que toda aplicación de ella requiere una in­
terpretación, es lo que lleva al problema que quiere plantear
el escéptico. Pues siempre pueden darse interpretaciones se­
gún las cuales cualquier acción está a la vez en acuerdo y en
desacuerdo con la regla. Este supuesto es inaceptable para
Wittgenstein, ya que entra en abierta contradicción con nues­
tro uso cotidiano de reglas, el cual funciona bien en la prácti­
ca. Si se asume que entre la expresión de una regla y las
acciones que concuerdan con ella, se abre un abismo que
debe llenarse con interpretaciones, Wittgenstein hace regresar
a estas interpretaciones, en cuanto reformulaciones de la re­
gla, al mismo nivel en que estaba la expresión inicial de la
misma, con lo cual el presunto abismo seguiría abierto, aho­
ra entre las interpretaciones y sus aplicaciones. En algún punto,
a veces después de haber necesitado algunas interpretaciones
o explicaciones, que son como nuevas reglas que habría, en
todo caso, que poder aplicar bien, debe darse una acción no
mediada por ulteriores interpretaciones. Y es nuestro actuar
natural el que, en últimas, permite determinar si la regla y
sus interpretaciones fueron comprendidas y aplicadas correc­
tamente.
Tenemos, pues, la contraposición de dos actitudes incom­
patibles: la actitud escéptica de aferrarse a la exigencia de in­
terpretaciones últimas que aseguren la correcta aplicación de
reglas, pero, puesto que no se encuentran interpretaciones
totalmente inequívocas, esto conduce a poner en entredicho
el uso efectivo de reglas; o la actitud de Wittgenstein, que es la
de aferrarse a lo que está ante nuestros ojos, es decir, al hecho
de que, en virtud de nuestras maneras naturales de actuar,
seguimos habitualmente las reglas sin ninguna dificultad, asu­
mir esto como algo dado que no necesita explicarse o funda­
mentarse y, consecuentemente, rechazar el escepticismo y el
ansia de justificaciones definitivas que lo hace surgir. La con­
traposición de estas dos actitudes se vuelve a expresar con
claridad en el siguiente pasaje:

«¿P ero có m o p uede una regla en señarm e lo que tengo


que h acer en este lugar? C ualquier co sa que haga es, según
alguna in terpretación, com patible con la regla». —N o, no es
eso lo que debe decirse. Sino esto: Toda interpretación pen­
d e, ju n tam en te con lo in terp retad o , en el aire; no p ued e
servirle de ap oyo. L as interpretaciones solas no determ inan
el significado25.

El interlocutor que habla entre las comillas es aquí, nueva­


mente, quien desea plantear un problema escéptico y es claro
cómo apoya su posición en la idea de que son las interpreta­
ciones las que deben determinar, en últimas, la manera de se­
guir la regla. Oponiéndose a él, Wittgenstein responde subra­
yando las limitaciones de las interpretaciones, las cuales, aun­
q u e en ocasiones puedan ser útiles, por sí solas no determinan
la aplicación de la regla. Esto no lleva, sin embargo, al es­
c e p tic is m o , sino a reconocer que tanto la regla como sus in­
terpretaciones deben apoyarse, finalmente, en nuestro actuar
natural y habitual, de otra manera quedarían suspendidas en
el aire. El malentendido consiste, pues, en creer que siempre
se requiere de interpretaciones que constituyan el fundamento
ultim o de nuestro uso de reglas. Lo que dificulta tanto la su­
p eración del malentendido es la pertinaz idea de que si pres­
cindim os de las interpretaciones y explicaciones últimas, nos
e stá faltando algo esencial, fundamental:

L o difícil no es aquí ah ond ar hasta el fundam ento, sino


r e c o n o c e r co m o fundam ento el fundam ento que tenem os
ahí delan te.
P ues el fundam ento nos vuelve a crear siem pre la im a­
gen ilusoria de una gran profundidad, y cuando intentam os
a lca n z a rla , v olv em os a en co n trarn o s siem p re al nivel de
a n te s.
N u estra enferm edad es la de querer e x p lica r2'1.

¿Cuál es el fundamento que está ahí delante, que Wittgen­


stein quiere hacemos reconocer, pero que no vemos por estar
bu scand o explicaciones profundas que no se necesitan? Lo
q u e está ante nuestros ojos y que bastaría describir, sin preten­
d e r explicarlo, es el uso cotidiano de reglas; lo que tendemos
a ignorar es que lo clave para poder determinar si un curso
de acción concuerda con una regla, es que dicha regla ya es­
té bien establecida como una de nuestras costumbres o prác­
ticas sociales compartidas y que dicho curso de acción sea el
usual, el que esperamos quienes y a estamos familiarizados
con esta regla y la practicamos. De aquí resulta claro que no
todo curso de acción puede hacerse concordar con la regla,
sino solamente el que estamos acostumbrados a seguir, el
que se ha acreditado a través de la práctica como correcto.
Esto presupone una uniformidad o regularidad en las accio­
nes que realizamos y que llamamos “seguir la regla” . De no
darse tal uniformidad la regla no llegaría a establecerse como
costumbre. Y para asegurar esta uniformidad o concordan­
cia en la aplicación de reglas, se dispone de ciertas prácticas
de adiestramiento, con las que se trata de iniciar a las perso­
nas en tal aplicación normal, usual de las reglas, entendidas
como costumbres:

«A sí pues, ¿cualquier cosa que yo h ag a es com patible


con la regla?». - Perm ítasem e p reguntar esto: ¿Q u é tiene que
v e r la exp resión de la regla — el in d icad o r de cam inos, por
ejem plo —co n mis accion es? ¿Q u é clase de co n exió n existe
ahí? — B uen o, quizás ésta: he sido adiestrado p ara una deter­
m inada reacció n a ese signo y a h o ra reaccio n o así.
P ero co n ello sólo has in d icad o u n a co n e x ió n causal,
sólo has exp licad o có m o se produjo el que a h o ra nos guie­
m os p o r el indicador de cam in o s; n o en qué consiste real­
m en te ese seguir-el-signo. N o ; h e in d icad o tam b ién que
alguien se guía por un indicador de cam inos solam ente en la
m edida en que h ay a un uso estable, una costum bre27.
RA Ú L M ELÉN DEZ ACUÑA

El que aquí suija otra vez la objeción de que decir que se­
guir una regla es una costumbre que aprendemos a practicar,
en algunos casos mediante adiestramientos, no explica “en qué
consiste esencialmente” el seguirla, muestra sólo lo cautivado­
ra y pertinaz que puede llegar a ser la actitud intelectualista y
esencialista que se desea superar. Insistamos, pues, en enfren­
tarla una vez más, hasta el cansancio. El adiestramiento no
consta esencialmente de explicaciones. Si lo concibiéramos
así, nos saltaría encima nuevamente el escéptico, objetando
que el adiestramiento tendría que poder interpretarse y que no
hay nada que asegure que se no se lo interprete mal o de forma
inusual. Pero a través del adiestramiento se trataría de moldear
nuestro modo de actuar, nuestro comportamiento, nuestras
reacciones a las reglas y a las palabras y no nuestro entendi­
miento o nuestra comprensión racional de las mismas. Y este
adiestramiento no se apoya finalmente en explicaciones, ni in­
terpretaciones. Wittgenstein, subrayando este punto, llega a
compararlo con el adiestramiento con el que se doma a un
animal, digamos, a un león de circo.
Ahora bien, la efectividad de nuestra aplicación de reglas
y de los adiestramientos en los que se moldean nuestras reac­
ciones a ellas presupone no un fundamento racional, sino una
concordancia en ciertas maneras naturales, podría decirse también
instintivas, de reaccionar. Si a un niño, como parte de lo que po­
dríamos considerar un adiestramiento lingüístico, se le dice
‘perro’ y simultáneamente se señala con el brazo a la mascota
de la casa, el niño inmediatamente y sin detenerse a interpretar
el significado del movimiento del brazo, miraría en la dirección
hacia la que apunta el dedo y no en la contraria, o en otra. Si no
lo hace de manera natural y si no comparte con nosotros
oirás reacciones tan básicas como esta, todo adiestramiento
sería vano. El adiestramiento y el seguimiento de regla* pi r
suponen, pues, una concordancia en ciertas reacciones nulo
rales básicas, las cuales se toman como algo primitivo, dado,
que no requiere ni de explicaciones, ni de a d ie s tr a m ie n to s
previos (antes bien, toda explicación o adiestramiento se apo­
yan en ellas, las presuponen). Quien no comparte con noso­
tros ciertas reacciones naturales básicas y, a causa de ello, a
pesar de ser bien entrenado o instruido no logra aprender a
seguir bien las reglas, a actuar de la manera esperada y acos­
tumbrada, corre el riesgo de verse marginado de muchas acti­
vidades de nuestra vida en comunidad. Por ello resulta muy
difícil creer que tenderos como los que hemos imaginado en
nuestro ejemplo puedan atender una tienda o seguir mucho
tiempo en ello. Si persisten en sus maneras anómalas de ac­
tuar, terminarían probablemente, y si tienen suerte, reclui­
dos en algún centro de rehabilitación. Y si estas anomalías
llegaran a generalizarse y el mundo se poblara súbitamente
de personas como ellos, ya no podríamos entendemos unos
a otros, a menos que lográsemos desarrollar nuevas reglas y
formas de lenguaje y comunicación insospechadas, incluso
inimaginables desde nuestra forma de vida.
Lo anterior muestra cómo nuestro uso efectivo del len­
guaje y de reglas está en cierta medida garantizado de modo
seguro y confiable no por fundamentos racionales, sino por
hechos naturales muy básicos (y que son tan sobreentendidos
que normalmente no se nos ocurre ni mencionarlos}: por cier
ta regularidad y concordancia en nuestras reacciones instinti
vas y también por cierta uniformidad en lo que podríamos
llamar la manera como se comportan las cosas (por ejemplo,
el ya citado hecho de que los objetos no desaparecen y ir
apa recen súbitamente). También se desprende de lo uiilci mi
que nuestro lenguaje, nuestros conceptos y nuestras reglas
no poseen el carácter necesario que a menudo sentimos la
inclinación de otorgarles:

N o digo: Si tales y cuales h echos naturales fueran dis­


tintos, los seres h um anos tendrían o tro s co n ce p to s (en el
sentido d e u n a hipótesis). Sino: Q u ien cre a que ciertos c o n ­
cep tos son los correctos sin m ás; que quien tuviera otros, no
ap reciaría justam ente algo que nosotros apreciam os — que se
im agine que ciertos hechos naturales m uy generales ocurren
de m an era distinta a la que estam os acostu m b rad os, y le se­
rán com prensibles form aciones con ceptu ales distintas a las
usuales1“ .

En este pasaje se aclara el papel que esta suerte de natu­


ralismo juega en este contexto. No constituye una hipótesis
explicativa que haga parte de una teoría sobre las regías y el
significado. Su papel es principalmente negativo o crítico y
también terapéutico, ya que ayuda a abandonar la creencia
(¿o prejuicio?) en que nuestros conceptos y nuestro lenguaje
tienen un carácter necesario y absoluto.
Para finalizar esta parte queremos enfatizar lo que nos pa­
rece central: en la concepción de Wittgenstein las actividades
de seguir reglas, incluidas en ellas nuestros usos de expresio­
nes en juegos de lenguaje, no están, ni necesitan estar funda­
mentadas sobre una base racional inconmovible e indubitable.
Ya en el ejemplo del tendero Wittgenstein rechaza inmediata­
mente las dudas escépticas acerca del uso que hace el tende­
ro de las palabras ‘cinco manzanas rojas’, pero no lo hace
dando justificaciones racionales, sino asumiendo sus at rio
nes como algo natural de lo que no se necesita dar cui*nl;i
(“asumo que así actúa”). Las explicaciones, insiste él, tienen
un final y, llegados a éste, las hacemos descansar sobre núes
tras reacciones naturales a las palabras y a las reglas. Lo difí­
cil es reconocer el punto en el que ya no se necesitarían más
explicaciones, pues no parece haber un único punto absoluto
donde tengan, necesariamente, que terminar:

Aquí nos top am os co n un fen óm én o notable y ca ra cte ­


rístico de la investigación filosófica: la dificultad — p od ría
decir - no es la de e n co n trar la solución, sino m ás bien la de
re co n o ce r co m o solución algo que p arece ser sólo un preli­
m in ar de ella [...].
E sto está co n ectad o , creo yo, co n el que errón eam en te
esp erem os u n a exp licació n ; m ientras que la solución de la
dificultad es una descripción, si le d am os su lugar co rre cto
en nuestras consideraciones. Sí p erm an ecem o s en ella y no
intentam os ir m ás allá.
L a dificultad es aquí: p arar29.

Wittgenstein para en nuestro actuar instintivo, que, según


él, debemos simplemente describir y no tratar de explicar. En
este punto, más explicaciones nos conducirían al peligro de
caer en la ilusión de la explicación última y en todas las con­
fusiones que surgen de esta ilusión. Reconocer que las justifi­
caciones racionales llegan a un término lleva a reconocer que
toda justificación termina apoyándose, cuando se llega a esc
punto, en algo que ya no es justificable racionalmente. En ese
punto Wittgenstein confía en lo que está ante nuestros ojos y
no en nuestro pensamiento: nuestras maneras naturales de
actuar:

«¿C ó m o p ued o seguir u n a regla?». — Si ésta no es una


pregunta p or las causas, entonces lo es p o r la justificación de
que actú e oh' siguiéndola.
Si he agotad o los fundam entos, he llegado a ro c a dura
y m i p ala se retuerce. Estoy entonces inclinado a decir: «Así
sim plem ente es co m o actúo»'10.

Aquí se muestra la oposición de Wittgenstein a una con­


cepción intelectualista de las reglas y, consecuentemente, del
uso del lenguaje. Más que en nuestra razón y en nuestro en­
tendimiento, el uso de reglas y del lenguaje se funda en nues­
tras maneras naturales de actuar, de las cuales no hay que dar
razones últimas. Al dar razones y justificaciones se está usan­
do ya el lenguaje y, entonces, se presuponen ya aquellos he­
chos naturales tan básicos, sin los cuales no habría lenguaje o
habría uno muy distinto al que efectivamente empleamos. La
injustificabilidad de nuestro actuar natural sobre el que reposa
nuestra aplicación de reglas y nuestro uso del lenguaje es algo
que Wittgenstein subraya claramente una y otra vez: “Bueno,
yo asumo que actúa como he descrito. Las explicaciones tienen
en algún lugar un final” (IF, § 1, p. 19); “(...) las razones pron­
to se me agotan. Y entonces actuaré sin razones” (IF, § 211, p.
209); “(...) actúo presto, con perfecta seguridad, y la falta de
razones no me perturba” (IF, § 212, p. 209); “Cuando sigo la
regla no elijo. Sigo la regla ciegamente” (IF, § 219, p. 211);
h íj J
Verdad sin fundamentos

“(,..)así es como actúo; no preguntes por una razón. (...) Yo


digo ‘por supuesto’, no puedo dar una razón.” (oi-M, VI, S
24); “Como si la fundamentación no llegara nunca a un Um
mino. Y el término no es una presuposición sin fundamen­
tos, sino una manera de actuar sin fundamentos.” (SC, § 110,
p. 16).
El “fundamento” de nuestra aplicación de reglas y de
nuestro uso del lenguaje que está ahí delante y que tendemos
a pasar por alto está en nuestra forma de vida y en nuestro
actuar, de los que ya no se dan explicaciones, ni razones.
Buscar fundamentos, razones, explicaciones “más esencia­
les”, “más ocultas”, “más profundas”, que estén “más allá”
es caer en esa enfermedad típica de los filósofos, la enfer­
medad de estar constantemente a la caza de quimeras.
Capítulo írts

Verdad, sin fundamentos


Luchamos ahora contra una dirección. Pero
esta dirección morirá, eliminada por otras di­
recciones y entonces nadie entenderá nuestros
argumentos en su contra; no se comprenderá
por qué hubo que decir todo esto.
Wittgenstein
Observaciones { 1942)

Introducción

Una vez se han abandonado los supuestos básicos asumidos en


el Tractatus, sobre los cuales se apoyaba la concepción de la
verdad como correspondencia defendida en esta obra, surgen
los interrogantes centrales de este trabajo, a los que dedicare­
mos su capítulo final: ¿Qué consecuencias tiene el surgimiento
de los nuevos puntos de vista de Wittgenstein, expuestos en el
capítulo dos, para la noción de verdad? ¿Qué nueva concep­
ción de la verdad sería compatible con estos nuevos puntos de
vista?
Wittgenstein no desarrolló en su obra tardía una nueva
teoría, definición o explicación general de la verdad que sus­
tituyera a la rechazada teoría de la verdad como correspon­
dencia del Tractatus. Haberlo hecho hubiera sido contrario a su
manera de concebir su tarea como filósofo: «La filosofía ex [jo­
ne meramente todo y no explica ni deduce nada. Puesto que
todo yace abiertamente, no hay nada que explicar. Pues lo
que acaso esté oculto, no nos interesa» (IF, § 126, p. 131). En su
obra tardía, Wittgenstein critica y rechaza, como ya hemos
mostrado suficientemente, las aspiraciones a dar en filosofía
definiciones generales o explicaciones últimas, a buscar fun­
damentos absolutos e inconmovibles, a desarrollar teorías
con una pretensión de universalidad, a emplear argumen­
taciones deductivas que presuman ser totalmente concluyentes
y definitivas. A estas inclinaciones él opone su concepción
de la actividad filosófica como «meramente» expositiva, des­
criptiva.
La distinción que él establece entre teorización y explica­
ción, por un lado, y descripción, por el otro, puede dar lugar
a la objeción de que las descripciones, en particular las que él
hace en sus observaciones filosóficas, tienen también, en mu­
chos casos, un valor explicativo. En todo caso, a las descrip­
ciones del uso del lenguaje en diferentes contextos, que juegan
un papel central en su filosofía tardía, Wittgenstein les hace
cumplir una función terapéutica, en el sentido de que con
ellas se pretende, principalmente, contribuir a disipar confu­
siones filosóficas. Si en esa labor terapéutica se usan explicacio­
nes, no se aspira con ellas, en todo caso, a dar justificaciones
universales y absolutas.
Habría que tener muy en cuenta que Wittgenstein, al cues­
tionar y rechazar la elaboración de teorías y explicaciones
en la filosofía, se está distanciando, particularmente, de un
tipo específico de teorización y explicación: el que se tiende
a imitar siguiendo el modelo de las ciencias naturales.
La tentación de plantear y resolver problemas filosófi­
cos siguiendo un modelo científico, la cual cobró mucha
fuerza en la época en la que él desarrolló su actividad filo­
sófica1, era, para él, la principal y más peligrosa fuente de
las cuestionables ansias de generalidad y universalidad que
él buscaba evitar, de la consecuente tendencia a dar cierto ti­
po de explicaciones y formular teorías para satisfacerlas y de
las confusiones filosóficas que surgen de ella:

N uestra ansia de generalidad tiene o tra fuente principal:


nuestra p reocu pación p o r el m étodo de la ciencia. M e refie­
ro al m éto d o de red u cir la exp licación de los fenóm enos na
turales al m enor núm ero posible de leyes naturales primitivas;
y, en m atem áticas, al de unificar el tratam iento de diferentes
tem as m ediante el uso de u n a generalización. L o s filósofos
tienen constantem ente ante los ojos el m étodo de la ciencia y
sienten una tentación irresistible a plantear y a contestar p re­
guntas del m ism o m o d o que lo h ace la ciencia. E sta tenden­
cia es la verd ad era fuente de la m etafísica y lleva al filósofo
a la oscuridad más completa. Q uiero afirmar en este m om ento
que nuestra tarea no puede ser n unca red u cir algo a algo, o
exp licar algo. E n realidad la filosofía « ‘puram ente descrip-

De acuerdo con estas palabras debe resultar, entonces,


muy claro que, dado que lo que se busca en este capítulo es
esbozar una concepción de la verdad que esté en consonancia
con la filosofía posterior de Wittgenstein, lo último que ha de
esperarse es que pretendamos partir de ella para tratar de es­

1 Piénsese en los esfuerzos de Russell y de los positivistas ló ­


gicos por desarrollar la filosofía de m anera científica y en la muy
amplia influencia que ellos ejercieron.

2 CAM, p . 4 6 .
bozar una teoría de la verdad que ofrezca una definición uni­
versal, una explicación última y general de esta noción o una
reducción de la misma a otros conceptos supuestamente más
básicos. Por el contrario, habría que criticar las posibles in­
terpretaciones que quieran desprender de los puntos de vista
tardíos de Wittgenstein, o incluso atribuirle, una teoría o una
explicación general de la verdad.
Sin embargo, antes de retomar el tema de la verdad em­
prendiendo esta tarea crítica y con el fin de comprender me­
jor esta noción a la luz de la filosofía posterior de Wittgenstein,
intentaremos, en la primera parte de este capítulo, aclarar
cómo se ve bajo esta nueva luz la relación entre lenguaje y
realidad. Estas aclaraciones nos darán argumentos para criti­
car, en la segunda parte, la pretensión de tomar como punto
de partida algunas ideas del Wittgenstein tardío para defender
una teoría general de la verdad, ya sea en términos de corres­
pondencia, de consideraciones pragmáticas, de convenciones
o de coherencia. En la tercera parte, habiendo despejado el
camino de malentendidos y de posibles interpretaciones equi­
vocadas, intentaremos, complementando la crítica de la par­
te anterior, mostrar cómo la verdad es una noción relativa al
contexto en el que se la use y describir cómo en diferentes
contextos y para distintos tipos de proposiciones suelen usar­
se diferentes criterios o maneras de distinguir lo verdadero de
lo falso. Haremos énfasis en que, aunque la noción de verdad
no requiera de una fundamentación última, la carencia y la
prescindibilidad de tal fundamentación no debe conducir, sin
embargo, a una postura escéptica o irracionalista. Los puntos
de vista que expondremos no se sitúan en ninguno de los dos
cuernos del falso y viejo dilema entre fundamentalismo epis­
temológico y escepticismo.
I. Regreso a la cuestión de la armonía entre lenguaje y realidad

De acuerdo con uno de los supuestos básicos del Tractatus, una


proposición debía poseer, considerada aisladamente, un sen­
tido absolutamente determinado, puro y cristalino, explici-
table mediante un análisis lógico en el que se la descompusiese
en sus partes elementales, las cuales tendrían un contacto di­
recto con la realidad que representan. Se exigía que tal análi­
sis fuera realizable a partir de la proposición sola, sin que
dependiera de otras proposiciones cuya verdad fuese condi­
ción de sentido de la primera, ya que esto entrañaría el peli­
gro de que la determinación de su sentido se extraviase en
una regresión infinita. Este supuesto y esta exigencia son de­
jados atrás, como hemos visto, por el giro que da Wittgenstein
hacia una postura holista. Según esta postura, el sentido de
una proposición no es aislable de los usos que se le dé a la
misma en conjunto con otras proposiciones y dentro de un
contexto o juego de lenguaje que incluye también actividades
extralingüísticas inextricablemente ligadas a tales usos.
La estructura del lenguaje, que antes se consideraba como
una estructura reflejada y derivada de la estructura original e
independiente de la realidad, y el significado de sus proposi­
ciones, que antes se fundaba en su capacidad intrínseca de
figurar lo real, están ahora determinados por las reglas gra-‘
maticales que gobiernan sus usos en diferentes contextos.
Dentro de esta nueva perspectiva en la que las reglas de la
gramática (entendidas en un sentido amplio como las reglas
de uso en los juegos de lenguaje) adquieren un papel tan cen­
tral, ¿no serian ahora estas reglas las que garantizarían aún la
concordancia entre lenguaje y realidad en la que se funda
mentaría la verdad? ¿Qué relación tienen estas reglas gra
maticales con la realidad? ¿Pueden seguir considerándose
como un reflejo de lo real o de algunos de sus rasgos bási­
cos? ¿En qué sentido y en qué medida deben guardar ellas
una correspondencia con lo real?
En algunos pasajes, como el que sigue, Wittgensteín es
bastante enfático en afirmar la autonomía del lenguaje y de su
gramática respecto de lo real:

L a gram ática n o tiene que rendirle cuentas a ninguna


realidad. Sólo las reglas gram aticales determ inan el signifi­
cad o (lo constituyen) y, en ton ces, no tienen que responder
ante ningún significado y son, en esa m edida, arbitrarias3.

