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“TENDRÍAMOS QUE HABER GRITADO”

LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER


CHRISTIAN FELDMANN

“TENDRÍAMOS QUE HABER GRITADO”


LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER

DESCLÉE DE BROUWER
Título de la edición original:
“Wir hättwn schreien müssen” Das Leben des Dietrich Bonhoeffer
© 2005 Verlag Herder Friburg im Breisgau, 1998

Traducción:
Rafael Fernández de Maruri Duque

© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2007


Henao, 6 - 48009 Bilbao
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Impreso en España - Printed in Spain


ISBN: 97884-330-2197-7
Depósito Legal: BI-3570/07
Impresión: RGM, S.A. - Bilbao
EL LIBRO

Dietrich Bonhoeffer, nacido el 4 de febrero de 1906 en


Breslau, asesinado el 9 de abril de 1945 en el campo de
concentración de Flossenbürg: una vida corta, pero una
gran figura en la historia alemana y del cristianismo.
Nacido en el seno de una familia de profesores abierta a
todas las corrientes espirituales de su tiempo, Bonhoeffer
se decidió pronto por la teología. Sus experiencias con
jóvenes desempleados y grupos de niños en el barrio pro-
letario de Berlín-Wedding hicieron que el hijo de profeso-
res se volviera sensible a los problemas sociales. Estancias
en el extranjero en Barcelona, Nueva York y Londres
y numerosos contactos internacionales imprimieron su
sello en su actitud ecuménica, abierta y cosmopolita. Sin
embargo, la experiencia que más profundamente le mar-
có fue la persecución de que fueron víctimas los judíos,
que criticó ya públicamente en 1933. Bonhoeffer salva a
judíos de ser deportados y se implica en el movimiento de
resistencia. Camuflado como agente especial de la
“Abwehr”, al mando del almirante Canaris, informa al
extranjero de las actividades de la resistencia alemana y
sondea cuáles serían las posibilidades políticas en caso de
un golpe de Estado. El 5 de abril de 1943 es arrestado por
los nazis. Christian Feldmann narra todos estos aconteci-
mientos dramáticos con pulso palpitante, combinando el

7
“tendríamos que haber gritado” reportaje puramente histórico con la exposición de las
visiones cargadas de futuro que Bonhoeffer tuvo de la
“mundanidad de la fe” y de un “cristianismo sin reli-
gión”. Feldmann pone también de relieve desde un punto
de vista novedoso la relación entre la persecución de los
judíos y la opción por la acción política, evaluando igual-
mente de una manera nueva el papel como conjurado de
Bonhoeffer y preguntándose por lo que ha perdurado de
sus proyectos y provocaciones. El lector tiene entre sus
manos un reportaje lleno de matices, que une los princi-
pales aspectos históricos de la época hitleriana con una
excitante biografía.

8
En memoria de
Gustl Angstmann
(1947-1998)
ÍNDICE

PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

1. BERLÍN, BARCELONA, NUEVA YORK:


UN TEÓLOGO EMPIEZA A CREER . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
Por poco no fue pianista . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21
“¡Hurra, hay guerra!” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
¿Estudió teología por rebelarse? . . . . . . . . . . . . . 29
Mentiroso aventajado, actor, fan de películas
policíacas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32
“A Dios nunca se le busca a ciegas” . . . . . . . . . . 35
“Chicos valientes” para el ejército de Cristo . . . . . 40
Por qué es frívolo el desinterés por la política . . . . 44
“El amor a mi país santificará el asesinato” . . . . . 50
“El cristiano tiene prohibido todo servicio militar” 54
“Todavía no era cristiano” . . . . . . . . . . . . . . . . 57

2. BERLÍN, LONDRES:
UN PASTOR DESCUBRE LA EXPLOSIVIDAD POLÍTICA DEL EVANGELIO 63
No se buscan revoltosos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
Caudillo y seductor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
¿Huelga de honras fúnebres contra la Iglesia nazi? 77
“No queda más remedio que darse de baja” . . . . . 80
Aislado incluso de sus amigos . . . . . . . . . . . . . . 85
“Es hora de dejarse de tibiezas” . . . . . . . . . . . . . 89
La lucha de la Iglesia no es más que una
“primera escaramuza” . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
“tendríamos que haber gritado” 3. FINKENWALDE:
UN CRISTIANO COMPRENDE QUE LOS JUDÍOS SON HERMANOS
SUYOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
¿Romanticismo monástico o Iglesia en la
oposición? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Contra la “gracia barata” . . . . . . . . . . . . . . . . . 108
Se le prohíbe escribir por culpa del rey David . . . . 111
“Se previene contra un pacifista y enemigo del
Estado” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
“Sólo quien grite por los judíos...” . . . . . . . . . . . 120
“A fin de cuentas uno era un proscrito” . . . . . . . 124
“Dios se hizo hombre en el pueblo de Israel” . . . . 131
El momento de la verdad de la fe . . . . . . . . . . . . 136

4. AGENTE SECRETO EN EL EXTRANJERO:


UN PASTOR APRENDE EL OFICIO DE CONSPIRADOR . . . . . . . . . 141
El camino hacia la clandestinidad . . . . . . . . . . . . 143
Heraldo de “la otra Alemania” . . . . . . . . . . . . . 147
La operación U7 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
Problemas de conciencia de un conspirador . . . . . 153
Una ética sin “arrogancia clerical” . . . . . . . . . . . 158
La obligación de volverse culpable . . . . . . . . . . . 162
Contra los piadosos misántropos . . . . . . . . . . . . 167
Dondeos de la paz en Gran Bretaña . . . . . . . . . . 172

5. BERLÍN, BUCHENWALD, FLOSSENBÜRG:


UN PRESO SE PERMITE PENSAR CON LIBERTAD . . . . . . . . . . . 179
“Suicidio. Se acabó. Punto final” . . . . . . . . . . . . 181
La vida se ha convertido en un fragmento . . . . . . 187
Una historia de amor nada romántica . . . . . . . . . 194
Un patriarca capaz de aprender . . . . . . . . . . . . . 199
El atentado contra Hitler y un desesperado plan
de huída . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205

12
Miedo a ser torturado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 210

índice
“Es el fin: para mí el comienzo de la vida” . . . . . . 214
Absolución para el juez de la sangre . . . . . . . . . . 224

6.BERLÍN-TEGEL, CELDA 92:


UN MORIBUNDO ESPERA LA VIDA ETERNA . . . . . . . . . . . . . 233
Una fe que ama la tierra . . . . . . . . . . . . . . . . . . 234
Ninguna puerta falsa para el “Dios tapaagujeros” . 240
“¿Dónde está Dios?” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
“Corremos al encuentro de una era arreligiosa” . . 247
¿Mártires por una causa falsa? . . . . . . . . . . . . . . 250

B IBLIOGRAFÍA ESCOGIDA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 257

13
PRÓLOGO

El 5 de abril de 1943, dos meses después de la catás-


trofe de Stalingrado, ingresan a un preso político en la pri-
sión militar de Berlín-Tegel. Durante doce días, su celda
se abre únicamente para dar paso a las comidas y vaciar
el cubo con sus necesidades. El personal ha recibido ins-
trucciones de no cruzar una sola palabra con el detenido.
Los motivos de su arresto no llega a conocerlos este últi-
mo hasta pasados seis meses. Al preso se le quitan todas
sus pertenencias personales, incluida su Biblia de bolsillo,
pues en ellas podrían ocultarse una sierra o cuchillas de
afeitar.
No hay jabón ni ropa limpia. En la primera noche de
su aislamiento el preso apenas puede conciliar el sueño,
porque en la celda contigua otro detenido llora a gritos
durante horas sin que nadie se preocupe de él. En la celda
hace frío, pero la manta que cubre el camastro despide un
olor tan nauseabundo que el preso no se decide a taparse
con ella.
A la mañana siguiente, alguien arroja sobre el suelo de
la celda un trozo de pan a través de la trampilla de la
puerta; el café está compuesto en un cuarto de su conte-
nido por posos. Desde dentro puede oírse el griterío de los
guardias. “Por lo demás –recordará el detenido más tar-
de–, la celda sólo se abrió en los siguientes doce días para

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“tendríamos que haber gritado” introducir en ella la comida y sacar el cubo. No se me diri-
gió la palabra ni una sola vez”.
Pasados unos días, el preso anota en un pedazo de
papel cómo se encuentra: “Suicidio, no por sentirme cul-
pable, sino porque en el fondo ya estoy muerto. Se acabó.
Punto final”.
Pero el preso, pastor y conspirador secreto Dietrich
Bonhoeffer no muere. Se le traslada a otro pabellón de la
prisión, y se suavizan las condiciones de su arresto al des-
cubrirse que su familia está emparentada con el coman-
dante de la plaza de Berlín, el superior de todas las peni-
tenciarías militares de la capital del Reich. De pronto, el
preso puede recibir libros y papel de escribir y enviar una
carta cada diez días.
Durante año y medio vive Bonhoeffer en esta celda
diminuta de dos por tres metros, amueblada con camas-
tro, taburete, estante y cubo. En el descascarillado enluci-
do de la pared, uno de sus predecesores ha escrito, ara-
ñando sobre él con macabro humor, la siguiente sentencia
consoladora: “Cien años más y todo habrá acabado”.
No hay más luz que la que se filtra durante el día por un
pequeño tragaluz en el techo y la que despide por las
tardes una mezquina bombilla, que se enciende o apaga
dependiendo del humor de los guardias.
Pero lo que el preso Bonhoeffer garabatea durante ese
año y medio en pedazos de papel, para enviárselo luego a
su familia tres veces al mes en las cartas –censuradas– que
le autorizan a escribir o hacer que salga de contrabando
de su celda por tortuosas vías, ingresa por derecho propio
en la historia espiritual del siglo XX.
Entre la esperanza y el miedo a la muerte, sin saber
cuál será su destino, Bonhoeffer habla con un Dios que sin
duda ha abandonado a sus criaturas humanas. Estas con-

16
versaciones en los días y noches solitarios de Tegel son el

prólogo
reflejo de una era alejada de Dios y se convierten en un
indicador de caminos para los cristianos que tratan de
vivir su fe en el estrecho filo de la navaja que separa leal-
tad de desesperación. Sin otro asidero que ese Dios cruci-
ficado que sólo está próximo a ellos en la impotencia del
Viernes Santo…

17
1

BERLÍN, BARCELONA, NUEVA YORK:


UN TEÓLOGO EMPIEZA A CREER

“¡Con tal de que empezara a tomarme verdaderamente en serio


el Sermón de la Montaña! Aquí está la única fuente de energía
que puede hacer que salten de una vez por los aires
todos los embrujos y sortilegios”

“La comunidad es, pues, capaz de cargar con la culpa


que ninguno de sus miembros puede soportar, ella puede
cargar con más que todos sus miembros juntos. Como tal,
ella tiene que ser una realidad espiritual que transcienda a
todos los individuos. No son todos los individuos, sino
ella como un todo la que es en Cristo, la que es el «cuer-
po de Cristo»; ella es «Cristo existente como comunidad»
(…) ella es el mismo Cristo presente, y por eso «ser en
Cristo» y «ser en la comunidad» son lo mismo; por eso,
quien carga con la culpa de los individuos depositada
sobre la comunidad es Cristo mismo”.
Las anteriores son afirmaciones de la tesis doctoral que
Dietrich Bonhoeffer empezó con diecinueve años y termi-
nó dos años más tarde, en 1927, con la más alta califica-
ción posible: summa cum laude. Su título: “Sanctorum
Communio, comunión de los santos, una investiga-
ción dogmática para la sociología de la Iglesia”. Para
Bonhoeffer, pero también para una entera generación de
teólogos, un tema como éste señala el punto de inflexión

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“tendríamos que haber gritado” en el que se dejan atrás planteamientos más bien teóricos
para ocuparse de la figura concreta de la fe. En contra de
quienes desplazan a Dios a las altas esferas, el joven as-
pirante a pastor apostaba por su proximidad entre los
hombres. Para él caía por su propio peso que la fe tenía
que ver con el mundo y la historia, y estaba ligada a una
Iglesia aún en desarrollo e imperfecta en la que uno tiene
siempre que “contar con compañeros de marcha”, pero
que, sin embargo, constituye pese a ello el “Reino de
Cristo”.
El doctor en teología de 21 años encaja a las mil mara-
villas en la familia Bonhoeffer, cuya primera impresión es
la de constituir una potencia espiritual aparte: su padre,
Karl Bonhoeffer, es uno de los profesores más eminentes
de la todavía joven psiquiatría alemana; su abuelo y su
bisabuelo maternos han sido renombrados profesores de
teología. Su madre –cosa por entonces nada corriente– tie-
ne el título de profesora y educa tan bien a sus ocho hijos
que éstos pueden luego saltarse sin problemas unas cuan-
tas clases escolares. Todo ello explica la tempranísima
carrera universitaria de Dietrich. Su hermano Karl-
Friedrich llegará después a ser internacionalmente conoci-
do como profesor de física por sus investigaciones sobre
la química del hidrógeno.
Nacido el 4 de febrero de 1906 en Breslau, Dietrich se
traslada pocos años después con su familia a Berlín, don-
de su padre toma posesión de la cátedra de psiquiatría y
neurología y se encarga de la dirección de la clínica uni-
versitaria, la famosa Charité. En la familia, abierta tanto
a todas las corrientes espirituales de la época como a la
política, la cultura y la música, el acartonamiento carac-
terístico de la burguesía guillermina ha tiempo que ha
dejado su sitio a una tolerancia liberal. Los hermanos de

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berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
Dietrich leían el socialdemócrata Vorwärts, y en éste dejó
una honda impresión la resolución con que su abuela se
negó a participar en 1933 en el boicot a los comercios
judíos, pasando con altivez, al entrar en sus tiendas, por
delante de los puestos de vigilancia de la SA1. Una vieja
dama de 91 años, que, sin embargo, rendía todavía vivísi-
ma veneración al recuerdo de la tradicional rebeldía de la
familia: varios de sus antepasados, en efecto, habían per-
tenecido a las primeras corporaciones estudiantiles, al
principio de orientación radicalmente democrática, y
habían sido por ello encerrados en prisión o desterrados.

por poco no fue pianista

En sus primeras fotografías el pequeño Dietrich tiene


el aspecto de una chica: largos cabellos rubios, rostro de
rasgos delicados y ojos grandes y soñadores. Pero en los
testimonios de su niñez no se encuentra nada que induzca
a concluir que su comportamiento habría sido el de un
niño de mamá criado entre algodones: ni aversión hacia el
deporte y los juegos de los chicos, ni predilección por la
poesía o las mascaradas teatrales (lo que no le impidió
adaptar en cierta ocasión a la escena un texto de Hauff
–Das kalte Herz2– y representarlo con sus hermanos y
hermanas), ni arribismo en la escuela. “Se pelea a menu-
do y con ganas”, escribe casi aliviado el padre en la cró-
nica familiar al cumplir Dietrich ocho años.
En Navidad pide “pistola de corchos, ¡soldados!”. Y
lleno de feroz entusiasmo le escribe una carta a uno de sus
amigos contándole cómo juegan él y sus hermanos en el
jardín: “Estamos haciendo ahora una cueva y un pasadi-

1. Siglas de la “división de asalto” (Sturmabteilung) del partido


nacionalsocialista. (N. del T.)
2. El corazón frío. (N. del T.)

21
“tendríamos que haber gritado” zo bajo la tierra. El pasadizo va desde un lado de la glo-
rieta hasta la cueva. Es para que cuando estemos luchan-
do con Klaus [uno de sus hermanos] podamos llevar soco-
rro a la cueva o atacar al enemigo por la espalda. Frente
a la cueva estamos construyendo una empalizada, un foso
y un agujero muy profundo; así, cuando alguien caiga
dentro, podremos arrastrarlo de la misma al agujero”.
El padre, de buen corazón, pero un tanto reservado,
tampoco habría tolerado que en el cuarto de los niños se
exteriorizaran con demasiada franqueza los sentimientos.
En la casa de los Bonhoeffer se era ilustrado y generoso,
pero reinaban la disciplina y un autocontrol casi británi-
co. El señor consejero privado Bonhoeffer odiaba las emo-
ciones y las quejas. Todavía más tarde, siendo ya un joven
pastor, Dietrich solía bajar automáticamente el tono de
voz cuando estaba furioso o excitado: ¡nunca mostrar las
propias debilidades! Por otra parte, en esta familia ningu-
na ley era más sacrosanta que la de respetar a los demás
hermanos.
“No era un padre al que uno pudiera acariciarle la
barba o dirigirse con nombres afectuosos” –recuerda
Christine, la hermana de Dietrich–. “Pero cuando se le
necesitaba era una roca”. La calidez anímica que tal vez le
faltara al padre la encontraban los hijos en Paula, la
madre, incansable a la hora de inventar nuevos juegos e
historias y a la que su enérgica resolución llevaba a veces
a pecar de atrevida: el día que, en su primera clase de
natación, su hijo Klaus mostró tenerle miedo a la profun-
didad de la piscina, no se lo pensó dos veces y saltó ella
misma al agua… a pesar de que no sabía nadar.
La casa de los Bonhoeffer estaba abierta a todo el
mundo, y en ella siempre estaban de visita tíos y primas,
estudiantes del padre, colegas de la Charité, compañeros

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berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
de colegio de los hijos y admiradores de las hermanas
mayores. Los sábados era el día en que la familia se reunía
en casa a interpretar música; en esas ocasiones Dietrich
tocaba el piano, y lo hacía tan bien que los padres llega-
ron a pensarse seriamente si educar a su hijo para pianis-
ta. Dietrich compuso diversos lieder y una cantata sobre
el salmo 42. Y como es natural superó los exámenes de
bachillerato con maestría: un “muy bien” en gimnasia y
conducta, notas medianas tan sólo en inglés, historia y
matemáticas, y un único “insuficiente” por su caprichosa
caligrafía.
Berlín a comienzos del siglo XX: una metrópolis des-
bordante de velocidad y prisas, un crisol cultural, febril,
ruidoso, caótico, inabarcable con la vista, todo lo con-
trario a un pequeño mundo en el que sentirse seguro.
Con más de dos millones de habitantes, la capital del
Reich reventaba ya por sus cuatro costados, y desde
todas partes masas humanas que en apariencia no tenían
fin afluían sin cesar al centro industrial más grande del
continente: desarraigados en busca de trabajo y buenos
sueldos, diversiones mundanas y aun es posible que un
poco de sensualidad y nuevas sensaciones.
Pero la avenida soñada hacia la felicidad se metamor-
foseaba con demasiada frecuencia en un callejón sin sali-
da: sucios trabajos ocasionales en lugar de grandes opor-
tunidades, bloques de viviendas y habitaciones miserables
en sótanos en lugar de zonas residenciales, y al final, en no
pocas ocasiones, el asilo para desamparados o el burdel.
La ciudad residencial estilo Biedermeier hacía tiempo que
se había convertido en una confusa maraña de centros
industriales y de transporte, chimeneas de fábricas y gasó-
metros, grandes casas de vecindad de varios pisos y deso-
ladas escombreras.

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“tendríamos que haber gritado” La sed de placeres de los ricos se pavoneaba en los
grandes almacenes y los restaurantes caros; en las noches
iluminadas por miles de lámparas de gas la elegancia
mundana callejeaba por los bulevares; la grande mode se
reunía para la soirée en la casa de campo de este conseje-
ro de comercio o aquel magnate de la industria, mientras
que la bohemia de pintores y literatos celebraba lascivas
fiestas en sus estudios de artista. En los barrios pobres, sin
embargo, vivían enlatadas como sardinas en diminutas
chabolas que amenazaban ruina familias de seis, ocho y
hasta diez miembros, habitaciones miserables húmedas y
oscuras en sótanos y buhardillas, cuartos vulgares sin luz
ni ventilación en los que todo se hacía a la vez: vivir, dor-
mir, cocinar, lavar y planchar; y en los que crecían niños
paliduchos y a veces se oía también el traqueteo de una
máquina de coser, porque trabajando en casa sus habi-
tantes podían ganar un par de pfennig extra.
Ser un niño no significaba aquí jugar y hacer travesu-
ras despreocupadamente, sino pasar hambre, mendigar,
recoger trapos viejos y tener que ponerse a trabajar por un
salario desde muy pronto. Al nacer Bonhoeffer, la morta-
lidad infantil en el distinguido barrio de Tiergarten era del
5,2%; en el barrio obrero de Wedding, en cambio, del
42%. “Mi hermano pequeño –recuerda un trabajador
con dotes literarias– se pasaba todo el día sentado en la
habitación llena de humo. No tuvo nada de extraño, pues,
que poco tiempo después abandonara de nuevo este sór-
dido mundo. Como dijo mi padre entonces, todo había
sido perfectamente amañado”.
“¡A hacer algo grande estamos destinados, y yo os
conduzco a días de gloria!” –había alardeado el Káiser de
opereta Guillermo II, enamorado de la grandilocuencia y
los uniformes–. Bailes imperiales en la corte y maniobras,

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berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
y policías imperiales a caballo con cascos terminados en
punta y sable eran la fachada aparente de la capital. Pero
al atreverse en cierta ocasión el monarca a visitar los
barrios más “desfavorecidos”, lo que se le reclamó con
voz retumbante fue: “¡Pan y trabajo!”.

“¡hurra, hay guerra!”

¿Qué fue lo que llegó a conocer el joven Dietrich de la


realidad berlinesa, esa caldera de brujas con sus burbu-
jeantes tensiones sociales? El barrio de profesores de
Grünewald, donde se hallaba la acomodada quinta de los
Bonhoeffer, constituía un mundo aparte, y al distinguido
gimnasio de Grünewald no acudían hijos de proletarios.
Los húmedos sótanos habitables del Wedding y los
desesperados sueños revolucionarios en los círculos rojos
estaban tan lejos de allí como los ricos encantados de Las
mil y una noches.
Al alumno de segunda enseñanza Dietrich estaba claro
que le había resultado más fácil que a sus escépticos her-
manos mayores aceptar la férrea cosmovisión burguesa y
el orden establecido. De las pretensiones de liderazgo de
una élite privilegiada no se le había ocurrido ni dudar. Sin
embargo, era un muchacho despierto y lo suficientemente
capaz de aprender como para llegar con el transcurso de
los años a sacar sus propias conclusiones sobre las cir-
cunstancias sociales.
Cuando el Imperio Alemán dio comienzo a la movili-
zación contra Francia y Rusia en agosto de 1914, una de
las hermanas de Dietrich entró como un vendaval en la
casa gritando de alegría: “¡Hurra, hay guerra!”… para
recibir por toda respuesta a su patriótico entusiasmo una
bofetada. El chico de ocho años estaba como es natural

25
“tendríamos que haber gritado” enteramente de parte de su hermana. Dietrich colgó un
mapa de Europa en la pared de su cuarto y empezó a jalo-
nar con alfileres los movimientos de la línea del frente.
Pero cuando cayeron tres de sus primos y cuando, en
1918, su amado hermano Walter –quien un año antes se
había alistado como voluntario– encontró él también la
muerte y fue enterrado en una tumba militar en Francia,
empezaron a desmoronarse los bien cimentados muros de
esta forma de ver las cosas. Dietrich y ella –contaría más
tarde su hermana gemela Sabine– permanecían despiertos
hasta bien entrada la noche, tratando de imaginarse “lo
que serían el «estar muerto» y la vida eterna (…) Después
de que hubiéramos estado concentrándonos intensamente
durante un rato, no era nada raro que nos sintiéramos
mareados”.
Al principio, Dietrich también se había burlado de los
probos burgueses que habían ocupado los puestos directi-
vos en la República de Weimar, sustituyendo a los aristó-
cratas y a los junker3 del imperio del Káiser: ¡un guarni-
cionero, Ebert, como canciller del Reich! Pero cuando en
junio de 1922 el ministro de asuntos exteriores, Walther
Rathenau –un pacifista de los pies a la cabeza y, además,
judío–, fue abatido a tiros por extremistas de derechas en
las inmediaciones del gimnasio de Grünewald, ninguno de
los alumnos se indignó tanto como el joven de dieciséis
años Dietrich Bonhoeffer.
“Recuerdo los disparos, que pudimos oír durante la
clase –anotaría después uno de sus compañeros de pupi-
tre–. Y recuerdo también el apasionado estallido de indig-
nación de mi amigo Bonhoeffer (…) Recuerdo que se pre-
guntaba a dónde iría a parar una Alemania en la que se
asesinaba a su mejor dirigente. Lo recuerdo porque me

3. Hijos de la nobleza. (N. de T.)

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berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
asombró que alguien supiera con tanta exactitud dónde
estaba”. El mismo Dietrich, en una carta a su hermana
gemela Sabine, que a la sazón se encontraba estudiando
en Tubinga, se expresaba con un vocabulario menos
exquisito: “Un pueblo de cerdos –bramaba allí– com-
puesto por bolcheviques de derechas”.
La miseria que siguió a la derrota en la guerra, el ham-
bre y el desempleo masivo los había observado él muy
bien. Según las anotaciones de su padre, Dietrich demos-
tró ser un “mozo de recados y un explorador de víveres”
magnífico; se sabía todos los precios del mercado negro y
era quien organizaba las existencias de fruta y harina.
Pero a quienes les fue realmente mal fue a las familias más
pobres, eso lo sabía él perfectamente. A su parroquia de
Barcelona, a la que tuvo que atender en calidad de vicario
en el extranjero, le hablaría más tarde de las consecuen-
cias del “bloqueo del hambre” de finales de 1918 (cuan-
do Gran Bretaña cortó la entrada a Alemania de todas las
importaciones): por entonces se recibían cada día en las
cartillas de racionamiento un máximo de seis rebanadas
de pan, siempre llenas de serrín, tabletas de sacarina en
lugar de azúcar, y para desayunar, comer y cenar nabos,
más nabos y otra vez nabos. Faltaba carbón y tela para
vestidos. Y siempre que Dietrich cruzaba un determinado
puente de camino a sus clases y volvía a ver a un grupo de
personas reunidas a la ribera del río, era perfectamente
consciente de que alguien había vuelto a suicidarse presa
de la desesperación.
No, el joven Bonhoeffer era un observador demasiado
agudo como para dejarse engatusar de forma duradera
por el entusiasmo bélico, las aspiraciones al dominio del
mundo, el odio a los judíos y todos los demás artículos de
fe de la fracción más conservadora de la burguesía alema-

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“tendríamos que haber gritado” na. Por ello, apenas aguantó más de un año entre los
exploradores, a los que se había afiliado contando trece
años; los eternos juegos de guerra y al aire libre perdieron
pronto su atractivo para él.
Por la misma razón, la pertenencia de Dietrich a la
corporación de estudiantes liberal-conservadora Igel4 y su
participación en unas maniobras del Schwarze Reich-
swehr5 no pasaron de ser un mero episodio. La Igel, cier-
tamente –explica el amigo y biógrafo de Bonhoeffer
Eberhard Bethge–, se había distanciado con su gris piel de
erizo de las “corporaciones”, adornadas de vistosas gorras,
en cuyo seno se practicaban duelos a espada al más puro
estilo militar, y participaba también en iniciativas de coo-
peración social durante las vacaciones. Pero la estricta
reglamentación del tiempo libre y las “visitas estereotipa-
das” entre los miembros de la corporación no fueron en
absoluto del agrado de Dietrich. No obstante, Bonhoeffer
no se daría formalmente de baja de ella hasta 1933, cuan-
do la Igel incorporó a sus estatutos el “párrafo ario”6
antisemita.
Las agrupaciones paramilitares constituidas por com-
batientes que por entonces formaban en cuerpos de volun-

4. “Erizo”. (N. del T.)