Si las reglas de la gramática tuviesen que rendirle cuentas


a la realidad, si tuviesen que reflejarla de alguna manera o
concordar con ella, entonces se podría recurrir a ella para
justificar un sistema de reglas gramaticales como correcto y
rechazar otros, según si guardan o no la debida concordancia,
si la reflejan fielmente o no.
Un intento de justificar la gramática, en virtud de su con­
cordancia con lo real, revelaría ya un malentendido acerca
del papel especial que juegan las reglas gramaticales en nues­
tros juegos de lenguaje. Ellas no cumplen la misma función
que cumplen las proposiciones empíricas, descriptivas, sino
que funcionan, más bien, como normas de descripción. A las
proposiciones empíricas, descriptivas podríamos juzgarlas
según su concordancia con lo que se quiere describir; al ha­
cerlo usaríamos las reglas gramaticales que rigen nuestras
descripciones en determinados juegos de lenguaje (no en to-
dos el propósito de describir lo real es importante). Pero tratar
de establecer la correspondencia entre las reglas mismas y la
realidad podría llevar a atribuirles erróneamente una función
que elias no cumplen, esto es, a considerarlas como descrip­
ciones y no como reglas.
Claro está que podría darse una justificación de las reglas
de la gramática que no consista en mostrar que ellas mismas
describen bien lo real (pues se incurriría en el error que aca­
bamos de señalar), sino en mostrar que con su aplicación po­
demos formarnos una imagen adecuada de la realidad. Se
trataría, entonces, de justificar que un lenguaje con sus reglas
gramaticales y sus conceptos es más adecuado que otros, en
cuanto posibilita una mejor descripción del mundo. Sin em­
bargo, Wittgenstein argumenta (ver GF, X , § 134) q u e la gra­
mática no se puede justificar de esta manera, lo cual explicaría
por qué la llama también ‘arbitraria’.
El argumento, que es análogo al que se empleó para mos­
trar la inefabilidad de las condiciones lógicas que debía cum­
plir un lenguaje para poder representar figurativamente lo
real (examinado en la parte III del capítulo uno), puede re­
sumirse como sigue. Si se quiere justificar las reglas de la
gramática y si tal justificación se expresa en el lenguaje cuyo
uso está regido por tales reglas, al intentar justificarlas se las
está ya empleando y al emplearlas se está presuponiendo ya
la validez y aplicabilidad de lo que se desea justificar. La jus­
tificación caería, pues, en un círculo vicioso. Por otro lado, si
fuera posible emplear otro lenguaje con reglas gramaticales
distintas para formular tal justificación, entonces se utilizarían
esas otras reglas, cuya justificación estaría aún por darse. i;.Se
la podría dar en un tercer lenguaje con otras reglas? Se en
mienza a vislumbrar aquí el comienzo de una regresión mil
nita. ¿O se la daría en nuestro lenguaje? Entonces la justifica­
ción se volvería, otra vez, circular. Además, si nos estuviera
dado recurrir a otro lenguaje, en tal lenguaje con otra gramá­
tica, podrían valer como justificaciones lo que normalmente
no aceptaríamos como tales, y viceversa. Lo que nosotros lla­
mamos o aceptamos como una posible o una buena justifica­
ción y las maneras en que la concebimos y la formulamos
están determinadas por las reglas de uso de nuestro lenguaje,
por las reglas de su gramática (en el sentido amplio en el que
usamos aquí este término). En la medida en que las regléis de
la gramática contribuyen a determinar el uso del término ‘jus­
tificar’ y otros emparentados con él, así como los criterios para
aceptar una justificación como válida, en esa medida ellas
mismas son injustificables.
El anterior argumento, o una variante suya, es aplicable a
cualquier pretendida justificación, por medio de la cual se tra­
te de demostrar que un lenguaje con sus reglas de uso refle­
ja más adecuadamente lo real que otros4. Una tal justificación
en términos de correspondencia con la realidad deberá conte­
ner una descripción de esta última o, por lo menos, de algu­
nos de sus rasgos, a los que se adecuarían bien las reglas. Para
comparar y contrastar las reglas de la gramática con lo real,
buscando establecer la concordancia que las justifique, hay
que describir lo real. Pero una descripción de lo real no po­
dría hacerse sin usar el lenguaje y las reglas que se quiere
mostrar como adecuadas o fieles a ello. No podemos compa-

* Posteriormente, com o parte de la tarea crítica que em prendere­


mos en la segunda parte de este capítulo, desarrollarem os otras va­
riantes de este argumento para aplicarlas a pretendidas justificaciones
de explicaciones generales del concepto de verdad.
rar nuestro lenguaje y su gramática con la realidad desde umi
inaccesible perspectiva exterior a ellos, que nos permitiese
ver cómo es la realidad «en sí misma». De la realidad teñe
mos, y sólo podemos tener, una imagen que nos formamos
con nuestro lenguaje, sus reglas y conceptos. Al intentar
prescindir de éstos ya no podríamos decir ni describir ni
justificar nada. En tanto no haya un acceso privilegiado y di­
recto a lo real y en tanto no podamos prescindir de un len­
guaje y de una perspectiva que contribuyen a determinar
nuestra imagen de lo real, nuestras tentativas de dar una jus­
tificación última de nuestra gramática o de esta imagen que
construimos empleándola, en términos de correspondencia,
cae inevitablemente en un círculo (ver SC, § 191).
Para aclarar un poco más esta idea de la autonomía de la
gramática respecto de lo real, ilustrémosla con un ejemplo.
Supongamos que un esquimal nos informa que en su lengua­
je puede hablarse de más de, digamos, diez matices diferen­
tes de color blanco. En cambio, los conceptos que nosotros
empleamos en nuestro lenguaje y las reglas de su uso sólo nos
permiten distinguir menos de diez matices de blanco. ¿Habría
alguna manera de mostrar que uno de los dos lenguajes se
adecúa mejor a la realidad, permite describirla más fiel y ver­
daderamente, por lo menos en lo que concierne a la realidad
de lo blanco?
El esquimal podría argüir: «Pero si es muy claro que, en
verdad, hay más de diez matices distintos de blanco. Quizá
ustedes tengan dificultad en percibirlos. O probablemente lo s
perciban tan bien como nosotros, sin embargo no les in te r e s a ,
ni les es importante distinguirlos en su lenguaje; en todo e a s u
existen, son reales. Yo puedo simplemente mostrárselos, imir
...» y seguidamente comienza a señalar cosas dando los ikhh
bres, en su lenguaje, de los matices de blanco que él distin­
gue. Por supuesto, al nombrarlos está empleando ya, toman­
do como válidamente aplicable y correcta, la gramática del
blanco que desea justificar en virtud de su concordancia con
la realidad. Nosotros, a nuestra vez, podríamos responder:
«El problema es que ud. hace distinciones superfluas, que no
se fundamentan en lo real. No sé por qué razones, le da ud.
distintos nombres a un mismo matiz de blanco. Enumerar y
emplear los nombres de la manera que ha hecho no basta pa­
ra justificar el uso que hace de ellos. Pues lo que ocurre es,
precisamente, que en su lenguaje hay una super-abundancia
de palabras y conceptos innecesarios, ya que no corresponden
a nada en el mundo». Con esta respuesta tan insatisfactoria
simplemente evidenciamos que nuestro lenguaje, su gramáti­
ca y sus conceptos son distintos a los del esquimal y que con
ellos describimos de manera diferente lo real. Lo que decimos
muestra que en nuestro lenguaje sólo hay cabida para menos
distinciones de matices de blanco y no que realmente existan
en el mundo sólo los que nosotros nombramos.
Ambos interlocutores tratan de dar sus razones usando
lenguajes, reglas gramaticales, conceptos y creencias que no
comparten, lo cual hace improbable que uno pueda conven­
cer al otro, mientras cada uno se apoye en su propia pers­
pectiva o imagen del mundo. Sus maneras de argumentar se
cruzan, por decirlo así, sin tocarse. Pero aparte de sus pers­
pectivas (y de otras posibles), no hay la perspectiva o imagen
absolutamente verdadera del mundo, que no estuviera me­
diada por ningún lenguaje o gramática y que permitiera di­
rimir definitiva y concluyentemente este tipo de controversias.
Podríamos, empero, empeñamos en acudir a justificacio­
nes más elaboradas y, en apariencia, menos simplistas y ob­
jetables. Podríamos, por ejemplo, utilizar el lenguaje dm lili
co y discutir en términos de frecuencias, longitudes de onda
y conceptos relacionados para mostrar más objetiva e incon
trovertiblemente por qué razones han de tomarse varias ins
tandas de lo blanco como representantes de un mismo matiz
y no de varios. Lograríamos entonces, si lo hacemos bien,
justificar una parte de nuestra gramática, la del color blanco
apoyándonos en otra parte de ella, a saber la de ciertas teo­
rías científicas. Pero el lenguaje científico no es, en absoluto,
como ningún otro lo es tampoco, un lenguaje privilegiado
que permita dejar hablar a la realidad por sí misma, de ma­
nera directa y sin mediaciones, con su propia voz, por decirlo
así. En tal lenguaje operamos, de todas maneras, con con­
ceptos y reglas, los cuales pueden ser más abstractos, técni­
cos y pueden llegar a valorarse como «más objetivos» (¿esto
no ameritaría, acaso, una justificación?), pero que están ligados
inextricablemente a nuestros demás conceptos, incluyendo
los más familiares y cotidianos. También en estas justifica­
ciones más elaboradas, en nuestra imagen científica del mun­
do, estamos, pues, empleando y presuponiendo de antemano
la corrección y aplicabilidad de nuestro lenguaje, visto como
un sistema complejo y coherente de conceptos y reglas de
uso interrelacionados. Seguiríamos, en todo caso, careciendo
de una justificación última y no circular de la gramática de
nuestro lenguaje.
¿Y si todavía se insistiera obstinadamente en que un len­
guaje mínimamente aceptable debería, por lo menos, tenor
algunos nombres para los colores, aunque no se determine
cuántos, pues de lo contrario se estaría dejando de represen
tar un aspecto muy importante de lo real? Se estaría tentado
a proclamar: «Sin duda alguna, en la realidad no todo posee
RAÚL M ELÉNDEZ ACUÑA

el mismo color. Es innegable que las diferencias de color exis­


ten realmente y que un lenguaje adecuado tiene que permitir
expresarlas». Por supuesto que visto desde nuestra imagen del
mundo esto resulta innegable y no queremos poner en cues­
tión nuestra perspectiva; lo que queremos subrayar es que
nuestra perspectiva no puede justificarse como verdadera en un sen­
tido absoluto, así la tomemos de hecho como verdadera y así
sea muy poco razonable cuestionarla. Si lo hiciéramos, si no
conñáramos en nuestra perspectiva, en nuestros conceptos y
nuestras maneras de usarlos ya no sabríamos qué creer, có­
mo describir lo que ocurre en el mundo, cómo distinguir entre
verdadero y falso, cómo argumentar, razonar, o incluso actuar.
Surge aquí la cuestión: ¿desde qué perspectiva se determi­
naría qué es lo que forma parte verdaderamente constitutiva de
lo real o lo que es un aspecto importante, no despreciable de la
misma? Nosotros, no podría ser de otro modo, lo hacemos
desde la nuestra. Pero ¿por qué no podría una comunidad lin­
güística diferente a la nuestra prescindir en su lenguaje del con­
cepto de color si no le ha sido necesario o importante usarlo o
si simplemente no ha surgido el uso de tal concepto en su for­
ma de vida? ¿Sería su lenguaje por ello incompleto, inadecua­
do o incorrecto? Es incluso concebible, como en el cuento de
Borges (Ttón, Uqbar, Orbis Tertius), que existieran unos seres de
un remoto planeta, en cuyo lenguaje no hubiera sustantivos
para denotar objetos físicos, espaciales. Y si les reprocháramos
que tanto nosotros como ellos habitamos el mismo universo
en el que los objetos físicos existen así ellos no puedan refe­
rirse a ellos, lo cual sería una muy seria limitación de su lengua­
je, estaríamos cayendo en el error de creer injustificadamente
que nuestra imagen del mundo, nuestros conceptos y creen­
cias, con los cuales la construimos, son los correctos en un
sentido absoluto. Es con el objeto de prevenir acerca di* este
error que Wittgenstein inventa historias naturales ficticias,
adentrándose también en la literatura fantástica. Aquí vale la
pena recordar un pasaje que ya habíamos citado antes:

No digo: Si tales y cuales h echos naturales fueran dis­


tintos, los seres h um anos tendrían otros co n cep to s (en el
sentido de u n a hipótesis). Sino: Q uien c re a que ciertos co n ­
cep tos son los co rrecto s sin m ás; que quien tuviera otros, no
ap reciaría justam ente algo que nosotros apreciam os — que se
im agine que ciertos hechos naturales m uy generales ocurren
de m an era distinta a la que estamos acostum brados, y le serán
com prensibles form aciones conceptuales distintas a las usua­
les5.

De la manera algo radical como hemos expuesto la idea


de la autonomía de la gramática no sería muy difícil despren­
der como consecuencias suyas un relativismo y un anti-realis-
mo extremos. Sin embargo, el propio Wittgenstein no quiso
extraer estas consecuencias, que llevarían demasiado lejos. Es
reconocible cierta tensión entre su afirmación tajante de la
autonomía de la gramática y sus ideas cercanas a un natura­
lismo de tipo humano”. Trataremos de mostrar que no hay,
sin embargo, una incompatibilidad o contradicción entre es­
tas dos posturas.

5 IF, Parte II, XII, p. .523.


(' En relación con esto se puede consultar el libro de Strawson
Skepticism and Naturalism. Some Variéties (ver Bibliografía), en el que se
hacen ver algunas relaciones entre el naturalismo de Hume y algunas
ideas de Wittgenstein que podrían tildarse también de naturalistas.
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

Comencemos aclarando que al afirmar que de la gramática


no pueda darse una justificación última en términos de concor
dancia con la realidad {pues la primera contribuye a determinar
nuestra imagen de esta última y nuestras maneras de conce­
birla y describirla), no se está negando, ni mucho menos, la
existencia de dicha realidad. La autonomía de la gramática no
implica, en absoluto, que no hay un mundo exterior sino sólo
nuestras perspectivas o imágenes de él, ni tampoco que lo real
esté constituido por nuestro lenguaje y nuestros conceptos. En
lo que sigue mostraremos, apoyándonos en las observaciones
de Wittgenstein sobre la certeza (escritas en los últimos meses
de su vida), que su rechazo del escepticismo respecto de la exis­
tencia del mundo exterior no es incompatible con sus ideas
anteriores sobre la autonomía de la gramática.
Una convicción muy básica, aunque indemostrable, que
haría parte del sistema de creencias básicas que Wittgenstein
llama nuestra ‘imagen del mundo’, es la convicción de que el
mundo existe desde mucho antes de que aparecieran en él las
criaturas humanas con sus costumbres, lenguajes, conceptos,
maneras de representárselo. Wittgenstein no considera, sin
embargo, que el realismo sea una tesis de la cual tenga senti­
do dar una demostración o justificación (él no busca dar una
«prueba del mundo exterior» para dar respuesta al escepticis­
mo). Nuestra confianza en que el mundo existe y en muchas
creencias básicas acerca de él, las cuales conforman nuestra
imagen del mismo, es algo que está presupuesto por y que se
evidencia claramente en lo que decimos, lo que pensamos y
en la manera como actuamos.
Si se objetara que este realismo es, entonces, apenas una
mera creencia a la que le falta una justificación, preguntaría­
mos: ¿qué otras creencias son, acaso, más básicas, seguras y
confiables como para, partiendo de eHas, justificar nurslia
creencia en la existencia del mundo exterior? Si esta creencia
forma parte de la imagen del m u n d o que sirve de suelo a
nuestras justificaciones y arg u m en to s (ver SC, § 94, 162), ella
misma sería injustificable. Pero no por s^r injustificable deja­
mos de confiar y apoyamos cieg am en te en ella al razonar y al
actuar. Wittgenstein sigue o p o n ié n d o se a q u í a la pertinaz an­
sia de justificaciones y fundamentos. Confiamos en muchas
creencias acerca del mundo así ellas no cumplan las exigen­
cias cartesianas de fundamentación. Y si no lo hiciéramos,
una duda genuina acerca d e estas convicciones tan básicas
arrasaría con la mayoría de nuestras creencias, de nuestros
razonamientos y nos dejaría además totalmente «irresolutos
en nuestras acciones»7.
L a creencia en que el mundo exterior existe y no es una
mera construcción conceptual n u estra, n i una ilusión engaño­
sa, sería una, entre otras, de las convicciones muy básicas que
conforman nuestra imagen del m u n d o , la cual es, y esto puede
parecer muy paradójico, in ju stifica b le a partir d e lo real, del
mundo exterior mismo (como h em o s visto al pretender dar tal
justificación caemos en un círculo)' Pero esto resulta paradó­
jico, solamente en la medida en que sigamos aspirando a de­
mostraciones definitivas, a fundaiflentos inconmovibles que
garanticen c o n certeza absoluta la existencia del mundo exte­
rior. D e hecho, la carencia de tale® pruebas no afecta en lo

7 Ver Descartes, Discurso del método, Grupo Editorial Norma, San


tafé de Bogotá, 1992, Tercera parte, p. 3?- Traducción de Jorge Aurelio
Díaz A. Empleamos aquí esta expresión cartesiana, justamente |>.u;i
poner en cuestión el ansia cartesiana de fundamentación com o mm n
cura contra el escepticismo.
más mínimo la imprescindible confianza que tenemos en nues­
tra imagen del mundo y la vital seguridad que ella nos ofrece.
Subrayemos, entonces, que lo que se sigue de la concepción
wittgensteiniana de la autonomía de la gramática no es una
postura anti-realista, no un escepticismo acerca de la exis­
tencia del mundo, sino el reconocimiento de que de él sólo
tenemos una imagen histórica, contingente, que sólo pode­
mos describir con nuestra gramática y nuestros conceptos,
también históricos y contingentes. Con nuestro lenguaje, sus
reglas y conceptos no constituimos, ni creamos lo real. An­
tes bien, es en la naturaleza, en la que encontramos dadas
ciertas condiciones muy básicas, sin las cuales no podríamos
emplear el lenguaje que utilizamos, ni tener de ella la imagen
que construimos con él. Tratemos ahora de comprender me­
jor esta postura de tipo naturalista.
En varios pasajes Wittgenstein adopta un tono conciliato­
rio, con el que modera su defensa radical de la autonomía, y
la consecuente arbitrariedad, de la gramática: «¿Tiene enton­
ces este sistema algo arbitrario? Sí y no. Él está emparentado
con lo arbitrario y con lo no arbitrario» (z, § 354, p, 357). Ya
hemos discutido el sentido en el que la gramática puede con­
siderarse como arbitraria e injustificable. Queremos ahora
entender en qué sentido afirma Wittgenstein que ella está, a la
vez, vinculada con lo no arbitrario. En la cita anterior él no es
explícito en aclarar en qué consistiría este aspecto no arbitra­
rio de la gramática. Acudamos, pues, a otro pasaje que nos
ayude a obtener un poco más de claridad sobre esta cuestión:

¿E stá pues el cálculo adoptado p o r nosotros arbitraria­


m ente? Tan p o co co m o el m iedo al fuego o a un h om b re ira­
cundo que se nos acerca.
¡C on seguridad las reglas de la gram ática, por las qm-
p ro ced em os y op eram os, n o son arbitrarias! — Bien, e n to n ­
ces ¿p or qué piensa un h om b re co m o piensa, por qué realiza
estas operaciones de pensam iento? (Naturalmente se pregunta
aquí p or razones, no p or causas.) Pues bien, aquí pueden dar­
se razones dentro del cálculo, y finalmente se está, entonces,
tentado a decir: «es justam ente m u y probable que las cosas
se co m p orten ah ora co m o siem pre se han com p ortado», —o
algo parecido. U n a expresión que en cub re el com ienzo de la
justificación8.

Estas palabras arrojan luz sobre el sentido en que la gramá­


tica puede considerarse como no arbitraria. En primer lugar,
la adopción de un lenguaje y un sistema de conceptos y reglas
gramaticales para su uso no debe interpretarse como la adop­
ción de una convención arbitraria (digamos la de transitar en
carro por la calzada derecha de la carretera y no por la iz­
quierda). Wittgenstein sugiere, más bien, compararla con re­
acciones naturales tan básicas como tenerle miedo al fuego o
a una persona iracunda que se nos aproxima, a las cuales no se
nos ocurriría calificarlas de arbitrarias, más aún, nos parecería
absurdo que se les diese tal calificativo. En varios pasajes él
considera el surgimiento y el desarrollo histórico de nuestro
lenguaje y de sus reglas como hechos básicos que forman par-

HPG, V , § 68, p. 110-111. En este pasaje Wittgenstein utiliza todaviíi

la analogía del lenguaje com o cálculo que él critica y abandona poslf


nórm ente. A nosotros nos interesa exam inar si lo que se dic<‘ aquí
puede ayudar a com prender m ejor la relación entre el lenguaje (su
gramática, sus reglas) y el mundo, independientemente de si el leugnu
je se com para con un cálculo o con un juego.
te de nuestra historia natural, tanto como lo harían también el
surgimiento y evolución de nuestras formas de vestir, de co­
mer, de construir ciudades o de tantas otras actividades que
no nos parecen en absoluto arbitrarias, así tampoco podamos
darles, ni requieran de, una justificación última.
En el fragmento citado se sugiere otro sentido importante,
y relacionado estrechamente con el anterior, en el que las re­
glas de la gramática no son arbitrarias. Si se nos preguntara
por una justificación de las mismas, estaríamos tentados a dar
razones que operan ya con ellas y que, por ello, vuelven cir­
cular la justificación. Wittgenstein nos dice que finalmente
podría surgir la inclinación a decir «es muy probable que las
cosas se sigan comportando como hasta ahora lo han hecho».
No resulta fácil entender cómo podrían valer estas palabras
como una respuesta a la exigencia de una justificación. Se
estaría, en todo caso, apelando a una cierta regularidad en lo
que podría llamarse el comportamiento o curso de las cosas,
a una regularidad que se daría en la realidad, en la naturale­
za misma. Pero, más que como aquello quejustificaría las reglas de
la gramática, esta regularidad natural puede interpretarse mejor
como una condición básica sin cuyo cumplimiento nuestras reglas,
nuestros conceptos, nuestro lenguaje, incluidas nuestras justificacio­
nes y razones expresadas en él, perderían su sentido, dejarían de ser
aplicables. Recordemos en este punto los ejemplos que da Witt­
genstein de fragmentos de historias naturales ficticias en las
que los objetos comienzan a aparecer y desaparecer miste­
riosa e inexplicablemente o a cambiar de longitud sin razón
aparente. En tales situaciones Tabuladas nuestra aritmética,
nuestros sistemas de medición, nuestro lenguaje entero, nues­
tras argumentaciones perderían todo su sentido y aplicabi-
lidad. Nuestros conceptos no habrían surgido o no sobrevirían
en tan extrañéis circunstancias y si en ellas pudiesen smgii
otros, nos sería muy difícil imaginar cuáles podrían ser. Asi
pues, no sólo el surgimiento y el efectivo uso de nuestro leu
guaje son hechos naturales, sino que también presuponen
otras condiciones naturales muy básicas, tales como cierta
regularidad en el curso de los hechos, así como en nuestras
reacciones inmediatas e instintivas a ellos.
Un relativista y anti-realista radical, todavía cautivo de as­
piraciones a justificaciones absolutas (las terapias wittgens-
teinianas aún no habrían surtido en él los efectos esperados),
podría echar mano de las armas que ya antes nosotros mis­
mos hemos puesto a su disposición, para lanzar un contra­
ataque. El podría, en efecto, objetar en los siguientes términos:
«En el momento en que usted recurre a una supuesta regu­
laridad en la naturaleza y en nuestras reacciones naturales, no
está haciendo otra cosa que caer en un persistente error, es
decir, está usando sus conceptos ‘regular’, ‘naturaleza’, ‘he­
cho natural’, ‘reacción natural’ y los está tomando como ab­
solutos, totalmente objetivos o como justificados por sí mismos;
usando otro lenguaje y otras reglas de uso, lo que ud. llama
‘regular’ o ‘natural’ ya no sería llamado así, ni considerado
como tal. La regularidad en la naturaleza a la que usted quie­
re recurrir no es, pues, parte intrínseca de lo que ud. llama
naturaleza, sino es sólo parte de la imagen que tenemos de
ella y de nuestra manera de concebirla y expresarla en el len
guaje. Más allá de tal imagen, no podemos saber si hay un
mundo independiente ni cómo es, si presenta esa regularidad
o es completamente caótico».
La exigencia de justificar la objetividad de esta regulari
dad en el curso de los fenómenos naturales, la cual es cmuli
ción de posibilidad de nuestro uso del lenguaje, truc .1 l.i
memoria el problema, que se presentaba en el Tractatus, de la
inefabilidad e injustificabilidad de las condiciones lógicas que
debía cumplir un lenguaje para poder figurar lo real, cues­
tión que Wittgenstein trató de aclarar con su distinción entre
decir y mostrar. Tales condiciones no se podían, según él, ex­
presar, sino sólo mostrar, en el lenguaje (ver parte III del
capítulo uno). Surge aquí la tentación de rescatar esta distin­
ción, que jugaba un papel clave en el Tractatus; para aplicarla
ahora en este nuevo contexto, ya no a condiciones lógicas, si­
no a lo que hemos llamado las condiciones naturales básicas
de nuestro uso del lenguaje. Con nuestro lenguaje no podría­
mos decir cuáles son esas condiciones naturales ni justificarlas,
pues al intentar describirlas explícitamente las estamos presu­
poniendo, estamos apoyándonos en ellas, pero tal vez ellas se
mostrarían en el uso del lenguaje. Wittgenstein se niega explíci­
tamente a servirse nuevamente de esta distinción:

¿Q u iere esto decir: «Sólo puedo ju zgar porque las c o ­


sas se com p ortan de tal y tal m o d o (b on dad osam en te, por
así decirlo)»?
(...) A lgunos acon tecim ien tos m e colocarían en u n a si­
tuación tal que y a no p o d ría con tin u ar con el viejo juego.
U n a situación en la que se m e p rivaría de la seguridad del
ju ego.
En efecto, ¿n o es evidente que la posibilidad d e un ju e ­
go d e lenguaje está con dicion ad a p o r ciertos hechos?
E n ese caso p od ría p a re ce r que el ju ego d e lenguaje tu­
viera que ‘mostrar 'los h echos que lo hacen posible. (Pero no
es así)a.
Pero subrayemos una vez más que aún admitiendo que
estos hechos naturales básicos que constituyen una condición
de posibilidad de nuestros juegos de lenguaje no pueden i-x
presarse ni explicarse sin usar los juegos de lenguaje que los
presuponen y que tampoco se muestran en ellos, esto plantea
un problema únicamente si se sigue aspirando a una funda-
mentación absoluta del realismo o del naturalismo. Wittgen­
stein no pretende dar cumplimiento a esta aspiración, pero
tampoco cae en el otro extremo de un falso dilema entre fun-
damentalismo y escepticismo anti-realista. Para Wittgenstein
la naturaleza tiene, de todas maneras, algo que decir:

¿Sí pero no tiene, entonces, la naturaleza nada qué de­


cir aquí? Por supuesto - sólo que ella se hace audible de otra
manera.
«En algún punto te chocarás, después de todo, contra la
existencia y no-existencia!». Esto quiere decir,- sin embargo,
contra hechos, no contra conceptos1*1.

La naturaleza no nos dicta inexorablemente qué concep­


tos, ni qué lenguaje con cuáles reglas tenemos que emplear
para hablar de ella. Ella no dispone conceptos contra los cua­
les tengamos que estrellarnos. Nuestro lenguaje y nuestra
gramática siguen siendo, en esa medida, arbitrarios y no le
rinden cuentas a la naturaleza. ¿Cómo se hace escuchar, en­
tonces, la naturaleza? Una posible respuesta que permite in­
terpretar el oscuro pasaje anterior, es que en la naturaleza se
dan ciertas condiciones que hacen posible el lenguaje, aun
que este último no las describa explícitamente, ni las muestre
implícitamente. Ella sólo se hace audible para nosotros a tra­
vés de nuestro lenguaje y de nuestros conceptos, lo cual está,
por supuesto, muy lejos de implicar una negación de su exis­
tencia o una subordinación suya a nuestros esquemas con­
ceptuales. Una vez que se ha adoptado un lenguaje con sus
conceptos y reglas gramaticales, y solamente entonces, la
naturaleza puede decimos algo, hacerse audible, hablar a tra­
vés de los hechos contra los cuales nos tropezamos, los cuales
no son unos «hechos en sí mismos» sino los hechos expre-
sables en tal lenguaje. Y si bien es cierto que con otro len­
guaje la naturaleza hablaría de otra manera pues serían otros
los hechos expresables en él, puede ocurrir que la naturaleza
y ciertos hechos o condiciones naturales básicas se mues­
tren, por decirlo de este modo, más reacios a encajar en cier­
tas formas de descripción que en otras. Si la naturaleza, tal
como se nos presenta a través de cierta forma de describirla
y de hablar de ella, no se expresa, no se muestra con la su­
ficiente regularidad (así ésta sea «sólo» lo que nosotros desde
nuestra restringida perspectiva llamamos ‘regularidad’, lo
cual no debe representar un problema; después de todo, ¿có­
m o podría ser de otro modo si no se acepta, ni se considera
imprescindible, la existencia de un punto de vista absoluto y
privilegiado que permita un acceso puro, directo, no media­
do a lo real «tal como es en sí mismo»?), entonces nuestro
lenguaje, nuestra gramática, nuestros conceptos podrían re­
sultar inuülizables y no llegarían a establecerse. Nos veríamos
forzados, en lo posible, a cambiarlos por otros que permitan a
la naturaleza hablarnos de modo menos caótico, presentar he­
chos más ordenados y regulares que nos ayuden a orientamos
mejor en ella. Si nuestro lenguaje y su gramática fuesen total­
mente arbitrarios y si la naturaleza no tuviese nada que decir,
no nos resultaría inteligible el cambio conceptual, ya que daría
lo mismo que nos sirviésemos de unos conceptos y no de otros.
Ahora bien, solamente dados cierto lenguaje y ciertas re­
glas para su uso, disponemos de maneras de reconocer y dife­
renciar hechos y de distinguir entre proposiciones verdaderas
y falsas. En otro lenguaje con otra gramática el límite entre lo
falso y lo verdadero se trazaría de manera diferente, pero de
las reglas mismas no tendría sentido afirmar que sean verdaderas o
falsas, pues nos resulta imposible salir del lenguaje para com­
pararlas desde un punto exterior neutro con la realidad:

Aquello que es tan difícil de co m p ren d er, puede e x p re ­


sarse así: que, mientras p erm an ezcam o s en el terren o de los
ju egos-d e-verdad ero-falso, una alteració n d e la gram ática
sólo nos p uede con du cir de un tal ju ego a otro, p ero no de
algo verd ad ero a algo falso. Y si nosotros, p o r otro lado, nos
salimos del terren o de estos juegos, ya no lo llam am os m ás
‘lenguaje’ y ‘gram ática’, y no llegam os tam p o co a u n a c o n ­
tradicción con la realid ad 11.

La naturaleza determina parcialmente la distinción entre


lo verdadero y lo falso, pero únicamente a través de un len­
guaje, unas reglas y unos conceptos que ella no determina
unívocamente. Lo que la naturaleza tenga para decir, los he­
chos pensables, concebibles, expresables contra los cuales
chocamos varían dependiendo del lenguaje y la gramática,
como también puede variar el grado de armonía entre len­
guaje y realidad. Así pues, la idea de una realidad que ya no
se concibe como un original reflejado en el espejo del lengua­
je, sino como dando condiciones muy básicas para que el len­
guaje sea utilizable, la idea de una naturaleza que se hace oír
sólo a través del lenguaje, pero que debe hacerse oír de ma­
nera inteligible, de lo contrario nuestro lenguaje se toma inu-
tilizable, permite llegar a cierta conciliación entre el carácter
autónomo e injustificable de la gramática y el reconocimien­
to de que la Naturaleza tiene algo que decir (y entonces nues­
tra gramática no es del todo arbitraria).

II. Verdad sin teorías o definiciones generales

Tal como, esperamos, ha quedado suficientemente ilustrado


en el segundo capítulo, uno de los propósitos centrales que
persigue Wittgenstein en su obra posterior es disolver ma­
lentendidos filosóficos. Este llega a constituirse en el propósito
principal mediante el cual él caracteriza su peculiar y con
trovertida manera de concebir la actividad filosófica:

L os resultados de la filosofía son el descubrim iento de


algún que otro sim ple sinsentido y de los chichones que el
entendim iento se h a h ech o al ch o ca r con los límites del len­
guaje. E stos, los ch ich on es, nos hacen re c o n o ce r el v alo r de
ese d escu brim ien to12,

En conformidad con este propósito negativo, o mejor tera­


péutico, queremos, en esta parte, tropezar con algún que otro
posible malentendido acerca de la noción de verdad, al que
podríamos vernos conducidos si cedemos a la tentación de
dar explicaciones que aspiren a una engañosa universalidad.
Después de haber chocado con estas confusiones y una v<v
hayamos tratado de superarlas, podremos intentar, sobre mui
base ya despejada de «castillos en el aire», describir, aprecia'
mejor y comprender con más claridad cómo funciona el con
cepto de verdad en diferentes contextos.

A. ¿Verdad como correspondencia en un nuevo sentido?

Habiendo aclarado cómo cambia en el pensamiento tar­


dío de Wittgenstein su manera de entender la relación entre
lenguaje y realidad, volvamos ahora a examinar la noción de
verdad como correspondencia. La teoría de la verdad como
correspondencia del Tractatus se vuelve insostenible si se aban­
dona la imagen básica de la relación entre lenguaje y realidad
en la que se apoyaba. Sin embargo, algunas observaciones de
Wittgenstein, como la siguiente, podrían dar pié para seguir
defendiendo una revisada concepción de la verdad como co­
rrespondencia: «Cuando se sabe alguna cosa es siempre por
gracia de la Naturaleza» (SC, § 505, p. 66).
Wittgenstein, se podría interpretar, así haya abandonado
ya los supuestos básicos del Tractatus, seguiría pensando que
las verdades que sabemos están determinadas por la Natura
leza, continuaría defendiendo la idea básica de que la verdad
depende de que haya una concordancia, que ahora debe ser
vista bajo un nuevo punto de vista, entre el lenguaje y la Na
turaleza o el mundo. El seguiría buscando por nuevos cami
nos resolver la vieja cuestión de la armonía entre el lenguaje
y el mundo. Pero ello exigiría que la noción de correspon
dencia fuese reinterpretada, a la luz de su obra posterior.
Intentaremos reinterpretar esta noción, pero con el i n l e i e s
de criticarla como posible explicación general de lu venhid
1 1841
RAÚL M ELÉNDEZ ACUÑA

Si Wittgenstein quisiera defender aún, tras la crítica a la


que sometió a sus antiguas ideas, una concepción de la ver­
dad como correspondencia, esta noción ya no podría ser en­
tendida como la relación que guarda una imagen reflejada o
una copia con un original independiente y autónomo. Lo que
llamemos correspondencia estaría determinado ahora por
nuestro lenguaje, su gramática y sus conceptos y ya no por
una instancia independiente. Pero ¿por qué seguir hablando
siempre de concordancia con los hechos en todos los juegos
de lenguaje en los que los términos ‘verdadero’ y ‘falso’ re­
ciban una aplicación significativa? Esto significaría caer de
nuevo en la ya cuestionada tendencia a usar un mismo tér­
mino común para cobijar usos muy diversos:

El uso de «verd ad ero o falso» tiene algo que nos confun­


de porque es co m o si m e dijera «está o no está de acuerdo
con los hechos»; y se podría preguntar qué es aquí ‘acu e rd o ’.
L a proposición es «verd ad era o falsa» sólo quiere decir
que ha de ser posible decidir a favor o en co n tra de ella. Pero
con ello no se p rop o rcio n a el tipo de fundam ento que c o ­
rrespon d e a tal d ecisió n 1“*.

Las maneras de decidir a favor o en contra de una propo­


sición, el tipo de fundamentos o criterios que se empleen pa­
ra determinar su verdad o falsedad no están fijados de modo
universal y definitivo. Ellos son contingentes, cambiantes,
como lo son nuestros juegos de lenguaje, y pueden ser muy
diversos, dependiendo de la proposición misma y de las cir­
cunstancias y la forma en que se usa. ¿Qué*se gana al buscar
una forzada uniformidad que ignore estas diferencias? Klhi
parece responder únicamente a una controvertible aspiración
a la generalidad; pero antes que exigir ciegamente tal genera­
lidad, cediendo a un pertinaz prejuicio universalista, habría
que mirar y describir la diversidad de maneras cómo se es­
tablece la distinción entre lo verdadero y lo falso en diferentes
contextos y para diferentes proposiciones (lo que intentaremos
más adelante) y entonces sí juzgar si el concepto de verdad se
emplea de manera tan uniforme y universal en un sentido, o
en distintos sentidos, que podamos cobijar bajo la expresión
común ‘correspondencia con los hechos’. El deseo de asimi­
lar de entrada los distintos usos de ‘verdad’ y ‘falsedad’ a una
única noción de correspondencia, así sea muy amplia, tanto
que correría el riesgo de volverse vacía, entraña ciertas con­
fusiones, sobre las «que cabe prevenir expresamente.
Estas confusiones surgen, principalmente, de una asimila­
ción poco crítica del modelo de las ciencias naturales, concre­
tamente de cierta imagen ingenua de cómo se verifican sus
enunciados. En estas ciencias, se suele creer, debe ser aplica­
ble una noción de verdad como correspondencia con los he­
chos, la cual les imprimiría su crucial carácter empírico. Lo
que haría un científico natural al recopilar y utilizar datos
observacionales y al diseñar experimentos (que valdrían co­
mo un tipo especial de experiencias diseñadas o provocadas
de forma artificial) sería reunir la suficiente evidencia em­
pírica para confirmar que sus hipótesis y teorías son verda
deras, en el sentido de que guardan el debido acuerdo con lo
fáctico. Esto no es sino una imagen general muy ingenua y
simplificada, pero también muy extendida e influyente, del
papel fundamental que debe jugar la noción de acuerdo mu
los hechos en la determinación de la verdad cienlifirn n.itm ;il
En la práctica científica lo fáctico, el ámbito presuntamen­
te puro de los hechos, en comparación con el cual se estable­
cerían las verdades de las ciencias naturales, resulta muy
difícilmente separable de los supuestos teóricos que subyacen
a la labor de investigación científica, supuestos cuya corres­
pondencia con los hechos está muy lejos de ser clara. Pero
no es nuestro propósito aquí perseguir las dificultades a las
que conduce la interpretación de las hipótesis y teorías cien­
tífico-naturales como verdaderas en el sentido de correspon
dencia con los hechos, ni adentrarnos en las consideraciones
críticas que han contribuido a derrumbar el mito de los he­
chos observables como lo dado, como el fundamento puro,
último e incontrovertible en el que se basa la verdad cientí­
fica. Lo que queremos es prevenir acerca de las confusiones
a las que puede llevar una acrítica generalización de esta
imagen, de suyo problemática, de la verdad científica como
concordancia con los hechos. Queremos oponernos a la ten­
tación de darle un alcance excesivamente extendido y general
a esta imagen de la verdad, señalando el carácter problemá­
tico de algunas consecuencias de tal generalización.
Hacer valer esta imagen en la lógica y en la matemática
podría conducir a una posición platónica, según la cual el ló­
gico y el matemático, análogamente a un físico, descubren
verdades que corresponden también a hechos. Sólo que estos
hechos serían más abstractos y generales que los naturales y
acaecerían en un reino o cielo platónico de objetos ideales
cuya existencia sería independiente de la mente humana que
los capta por medio de alguna especial facultad intuitiva. Witt
genstein se opone de forma muy vehemente a este platonis­
mo, no solamente en su obra tardía sino ya desde el Tractatus.
En él se afirma que las constantes lógicas no denotan nada
real y que las pseudo-proposiciones de la lógica no describen
ninguna realidad:

4 .0 3 1 2 [...] M i p en sam ien to fun dam ental es que las


«constantes lógicas» n o representan.
[...] 4 .4 6 1 L a prop osición m u estra aquello que d ice; la
tautología y la con trad icción m uestran que no dicen nada
[...].
4 .4 6 2 Tautología y con trad icción no son figuras de la
realidad [...].
5 .4 A p arece, pues, claro que no hay «objetos lógicos»,
«constantes lógicas» (en el sentido de Frege y R ussell)14.

En razón de que las «proposiciones» de la lógica carecen


de contenido fáctico y no pueden ser ni verdaderas ni falsas en
el sentido de correspondencia del Tractatus, Wittgenstein llega
a negar que sean, estrictamente hablando, proposiciones. Su
posición respecto de las «pseudo-proposiciones de la matemá­
tica» es análoga:

6 .2 L a m atem ática es un m étodo lógico.


L as p roposiciones de la m atem ática son ecu acion es, y,
p o r consiguiente, pseudo-proposiciones.
6.21 L as p rop osicion es m atem áticas no exp resan nin
gún p en sam ien to15.

Wittgenstein no abandonará en su obra posterior el reclia


zo a este platonismo, aunque algunos de sus puntos de visla

14 TLP, p. 77, p 107, p, 131.


15 TLP, p. 181.
sobre la lógica y las matemáticas sufran otras transformacio­
nes. Posteriormente (ver abajo la parte C) volveremos sobre
las cuestiones de cómo entender, vistas bajo su nueva perspec­
tiva, las nociones de verdad lógica y matemática y cómo dar
cuenta del carácter necesario que se les atribuye. Por ahora
nos basta con testimoniar su persistente y muy abierto re­
chazo a la tentativa de aplicar un criterio de verdad como
concordancia con la realidad a las proposiciones lógicas y
matemáticas:

¡Pero yo sólo p ued o inferir aquello que realm en te se si­


gue*. — ¿H a de significar esto: sólo aquello que se sigue de
acu erd o a las reglas de inferencia; o bien: sólo aquello que
se sigue de acu erd o co n ciertas reglas de inferencia, que c o ­
rresp on d en de algún m o d o a u na realid ad? L o que v ag a­
m en te nos ron d a aquí en la cab eza es que esa realidad es
algo m uy abstracto, m uy general y m uy rígido. L a lógica es
u n a suerte de ultrafísica, la descripción de la «construcción
lógica» del m undo, que percibim os m ediante una especie de
u ltraexp erien cia (con el entendim iento p o r ejem plo).
[...] L o que llam am os ‘inferencia lógica’ es una transfor­
m ación de una expresión. Por ejem plo, la conversión de una
m ed id a a otra. U n lado de la regla está dividido en pulga­
das, el otro en centím etros. M ido la m esa en pulgadas y lo
paso luego a centím etros sobre la regla. - Y realm en te existe
tam bién lo co rrecto y lo falso en el paso de una m ed id a a
o tra; p ero ¿co n qué realidad co n cu e rd a aquí lo co rre cto ?
Seguram ente con u n a conversión, o co n un uso, o acaso con
las necesidades p rácticas16.
Para evitar generalizar excesivamente la noción de verdad
como correspondencia que llevaría a considerar la lógica y
también la matemática como ‘ultrafísicas’ que se ocupan de
unos ‘ultrahechos’ no naturales intuibles mediante alguna ‘ul-
trafacultad’ especial del entendimiento, Wittgenstein sugiere
cautamente la aplicabilidad de criterios de verdad diferentes
al de correspondencia: un criterio pragmatista o, tal vez, uno
convencionalista. Pero a estos criterios tampoco habría que
generalizarlos en demasía, con el fin de desarrollar una teo­
ría o definición general alternativa de la verdad (ver abajo las
partes B y C).
Las confusiones y los riesgos a los que conduciría una
aplicación excesivamente generalizada de la verdad como
correspondencia se hacen sentir también en campos distintos
a la lógica y a la matemática. En una carta escrita a Ludwig
Fecker en 1919, Wittgenstein le revela que el punto central de
su Tractaíuses ético17. El habría tratado de delimitar la esfera de
lo ético desde dentro, es decir trazando los límites de lo decible
(un propósito que puede interpretarse como crítico, en sentido
kantiano) para mostrar que lo ético queda más allá de esos lí­
mites. Wittgenstein se habría propuesto salvar a la ética, a la
que él considera, como a la lógica, ‘trascendental’ (ver TLP,
6.421), de las garras de un cientifismo positivista amenazante.