5. “Ejército Negro del Reich”. (N. del T.)
6. El autor hace aquí referencia al tercer párrafo de la “Ley para el
restablecimiento del funcionariado civil de carrera”, aprobada
por las autoridades nacionalsocialistas el 7 de abril de 1933, en el
que se establecía lo siguiente: Beamte, die nicht arischer Absta-
mmung sind, sind in den Ruhestand zu versetzen; soweit es sich
um Ehrenbeamte handelt, sind sie aus dem Amtsverhältnis zu
entlassen. (Los funcionarios que no sean de ascendencia aria,
serán jubilados; de tratarse de funcionarios honoríficos, se les
separará del servicio público). Véase también más adelante, en la
nota 30, lo indicado sobre el significado político y racial de esta
ley. (N. del T.)

28
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
tarios, como el Schwarze Reichswehr, eludieron la prohi-
bición que, conforme a lo estipulado en el Tratado de
Versalles, proscribía la constitución de un ejército regular
y formaron a jóvenes con la vista puesta en los enfrenta-
mientos que, a modo de una guerra civil, se esperaba que
tendrían lugar con los “rojos”. Al parecer, las dos sema-
nas de maniobras en Württemberg entre los Ulmer Jäger7,
que es como se llamaba la unidad de Bonhoeffer, habían
satisfecho sus necesidades románticas: había ejercitado sus
músculos –escribía Dietrich a casa–, y cuando marchaban
de maniobras al despuntar el día, “era maravilloso ver
cómo contrastaban con la nieve los oscuros contornos ilu-
minados por el sol al levantarse, y media hora después
podían verse los Alpes increíblemente nítidos y cerca”.
Pero los ejercicios al aire libre, con prácticas de asalto
en las que se cargaba con todo el equipo, no le gustaron
nada en absoluto. “Arrojarse sobre la tierra helada con
fusil y mochila resulta especialmente desagradable”. Y
casi todos los destacamentos eran “profundamente reac-
cionarios”. Todo el mundo aguardaba únicamente a que
se produjera un putsch del general Ludendorff contra la
República, aunque sin duda éste tendría que organizarse
mucho mejor que la marcha de diletantes que, pocas
semanas antes de escribir Bonhoeffer su carta, había lide-
rado Adolf Hitler contra la Feldherrnhalle8 muniquesa.

¿estudió teología por rebelarse?

Con la Iglesia protestante la familia Bonhoeffer, pese a


contar entre sus miembros con teólogos ilustres, mantenía
unas relaciones muy frías. Los Bonhoeffer no frecuenta-

7. “Cazadores de Ulm”. (N. del T.)


8. Galería de generales en jefe. (N. del T.)

29
“tendríamos que haber gritado” ban la iglesia y tampoco obligaban a sus hijos a acudir al
culto divino. En casa, ciertamente, se rezaba a la mesa, y
la madre les contaba a sus hijos historias de la Biblia.
“Cantaban muchos himnos y se rezaba por las noches”
–recuerda la sobrina de Dietrich–. “En Nochebuena la
madre leía en voz alta el relato de la Natividad, y en Año
Nuevo el salmo 90, al que seguían todos los versículos del
Nun lasst uns gehen und treten9…”.
De la “Iglesia popular”, con sus piadosos sermones y
círculos, parecen haberse mantenido a distancia con la
arrogancia del intelectual ilustrado: “¿Para qué la fatal
falta de edificación de una asamblea externa, en la que se
corre el peligro de sentarse frente a un predicador de
miras estrechas al lado de un montón de rostros exentos
de espíritu?” –se pregunta desafiante Dietrich en la misma
tesis doctoral en la que descubrirá que esta asamblea tan
poco brillante es el “santuario de Dios”–.
Tal vez hubiera en la temprana decisión de Dietrich de
estudiar teología una pizca de rebeldía frente a su familia
(que respetó su decisión sin oponerse mayormente a ella)
y un intento por distinguirse, siguiendo un camino en tal
grado independiente, de sus hermanos mayores y su acu-
sado interés por las ciencias de la naturaleza. Sea como
fuere, de una particular pasión por las cuestiones teológi-
cas no cabe rastrear al principio ni la más mínima pista.
No hay un solo indicio de ella en la tesina de bachillera-
to, que presenta a Cátulo y Horacio como líricos, compa-
rándolos con originalidad:
“Horacio es justamente el romano por antonomasia,
Cátulo el lombardo temperamental. (…) Cátulo oscila de
un extremo a otro: odi et amo. Ama y odia. Todo en él es

9. Himno compuesto por Paul Gerhard en 1653 y que es típico can-


tar en familia la noche de Fin de Año. (N. del T.)

30
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
movimiento, temperamento; en cambio, en Horacio todo
es calma, serenidad. Por ello, en Cátulo no hay lugar para
el humor, sino únicamente para la ironía. (…) Cátulo está
siempre inmerso en la situación; Horacio pasa por encima
de todas las cosas, en cierto modo sonriendo y tomándo-
selas con humor. (…) El uno es el revolucionario, el otro
el conservador”.
Años después el padre le confiará, burlándose ligera-
mente de él con la mofa del agnóstico, la idea que por
entonces se había hecho de su decisión: “Una vida tran-
quila e inactiva de pastor, como la que conocía por mis
tíos suabos”; algo que habría sido “poco menos que una
lástima” en el caso de su hijo. “Una gran equivocación
por mi parte, a fin de cuentas, en lo que se refería a la
inactividad”. Pues en ese momento Dietrich es ya pastor
en Londres y en su vida empiezan a anunciarse dramáti-
cos acontecimientos.
De que en la decisión de estudiar teología podría haber
desempeñado también un papel su carácter obstinado y
respondón, su deseo de salirse del camino prefijado y
rebelarse contra las expectativas de la familia, daría testi-
monio una hoja con un examen de conciencia posterior
que encontró Bethge. La hoja parece datar de 1932, y en
ella Bonhoeffer escribe de sí mismo en tercera persona,
con la distancia del observador crítico: “El día que, estan-
do él en el último curso de secundaria, respondió con voz
suave a la pregunta de su profesor que quería estudiar teo-
logía, se ruborizó. Ni siquiera le había dado tiempo a
ponerse de pie y las palabras ya habían salido de sus
labios. (…) Algo extraordinario había sucedido, y él sabo-
reó esa cosa extraordinaria y se avergonzó a la vez. Ahora
todos lo sabían. Ahora él se lo había dicho a todos ellos.
Ahora tendría que resolverse el misterio de su vida”.

31
“tendríamos que haber gritado” “Qué vanidad tan deplorable” –se reprocha mirando
atrás–: “Le había impresionado muchísimo leer en
Schiller que el hombre sólo tiene que erradicar unas pocas
pequeñas debilidades para hacerse igual a Dios. Desde
entonces, estaba al acecho. Se le pasaba por la cabeza que
saldría de la lucha convertido en un héroe. Incluso se lo
había prometido a sí mismo solemnemente. Su camino
estaba escrito (…) Pero, ¿y si fracasaba? ¿Si la lucha salía
mal? ¿Si no podía soportar el combate? (…) ¿Qué estaban
diciendo los rostros curiosos, desconfiados, aburridos,
decepcionados o burlones de sus compañeros de clase?
¿Acaso no le creían capaz? ¿No confiaban del todo en lo
sincero de su propósito? ¿Sabían algo de él que ni él mis-
mo sabía? ¿Por qué me miráis todos así entonces? (…)
Dios, di tu mismo si me refiero en serio a ti. (…) ¿Quién
está hablando entonces? ¿Mi fe? ¿Mi vanidad? Dios, quie-
ro estudiar teología. Sí, lo he dicho. Todos lo han oído.
Ya no hay vuelta atrás. Quiero… Pero, ¿y si…?”.

mentiroso aventajado, actor, fan de películas policíacas

En el recuerdo de sus compañeros de estudios en


Tubinga y Berlín, Dietrich permaneció como una cabeza
extraordinariamente lúcida y crítica, pero también como
un compañero apasionado y amigo de bromas. No había
nada en él del comportamiento torpemente sincero que
caracteriza a muchos futuros pastores. Dietrich dormía
siempre que podía hasta tarde, y era capaz de mentir a las
mil maravillas si con ello podía hacerle una jugarreta a
alguien, no se perdía ni una sola película policíaca de la
cartelera que mereciera la pena y fumaba a ratos como un
carretero. De quemar un cigarrillo tras otro ni siquiera
paraba cuando acompañaba al piano la bonita voz de su

32
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
hermana Úrsula, y el día que ésta se quejó de que le era
imposible cantar con tanto humo, se levantó sin decir una
palabra y se marchó ofendido de la habitación dando
fuertes pisadas.
“Le encantaban todo tipo de juegos”, especialmente
los de cartas, el rommé, el bridge –recuerda un compañe-
ro suyo de años posteriores, durante los días del semina-
rio teológico de Finkenwalde–. “Él fue quien me enseñó
uno de los juegos más interesantes de mi vida, un acerti-
jo que era una especie de charada. Lo jugaban dos juga-
dores, y cada uno de ellos tenía que representar a una
figura de la historia, la literatura o la actualidad. Sin
embargo, ninguno de los dos sabía a quién tenía que
representar cada uno de ellos; lo único que ambos sabían
era a quién tenía que representar su contrincante. Así que
era necesario aguzar el ingenio para que el otro pudiera
representar su papel y descubrir de quién se trataba. En
cierta ocasión, mi contrincante era Winston Churchill,
y yo mismo, Adele Sandrock (…) Bonhoeffer interpretó,
alternándolos, ambos papeles con mucho talento. Ideaba
situaciones con muchísima rapidez y era en este sentido
un buen actor”.
“Con el impetuoso temperamento de Dietrich Bon-
hoeffer y su seguridad en sí mismo yo no tenía nada con
lo que competir”, relata un compañero suyo de estu-
dios, y cuando uno les echa un vistazo a las fotografías
que se han conservado de aquel joven de veinte años,
fuerte y espigado, se entienden sus apuros. Años más
tarde, ya rellenito, con mofletes y medio calvo, Dietrich
recordaba mucho más al tipo entrado en carnes y no
demasiado masculino del teólogo académico. Su manera
de relacionarse con las personas, no obstante, no perdió
nunca nada de su contundencia: hablaba con todo el

33
“tendríamos que haber gritado” mundo de forma muy directa y clara, aunque por regla
general desviando a la vez la vista hacia el suelo o hacia
un lado, según propia confesión para no irritar a su
interlocutor ni dejar de ser él mismo en ningún momen-
to objetivo e imparcial. Bonhoeffer unía un evidente gozo
en el trato con un estilo inaccesible que no resultaba en
absoluto antipático. “No podía uno abordarle sin más y
charlar con él de cualquier cosa” –comentaba el futuro
obispo Albrecht Schönherr, quien coincidió con él en
Finkenwalde–.
El mundo académico tuvo que resultarle fascinante
desde el principio. En las cartas que escribe a sus padres
desde Tubinga no se queja de estrés, sino que pasa a des-
cribir con desbordante entusiasmo las asignaturas que
más le interesan (ciencia bíblica, historia de la religión,
filosofía), nombrando a los profesores que más le gustan.
Transcurridos dos semestres, se traslada a Roma, donde
le sorprende lo bien que se siente allí, un seco protestante
en el extraño mundo de una religiosidad despreocupada-
mente sensual y exuberante.
Hasta entonces sólo se había interesado, por así decir-
lo, privadamente por la religión, manteniendo una distan-
ciada curiosidad intelectual por las posibilidades humanas
de aproximarse a la trascendencia. Aquí, en Roma, asimi-
ló por primera vez lo que significa practicar la fe en la vida
cotidiana y en el seno de la comunidad. El Domingo de
Ramos de 1924 asiste a una misa mayor en la catedral de
San Pedro, y al ver sacerdotes y seminaristas de diferentes
colores de piel en el altar encuentra “maravillosa” la uni-
versalidad de una Iglesia mundial unida en el rito.
A última hora de la tarde ve cómo entran en la iglesia
de la Trinità dei Monti para vísperas cuarenta alumnas
de un internado (que él toma por monjas): “El órgano

34
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
empieza a sonar y con increíble sencillez y gracia ellas can-
tan con gran seriedad su cántico de vísperas”. A diferen-
cia de lo que se habría esperado de unas “monjas de ver-
dad”, no había en ello nada de rutinario: “La impresión,
increíblemente íntegra, que todo aquello causaba era de
una piedad profundísima. A la media horita, cuando las
puertas volvieron a abrirse, se tenía una vista sin igual
sobre las cúpulas de Roma al ponerse el sol. Luego fui a
pasear todavía durante un rato por el Pincio. El día había
sido magnífico, el primer día en que entendí algo real del
catolicismo; nada que ver con romanticismos, etc., sino
que empecé a entender, creo yo, el concepto de «Iglesia»”.

“a Dios nunca se le busca a ciegas”

¿Puede ser que la fe no sea solamente un asunto que el


corazón mantiene a buen recaudo y el cerebro acompaña
de otros miles de diversas experiencias? Lo que tiene fas-
cinado a Dietrich es la forma en que los católicos confie-
ren una figura visible al sentimiento interno y una forma
universal a la idea individual. Su mirada crítica, como es
natural, no le abandona. Es posible que la renuncia del
protestante a captar en símbolos lo que el entendimiento
no sería capaz de abarcar, sea la opción más honesta,
piensa al regresar de la liturgia del Viernes Santo a un
seminario teológico. La dogmática, en efecto, le resulta
inquietante, ella “condena todo lo ideal en el catolicismo
sin saberlo”. Y el Papa, al que tiene la ocasión de cono-
cer en una gran audiencia, le deja “bastante indiferente”;
carece –piensa– de “toda grandezza”. La decepción de
Bonhoeffer resulta comprensible: Pío IX era un seco cien-
tífico de los pies a la cabeza, todo lo contrario de una figu-
ra carismática.

35
“tendríamos que haber gritado” El asunto de la “Iglesia”, en cualquier caso, ya no le
deja tranquilo. Al volver a Berlín, Bonhoeffer participa con
apasionamiento en la polémica que se ha suscitado entre
los teólogos universitarios a propósito de la figura concre-
ta de la fe: ¿es suficiente con discutir científicamente, diva-
gando sin ataduras, sobre la Biblia y el sentido del univer-
so? El “protestantismo cultural” burgués, con su meliflua
acomodación a los gritos de guerra y el pensamiento cla-
sista, ¿no está en deuda con el Evangelio y el sufrimiento
de los pequeños y marginados? ¿Qué aspecto ha de tener
una Iglesia que quiera permanecer fiel a ese crucificado
marginal al que está constantemente remitiéndose?
Bonhoeffer plantea a los semidioses académicos incisi-
vas preguntas. Y convierte la querella teológica en el tema
de su tesis doctoral, con la que se atreve contando tan sólo
19 años: Sanctorum Communio, “comunión de los san-
tos”. ¿Cómo toma cuerpo en el mundo la nueva de Dios?
¿Cómo se hace carne en la realidad terrena la verdad en
la que creen los cristianos?
“La Iglesia es la nueva voluntad de Dios con los hom-
bres” –declara Dietrich–. “La voluntad de Dios apunta
siempre al hombre histórico concreto. Pero, a continua-
ción, tiene su principio en la historia. En algún lugar de
ésta tiene aquélla que hacerse visible, comprensible y (…)
revelarse”. A primera vista, palabras inofensivas y abs-
tractas, como las que suelen ser habituales en el lenguaje
ampuloso y huero de los teólogos. Y todo ello sin que un
par de páginas después echemos tampoco en falta el
característico sentimentalismo del predicador pietista: “El
hilo entre el hombre y Dios que cortó el primer Adán, es
reparado de nuevo por Dios, pero esta vez revelando éste
su amor en Cristo, es decir, no con exigencias y llamadas,
ni aproximándose él al ser humano como un puro tú, sino

36
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
dándose Dios gratuitamente como un yo, abriendo su
corazón. En la revelación del corazón de Dios tiene la
Iglesia sus fundamentos”.
Pero esta mansedumbre en la expresión esconde dina-
mita: el desafío de un joven furioso al anonimato sin com-
promiso de un individualismo aislado, por una parte, y a
la resaca irracional de la masa, por la otra. En el mundo
académico teológico, Bonhoeffer reconoce –para decirlo
brevemente– dos campamentos, cuyas posturas están en
cada caso justificadas, pero que, sin embargo, desembo-
can ambas en características tentaciones: los unos, par-
tiendo de la Historia y trabajando de un modo rigurosa-
mente empírico, dibujan una imagen de la Iglesia en la
que ésta no es más que una simple magnitud social, algo
así como una asociación bien organizada con un progra-
ma común. Es la revelación que un día se anunció y está
cementada en la fe. Ernst Troeltsch sería uno de los vale-
dores de esta fracción. La otra sigue a Karl Barth, el con-
testatario pensador suizo, para el que la revelación es
siempre cosa del oyente aislado. La Iglesia sería entonces
un fenómeno más bien espiritual, la comunidad de todos
los que oigan y acepten esa palabra.
Bonhoeffer –haciéndose acreedor de un mérito nada
pequeño para no ser más que un principiante en la cien-
cia de la fe– fusiona ambas imágenes de la Iglesia en una
visión cargada de futuro. La Iglesia es a la vez corporación
social y comunidad espiritual. La Iglesia trasciende el
mundo por su origen y aspiraciones –pero tiene a la vez
una figura mundana y social muy concreta–. La Iglesia se
mantiene a distancia del mundo –y a la vez se hace res-
ponsable de él–. La “unidad de la nueva humanidad en
Cristo” anula la fragmentación anónima y opera la recon-
ciliación de sociedad e individuo.

37
“tendríamos que haber gritado” La fórmula mágica de Bonhoeffer, inspirada en una
afirmación de Hegel, reza como sigue: La Iglesia es Cristo
existente como comunidad. Características de la figura
social que se llama Iglesia son la comunión y la solidari-
dad10. La “representación”, como dicen los teólogos.
Este motivo de fondo ya nunca abandonará a Bon-
hoeffer. En su lección sobre cristología de 1933, que sólo
conocemos por los apuntes de sus oyentes, arremete con-
tra el método tradicional de aproximarse al misterio de
Cristo explicando las relaciones entre sus naturalezas divi-
na y humana. Lo que hay que preguntarse, según él, no es
cómo sea Cristo, sino quién es y dónde se puede tener
experiencia de él. La respuesta de Bonhoeffer es que,
como Señor viviente, Cristo sale a nuestro encuentro aquí
y ahora en la Palabra, el sacramento y la comunidad. “La
comunidad entre la Ascensión y el Retorno es su figura, la
única que tiene además”.
De ello se sigue, lo que tal vez sorprenda a algunos de
los admiradores de Bonhoeffer, el claro rechazo a una reli-
giosidad que se dedique a vagabundear por ahí: sólo en el
espacio de la Iglesia es posible preguntar por Cristo con
exactitud, constata Bonhoeffer en la susodicha lección.
“Allí donde se pregunta por Dios porque se sabe ya quién
es. A Dios nunca se le busca a ciegas y de una manera abs-
tracta. En su caso sólo puede buscarse lo que se ha encon-
trado ya. No me buscarías si no me hubieses ya encontra-
do (Pascal)”.
Bonhoeffer no mitificó acríticamente la Iglesia. Justa-
mente por ser ella quien hace presente a Cristo y lo per-
sonifica, la Iglesia tiene que compararse constantemente
con Cristo y dejarse criticar por él. Sin embargo, él la ama

10. En el original, Miteinander (unos con otros) y Füreinander (unos


para otros) respectivamente. (N. del T.)

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berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
con todas sus imperfecciones y debilidades. En su tesis
doctoral, Bonhoeffer hace una lista de los “intentos indis-
cretos” que por purificar a la Iglesia se han llevado a cabo
en el pasado, desde las sectas del cristianismo primitivo
hasta la espera del Reino socialista de Dios de Saint
Simon, pasando por los anabaptistas; “en todas partes, un
intento de tener presente de una vez por todas el Reino de
Dios ya no en la fe, sino ante los ojos, ya no velado en las
particularidades de una Iglesia cristiana, sino manifestán-
dose claramente en la moralidad y la santidad de las per-
sonas, en la reglamentación ideal de todos los problemas
históricos y sociales”.
Está claro que a todos estos puristas les faltaría olfato
para comprender “que la revelación de Dios se opera real-
mente en la historia, es decir, en lo oculto, que este mun-
do sigue siendo un mundo del pecado y de la muerte, es
decir, también de la historia, y que esta misma historia lle-
ga a ser santa por que es Dios quien la hizo y penetró en
ella (…) La Iglesia ha de permitir que la mala hierba crez-
ca en su campo; de lo contrario, ¿de dónde sacaría ella el
criterio para saber qué es la mala hierba en realidad? Así
que la Iglesia tendrá tal vez que cultivar con amor alguna
vida germinal que luego se le echará a perder, pero nunca
condenará ni juzgará, sino que seguirá siendo consciente
de los límites de su historicidad”.
La obra primeriza de Bonhoeffer, que sólo se publica-
rá superadas algunas complicaciones y que tras venderse
poco y mal apenas si obtendrá reconocimiento en el mun-
do académico, es una combinación extremadamente inte-
resante –y por entonces del todo novedosa– de teología,
filosofía social y sociología. Por supuesto, Bonhoeffer no
se quedó parado en Sanctorum Communio. Aquí la Igle-
sia es todavía el ejemplo modélico de una futura sociedad

39
“tendríamos que haber gritado” conservadora; en años sucesivos, en cambio, Dietrich le
reconocerá cada vez más el papel de un correctivo crítico.
Un Cristo, en efecto, que sea “cosa de la Iglesia o de la
eclesialidad de un grupo de personas”, pero que, sin
embargo, no lo sea “de la vida” (así se expresa Bonhoeffer
en una conferencia de 1928 en Barcelona), ya no será sufi-
ciente para él. Quien no deje que la religión sea otra cosa
que un “cuarto bien amueblado” para el alma y no recla-
me para Cristo más que “una provincia de nuestra vida
espiritual”, jamás comprenderá a Bonhoeffer.
En Sanctorum Communio Bonhoeffer identifica a la
Iglesia con Cristo; más tarde, hará hincapié con bastante
más insistencia en que la Iglesia es desafiada por Cristo y
criticada y juzgada por él. En la conferencia de 1928 lo
esencial es que “el cristianismo alberga en su seno un ger-
men hostil a la Iglesia”. Con más claridad todavía se
expresa, cuatro años después, su lección sobre la esencia
de la Iglesia en Berlín: la Iglesia “no quiere ser una repre-
sentación de la comunión de los santos (…) ¡Renunciar a
la pureza, volver a la solidaridad con el mundo pecador!
La Iglesia tiene que soportar como un misterio que Dios la
niegue”. Cuanto más intensamente se compromete
Bonhoeffer con la defensa de la dignidad amenazada del
hombre y más enérgicamente critica la cobardía de los
representantes e instituciones eclesiásticas, menos restrin-
ge la presencia de Cristo a la Iglesia. La entera realidad
terrena es entonces el lugar en el que Dios se hace hombre.

“chicos valientes” para el ejército de Cristo

Lo normal es empezar la tesis doctoral cuando se han


terminado los estudios y aprobado los exámenes. Bon-
hoeffer escribió su tesis como de pasada durante el último

40
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
semestre. No parece haber tenido ningún problema en
hacerlo. “Cuando estaba concentrado escribiendo –atesti-
gua su amigo Eberhard Bethge–, hacía en tres horas lo que
a nosotros nos llevaba tres semanas de trabajo”.
Tal vez todo se explique por la libertad espiritual que
no dudó en tomarse. El hijo de profesores dejó muy pron-
to de reverenciar las doctrinas de las autoridades berline-
sas. No siempre libre de la arrogancia de quien está por
encima de la media, ponía sus propias neuronas a traba-
jar. “Lo que verdaderamente me atrajo de Bonhoeffer
–recuerda un compañero de estudios– fue percibir que
aquí había una persona que no se limitaba tan sólo a
aprender y asimilar las enseñanzas orales y escritas del
profesor de turno, sino que era capaz de pensar por sí mis-
ma y sabía ya lo que quería (…)”.
Indeciso entre el púlpito y la cátedra, sus primeras
experiencias prácticas las tiene Dietrich trabajando con
grupos de niños. Con verdadero celo, prepara misas,
organiza excursiones e imaginativos juegos y se lleva con
él a toda aquella pandilla de alborotadores a la hospitala-
ria casa de sus padres. No es para nada torpe a la hora de
manejar a su tropa. En una catequesis sobre la relación de
Jesús con sus discípulos, pregunta a los niños por los gran-
des ejércitos de la guerra mundial y los compara con los
apóstoles: “Al principio, el ejército era muy pequeño, un
capitán y unos doce hombres, y no os olvidéis de que no
eran precisamente caballeros aquellos hombres, sino pes-
cadores y gente pobre y harapienta; luego, poco a poco, el
pequeño ejército empezó a crecer, pero, cuando todavía
estaba lejos de haberse hecho grande, el capitán fue hecho
prisionero por ser un revolucionario y alterar la paz (…)”.
“Cobardes y gente mala” no le sirven de nada a este
ejército, lo único que harían sería ridiculizar a su caudillo

41
“tendríamos que haber gritado” Cristo. No, aquí las cosas no son tranquilas ni cómodas,
de eso se encarga ya la voz de la conciencia. “Es como
cuando uno está deseando hacer en la escuela una cosa
muy mala con todos sus camaradas, y de pronto te das
cuenta de que hay otra persona allí que lo está viendo
todo y que no quiere que eso pase; entonces le quema a
uno tanto por dentro que querría estallar de ardor, ganas
y conciencia. (…) Chicos, ninguno de vosotros puede
decirme: «yo no tengo esa conciencia», «a mí Dios no me
ha llamado nunca». Sólo tenéis que escuchar dentro de
vosotros, con mucha atención (…) Ay chicos, y ahora ya
no querremos volver a decir: «un momento por favor»,
sino que lo que querremos será mostrar que somos chicos
fuertes y valientes y que estamos deseando entrar en el
ejército de Jesús para ser sus más valerosos soldados, y un
soldado valeroso en este ejército vale más que el soldado
más valiente en el ejército de Napoleón. Y cuando alguno
ande cabizbajo porque su madre esté enferma o incluso
por haberse quedado sentado sin hacer nada, lo que tiene
que hacer es volver a levantar la cabeza trabajando. A
Jesús no le gustan los que andan cabizbajos, él quiere sol-
dados valientes”.
El joven teólogo se tomó este trabajo muy en serio. A
un antiguo compañero, que entretanto se ha hecho ya
pastor, le acribilla a preguntas por carta: ¿ha de hablarse
de todo con los niños? ¿Es lícito esforzarse por tener éxi-
to (cosa que Bonhoeffer sin duda tenía) o han de mante-
nerse pedagógicamente las distancias? ¿Cómo deben con-
tarse a los niños los relatos de la Biblia? ¿Es lícito que un
sermón para niños concluya en tono patético?
Más tarde, se celebra todos los jueves en casa de los
Bonhoeffer una sesión vespertina para alumnos de bachi-
llerato dedicada a la lectura y la discusión. Los jóvenes dan

42
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
pequeñas conferencias y acuden con Dietrich a la ópera y
a conciertos. Son jóvenes cultos y críticos que proceden
de familias burguesas, y entre ellos hay algunos judíos.
No obstante, algunas cosas invitan a pensar que la
decisión de cursar en el extranjero el año de vicariato
prescrito, fue una huida. Le daba miedo el modo en que
los niños acudían en masa a su grupo. El sermón de exa-
men salió mal; el candidato Bonhoeffer –escribirán los
examinadores en su diploma– peca en sus “asociaciones
de ideas” de “forzado y rebuscado” y debería “estudiar
con más aplicación modelos de sermones”. Es posible que
lo que estuviera buscando también Bonhoeffer fuese
abandonar el mundo académico y sus problemas a menu-
do artificiales y conocer más de cerca la praxis pastoral.
Sea como fuere, el caso es que en febrero de 1928 volve-
mos a encontrarnos con él en España, en la comunidad
alemana del puerto comercial de Barcelona.
El cristianismo con que Bonhoeffer tropieza allí entre
los comerciantes es un cristianismo muy burgués, una
fachada religiosa que sin duda puede ser de gran ayuda
para la estabilidad anímica y que de algún modo guarda
también relación con una vida decente, pero que está lejos
de suscitar preguntas apasionadas por el último sentido de
las cosas. “Estas gentes miran a la Iglesia con la misma
simpatía que al deporte o al partido nacional alemán, sólo
que de forma menos activa” –le escribe sarcástico a su
abuela en carta a Berlín–. El pastor al que ha de ayudar
Dietrich hace su trabajo con cansada indiferencia; el celo
de su ayudante le provoca cierta inseguridad, pero cuan-
do se da cuenta de que Bonhoeffer le respeta, le deja
hacer. “En todo el año no hemos conversado ni una sola
vez sobre alguna cuestión teológica, no digamos ya reli-
giosa” –constatará con sobriedad Bonhoeffer al concluir

43
“tendríamos que haber gritado” su estancia en España–. “En el fondo hemos sido unos
perfectos extraños el uno para el otro, pero nos apreciá-
bamos mutuamente”.
El joven vicario observa espantado lo poco que per-
turba a los cristianos de su comunidad el mortal abismo
que se abre entre ricos y pobres. Los hijos de los comer-
ciantes a los que tiene que dar clase de religión “viven bien
y con comodidades”; se da como algo asumido que here-
darán el negocio de su padre y lo ignoran todo de la gue-
rra civil, que se anuncia amenazadora en el horizonte, y
de los problemas sociales.
Casi siente nostalgia, en este mundo hueco y seguro, de
las pequeñas furcias y chulitos de Montmartre, a los que
había visto –al hacer una escala de varios días en París
durante su viaje a España– en la iglesia de Le Sacré-Coeur:
la naturalidad con la que se rendían a las ceremonias de
la misa mayor le pareció auténtica y más convincente que
los piadosos ejercicios obligatorios de la fina sociedad
barcelonesa: “Me resulta más fácil imaginarme a un ase-
sino o a una prostituta rezando que a una persona fatua
en oración”, confía por entonces a su diario.
Sin embargo, poco a poco empieza a entender que el
desafío consiste justamente en la ausencia de las cuestio-
nes existenciales. Se anuncian los primeros contornos de
un “cristianismo sin religión”, como lo llamará más tar-
de. Uno tendría que “volver a examinar todo lo ganado”,
le escribe a uno de sus profesores universitarios. En la
conferencia de Bonhoeffer nombrada antes, éste reflexio-
na con insistencia sobre el motivo de que Jesús hubiera
mostrado predilección por los niños y los despreciados
por la sociedad, y piensa que sería un error peligroso que
“quisiéramos fundamentar nuestro recurso a Dios sólo en
nuestra cristianidad y eclesialidad”.

44
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
En otra ocasión, Bonhoeffer relató a sus oyentes en
Barcelona el antiguo mito del gigante Anteo, “más fuerte
que cualquier hombre sobre la tierra; nadie podía vencer-
le, hasta que, un día, uno que luchaba con él lo levantó del
suelo y al gigante le abandonó su fuerza, que sólo afluía a
él mientras permanecía en contacto con la tierra”. La con-
clusión de Bonhoeffer: “El hombre que quiera abandonar
la tierra, que quiera escapar a las miserias del presente,
perderá el vigor que está constantemente sosteniéndole
con misteriosas fuerzas eternas. La tierra es nuestra madre,
así como Dios es nuestro Padre, y sólo a quien haya sido
fiel a su madre le recibirá en sus brazos el Padre”.

por qué es “frívolo” el desinterés por la política

Bonhoeffer se reincorpora al mundo académico desem-


peñando funciones de asistente en la universidad de
Berlín. Oposita a cátedra con un complicado tema filosó-
fico, que vuelve no obstante a relacionar con plena cons-
ciencia con la realidad de la Iglesia. Acto y ser es el título
del escrito, que busca aclarar cuál es el puesto de filosofía
trascendental y ontología en la teología sistemática y que,
como es natural, vuelve a estar listo en el plazo de un año.
El joven de veinticuatro años ofrece de nuevo una síntesis
de posiciones de actualidad en apariencia irreconciliables:
la revelación es para él “acto y ser” a la vez, acto del Dios
que se vuelve hacia el hombre y del hombre que se resuel-
ve a tener fe, siempre nuevo y arriesgado; simultáneamen-
te, empero, ella es también ser, una magnitud estable, que
ha tenido lugar de una vez por todas y está preservada en
la Iglesia.
La Iglesia es el punto de intersección en que se encuen-
tran acto y ser, en el que el Dios lejano penetra en la

45
“tendríamos que haber gritado” historia humana. “La revelación, pues, tiene lugar en la
comunidad”, reza la tesis central. “Dios está ahí, es decir,
no en la no-coseidad eterna, sino –dicho sea con toda
suerte de precauciones– disponible, aprehensible en su Pa-
labra en la Iglesia”.
En parte esta temprana habilitación es una solución de
urgencia. Porque lo cierto es que Bonhoeffer continuaba a
estas alturas sin tener claro si consagrarse a la praxis pas-
toral o seguir una carrera académica. Si se hubiera decidi-
do por trabajar en una parroquia nada más terminar el
examen, no podría haber eludido su paso por el semina-
rio teológico, del que temía su estricta reglamentación (los
candidatos ni siquiera poseían una llave de la casa) y
estrechez espiritual. Con la habilitación podía aplazar el
tener que tomar una decisión definitiva, y en el caso de
que más tarde se resolviera finalmente a cambiar la uni-
versidad por la praxis parroquial, tal vez pudiera contar-
se con que en ese momento le resultara posible ahorrarse
su no deseado paso por el seminario.
Bonhoeffer se había vuelto por entonces bastante soli-
tario. Había erigido una coraza protectora en torno a sí,
y, aunque seguía siendo amable y cortés, no permitía que
nadie se le aproximara demasiado. Los deportes y las relu-
cientes ofertas culturales de la gran capital apenas seguían
teniendo interés para él. Había acabado por “hastiarse”
de sí mismo, dirá lacónicamente más tarde: “Una mons-
truosa ambición, que algunos notaron, hacía que me
resultara difícil vivir y me privaba del amor y la confian-
za de los que me rodeaban. Por entonces estaba terrible-
mente solo y abandonado a mis exclusivas fuerzas”.
Sin embargo, curiosamente, justo en ese período en
que está tétricamente encapsulado en sí mismo, empieza
también Dietrich a interesarse por esa política cotidiana

46
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
que hasta entonces sólo había merecido su desprecio. Con
la misma sobriedad con que constata la tentación que
para él supone su arrogante distanciamiento, emprende la
lucha contra él. Más tarde se avergonzará de su indife-
rencia frente a los acontecimientos políticos, que a tantas
personas sumen en la miseria, y confesará en una carta
que aquello había sido una “evidente frivolidad”.
Los signos de los tiempos anuncian tormenta: en julio
de 1930, cuando Bonhoeffer es recibido en el cuerpo
docente de la universidad como catedrático y realiza su
segundo examen de teología, Hindenburg, ante el rechazo
constante de que son objeto los decretos de emergencia
con los que el canciller Brüning pretende sanear la econo-
mía, disuelve el parlamento. Como consecuencia, los
nacionalsocialistas elevan en éste el número de sus escaños
de doce a 107 y marchan en formación cerrada con sus
uniformes de color pardo hasta el edificio del Reichstag.
Dietrich protestó a su manera. Se hizo amigo –la pri-
mera amistad fuerte en años– del teólogo Franz Hilde-
brandt, que al ser hijo de una judía pertenecería pronto,
según todas las previsiones, al grupo de los apestados.
También peregrinaba al oficio divino en Moabit cuando
predicaba allí el pastor Günther Dehn. Dehn, pacifista
declarado y socialista cristiano, era el blanco perfecto
para la prensa difamatoria de derechas, pero su jefatura
eclesiástica, muy lejos de salir en su defensa, veía en su
compromiso una carga y una molestia. Cuando Dehn, en
un acto en memoria de los héroes de la Guerra Mundial,
previno contra el peligro de que se convirtiera el luto por
los caídos en una santificación de la guerra y reclamó que
se hiciera hincapié con más insistencia en las iglesias en el
mensaje de paz bíblico, un coro de voces airadas le acusó
de haber ultrajado a los soldados muertos.

47
“tendríamos que haber gritado” En 1931 Dehn fue llamado a ocupar una cátedra en
Halle, donde los estudiantes pardos cerraron filas contra
él tan pronto como hizo aparición en la universidad. Que
Dehn pusiera en cuestión el derecho a hacer la guerra y
reflexionara en voz alta sobre una “renuncia al derecho a
autoafirmarse”, les parecía la peor traición que podía
hacérsele a la patria. Dietrich, en contra de algunos teólo-
gos colegas suyos que reclamaban lealtad a la nación por
parte de toda manifestación eclesiástica sobre la guerra y
la paz, presentó por entonces, en una súplica a la direc-
ción eclesiástica, una apasionada declaración a favor de la
libertad de prédica.
Para entonces, Bonhoeffer había regresado nuevamen-
te a Berlín tras haber cursado un año de estudios en Nueva
York. El período que pasó allí como becario en el Union
Theological Seminary parece haber dejado en él una hue-
lla mucho más profunda que cualquier otra experiencia de
su polifacética formación. En Nueva York comprobó
estupefacto en el gueto negro de Harlem las consecuencias
del racismo, se entusiasmó con las corrientes pacifistas de
los Cristianos de América y se desengañó cada vez más de
la tradicional separación entre religión y política.
Al principio, la relajada atmósfera del college11 y lo dis-
tendido del trato entre estudiantes y profesores provocan
inseguridad en el berlinés acostumbrado a las formalida-
des, tanta como la que le causa el estilo, por completo dis-
tinto, en que se hace teología allí: los alumnos lo ignoran
absolutamente todo de los planteamientos dogmáticos y
11. En inglés en el original. Con este término se hace referencia, en
Estados Unidos, a una unidad administrativa dentro de una uni-
versidad, similar a una facultad, en la que se otorgan títulos de
licenciatura en ciencias y artes liberales, o a una institución en la
que se imparte formación especial o profesional, por ejemplo de
medicina, farmacia o agricultura, normalmente dentro también
de la estructura de una universidad. (N. del T.)

48
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
de filosofía de la religión más simples –escribe a casa–.
“Hablan por hablar, sin razonar ni una sola palabra de lo
que dicen y sin que sea posible advertir ningún criterio.
(…) [Se] llenan la boca de consignas humanistas y libera-
les, y se ríen de los fundamentalistas, pero en el fondo no
están ni a su altura. (…) A menudo se me parte el alma en
las clases, obligado a contemplar cómo despachan a Cristo
y se ríen con desfachatez si se cita una frase de Lutero
sobre la conciencia del pecado. (…) La predicación se ha
envilecido hasta degenerar en meras observaciones ecle-
siásticas al margen sobre acontecimientos de actualidad”.
Sin embargo, conforme se prolonga su estancia en
Nueva York, Bonhoeffer acaba apreciando cada vez más
la inusitada manera en que allí se toman las experiencias
cotidianas como punto de partida y se confronta despre-
ocupadamente el Evangelio con la realidad social. Se hace
amigo de un estudiante negro, que se lo lleva con él a las
desconsoladas callejuelas y patios interiores del South
Bronx y a las iglesias de Harlem, donde los negros se obs-
tinan los domingos en cantar a la Nueva Jerusalén. Aver-
gonzado, descubre una seriedad en el trato con la Biblia
que le era desconocida hasta entonces y una esperanza
explosiva que espera realmente de Cristo que el mundo
cambie y la libertad que tan dolorosamente se echa de
menos. Bonhoeffer es recibido en las casas de los negros,
donde lee la Biblia con las mujeres e imparte “escuela
dominical” a los niños. Empieza a leer novelas escritas
por autores de color y se asombra de la “energía y calidez
productivas” que encuentra en ellas.
En la Navidad de 1930 se presenta de pronto en La
Habana, donde conocidos suyos trabajan en la escuela de
la colonia alemana. Bonhoeffer da en Cuba clases de reli-
gión y un sermón navideño que permite apreciar muy cla-

49
“tendríamos que haber gritado” ramente la revolución que se ha producido en su pensa-
miento: a uno –decía allí– tiene que parecerle asombroso
que se celebre el nacimiento del Salvador, “los ejércitos de
desempleados ante nuestros ojos, los millones de niños
que sufren en todo el mundo, los que pasan hambre en
China, los que viven bajo la opresión en la India y en
nuestros desventurados países (…) ¿Quién, al recordar
todo esto, seguiría queriendo entrar, sin pensárselo ni me-
ditarlo antes dos veces, en la tierra prometida?”
A Bonhoeffer siempre le gustó viajar. Al final de su via-
je a Roma visitó Sicilia y con su hermano Klaus dio a con-
tinuación el salto a África por diez días, así de sencillo.
Cuando su estancia académica en Estados Unidos está
tocando a su fin, alquila con un amigo un coche destarta-
lado y hace turismo con él hasta Méjico. Le habría gusta-
do ir a la India y conocer in situ la religiosidad de Asia y
las ideas de Gandhi. A veces –le escribe a su abuela–, le
asalta el pensamiento de que “allí, entre los «paganos» de
aquellas tierras, podría haber más cristianismo que en
toda la Iglesia del Reich”. Y a su hermano Karl-Friedrich
le confiesa por carta que en Occidente el cristianismo aca-
bará de todos modos por fenecer, por lo menos en su
actual figura. Pero a pesar de que en varias ocasiones está
a punto de emprender la marcha (en 1934 el mismo
Gandhi le invitará personalmente a visitarlo), el viaje nun-
ca llegó a tener lugar.

“el amor a mi país santificará el asesinato”

De vuelta ya a la universidad de Berlín, donde ahora


da clases y dirige seminarios como privatdozent12, Bon-
12. Figura docente característica de la universidad alemana que
equivaldría, aproximadamente, a la de un catedrático no titular.
(N. del T.)

50
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
hoeffer intenta convencer a sus alumnos de que hay que
tener cuidado con la guerra –un mensaje inaudito en un
momento en que los nazis están empezando a hacerse
cada vez más fuertes también en las universidades–. La
antigua consigna de la Primera Guerra Mundial: “Gott
mit uns”13 ya no brota, es cierto, de labios de los líderes
eclesiásticos con la misma facilidad que antes, pero cum-
plir con el deber con valentía en el frente de batalla es algo
que se sigue considerando como una obviedad, y dudar de
que tenga sentido solucionar militarmente los conflictos,
como un deshonor. A los miembros de la Iglesia más con-
servadores irá haciéndoseles también cada vez más claro,
con el paso de los años, lo difícilmente que cabría con-
ciliar con la ética cristiana la obsesión armamentística
y el belicismo de Hitler, pero la mayoría se guarda muy
mucho de expresar abiertamente su disconformidad. ¿A
quién le gustaría que se le insultara llamándosele “cama-
rada sin patria”?
También Bonhoeffer está enfrentado al mismo dilema.
La suya puede ser una familia de pensadores todo lo libres
y críticos que se quiera, pero ha sido siempre leal al
Estado. En su tradición espiritual no está prevista la posi-
bilidad de que gobierno, élite política, cúpula militar, inte-
ligencia cultural y dirección eclesiástica puedan todos
ellos perder completamente el hilo en una cuestión tan
importante como ésta. Los bellos ideales del Evangelio
pueden pronunciarse en contra y las posibilidades abier-
tas a la moderna guerra de exterminio masivo haber crea-
do unas condiciones absolutamente distintas, pero lo cier-
to es que, con el fin de alcanzarse objetivos políticos, se
vienen haciendo guerras desde hace milenios, así que,
¿por qué razón tendrían de pronto que ser las cosas dife-

13. “Dios (está) con nosotros”. (N. del T.)

51
“tendríamos que haber gritado” rentes? Si los pacifistas lo tienen tan difícil, es porque
parecen darse de cabeza contra las leyes naturales.
En una ponencia sobre los Fundamentos de una ética
cristiana, que el joven vicario de 23 años había dado en
febrero de 1929 frente a su comunidad de Barcelona,
Bonhoeffer demostró ya tener el coraje suficiente para
poner en cuestión esas leyes naturales, aunque, cierta-
mente, para volver a transitar a renglón seguido por las
vías ya conocidas: la guerra, aclaraba allí, enfrentaría al
cristiano a un dilema cruel. El mandamiento del amor,
que hasta ahora regía tan claramente todas sus decisiones,
aparece de pronto escindido en la prohibición de matar al
enemigo y la obligación de proteger al hermano y a la
madre. ¿Qué hacer entonces? La primera tentativa de res-
puesta de Bonhoeffer suena desvalida y desesperada, pero
honrada a carta cabal: “Si alguna vez me viera obligado a
elegir entre dejar a mi propia madre o a mi propio her-
mano en manos del agresor o levantar a mi vez mi mano
contra el enemigo, la misma necesidad del momento me
dirá con toda seguridad cuál de los dos es mi prójimo y
tiene, además, que serlo aun a los ojos de Dios”.
¿Le daba miedo su propio coraje o encontraba insatis-
factorio exponer la conciencia del soldado a una insinua-
ción del “momento”? Sea como fuere, Bonhoeffer agrega-
ba de inmediato el tradicional argumento de la llamada
teología de la nacionalidad: “Dios me ha dado a mi madre
y a mi nación; lo que tengo se lo agradezco a esa nación,
lo que soy, lo soy gracias a ella; así que lo que tengo ha de
pertenecerle nuevamente a ella, y esto es así resultado del
orden divino, porque las naciones fueron creadas por
Dios”. De improviso, el “orden creado de la nación”,
como se decía entre los neoluteranos, ocupa el primer pla-
no, derogando la validez incondicional del mandamiento
del amor. El soldado empuña las armas “sabiendo que,

52
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
por un lado, está haciendo algo terrible, pero que, por el
otro, no puede tampoco obrar de otra manera; (…) el
amor a mi país santificará el asesinato y la guerra”.
Bonhoeffer recordaba, pese a todo, que a un soldado
cristiano no le está permitido odiar jamás a su enemigo,
porque éste se encuentra en la misma apurada situación
que él y enfrentado a idéntico conflicto de conciencia, y
tiene asimismo que proteger a su madre, a sus hijos y a su
país. Pero a renglón seguido no dudaba en extraer peli-
grosas consecuencias de la “teología de la nacionalidad”:
en efecto, en el “crecimiento y devenir” de una nación
joven y fuerte –continuaba diciendo– se torna audible la
llamada divina a crearse una historia propia e “incorpo-
rarse, luchando, a la vida de las naciones”; palabras,
éstas, a las que estaba claro que podía recurrir sin proble-
mas, en busca de una justificación piadosa, todo el que
fuera partidario de una guerra de agresión. Ni el mismo
Hitler, que tan magistralmente hablaba hasta por los
codos de la “Providencia”, lo habría dicho mejor.
Sin embargo, no había transcurrido todavía ni un año
y medio, cuando en las palabras de Bonhoeffer empeza-
ron ya a percibirse ecos muy diferentes. En noviembre de
1930, dio un sermón en la Memorial Methodist Church
de Nueva York con ocasión del Armistice Day14 en que se
conmemora la firma del armisticio de 1918 –una fecha
delicada, en la que los sentimientos patrióticos tienen per-
miso para campar por sus respetos–. Bonhoeffer valoraba
la Primera Guerra Mundial, tan presente todavía en el
recuerdo de todos, como un juicio de Dios sobre el mun-
do y, en particular, sobre el pueblo alemán, que, a decir
verdad, no había sido el único culpable de la conflagra-
ción, pero que, sin embargo, había pecado de “autocom-

14. En inglés en el original. “Día del Armisticio”. (N. del T.)

53
“tendríamos que haber gritado” placencia” y “fe en su propia omnipotencia”. La misión
de la Iglesia sería promover la paz entre las naciones y
meter a machamartillo en la cabeza de todos los cristianos
que ellos forman “una gran nación, compuesta por las
personas de todos esos países”, una comunidad fraterna
en la que no debería haber sitio ni para el odio ni para la
enemistad, ni para el nacionalismo ni para los delirios
raciales. “Nunca más –decía Bonhoeffer– debe ocurrir
que una nación cristiana luche contra otra nación cristia-
na, un hermano contra su hermano, pues los dos son hijos
de un mismo Padre”.
En el Union Theological Seminary Bonhoeffer había
trabado amistad con un joven pastor francés, Jean
Lasserre, que si ya concedía muy poco crédito a la ene-
mistad hereditaria entre sus dos naciones, todavía se lo
concedía menos al hinchado culto a la Grande Nation en
su propio país: una de dos –decía Lasserre–, o se cree en
la comunión de los santos que hace estallar por los aires
todas las fronteras, o en la “misión divina de Francia”;
pero las dos cosas a la vez se excluyen mutuamente.