17 El pasaje relevante de esta carta está citado en Janik, Alian


and Stephen Toulmin: Witlgenstein’s Vienna, Touchstone Books pu-
blished by Simón and Schuster, N.Y., 1973, p. 192; y también en
Schulte, Joachim: Wittgenstein, an Introduction, SUNY Press, Albany,
N.Y., 1992, p. 61. En su libro, Janik y Toulmin muestran de manera
sumamente clara y convincente la importancia crucial que tenía para
Wittgenstein este punto ético del Tractatus.
Él rechaza enfáticamente la posibilidad de una aproximación
científica a la ética que pretenda hallar teorías y verdades que
correspondan a presuntos hechos éticos. Lo ético tiene su lu­
gar más allá del imperio de lo fáctico y por ello no puede ha­
ber proposiciones éticas (ver TLP, 6.42), acerca de las cuales
tenga sentido afirmar que corresponden o no con los hechos,
que sean verdaderas o falsas. Su posición acerca de la estéti­
ca es esencialmente la misma ya que él identifica a la ética
con la estética (ver TLP, 6.421). Ambas quedan desvinculadas
de lo fáctico, de lo decible, pero ello no implica una condena
o una valoración negativa de ellas. Al contrario, como lo ex­
presa en su carta a Ficker, él valora aquello que no puede de­
cirse en el delimitado lenguaje fáctico del Tractatus como lo
más importante.
Pero considerar a lo ético y a lo estético como inefables,
situarlos dentro de aquello acerca de lo cual se debe guardar
silencio, es, por supuesto, una consecuencia de su antiguo
aferramiento a la idea de que las únicas proposiciones con
sentido son las que figuran estados de cosas, las que tienen un
contenido fáctico que permite afirmar de ellas que sean verda­
deras o falsas en el sentido de estar de acuerdo o no con los
hechos. Rechazado este supuesto, puede admitirse la posibili­
dad de proposiciones éticas, religiosas o estéticas que tendrían
un sentido en la medida en que se usen significativamente en
contextos específicos, en juegos de lenguaje. Lo que en todo
caso seguirá rechazando Wittgenstein con tanta fuerza como
en el Tractatus, es una aproximación científica, positivista a la
ética, la religión o la estética que pretenda encontrar en ellas
verdades correspondientes a hechos.
Habiendo advertido acerca de los peligros que entraña la
Icndencia a universalizar demasiado la concepción de la ver­
dad como correspondencia, criticaremos brevemente, |>¡im
finalizar esta parte, un posible intento de defender una versión
holista de esta concepción que trate de evitar estos peligros. Se
podría argüir, en efecto, que tales peligros, como el platonismo
matemático o una problemática, y para Wittgenstein inacepta­
ble, aproximación cientifista a las cuestiones éticas o estéticas,
surgen solamente si se intenta aplicar ilegítimamente un crite­
rio de correspondencia a las proposiciones tomadas aisladamente.
Esto es lo que nos lanzaría a extraviamos en la incierta búsque­
da de hechos lógicos, matemáticos, éticos o estéticos, uno para
cada proposición verdadera111. Pero habría una noción holista
de correspondencia que es más defendible. Ella no nos hace
caer en estos extravíos y confusiones, pues no se funda en la
comparación aislada de proposiciones individuales con he­
chos, sino que considera las proposiciones que tomamos por
verdaderas como haciendo parte de un sistema coherente que
puede concordar, de manera global, en mayor o menor gra­
do con la realidad.
Tomando en serio la afirmación de Wittgenstein, según la
cual «Nuestro saber forma un enorme sistema. Y sólo dentro
de este sistema tiene lo particular el valor que le otorgamos»
(SC, § 410, p. 52), se podría intentar comparar este sistema de
nuestro saber, como una totalidad, con la realidad, para esta­
blecer si se da una feliz concordancia entre ambos que justi­
fique al primero como verdadero, acorde con los hechos.
Dentro de tal sistema se incluyen creencias y supuestos, que

1K Esta es la concepción simplista que Austin parodia dicicmln


«for every true statement there existí ‘one’ and its own precise cm íes
ponding fact — for every cap the head it fus» (Austin, J. L. «Truih», '-n
Philosophical Papers, Clarendon Press, O xford, 19(>1, p. ÍM).
no tendría sentido comparar aisladamente con lo real. Pero
aún los supuestos más teóricos, incluso metafísicos, de las cien­
cias empíricas, las proposiciones lógicas y matemáticas más
abstractas y también las creencias religiosas y las opiniones
morales o estéticas adquirirían de manera indirecta o deriva­
da un contenido empírico, en la medida en que jueguen un
importante papel dentro nuestro sistema total de creencias, el
cual proporcionaría una imagen global adecuada, coherente
y fecunda del mundo de los hechos10.
La principal objeción a esta defensa holista de la noción
de verdad como correspondencia ya se ha esgrimido en la
parte 1 de este capítulo (por lo cual, ya no nos extenderemos
demasiado en ella). Ella consiste en que si consideramos nues­
tro saber como un sistema tan global, él incluiría también
nuestros supuestos básicos acerca de cómo es la realidad con
la que habría que comparar tal sistema y acerca de qué pue­
de llamarse o no ‘acuerdo’ o ‘concordancia’ con ella. El in­
tento de justificación empírica, en términos de correspondencia,
de nuestro saber como un todo caería en una circularidad
viciosa. Si nuestras creencias acerca de los conceptos de ‘rea­
lidad’, ‘hecho’, ‘verdad’ y ‘correspondencia con los hechos’
son algunas entre las que constituyen nuestro sistema total
de creencias, entonces sólo dentro de tal sistema y apoyada
en ciertas certezas muy básicas que forman parte de él, la no­
ción de correspondencia podría jugar un papel limitado y
restringido. Extraerla de los contextos en los que tendría una
aplicación significativa, razonable sería pretender otorgarle
una validez universal que no tiene y asignarle el problemático

|,J Quine, en su célebre y muy influyente artículo «Dos dogmas del


empirismo» defiende una posición hólista com o la que se esboza aquí.
papel de un criterio que está más allá de todas nuestras dañas
creencias, en una inaccesible posición privilegiada y extrrim
que permitiera usarlo como juez absoluto y último de ellas.

B. ¿Verdad como utilidad práctica?

Oponiéndose a la manera demasiado unilateral como había


concebido el lenguaje en el Tractatus, Wittgenstein enfatiza, en
su obra posterior, la diversidad de funciones que cumplen las
palabras y expresiones en diferentes juegos de lenguaje. El
compara estas palabras y expresiones con herramientas que
pueden recibir usos muy distintos (ver IF, § 11, 12, 14 y 23).
Este énfasis en el uso efectivo de las herramientas del lenguaje
puede sugerir que Wittgenstein, con el cambio de perspectiva
que examinamos en el capítulo anterior, está dando lo que ca­
bría caracterizar a grandes rasgos como un giro hacia el prag­
matismo. En efecto, al resaltarse los usos de las herramientas
del lenguaje en diferentes circunstancias, surge la posibilidad de
juzgar tales herramientas y sus usos según si contribuyen o no
al logro de propósitos prácticos y de honrar o alabar los usos
más convenientes o provechosos con el título de ‘verdaderos’.
La cuestión que se nos plantea aquí es la de si partiendo de los
puntos de vista del Wittgenstein tardío puede desarrollarse y
defenderse una teoría pragmatista de la verdad.
Entre quienes adoptan una interpretación pragmatista de
Wittgenstein se cuenta Richard Rorty, quien escribe:

El holismo y pragmatismo que comparten ambos filósn


fos [Sellars y Quine], y que comparten con el Wittgenstein
de los últimos años, son las líneas de pensamiento denlrn dr
la filosofía analítica que deseo ampliar. Señalo que, anuido
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

se am plían de u n a determ inada m an era, nos perm iten ver la


verdad no com o «la representación exacta de la realidad» sino
co m o «lo que nos es m ás con veniente creer», utilizando la
exp resión de Ja m e s . O , dicho m enos p rovocativam ente, nos
d em uestra que la idea de «representación exacta» n o pasa de
ser un cum plido autom ático y sin con ten id o que h acem os a
las creencias que consiguen ayu dam os a h acer lo que quere­
m os h acer20.

En lo que sigue examinaremos críticamente la propuesta


de ampliar ciertas líneas de pensamiento, entre ellas un su­
puesto pragmatismo del Wittgenstein de los últimos años, para
explicar de manera general la verdad en términos de utilidad,
para entender lo verdadero como aquello que nos conviene
creer o que, creyéndolo, nos ayuda a hacer lo que queremos.
Comencemos citando un chiste anti-pragmatista que Wittgen­
stein nos cuenta en su Gramática filosófica:

A le cu enta a B que ha gan ado el p rem io gordo de la


lotería. E l había visto u na caja tirad a sobre la calle y en ella
los núm eros 5 y 7. H ab ía calculado 5 x 7 es 6 4 , y le había
apostado al 6 4 .
B: ¡Pero si 5 x 7 no es 6 4 !
A : ¡G ano el p rem io gord o y él pretende en señ arm e!21.

El chiste ridiculiza una concepción pragmatista de la ver­


dad demasiado ingenua y simplista. Por ello, independiente­

20 R ichard R orty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Ediciones


C átedra S. A ., M adrid, 1989, p. 19.
21 GF, X, § 133, p. 185.
mente de qué tan gracioso nos parezca, no logra, en UhIu <a
so, plantear una buena y seria objeción. Pero vamos a seivu
nos de él para tratar de formular la concepción pragmatista
de la verdad de una manera menos vaga y más defendible.
Es claro que en el chiste se ilustra la aplicabilidad de crite­
rios diferentes de verdad o corrección para el cálculo 5x7= 64.
Según un criterio pragmatista empleado por A, el cálculo es
correcto pues lo ha llevado a escoger el número ganador del
premio gordo y, de acuerdo con tal criterio, lo correcto o lo
verdadero es lo más conveniente, lo más provechoso, lo que
ayuda a lograr lo que se quiere. Sin embargo sería absurdo
que este criterio obligara a poner en entredicho el bien esta­
blecido uso de las familiares y elementales reglas de la aritmé­
tica, en virtud de las cuales B rechaza, muy razonablemente,
el cálculo de A como incorrecto, así haya resultado de lo más
conveniente. El que ni se nos ocurra poner en duda nuestras
bien acreditadas reglas aritméticas por el simple hecho de
que un cálculo incorrecto pueda resultar muy provechoso
en una situación particular, el que en este caso resulte risible
considerar lo conveniente como si fuese lo correcto o verda­
dero, no constituye, ni mucho menos, una refutación seria
del pragmatismo. Más bien, el chiste motiva a aclarar y re-
finar el criterio pragmatista de verdad, que se ha formulado
en términos todavía muy vagos y simplistas.
Hemos dicho de nuestras familiares reglas de la aritméti­
ca que están «bien establecidas y acreditadas». Esto sugiere
que es posible adoptar un pragmatismo menos ingenuo, se
gún el cual la acreditación de la aritmética, el hecho de que
nos aferremos tan firmemente a ella como a algo incueslio
nablemente verdadero, se debe, en últimas, justamente a que
nos ha sido sumamente útil para satisfacer fines p r a c ti< n,s
muy importantes, claro está, mucho más generales que el de
ganarse el gordo de la lotería. Supongamos que el personaje
A del chiste, muy entusiasmado por el gran éxito obtenido
gracias a su cálculo 5x7=64, se aferra en el futuro a creer en
él como verdadero. No resulta difícil sospechar que su ter­
quedad le causaría serias dificultades de tipo práctico. Segu­
ramente creer que 5 x 7 es 64 lo obligaría a usar una aritmética
inusual, diferente a la nuestra, pues una multiplicación forma
parte de un sistema coherente de cálculos y reglas que tienen
entre sí estrechas conexiones matemáticas y lógicas, de ma­
nera que rechazarla implicaría rechazar todo o buena parte
del sistema. Y basta imaginar la innumerable cantidad de ac­
tividades, de un inmenso valor práctico, para las cuales es
importante o incluso imprescindible usar la aritmética de la
manera habitual, para damos cuenta de que su decisión prag­
matista ingenua de aferrarse a la creencia en que 5 x 7 = 64
es verdadera, que en una ocasión pudo haber sido muy pro­
vechosa, le impediría, a la larga, satisfacer otros propósitos
prácticos muy importantes y le causaría muchas frustracio­
nes (habiéndose ganado el gordo, ¿cómo calcularía si le han
entregado la suma correcta? ¿cómo trataría de consignarla o
de invertirla? ¿Podría entenderse con un vendedor al que qui­
siera comprarle algo? ¿Podría, si usara su peculiar aritmética
personal, comunicarse con los demás y vivir normalmente en
sociedad? ¿No terminaría, tal vez, marginado y rechazado co­
mo un perturbado mental? ¿Quizá acabaría encerrado en algún
lúgubre centro de rehabilitación, acompañando a los tenderos
de nuestro ejemplo?).
Lo que habría que hacer, pues, para aclarar y defender la
explicación pragmatista de la verdad y para rechazar ciertos
graciosos intentos de parodiarla, es precisar lo que se entien­
de en ella por utilidad práctica o conveniencia. Las propnsi
ciones que tomamos por verdaderas no serían justificables p o r
la mera conveniencia personal e inmediata que nos reporte el
creer en ellas, pues entonces cada quien podría juzgar, calcu
lar, argumentar a su propia y personal manera, la que le p;i
rezca más útil. Este sería el final de todo razonamiento, de
todo lenguaje, de toda aritmética, ya que en tal caso, nuestros
juicios, razones, argumentos, cálculos, nuestro uso del len­
guaje en general perderían todo su sentido, su aplicabilidad
y, precisamente, su valor práctico. Se ignoraría así el hecho
de que juzgar, calcular, argumentar, usar el lenguaje no son
actividades privadas de relevancia meramente personal, sino
costumbres o prácticas sociales compartidas por una comuni­
dad. Las creencias que tomamos por verdaderas forman par­
te de un sistema que es también, en considerable medida,
compartido. Por otra parte, nuestros propósitos personales
entran a veces en conflicto, de manera que el buscar la satis­
facción de uno(s) impide el logro de otro(s). Quien defienda
una teoría pragmatista de la verdad debería, entonces, poder
establecer una jerarquía entre fines prácticos distintos, la cual
permita establecer prioridades en los casos en que ellos en­
tren en conflicto y, asimismo, distinguir entre aquellos que
son personales y los que son compartidos por una comuni­
dad lingüística.
Aunque nuestro lenguaje, nuestra gramática, nuestros
conceptos y las creencias que expresamos mediante ellos y
que tomamos por verdaderas no puedan fundamentarse o
justificarse como un fiel reflejo de una «realidad indepeu
diente», ellos, se argumentaría, nos han sido útiles, más aún
vitales, para propósitos prácticos muy importantes: pant so
brevivir y orientarnos con cierto éxito en el mundo, p;u;i <o
municarnos, entendernos bien entre nosotros y llevar una
beneficiosa y fructífera vida en comunidad. Quizá, volviendo
al ejemplo de los esquimales, el uso que ellos hacen de tantos
nombres para matices de blanco no sea justificable apelando
a su correspondencia con lo real, sino al valor práctico que
este uso tiene para ellos, al papel que juega en sus vidas, al
hecho de que hacer esas distinciones les ayuda a satisfacer
ciertos fines muy importantes para ellos. Y si nosotros tene­
mos menos nombres para matices de blanco esto se debería a
que en nuestra forma de vida no ha llegado a ser tan impor­
tante, ni tan útil tenerlos.
Sin embargo, podemos recurrir aquí a una variación más
del argumento para mostrar que la gramática no es justifica­
ble en términos de correspondencia con la realidad (formula­
do en la parte I de este capítulo), para aplicarla ahora al caso
de justificaciones últimas de tipo pragmático. Para concebir,
expresar, lograr comprender y hacer plausible tales justifi­
caciones empleamos conceptos como ‘éxito’, ‘entendernos
bien’, ‘beneficioso’, ‘fructífero’ y otros similares. Y al emplear
tales conceptos ya estamos aplicando las reglas que rigen su
uso, que les dan su significado y que constituyen, justamente,
aquello que pretendía justificarse, en el sentido de ser lo más
provechoso, lo más útil. No parece haber una noción absolu­
ta de ‘utilidad’ o ‘valor práctico’, independiente de nuestro
lenguaje con sus reglas y de nuestras creencias, que permitiese
decidir que ellas son las preferibles, las que, por ser más útiles
y provechosas merecerían ser honradas con el calificativo de
«ser las más verdaderas». Wittgenstein, como queda muy cla­
ro en el siguiente pasaje, no acepta la invocación de propósi­
tos prácticos para justificar el lenguaje:
E l lenguaje n o está p a ra nosotros definido co m o un m e­
can ism o que cum ple u n a determ inada finalidad.
(...) E l lenguaje m e interesa co m o fen óm en o y no co m o
m ed io p a ra una d eterm in ada finalidad*^.

Supongamos, por ejemplo, que se quisiera recurrir a una


suerte de darwinismo de acuerdo con el cual se dé prioridad
a ciertos propósitos generales como la supervivencia y adap­
tabilidad de la especie a su entorno natural u otros pareci-
dos“3. El problema de invocar estos propósitos para justificar

u
' GF, X, S 137, p. 190.
,J3 E n la paradigm ática concepción pragm atista de la verdad de
William Jam es puede reconocerse cierta cercanía con un tipo de darwi­
nismo, en el que la noción de ‘adaptabilidad’ juega un papel clave: «To
copy a reality is, indeed, one very important way of agreeing with it, but
it is far from being essential. T he essential thing is the process of being
guided. Any idea that helps us to deal, whether practically or intellec­
tually, with either the reality or its belongings, that doesn’t entangle our
progress in frustrations, that fils, in fact, and adapts our life to the reali­
ty’s whole setting, will agree sufficiently to meet the requirement. It will
hold true of that reality» (William Jam es, Pragmatism and The Meaning o f
Truth, H arvard University Press, Cam bridge, Mass., 1978, p. 102); «If
the other m an’s idea leads him, not only to believe that reality is there,
but to use it as the reality’s temporary substitute, by letting it evoke adap­
tive thoughts and acts similarly to those which the reality itself woud
provoke, then it is true in the only intelligible sense, true through its par­
ticular consequences, and true for me as well as for the man» (William
Jam es, op. cit., p. |133] 299). C on la última frase, y habiendo ya dcjudn
claro el valor adaptativo que debe tener lo que tomamos por vcrdadrm .
Jam es se opone a los que objetan su concepción por ser subjclivisia, |mi
y dar una explicación general de la noción de verdad es que
en la concepción y formulación misma de ellos se usan ya
un lenguaje, unos conceptos y imas reglas gramaticales que no
pueden recibir, a su vez, una justificación última en términos
pragmáticos. La formulación de tales propósitos y de la par­
ticular noción de conveniencia o valor práctico en la que se
fundaría una teoría pragmatista de la verdad depende, tanto
de las reglas gramaticales como de las creencias que com­
partamos acerca de lo que nos es útil, lo que nos es provecho­
so, creencias que hacen parte del sistema total de creencias
que se pretende justificar como verdadero. Por ejemplo, si
consideramos como útil lo que favorece nuestra adaptabili­
dad al medio natural en que vivimos, nos estaríamos apo­
yando ya en cierta imagen que, en últimas, está determinada,
al menos parcialmente, por una herencia científica en la que
juegan un papel central ciertas creencias sobre la naturaleza,
la evolución de las especies, la selección natural, etc. Estas
creencias ya no podrían justificarse en términos pragmáticos,
en cuanto ellas mismas contribuyen a determinar las nocio­
nes de utilidad y valor práctico a partir de las cuales las justi­
ficaciones pragmatistas adquirirían su sentido y su validez.
Para decirlo brevemente, una justificación pragmatista de las
creencias que tomamos por verdaderas terminaría apoyán­
dose en algunas de esas creencias que se quieren justificar. No
hay, análogamente a lo dicho en el caso de la noción de corres­
pondencia, una noción privilegiada, absoluta de utilidad prác­
tica que sirva como juez último, imparcial e independiente,
para determinar cuáles de nuestras creencias son verdaderas o

llevar a creer que verdadero es lo que conviene a cada individuo particu­


lar (subjetivismo que llevaría a los absurdos que hemos ilustrado arriba).
si nuestro sistema de creencias, considerado como un todo, es
más verdadero, en el sentido de ser más útil, que otros.
Con argumentos similares la crítica al pragmatismo pue­
de adelantarse en dos frentes: a una justificación pragmatista
de nuestro sistema global de creencias y a una justificación
pragmatista de nuestro lenguaje y su gramática. Con el fin de
ilustrar lo que él entiende por ‘arbitrariedad’ de las reglas de la
gramática, las cuales contribuyen a determinar lo que llama­
mos ‘verdadero’ o ‘falso’, y de cuestionar una concepción prag­
matista de las mismas, Wittgenstein las compara con las reglas
para cocinar, por un lado, y con las del ajedrez, por el otro:

¿Por qué llam o yo a las reglas de co cin ar no arbitrarias?;


¿ Y p o r qué estoy tentado a llam ar arbitrarías a las reglas de
la gram ática? Porque yo con cib o al co n cep to ‘co cin ar’ c o m o
definido a través de su finalidad, m ientras que no al co n cep ­
to ‘lenguaje’ a través de la finalidad del lenguaje. Q uien al
co cin ar se rige p or reglas diferentes a las co rrectas, co cin a
m al; p ero quien se rige p o r reglas distintas a las del ajedrez,
ju eg a otro ju eg o ; y quien se rige p o r otras reglas gram ati­
cales, distintas d e las usuales, no habla p or ello de algo in­
co rrecto , sino de o tra cosa24.

La diferencia clave que permita aquí tildar a las reglas de


cocina de ‘no arbitrarias’ y a las del ajedrez o a las de la gra­
mática de ‘arbitrarias’, radica básicamente en que el cocinar
puede caracterizarse como una actividad con un propósito
que es independiente de las reglas de cocina, en el sentido de
poder formularse y entenderse sin necesidad de usar las re-
glas mismas. A diferencia de este caso, el propósito del aje­
drez, a saber, vencer al adversario dándole jaque mate a su
rey, no puede formularse, ni comprenderse sin emplear las
reglas del juego (a menos que se considere que su propósito
pueda ser, más bien, algo tan vago como divertirse o, tal vez,
desarrollar la inteligencia, en cuyo caso sí podría argumen­
tarse y justificarse, como en el del cocinar, que las reglas son
adecuadas o no para dicho propósito). Volviendo sobre las re­
glas que rigen el uso del lenguaje, resulta todavía más patente
que el propósito general del lenguaje, suponiendo que tuviese
un único propósito general, no podría expresarse, ni siquiera
concebirse, sin usar dichas reglas. Por lo tanto, toda justifica­
ción de las reglas de la gramática que invoque un(os) propó­
sito^) práctico(s) del lenguaje presupone lo que se quiere
justificar y, por lo tanto, adolece de una petición de principio.
Podrían esbozarse otras dificultades que surgen del inten­
to de fundamentar pragmáticamente la verdad de nuestras
creencias o el uso de nuestro lenguaje y sus reglas gramatica­
les. Distintas comunidades lingüísticas que persigan diferentes
fines generales o compartidos podrían aferrarse a muy distin­
tas creencias y emplear lenguajes con conceptos y reglas di­
versos, que ayuden a lograr tales fines. E incluso es concebible
que la estipulación de unos fines generales comunes a un gru­
po social no determinen unívocamente un único sistema de
creencias y conceptos que contribuyan al logro de los mismos.
Pero reiteremos y subrayemos nuestra objeción más funda­
mental: no parece haber unos propósitos prácticos que pue­
den concebirse y formularse previa o independientemente de
las reglas de uso del lenguaje y de las creencias cuya verdad o
falsedad pretende establecerse y justificarse mediante criterios
pragmatistas que se basen en tales propósitos. Por supuesto,
esta objeción básica no demuestra que la concepción prag­
matista esté totalmente errada; solamente la invalida, en cuan­
to ella aspire a dar una explicación universal o una fiindamentación
absoluta de la noción de verdad Si no se alberga esta aspiración
puede reconocerse la limitada y relativa aplicabilidad de cri­
terios pragmatistas en algunos contextos específicos2’.

C. ¿Verdad y necesidad por convención?

Si el papel central que juega la noción de ‘uso’ en la filosofía de


Wittgenstein puede dar pie a interpretaciones pragmatistas, el

,¿5 En nuestras objeciones contra el pragmatismo se asume que éste


propone un criterio de verdad com o utilidad. William Jam es se ha defen­
dido de esta clase de objeciones, que hacen esta asunción, arguyendo:
«Good consequences are not proposed by us merely as a sure sign, mark
o r criterion, by which truth’s presence is habitually ascertained, tho they
m ay indeed serve on occasion as such a sign; they are proposed rather as
the lurking motive inside of every truth claim, whether the ‘trower’ be
conscious of such motive, or whether he obey it blindly. They are pro­
posed as the causa existendi o f our beliefs, not as their logical cue or pr­
emise, and still less as their objective deliverance o r content.» (James,
William. «Two English Critics», en: Pragmatism and The Meaning o f Truth,
H arvard University Press, Cambridge, Mass., 1978, p. 312-313). Si una
concepción pragmatista de la verdad, co m o la de Jam es, sólo quiere
buscar la causa existendi de nuestras creencias verdaderas, nuestras obje­
ciones, en efecto, no son aplicables a ella (quizá cabría formular, enton­
ces, otras objeciones, pero ello no cae dentro de nuestros propósitos). A
lo que querem os oponem os es a un pragm atism o que proponga una
justificación general (y no solamente una explicación causal) de las creen
cías verdaderas en términos de utilidad.
papel central que juegan las nociones de ‘aplicación de reglas’
y ‘acuerdo’ puede sugerir interpretaciones convencionalistas26.
No queremos negar que los puntos de vista de Wittgenstein se
aproximen a posturas pragmatistas o convencionalistas. Insis­
timos, una y otra vez, en que lo que queremos criticar es la
tentación de, partiendo de sus puntos de vista, encontrar una
fundamentación última del concepto de verdad.
Una lectura convencionalista podría apoyarse sobre las
consideraciones de Wittgenstein acerca de la autonomía de la
gramática. Si las reglas de la gramática son autónomas, en la
medida en que no tienen que rendirle cuentas a ninguna rea­
lidad, ni a ninguna finalidad práctica, ni a ningún significado
—pues son ellas mismas las que constituyen el significado y de­
terminan nuestra manera de describir y hablar de la realidad
y de nuestras finalidades prácticas {ver GF, X, § 133)-, entonces
cabría interpretarlas como convenciones arbitrarias. Y si estas
reglas convencionales determinan también nuestra manera de
delimitar, en distintos juegos de lenguaje, la frontera entre lo
verdadero y lo falso, entonces se podría tratar de esbozar una
explicación general de la verdad como un valor que se asig­
na a las proposiciones, no por su correspondencia con una
realidad independiente, ni por su utilidad, sino aplicando con-

a<>Una explicación de la verdad en términos de convenciones, no


excluye una postura pragmatista. En efecto, se puede defender la idea
de que distinguimos entre lo verdadero y lo falso haciendo uso de
ciertas reglas convencionales acerca de las cuales se da un acuerdo y
que acordamos adoptar esas reglas convencionales y no otras por su
valor práctico. Pero tratamos separadamente la interpretación con­
vencionalista, pues ella puede defenderse y criticarse independiente-
mi'nle del pragmatismo.
venciones arbitrarias que no necesitan forzosamente corres­
ponder a lo real ni ser provechosas. La aplicabilidad y fuerza
de tales convenciones residiría, más bien, en que, a pesar de
su carácter arbitrario y autónomo, haya un acuerdo o consenso
unánime en seguirlas de la misma manera.
El papel principal que se le ha hecho cumplir al conven­
cionalismo es dar una explicación del carácter necesario y a
priori de las verdades de la lógica y de las matemáticas. En
consonancia con esto, se ha recurrido a una interpretación
convencionalista de Wittgenstein para dar cuenta de su con­
cepción de la verdad y la necesidad matemáticas. Adoptando
esta línea interpretativa, Dummett sostiene que Wittgenstein
defiende un convencionalismo de un tipo más radical que el
«convencionalismo modificado» de algunos positivistas lógi­
cos. De acuerdo con este último, los supuestos de una teoría
deductiva matemática o lógica, sus axiomas y sus reglas de
inferencia, no son auto-evidentes, ni absolutamente verdade­
ros, sino que son convenciones que se adoptan en virtud de un
acuerdo unánime. Decidimos o acordamos adherimos inflexi­
blemente a tales convenciones y, una vez dado el acuerdo
acerca de ellas, tenemos obligadamente que aceptar los teore­
mas que se derivarían de ellas de manera inescapable. Sin
embargo, esta concepción convencionalista del carácter ne­
cesario de la verdad lógica y matemática se queda corta en
su explicación, pues no da razón, precisamente, de la pecu­
liar inexorabilidad en la aplicación de las convencionales reglas
lógicas de inferencia para deducir la lógica y la matemática
de sus principios o axiomas convencionales27. ¿Por qué segui-

11 Esta crítica al convencionalismo modificado del positivismo


lógico la condensa Quine en estas pocas palabras: «In a worcl, llic
mos estas reglas de modo tan rígido y uniforme? ¿Cómo de­
terminan tan inexorablemente una única manera correcta de
seguirlas? Surgen aquí, nuevamente, las dudas escépticas que
inventa Wittgenstein acerca de la aplicación de reglas, en este
caso reglas lógicas. Según la interpretación de Dummett, Witt­
genstein resuelve estas dudas apoyándose en un convencio­
nalismo más extremo que el de los positivistas lógicos:

Wittgenstein adopta un convencionalismo total \full-


blooded\; para él la necesidad lógica de cualquier enunciado
es siempre la expresión directa de una convención lingüistica.
El que un cierto enunciado sea necesario consiste siempre en
una decisión expresa de nuestra parte de considerar este mis­
mo enunciado como irrefutable, no descansa en nuestra adop­
ción de algunas otras convenciones que, se descubra, entrañan
el que lo consideremos así. Esta explicación se aplica de igual
manera a los teoremas más profundos y a los cálculos más
elementales.
[...] no hay nada en nuestra formulación de los axiomas
y de las reglas de inferencia, así como nada en nuestra mente
cuando las aceptamos antes de que se dé la prueba, que por
sí mismo muestre si aceptaremos o no la prueba; y, por lo
tanto, no hay nada que nos fuerce a aceptar la prueba. Si la
aceptamos, le conferimos necesidad al teorema probado; lo
«archivamos» y no consideramos que haya algo que lo con­
tradiga. Al hacer esto estamos tomando una nueva decisión
difficulty is that if logic is to proceed mediately from conventions,
logic is needed for inferring logic from the conventions.» (Quine, W.
V. O. «Truth by Conventíon», en: The Ways o f Paradox and other Essays,
H arvard University Press, 1976, p. 104).
y no sólo haciendo explícita una decisión que habían« i*
tomado ya implícitamente^.
De acuerdo con esta interpretación, las «verdades lógicas y
matemáticas» no se explican simplemente como consecuencias
necesarias que se deriven a partir de supuestos adoptados con­
vencionalmente, aplicando reglas de inferencia convenciona­
les. La inescapable y necesaria derivación de los teoremas
mediante la aplicación de las reglas de inferencia también ten­
dría que ser explicada recurriendo a convenciones. Si no estoy
forzado a sacar determinada conclusión al aplicar una regla
lógica convencional en una prueba, si cualquier conclusión
pudiera hacerse concordar con la regla, se necesitaría tomar
la decisión de adoptar una nueva convención (la cual no se
necesitaba en el menos extremo convencionalismo modifica­
do), en virtud de la cual se acuerda que cierta conclusión, y no
otra, se toma como la consecuencia del seguimiento de la re­
gla. Cada paso de una prueba, cada aplicación de una regla
de inferencia requeriría acordar una nueva decisión conven­
cional, ya que lo que resulte de la aplicación de la regla en
ese paso no sería una mera explicitación de una consecuencia
ineludible de convenciones previamente aceptadas.
Esta interpretación, este «convencionalismo total», resul­
ta de entender de manera equivocada las observaciones de
Wittgenstein acerca de la aplicación de reglas y del papel que
desempeña en ellas la noción de acuerdo. Para aclarar esto
reformulemos, para el caso específico de las reglas lógicas

28 Michael Dummett, «La filosofía de las matemáticas de Will^cn


stein» en: La verdad y otros enigtruts, Fondo de Cultura Económica, Mr
xico, 1990, p. 247-8.
de inferencia que nos ocupa ahora, algunos de los resultados
de nuestra interpretación de la concepción wittgensteiniana
de la aplicación de reglas, los cuales nos ayudan a compren­
der más claramente su manera de concebir lo que él llama
«la dureza» de la necesidad lógica.
De los puntos de vista de Wittgenstein no se sigue de nin­
guna manera que «no hay nada que nos fuerce a aceptar la
prueba», como afirma Dummett. Se sigue, por el contrario,
que sí hay algo que nos obliga a aceptar la prueba y es, como
hemos visto, que hay una manera uniforme, regular, habitual,
de aplicar las reglas lógicas de inferencia, que se ha estableci­
do ya como una de las costumbres o prácticas que forman
parte de nuestra forma de vida. Estamos forzados a aplicar las
reglas de inferencia de la manera que se ha acreditado como
una de nuestras costumbres y si no lo hacemos de esa determi­
nada manera, a lo que hacemos no lo llamaríamos ‘inferir co­
rrectamente’. Pero no porque nos hayamos puesto de acuerdo
explícita, arbitraria y convencionalmente en llamar ‘inferir’ a
esto y no a lo otro. Lo que nos obliga a inferir de cierta mane­
ra que llamamos la correcta y a llamar a esto y no a lo otro
‘inferir’ no es la fuerza de una convención arbitraria, sino lo que
podríamos llamar la fuerza de la costumbre. Concordamos en
nuestras maneras de seguir una regla, sea lógica o no, en la
medida en que aplicarla se haya vuelto una práctica habitual
nuestra, sin haber requerido siempre llegar a un acuerdo ex­
plícito o una decisión convencional en favor de una manera
de aplicarla, excluyendo las demás. E l acuerdo que se requiere
para seguir la regla no es un acuerdo convencional a l que decidamos
adherimos concientey voluntariamente, sino es un acuerdo, o mejor
una concordancia, que ya está dada, una concordancia en ciertas
maneras comunes y naturales de actuar y de reaccionar, sin la cual
no podríamos tener la costumbres que tenemos, seguir las reglas anuo
las seguimos, usar el lenguaje, la aritmética, la lógica, como efectiva
mente lo hacemos. Concordamos en unas maneras naturales de
actuar y compartimos unas costumbres que hemos heredad« >
y que descansan sobre esa concordancia natural, básica, sin
haber optado voluntaria, convencional y arbitrariamente en
favor de ellas. Si a través de un adiestramiento y de una prác­
tica regular e incesante estamos suficientemente familiarizados
con la aplicación de una regla, entendida como costumbre, no
necesitamos tomar decisiones convencionales siempre nuevas
cada vez que la aplicamos, como interpreta Dummett; la apli
camos mecánica, ciega y uniformemente, sin tener, en cada
caso nuevo, que decidir nada, ni optar convencionalmente por
una alternativa excluyendo otras posibles. Ni se nos pasan por
la cabeza otras alternativas, estando ya habituados, acostumbra­
dos a seguir la regla de la manera esperada.
Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que no haya
algunas reglas que usemos como convenciones arbitrarias
acerca de las que se da un acuerdo o consenso explícito. Pero
decir de una regla lógica que es una convención (si realmen­
te lo fuera) no explica en modo alguno por qué la seguimos
de modo tan inflexible, por qué tiene su peculiar «dureza»,
su carácter necesario. El convencionalismo que Dummett
llama ‘modificado’ y que atribuye a los positivistas lógicos,
no da cuenta de la necesidad de la inferencia lógica; pero el
convencionalismo extremo que le atribuye a Wittgenstein
tampoco lo hace. Pues, habiéndose dado un acuerdo convencio­
nal, ¿qué garantiza que se lo entienda y se lo siga de la misma ma­
nera ?
Así como Wittgensteyi rechaza la postura intelectualisla,
según la cual estas dudas se disipan recurriendo a ínter■píela
RAÚL M ELÉNDEZ ACUÑA

ciones o procesos mentales, también la postura convencio-


nalista es cuestionable por razones análogas. Los acuerdos
convencionales, por sí mismos, no constituyen el talismán
capaz de hacemos salvar el supuesto abismo entre los signos
muertos y nuestro uso de ellos que les da vida, entre las reglas
y nuestra manera de aplicarlas. No necesitamos talismanes
mentales, ni convencionales, pues no hay tal abismo. El que
una regla, sea convencional o no, pueda ser aplicada de modo
totalmente regular, el que pueda llegar a establecerse como
una práctica que seguimos todos con una uniformidad casi
infalible, con la rigidez característica de las inferencias lógicas
o de las demostraciones matemáticas, presupone que hay ya,
sin que tengamos que llegar a acuerdos convencionales siem­
pre nuevos (los cuales nos regresarían a) nivel de antes, a las
dudas escépticas y dificultades de antes), una concordancia
natural en ciertas maneras regulares y uniformes de reaccio­
nar y actuar. Nuestra aplicación de reglas lógicas, nuestras
maneras de distinguir lo correcto de lo incorrecto, lo verdade­
ro de lo falso, nuestros razonamientos, nuestras interpreta­
ciones y también nuestra manera de adoptar y seguir reglas
convencionales, reposan sobre tal concordancia básica, que
no es ella misma convencional, ni arbitraria (¡lo es tan poco
como gritar cuando algo nos asusta mucho!).
Lo anterior permite afirmar que la inexorabilidad caracte­
rística de la lógica y la matemática es posible gracias a que
descansa, en últimas, en la seguridad de nuestro compartido
actuar natural, diríase, en la inexorabilidad del instinto: «Pri­
mero viene el instinto, luego el razonamiento» (BPP, Band 2,
§ 689, p. 334). Y si se preguntara por qué son justamente nues­
tros particulares procedimientos lógicos y matemáticos, y no
otros, los que, de hecho, han llegado a adquirir su peculiar ine-
xorabilidad, se podrían dar otras razones. Wittgenstein da
algunas para el caso del contar:

«¿Dónde reside, entonces, la inexorabilidad propia de


Ja matemática?» (...) aquello que llamamos ‘contar’ es cier
tamente una parte importante de la actividad de nuestra
vida. El contar, el calcular, no son, por ejemplo, un simple
pasatiempo. Contar (y esto significa: contar ast) es una téc­
nica que se usa diariamente en las más variadas operacio­
nes de nuestra vida. Y por eso aprendemos a contar tal
como lo aprendemos: con un inacabable ejercicio, con una
exactitud sin piedad; por eso se nos impone inexorablemen­
te a todos decir ‘dos’ después de ‘uno’ , ‘tres’ después de
‘dos’, etc. «Pero ¿es este contar, entonces, sólo un uso? ¿no
corresponde a esta serie también una verdad?» La verdad
es que que el contar se ha acreditado. —«¿Quieres decir,
pues, que ‘ser verdadero’ significa: ser utilizable (o útil)?»
—No; sino que de la serie de los números naturales —asi
como de nuestro lenguaje - no se puede decir que sea ver­
dadera, sino: que es utilizable y, sobre todo, que es utili­
zada20.
El tono en que se dan estas razones es pragmático, aun­
que hacia el final del pasaje Wittgenstein rechaza explícita­
mente una definición general de la verdad como utilidad.
Agrega además que no cabría decir de la práctica de contar
que sea verdadera. Tal vez se recurra al carácter obligante
que suele asociarse a lo que llamamos ‘verdadero’, y más
aún a lo que llamamos ‘necesariamente verdadero’, para
RAÚL MELÉNDCZ ACUÑA

forzarnos a seguir la práctica de contar de una manera in­


flexible y quizá se pueda argüir que nos obligamos a ello por
la utilidad y el valor práctico innegable de nuestra aritmética.
Pero, como se dijo al final de la parte anterior, si bien hay
justificaciones pragmáticas que pueden tener validez dentro
de un contexto específico y que se apoyan en nociones de
utilidad o valor práctico que no son absolutas, ni universales
(¿no podrían concebirse comunidades que satisficieran sus
propósitos prácticos con otras maneras de contar?, ¿o sin usar
algo como el contar?), esto no es suficiente para justificar la
empresa de desarrollar una teoría general pragmatista de la
verdad.
Subrayemos que de los puntos de vista de Wittgenstein
sobre nuestro uso del lenguaje y nuestras maneras de aplicar
reglas, en particular reglas de inferencia, como costumbres o
prácticas que juegan un papel importante en nuestra forma de
vida («Seguir una regla, hacer un informe, dar una orden, ju­
gar una partida de ajedrez son costumbres» IF, § 199; inferir o
seguir una inferencia «es un uso y costumbre entre nosotros, o
un hecho de nuestra historia natural» OFM, I, § 63) no se sigue
que aceptemos la necesidad de una verdad lógica o matemá­
tica, ni que establezcamos otro tipo de verdades mediante
acuerdos o reglas convencionales. La oposición de Wittgen­
stein a un convencionalismo, según el cual la verdad se pue­
da explicar de manera general en términos de decisiones
convencionales acerca de las cuales se da un acuerdo o con­
senso, se expresa claramente en el siguiente pasaje:

«¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres deci­


de lo que es verdadero y lo que es Falso?» - Verdadero y falso
es lo que los hombres dicen., y los hombres concuerdan en el
lenguaje. Estaño es una concordancia de opiniones, sino ilr
forma de vida30.
Se afirma expresamente en este pasaje lo que ya hemos
tratado de aclarar arriba: que el tipo de acuerdo que se re­
quiere para que podamos distinguir lo verdadero de lo falso
como lo hacemos no puede entenderse como un consenso
convencional en el que decida la mayoría. Lo que se requie­
re es la concordancia en nuestra forma de vida, que cabría
interpretar como un hecho natural, que representa una condi­
ción muy básica, sin la cual no serían posibles nuestras cos­
tumbres, nuestras reglas, nuestra matemática, nuestra lógica,
ni los juegos de lenguaje en los que distinguimos lo verdade­
ro de lo falso. A los intentos de interpretar a Wittgenstein como
un convencionalista podemos contraponer, pues, los rasgos
naturalistas de su pensamiento, su idea de que la naturaleza
tiene algo que decir, y que el lenguaje, su gramática y sus
conceptos, incluidos los de la lógica y las matemáticas, no son
del todo arbitrarios.

D. ¿Verdad como coherencia?

En sus observaciones sobre la certeza, Wittgenstein afirma:


«Nuestro saber forma un enorme sistema. Y sólo dentro de
este sistema tiene lo particular el valor que le otorgamos» (se,
§ 410, p. 52). Dentro de este sistema hay unas convicciones
muy básicas que juegan un papel especial y que constituyen
lo que él llama nuestra imagen del mundo ( 'Weltbild). Ksta
imagen del mundo es en últimas injustificable, ya que ella sirve
RAÚL MELENDEZ ACUÑA

como una especie de suelo sobre el cual se apoyan nuestras


justificaciones y nuestras maneras de distinguir entre lo ver­
dadero y lo falso:

Pero no tengo mi imagen del mundo porque me haya


convencido de que sea la correcta; ni tampoco porque esté
convencido de su corrección. Por el contrario, se trata del
trasfondo que me viene dado y sobre el que distingo entre
10 verdadero y lo falso31.
Teniendo en cuenta tanto su acercamiento a este tipo de
holismo, como su rechazo de la idea de una realidad «en sí
misma» en comparación con la cual se pudieran justificar
nuestra imagen del mundo y nuestras creencias como verda­
deras en el sentido de correspondencia, surge la posibilidad
de interpretar que la teoría de la verdad que sí está de acuer­
do con los puntos de vista del Wittgenstein tardío es una teo­
ría coherentista32. Si a nuestras creencias no las podemos

11 se, § 94, p. 15.


32 En su intento de construir una teoría coherentista de la verdad,
Rescher la presenta como la principal alternativa a la teoría de la ver­
dad como correspondencia y la caracteriza de modo muy general: «In
view of the dark shadow cast over the conception of adequatio intellec­
t s et rei by Kant’s sceptical critique of the Ding an sich it is not surpri­
sing that the post-Kantian philosophical tradition sought its theory of
truth elsewhere than in correspondence. Thus the coherence theory of
truth -perhaps the major traditional rival to the correspondence theo­
ry- sees the truth-fulness of a proposition as somehow implicit in its
‘coherence’ with others» (Nicholas Rescher, The Coherence Theory o f
Truth, University Press of America, Washington, D. C., 1982, p. 9).
comparar con una inaccesible realidad en sí para estableen1
su verdad, nos quedaría entonces la alternativa de comparar
las con otras proposiciones que expresan convicciones o
certezas muy básicas, aunque injustificables, acerca del mun­
do. Esta idea podría conducir a esbozar una teoría general de
la verdad como coherencia, de acuerdo con la cual una pro­
posición ha de tomarse como verdadera si ella se ajusta y no
entra en conflicto con el sistema de proposiciones en las que
se expresa nuestra imagen del mundo o con el sistema más
amplio de creencias que constituye la totalidad de nuestro
saber. La concordancia o armonía que se buscaría para esta­
blecer la verdad de una proposición sería una armonía con
otras proposiciones y ya no con presuntos hechos en sí mis­
mos. Citemos otro pasaje más que cabría aducir como evi­
dencia textual para esta interpretación:

¿No podría creer que una vez he estado lejos de la Tie­


rra, sin saberlo y quizás en estado de inconsciencia, y que
los demás lo saben pero no me lo dicen? Sin embargo, tal
Vale la pena aclarar que Rescher no pretende con su teoría dar una de­
finición general de la verdad en términos de coherencia, sino desarro­
llar un criterio coherentísta para determinar si a una proposición ha de
atribuirsele el predicado ‘verdadera’. Nosotros trataremos de criticar,
tras haber puesto en cuestión, apoyándonos en Wittgenstein, la idea de
una Welt an sich, la posibilidad de interpretar sus observaciones sobre
nuestro Weitbild como compatibles con una teoría general de la verdad
como coherencia. Al igual que en los casos anteriores (corresponden
cia, pragmatismo, verdad por convención) no queremos, empero, negui
que la coherencia pueda funcionar como un criterio relativo, de uplir;i
ción restringida para algunas determinaciones de verdad o falsedad
cosa no se ajustaría de ningún modo al resto de mis convicciones,
aunque no pudiera describir el sistema de estas conviccio­
nes. Mis convicciones constituyen un sistema, un edificio.
[...] Cualquier prueba, cualquier confirmación y refuta­
ción de una hipótesis, ya tiene lugar en el seno de un siste­
ma. Y tal sistema no es un punto de partida más o menos
arbitrario y dudoso de nuestros argumentos, sino que per­
tenece a la esencia de lo que denominamos una argumen­
tación. El sistema no es el punto de pardda, sino el elemento
vital de los argumentos33. [El subrayado es nuestro].