“el cristiano tiene prohibido todo servicio militar”

Bonhoeffer regresa ahora a su patria, azotada por


deseos de venganza, afanes revanchistas, sentimientos
colectivos de inferioridad y fanfarronería patriótica, y se
involucra inmediatamente con feroz apasionamiento en la
polémica suscitada en torno a su amigo “rojo” Günther
Dehn. En febrero de 1932, Bonhoeffer planteaba incisivas
preguntas ante sus alumnos berlineses, dirigidas a la
nación que insistía machaconamente en su fuerza y su
necesidad de expandirse (Volk ohne Raum15 era el título
15. “Nación sin espacio”. (N. del T.)

54
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
de un éxito de ventas publicado en 1926): “Tienes algún
derecho –preguntaba Bonhoeffer–, por ser una nación
joven y poderosa, a avasallar y expulsar con violencia a la
antigua? ¿Tienes algún derecho a extender tus fronteras,
mientras tus compatriotas se ahogan en la estrechez de tus
límites internos? ¿Tienes algún derecho a aniquilar en tu
favor la floreciente cultura de la nación vecina?”
El mero hecho de hacerse tales preguntas tenía ya
que sonar a oídos de los chauvinistas, quienes llevaban
la voz cantante en la universidad, como un delito de alta
traición. Pero Bonhoeffer tenía además la desvergüenza
de recomendar como modelo a los alemanes las ense-
ñanzas de un salvaje oriental llamado Gandhi: “No
mates a ningún ser viviente; es mejor sufrir que vivir con
violencia”. En efecto, porque el derecho a la vida –aquí
se enfrentan el “maduro pensamiento europeo” y el
indio Gandhi– sólo se daría en la responsabilidad por
nuestro hermano.
Pocos meses después, en una sesión ecuménica, Bon-
hoeffer tomaba definitivamente posición, sin más rodeos:
confiándose –decía allí– en el perdón de Dios, se olvidan
el “grito del Señor” y sus claros mandamientos: “No
matarás” y “Amad a vuestros enemigos”. “Eso es abara-
tar la gracia”, se indignaba Bonhoeffer, y afirmaba sin
ambages: “El cristiano tiene prohibido todo servicio mili-
tar, todo prepararse para la guerra. (…) Es imposible que
el amor alce la espada contra un cristiano, porque al
hacerlo estaría alzándola contra Cristo”.
Durante su intervención en una “conferencia interna-
cional de jóvenes por la paz”, en la villa checa de
Ciernohorské Kúpele, Bonhoeffer exhortaba a su Iglesia
a proscribir la guerra y no avergonzarse por utilizar la
irritante palabra “pacifismo”. Sin embargo, ahora com-

55
“tendríamos que haber gritado” pletaba la justificación teológica con argumentos que toda
persona racional podía comprender: la guerra moderna
–decía– trasciende el clásico concepto de lucha, “porque
en ella está garantizada la autoaniquilación de ambos
luchadores”.
Casi nadie sabe que Bonhoeffer había extraído las con-
secuencias de esta actitud y estaba decidido a negarse a
hacer el servicio militar. En junio de 1939, cuando
“huyó” –no cabe expresarlo de otra manera– a Nueva
York, Bonhoeffer le confesó allí a su amigo inglés George
Bell lo siguiente: “El motivo principal de mi venida es el
servicio militar general, al que este año serán llamados los
pertenecientes a mi quinta [1906]. En conciencia, no pue-
do reconciliarme con la idea de participar en una guerra
en las actuales circunstancias”.
Para el mes siguiente, sin embargo, Bonhoeffer había
regresado ya a Alemania; había comprendido que no
podía abandonar ni a sus amigos ni a su país. Para no
tener que servir como soldado en el frente (ni tener tam-
poco que prestar el juramento militar a Hitler), nada más
empezar la guerra solicitó que se le permitiera trabajar
como pastor castrense en la Wehrmacht16. Su amigo
Bethge había hecho todo lo posible por conseguir que se
le “eximiera del servicio militar” en la patria; al fracasar
Bethge en su tentativa, Bonhoeffer le aconsejó que “acep-
tara” su conscripción “decentemente”.
Desde el estallido de las hostilidades, la actitud de
Bonhoeffer es equívoca. Qué es lo que habría hecho real-
mente de ser llamado a filas, es cosa que ignoramos. En
1940 fue eximido del servicio militar debido a su colabo-
ración con la Abwehr17 –oficialmente trabajando como

16. Fuerzas Armadas alemanas. (N. del T.)


17. Servicio de contraespionaje del ejército alemán. (N. del T.)

56
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
espía en el extranjero para el servicio secreto alemán, pero
en realidad facilitando contactos entre grupos de la resis-
tencia y los aliados–.

“todavía no era cristiano”

El camino de Bonhoeffer hasta convertirse en un paci-


fista tuvo en sí mismo algo de una “conversión”. Así lo
consideraba él mismo, en 1936, en aquella carta a una
conocida suya que ya hemos citado, en la cual, casi fusti-
gándose, se reprocha el haberse servido de la causa de
Cristo en su exclusivo beneficio. Es la confesión más ínti-
ma que poseemos de Dietrich Bonhoeffer y, por ello,
merece la pena que la reproduzcamos en detalle.
“Me arrojé en el trabajo de una manera muy poco cris-
tiana y humilde”, confiesa Bonhoeffer a la vicaria berline-
sa Elisabeth Zinn. “Una monstruosa ambición, que algu-
nos notaron, hacía que me resultara difícil vivir y me pri-
vaba del amor y la confianza de quienes me rodeaban. Por
entonces estaba terriblemente solo y abandonado a mis
exclusivas fuerzas. Eso estuvo muy mal. Entonces sucedió
otra cosa, algo que hizo que mi vida cambiara y diera un
vuelco hasta hoy. Por primera vez, llegué a la Biblia. Tener
que decir algo así es otra vez una muy mala cosa. Había
predicado a menudo, había visto ya muchas cosas de la
Iglesia y dicho y escrito algunas cosas de ella, y todavía
seguía sin ser un cristiano, no era más que mi propio due-
ño y señor, sin mesura y con reincidencia. Sé muy bien que
por entonces me servía de la causa de Cristo en mi propio
provecho, en beneficio de una monstruosa vanidad”.
“Ruego a Dios –suena casi como un juramento– que
nunca vuelva a suceder algo así. Hasta entonces tampoco
había rezado nunca, o sólo en contadas ocasiones. Por

57
“tendríamos que haber gritado” desamparado que estuviera, estaba más que satisfecho
conmigo mismo. De todo eso me liberó la Biblia y, en par-
ticular, el Sermón de la Montaña. Desde entonces, las
cosas son del todo diferentes. Así lo percibí yo con clari-
dad, y conmigo otras personas a mi alrededor. Fue una
gran liberación”. En la misma carta, Bonhoeffer conti-
nuaba diciendo que había comprendido que la vida de un
cristiano tiene que pertenecer a la Iglesia y a la miseria que
le rodea. Al mismo tiempo, añadía, “el pacifismo cristia-
no que poco antes yo mismo (…) había combatido con
tanta saña, se me apareció de pronto como algo obvio”.
Siendo, como era, un observador sobrio y crítico de sí
mismo, Bonhoeffer no se sentía en absoluto como alguien
que hubiera sido “salvado” de una vez por todas. Al con-
trario, en su vocación –le escribe a Elizabeth Zinn– había
“todavía mucho de desobediencia e impureza”. “No hay
un solo día en el que no me pesque en flagrante delito”.
Sin embargo, piensa que esa vocación es “hermosa” y está
preparado para recorrer el camino hasta el final. “Tal vez
no quede ya ni mucho menos tanto de él por andar”.
Contamos con una segunda confesión de este tenor,
una carta a su hermano mayor Karl-Friedrich, el físico
escéptico: al principio, confiesa en ella Dietrich en 1935,
la teología le había parecido más bien una “ocupación
académica”. “Ahora las cosas son completamente distin-
tas. Pero creo que por fin sé o, por lo menos, que he dado
con la pista correcta –por primera vez en mi vida–. Y eso
hace que a menudo me sienta muy feliz. Lo único que
todavía me asusta es que, de puro miedo, no me atreva a
ir más allá de las opiniones de otras personas y me quede
encajonado en ellas. Creo tener la certeza de que, para lle-
gar de verdad a tener las cosas claras interiormente y ser
verdaderamente sincero, no me queda otra que empezar a

58
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
tomarme realmente en serio el Sermón de la Montaña.
Aquí está la única fuente de energía que puede hacer que
salten de una vez por los aires todos los embrujos y sorti-
legios (…) Pero es que hay cosas por las que merece la
pena comprometerse por entero. Y creo que la paz y la
justicia social o, por decirlo en propiedad, Cristo, serían
una de esas cosas”.
Si Bonhoeffer gozó de credibilidad en la Kirchenkampf18
posterior, fue también porque no se ahorró a sí mismo
ni a la comunidad cristiana estas inexorables preguntas.
Ya en 1931 se había preguntado angustiado “si nuestra
Iglesia no estará a las puertas de una catástrofe, si no se
acabará definitivamente todo en caso de que no cambie-
mos de inmediato de un modo radical y hablemos y vi-
vamos de una forma absolutamente diferente”. En una
conferencia ecuménica de jóvenes en Gland, Suiza, dio
lo suyo que pensar a su consternado auditorio diciendo lo
siguiente: “Preferimos nuestras propias ideas a la de la
Biblia. Ya no leemos en serio la Biblia, ya no la leemos
en contra nuestra, sino que ya sólo la leemos a nuestro
favor”.
Fue haciéndose estas preguntas radicales como el pri-
vatdozent Bonhoeffer, apenas de más edad que sus alum-

18. Con este término (que literalmente habría que traducir como
“lucha de la Iglesia”) se hace referencia, en un sentido riguroso,
al conflicto intraeclesial que aproximadamente desde 1933 hasta
el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de
1939, enfrentó en el seno del protestantismo en Alemania a los
miembros de la Iglesia Confesante (Bekennende Kirche) con los
Cristianos Alemanes (Deutschen Christen). En un sentido lato, el
término se ha convertido prácticamente en un sinónimo del
enfrentamiento entre las Iglesias cristianas y la política religiosa
del Estado nacionalsocialista, en el que se englobaría también la
resistencia de la Iglesia alemana contra la praxis y la ideología
nazis durante la era hitleriana. (N. del T.)

59
“tendríamos que haber gritado” nos, impresionó a sus oyentes en Berlín. En una prueba de
texto entresacada de los apuntes de una lección que
Bonhoeffer impartió en el semestre de invierno de 1931-
32, La historia de la teología sistemática del siglo XX, se
lee: hay que “volver a deletrear la palabra «Dios», sacar-
la del vocabulario edificante, como si hubiera dejado por
completo de ser obvia. Se actúa como si todo estuviera
más que claro, y a continuación se dedica uno a bagatelas
(…) En la vida humana no hay un solo lugar en el que
podamos hablar de Dios como de una posesión nuestra.
(…) Que Dios juzga también la religión, que trasciende
también todo actuar piadoso, he ahí el ataque contra el
hombre en su totalidad. (…) Dios [es] el que en todo
momento está viniendo, ésa es su trascendencia. Sólo es
posible tenerle si se le espera”.
Bonhoeffer fue el profesor universitario no convencio-
nal por antonomasia. A la hora de formular sus tesis, a
menudo turbadoras y provocativas, se expresaba con cal-
ma y aun con frialdad, sin emoción. Lo que tenía que
hacer efecto era el contenido, no la retórica. Por las tar-
des, invitaba a sus alumnos a sesiones abiertas de debate
y hacía excursiones con ellos. Luego, en cualquier alber-
gue juvenil, presidía para ellos un oficio matutino o les
ponía los discos de espirituales negros que se había traído
consigo de los Estados Unidos.
Al mismo tiempo, el joven de veinticinco años fue pro-
movido a los cargos de pastor estudiantil en la Univer-
sidad Técnica de Berlín-Charlottenburg (la labor pastoral
tuvo que crearla de la nada y su éxito fue escaso), predi-
cador adjunto en la Kaiser-Wilhelm-Gedächtnis-Kirche y
representante de Alemania en la conferencia de la Federa-
ción mundial para la amistad de las Iglesias, celebrada en
Cambridge en 1931. Ésta fue una de las primeras organi-

60
berlín, barcelona, nueva york: un teólogo empieza a creer
zaciones del movimiento ecuménico, que entretanto venía
creciendo tímidamente, un movimiento que no tenía nada
que ver con una asociación de funcionarios y que conta-
ba, además, con una presencia firme en muchas comuni-
dades por mediación de activos grupos locales. La Fede-
ración Mundial nombró asimismo a Bonhoeffer secreta-
rio para el trabajo ecuménico juvenil en el centro y norte
de Europa.
En la patria alemana, profesores de teología de inspi-
ración nacionalista habían escrito furibundos artículos
contra la conferencia de Cambridge. “Mientras los otros
practiquen en nuestra contra una política asesina para
con nuestro país” –se decía allí–, sería imposible todo
entendimiento, y todo el que trabajara en pro de una
“artificial apariencia de comunidad” entre los alemanes y
las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial,
estaría “negando el destino alemán y confundiendo las
conciencias”.
Bonhoeffer se indignó ante tamaño “desatino” sin
dejarse extraviar por él en su trabajo. Viajó de congreso
en congreso a través de media Europa, y fue pronto cono-
cido por su aversión a toda resolución fácil que no hubie-
se estado precedida por una profunda labor teológica. Sin
una nueva teología de este tipo, pensaba, nada cambiaría
en la idea que la Iglesia se hacía de sí misma y todo lo que
se conseguiría sería crear una organización puramente
funcional.
“En sentido pleno y riguroso, no puede haber entendi-
miento sin una predicación y una teología ancladas en el
presente”, advertía Bonhoeffer en la conferencia de jóve-
nes por la paz que se celebró en la checoslovaca villa de
Ciernohorské Kúpele. “Corremos un extraordinario peli-
gro de que los congresos internacionales sólo nos sirvan

61
“tendríamos que haber gritado” para que lleguemos a ser buenos amigos entre nosotros,
encontremos good fellowship19 y nada más (…) Lo que
nos importa es otra cosa, un conocimiento y una voluntad
nuevos. Y siempre que con la máxima seriedad no se orde-
ne toda reunión a la consecución de este objetivo, todo lo
que se habrá hecho es perder el tiempo y malgastarlo
hablando (…) La Iglesia reunida en la Federación Mundial
está diciéndole a la cristiandad que escuche su palabra
como si ésta fuera un mandamiento de Dios (…) Pero ella
está diciéndole también al mundo que cambie las cosas”.
Por esta época, al hijo de profesores perteneciente a la
gran burguesía fue precisamente a endosársele una clase
de confirmandos en Prenzlauer Berg, el barrio obrero
donde se votaba a Thälmann en lugar de a Hitler y
Hindenburg. Fue, sin embargo, una de las tareas más her-
mosas de que jamás tuvo que hacerse cargo. A los agresi-
vos jóvenes, que le saludaban con un gruñido y en cierta
ocasión, al principio, llegaron incluso a cubrirle de basu-
ra, Bonhoeffer les contó historias de Harlem y de la Biblia,
aprendió con ellos inglés e hizo excursiones al campo
acompañado de la ruidosa horda. También compró a los
chicos tela para su traje de confirmación, anuló clases con
total tranquilidad para poder celebrar sus reuniones de
grupo y llegó incluso a alquilar a un panadero una habi-
tación en Prenzlauer Berg. Le hizo feliz que los jóvenes,
familiarizados con las fuertes organizaciones proletarias,
entendieran a la perfección –mucho mejor que los hijos de
las familias burguesas educados en el individualismo– su
sueño de una Iglesia comunitaria.

19. En inglés en el original. “Buen compañerismo”. (N. del T.)

62
2

BERLÍN, LONDRES:
UN PASTOR DESCUBRE LA EXPLOSIVIDAD
POLÍTICA DEL EVANGELIO

“(…) no sólo vendar a las víctimas bajo la rueda,


sino parar la misma rueda bloqueando sus radios”

La tarde del 30 de enero de 1933 el cuñado de


Bonhoeffer, nada más llegar a la casa, comentó la subida
al poder de Hitler, que había tenido lugar ese mismo día,
diciendo: “¡Eso significa la guerra!”. Toda la familia asin-
tió a sus palabras sin reservas.
Muchos de los colegas de Bonhoeffer dentro del colec-
tivo de pastores y teólogos se dejaron engañar en ese
momento por los piadosos votos de Hitler y se mostraron
más que dispuestos a restarles importancia a las primeras
manifestaciones del terror pardo, no viendo en ellas nada
más que un mal necesario en la lucha contra el bolchevis-
mo. Circularon imágenes idílicas de Hitler acudiendo con
regularidad a la iglesia como un buen feligrés (después de
1933 éste hizo que fueran eliminadas de los volúmenes de
fotografías) y de la boda del gauleiter1 de Berlín y poste-

1. Literalmente “líder (Leiter) de distrito” (Gau). Cargo político


creado por Hitler en 1922. Dentro de la organización del territo-
rio nacional efectuada por el partido nacionalsocialista, Alemania
había sido dividida en varios “distritos” o regiones administrati-
vas superiores (Gaue) que, a su vez, se dividían en varios “conda-
dos” (Kreise), finalmente subdivididos en otras divisiones aún más

63
“tendríamos que haber gritado” rior ministro de propaganda del Reich, Joseph Goebbels,
en una iglesia evangélica, en presencia del “Führer” y bajo
una bandera con la cruz gamada desplegada sobre el
altar. Cuando Hitler adoptó tonos cada vez más modera-
dos en sus manifestaciones públicas, habló con acento
entusiasta de un “cristianismo positivo”, reclamó solida-
ridad nacional y trató hábilmente de ganarse la voluntad
de las Iglesias, las ingratas circunstancias en que se había
producido su subida al poder ya no parecieron más que
un simple accidente de servicio.
Había también, sin duda alguna, una repugnancia sin-
cera por el culto a Wotan y los delirios sobre el hombre
superior. Con harta frecuencia, la llamada gente humilde,
con su sano sentido de la realidad –líderes juveniles com-
prometidos, párrocos de aldea con experiencia de la vida
y tozudas campesinas–, se resistió al principio con todas
sus fuerzas a las aspiraciones de Estado y policía, partido

pequeñas (“sedes”, “células” y “bloques”). Los gauleiter, como el


resto de miembros de los “cuerpos de liderazgo” del NSDAP, eran
nombrados directamente por Hitler y respondían también direc-
tamente ante él del sector de soberanía que se les confiaba. Sus
responsabilidades y funciones eran fundamentalmente políticas,
destinadas a asegurar la autoridad del partido nazi en su área. El
cargo de gauleiter fue desempeñado por algunos de los principa-
les encausados en Nuremberg, como Streicher (gauleiter de
Franconia), Von Schirach (gauleiter de Viena) o Sauckel (gauleiter
de Turingia). Con posterioridad a 1939 se nombraron también
gauleiter para las regiones ocupadas, añadiéndose a sus funciones
competencias directamente relacionadas con el esfuerzo bélico.
Bajo la disciplina de las llamadas Napolas (escuelas de élite nacio-
nalsocialistas, conocidas por el acrónimo de su designación admi-
nistrativa: National Politische Erziehungsanstalt, instituto educa-
tivo político-nacional), el partido llegó incluso a preparar a algu-
nos de sus miembros más jóvenes para desempeñar futuras fun-
ciones como gauleiter de Moscú o Nueva York tras la “victoria
final” de Alemania.

64
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
e ideología a hacerse con el poder absoluto. Curiosa-
mente, los nazis podían contar con que encontrarían antes
simpatizantes para su causa entre alumnado y profesores
universitarios, médicos y juristas, teólogos de renombre y
altos representantes eclesiásticos, con su supuesta pers-
pectiva académica de las cosas.
Cuando los fascistas peroraban sobre el Estado del
Führer y sobre que por fin se había restablecido la autori-
dad, echaban pestes del liberalismo, tachándolo de indul-
gente, y prometían dar el golpe de gracia a los ateos bol-
cheviques, los cristianos conservadores se sentían como en
casa. ¿Acaso no había sido la Iglesia objeto de sangrientas
persecuciones por parte de los marxistas tanto en Méjico
como en España? Si el tal Hitler acababa con los rojos y
volvía a restablecer el orden en el país, ¿no había que per-
donarle, inspirándose en el refrán: “para hacer una torti-
lla hay que romper los huevos”2, que de vez en cuando
excitara los ánimos más belicistas o dijera algún que otro
disparate sobre acabar3 con los judíos? ¿Y no era precisa-
mente más necesario que nunca confraternizar con los
nazis, si en verdad se quería disciplinar poco a poco a sus
rudas tropas de asalto y convertir en un cabal hombre de
Estado al genial camorrista que marchaba a su cabeza?
Al volverse a abrir las puertas del Reichstag el 21 de
marzo de 1933, diez días después de que Hitler se hubie-
ra instalado definitivamente en el poder como dictador, el
superintendente general de Berlín y futuro obispo Otto

2. En alemán el dicho dice exactamente Wo gehobelt wird, fallen


Späne: “Donde se pasa el cepillo, saltan virutas“. (N. del T.)
3. El autor emplea aquí el término Judenschlachten, con el que se
conocían en alemán antiguo los pogromos de judíos en la Edad
Media (del verbo schlachten, “matar”, “degollar”, “sacrificar”) y
que podría traducirse como “degollina” o “matanza de judíos”.
(N. del T.)

65
“tendríamos que haber gritado” Dibelius pronuncia un solemne discurso, radiado por
todas las emisoras alemanas, en el que se imparte una
macabra absolución general a las prácticas terroristas
que contra “rojos” y pacifistas usan los matarifes de la SA:
“Cuando el Estado cumple con sus deberes –aclaraba
Dibelius– en contra de quienes minan los fundamentos del
orden estatal, en contra, sobre todo, de quienes destruyen
el matrimonio con palabras corrosivas y vulgares, envile-
cen la religión y trabajan con ahínco por la ruina de la
patria, entonces el Estado cumple con sus deberes en nom-
bre de Dios. (…) Hemos aprendido del doctor Martín
Lutero que la Iglesia no tiene derecho a oponerse al ejer-
cicio legítimo de la violencia estatal cuando ésta hace lo
que está llamada a hacer. Ni siquiera cuando actúa con
dureza y brutalmente”. La exhortación final de Dibelius a
que “el amor y la justicia” volvieran a “imperar” una vez
restablecido el orden, fue sin duda pasada por alto por la
mayoría de los oyentes.
Gentes como Bonhoeffer no se dejaron engañar
cuando Hitler declaró solemnemente que el gobierno del
Reich tomaría al cristianismo bajo su “firme protección”,
haciendo de él la “base de toda nuestra moral”, y que
“reconocería y garantizaría a las confesiones cristianas en
la escuela y la educación la influencia que legítimamente”
les correspondía. Sabían lo que esa “firme protección”
significaba ya para un número cada vez mayor de perso-
nas “diferentes” y que pensaban de otra manera, para sin-
dicalistas y funcionarios del SPD4, cristianos indóciles y
conciudadanos judíos: ser arrestado a la caída de la noche
y entre la niebla, verse encarcelado sin derecho a juicio,

4. Siglas del Partido Socialdemócrata Alemán, Sozialdemokratische


Partei Deutschlands. (N. del T.)