Sometamos ahora a examen crítico este nuevo malenten­


dido, esta nueva posibilidad de desprender de algunas obser­
vaciones aisladas de Wittgenstein una teoría general, ahora
coherentista, de la verdad.
Si se quisiera desarrollar, así fuera sólo a manera de esbozo
incompleto, tal teoría se tendría que explicar qué se entiende
más precisamente por ‘coherencia’. Seguramente un requisito
mínimo, necesario pero no suficiente, para aceptar a una pro­
posición como coherente con un sistema de proposiciones, es
que la primera sea lógicamente consistente con las últimas, es
decir, que dado que el sistema es consistente (en el sentido de
no implicar contradicciones lógicas), al añadir la proposi­
ción, el nuevo conjunto ampliado de proposiciones siga sien­
do consistente. Para determinar si una proposición cumple
con este requisito mínimo se han de emplear los principios y
reglas de la lógica formal. La verdad o falsedad de estos prin­
cipios y la corrección o incorrección de estas reglas tendría
que darse por supuesta o justificarse dando razones que ya
no deben apoyarse en una noción de coherencia que (lepen
da, a su vez, de la verdad o aplicabilidad de la lógica.
Ahora bien, la consistencia lógica difícilmente puede lo
marse como criterio suficiente para establecer la verdad de
una proposición, por su coherencia con un sistema de propo
siciones. En efecto, puede haber muchas proposiciones dis­
tintas, incluso incompatibles entre sí, cada una de las cuales
es consistente con el sistema (para dar un breve ejemplo: si
r y s son proposiciones que no implican ni a p ni a su nega­
ción, entonces estas dos últimas son consistentes con el siste­
ma formado por las dos primeras). En tal caso debería haber
otras maneras, que vayan más lejos que la simple consisten­
cia lógica, de determinar cuál de ellas se ajusta mejor al sis­
tema o cuál entra en menor conflicto con él. Nada impide,
sin embargo, que en diferentes contextos y para diferentes
proposiciones haya diversas maneras de entender y determi­
nar su coherencia con el sistema. Independientemente de las
diversas maneras como se trate de precisar lo que llamamos
‘ajuste’ o ‘conflicto’ entre proposiciones y de aclarar la gra­
mática de estos conceptos, es claro que la corrección o apli­
cabilidad de estos últimos y el carácter verdadero o falso
de lo que se afírme o crea de ellos, no puede justificarse en
términos de coherencia, pues sólo ellos mismos determina­
rían lo que se entiende por tal.
En una teoría general de la verdad en términos de cohe­
rencia se debe precisar, no solamente la noción misma do
coherencia, sino también cuál es el sistema de proposicio
nes, o el núcleo básico del mismo, al que debe ajustarse una
proposición para ser considerada verdadera. Dentro de uiui
interpretación coherentista de Wittgenstein serían las propo
siciones que describen nuestra imagen del mundo la.s <|ii<-
podrían conformar tal núcleo básico. Si bien Wittgenstein
habla de la totalidad de nuestro saber, de nuestras creencias
como un enorme sistema, dentro de este sistema son las cer­
tezas básicas que constituyen nuestra imagen del mundo las
que funcionan como un eje más o menos fijo alrededor del
cual giran nuestras demás creencias, o como un suelo firme
sobre el cual descansan aquellas. Podría interpretarse, enton­
ces, que nuestras creencias se van adhiriendo al sistema total
de nuestro saber si se ajustan bien al núcleo de convicciones
básicas de nuestra imagen del mundo. Pero entonces esas
convicciones básicas no pueden, a su vez, justificarse por su
coherencia (¿con qué?), al constituir ellas el sistema base con
el que las demás deben ser coherentes. El criterio de coheren­
cia sólo puede ser aplicable cuando ya se cuenta con una base
suficiente de proposiciones, cuya verdad no puede estable­
cerse mediante el mismo criterio.
Con lo anterior se muestra que el criterio de verdad co­
mo coherencia puede funcionar, a lo sumo como un crite­
rio de verdad parcial (y esto por razones análogas a las que
hemos aducido para argumentar que la correspondencia o
la utilidad práctica también servirían sólo como criterios
parciales) que debe ser complementado con el uso de su­
puestos o creencias cuya verdad o aceptabilidad ya no se fun­
damenta en ese mismo criterio. Estos supuestos y creencias
los aceptamos sin fundamentarlos o los apoyamos en otros
que, a su vez,... Nos acechan aquí, una vez más, los al pare­
cer ubicuos peligros de caer en circularidades viciosas o en
regresiones infinitas (Wittgenstein, como ya se habrá adver­
tido, es muy suspicaz acerca de estos peligros y previene
insistentemente en su obra sobre ellos). Pero caemos en es­
tos círculos o regresiones infinitas únicamente si continua­
mos presos del ansia de fundamentos absolutos. Si intentamos
liberarnos de tal ansia, podremos reconocer nuevamente
que nuestros intentos de fundamentación —en este caso del
concepto de verdad, como anteriormente de las condicio­
nes lógicas de sentido (ver parte III del capítulo uno), de la
aplicación de reglas (parte III del capítulo dos), de la gra­
mática (parte I de este capítulo tres), de las condiciones natu­
rales para que nuestros conceptos y nuestro lenguaje sean
usables (parte I de este capítulo)—deben tener un término y
llegados a él hay que saber parar y dejar de exigir más fun­
damentos, razones o explicaciones. Reconocer la prescin­
dibilidad de los fundamentos absolutos y curarse del ansia
de explicaciones generales que Wittgenstein califica como
una enfermedad (ver OFM , V I, § 31, p. 280) es, para él, una
labor muy importante sobre la que él vuelve una y otra vez:
«Lo difícil es percibir la falta de fundamentos de nuestra creen­
cia» (SC, § 166, p. 24), «En el fundamento de la creencia bien
fundamentada se encuentra la creencia sin fundamentos»
(SC, § 253).
Hemos tratado de mostrar que la noción de coherencia
no puede ayudamos, como tampoco la de ‘correspondencia’,
ni la de ‘utilidad’, ni la de ‘convención arbitraria’, a satis­
facer el afán de encontrar el quimérico fundamento absolu­
to del concepto de verdad. En lugar de extraviarnos en la
búsqueda de este tipo de quimeras, es más compatible con
los puntos de vista del Wittgenstein tardío tratar de lograr
una visión panorámica de los diversos usos que se dan al
concepto de verdad en los diferentes contextos; una visión
que muestre un concepto de verdad relativo y sin funda
mentos. Este es el propósito central de la última parte de
este trabajo.
En esta parte final nos proponemos llevar a cabo una labor
descriptiva (complementaria a la labor crítica realizada en la
parte anterior), con el fin de mostrar cómo para distintos tipos
de proposiciones y en contextos diferentes son aplicables di­
versos criterios de verdad, los cuales difícilmente se dejan
cobijar bajo una misma explicación general. No se trata de
establecer el significado de la noción de verdad haciendo una
enumeración lo más exhaustiva posible de los usos de los
términos ‘verdadero’ o ‘falso’ en diversas circunstancias. Lo
que queremos es ilustrar cómo dicha noción es relativa al
contexto y al tipo de proposición a la que se aplique y seguir
oponiéndonos, así, a una perspectiva que busque fundamen­
tarla por medio un teoría general. Para lograr esto debemos
considerar casos concretos en vez de generalizar, resaltar
diferencias en lugar de ignorarlas, tratar de seguir la siguiente
sugerencia: «No se puede adivinar cómo funciona una pala­
bra. Hay que examinar su aplicación y aprender de ello. Pero
la dificultad es remover el prejuicio que se opone a este apren­
dizaje. No es ningún prejuicio estúpido» (iF , § 340, p. 267).
Comenzaremos nuestro examen de cómo se aplica la no­
ción de verdad para distintas proposiciones y en diferentes
situaciones, observando, en primer lugar, si ella es aplicable,
en general, a todo tipo de proposiciones, es decir, si todas es­
tán sometidas en igual medida a la verificación. Wittgenstein
señala en sus observaciones sobre la certeza que la posibili­
dad misma de distinguir entre lo verdadero y lo falso, se apoya
en el hecho de que contamos con un trasfondo de creencias,
expresables en proposiciones que tomamos por verdaderas
sin ponerlas en cuestión ni tomamos la molestia de indagar
acerca de su verdad. Estas proposiciones «permanecen en los
márgenes del camino que recorre la investigación» (SC, § K8)
y a ellas las aceptamos sin exigir ningún tipo especial de com­
probación, pues están ya presupuestas en nuestros procedi­
mientos de verificación.
La posibilidad de nuestros procedimientos de verificación
y de investigación descansa sobre el hecho de que confiamos
ciegamente en algunas certezas muy básicas, tanto que nor­
malmente no vemos ninguna necesidad de formularlas de
manera expresa. Es así como quien está tratando de compro­
bar si en su ciudad el agua hierve a cien grados centígrados,
poniendo un termómetro dentro de una olla de agua al fuego,
debe, por supuesto, confiar plenamente en que lo que hay
dentro de la olla es agua (y no algún líquido parecido), en
que lo que él sumerge parcialmente dentro del agua es real­
mente un termómetro y que éste funciona bien, en que él se
encuentra en su ciudad, más aún, en que el fuego, la olla, el
agua, el termómetro, la ciudad y él mismo en verdad existen
y no son una mera ilusión, en que él no está dormido, ni alu­
cinando, ni loco, en que no hay un demonio maligno que lo
esté engañando... Podríamos llenar páginas dando ejemplos
de las innumerables certezas sin la confianza en las cuales su
experimento con el agua pierde su sentido o, peor aún, no
sería realizable. Entre tales certezas pueden distinguirse algu­
nas que se requieren específicamente para este experimento
concreto, pero que serían objeto de duda e investigación en
otras circunstancias. Por ejemplo, el hecho de que el termó­
metro funciona bien, que en esta situación debe darse por
sentado, pudo haber sido antes sometido a comprobación en
el departamento de control de calidad de la empresa que los
fabrica. En los procedimientos usados para corroborar si un
termómetro funciona bien, habría otras certezas que quedan
al margen de la investigación. Lo que en cierto contexto se
da por sentado y no requiere comprobación, puede ser so-
metible a verificación en circunstancias diferentes.
En distintos juegos de lenguaje puede variar La mudable y
no del todo nítida diferenciación entre las proposiciones que
no se cuestionan ni investigan, pues sirven como una base fir­
me sin la cual no se podría cuestionar, verificar o refutar otras,
y las que de hecho sí se someten a los criterios y reglas que
rigen en tales juegos para distinguir lo verdadero de lo falso.
Parece haber, no obstante, unas convicciones tan básicas que
están presupuestas en la mayoría de nuestros juegos de len­
guaje habituales. La creencia en la existencia del mundo ex­
terno, en que hay seres humanos, en que los objetos físicos
no aparecen y desaparecen misteriosamente y otras similares
serían ejemplos de tales certezas34.
Nuestras maneras de distinguir entre lo falso y lo verdade­
ro, nuestros criterios y procedimientos prácticos de verifica­
ción son aplicables y cobran sentido solamente en contextos
determinados, en juegos de lenguaje concretos. Quienes par­

14 Podrían agregarse aquí tam bién las otras proposiciones tipo


M oore que Wittgenstein considera en sus observaciones sobre la certe­
za. Se trata de proposiciones com o las que M oore lista en su artículo
«Defensa del sentido común», para afirmar de ellas que él conoce su
verdad con toda certeza. Wittgenstein plantea la objeción de que M oo­
re usa el térm ino ‘con ocer’ de m anera inapropiada, pues creem os en
tales certezas, las aceptamos sin necesidad de tener razones o argumen­
tos para justificarlas y defenderlas. Antes bien, nuestras justificaciones
se apoyan en ellas. En cam b io, de lo que co n o cem os sí debem os
poder dar razones y justificaciones objetivas.
ticipan en un juego de lenguaje, quienes se comunican y se
entienden en él, deben compartir ya unas reglas implícitas de
uso de las palabras. Pero, según Wittgenstein, la comunica­
ción efectiva por medio del lenguaje requiere también que
los que lo emplean concuerden también en ciertos juicios
básicos o creencias (ver IF, § 242). Estos juicios básicos,
que llegan a cumplir un papel similar al de reglas gramati­
cales, conformarían el suelo sobre el que descansan o en el
que viven nuestras demás creencias, nuestras argumenta
ciones y razonamientos.
En Sobre la certezfl, Wittgenstein utiliza la expresión ‘ima­
gen del mundo’ ( Weltbild) para referirse al sistema que está
constituido por estas creencias básicas. Es en contraste con el
telón de fondo conformado por ellas que podemos reconocer
y distinguir, en diferentes juegos de lenguaje, entre lo verda­
dero y lo falso, lo dudoso y lo que ofrece certeza, lo erróneo
y lo correcto. Muchas de las proposiciones con las que formu­
lamos las convicciones que constituyen nuestra imagen del
mundo, pese a tener la apariencia de proposiciones empíricas,
no tienen el grado de revisabilidad que poseen éstas. Antes
bien, ellas pueden jugar el papel de proposiciones gramatica­
les, es decir, funcionar no como descripciones sino como cri­
terios o normas de descripción empírica, de acuerdo con los
cuales se decide acerca de la aceptabilidad de la verdad de
otras proposiciones. Tratemos de ilustrar esto imaginando el
siguiente diálogo (supongamos que es parte de una conversa­
ción telefónica) en el que se expresa una duda y se trata de
confirmarla:

-Hombre, me parece que no estoy viendo bien. Creo que


no estoy bien de los ojos, ¿o será una jaqueca?
-Pero ¿por qué dice eso?
-Pues desde hace unos segundos trato de mirarme las ma­
nos y sólo logro ver como un borrón blanco.
—Eso parece grave, lo mejor es que vaya a un médico in­
mediatamente.
—Bueno, eso si logro divisar el camino hacia allá.

El diálogo, a pesar de que no parece contener mucha sus­


tancia filosófica, pretende, en este contexto, servir de ilustra­
ción de cómo una duda y la manera de verificarla se apoya en
el tipo de certezas básicas que constituyen lo que hemos lla­
mado nuestra imagen del mundo. La duda del preocupado
personaje acerca de si su sentido de la vista está funcionando
normalmente se apoya en el hecho de que él no logra ver sus
manos. Su duda gira, entonces, alrededor de un eje fijo, a
saber, la certeza de que él tiene dos manos. El hecho de que
no pueda ver sus manos, no suscita ninguna duda acerca de la
existencia de las mismas. A esta certeza se aferra tan firme­
mente, que ni siquiera se le ocurre afirmarla explícitamente.
Ella está, en todo caso, presupuesta en lo que dice: «intento
mirarme las manos y sólo veo un borrón blanco». Pero no está
presupuesta en el sentido de una premisa tácita, sino como
una convicción, que si no la tuviera, no le sería posible decir
lo que dice, dudar como duda, ni tratar de confirmar sus du­
das como lo hace. Vemos, pues, cómo en este caso la propo­
sición «tengo dos manos» puede llegar a funcionar, más que
como una descripción falible, como un criterio fijo, aunque
no en un sentido absoluto, que se mantiene al margen de la
duda y de la verificación y que contribuye a determinar la
aceptabilidad o dubitabilidad de otras proposiciones como
«estoy viendo bien». Consideremos ahora una variación del
diálogo que resulta, lo cual es muy significativo, mucho mus
inverosímil:

-Hombre, me parece que no tengo manos.


-¿Cómo? ¿Qué es lo que está diciendo?
—Creo que no tengo manos. He estado intentando verifi­
car si tengo manos y no logro verlas, sólo veo como un man­
chón blanco.
-¡No lo entiendo en absoluto! ¿Cómo puede creer ud. que
sus manos vayan a desaparecer así, sin más? ¡Ud. se está chi­
flando o me está tomando el pelo!

Y con esto se daría abrupto término a un diálogo que no


tiene ya muchas posibilidades de prosperar. Seguramente con
una persona como la que fabulamos aquí no podríamos co­
municamos efectivamente. ¿Tendría sentido tratar de hacerlo
entrar en razón y de convencerlo de lo absurdo de su duda?
¿Qué le diríamos? Nuestras razones se apoyarían en las con­
vicciones básicas que nosotros tenemos y que él da muestras
de no compartir. Para poder dialogar y razonar con otra per­
sona, ella debe compartir el suelo común en el que viven
nuestros diálogos y razones y dudas, Pero una persona que,
en circunstancias normales, dude que tiene manos, basándo­
se en la presunta razón que se da en el diálogo, no compartí
ría buena parte de tal suelo común. Si cree que de repente
puede dejar de tener sus dos manos o que nunca las ha teni
do, deberá tener muchas otras extravagantes creencias latí
incomprensibles para nosotros como ésa. Tal vez crea q u e
los miembros de un cuerpo humano, suponiendo que a r a
en la existencia de cuerpos humanos, no tienen la contimu
dad espacio-temporal que nosotros estamos convencidos q u e
RAÚL MELÉNDEZ ACUÑA

tienen. Quizá piense que los objetos físicos aparecen y desapa­


recen inmotivadamente, de manera que sus manos pueden
entonces esfumarse así no más, de súbito, sin que él se dé clara
cuenta de ello, «a sus espaldas», por decirlo así. O quizá pien­
se que nunca nadie ha tenido manos, que todos hemos sido
víctimas de una inexplicable ilusión colectiva que viola el
principio de razón suficiente. Sea como fuere, su imagen del
mundo sería muy diferente a la nuestra y si nosotros mismos
trataramos de albergar seria y consecuentemente su duda, ella
arrasaría con una significativa porción de nuestra imagen del
mundo. Entonces ya no sabríamos bien qué deberíamos to­
mar por verdadero, qué creer, de qué dudar, ni cómo razonar
o argumentar con otros; más grave aún, no sabríamos cómo
actuar. Si esta «duda» nos resulta tan ininteligible, si la recha­
zamos por absurda ello se debe, no a que choque contra una
verdad absoluta, sino a que ella derrumbaría el eje de certezas
básicas y compartidas en tomo al cual podrían girar nuestras
demás creencias y las dudas que nos son comprensibles.
Con estos ejemplos se muestra también lo problemática
que resulta una duda tan radical y generalizada como la que
trata de perseguir Descartes en el primer libro de sus Medita­
ciones metafísicas. Si bien su duda es una duda metódica y, en
cierto sentido artificial, que se pone en acción para poder
fundar luego el edificio del conocimiento sobre bases incon­
movibles que resistan los ataques escépticos más fuertes (la
duda cartesiana sería como una especie de vacuna radical a
la que él se somete para quedar inmune al escepticismo), ella
dio lugar dentro de ciertas corrientes de la filosofía moderna
a un fortalecimiento del escepticismo mismo. Wittgenstein
oponiéndose tanto al escepticismo, como a los intentos fun-
damentalistas de escapar a él, trata de superar este falso dile­
ma entre cuyos cuernos quedó oscilando buena parte de l;i
filosofía posterior a Descartes.
El distanciamiento de Wittgenstein respecto del cuerno fun-
damentalista y absolutista del dilema es lo que nos hemos pro­
puesto enfatizar reiteradamente (¿quizá en exceso?} a lo largo
de este trabajo. Por otro lado, su distanciamiento del cuerno
escéptico queda claramente expresado en afirmaciones como
las siguientes (y que esperamos haber ilustrado con los ejem­
plos que acabamos de dar): «Una duda que dudara de todo no
sería una duda» (SC, § 450); «Quien quisiera dudar de todo, ni
siquiera llegaría a dudar. El mismo juego de la duda presupo­
ne ya la certeza» (SC, § 115); «...las preguntas que hacemos y
nuestras dudas, descansan sobre el hecho de que algunas
proposiciones están fuera de duda, son -por decirlo de algún
modo—los ejes sobre los que giran aquéllas» (SC, § 341).
La distinción entre las proposiciones y las creencias some-
tibles a la verificación y las que la hacen posible quedando,
por consiguiente, al margen de ella y, a la vez, al margen de
la duda, no es, sin embargo, una distinción absolutamente
nítida ni está fijada de manera definitiva e invariable. Si bien
la imagen del mundo puede concebirse como una base sobre
la que se apoyan nuestros criterios de verdad, nuestro cono­
cimiento y nuestros razonamientos, ella no juega el papel de
fundamento epistemológico absoluto, en el sentido en el que
lo entendía y lo buscaba Descartes. La imagen del mundo no
cumple con los requisitos cartesianos exigidos de un funda­
mento, ya que no posee un carácter universal, absoluto, eterno
o necesario. Ella es, por el contrario, contingente, histórica
y, en últimas, injustificable, como también lo es, entonces, la
distinción entre las proposiciones que colocamos al margen
de la verificación y las que sometemos a ella. Este carácter
cbntingente e histórico es subrayado por Wittgenstein en la
siguiente comparación:

Las proposiciones que describen esta im agen del m un­


do podrían p erten ecer a una suerte de m itología. Su función
es sem ejante a la de las reglas del ju ego, y el juego tam bién
p uede ap ren derse de un m o d o puram en te p ráctico, sin ne­
cesidad de reglas explícitas.
P odríam os im aginar que algunas proposiciones, que tie­
nen la form a de proposiciones em píricas, se solidifican y fun­
cionan co m o un canal p ara las proposiciones em píricas que
n o están solidificadas y fluyen; y tam bién que esta relación
cam b ia con el tiem po, de m o d o que las p roposiciones que
fluyen se solidifican y las sólidas se fluidifican.
L a m itología puede convertirse de nuevo en algo fluido,
el lecho del río de los pensam ientos puede desplazarse. Pero
distingo en tre la agitación del agua en el lecho del río y el
d esplazam iento de éste últim o, p o r m u ch o que no haya una
distinción p recisa en tre u na co sa y la o tra 1'’.

Esta imagen dinámica de nuestro sistema de creencias


como un cambiante río, cuyo lecho también se mueve, aun­
que más lenta e imperceptiblemente, ofrece un muy notable
contraste visual con la estática imagen cartesiana del conoci­
miento verdadero como un edificio erigido sobre cimientos
inconmovibles, inmutables y definitivos.
En otro pasaje Wittgenstein nos da un ejemplo concreto
de una de esas proposiciones que, habiendo formado parte
del sólido lecho, se fluidifican: «Los hombres han creído que
un rey podía hacer llover; nosotros decimos que eso contradi
ce toda experiencia» (SC, § 132, p. 19). Pero, sin proponérselo,
él nos ofrece un ejemplo más diciente a este respecto. Tratan
do de ilustrar el hecho de que las proposiciones que forman
esa suerte de mitología o imagen del mundo constituyen un
legado que aprendemos y en el que nos apoyamos, para po­
der distinguir entre lo equivocado y lo correcto, lo falso y lo
verdadero, él nos deja, de manera curiosamente irónica, un
claro testimonio de cómo ha cambiado la imagen del mundo
desde que él escribía el siguiente pasaje de sus observacio­
nes sobre la certeza, en 1950, hasta nuestros días:

Lo que creemos depende de lo que aprendemos. Cree­


mos que es imposible llegar a la Luna; pero es posible que
algunas personas crean que tal cosa es posible y que algún
día sucederá de hecho. Decimos: tales personas no saben
muchas de las cosas que nosotros sabemos. Aunque estén
tan seguros como quieran de lo que dicen - están equivoca­
dos y nosotros lo sabemos31'.

El irónico ejemplo muestra también que a pesar de que a


las proposiciones de nuestra mitología las colocamos al mar­
gen de la duda y no aceptamos que sean contradichas, ello
no es garantía, ni mucho menos, de que sean verdades abso­
lutas o eternas, de que vayan a ser para siempre parte del le­
cho del río de nuestros pensamientos y creencias.
Pero la imagen del mundo no sólo es contingente e histó­
rica, sino que también es injustificable y no fundamentada.
En la medida en que constituye el suelo en el que se apoyan
nuestras justificaciones, o el límite en el que ellas encuentran
su término, ella misma carece de justificación o fundamen-
tación. La carencia de fundamentación de nuestras creencias
más básicas está expresada con claridad en pasajes como
éste:

L o difícil es p ercib ir la falta de fundam entos de nuestra


creen cia.
E n el fundam ento de la cre e n cia bien fundam entada se
en cu en tra la creen cia sin fundam entos.
Pero no tengo mi im agen del m undo porque m e h aya
con vencido a mí m ism o de que sea la co rre cta ; ni tam poco
porque esté co n v en cid o de su co rre cció n . Por el con trario
se trata del trasfondo que m e viene dado y sobre el que dis­
tingo entre lo v erd ad ero y lo falso’ ' .

Hemos querido dejar claro que no todas las proposiciones


se someten en igual medida a la verificación, pues algunas
pueden llegar a cumplir el papel de reglas o criterios con ayu­
da de los cuales establecemos la verdad o falsedad de otras.
La verdad de las primeras no necesita establecerse empleando
procedimientos específicos de comprobación, sino que ella,
nos dice Wittgenstein, «pertenece a nuestro sistema de referen­
cia» (SC, § 83, p. 12). Veamos ahora cómo para las proposi­
ciones más fluidas, cuya verdad no pertenece al sistema de
referencia, sino que se debe establecer dentro de tal sistema,
pueden aplicarse diversas formas de establecerla relativas al
contexto y al tipo de proposición de que se trate. No haremos
otra cosa que dar unos pocos ejemplos para ilustrar obvieda­
des, sin embargo hacerlo no es del todo sencillo, pues estas ob­
viedades se pasan frecuentemente por alto o se ven bajo una
niebla que las oscurece, cuando se adoptan ciertos prejuicios
idealizantes acerca de las nociones de significado y verdad.
El volver sobre lo obvio cobra entonces un valor terapéuti­
co: ayudar a liberarnos de tales prejuicios, a disipar la niebla
que éstos generan y a curarnos del ansia de buscar una com­
prensión que vaya más allá de lo que se muestra claramente
ante nuestros ojos; como si no quisiéramos reconocer la cla­
ridad que ello nos ofrece, como si ella no nos bastara, como
si nos faltara una anhelada «comprensión más profunda». La
peculiar dificultad de esta tarea la expresa Wittgenstein así:

Aquello que h ace al objeto difícilmente com prensible —


cu an d o éste es significativo, im portante no es que alguna
in stru cció n esp ecial so b re co sas ab stru sas sea n e ce sa ria
p ara su com prensión, sino la oposición entre la co m p re n ­
sión del objeto y lo que quiere ver la m ayoría de los hom bres.
P or ello puede llegar a ser p recisam ente lo ce rca n o lo m ás
difícilmente com prensible. No es una dificultad del entendi­
m iento sino de la voluntad la que hay que su p erar1*.

Hay, sin duda alguna, proposiciones que, en determina­


das circunstancias, son comprobadas según su correspon­
dencia con los hechos. Si se pregunta a alguien por un libro y
la respuesta es «el libro está sobre su escritorio», se puede
tratar de confirmar la veracidad de la respuesta yendo al es­
critorio y mirando si, de hecho, el libro yace sobre él. Esta
sencilla y natural maniobra puede describirse como una com­
paración directa entre la proposición y su sentido con la reali­
dad, con los hechos. Pero no hay que olvidar que incluso
esta comparación tan simple e inmediata se hace, y sólo pue­
de hacerse, dentro de un marco de referencia básico, tan so­
breentendido que no reparamos en que está ahí como sostén
de nuestros más familiares procedimientos de verificación.
Es dentro de un juego de lenguaje concreto que éstos proce­
dimientos adquieren sentido y aplicabilidad, pues las certe­
zas básicas y las reglas de uso que están presupuestas en el
juego determinan cuáles son los hechos expresables en él y
qué vale en él como una manera legítima de hacer una com­
paración con estos hechos para establecer si una proposi­
ción (una movida del juego} es verdadera en el sentido de
correspondencia. Los criterios para determinar cuáles son
los hechos y a qué llamamos concordancia con ellos, no po­
seen una validez en sí, independiente de o exterior a los con­
textos en los que se usen.
Lo que vale como comparación con la realidad en una
situación cotidiana como la de la pregunta por el libro, puede
ser muy diferente a lo que vale como contrastación experi­
mental con los hechos en un sofisticado laboratorio de física
de partículas elementales, donde una comparación tan inme­
diata no es realizable. Allí la comparación estaría mediada
por el uso de supuestos teóricos cuya correspondencia con la
realidad plantea no pocas dificultades. ¿Cómo, por ejemplo,
a partir de la lectura de cierta cifra que aparece en la pantalla
de un complejo aparato o de la forma visible de una gráfica
que sale de la impresora de un enorme computador pueden
extraerse conclusiones acerca de lo que ocurre con unas par­
tículas inobservables? Las conclusiones que se extraigan, los
cálculos matemáticos y argumentos físicos que se empleen
para extraerlas dependen de criterios y supuestos teóricos
que determinan !as maneras legitimas y aceptables de des­
cribir los hechos que resultan del experimento*1. Así pues,
los usos de criterios de correspondencia con los hechos pue­
den ser muy diversos según el contexto en el que se apliquen.
Para ilustrar esto con otro caso más, pensemos en las dis­
tintas maneras como un historiador podría tratar de corrobo­
rar una hipótesis histórica como correspondiente o fiel a los
hechos pasados. Un ejemplo nos lo ofrece la controversia en­
tre distintos historiadores de la matemática griega acerca de
cómo fue demostrada por vez primera la existencia de magni-

313 Estas consideraciones están estrecham ente relacionadas con la


crítica al mito de lo dado y con lo que se ha llamado la ‘theory ladeness’
de los hechos (la carga teórica que llevan encim a los hechos). Si quisié­
ram os verificar, por ejemplo, si la proposición «el sol gira alrededor de
la tierra» es cierta, la verificación misma dependerá de la teoría de la
que nos sirvamos para expresar y describir los movimientos de los astros
(de si tal teoría es heliocéntrica o geocéntrica o alguna otra alternativa).
Y no podríam os recurrir a los hechos para decidir cuál teoría es más
verdadera, pues eso presupondría justamente lo que se está poniendo en
cuestión, esto es, que haya hechos en si mismos, absolutamente puros,
incontaminados e independientes de las teorías que empleam os para
pensarlos y describirlos. Para com parar las teorías podríamos emplear,
tal vez, criterios tales com o su simplicidad, su utilidad, su capacidad
predictiva u otros. Sin embargo, hay otro punto que queremos enfatizar
también, a saber, que los que tomamos com o hechos no sólo están car­
gados de supuestos teóricos, sino que también dependen del uso que
podríamos llamar pre-teórico de las palabras y expresiones de un juego
de lenguaje y de las reglas que valen en él para tai uso. Podría hablarse
entonces de algo com o un ‘language-ladeness’ de los hechos.
tudes inconmensurables. Dado que no se ha conservado un
texto antiguo con la demostración original, han surgido mu­
chas conjeturas diferentes al respecto y diversas razones en
apoyo de estas conjeturas40. En la discusión y evaluación crí­
tica de estas distintas hipótesis un criterio importante para
determinar cuáles reconstruyen mejor, más plausiblemente,
la verdad histórica es la coherencia que ellas guarden con la
totalidad de la evidencia textual dispersa en la literatura anti­
gua, evidencia fragmentaria que sólo da una imagen parcial
de los comienzos de la matemática griega. La labor filológica
de aclarar el sentido en el que se usan expresiones claves den­
tro de los textos y de traducir e interpretar bien los mismos
juega aquí un papel muy importante. Y dado que no todos los
testimonios antiguos han de tomarse como igualmente con­
fiables se requiere, entonces, del uso de criterios para juzgar
tal habilidad. Vemos, pues, cómo los procedimientos que se

40 Una exposición crítica de varias de estas conjeturas se encuentra


en: W. R. Knorr, The Evolution o f tke Euclidean Elements, D. Reidel
Publishing C om pany, Dordrecht, Holland, 1975, capítulo II. No hay
acuerdo ni siquiera acerca de si la inconmensurabilidad fue demostrada
prim ero para el caso de la diagonal y el lado de un cuadrado o de un
pentágono regular, com o tam poco lo hay acerca del tipo de argumen­
tación que pudo haber sido empleada (¿se habría usado una reducción
al absurdo? ¿o argumentos que recurrían a la noción de divisibilidad
infinita, similares a los de Zenón de Elea? ¿se usó el procedimiento
pitagórico denom inado ‘sustracción mutua’ para tratar de hallar una
medida común de dos segmentos?) El que se hayan formulado tan di­
versas conjeturas evidencia la escasez de fuentes con las que se cuenta
y es en casos tan inciertos com o éste en los que pueden surgir maneras
muy diversas de tratar de reconstruir la verdad histórica.
emplean para reconstruir la verdad histórica pueden diferir
significativamente de los métodos de verificación que se em­
plean en otras situaciones. Si en el caso del libra sobre la me­
sa era determinante la evidencia de los sentidos, de la vista y
en el caso del laboratorio era muy importante el uso y buen
funcionamiento de aparatos sofisticados y la correcta interpre­
tación teórica de los datos suministrados por ellos, aquí surge
algo que no era clave en los ejemplos anteriores, a saber, la
coherencia con la evidencia encontrada en testimonios textua­
les, su fiabilidad y la correcta interpretación de los mismos.
Aun si la patente diversidad de usos que puedan darse de
criterios de correspondencia con los hechos fuese ignorada
para ser cobijada bajo una única definición general, se pue­
den dar otros ejemplos en los que ya sería muy problemático
seguir hablando de verdad en sentido de correspondencia.
Como ya hemos observado antes, generalizar demasiado la
aplicabilidad de esta noción puede llevar, para usar una muy
gráfica expresión de Quine, a mellar el higiénico filo de la
navaja de Occam, es decir, a superpoblar innecesariamente la
realidad con entidades y hechos misteriosos y a suponer en
nosotros mismos facultades igualmente misteriosas para ex
plorar tales paisajes difícilmente accesibles, llenos de escu­
rridizos objetos. Para conservar una más austera y, sobre
todo, menos problemática imagen de lo real, debemos res­
tringir la aplicabilidad de la noción de correspondencia. Silo
hacemos, entonces no se requerirá postular la existencia de
objetos matemáticos y lógicos ideales o de ocultas entidades
mentales para poder seguir distinguiendo entre verdad y fal­
sedad en casos como los de proposiciones matemáticas o
lógicas y en otros como los de proposiciones sobre sensacio­
nes o sentimientos. Veamos ejemplos.
Para proposiciones aritméticas como «2+2=4», ¿qué cri­
terio o criterios de verdad cabe emplear? Ya señalamos antes
el rechazo de Wittgenstein de un platonismo, según el cual la
verdad matemática sería entendida en el sentido de corres­
pondencia con una ultra-realidad de entidades ideales, abs­
tractas. Pero él tampoco acepta una concepción empirista,
como la de J. S. Mili, en la que las proposiciones matemáticas
sean concebidas como generalizaciones empíricas. Tal con­
cepción no es compatible con la peculiar independencia que
tienen las proposiciones de la matemática respecto de los he­
chos. Supongamos, por un momento, que se intentara justifi­
car una proposición matemática como verdadera haciendo
experimentos como:

C o lo ca 2 m anzanas sobre u na m e sa v acía, p ro cu ra que


nadie se acerq u e y que no se m u ev a la m esa; co lo ca ah ora
otras dos m anzanas sobre la m esa; cu en ta a h o ra las m an ­
zanas que hay allí. H as hecho un e xp erim en to ; el resultado
del recu en to es prob ablem en te 4. (Presentaríam os el resul­
tado de este m o d o : si bajo tales y tales circu n stan cias se
co lo ca n sob re u n a m esa, p rim ero d os, después otras dos
m an zan as, en la m ay o ría de los casos no d esap arece ningu­
na, ni se añade ninguna.) Y pueden hacerse análogos exp eri­
m entos, co n el m ism o resultado, co n toda clase de cuerpos
sólidos. A sí es co m o los niños ap ren d en a ca lcu la r en tre
nosotros, puesto que se les c o lo c a 3 habas y 3 m ás, y se les
h ace co n tar luego lo que ahí queda. Si de ahí resultara unas
v eces 5 y otras 7 (por ejem plo co m o diríam os ah o ra, unas
v eces u n a b ola se añ adiera, otras d esapareciera, p o r sí m is­
m a), declararíam os en principio que las habas son inadecua­
das p ara la enseñanza del cálculo. Pero si sucediera lo m ism o
con varillas, dedos, rayas y con la mayoría de las demás co­
sas, entonces se acabaría el cálculo.
«Pero incluso entonces, ¿no serían 2+2=4?». —Con ello,
esta pequeña proposición se habría vuelto inutilizable41.

Los experimentos con las manzanas o las habas u otros


objetos, aun si sus resultados fuesen los esperados, no corro­
borarían las proposiciones del tipo «2+2=4». Confirmarían,
más bien, generalizaciones empíricas como la que Wittgen-
stein pone entre paréntesis, presentando el resultado del expe­
rimento de las manzanas. Pero proposiciones como «2+2=4»
no coinciden con estas generalizaciones ni son equivalentes a
ellas. Si el resultado del experimento con las manzanas no fue­
se el esperado, ello no nos obligaría a abandonar la proposi­
ción «2+2=4» ni a considerarla como refutada empíricamente.
No revisamos las proposiciones de la matemática a la luz de la
evidencia empírica del modo en que revisaríamos proposicio­
nes empíricas propiamente dichas (tales como «el libro está
sobre la mesa»). Antes que refutar una proposición matemáti­
ca por no corresponder con los hechos, dudaríamos de que
hemos registrado bien la evidencia fáctica; nos inclinaríamos a
revisar, más bien, lo que consideramos como hechos. En el
caso de las manzanas sospecharíamos que hemos contado mal
y si al recontarlas sigue obteniéndose un número distinto de 4
trataríamos de dar explicaciones como «algunas manzanas
han aparecido (o desaparecido) misteriosamente sin que nos
diéramos cuenta» o algo parecido.
¿Pero qué ocurriría si sistemáticamente las experiencias
al contar objetos muy diversos en circunstancias diferentes
parecieran contradecir nuestras proposiciones aritméticas? En­
tonces nuestra aritmética se volvería inaplicable. Pero ¿se vol­
vería inaplicable por haberse comprobado que es falsa? No,
puesto que las proposiciones de la aritmética no describen he­
chos empíricos. Las que se comprobarían como falsas serían
ciertas generalizaciones empíricas (como la del paréntesis en
el pasaje citado) que describen hechos naturales muy básicos.
Y si bien estos hechos naturales muy básicos pueden verse
como condiciones sin las cuales no sería posible nuestra arit­
mética, las proposiciones de la aritmética no afirman, a la
manera de proposiciones empíricas muy generales, que se
dan estas condiciones de posibilidad de su empleo. Por lo tan­
to, ellas no se vuelven falsas, sino inaplicables, al no darse ta­
les condiciones naturales. Nuestro uso de la matemática y la
lógica presupone que se dan ciertos hechos naturales, pero
ello no debe llevar a pensar que las proposiciones de la lógica
o la matemática sean proposiciones empíricas. ¿Pero entonces
las proposiciones de la aritmética seguirían siendo verdaderas
independientemente de los hechos, incluso de aquellos que
están presupuestos en su aplicación? Tampoco, pues para ser
verdaderas deben tener sentido y si ellas se volvieran inutili-
zables, al no darse las condiciones naturales sobre las que des­
cansa su uso, entonces careciendo de aplicabilidad carecerían
también de sentido. Sería problemático, seguramente nos re-
conduciría al platonismo, afirmar que en un mundo en el que
no se dan condiciones naturales que posibiliten el uso de nues­
tra aritmética sigue siendo cierto que 2+2=4.
Wittgenstein rechaza tanto la concepción de que la lógica
y las matemáticas son ciencias empíricas muy universales,
que se ocupan de rasgos muy generales de los hechos, como
la de que son ultra-teorías acerca de una realidad no empírica.
¿Qué concepción positiva de la lógica y las matemáticas puc
de entonces aribuírsele? Para él la lógica y la matemática son
técnicas o prácticas que operan con reglas aplicables a las pro­
posiciones empíricas (reglas para inferir unas de otras, para
sustituirlas o transformarlas de determinadas maneras). Ellas
contribuyen a constituir un marco de referencia en el que
situamos nuestras descripciones de hechos, nuestras pro­
posiciones empíricas: «la proposición matemática sólo ha de
proporcionar el entramado para una descripción» (OFM, VII,
§ 2, p. 301)42. El papel de las proposiciones lógicas y matemá­
ticas es comparable al de las proposiciones tipo-Moore que
expresan las certezas que están a la base de nuestra imagen
del mundo, pues tanto unas como las otras funcionan como
normas de descripción y no como descripciones empíricas:

N o hay, ciertam ente, duda alguna de que, al con trario


que las p roposiciones descriptivas, las p roposiciones m ate­
m áticas desem p eñan en determinados juegos de lenguaje el p a­
pel de reglas de representación.
El pedestal sobre el que para nosotros está la matem ática,
lo ha conseguido ésta gracias al papel concreto que sus propo­
siciones desem peñan en nuestros juegos de lenguaje41.

Este papel de reglas de representación que en ciertos con­


textos juegan las proposiciones matemáticas ayuda a expli-

Wittgenstein da un ejemplo concreto de có m o la aritmética se


requiere como marco para preguntar por y establecer ciertos hechos
(en cierto sentido, para constituirlos): ¿Cómo, sin ella, establecí1!
cuantas vibraciones se producen cuando suena una nota rmi.si(;il
43 OFM, vn, § 6 , p. 306.
car su peculiar dignidad, esto es, el carácter necesario que se
les atribuye. A las reglas de la matemática normalmente no
las sometemos a revisión y, como ilustramos en el ejemplo
de las manzanas, si ciertos hechos parecen contradecirlas,
lo que estamos inclinados a hacer es reformular los hechos
para que encajen dentro de los marcos o esquemas de des­
cripción y representación que ellas ayudan a constituir. Aban­
donar tales reglas implicaría abandonar en buena medida
nuestras maneras de hablar de hechos (como lo muestra el
ejemplo del número de vibraciones al sonar una nota mú­
sica]), no sólo en las ciencias, sino también en nuestros juegos
de lenguaje cotidianos. En cuanto funcionen como reglas
para describir hechos y no como descripciones de ellos, no
puede afirmarse de las proposiciones de la lógica y de la ma­
temática que sean verdaderas o falsas en el sentido de con­
cordancia con los hechos.
En juegos de lenguaje en los que se apliquen las proposi­
ciones matemáticas o lógicas como reglas de representación,
en sus usos «en lo civil» (ver OFM, V, § 2, p. 215), es decir,
fuera del ámbito de lo que suele llamarse «matemática pu­
ra», no cabría someterlas a verificación. Pero en otros contex
tos, por ejemplo cuando se está exponiendo o desarrollando
una teoría matemática en forma de sistema axiomático, ca­
bría hablar de ellas como verdaderas o falsas y cabría em­
plear procedimientos para justificarlas. En tales contextos
el criterio determinante para establecer la verdad lógica o
matemática sería la demostrabilidad. Por supuesto este crite­
rio es relativo a los supuestos (que cumplen el papel de puntos
de partida de las demostraciones) y las reglas de inferencia
que se asuman dentro de un sistema deductivo particular.
Wittgenstein escribe: « ‘Verdadera en el sistema de Russell’
significa, como se ha dicho: demostrada en el sistema de Ru
ssell; y ‘falsa en el sistema de Russell’ quiere decir: lo contni
rio está demostrado en el sistema de Russell» (OFM, apéndice
III a la parte I, § 8 , p. 93).
El hecho de que Wittgenstein sostenga que dentro de un
sistema deductivo el criterio de verdad es la demostrabilidad y
el de falsedad la refutabilidad, hace pensar en cierta semejan­
za entre su posición y el rechazo del platonismo por parte de los
intuicionistas. De hecho, la identificación dentro de un sistema
deductivo entre verdad y demostrabilidad sirve a Wittgenstein
para tomar una posición crítica frente a un platonismo implí­
cito en algunas maneras de interpretar la demostración del fa­
moso Teorema de Incompletitud de Gódel y el significado del
teorema mismo. Según ciertas maneras de formular e inter­
pretar este teorema, en él se demuestra que en el sistema de
los Principia Mathematica de Russell y Whitehead y en «siste­
mas afines» en los que la prueba es también aplicable, hay
sentencias aritméticas verdaderas que no son demostrables dentro del
sistema (ver Gódel, Kurt: Obras completas, Alianza Editorial,
Madrid, 1981, p. .59). Esto supone que puede hablarse de ver­
dad en un sentido diferente al de demostrabilidad. Habría,
entonces, enunciados aritméticos verdaderos, en el sentido
de que describen relaciones que se dan realmente entre los
números, entendidos como entidades independientes e idea­
les, así ellos no puedan deducirse formalmente.
Pero si bien hay cierto acercamiento al intuicionismo en
este respecto particular, la oposición al platonismo, WiLtgen
stein se distancia mucho de ciertas doctrinas básicas de los
intuicionistas, principalmente de la idea de que la maternal» a
se ocupa de estudiar ciertos procesos mentales privados ilu­
díante los cuales se construyen los objetos y las verdades m.i
temáticas44. Wittgenstein al rechazar por igual una concep­
ción platonista y una empirista de la matemática, no cae tam­
poco en este mentalismo de los intuicionistas, el cual quedaría
expuesto a sus objeciones contra la posibilidad de un lenguaje
privado y contra una concepción mentalista del significado y
la comprensión. Pero más que adentramos en las honduras de
la filosofía matemática de Wittgenstein, lo que hemos pretendi­
do es dejar claro que el uso de la noción de verdad en contex­
tos matemáticos (tanto en la matemática pura, como en sus
aplicaciones «en lo civil») no es asimilable a sus usos en rela­
ción con proposiciones empíricas.
Ahora tomemos en consideración el caso, muy diferente a
los anteriores, de una proposición en la que se expresa un sen­
timiento (inevitablemente este ejemplo resultará algo melodra­
mático): en medio de una de sus fuertes discusiones con su
padre, una hija le dice: «A pesar de todo lo que he dicho y
hecho, tú sabes muy bien que yo te quiero mucho». El pa­
dre, preocupado y un poco incrédulo, frunce el ceño pensan­
do en qué tan sincera es esta repentina expresión de afecto.
En este tipo de circunstancias, nada infrecuentes, se muestra
que de hecho en muchas ocasiones hacemos uso de maneras