66
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
ser torturado en las cárceles de la Gestapo5, morir asesi-
nado en circunstancias nunca aclaradas y, como mínimo,
sufrir represalias en la profesión y ser económicamente
aniquilado.
Gentes como Bonhoeffer habían leído los escritos
programáticos del “movimiento”, como, por ejemplo, El
mito del siglo XX de Alfred Rosenberg, en donde se exi-
gía que “el ideal del amor al prójimo” se sometiera “en
todos los casos a la doctrina nacional”, haciéndose de la
“seguridad de la nación” el valor moral más alto. Ya en
1930 –cuando El mito llegó a las librerías–, en una melan-
cólica carta que le escribió a su abuela con motivo de su
cumpleaños, Bonhoeffer profetizaba “que llegaremos a
ser una gran Iglesia nacional étnica que ya no soportará el
cristianismo en su esencia, y habremos de estar prepara-
dos para caminos completamente nuevos que luego esta-
remos obligados a andar. La cuestión es en realidad o ger-
manismo o cristianismo, y cuanto antes salga a la luz el
conflicto, tanto mejor. El disimulo es aquí lo más peligro-
so de todo”.
Gentes como Bonhoeffer supieron desde el principio
qué tenían que esperar de los nazis: el fin de todas las
libertades ciudadanas en Alemania y una resistencia des-
piadada por parte de la Iglesia, excepto si ésta se dejaba
someter y compraba, renunciando a su palabra profética,
la posibilidad de seguir ejerciendo su culto sin ser mo-
lestada.
Pero eso era justamente lo que no debía suceder. Ya no
era hora de celebraciones, sino de protestas, había decla-
rado Bonhoeffer durante un oficio divino académico el
día de la festividad de la Reforma de 1932. De ser cierto

5. Acrónimo de la “Policía Secreta del Estado”, Geheime Staats-


polizei. (N. del T.)

67
“tendríamos que haber gritado” que el anciano presidente von Hindenburg se habría
sentado entre los oyentes, como algunos afirman, la que
todavía era la cabeza del Reich tuvo sin duda que sor-
prenderse del modo en que aquel mozalbete, un simple
pastor estudiantil, convertía la venerable festividad de
la Reforma en una “protesta de Dios contra nosotros”.
“Dejad que el difunto Lutero descanse en paz de una vez
y escuchad el Evangelio”, tronaba Bonhoeffer desde el púl-
pito. “El Día del Juicio está claro que no nos preguntará
Dios: ¿habéis celebrado representativas fiestas de la Refor-
ma?, sino: ¿habéis escuchado y preservado mi palabra?”

no se buscan revoltosos

Sus sermones siguieron causándole dificultades. En


ellos, a diferencia de sus lecciones universitarias, Bon-
hoeffer hablaba a menudo atascándose y con torpeza. Sin
embargo, no dejó un solo día de esforzarse y pronunció
discursos a contracorriente que obligaban a sus oyentes a
aguzar sus oídos. Bonhoeffer se preguntaba “si nosotros
los cristianos tendremos la fuerza suficiente para dar tes-
timonio ante el mundo de que no somos soñadores ni
visionarios, (…) que nuestra fe no es el opio que nos per-
mite vivir satisfechos en medio de un mundo injusto, sino
que, al revés, nosotros, precisamente por aspirar a lo que
está arriba, protestamos tanto más pertinaz y resuelta-
mente en esta tierra”. Y señalaba a continuación, asusta-
do, “que cuanto más piadosos somos, menos dejamos que
nos digan que Dios es peligroso”.
No se buscan “molestias” ni “falta de armonía”, cons-
tataba Bonhoeffer el día de duelo nacional de 1932. Lo
que, sin embargo, no le impidió asignar a su Iglesia el
papel de una pensadora a contracorriente: en días tales

68
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
–decía–, ella está ahí “menos orgullosa”, “menos heroi-
ca”, “menos popular”. Sin embargo, uno tendría que
tener ya el valor de confrontar el mandamiento de la paz
con la realidad de la guerra, mirar más allá de las fronte-
ras de la propia nación y pedir por el Reich “que ponga
fin a todas las guerras”. En otro sermón, Bonhoeffer re-
cordaba que muy bien podían volver los tiempos en que
se reclamara a la Iglesia la “sangre de sus mártires”.
Quien entretanto se había ordenado, había aspirado
en vano a un puesto de pastor. El consistorio de la co-
munidad se decidió por un candidato de más edad y
considerablemente más popular. Una segunda solicitud
fracasaría más tarde a cuenta del “párrafo ario”, que
Bonhoeffer no quiso aceptar, por lo que de momento éste
continuó en la universidad, donde ciertamente se sentía
cada vez más como un cuerpo extraño entre los alumnos
pertenecientes a las corporaciones de vistosos colores y los
nazis enfundados en sus pardos uniformes. Su “asociación
para jóvenes” de Charlottenburg, donde se reunían cris-
tianos, judíos y socialistas y se ofrecían atractivas alterna-
tivas de ocio a jóvenes desempleados, tuvo que cerrar ante
la presión de las patrullas de matones de la SA –lo que
hizo que los indignados padres de Bonhoeffer financiaran
a los comunistas perseguidos de entre sus amigos una
barraca en las afueras de la ciudad–. Allí éstos encontra-
ron, por el momento al menos, un lugar seguro.
Experiencias como éstas dejaron también su huella,
como es lógico, en la actividad docente del profesor uni-
versitario Bonhoeffer. En lugar de limitarse a interpretar
dogmas cristológicos y analizar las leyes evolutivas de
la historia de los dogmas, Bonhoeffer se preguntaba con
cada vez más decisión por las obligaciones concretas que
acarrearía consigo el seguimiento de Cristo. En lugar de

69
“tendríamos que haber gritado” describir a la Iglesia, como por entonces era lo habitual,
como una isla de bienaventuranza alejada del mundo y
ocuparse de la ejecución correcta del oficio divino y de
una piedad más bien privada que otra cosa, Bonhoeffer
planteaba preguntas cada vez más incisivas por el lugar de
donde la Iglesia había recibido su misión, el aspecto que
tendría que ofrecer en situaciones conflictivas una actua-
ción digna de crédito por su parte y los puntos en que ten-
dría que dejarse criticar por el evangelio.
Cristología, eclesiología (teoría de la Iglesia) y ética de-
terminaron el espectro temático de sus lecciones y semina-
rios durante estos años. Sus títulos estaban llenos de pre-
tensiones: “La esencia de la Iglesia”; “¿Hay una ética cris-
tiana?”; “La idea de la filosofía y la teología protestante”;
“Ejercicios dogmáticos: problemas de una antropología
teológica”; “Ejercicios dogmáticos: la filosofía de la reli-
gión en Hegel”. Parecen haberle interesado –a él y a sus
alumnos y alumnas– no tanto los problemas académicos
especializados como las grandes interrelaciones y los fun-
damentos del pensamiento y la argumentación teológicos.
Un alumno de historia de la religión –y no de teología–
asistió por equivocación a una lección de Bonhoeffer
sobre el relato bíblico de la Caída, y fue tal su entusiasmo
por este “hombre de hondo arado” –como él mismo lo
llamó– que a partir de ese momento ya no se perdió nin-
guna de sus intervenciones. En su opinión, Bonhoeffer
había redescubierto en los viejos textos “hechos esencia-
les” de importancia para la vida y el conocimiento. A
favor del estudiante hay que decir que, por entonces, lo
habitual era que se interpretaran los textos de la Escritura
desde el prisma distanciado de la crítica histórica y el aná-
lisis lingüístico, y no de una forma arrebatada, existencial.
Así lo hacía Bonhoeffer, por ejemplo, con las palabras

70
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
iniciales de la Biblia: “Al principio creó Dios los cielos y la
tierra”. “¿Qué significa que al principio Dios sea?”, pre-
guntaba. “¿Qué Dios? ¿Tu Dios, el que tú mismo te fabri-
cas a partir de tus particulares necesidades porque necesi-
tas un ídolo, porque no puedes vivir sin el principio ni el
fin, porque el centro te da miedo?” Para Bonhoeffer, como
simple palabra humana este mensaje no sería en realidad
más que una proyección de la propia angustia; por otro
lado, sin embargo, en él podría estar hablando Dios mis-
mo, el Dios que ha decidido libremente instaurar al mun-
do en su ser, el único que podría quitarle al ser humano su
miedo al “principio sin principio” y al “fin sin fin”.
Un par de semanas después, sus clases pasaban a abor-
dar el encargo, tan discutido hoy, que da Dios al hombre
en el Génesis de “someter” la tierra, sólo que una vez más
desde una perspectiva bastante inhabitual: dicho dominio,
en efecto, incluiría la unión con la criatura, aclaraba
Bonhoeffer, que para ello se valía como ejemplo del cam-
pesino inseparablemente unido a su terruño. Además
–seguía diciendo–, el ser humano, al intentar emanciparse
del Creador de toda vida, había perdido desde mucho
tiempo antes su capacidad de dominar: “Ya no domina-
mos, sino que somos dominados; las cosas, el mundo,
dominan al hombre, éste es prisionero, esclavo del mun-
do, su señorío es una ilusión; la técnica es el poder con el
que la tierra se apodera del ser humano y lo somete. (…)
Sin Dios, sin su hermano, el ser humano pierde la tierra.
(…) Sólo cuando Dios y el hermano vienen al hombre,
puede éste encontrar el camino de vuelta a la tierra”.
Podemos entender a aquel otro oyente de Bonhoeffer
que, tras escuchar su lección sobre la Creación, anotó:
“Seguíamos sus palabras con tanta atención que se podía
oír hasta el zumbido de una mosca”.

71
“tendríamos que haber gritado” caudillo y seductor

Justo dos días después de que Hitler hubiera subido al


poder, Dietrich Bonhoeffer pronunció el primer discurso
radiofónico –y a la postre el último– de toda su vida. Su
insidioso título rezaba: El Führer y el individuo en la
joven generación. En este discurso, Bonhoeffer advertía,
de forma categórica, del peligro de “endiosamiento” que
corría este cargo: un auténtico Führer –decía– tiene que
ser capaz, abstrayendo de su propia persona, de conducir
a las personas inmaduras y que no se sienten lo suficien-
temente fuertes que se le confían a reconocer la “autori-
dad de las leyes” y, sobre todo, a hacerse responsables de
sí mismas, en lugar de convertirse a sí mismo en un “ído-
lo”: “El Führer ha de ser lo suficientemente responsable
como para ser muy consciente de esta clara limitación
impuesta a su autoridad. De entender él su función de
manera diferente a como ésta está realmente fundada en
el fondo del asunto, de no informar él en todo momento
claramente a los que guía de las limitaciones de su tarea y
de sus propias responsabilidades, de dejarse él arrastrar
por ellos a pretender ser la representación de su ídolo (…),
la imagen del Caudillo (Führer) se deslizará en la del
seductor (Verführer)” 6.

6. Juego de palabras con los verbos führen (“conducir”, “acaudi-


llar”) y verführen (“seducir”, “tentar”), en el que Bonhoeffer se
vale de uno de los sentidos que tiene el prefijo alemán ver– unido
a ciertos verbos: a saber, el de indicar que el sujeto lleva a cabo
dicha acción verbal (en este caso la de “guiar” a alguien) equivo-
cada o falsamente. El significado de verführen coincidiría aquí
con el del latino seducere en su sentido eclesiástico (“seducir”,
“corromper”), y el juego de palabras en alemán sería idéntico al
que podría establecerse con tal significado entre los verbos duce-
re (“conducir”) y seducere o entre las palabras castellanas “con-
ductor” y “seductor”. Como bien indica el autor en el párrafo

72
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
Todo el mundo se dio cuenta de cómo debían enten-
derse estas palabras, y los espantados redactores de la
Berliner Funkstunde7 se apresuraron a apagarle el micró-
fono a aquel sedicioso.
En el oficio divino de fin de semestre que se celebró
pocas semanas después, sin embargo, no hubo más reme-
dio que dejarle que acabara de hablar. Bonhoeffer dijo en
esta ocasión que el verdadero Señor de la historia “juzga-
ría, condenaría y tacharía” todo intento del hombre por
“endiosarse a sí mismo”: “En la Iglesia sólo tenemos un
altar (…) No tenemos altares secundarios para adorar al
hombre”. Y todo esto en el mismo momento en que la
Iglesia Evangélica Regional de Hesse había ordenado que
se izaran las enseñas eclesiásticas con motivo del “cum-
pleaños del Führer” y en que el alto consistorio eclesiásti-
co de la Altpreussische Union8 saludaba en su mensaje de
Pascua el “despertar de las fuerzas más profundas de
nuestra nación a la consciencia patriótica, la auténtica
comunidad popular y la renovación religiosa”. ¡Dios mis-
mo –estaban diciendo los de la Unión– había hablado a
través del cambio político!
Cuando poco después, en abril de 1933, Bonhoeffer
criticó ante un círculo de pastores la adopción de las pri-
meras medidas coercitivas contra los ciudadanos judíos,
algunos de sus colegas no esperaron ya más tiempo para
romper toda relación con él y abandonaron la asamblea
entre protestas. Bonhoeffer, en efecto, había dicho en esta

que viene inmediatamente a continuación, el hecho de que Hitler


hubiera adoptado para sí mismo el título de Führer (“caudillo”)
hacía, sin embargo, que las palabras de Bonhoeffer adquirieran
en este caso un sentido meridianamente claro para todo el mun-
do y se convirtieran en una alusión directa al dictador. (N. del T.)
7. Hora radiofónica de Berlín. (N. del T.)
8. Unión Veteroprusiana. (N. del T.)

73
“tendríamos que haber gritado” ocasión con claridad meridiana que un cristiano no podía
aceptar bajo ningún concepto que se expulsara de la Iglesia
a una determinada raza de seres humanos –los judíos bau-
tizados– e incluso se había atrevido a advertir a su Iglesia,
“una y otra vez desleal hacia su Señor”, de su obligación
de no pecar de arrogante frente al pueblo judío.
“La Iglesia no puede tolerar que el Estado le dicte de
qué modo ha de conducirse con sus miembros”, se empe-
cinaba Bonhoeffer en declarar. Desde la perspectiva de la
Iglesia –decía–, el judaísmo no sería una magnitud racial
“biológicamente sospechosa”, sino un concepto religioso.
Separarse de los judíos que se habían convertido al cris-
tianismo tendría como consecuencia la división de la
Iglesia, “porque dicha separación elevaría la unidad racial
de la Iglesia a la categoría de ley”.
El malogrado historiador de la Iglesia Klaus Scholder,
especialista en las conflictivas relaciones entre el protes-
tantismo y el Estado nazi, confirma lo dicho entonces por
Bonhoeffer: “Aquí, con incomparable exactitud, se formu-
laba la problemática teológica de la actuación del Estado
en un concepto que, incluso en las diferentes circunstan-
cias del presente, sigue conservando toda su validez”.
Y, sin embargo, el enfrentamiento de Bonhoeffer con
el antisemitismo bendecido por el Estado muestra lo difí-
cil que tuvo que resultarle a este pastor, absolutamente
leal al Estado y con profundas raíces en la firme confian-
za en los poderes públicos característica del alemán pro-
testante, romper con una tradición como ésta y poner en
cuestión una autoridad que para él jamás había sido pura
y simplemente humana.
Los brutales métodos de los nazis, en efecto, no le ate-
morizaban en último lugar porque atentaran contra el
monopolio sobre la violencia del Estado, un Estado al que

74
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
él, como buen y viejo protestante que era, consideraba
bendecido por una santificación poco menos que divina.
En 1932 Bonhoeffer había dicho: “A la figura en la que el
Reino de Dios se manifiesta como milagro, la llamamos
Iglesia; a la figura en la que el Reino de Dios se manifies-
ta como orden, la llamamos Estado”.
Y justamente esta copia terrena del Reino de Dios
demostraba ser de pronto el foco de un gigantesco sistema
de prevaricación, mendacidad y desprecio por la Huma-
nidad. Bonhoeffer se vio en la obligación de descubrir los
límites del Estado y la verdadera función de una Iglesia
“incondicionalmente obligada hacia las víctimas de cual-
quier orden social”: la Iglesia no puede sustituir al Estado
(“no hay aquí lugar para una protesta mortificada o doc-
trinaria de la Iglesia. La historia no la hace la Iglesia, sino
el Estado”), pero tiene que comprobar críticamente si él,
como es su obligación, funda y establece verdaderamente
la ley y el orden.
La Iglesia –precisaba Bonhoeffer en esta alocución,
pronunciada, por así decirlo, en la intimidad, pero extra-
ordinariamente importante para su actuación posterior–
sabe del dilema que supone que en este mundo sea nece-
sario usar la violencia y que, al hacerlo, el Estado esté una
y otra vez cometiendo en cada caso concreto una injusti-
cia en términos morales. La Iglesia tiene por ello que acep-
tar también que el Estado intente solucionar la “cuestión
judía” y emprenda, para conseguirlo, “nuevas vías”. “Pero
eso no significa que tenga que limitarse a contemplar de
forma apática el discurrir de la actuación política, porque
ella puede y debe (…) preguntarle una y otra vez al Estado
si éste puede responder de su actuación por ser ésta legíti-
ma, es decir, una actuación en la que las fundadas son la
ley y el orden, y no la ilegalidad y el desorden”.

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“tendríamos que haber gritado” La Iglesia estaría obligada a hablar, según Bonhoeffer,
cuando el Estado no garantiza suficientemente la ley y el
orden –así, por ejemplo, cuando “un grupo de personas se
sitúan fuera de la legalidad”–, pero también cuando el
Estado se excede en sus funciones ordenadoras y priva a
la religión de sus derechos, cuando “violenta” a la Iglesia
y expulsa a los judíos bautizados de las comunidades cris-
tianas. Y si el Estado no cumple su legítima función y nie-
ga sus derechos a las personas, entonces puede que haya
llegado el momento de que la Iglesia “intervenga directa-
mente en política” y “no sólo vende a las víctimas bajo la
rueda, sino que pare la misma rueda bloqueando sus
radios”. Hacia las “víctimas” –esto lo ponía Bonhoeffer
expresamente de relieve– está obligada la Iglesia incluso si
no pertenecen a la comunidad cristiana.
El moralista y teólogo de marchamo considerablemen-
te conservador que venía siendo hasta entonces
Bonhoeffer se atrevió por fin en este discurso a saltar
sobre su propia sombra: ahora Bonhoeffer razonaba a
todos los efectos desde el concepto de un Estado liberal de
derecho, obligado, según él, a defender los derechos cívi-
cos individuales de aspiraciones totalitarias y caudillismos
raciales o patrióticos de miras estrechas. Bonhoeffer llega-
ba incluso a nombrar casos en los que la Iglesia tenía que
oponerse activamente al Estado.
Como es natural, ni siquiera a un espíritu libre como
el de Bonhoeffer le fue posible invertir de un solo golpe
todo su pensamiento. La perspectiva de una conciencia
totalmente aislada en sí misma seguía asustándole. Si
la Iglesia ha de “intervenir directamente en política” (es
decir, “parar la rueda bloqueando sus radios”), es cosa
–pensaba él– que debe decidirla en cada caso un “concilio
evangélico” y que no sería posible resolver apelándose

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
a normas establecidas de antemano. Y al sonar la hora
de enterrar al padre de su cuñado, Gerhard Leibholz
–de nuevo en abril de 1933–, un judío no bautizado,
Bonhoeffer se dio la vuelta, solicitó consejo a sus superio-
res eclesiásticos y se dejó convencer, no sin un evidente
alivio por su parte, de la imposibilidad de acceder a los
deseos de su cuñado. Medio año más tarde, avergonzado,
Bonhoeffer le pediría perdón a Leibholz.

¿huelga de honras fúnebres contra la Iglesia nazi?

A tener que decidirse a “parar la rueda bloqueando sus


radios” se verían obligados Bonhoeffer y sus amigos muy
pronto. A la vez que los Cristianos Alemanes, por entero
leales a las consignas nazis, ultimaban la redacción de una
constitución por una nueva y unitaria “Iglesia del Reich”
y que Hitler hacía que se eligiera a un complaciente
wehrkreispfarrer9 como “Obispo del Reich”, Bonhoeffer
tomaba la palabra en asambleas de protesta y proponía
que los pastores declararan, negándose a dar sepultura a
los difuntos, una huelga de honras fúnebres. Una idea apa-
rentemente descabellada, que sin embargo rendiría muy
buenos frutos a la Iglesia de la Noruega ocupada en 1941.
Los “Cristianos Alemanes” ensayaron –durante un
tiempo muy hábilmente– el truco de prestidigitación de
fundir en una cosmovisión unitaria las convicciones na-
cionalsocialistas y cristianas. Partiendo de una identifica-
ción que ya conocemos, la de la “nacionalidad” con un
orden de la Creación querido por Dios, propagaron (en
sus “Directrices” de mayo de 1932) “una fe positiva y

9. Pastor asignado a uno de los trece distritos o regiones milita-


res (Wehrkreise) en que por entonces estaba dividido el Reich.
(N. del T.)

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“tendríamos que haber gritado” específica en Cristo como la que se corresponde con el
espíritu alemán de Lutero y la piedad heroica”, un “cris-
tianismo vivo y activo” que proteja a la propia nación de
“incapaces e inferiores”, y el servicio a la pureza de la
raza. Según ellos, habían de rechazarse tanto un exceso de
compasión –que lo único que hace es “afeminar” a una
nación– como la mezcla de las razas, porque “la fe cris-
tiana no sólo no destruye la raza, sino que la profundiza
y santifica”.
Tras la toma del poder, la cabeza rectora de este curio-
so movimiento religioso, el joven pastor Joachim
Hossenfelder, celebró en la Marienkirche de Berlín un ofi-
cio divino triunfal de acción de gracias, anunciando que la
era de la muerte y la degeneración había llegado a su fin:
“En este trance –en el que lo que estaba en juego ya no era
solamente la simple supervivencia, sino mucho más, el
alma misma del pueblo alemán–, Dios se formó un hom-
bre, uno entre los millones de la Guerra Mundial, y le
encargó la misión más grande de nuestra historia: arran-
car de los brazos de la desesperación al pueblo alemán y
hacer que nuestra nación recobrara la fe en la vida. (…)
En derredor suyo reúne aquél un ejército de millones de
hombres, que saben de él solamente una cosa: Tú eres el
que nos ha enviado Dios”.
Con menos escrúpulos todavía que Hossenfelder, su
colega de Turingia Siegfried Leffler –tampoco él de más
edad que Bonhoeffer– estilizaba la figura del dictador
manchado de sangre hasta transformarlo en un nuevo
Mesías. Leffler daba gritos de júbilo por “que en la negrí-
sima noche de la historia de la Iglesia cristiana Hitler se
convirtió en cierto modo para nuestro tiempo en la trans-
parencia maravillosa, la ventana, por la que la luz se ha
derramado sobre la historia del cristianismo. A través de

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
él hemos podido ver la salvación en la historia de los ale-
manes”. Y todo eso porque, según Leffler, sólo el pueblo
alemán había sido llamado a “apartar de la cruz el velo de
la noche y rendir al mundo el servicio que verdaderamen-
te habrá de redimirlo”.
En julio de 1933 los “Cristianos Alemanes” obtuvie-
ron un resonante triunfo en las elecciones de los presbite-
rios, llegando incluso a alcanzar las tres cuartas partes del
voto en algunas parroquias. El aparato propagandístico
del NSDAP10 trabajó a pleno rendimiento; el propio Hitler
había hablado por la radio la víspera de las elecciones y la
suave presión habitual en las dictaduras se ocupó de que
en algunos lugares se presentaran listas únicas.
Bonhoeffer, conjuntamente con su amigo Hildebrandt
y estudiantes de sus mismas ideas, había impreso en vano
octavillas por la lista electoral antinazi Evangelio e Iglesia.
De las octavillas se incautó la policía secreta del Estado, y
Bonhoeffer trabó conocimiento por primera vez con los
métodos interrogatorios de la Gestapo, donde sin rodeos
se le advirtió de que todo pastor que tuviera algo más que
decir en contra de los “Cristianos Alemanes” incurriría en
responsabilidades y que su incursión en la política acaba-
ría en el campo de concentración.
Impasible, Bonhoeffer subió el 23 de julio al púlpito de
la Iglesia de la Trinidad, desde donde explicó a su audito-
rio que había llegado el momento en que ya no podía uno
retirarse “a la soledad del campo”: “Estamos obligados a
tomar una decisión, no podemos evadirnos (…) En medio
de los gemidos de un armazón, el de la Iglesia, sacudido
hasta los cimientos, en medio de su derrumbamiento y

10. Siglas del partido nazi: Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter-


partei (Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores)
(N. del T.)

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“tendríamos que haber gritado” caída, seguimos escuchando la promesa de la Iglesia eter-
na que las puertas del infierno no podrán vencer, de la
Iglesia que Cristo edificó sobre una roca y seguirá edifi-
cando por los siglos de los siglos. (…) Iglesia de Pedro, es
decir, no una Iglesia de opiniones y puntos de vista, sino
Iglesia de la revelación; no una Iglesia en la que se habla
de lo que «dice la gente», sino Iglesia en la que se renue-
va y vuelve a cumplirse la confesión de Pedro (…) Bien
podría ser que las épocas de la Iglesia grandes a los ojos
humanos sean épocas de desgarramiento. El consuelo que
Cristo brinda a su Iglesia es grande: tú confiesa, anuncia,
da de mí testimonio, pero nadie más que yo construirá
donde a mí me plazca. (…) No prestes atención a opinio-
nes y puntos de vista, no preguntes por juicios, déjate de
una vez de cálculos, no vayas en busca de más amparo.
Iglesia, ¡sé Iglesia! ¡Confiesa, confiesa, confiesa!”.