44 Para Brouwer la m atem ática es una actividad por medio de la


cual se «deducen teoremas exclusivamente por medio de la construcción
introspectiva» (Brouwer, «Consciousness, Philosophy and Mathematics»,
en Philosophy o f Mathematics, eds. B enacerraf and Putnam, Englewood
Cliffs, N ew jersey , 1964, p. 4 2 ); Heyting, por su parte, escribe: «La
característica del pensamiento m atemático es que no nos proporciona
verdad alguna acerca del mundo exterior, sino que sólo se ocupa de
construcciones mentales» (Heyting, Introducción al intuicionismo, Tec-
nos, Madrid, 1976, p. 19).
de convencemos de la veracidad de una afirmación, aunque
éstas sean muy difíciles de precisar explícitamente. En todo
caso, ellas están muy lejos de ser reducibles a la noción de
correspondencia con los hechos y tampoco tienen semejanza
con nuestros usos de los términos ‘verdadero’ y ‘falso’ en con­
textos matemáticos. En este contexto resulta totalmente ab­
surdo suponer que al padre se le pudiera ocurrir someter a
su hija a una prueba con una máquina detectora de mentiras
o a penosos exámenes hechos por un neurofisiólogo, o tal
vez a interminables sesiones con un psicoanalista, para bus­
car en los más recónditos laberintos de su cerebro o mente
la entidad o el hecho correspondiente que le permitiera com­
probar con toda objetividad si su hija realmente le tiene toda­
vía afecto y no lo estaba engañando cuando lo afirmaba. A él
no le es posible demostrar concluyentemente si la expresión
de afecto de su hija es genuina, pero saberlo es, seguramen­
te, de suma importancia para él y hay maneras de hacerlo
que no se fundan, sin embargo, en criterios rígidos, fijos que
se puedan formular clara y explícitamente. La expresión del
rostro de su hija, los gestos, el tono de voz, los movimientos
de partes de su cuerpo, muchos detalles de las circunstancias
en que ella dijo lo que dijo, pero también mucho de la histo­
ria de su relación con él llevan al padre, de algún modo no
muy precisable, a creer o no en lo que ella le dice. Él podría
pensar «no sé explicar muy bien por qué pero estoy conven­
cido de que ella me miente» o «sí, a pesar de todo lo que pu­
diera hacerme pensar lo contrario, sé que lo que dice es
cierto», y aunque no podamos explicitar criterios que lo lleven
a pensar una cosa o la otra, es claro que no se trata en ninguno
de los dos casos de una creencia arbitraria o que no haya ma­
nera alguna de distinguir aquí entre sinceridad y mentira.
Un ejemplo que guarda similitudes con éste es el de la ex­
presión de una sensación, por ejemplo de dolor. La madre tie­
ne sus maneras efectivas de saber si el niño está fingiendo dolor
para no tener que ir al colegio o si realmente está enfermo,
aunque si le preguntáramos cómo hace para saberlo no respon­
da sino de manera muy vaga. Compárese lo que hemos veni­
do ilustrando aquí con los siguientes pasajes de Wittgenstein:

Estoy seguro, seguro, de que él no disimula; pero un ter­


cero no lo está. ¿Lo puedo convencer siempre. Y, si no es
así, ¿comete él un error conceptual o de observación?
«¡No entiendes nada!». - Así decimos cuando alguien
pone en duda lo que nosotros reconocemos claramente
como auténtico —pero no podemos demostrar nada.
¿Hay juicios ‘expertos’ sobre la autenticidad de una ex­
presión de sentimientos? - También en este caso hay perso­
nas con capacidad de juicio ‘mejor’ o ‘peor’.
Del juicio hecho por un conocedor de los hombres sal­
drán, por lo general, prognosis más correctas.
[...] Ciertamente es posible convencerse, por medio de
pruebas, de que alguien se encuentra en tal o cual estado
anímico, por ejemplo, que no disimula. Pero aquí también
hay pruebas ‘imponderables’.
[...] Entre las pruebas imponderables se cuentan las suti­
lezas de la mirada, del gesto, del tono de la voz. Puedo reco­
nocer la mirada auténtica del amor, distinguirla de la falsa (y
naturalmente puede haber aquí una confirmación ‘ponde­
rable’ de mi juicio). Pero puedo ser completamente incapaz
de describir la diferencia45.
Éste es el tipo de ejemplos que suelen ignorarse y despre­
ciarse por irrelevantes en ciertas maneras tradicionales de llevar
a cabo la actividad filosófica (¿una vez más el menosprecio
por el caso particular, concreto?, ¿el afán de abstraer, olvidan­
do las diferencias?) y, por ello, recordarlos puede ayudar a ha­
cer ver las cosas de otra manera, con otros ojos.
Un notable contraste con la «imponderabilidad» y el ca­
rácter impreciso de ciertas maneras de corroborar si la expre­
sión de un sentimiento es veraz, lo ofrece el uso de normas
explícitas para llevar a cabo los procedimientos jurídicos que
suelen emplearse para juzgar si una afirmación frente a un
tribunal es verdadera o si una evidencia es aceptable. En los
contextos jurídicos, a diferencia de los ejemplos anteriores,
deben regir normas clara y expresamente consignadas acerca
de cómo determinar la veracidad de un testimonio y la acep­
tabilidad de un indicio, una evidencia o una prueba. No hay
duda de que las maneras de valorar y juzgar una declaración
como «a pesar de que todas las evidencias hablan en mi con­
tra, yo no lo hice» varían radicalmente si se la enuncia en un
tribunal o en el curso de una discusión familiar.
Para citar un nuevo caso que contribuya a ilustrar toda­
vía un poco más la diversidad de criterios que se emplean
en la práctica, en juegos de lenguaje concretos, para acep­
tar una afirmación como verdadera, tomemos brevemente
en consideración el caso de las creencias religiosas. Lo que
históricamente se ha hecho valer como evidencia aceptable
para defender una creencia religiosa ha sufrido no pocas va­
riaciones. En muchas circunstancias se ha aplicado de manera
dogmática e intolerante como criterio último la coherencia
con lo que dicen las Sagradas Escrituras. También se ha recu­
rrido a dar demostraciones racionales de las creencias reli-
giosas. Se han formulado asimismo justificaciones pragmáti­
cas. En otros casos el tener una fe no fundamentada racional­
mente, o tal vez el haber pasado por cierto tipo de vivencias
que se califican como místicas o por trances extáticos, se cons­
tituyen en la manera más genuina de confirmar las creencias
religiosas. Y en estos contextos se suele hablar también de ver­
dades.
El carácter histórico que poseen nuestras maneras de dis­
tinguir entre lo verdadero y lo falso, lo correcto y lo inacepta­
ble está muy ligado, como ya lo señalamos, con el carácter
histórico de nuestra imagen del mundo. No sólo cambian las
creencias que tomamos por verdaderas (por ejemplo la creen­
cia en que es imposible viajar hasta la luna), sino que cam­
bian asimismo, aunque tal vez más imperceptiblemente («el
lecho del río de los pensamientos» también se desplaza),
nuestras maneras de justificarlas y de juzgarlas, nuestros pro­
cedimientos y nuestros criterios mismos para distinguir entre
lo verdadero y lo falso, lo válido y lo inaceptable. Y, claro
está, no sólo se dan estos cambios en relación con las mane­
ras de defender las creencias religiosas, también cambian las
normas jurídicas con las que se establece la verdad en los tri­
bunales, las maneras socialmente aceptadas de expresar sen­
timientos y de reconocerlos en los otros, las exigencias de
rigor en una demostración matemática, los métodos experi­
mentales usados en la ciencia...
Podríamos seguir dando más ejemplos, pero no quere­
mos caer innecesariamente en el riesgo de sustituir el ansia
de universalidad a la que ellos se oponen por un ansia de ex-
haustividad. No se trata aquí de aplicar una presunta teoría
del significado como uso (Wittgenstein, como ya hemos acla­
rado, no pretendió en su obra tardía desarrollar ninguna teo­
ría del significado) haciendo una enumeración lo más exhaus­
tiva posible de las aplicaciones del concepto de verdad en
diferentes circunstancias posibles, que pudiera valer como la
explicitación completa de su significado. Tal significado no
puede establecerse de manera definitiva por una enumera
ción de usos, pues éstos no están fijados de una vez y para
siempre. Con el tiempo surgen usos nuevos y otros se van
abandonando. Los casos particulares que hemos considerado
y las diferencias que saltan a la vista entre ellos ya han ilustra­
do suficientemente, esperamos, lo que pretendíamos mostrar
o recordar: la diversidad y el carácter relativo de nuestras ma­
neras de distinguir entre lo verdadero y lo falso.

Para concluir aclaremos que con los ejemplos que se han da­
do en esta última parte no se pretende haber demostrado
concluyentemente la imposibilidad de desarrollar una teoría
general de la verdad. Lo que se ha buscado es examinar esta
noción desde una perspectiva en la que no hay lugar para
teorías o definiciones generales, en la que desarrollarlas no
es lo importante. Desde la perspectiva que nos ofrece Witt-
genstein en su obra tardía la claridad acerca de un concepto,
en nuestro caso el de verdad, no se logra teorizando ni apro­
ximándose a él con métodos tomados en préstamo de las
ciencias, sino, como lo hemos intentado en este último capí­
tulo, superando prejuicios universalizantes que lo oscurecen
y tratando de obtener una visión sinóptica de sus diversos
usos. Esta perspectiva no ha de tomarse, desde luego, como
la correcta en un sentido absoluto o como totalmente inmune
a cualquier objeción, pero es la que se ha adoptado en este
trabajo para tomar una posición crítica frente a una perspec
tiva teórica y fundamentalista que ha ejercido una influencia
determinante en maneras más tradicionales de aproximarse
desde la filosofía al concepto de verdad.
Epilogo

Una conversación sin testigos


Yo escribo casi siempre conversaciones conmi­
go mismo. Cosas que yo me digo sin testigos.
Wittgenstein
Observaciones (1948)

Nuestra indagación sobre el concepto de verdad, que hemos


hecho tratando de tomar como punto de partida la manera de
concebir la actividad filosófica y los puntos de vista acerca del
significado y la relación entre lenguaje y realidad del Wittgen­
stein tardío, pueden dejar todavía en el lector un sentimiento
de decepción: «¡Pero si no se ha explicado nada! Se han dado
sólo ejemplos superficiales, pero no se ha llegado a tocar El
Problema de la Verdad, el cual yace mucho más profundo que
tales ejemplos triviales».
Con el fin de defender lo que hemos dicho sobre la noción
de verdad de esta perspectiva, desde la cual se espera encon­
trar cierto tipo de explicaciones, hemos querido confrontarla
una vez más con la perspectiva que se ha adoptado en este
trabajo. Para ello, y asimismo para aclarar más y subrayar
algunos puntos centrales de este trabajo, recurrimos al siguien­
te diálogo en el que imaginamos una posible discusión entre
un lector decepcionado, D, y uno no decepcionado, L (¡eso
suponiendo muy optimistamente que haya por lo menos dos
lectores de este trabajo, que haya uno no decepcionado y que
hayan llegado hasta este punto en la lectura!).
RAÚL MELÉNDLZ ACUÑA

D: Me parece que luego de este largo ejercicio -demasia­


do wittgensteiniano para mi gusto y por ello muy teñido con
un problemático, yo diría más aún: inaceptable, tono rela­
tivista- el problema de la verdad no ha sido tocado todavía.
Los ejemplos dados tienen que ver solamente con la cuestión
práctica de cómo nos las arreglamos en diferentes situaciones
para tratar de establecer lo verdadero. Pero ellos no se aproxi­
man ni de lejos al problema teórico, este sí de auténtica re­
levancia filosófica, de cómo definir y explicar en general la
noción de verdad que subyace a tales ejemplos, por lo menos
a los que están bien dados. Se muestra de manera superficial
cierta diversidad en nuestros procedimientos de verificación.
Sin embargo, no se va más allá, para dar cuenta de la noción
misma de Verdad a la que se quiere llegar a través de tales
procedimientos.
L: Es justamente ese perderse más allá buscando explica­
ciones profundas y universales lo que se ha querido evitar. El
tipo de comprensión que se busca aquí acerca del concepto de
verdad se logra en lo que usted menosprecia como la super­
ficie, es decir, observando, describiendo y resaltando la diver­
sidad de las maneras concretas que, de hecho, se emplean en
contextos diferentes para distinguir lo verdadero de lo falso.
Se juzga, o más bien se descalifica, tal diversidad como algo
impuro y engañoso que encubre una subyacente Verdad pro­
funda, general, común, esencial. Pero tal vez sea precisamen­
te su aspiración a esta Verdad idealizada lo que nos engaña.
Al desviar nuestros ojos hacia el cuestionable ideal que siem­
pre parece ocultársenos, no vemos ya lo que, liberados de este
ideal, podríamos apreciar con claridad: nuestros usos de los
conceptos ‘verdadero’ y ‘falso’ en la ‘superficie’, esto es, en las
circunstancias concretas y familiares, en las que ellos funcio­
nan efectivamente. Extraída de los juegos de lenguaje en los
que se emplea efectivamente, una pretendida noción de ver­
dad completamente general y no contaminada por nuestros
métodos concretos de verificación no parece poder enraizar
en algo que le dé vida.
D: Ud. piensa que yo estoy tratando de perseguir ideales
remotos. ¡No! lo único que yo echo de menos es una explica
ción general que justifique el que se hable de verdad en todos
los diferentes casos concretos en que se use correctamente esta
noción, que los unifique cobijándolos bajo una caracterización
que sintetize lo común a ellos. Esto sí permite comprender la
aparentemente caótica diversidad de usos del concepto, que se
quiere describir tan prolijamente en este trabajo, pues com­
prender es abstraer, generalizar, unificar lo diverso.
L: Eso es sólo el tipo de comprensión que usted desearía
alcanzar, pero no el único, ni el que deba buscarse siempre,
en todos los casos. En ciertos casos la aspiración a tal com­
prensión general puede, por el contrario, oscurecer lo que se
trata de entender claramente ¿Cuántos discursos que preten­
den ser lo más generales y puros, por ejemplo algunos dis­
cursos sobre el Ser en cuanto Ser, no terminan por ser los
menos esclarecedores? El mismo riesgo corren los intentos
de formular teorías acerca del concepto de Verdad en toda su
generalidad (Verdad en cuanto Verdad, podríamos decir, in­
dependientemente de las maneras concretas, habituales, y
estas sí claramente significativas, como usamos el concepto).
Resaltar lo diverso, en vez de reducirlo a una explicación ge­
neral, puede damos otro tipo de comprensión y claridad. Pero
el anhelo de universalidad nos lleva a sentimos insatisfechos
con él, a echar de menos las teorías, las explicaciones genera­
les, los fundamentos últimos. La dificultad principal radica
entonces en resistir tal deseo, en liberarse de su dominio. Se
trata, pues, de una «dificultad de la voluntad y no del entendi­
miento» (ver VB, 1931, p. 474}.
D: No todas las explicaciones generales tienen que caer
ineludiblemente en oscuridades metafísicas. Es innegable que
las ciencias se han valido de explicaciones generales y teorías
que han resultado ser muy fecundas.
L: De acuerdo, pero no por ello la filosofía tiene que imi­
tar las explicaciones científicas. La filosofía puede concebirse
de otra manera y a través de ella pueden perseguirse otros
propósitos, entre ellos un propósito crítico y terapéutico que se
oponga a hacer de ella una actividad explicativa y teorizante
de tipo científico.
D: ¡Sí, claro, puede concebirse de otra manera, puede aban­
donarse en ella, como lo hace Wittgenstein, toda reflexión seria
y limitarse a la mera enumeración de ejemplos triviales e irrele­
vantes!
L: Tales ejemplos cumplen una función terapéutica. Con
ellos se trata de disolver malentendidos filosóficos que surgen,
en muchos casos, precisamente de la inclinación a teorizar en
filosofía a la manera de las ciencias naturales. Cumplida tal
función crítica y terapéutica ellos pueden ofrecer una com­
prensión diferente, una manera diferente de ver las cosas: lo
que Wittgenstein llama una visión panorámica o Übersicht de
los usos de un concepto. Pero si se los juzga todavía bajo su
perspectiva (si ellos no han logrado provocar o conducir a una
actitud, una mirada diferentes) no pueden parecer sino irrele­
vantes.
D: Volvamos, por favor, al asunto de la verdad. Creo que
con respecto a este asunto concreto esa visión panorámica de
los usos del concepto es muy insuficiente. Si bien es cierto que
tales usos son, en la práctica, muy diversos, esta diversidad
atañe solamente al problema de la verificación. Con los dife­
rentes criterios de verificación que empleamos, por diversos
que sean, se debe tratar de establecer siempre lo mismo: lo
verdadero. Las reflexiones filosóficas serias sobre la verdad
deben dar, entonces, una respuesta a la pregunta fundamen­
tal: ¿En qué consiste esencialmente ese «ser verdadero», que se
busca establecer mediante tales criterios? Algunos de nuestros
procedimientos de verificación pueden ser más adecuados
que otros. Algunos son muy inadecuados, hasta irracionales,
como se muestra en los ejemplos de la intuición vaga de un
padre acerca de los sentimientos de su hija, o de las experien­
cias místicas de un fanático religioso a través de las cuales el
quiere llegar a verdades divinas reveladas, o de los prejuicios
de un Inquisidor intolerante que juzga las opiniones de al­
guien a quien considera un hereje. Sólo si sabemos qué quiere
decir en esencia ‘ser verdadero’ podemos determinar si cier­
tos procedimientos de verificación son o no adecuados. Si, por
ejemplo, se explica que la verdad es, en general, la concor­
dancia con los hechos y se aclara en qué consiste esa concor­
dancia, entonces podemos saber qué criterios son correctos
para establecer si ella se da o no. En todo caso, verdadero no
es todo aquello que resulte de nuestros procedimientos de ve­
rificación, suponiendo que se los emplea bien. No son ellos
los que definen lo verdadero, sino lo verdadero, que es inde­
pendiente de ellos, es lo que se trata de descubrir usándolos.
Nuestros criterios de comprobación deben, entonces, ajus­
tarse a una noción previa y general de verdad. Pensar que
una mera descripción de los usos de diversos criterios ya nos
da una comprensión del concepto de verdad es como poner
el carruaje delante de los caballos.
L: En lo que ud. dice ya se muestra claramente cuál es el
supuesto básico que no compartimos: ud. asume que hay una
noción de verdad que es independiente de las maneras como
establecemos la distinción entre verdadero y falso en distintos
juegos de lenguaje. Quizá ud. crea, además, que tal noción
independiente de verdad es absoluta, eterna e inmutable. Pero
una noción de verdad como la que ud. asume no juega ningún
papel en nuestras consideraciones. Las Verdades que pudieran
tener el «honor» de yacer eterna e inmutablemente más allá de
nuestras maneras relativas, contingentes, históricas de tratar de
determinarlas, son, por poseer tal dudoso honor, inaccesibles
para nosotros. ¿Cómo contemplarlas sin manchar su pureza
con nuestros contingentes y falibles procedimientos? Pues bien,
dejémoslas quietas en su cielo inaccesible y ocupémonos, más
bien, de tales procedimientos impuros, pero que son, de he­
cho, aquello con lo que sí contamos; aquello que podemos
tratar de comprender mejor en su diversidad y relatividad,
D : Pero su postura lleva a negar el carácter objetivo de la
verdad. Y si no hay una verdad objetiva, sino sólo procedi­
mientos de verificación en los que la verdad se crea o se in­
venta y no se descubre, entonces cada quien podría inventarse
la verdad que se le antoje y, más grave aún, actuar de acuer­
do con ello. Y usted no me dirá que ignora los peligros que
comporta esa postura extremamente relativista.
L: La postura que se defiende aquí está muy lejos de ése
extremo al que usted quiere forzarla. Negar que haya una no­
ción universal de verdad que sea independiente de nuestras
maneras de aplicarla, no lleva de ninguna manera a esa pos­
tura extrema en la que se niega el carácter objetivo de la ver­
dad. Nuestras maneras de usar el concepto de verdad no son,
en absoluto, arbitrarias, ni subjetivas o personales, como usted
trata de caricaturizarlas. En los juegos de lenguaje en los que
sea importante distinguir entre lo verdadero y lo falso hay
reglas o criterios objetivos que rigen nuestras maneras de ha­
cer esas distinciones. Quien se aparte de tales reglas y crite­
rios para usar el concepto de verdad de la manera que se le
antoje (como ud. lo expresa) y no de la manera que vale den­
tro del juego de lenguaje como la correcta, se margina del
juego. Hay, sin duda alguna, dentro de un juego de lenguaje
concreto, maneras totalmente objetivas -e n el sentido de ser
compartidas, de que coincidimos en su empleo- de establecer
si se usa correctamente el concepto de verdad. Hay razones
objetivas para tomar tal enunciado y no aquél como verda­
dero. Pero las reglas que empleamos para establecer lo ver­
dadero son relativas al contexto y al tipo de proposición de
que se trate. Lo que se rechaza es la idea de que haya una no­
ción absoluta de verdad que determine el uso del concepto
‘verdadero’ en todas las circunstancias posibles. Esto no obli­
ga, sin embargo, a renunciar al carácter objetivo {y a la vez
relativo) de dicha noción.
D: Con una persona que vé las cosas de la manera como
ud. las ve me parece muy difícil discutir.
L: Es difícil mientras ud. siga creyendo que su perspectiva
es la correcta en un sentido absoluto. La labor terapéutica que
se pretende realizar aquí ha resultado ser insuficiente en su
caso. Pero tal vez este diálogo es sólo una primera dosis; espe­
ro que podamos seguir discutiendo acerca de estos asuntos.
Hasta luego.
D: Sí, tal vez podamos volver algún día sobre estos asun­
tos. Hasta luego y gracias, pero no creo necesitar de ninguna
terapia.
Bibliografía
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índice
Presentación 9

Introducción general 19

Capítulo 1 :
Verdad como correspondencia
en el Tractatus 27

Introducción 29
I. La ontología del Tractatus.
Cómo es la realidad que reflejamos
en el espejo del lenguaje 33

II. Las proposiciones como pinturas.


Cómo es el espejo en el que reflejamos la realidad 58

III. Lo que no puede decirse, sino sólo mostrarse.


Cómo es la relación entre la realidad y su reflejo
en el espejo del lenguaje 77
Capítulo 2:
Bajando al viejo caos.
El abandono de las concepciones
del Tractatus y el surgimiento
de una nueva perspectiva 89

Introducción 91
I. Mirada retrospectiva al ideal de pureza cristalina 92
II. Regreso al terreno áspen 102
III. Seguir una regla 125

Capítulo 3:
Verdad sin fundamentos 157

Introducción 159
I. Regreso a la cuestión de la armonía
entre lenguaje y realidad 163
II. Verdad sin teorías o definiciones generales 182
A. ¿Verdad como correspondencia en un nuevo sentido? 183
B. ¿Verdad como utilidad práctica? 193
C. ¿ Verdad y necesidad por convención ? 2 03
D. ¿Verdad como coherencia? 213
III. Verdad y relatividad 220

Epílogo:
Una conversación sin testigos 249

Bibliografía 270
Este libro, compuesto en caracteres
Baskerviüe de 11 sobre 1 5 puntos,
acabó de imprimir en Bogotá, Colombia,
en el mes de abril de igg8,
con un tiro de 2.000 ejemplares.

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