“no queda más remedio que darse de baja”

En septiembre de 1933, el sínodo general de la Unión


Veteroprusiana, dominado por los “Cristianos Alemanes”,
forjó el “párrafo ario”, por el que se denegaba a las per-
sonas de ascendencia judía o casadas con judíos el permi-
so para seguir desempeñando cualquier cargo en la Iglesia
evangélica. Por el anatema –con el que la Iglesia, sin nin-
guna necesidad, se apresuraba fanáticamente a copiar la
praxis del Estado– no sólo se vieron afectados pastores y
profesores de teología, como el renombrado Paul Tillich,
sino también maestras en jardines de infancia y asistentas.
No dejaron de oírse voces críticas en el seno del
protestantismo, como la de aquel dictamen de la Facultad
de Teología de Marburgo, en el que se declaraba que
el “párrafo ario” era “incompatible con la esencia de la
Iglesia cristiana”; allí se decía que el evangelio cristiano

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
estaba dirigido a todas las razas y que, por ello, todo el
que hubiera sido bautizado, con independencia de su ori-
gen racial, era miembro de la Iglesia. A la vez, ciertamen-
te, la Facultad de Teología de Erlangen llegaba por las
mismas fechas a una conclusión muy distinta: “La condi-
ción de hijos de Dios que comparten todos los cristianos
no suprime las diferencias biológicas y sociales”, asegura-
ban los erlangueses, quienes además recomendaban a las
autoridades eclesiásticas que fueran más conscientes de
que su tarea consistía en “ser la Iglesia nacional del pue-
blo alemán”.
Los más realistas, como Bonhoeffer, comprendieron
muy bien que el “párrafo ario”, que el Estado nazi hizo
entrar en vigor en abril con el inofensivo título: Ley para
el restablecimiento del funcionariado civil de carrera11, y

11. Gesetz zur Wiederherstellung des Berufsbeamtentums. Esta ley,


cuya entrada en vigor tuvo exactamente lugar el 7 del mismo mes,
preveía en su primer artículo la posibilidad de que “con miras al
restablecimiento de un funcionariado civil nacional y a los efectos
de una simplificación de la administración“, se separase a deter-
minados “funcionarios del servicio, incluso en ausencia de los
supuestos que la legislación vigente hacía hasta ahora necesarios“,
con arreglo a lo “dispuesto” en los artículos que a continuación
se describían en su texto (Zur Wiederherstellung eines nationalen
Berufsbeamtentums und zur Vereinfachung der Verwaltung kön-
nen Beamte nach Maßgabe der folgenden Bestimmungen aus dem
Amt entlassen werden, auch wenn die nach dem geltenden Recht
hierfür erforderlichen Voraussetzungen nicht vorliegen). Dado
que en dos de esos artículos se preceptuaba, por un lado, la sepa-
ración del servicio de “funcionarios que no sean de ascendencia
aria” (Beamte, die nicht arischer Abstammung sind, sind in den
Ruhestand zu versetzen) y se contemplaba, por otro, la posibili-
dad de hacer lo propio en el caso de “funcionarios de los que,
debido a sus actividades políticas anteriores, no se tengan garan-
tías de que vayan a salir en todo momento incondicionalmente en
defensa del Estado nacional” (Beamte, die nach ihrer bisherigen
politischen Betätigung nicht die Gewähr dafür bieten, daß sie

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“tendríamos que haber gritado” su asunción por la Iglesia iban necesariamente a cambiar
por completo el ordenamiento jurídico y la sociedad. En
palabras del historiador de la Iglesia Scholder, la ley “fue
el primer y decisivo paso en dirección a una legislación
excepcional, al final de la cual se encontraba la aniquila-
ción de los judíos tanto de Alemania como de Europa. Al
mismo tiempo, era una señal muy clara de que Hitler esta-
ba resuelto a convertir también la ideología nacional en el
fundamento jurídico del nuevo Estado”.
Los críticos (en la Iglesia católica los hubo en mucho
mayor número que entre los protestantes, todavía empe-
ñados en seguir siendo leales a la autoridad) comprendie-
ron, además, que con medidas como aquélla ya no valía
con quedarse quieto y que a la Iglesia no iban a dejar de
seguir sustrayéndosele sus raíces e identidad. ¿Acaso no
exigían ya los “Cristianos Alemanes” que se suprimieran
del culto palabras judías como “amén” o “aleluya” y que
se eliminara de la tradición cristiana la Biblia hebrea,
el “libro de los judíos”? La administración cultural de
Hesse, por ejemplo, había dispuesto ya que el Antiguo
Testamento fuera “eliminado del programa lectivo para
las clases evangélicas de religión, sustituyéndolo con frag-
mentos adicionales del Nuevo”.

jederzeit rückhaltlos für den nationalen Staat eintreten, können


aus dem Dienst entlassen werden), con la entrada en vigor de la
ley las autoridades nacionalsocialistas buscaban en realidad
“depurar” el funcionariado, excluyendo de él tanto a sus miem-
bros judíos como a sus adversarios políticos, y llevar de este modo
a la práctica, dentro de una primera fase en la liquidación de las
instituciones democráticas, sus objetivos raciales y la “uniformi-
zación” (Gleichschaltung) política de la administración. La ley
estaba firmada por el Canciller del Reich Adolf Hitler, el Ministro
del Interior del Reich Frick y el Ministro de Finanzas del Reich
Graf Schwerin von Krosigk. Para el significado general del térmi-
no Gleichschaltung véase también la nota 32. (N. del T.)

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
Tan inquietantes como a Bonhoeffer les parecieron los
nuevos acontecimientos a los redactores del Evangelischer
Ruf, el semanario protestante para la zona de Breslau,
quienes armados con el valor que infunde la desesperación
imprimieron en sus hojas la siguiente visión angustiosa:
“Oficio divino. El cántico de entrada ha concluido. El pas-
tor está de pie junto al altar y da comienzo al culto, dicien-
do: «Se ruega a los no arios que abandonen la iglesia».
Nadie mueve un solo músculo. El pastor toma de nuevo la
palabra e insiste: «Se ruega a los no arios que abandonen
la iglesia». Por fin, Cristo desciende de la cruz del altar y
sale por la puerta”. Dos semanas después, el Evangelischer
Ruf tuvo que interrumpir su publicación por orden del
gobernador provincial de Breslau. El artículo, se decía allí,
había favorecido “objetivos hostiles al Estado”.
Frente a una Iglesia semejante ya “sólo queda una for-
ma de seguir sirviendo a la verdad: darse de baja”, decla-
ró Bonhoeffer en octavillas que él mismo se ocupó de
pegar en árboles y postes de alumbrado. En el sínodo pro-
vincial de Brandenburgo, en efecto, ni él ni sus amigos
habían podido impedir la aprobación del “párrafo ario”;
los “Cristianos Alemanes” intimidaron totalmente a la
oposición y se las arreglaron para evitar toda discusión.
Sin embargo, y para sorpresa de todos, el sínodo nacional
que se celebró en Wittenberg renunció a que el “párrafo
ario” fuera introducido en la Iglesia del Reich. El Minis-
terio de Asuntos Exteriores –asustado por una resolución
de la Federación mundial para la amistad de las Iglesias–
había intervenido, considerando que todavía no era posi-
ble permitirse una erosión semejante del propio prestigio
en el extranjero. Los preliminares que resultaron decisivos
para la adopción de la resolución habían sido puestos en
marcha durante una reunión de la Federación en Sofía,
Bulgaria, por el delegado alemán, Dietrich Bonhoeffer.

83
“tendríamos que haber gritado” Bonhoeffer había participado también en la fundación
de la Pfarrernotbund12 del pastor Niemöller, la cual tenía
como objetivo aglutinar a la oposición contra la Iglesia
“nacional” del Reich y consiguió, al menos, que dos mil
pastores se animaran a rechazar el “párrafo ario”. Está
claro que estas listas de firmas causaron efecto en el síno-
do nacional de Wittenberg. De la Pfarrernotbund surgió
más tarde la Iglesia Confesante, aquella fracción organi-
zada del protestantismo alemán que se resistió hasta el
final a la Gleichschaltung13 y prestó también ayuda a los
pastores perseguidos.
12. Liga de emergencia de los pastores protestantes. (N. del T.)
13. Literalmente, “sincronización”. Este término, procedente en rea-
lidad del ámbito electrotécnico, fue acuñado por primera vez en
un sentido político por el ministro de justicia del Reich, Franz
Gürtner, en 1933. En esta última acepción, la Gleichschaltung es
la “uniformización” (Vereinheitlichung), en parte forzosa y en
parte voluntaria, de todos los ámbitos sociales en el seno de un
Estado dictatorial. Durante el período nazi la Gleichschaltung se
inició inmediatamente después de subir al poder los nacionalso-
cialistas el 30 de enero de 1933 y su primera expresión fue la
“sincronización de la voluntad política de los Länder”, equiva-
lente en la práctica a la liquidación del federalismo de la
República de Weimar. Con este fin, paralelo a la neutralización
de los adversarios políticos del partido nacionalsocialista y, en
particular, de comunistas y socialdemócratas, las autoridades
nazis empezaron por aplicar lo dispuesto en la llamada
“Ordenanza del incendio del Reichstag”, la “Ordenanza para la
protección de pueblo y Estado” (Verordnung zum Schutz von
Volk und Staat) que el ministro Frick presentó tan sólo un día
después de haberse producido el incendio del edificio del parla-
mento, el 27 de febrero de 1933. Dicha ordenanza, supuesta-
mente redactada con la finalidad de defender al Estado de la
amenaza revolucionaria comunista (por ser los comunistas a
quienes las autoridades nazis y también buena parte de la oposi-
ción socialdemócrata hicieron desde el primer momento respon-
sables del incendio, que algunos interpretaron además equivoca-
damente como un primer acto dentro de una revolución marxis-

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
aislado incluso entre sus amigos

En Prusia, la dirección de las provincias eclesiásticas


había sido asumida por comisarios del Estado, que ejer-
cían sus funciones enfundados en sus uniformes de la SA.
Pero Bonhoeffer no renunció por ello a dar una lección de
cristología, en la que defendía la insolente tesis de que
Israel, “a contracorriente de los mesianismos degene-
rados”, había preservado la auténtica idea bíblica del
Mesías, desempeñando por ello una función, la de testigo
frente a los demás pueblos, de gran importancia para el
mundo entero: “Con su esperanza profética, Israel está
solo entre las naciones –decía allí Bonhoeffer–. E Israel es
el lugar en el que Dios cumple su promesa”.
Pero sus actividades docentes ya no le granjearon satis-
facciones. Bonhoeffer notó que con su actitud ajena a
cualquier tipo de compromiso se iba aislando cada vez
más, incluso de amigos suyos del todo críticos con el régi-
men. En la Liga de emergencia pertenecía a la fracción
más radical, para la cual con la deriva acomodaticia de las
direcciones eclesiásticas y la expulsión de los judíos bauti-
ta a gran escala), vino en primer lugar a suspender los derechos
constitucionales fundamentales, introduciendo de facto un estado
de excepción y posibilitando que el régimen adoptara medidas
represivas bajo una apariencia de legalidad contra sus opositores
políticos legítimos, a los cuales pudo encarcelarse a partir de ese
momento en “custodia preventiva” (Schutzhaft) sin necesidad de
acusación ni pruebas. El párrafo 2 de la Ordenanza posibilitaba,
además, que el gobierno del Reich interviniese en las competen-
cias jurídicas de los Länder, legitimando así la desestructuración
del Estado federal y la “sincronización” de sus provincias. El tér-
mino Gleichschaltung se ha traducido también a veces como
“coordinación” o “normalización”. Aquí no se ha traducido lite-
ralmente como “sincronización”, sino en su sentido político de
“uniformización”. (N. del T.)

85
“tendríamos que haber gritado” zados se había completado el cisma, no quedando ya otra
salida que abandonar una Iglesia que había perdido el
norte y fundar una Iglesia evangélica libre. Lo que exi-
gían Bonhoeffer y Hildebrandt, oponerse abiertamente al
Estado, era algo que estaban dispuestos a hacer los menos.
Tras la salida de Alemania de la Sociedad de Naciones, el
pastor Niemöller había remitido a Hitler un telegrama de
agradecimiento. Y tampoco el apasionamiento con que
Bonhoeffer defendía a los judíos le resultaba fácil de
entender a Niemöller, quien al principio se condujo con
muchas reservas hacia ellos.
Más tarde, Bonhoeffer describiría por carta a su admi-
rado Karl Barth el “hastío” que le causaba “la situación
de nuestra Iglesia y también la actitud de nuestro grupo,
sobre todo la suya”. Un poco más de tiempo “y habría
tenido que separarme formalmente de todos mis amigos”.
Interiormente –continuaba diciendo Bonhoeffer–, ya no se
veía capaz de responder a tantas preguntas y desafíos.
“Sentía que de una forma incomprensible estaba en radi-
cal oposición a todos mis amigos y que mi particular for-
ma de ver el asunto me iba aislando cada vez más de ellos
pese a mantener una relación personal muy íntima con
estas personas –y todo eso me asustó e hizo que me sin-
tiera inseguro, que temiese que podría llegar a extraviar-
me por el mero afán de tener razón– y, de pronto, no vi
ningún motivo por el que tuviera que ser precisamente yo
quien comprendiera estas cosas mejor y más adecuada-
mente que algunos pastores muy buenos y capaces por los
que yo sentía un profundo respeto. Así que llegué a la
conclusión de que tal vez había llegado el momento de
que me retirase por una temporada al desierto y no me
dedicara más que a sencillas labores pastorales, renun-
ciando a cualquier otra pretensión”.

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
El “desierto” se llamaba Londres. Allí Bonhoeffer tuvo
simultáneamente a su cargo, durante un año y medio,
entre octubre de 1933 y abril de 1935, dos parroquias ale-
manas en el extranjero: la comunidad de Sydenham en
Forest Hill, en la que residían sobre todo comerciantes y
diplomáticos; y la de St. Paul en el más humilde Eastend,
con una larga historia tras de sí e integrada por familias
de artesanos y pequeños propietarios industriales para los
que con frecuencia el alemán se había convertido en una
lengua extraña. Bonhoeffer se encontró con dos parro-
quias que juzgó “bastante desamparadas”, y su celo refor-
mador, al introducir oficios divinos para niños, organizar
grupos juveniles y experimentar con juegos navideños, le
granjeó algunas amistades. En contrapartida, sin embar-
go, y como si se encontrara todavía en Berlín, Bonhoeffer
celebró también oficios divinos en Nochebuena y víspera
de Año Nuevo, sin darse cuenta de que en Inglaterra estos
días son bastante “mundanos” y se celebran en el seno del
círculo familiar, y se extrañó de que la iglesia permane-
ciera vacía. Tampoco sus exigentes sermones fueron nece-
sariamente del agrado de todos.
Las comunidades londinenses de Bonhoeffer estaban
muy satisfechas de su independencia con respecto a las
autoridades eclesiásticas del Reich alemán, y los intentos
de la embajada alemana por ganárselas y edificar una
“Casa de Alemania” encontraron muy pocos partidarios
entre ellas. También se mantenían a distancia de las
comunidades extranjeras del norte de Londres, cuyos pas-
tores eran nazis convencidos. Bonhoeffer reunió un gran
número de donaciones para la campaña de “ayuda inver-
nal” fomentada por la propaganda nazi, pero solicitó a la
vez que se hicieran donativos para refugiados alemanes.
Avergonzado, descubrió lo leales que eran a su iglesia las

87
“tendríamos que haber gritado” familias de artesanos del Eastend, a las que al principio
había despreciado debido a su conservadurismo religioso,
y lo dispuestas que estaban a ayudar a los refugiados (en
su mayoría judíos). En ello, no obstante, puede que tuvie-
ra también algo que ver la naturalidad con la que vieron
al pastor Bonhoeffer compartir su comida y su dinero con
los recién llegados.
Universitarios e intelectuales fueron los primeros en
dirigirle sus problemas al antiguo profesor de universidad,
cuyas señas se habían convertido a la velocidad del rayo
en una dirección de confianza entre los círculos de la emi-
gración. En una carta en la que solicitaba de forma apre-
miante la ayuda del profesor de teología en Nueva York,
Reinhold Niebuhr, Bonhoeffer se interesaba en saber, por
ejemplo, si existía en Nueva York alguna institución que
posibilitara que alumnos expulsados de la universidad por
ser judíos o por razones políticas pudieran continuar sus
estudios o iniciar una nueva carrera. “Aquí, en Londres
–decía Bonhoeffer en la carta–, me tiene especialmente
preocupado un joven de 23 años, jurista, antiguo director
de la Asociación de Alumnos Republicana, cuya situación
es realmente apurada y al que no me ha sido posible alo-
jar en ninguna parte. El hombre no es, creo yo, ninguna
lumbrera, pero tiene verdadera necesidad de ayuda. (…)
El otro es el escritor Armin T. Wegner –estoy seguro de
que Tillich lo conocerá–, un hombre muy de izquierdas,
que ha vivido experiencias horribles en un campo de con-
centración y está completamente hundido. No ha podido
encontrar nada y está desesperado”.
Gracias a sus contactos con eclesiásticos ingleses y
visitantes de la ecumene, y también a la intensa corres-
pondencia que mantuvo con familiares y amigos que con-
servaba en Alemania, la patria del terror pardo, la actitud

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
de Bonhoeffer continuó radicalizándose durante su es-
tancia londinense. Bonhoeffer siguió con preocupación la
salida de Alemania de la Sociedad de Naciones –que no
se equivocó en interpretar como un signo de que la ame-
naza de un conflicto era cada vez mayor–, la eliminación
de los posibles rivales de Hitler –de Röhm a Strasser y
Schleicher– en una campaña de purgas de gran enver-
gadura, la ampliación de los poderes dictatoriales del
“Führer”, que tras la defunción de Hindenburg pasó a
ocupar también el cargo de Presidente del Reich, el nue-
vo juramento empleado en el Ejército del Reich, por el
que soldados y oficiales ya solamente juraban lealtad per-
sonal a Adolf Hitler, sin obligarse a Constitución alguna,
y la prohibición por la que se impidió a médicos, farma-
céuticos y abogados judíos que pudieran seguir ejercien-
do su profesión.

“es hora de dejarse de tibiezas”

Tal vez se habían figurado las autoridades eclesiásticas


prusianas que, por hallarse en el lejano Londres, el incó-
modo teólogo iba a mantenerse quietecito. Pronto, sin
embargo, tuvieron que reconocer irritadas que aquel pas-
tor de servicio en el extranjero, que con sólo su labor pas-
toral en dos parroquias ya hubiera debido de tener traba-
jo más que suficiente, se las había arreglado perfectamen-
te para implicar en una masiva campaña de oposición
contra la cúpula eclesiástica pronazi de Berlín no sólo
a la práctica totalidad de sus colegas londinenses, sino
también a la entera mancomunidad alemana de Gran
Bretaña. Llovieron telegramas de protesta sobre las direc-
ciones eclesiásticas, sobre las autoridades estatales e inclu-
so sobre el Presidente del Reich Hindenburg. Fue tanto lo

89
“tendríamos que haber gritado” que se escribió, tantas las conversaciones telefónicas que
se mantuvieron, que la Oficina de Correos de Londres
habilitó una tarifa especial para el pastor Bonhoeffer.
“No a la vergüenza de ser tibios –por qué huir de la res-
ponsabilidad–”, telegrafiaron los de Londres a Martin
Niemöller, al llegar a Inglaterra rumores de que se estaban
haciendo intentos por llegar a una reconciliación entre la
Iglesia del Reich y la “Liga de emergencia de los pastores”.
En diversas cartas a personas de sus mismas ideas afinca-
das en Berlín, Bonhoeffer reclamaba que se promovieran
rigurosos procedimientos disciplinarios contra “teólogos
palaciegos” y obispos “cristiano-alemanes”, que se disol-
vieran los sínodos vendidos al Estado y que se excluyera
de la Liga a “todos los tibios, viejos y nuevos”. “Sin eso
–afirmaba– jamás nos libraremos de esta peste (…)”.
Para calmar los ánimos, el Consejo de Gobierno de la
Iglesia del Reich despachó a Londres una delegación, pre-
sidida por el polémico director del recién fundado Minis-
terio Eclesiástico de Exteriores y futuro obispo en el ex-
tranjero Theodor Heckel. Heckel dijo muchas cosas de la
reorganización del protestantismo alemán, paralela a la
“centralización estatal”, y de que se esperaba una “lealtad
que mirara al conjunto y no a los detalles”, pero –como
críticamente indicó Bonhoeffer en la conferencia– muy
pocas sobre las dudas que respecto de la deriva acomoda-
ticia berlinesa abrigaban las parroquias inglesas. Heckel
no pudo impedir que los pastores alemanes de Gran
Bretaña, en una declaración conjunta, subordinaran su
unión con la Iglesia del Reich a que ésta se mantuviera fiel
al Viejo Testamento y se renunciara a la imposición del
“párrafo ario”.
Mientras tanto, en Alemania, Ludwig Müller, el “obis-
po del Reich” fiel al Führer, encuadraba a las Juventudes

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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
Evangélicas en las Juventudes Hitlerianas, prohibía que se
hicieran públicas diferencias internas de opinión en espa-
cios y publicaciones propiedad de la Iglesia y desautoriza-
ba que la “Liga de emergencia” celebrara un oficio divino
en la catedral de Berlín –con el resultado de que una mul-
titud enorme de personas se congregó frente a ella ento-
nando el cántico de combate de Lutero Ein feste Burg ist
unser Gott–.
A la vez que sucedían todas estas cosas, Bonhoeffer
continuaba exigiendo en sus cartas, de una forma cada
vez más enérgica, que se constituyera un frente de oposi-
ción claro. “Aplazar decisiones o dejarlas pasar –plantea-
ba allí– puede ser un pecado más grande que optar por
decisiones equivocadas tomadas desde la fe y el amor”.
“«Déjame ir primero…» se dice en el Evangelio14. ¡Ay,
cuán a menudo tratamos de protegernos! Y precisamente
aquí es cuestión de ahora o nunca. (…) Hoy hay que hacer
profesión de fe, tanto en Alemania como en la ecumene.
Así que ya está bien de tenerle miedo a esta palabra: la
causa de Cristo está en juego, ¿o acaso queremos que
nos encuentren durmiendo?”
La elección es radical, insistió nuevamente Bonhoeffer
en el informe anual de la comunidad de London-
Sydenham: “o el seguimiento o la deserción, o Cristo o los
ídolos de cada uno de nosotros. (…) Las horas de que dis-
pone la Iglesia están contadas. Quién sabe si lo que no se
diga ni se escuche hoy no llegará demasiado tarde maña-
na. Es hora de decidirse”. Al obispo danés Ammundsen,
presidente del comité ejecutivo de la “Federación Mun-
dial”, Bonhoeffer le pidió que “por amor a Jesucristo”
hablara claro. “Tiene que quedar claro –así de lamenta-
bles son las cosas– que el momento de decidirse está pró-

14. Mt 8,21; Lc 9,59. (N. del T.)

91
“tendríamos que haber gritado” ximo: o nacionalsocialista o cristiano (…) Tenemos que ir
hasta el fondo, sin diplomacias, hablando en plata con
claridad cristiana”.
La voz de Bonhoeffer tenía peso en el protestantismo
internacional, especialmente desde que había sido elegido
para el Consejo ecuménico para un cristianismo práctico.
Y él utilizó sus contactos para recabar apoyo para la
Iglesia Confesante de su patria y reconocimiento para los
llamados “gobiernos eclesiásticos de emergencia”. Bon-
hoeffer se tomó también la libertad de recordar a las igle-
sias hermanas del extranjero que la política internacional
de apaciguamiento incurría en corresponsabilidades en
relación con los crímenes de Hitler.
Como es natural, para los cristianos de la patria ale-
mana todo lo que hacía Bonhoeffer con su actividad pro-
pagandística y reclamando la solidaridad de las iglesias de
otros países, era ensuciar su propio nido. Él, en cambio,
consideraba que estaba fomentando la resistencia de las
parroquias alemanas contra la uniformización y el terror,
y dejando claro a las iglesias extranjeras “que lo que en
verdad está en la balanza son la Iglesia y la cristiandad
como tal”. Como el mismo Bonhoeffer le decía por carta
a su amigo, el obispo Bell, en Chichester: “La cuestión que
se está ventilando en la Iglesia alemana ya no es un asun-
to meramente interno, sino que en ella está en juego la
existencia misma del cristianismo en Europa”.

la lucha de la Iglesia no es más que una


“primera escaramuza”

En efecto, porque desde que durante un mitin multitu-


dinario de los “Cristianos Alemanes” en el Palacio de los
Deportes de Berlín, en presencia de callados obispos y

92
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
ministros satisfechos, se hubiera proclamado la liberación
con respecto al Viejo Testamento y a su “moral judía de
la recompensa” y sus “relatos sobre rufianes y criadores
de ganado”, en las comunidades evangélicas empezó a
dejarse sentir una creciente resistencia contra la tergiver-
sación que los nazis hacían del Evangelio. Frente a un bos-
que de banderas con la cruz gamada, el gauobmann15 de
los “Cristianos Alemanes” en el Gran Berlín, el doctor
Reinhold Krause, había reclamado por entonces una Igle-
sia nacional, “alemana por los cuatro costados”, que deja-
ra “un espacio suficiente para una experiencia auténtica
de Dios” y que, depurada de la “ideología de la inferiori-
dad del rabino Pablo”, volviera a un “Jesús heroico”. De
la cruz –había dicho allí Krause– había que dejar de hablar
en términos tan “exagerados”, y los que desde luego no
podían ni mentarse eran los elementos judíos de la tradi-
ción bíblica, ninguno de ellos: “Si nosotros, los nacional-
socialistas, tenemos ya que avergonzarnos por comprarle
una corbata a un judío, mucha más vergüenza tendría
todavía que darnos que tomásemos de los judíos algo que
está hablando a nuestra alma, lo religioso e intimísimo”.
Las veinte mil personas congregadas en el Palacio de
los Deportes habían celebrado con frenéticos gritos de
júbilo las disparatadas ocurrencias de Krause, aprobando
a continuación una resolución no menos peregrina:
“Exigimos que una Iglesia nacional alemana se tome en
serio el anuncio de una Buena Nueva sencilla, depurada
de todas sus deformaciones orientales, y de una figura
heroica de Jesús como fundamentos de un cristianismo
auténtico, en el que el lugar del alma servil y humillada
sea ocupado por el ser humano orgulloso que, como hijo
de Dios, se siente obligado hacia lo divino en sí y en su

15. Presidente de distrito. Véase también la nota 20. (N. del T.)

93
“tendríamos que haber gritado” pueblo. Nosotros confesamos que el único servicio divino
que consideramos real para nosotros es el servicio a nues-
tros compatriotas (…)”.
Sin embargo, fuera del Palacio de los Deportes muchos
de los partidarios que los “Cristianos Alemanes” tenían en
el país comprendieron por fin en qué clase de religión sus-
titutiva y neopagana se habían aventurado. El mo-
vimiento registró bajas multitudinarias, el “obispo del
Reich” Müller –en todo lo demás una complaciente
marioneta de Hitler– tuvo que tomar distancias con res-
pecto a la resolución y renunciar a seguir al frente de los
“Cristianos Alemanes”, y la Iglesia Confesante pasó a ver
cómo ingresaban en sus filas un gran número de simpati-
zantes. En mayo de 1934, durante el “Sínodo confesional
de Barmen”, delegados de todas las iglesias regionales
alemanas rechazaron por unanimidad que la figura del
Evangelio cristiano se dejara en manos “del vaivén de las
convicciones ideológicas y políticas reinantes en cada mo-
mento”.
Bonhoeffer pasaba por ser uno de los cabecillas de
la rebelión. Repetidas veces, el recalcitrante pastor en el
extranjero fue llamado a Berlín y sancionado disciplina-
riamente por la jefatura eclesiástica oficial. En una de
estas ocasiones, se le puso delante una declaración por la
que en adelante debería abstenerse de toda “actividad
ecuménica”. Bonhoeffer se negó a firmarla. Por qué no se
le destituyó inmediatamente es un enigma; seguramente,
las autoridades eclesiásticas no se equivocaban al pensar
que en Alemania aquel hombre acabaría causándoles
todavía muchos más problemas.
El 5 de noviembre de 1934, las parroquias evangé-
licas alemanas de Inglaterra rompieron formalmente con
la Iglesia del Reich y se unieron a la Iglesia Confesante.
Dos semanas antes, el sínodo de la Iglesia Confesante en

94
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
Berlín-Dahlem se había negado a seguir prestando obe-
diencia a las direcciones eclesiásticas, dominadas por los
“Cristianos Alemanes”, haciendo entrar en vigor una
“legislación” eclesiástica “de urgencia”. Este conflicto in-
terno –profetizó Bonhoeffer– no era más que una “prime-
ra escaramuza”, a la que seguiría una “oposición de muy
distinto signo”. El “verdadero combate” –seguía diciendo
Bonhoeffer– se empeñaría a partir de ahora “en un lugar
completamente distinto” y ya no podría librarse con “la
misma frescura y buen humor” que el actual, sino que lo
ganaría quien “lo soportara en su integridad (…) al final,
todo volverá a depender del individuo, como al principio”.
En una carta a Erwin Sutz, con el que había hecho
amistad en los días de su estancia en Nueva York y que
por entonces era pastor reformado en Suiza, Bonhoeffer
fue todavía más claro: “Hay que acabar de una vez por
todas con todas esas argumentaciones teológicas que jus-
tifican que se adopte una actitud de reserva frente a la pra-
xis del Estado –reclamaba allí–; en el fondo, todo eso no
es más que miedo. «Habla por el que no puede hablar16»:
en la Iglesia de hoy, ¿quién sabe todavía que ésta es la exi-
gencia mínima de la Biblia en tiempos como éstos? (…)
Hitler se ha mostrado como quien es realmente, y la
Iglesia tiene que saber con quién ha de contar”.
Un año antes, en su toma de postura frente al “párra-
fo ario”, que luego se haría famosa, Bonhoeffer se había
expresado con muchas más precauciones. La Iglesia
–decía allí– tiene que preguntarle una y otra vez al Estado
por la legitimidad de su actuación, pero no puede “actuar
políticamente de una forma directa” ni criticar la “actua-
ción en la que el Estado hace historia” desde la perspecti-
va de un “ideal humanitario”, ya que ella sabe que “en

16. Proverbios 31,8. (N. del T.)

95
“tendríamos que haber gritado” este mundo es absolutamente necesario usar la violencia”.
Ahora, en cambio, en un ensayo redactado para la revis-
ta Teología Evangélica, Bonhoeffer afirmaba con claridad
meridiana que, para la Iglesia Confesante, en el consejo
eclesiástico de gobierno berlinés se sentaba el “Anti-
cristo”, porque quien gobernaba allí no era otra que la
“voluntad de aniquilar”.
Bonhoeffer, por otro lado, tampoco se ahorraba a sí
mismo preguntas críticas: a su hermano Karl-Friedrich,
siempre tan moderado, le confesó por las mismas fechas
que tenía miedo de volverse demasiado “fanático”. Y
cuando en octubre de 1934, hablando desde el púlpito de
una iglesia londinense de la “lucha religiosa” en Ale-
mania, previno contra la tentación de la “infatuación y el
ergotismo”, es obvio que lo hizo teniendo también pre-
sente su propia tendencia a emitir juicios inmisericordes.
¿No había sido a fin de cuentas su traslado a Londres
una huída? ¿Una huída de sus responsabilidades, de la
Gestapo, que ya le había amenazado? “Está uno dema-
siado cerca como para no querer participar, y demasiado
lejos como para poder hacerlo de una forma verdadera-
mente activa”, escribió por entonces a casa con tristeza.
De hecho, por desgracia tampoco se llegó a una unión
duradera entre la Iglesia Confesante y la ecumene, que era
por lo que Bonhoeffer suspiraba. Los tiempos no estaban
todavía lo suficientemente maduros como para que se
transgredieran tan fácilmente las fronteras interconfesio-
nales, y la resistencia de la Iglesia en Alemania se escindió
pronto en corrientes independientes. Los visionarios que
pensaban como él eran raros y estaban representados por
figuras pioneras, como la de George Bell, lord bishop de
Chichester y presidente de Life and Work, el Consejo
Ecuménico para un cristianismo práctico. Bell mantenía

96
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
un animado contacto con aquel informador suyo que tan
estupendamente hablaba inglés e intervino varias veces
con éxito apoyando a la iglesia alemana en la oposición.
La conferencia ecuménica de Fanö (Dinamarca), en
agosto de 1934, es el típico ejemplo de la desunión que
por entonces presidía las relaciones entre el protestan-
tismo internacional y la iglesia alemana en la oposición.
Allí, cinco años antes del estallido de la Segunda Guerra
Mundial, Bonhoeffer había adelantado ya, en un proféti-
co discurso por la paz, los puntos de vista de quienes más
tarde se opondrían a la carrera armamentística. La santu-
rrona pregunta de la serpiente en el paraíso: “¿Cómo es
que Dios ha dicho eso?”, sería, a juicio de Bonhoeffer, la
enemiga mortal de la paz. “¿No debería haber conocido
Dios mejor la naturaleza humana y haber sabido que las
guerras vendrían a este mundo con la necesidad de una ley
natural? ¿No debería haber querido decir Dios que es nues-
tro deber hablar de paz, pero sin que eso signifique que
debamos llevar a la práctica literalmente lo que decimos?
¿No debería haber dicho Dios que es nuestro deber traba-
jar por la paz, pero que para estar más seguros también lo
sería tener preparados tanques y gases tóxicos? Y luego lo
que parece lo más serio de todo: ¿debería haber dicho Dios
que no es nuestro deber defender a nuestro país?”
No, la paz no se haría mediante contratos políticos ni
con relaciones económicas, y ni siquiera “armándose pací-
ficamente todas las partes”, porque aquí se sigue confun-
diendo en todos los casos paz con seguridad. Para Bon-
hoeffer “no hay camino a la paz que pase por la seguridad.
Porque la paz es algo a lo que hay que atreverse (…)
Promover seguridad significa abrigar desconfianzas, y esta
desconfianza es a renglón seguido semilla de nuevas gue-
rras”.

97
“tendríamos que haber gritado” La “Federación Mundial” y el Consejo Ecuménico
Life and Work habían invitado tanto a representantes de
la Iglesia Confesante –Bonhoeffer era uno de ellos– como
a representantes de la Iglesia oficial del Reich a que acu-
dieran a la conferencia de Fanö, y como es lógico ambas
facciones fueron de inmediato protagonistas de vehemen-
tes enfrentamientos entre ellas. El gobierno del Reich
había fletado un avión particular para los “suyos” y éstos
se apresuraron a asegurar a la asamblea que, bajo las nue-
vas circunstancias políticas reinantes en Alemania, el
anuncio del Evangelio había ganado en vigor y atractivo.
Bonhoeffer, que había colaborado decisivamente en la
preparación de las negociaciones, dejó hablar a sus corre-
ligionarios leales al régimen, a los que de todos modos
nadie creyó ni una sola palabra de lo que decían. Tenía
pensado algo mucho más importante: animar a los repre-
sentantes eclesiásticos de todas las naciones soberanas a
que amparasen bajo la autoridad del concilio un solemne
voto por la paz. Un solo amigo de la paz, la Iglesia de una
nación entera: no tendrían ninguna oportunidad. “Sólo el
gran concilio ecuménico universal de la Santa Iglesia de
Cristo puede decirlo de forma que el mundo, rechinando
los dientes, tenga que escuchar la palabra de la paz y que
los pueblos se alegren porque esta Iglesia de Cristo quite
a sus hijos en nombre de Cristo las armas de la mano y les
prohíba hacer la guerra proclamando la paz de Cristo en
este violento mundo”.
Según contaron testigos presenciales, los delegados
escucharon el discurso de Bonhoeffer “conteniendo la res-
piración”. También tomaron claramente partido por los
resistentes en una “resolución sobre la situación de la
Iglesia en Alemania”, en la que se decía que allí corrían
peligro “principios fundamentales de la libertad cristia-

98
berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
na”. A renglón seguido, sin embargo, se hizo que todo
quedara otra vez en agua de borrajas, al asegurarse que
era deseo de todos que se siguiera manteniendo una “re-
lación de amistad” con “todos los grupos” de la Iglesia
evangélica alemana.
Lo osada esperanza de Bonhoeffer de que la asamblea
se constituyera en un “concilio por la paz” que exhortara
a las potencias mundiales a que convirtieran sus arsenales
en chatarra, no fue más allá de un deseo irrealizable.
Ninguno de los reunidos se interesó por su argumentación
teológica. Los ingleses constataron lacónicamente que
renunciar por principio a la violencia militar era lo mismo
que condenar al Imperio Británico a la desaparición. Y
por los representantes alemanes de la Iglesia del Reich el
sermón por la paz fue recibido como una provocación
infamante. El anciano profesor de teología berlinés Arthur
Titius, quien fuera durante el período de Weimar uno de
los más firmes valedores del desarme y la ecumene, para
convertirse luego en un fiel seguidor de Hitler, se negó,
temblando de ira, a volver a estrechar la mano de quienes
hubiesen aplaudido aquel discurso.

99
3

FINKENWALDE:
UN CRISTIANO COMPRENDE QUE LOS
JUDÍOS SON HERMANOS SUYOS

“La Iglesia calló cuando tenía que haberse puesto a gritar,


al ver cómo la sangre de los inocentes clamaba al cielo”

En 1935 Dietrich Bonhoeffer volvió a Alemania para


encargarse de la dirección de un seminario teológico en
Finkenwalde bei Stettin. Estos centros de enseñanza para
teólogos que habían concluido sus estudios universitarios
y se preparaban para desempeñar un servicio práctico en
las parroquias, se habían convertido en instrumentos de la
Iglesia Confesante y trabajaban dentro de una ilegalidad
aún tolerada junto a los seminarios oficiales de la Iglesia
del Reich, los cuales exigían que se presentara el “carnet
de identidad ario” y simultaneaban sus cursos de forma-
ción con servicios temporales en la SA y los campos de
trabajo.
El seminario de Finkenwalde –o de Zingst, a orillas del
Mar Báltico, que fue donde aquél estuvo localizado los
dos primeros meses– tenía por misión alojar a la nueva
promoción de teólogos de Pomerania y se financiaba con
donativos. El sueldo que Bonhoeffer percibía como direc-
tor era modesto, y los antiguos alumnos universitarios
traían consigo herramientas de carpintería y cubos de pin-
tura, ya que la casa –una vieja escuela privada que había
vivido tiempos mejores– necesitaba muchas reparaciones.

101
“tendríamos que haber gritado” Bonhoeffer había soñado en Londres con un lugar
como aquél, en el que enseñar en una atmósfera “mona-
cal”, inspirándose en la “pura doctrina” y el Sermón de la
Montaña. En la Universidad, tal cosa, pensaba, era impo-
sible en las actuales circunstancias. Como él mismo le con-
fesó a su hermano Karl-Friedrich: “Está claro que la res-
tauración de la Iglesia provendrá de un nuevo monacato,
que sólo comparta con el antiguo la ausencia de compro-
misos de una vida vivida según el Sermón de la Montaña
a imitación de Cristo”. De hecho, Bonhoeffer había vi-
sitado en Inglaterra una buena cantidad de monasterios
anglicanos y comunidades religiosas, y si la llamada a
Finkenwalde no hubiera venido a emborronarle otra vez
las cuentas, es indudable que esta vez habría aceptado por
fin la invitación de Gandhi a acudir a su ashram.
La vida en Finkenwalde era una vida en comunidad
a la que Bonhoeffer confirió un estilo por entonces des-
conocido en el protestantismo: oraciones a la mesa y
una media hora diaria de meditación silenciosa sobre la
Escritura. Se recuperó incluso la confesión personal, por-
que, como lo expresó Bonhoeffer, frente a los hermanos
no había necesidad de fingir y en la comunidad ya no se
estaba a solas con la culpa.
“Hermano”, he aquí la palabra clave. Como centro de
formación para jóvenes teólogos, el seminario estaba
unido a una Bruderhaus1, cuyos residentes, Bonhoeffer y
algunos pastores colegas suyos, trataban de llevar una
vida cristiana en comunidad –en principio por un período
no superior a unos años–. Al solicitar que se le permitiera
fundar una residencia de estas características, Bonhoeffer
no sólo justificó su experimento frente al consejo de la

1. “Casa de los hermanos”. (N. del T.)

102
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
Iglesia Evangélica de la Unión Veteroprusiana recordando
el “aislamiento” que tan doloroso les resultaba a los pas-
tores de las parroquias, sino aludiendo también de forma
explícita a la explosiva situación reinante: “Una predica-
ción que provenga de una fraternidad práctica, vivida y
apoyada en una experiencia real, podrá ser más objetiva y
sólida y correrá menos peligro de debilitarse”.
Por las mismas fechas, Karl Barth confiaba ideas muy
parecidas a su escrito programático Theologische Existenz
heute. Según Barth, se necesitaba un “centro espiritual
desde el que resistir”, el único que sería capaz de conferir
a la oposición político-eclesial verdadero sentido y sus-
tancia. Para Barth, “quien haya entendido esto ya no hará
figurar hoy en su programa una divisa de lucha cualquie-
ra, sino una muy sencilla: ¡ora et labora!”. Bonhoeffer
precisó cuál sería la misión de la Bruderhaus como sigue:
“Para poder predicar la Palabra con que en los combates
que la Iglesia libra hoy y librará también en el futuro Dios
nos llama a decidirnos y discriminar espíritus, para estar
preparados en cualquier situación apurada que se presen-
te a proclamar su Evangelio, se necesita un grupo de pas-
tores que sean totalmente libres y que estén en todo
momento en situación de intervenir. Dicho grupo tiene
que estar preparado, sean cuales fueren las circunstancias
externas, habiendo renunciado a todos los privilegios
financieros o de otra clase propios de su cargo, a perso-
narse en el lugar en que su servicio sea requerido”.

¿romanticismo monástico o Iglesia en la oposición?

Barth, el teólogo famoso, y Bonhoeffer, al que aún no


se conocía demasiado en los círculos teológicos, inter-
cambiaron una animada correspondencia sobre la idea

103
“tendríamos que haber gritado” que compartían. La gente no tiene ni idea –le escribía
Bonhoeffer a Barth– “de lo vacíos y absolutamente que-
mados que llegan los hermanos al seminario”, huérfanos
de toda relación con la Biblia, sin una idea clara del aspec-
to que a nivel personal debería ofrecer una vida verda-
deramente cristiana. Asombrado, Bonhoeffer cita en una
carta los reproches con que le había cubierto poco antes
una de las cabezas rectoras de la Iglesia Confesante:
“Ahora no tenemos tiempo para la meditación. ¡Lo que
los candidatos tienen que aprender es a predicar y cate-
quizar!”. Está claro –apuntaba Bonhoeffer– que este críti-
co ignora el modo en que nacen un buen sermón o una
buena catequesis, y que tampoco sabe nada de las pregun-
tas que atormentan a los jóvenes teólogos: “¿Cómo puedo
aprender a rezar? ¿Cómo puedo aprender a leer la Escri-
tura?”.
De ahí el amplio espacio de tiempo que se reservaba
todas las mañanas en Finkenwalde a la oración de salmos,
la lectura de la Escritura –tanto de la Biblia hebrea como
del Nuevo Testamento–, la oración libre, el padrenuestro
y el canto de lieder, al que seguía una media hora para la
meditación; o el que se reservaba también con fines simi-
lares por las tardes a imitación de las vísperas católicas y
el evensong2 anglicano. De ahí las sencillas reglas de vida
monásticas (tan difíciles de cumplir, sin embargo), como
la que prescribía que no se hablara nunca de otro herma-
no estando él ausente. De ahí la olla comunitaria, a la que
contribuían con su salario todos los pastores y predicado-
res adjuntos.
Pocos años mayor que sus protegidos, Dietrich
Bonhoeffer no les dirigía discursos llenos de unción, sino

2. En inglés en el original. Servicio que se recita o canta por las tar-


des en la Iglesia anglicana. (N. del T.)

104
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
que convivía con ellos compartiéndolo todo con la mayor
naturalidad y en un clima de respeto mutuo. Sus libros,
que eran muchos, su piano y los discos que se había traí-
do de los Estados Unidos eran propiedad de todos. E
incluso parece que, con el fin de que nada comprometiera
su exclusivo afán de servicio, puso distancias entre él y una
mujer a la que le unían muchas cosas y que, al ser docto-
ra en teología, espiritualmente estaba también a su altura.
Una carta a su cuñado Rüdiger Schleicher permite ha-
cerse una idea del proceso por el que había pasado aquel
intelectual antaño tan reservado. En ella Bonhoeffer le
confiesa a su amigo que ha dejado de buscar en la Biblia
verdades generales “que se correspondan con nuestra
esencia «eterna»”, para pasar a buscar en ella la voluntad
de Dios, “que tan ajena y antipática nos resulta”. Fuera
de la Biblia, Bonhoeffer dice temer no encontrarse más
que con su “doble divino”. En conclusión, “si soy yo
quien dice en qué lugar debería estar Dios, en él encon-
traré siempre un Dios en cierto modo cortado a mi medi-
da, que me resultará grato y se avendrá bien con mi ser.
Pero si es Dios quien dice dónde quiere estar, ése será sin
duda un lugar que de entrada no se avendrá en absoluto
con mi ser y que en absoluto me será grato. Ese lugar es,
sin embargo, la cruz de Cristo. Y quien quiera encontrar-
lo allí, tiene que cargar con esa cruz, como lo exige el
Sermón de la Montaña”.
A nadie le sorprenderá que los jóvenes de Finkenwalde
se sintieran literalmente “arrollados”, como escribió un
testigo presencial, “por la calidez y aun la pasión religio-
sa” de Bonhoeffer. El señor director, al que no se le caían
los anillos por fregar los platos en la cocina y que, si hacía
buen tiempo, tampoco veía mal que se anularan de vez en
cuando las clases para hacer una escapada con sus alum-

105
“tendríamos que haber gritado” nos al mar, era la encarnación de una fe vital y sincera,
exenta de toda beatería. Había aquí una relación con
Cristo que modificaba de una forma muy concreta el tra-
to entre las personas. “El Cristo que está en el corazón de
cada uno es un Cristo más débil que el que está en las
palabras del hermano; aquél es incierto, éste es seguro”.
La fundación de Finkenwalde tenía muy poco que ver
con aquel romanticismo monástico y aquella apasionada
huída del mundo que habían florecido por entonces en
algunos lugares después de la Primera Guerra Mundial.
La meta, había dicho ya Bonhoeffer en la solicitud que
presentó al consejo eclesiástico, no es “aislarse en un
monasterio, sino concentrarse para poder servir en su
exterior”. La cuestión no era retirarse a un lugar idílico,
sino reunir energías y concentrarse en lo esencial, para de
este modo hacer acopio de fuerzas que emplear a conti-
nuación en comprometerse con el mundo. En los movi-
mientos colectivos por aquellos años de moda, con su pre-
dilección por el cultivo de una experiencia religiosa íntima
en el seno de pequeñas comunidades, Bonhoeffer veía el
peligro de que la Iglesia degenerara en una “Iglesia clan-
destina”, indiferente hacia las necesidades del mundo e
incapaz de dar testimonio en la sociedad.
La iglesia del “seguimiento” de Bonhoeffer, por el con-
trario, se entiende a sí misma –como resume su intérprete
católico Tiemo Rainer Peters–, “más allá de resignación
política y pathos revolucionario”, como un “mundo polí-
tico de contraste”, como una “iglesia en la oposición fun-
dada en el Sermón de la Montaña, es decir, no-violenta”,
y como un “lugar de recogimiento desde el que dar el paso
decisivo hacia el compromiso”. Así que no tiene nada de
extraño que Finkenwalde irradiara muy pronto un consi-
derable resplandor. Y aunque circularon rumores sobre

106
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
un centro de peligrosos fanáticos y e infiltrados católicos,
cada día eran más numerosos los estudiantes, pastores y
artistas que acudían allí para conocer de primera mano la
situación –y enterarse, de paso, de las últimas novedades
políticas, ya que en Finkenwalde se leía con regularidad el
Times londinense–.
En sus clases, Bonhoeffer no sólo llamaba testaru-
damente “Iglesia” al antiguo Israel, sino que insistía en
afirmar que la base de las comunidades cristianas era la
Palabra de Cristo, y no la “sangre y el suelo”. Y los semi-
naristas no sólo rezaban en el culto por los persegui-
dos políticos y los recluidos en los campos de concentra-
ción: en 1936, por ejemplo, cuando la SA apaleó en
Brandenburgo a un joven pastor de sangre judía hasta
dejarlo medio muerto, Bonhoeffer se lo llevó con él a
Finkenwalde, cuidó de él hasta que se hubo recuperado y
organizó su emigración al extranjero.
Al tomar partido de una manera tan evidente, los “her-
manos” se pusieron muchas veces en peligro. La policía
tomó nota de sus nombres, se llevó una y otra vez los
escritos expuestos en la mesa de la iglesia y confiscó sus
colectas. También le llegaron al gobernador de distrito
denuncias diversas, informándole de que desde aquel púl-
pito se rezaba por criminales presos en campos de con-
centración y reclamándole que se investigara cuanto antes
si el seminario estaba siendo financiado por el judaísmo
internacional. A las clases de confirmación que uno de los
de Finkenwalde impartió en una localidad vecina, sede de
un antiguo mercado, acudieron durante la segunda hora
nada más que tres niños; sin darse cuenta, el “hermano”
había hablado en la primera de los profetas veterotesta-
mentarios, es decir, de judíos, despertando las sospechas
de los lugareños.

107
“tendríamos que haber gritado” contra la “gracia barata”

Bonhoeffer había dejado claro en Finkenwalde que


diseñar una vida en común inspirándose en la Palabra de
Dios no era un “asunto privativo de un círculo aislado”,
sino una “tarea que se plantea a la Iglesia” en su conjunto.
Por ello, sus obras de aquella época, Seguimiento (1937) y
Vida en común (1939), de amplia difusión y muy leídas en
las comunidades confesionales, eran mucho más que una
exhortación a vivir en la fraternidad y también mucho
más que una crítica a formas de vida cristiana indignas de
crédito, en particular de pastores. Su explosividad social
radica en que en ellas se exige que se convierta en una rea-
lidad la que el Evangelio llama “justicia mejor” y se opon-
ga resistencia a una política determinada por el mal: la
Iglesia como el centro de una resistencia no-violenta, pero
decidida, con el Sermón de la Montaña como la “única
fuente de energía que puede hacer que salten de una vez
por los aires todos los embrujos y sortilegios”.
El leitmotiv de Seguimiento, obra nacida en una de sus
lecciones, consiste en una simple pregunta: ¿por qué no se
escucha ya a la Iglesia, por qué no interesa ya su mensa-
je? A diferencia de muchos de sus colegas de entonces y de
ahora, Bonhoeffer no se limita a señalar al extraviado
espíritu de la época como responsable de la situación: “Si
los demás encuentran dura y difícil nuestra predicación,
que a fin de cuentas no quiere ser otra cosa que la predi-
cación de Cristo, la culpa no es suya (…) es falso que todo
lo que hoy se dice en contra de nuestra predicación sea
una negación de Cristo, mero anti-cristianismo. ¿O acaso
queremos romper toda relación con esas personas, tan
numerosas hoy, que vienen a nosotros, quieren escuchar
lo que tenemos que predicarles y, sin embargo, se sienten

108
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
una y otra vez compelidas a confesar con turbación que
les ponemos demasiado difícil su acceso a Jesús?”.
La predicación de la Iglesia, se pregunta Bonhoeffer
haciendo autocrítica, ¿coloca una carga demasiado pesa-
da sobre los hombros de la gente? ¿No tiene ya más que
pesadas leyes que imponer sobre los que Jesús expresa-
mente llamó “fatigados y sobrecargados”3, alejándolos así
de ella? ¿”Exigencias torturantes y excéntricas”, adecua-
das no siendo otra cosa que un lujo piadoso, pero que a
las personas que trabajan, tienen preocupaciones profe-
sionales que atender y han de ocuparse de alimentar a sus
familias tienen que parecerles una tentación impía? ¿Es un
“dominio espiritual”, una tiranía sobre las almas lo único
que ha acabado por importarle al final a la Iglesia, con-
tradiciendo así al Evangelio, que anuncia la liberación de
las leyes humanas y la opresión?
Al ser el seguimiento una “llamada y un mandamiento
graciosos”, la “ruptura de todas las legalidades por la gra-
cia del que llama” –por no ser él precisamente ni una idea
ni un sistema doctrinal, sino la unión con una persona
viviente–, el seguimiento no es sentido como una carga, y
entre ley y gracia no hay ya ninguna contradicción.
No una carga, pues, ni una ansiosa espera misantrópi-
ca llena de miedos y coerciones, pero tampoco una reli-
gión burguesa del laissez-faire, que a nada obliga, inge-
nua, sin pretensiones. Se ha vuelto un lugar común citar
las palabras sobre la “gracia barata”, con que comienza el
Seguimiento de Bonhoeffer: “Abaratar la gracia significa
convertirla en una mercancía que se vende a precios irri-
sorios, en un perdón que se malvende, en un consuelo que
se malvende, en un sacramento que se malvende (…) en
una gracia a la que no se pone precio, que no entraña cos-

3. Mt 11,28 (N. del T.)

109
“tendríamos que haber gritado” tes (…) En esta Iglesia se sufragan al mundo sus pecados
a bajo precio, sin que él tenga que arrepentirse de ellos y
sin que ni tan siquiera tenga que desear librarse de ellos.
(…) Al hacerlo todo la gracia por sí sola, todo puede
seguir estando como estaba”.
“Que viva, pues, también el cristiano como el mundo”
–suena la sarcástica exhortación de Bonhoeffer–, “que se
iguale en todo al mundo y que ni se le ocurra atreverse
–¡en la herejía del fanatismo!– a vivir bajo la gracia una
vida distinta que bajo el pecado”. Oh sí, con razón reco-
mendaba Lutero que se pecara “con valentía”, pero no
como si esta recomendación fuera una carta de libertad
para hacerlo así desde el principio, sino como un consue-
lo grandioso para quien, tras haberlo intentado con todas
sus fuerzas, vuelve no obstante a caer y se desespera por
su deslealtad; a él, y sólo a él, le valdrá la gracia de Dios,
misericordiosa y comprada a alto precio.
“Gracia cara”: encarnación de Dios, perdón para un
corazón atribulado, llamada al seguimiento. No una dis-
pensa de obrar, sino una redefinición de escalas: el hombre
no puede subsistir frente a Dios ni aun en sus obras más
piadosas si se busca en ellas a sí mismo. Lo que importa es
obedecer a Cristo, ser uno con el Crucificado, que hace
que el creyente tenga también que cargar con la cruz, que
“cargar con pecados y culpas por otros hombres”.
Bonhoeffer: “Aquí ya no nos sometemos a leyes y cargas
que hemos hecho nosotros mismos, sino bajo el yugo de
quien nos conoce y comparte ese yugo con nosotros”.
Esta llamada al seguimiento transciende siempre el
espacio íntimo y privado; el Dios hecho carne llama a una
comunidad físicamente visible. La congregación de los fie-
les está presente en el mundo, se la puede agredir, da tes-
timonio, hace campaña por la fe, opone resistencia: “La

110
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
contradicción con el mundo tiene que soportarse en el
mundo. (…) Es la figura del mismo Cristo, que vino al
mundo y cargó con misericordia infinita con los hombres
y los aceptó, y, sin embargo, no se igualó al mundo, sino
que fue por él rechazado y expulsado”.
En este tipo de frases, en apariencia inofensivamente
pastorales, se escondía una declaración de guerra en toda
regla contra el sistema político, la justificación de un
rechazo pasivo y dispuesto a sufrir, pero también la de
una resistencia activa. La llamativa predilección de Bon-
hoeffer por la imagen de la cruz que hay que cargar, una
carga que comparte el peso de las miserias y culpas de los
otros (“Sólo en cuanto carga es el otro realmente herma-
no y no un objeto al que se domina”), daba cabida a peli-
grosas concreciones: el amor por los enemigos, por ejem-
plo. “En efecto, ¿quién sería más digno de ser amado,
quién tendría más necesidad de nuestro amor, que quien
odia?”, predicaba Bonhoeffer en Finkenwalde en 1938, en
un momento en que encenderse en odio contra judíos y
comunistas, franceses e ingleses, era pregonado como un
deber ciudadano. “¿Has visto alguna vez a tu enemigo
como quien, siendo en verdad pobre de solemnidad, está
frente a ti, rogándote sin ser siquiera capaz de decirlo:
«Ayúdame, regálame lo único que podría ayudarme a
librarme de mi odio, dame amor, el amor de Dios, el amor
del Redentor crucificado»? Todo amenazar y levantar el
puño proviene en realidad de esta pobreza, es en el fondo
un mendigar el amor de Dios, la paz, la hermandad”.

se le prohíbe escribir por culpa del rey David

La hermandad era aquí un programa de combate con-


tra la segregación, sancionada por el Estado, de los perte-
necientes a “otra especie” y a “otra raza”, y en este senti-

111
“tendríamos que haber gritado” do si hay algo de lo que no puede acusarse a Seguimiento
es de falta de claridad: ninguna ley del mundo –se lee
aquí– tiene nada que decir en este centro de la vida cris-
tiana, y el amor por el hermano es algo a lo que la comu-
nidad no ha de permitir jamás “que se le señale ningún
límite”. “Donde el mundo desprecie al hermano en
Cristo, el cristiano le servirá y amará; donde el mundo se
valga de la violencia contra él, él le ayudará y aliviará;
donde el mundo le deshonre y ofenda, él borrará su ver-
güenza con su propia honra. (…) Si el mundo renuncia a
la justicia, él usará de la misericordia, si el mundo se
envuelve en un velo de mentiras, él hablará por los que no
pueden hablar y dará testimonio de la verdad. Por amor a
su hermano, sea judío o griego, siervo u hombre libre,
débil o fuerte, noble o plebeyo, él renunciará a toda comu-
nión con el mundo (…)”.
Era ésta, al estilo de las epístolas paulinas, una decla-
ración inequívoca de solidaridad con los que por entonces
peregrinaban en tropel a las cámaras de tortura de la
Gestapo y los campos de la muerte. ¿Un mero jugueteo
con citas tomadas de la Biblia? Lo explosiva que puede
resultar una simple perogrullada teológica, lo muestra el
final vivido por la breve introducción a los Salmos, El
libro de oraciones de la Iglesia, que publicó Bonhoeffer
bajo este título en 1940. Bonhoeffer había tenido la des-
vergüenza de escoger para contraportada de su libro la
escultura del gótico tardío que representa en la catedral de
Worms al Rey David. El mensaje que aquí se escondía
–Dios habla en los cánticos judíos y por boca de un rey
judío– lo entendió muy bien la todopoderosa Cámara
Literaria del Reich. La Cámara impuso a su autor una san-
ción disciplinaria de 30 marcos por “contravenir la obli-
gación de dar parte” y le prohibió que siguiera dedicán-

112
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
dose a toda actividad literaria. Cuando Bonhoeffer pro-
testó, señalando que sus escritos tenían un carácter cientí-
fico y que, por ello, no estaban sujetos a declaración obli-
gatoria alguna, se le levantó la sanción, aunque mante-
niéndose la prohibición de publicar: los religiosos, “debi-
do a compromisos predominantemente dogmáticos”, no
tenían derecho a ser reconocidos sin más como científicos.
Cristo adoptó la figura humana en toda su bajeza,
devolviéndole así su dignidad a la humanidad, se decía en
las últimas páginas de Seguimiento. “Quien atenta contra
el más insignificante de los hombres, atenta contra Cristo
(…)”. “En el escarnio público –se decía luego–, en la
pasión y la muerte por Cristo, Cristo se hace con una figu-
ra visible en su comunidad. (…) La vida de Jesucristo no
ha tocado todavía a su fin en esta tierra. Cristo continúa
viviendo en la vida de quienes le siguen”.
Bonhoeffer había aprendido algo nuevo. Cuando no
era más que un joven científico que atendía en calidad de
vicario en el extranjero a su parroquia de Barcelona,
Bonhoeffer veía todavía con escepticismo que pudiera
aplicarse el Sermón de la Montaña a la vida cristiana ordi-
naria: para él, estaba claro que Jesús caminaba allí sobre
las “glaciales cumbres” de una “exigencia inexorable”.
Ahora, en cambio, Bonhoeffer proclamaba que ese men-
saje tiene un carácter absolutamente obligatorio y sacaba
de él consecuencias radicales incluso para el compromiso
social –tal y como, todavía a tientas, lo había hecho ya en
su lección de cristología en 1933–. Allí Bonhoeffer decía
que Cristo aparece “en el incógnito del humillado”, no en
gloria y majestad, sino en “bajeza” y “debilidad”. Para la
Iglesia tal cosa significaba en dicha lección un cambio de
emplazamiento revolucionario y una ruptura con los
habituales órdenes de la naturaleza y de la historia.

113
“tendríamos que haber gritado” “Ya no se puede vivir cristianamente, como antes,
siendo a la vez un burgués”, aclaraba poco después Bon-
hoeffer en una conferencia durante un viaje a Escandinavia.
Confesar a Cristo –dijo allí– tiene como condición que se
“renuncie a todos los demás dioses de este mundo”.
La solidaridad valiente de los fieles entre sí como base
y fuente de energía de esta existencia en la oposición fue el
tema de un informe sobre sus experiencias en Finkenwalde,
que Bonhoeffer escribió en 1938 en el curso de unas pocas
semanas y que, de todas sus publicaciones, fue también la
que más veces se reeditó: Vida en común. Por entonces su
cuñado judío acababa de huir a Inglaterra, su otro cuña-
do, Hans von Dohnanyi, era parte implicada en los pre-
parativos de un golpe de Estado y la Iglesia Confesante
vivía un enfrentamiento interno a propósito de un libro de
oraciones que, con la vista puesta en la “crisis de los
Sudetes”, perseguía conjurar la amenaza de la guerra y
albergaba una confesión de culpabilidad del pueblo ale-
mán. (Lo que hizo que el libro fuera enseguida objeto, por
este motivo, de una condena pública en la publicación de
la SS4 Das Schwarze Korps5, donde tras habérselo califi-
cado de “acto de traición a la patria oculto bajo un man-
to religioso” se decía a continuación que el Estado tenía
la obligación de “exterminar a estos criminales”).
Una situación explosiva, sin duda, en la que Bonhoeffer
recordaba el valor de la “comunidad bajo la Palabra”: “El
4. Siglas de la “escuadrilla de protección” (Schutzstaffel) del parti-
do nacionalsocialista, constituida en 1925 y bautizada con este
nombre, inspirado en el de las escuadrillas de cazas de escolta de
la aviación militar alemana durante la Primera Guerra Mundial,
por haber desempeñado inicialmente las funciones de una
guardia personal encargada de velar por la seguridad de Adolf
Hitler. (N. del T.)
5. “El Cuerpo Negro”. (N. del T.)

114
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
Cristo que está en el corazón de cada uno es un Cristo más
débil que el que está en las palabras del hermano; aquél es
incierto, éste es seguro”. Bonhoeffer seguía siendo aquí un
realista. “Quien no sea capaz de estar solo, que se guarde
de la comunidad”, advertía, argumentando que quien bus-
ca la comunidad con el solo fin de escapar de sí mismo,
abusa de ella, aprovechándose de esa misma comunidad
para llenarse la boca de palabras (seguramente envueltas
en un ropaje piadoso) y distraerse. Y, por supuesto
–continuaba diciendo–, la hermandad cristiana (hoy Bon-
hoeffer habría hablado con toda seguridad de “confrater-
nidad”6) en ningún caso es siempre sinónima de nada más
que gozo y tampoco únicamente de riqueza espiritual, sino
también de mucha debilidad y falta de fe. Quien sueñe con
el grupo perfecto, que haga sus propias leyes y constituya
su propio tribunal, en lugar de dejar a la discreción de Dios
el crecimiento de la comunidad: una persona así “perma-
nece inflexible y como un reproche viviente para todos los
demás en el círculo de los hermanos. (…) A lo que no suce-
de conforme a sus deseos lo llama fracaso”.
Nada que ver, pues, con una exigencia opresiva, sino
una invitación a participar en una realidad que es don de
Dios. Para Bonhoeffer “al igual que el cristiano no ha de
sentir en todo momento el pulso de su vida espiritual, la
comunidad cristiana no nos ha sido dada por Dios para
que midamos continuamente su temperatura. Cuanto
mayor sea el agradecimiento con que recibamos día a día
lo que se nos da, con mayor certeza y temperancia crece-
rá y prosperará también de día en día la comunidad para
complacencia de Dios”.

6. Geschwisterlichkeit, literalmente “hermandad de hermanos y


hermanas”, en lugar de Bruderschaft, término que, a diferencia
del anterior, se construye en alemán sobre la voz “Bruder” (her-
mano varón). (N. del T.)

115
“tendríamos que haber gritado” A este fomento de la proximidad a Dios y del amor al
prójimo servían en Finkenwalde todas aquellas reglas ins-
piradas en las tradiciones monásticas cristianas que tanta
desconfianza generaban en el protestantismo: así, por
ejemplo, un orden del día perfectamente estructurado,
que empezaba con la oración matinal (“sólo la clara luz
de Jesucristo es capaz de iluminar las oscuridades y som-
bras de la noches y sus sueños […] La oración a primera
hora decide lo que será el día”) seguía con la comida en
común a mediodía (“Dios tiene que alimentarnos”) y fina-
lizaba con la oración de la tarde, cuando el hombre aban-
dona sus tareas y deja que Dios haga su obra. “El orden
y la división de las horas será más firme si proviene de la
oración” propone Bonhoeffer a la reflexión. “Las decisio-
nes que el trabajo haga necesarias, serán más simples y
fáciles de tomar cuando se tomen no por miedo a los
hombres, sino ante los ojos de Dios”.
El gran valor concedido a la meditación era otra de las
cosas inhabituales en un seminario teológico evangélico,
lo que Bonhoeffer ilustró en cierta ocasión con una cita de
Kierkegaard: “Al modo en que lo conmueven y preocupan
a uno las palabras de una persona amada. Kierkegaard:
leer la Biblia como si fuera una carta de amor”. Al medi-
tar –explica Bonhoeffer en Vida en común–, lo que ver-
daderamente importa no es recogerse en sí mismo, sino
enfrentarse con Dios: “La hora de meditación no hace que
nos sumerjamos en la vacuidad y el abismo de la soledad,
sino que nos deja a solas con la Palabra. (…) Nos expo-
nemos a la acción de una sola palabra o de una sola frase
hasta que nos sentimos personalmente conmovidos por
ellas. (…) En la meditación no es necesario que encontre-
mos nuevas ideas. A menudo, todo lo que eso hará será
desviarnos y satisfacer nuestra vanidad. Basta y sobra con

116
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
que la Palabra que leamos y entendamos penetre y haga
su morada en nosotros”. Quien así medite, encontrará
–confiemos en ello– otra vez su centro, empezará a hacer
pie en suelo firme y recibirá indicaciones con las que
orientar su camino en la confusión del día a día.
La crítica bonhoefferiana a la falta de proximidad a la
Escritura en la formación teológica y la vida del pastor fue
recibida con acritud por el protestantismo tradicional.
Bonhoeffer calificó de “vergonzoso” que se redujera todo
con agrado a los escasos versículos de la “consigna” dia-
ria y que se ignorara lo que la Sagrada Escritura es como
una “totalidad viva”. ¡Y encima se atrevía a promover un
renacimiento de la confesión, en el oficio divino y en pri-
vado! Las confesiones generales de los pecados servían
con frecuencia para hurtarse a un enfrentamiento real con
la culpa individual. Para Bonhoeffer, el seguimiento obli-
gatorio, aunque también la curación de las relaciones
sociales deterioradas, comienza con la confesión concreta,
que en su caso habría que incluir en el concepto de her-
mandad: “Dios te ha obsequiado a tu hermano, que pue-
de ayudarte en la miseria de tus pecados y perdonarte en
su nombre”.

se previene contra un “pacifista y enemigo del Estado”

No resulta sorprendente que los órganos directivos de


la Iglesia del Reich, preocupados por cultivar un entendi-
miento con el Estado hitleriano, vigilaran con atención los
movimientos del recalcitrante teólogo. El Ministerio de
Asuntos Exteriores, el Ministerio de Educación del Reich
y la Oficina eclesiástica de Exteriores, bajo la dirección
del obispo Theodor Heckel, se pasaban aquí la pelota
unos a otros. Cuando Bonhoeffer viajó a Suecia en febre-

117
“tendríamos que haber gritado” ro de 1936, las autoridades estatales comprendieron de
inmediato que aquel viaje no era ajeno al evidente interés
que había mostrado la ecumene por el experimento de
Finkenwalde, ni tampoco, por tanto, al intento por prote-
gerlo de las amenazas que pendían sobre él.
El Ministerio de Exteriores informó de inmediato a la
embajada alemana en Estocolmo: “El Ministerio Prusiano
y del Reich para Asuntos eclesiásticos y la Oficina de
Exteriores de la Iglesia nos advierten de que las activida-
des del pastor Bonhoeffer no sirven a los intereses de
Alemania. (…) Humildemente les ruego que nos manten-
gan informados de sus actuaciones y de los posibles ecos
de las mismas en la prensa sueca”. Con su habitual des-
caro, Bonhoeffer rindió una visita de cortesía al embaja-
dor alemán, el príncipe Víctor zu Wied, el cual le recibió
bajo un enorme retrato de Hitler y se mostró en todo
momento extraordinariamente reservado.
Theodor Heckel, quien como “obispo de exteriores”
se esforzaba por difundir una imagen positiva de la dócil
Iglesia del Reich y se veía, sin embargo, obligado una y
otra vez a contemplar, con gran enojo por su parte, cómo
aquel pastor que no paraba de viajar le estropeaba cons-
tantemente sus planes ecuménicos, dio una voz de alarma
a las autoridades eclesiásticas. Bonhoeffer –hizo Heckel
saber a la Comisión de las iglesias regionales– había atra-
ído “en exceso sobre su persona la atención de la opinión
pública” con su viaje a Suecia. “Puesto que puede acusár-
sele de pacifista y enemigo del Estado, tal vez resultara
apropiado que la Comisión manifestase un distancia-
miento claro y tomase medidas para evitar que pueda
seguir educando a los teólogos alemanes”.
Los engranajes de Iglesia y Estado encajaron sin fric-
ciones. Todavía no había terminado Heckel de pronunciar

118
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
su amenaza, cuando el Ministerio de Educación del Reich
retiraba ya al privatdozent Bonhoeffer la venia docendi.
Fue un duro golpe para el profesor universitario, que
tan querido era por su originalidad y lo hondo de su pen-
samiento. Pero, de todos modos, la ciencia por sí sola
venía dándole a Bonhoeffer cada vez menos satisfaccio-
nes. Le preocupaba más lo que de esto iba a seguirse para
el espiado y amenazado Finkenwalde. En septiembre de
1937, la Gestapo cerró el seminario y la casa de los her-
manos y selló todas las puertas. El jefe de la policía ale-
mana y Reichsführer SS Heinrich Himmler había dado
orden de que, ante los perjuicios causados a la “autoridad
y el bien del Estado” por los “sucedáneos de universidad”
de la Iglesia Confesante, todos ellos fueran clausurados.
Imaginativo como siempre, Dietrich Bonhoeffer prosi-
guió con sus actividades docentes en un “vicariato colec-
tivo”. Los candidatos, en otras palabras, eran recibidos
como vicarios por pastores de confianza de las parroquias
vecinas, y las clases siguieron impartiéndose de forma
regular en casas parroquiales vacías. Las casas de la-
branza abandonadas de una finca pomerana de nombre
Sigurdshof, donde, cuando no había carbón ni petróleo,
se sentaba uno muriéndose de frío a la luz de las velas,
albergaron también en varias ocasiones este tipo de clases.
La empresa era ya toda una aventura. En total, fueron
casi 2000 candidatos al púlpito los que pasaron por estos
seminarios ilegales, en los que se preparaban para un
futuro incierto; nadie, en efecto, sabía si encontraría algu-
na vez un puesto o cobraría algún día un salario. Una y
otra vez, antiguos alumnos de Finkenwalde eran deteni-
dos por haber incluido en sus súplicas desde este o aquel
púlpito a perseguidos políticos o por haber caído en des-
gracia por cualquier otro motivo. El mismo Bonhoeffer

119
“tendríamos que haber gritado” fue arrestado en la residencia de los pastores confesantes
de Martin Niemöller, al practicar allí la Gestapo por ené-
sima vez un registro.

“sólo quien grite por los judíos…”

Cumpliéndose determinados supuestos, había dicho ya


Bonhoeffer en 1933, podía llegar a ocurrir que la Iglesia
tuviera algún día “no sólo que vendar a las víctimas bajo
la rueda, sino que parar la misma rueda bloqueando sus
radios”. Pero mientras que los estragos causados en la
patria alemana por el terror eran cada vez mayores e
incluso los planes de conquista de Hitler se convertían en
una realidad con la invasión de Polonia, la Iglesia Confe-
sante pareció enquistarse en una “emigración interna”.
La gente se reunía en pequeños círculos de desconten-
tos, rechazaba como podía los ataques a la libertad de las
parroquias y trataba, por lo demás, de llamar la atención
lo menos posible. Bonhoeffer estaba decepcionado. Tam-
bién aquí, donde él se había sentido como en casa, empe-
zaban la acomodación a la realidad y el temor por los últi-
mos derechos y bienes que aún se poseían a sofocar la
obediencia al Evangelio.
Pero, ¿no había mostrado el “Führer” una actitud más
abierta frente a las quejas de la Iglesia Confesante y no se
había desposeído de su cargo por orden suya al obispo del
Reich Müller, el hombre de paja de los Cristianos Ale-
manes? ¿No eran sinceros los esfuerzos del recién nom-
brado “ministro de asuntos eclesiásticos” Hans Kerrl, un
discreto oficinista, por contribuir a suavizar los puntos en
litigio? ¿Y no era también Kerrl quien había llamado a
representantes de la Iglesia Confesante a incorporarse
a las recién constituidas comisiones eclesiásticas? De que

120
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
todo esto no eran más que astutos movimientos de aje-
drez, que en último término no acarreaban ningún com-
promiso, pocos supieron darse cuenta.
En 1936, el cuarto y último sínodo confesional en Bad
Oeynhausen mostró su reconocimiento por la aparente
liberalización de la política eclesiástica del Estado, ofre-
ciéndose a colaborar con las comisiones eclesiásticas y
aceptando la ilegalización de los seminarios teológicos
instituidos por el regimiento eclesiástico de urgencia. Se
constituyó un Consejo de la Iglesia Evangélico-Luterana
en Alemania, que se distanció de la actitud radicalmente
antinazi de los consejos de hermanos; éstos eligieron
entonces de entre sus filas una Dirección Provisional de la
Iglesia Evangélica Alemana, que a partir de ese momento
actuó como portavoz de una minoría radical. En una car-
ta al “Führer”, la dirección protestó ese mismo año con-
tra la “coacción de las conciencias”, rechazando que se
elevaran sangre, raza, pueblo y honor al rango de “valo-
res eternos”.
La división de la Iglesia se había consumado, y gentes
como Bonhoeffer o como Niemöller fueron empujadas a
un aislamiento definitivo. El anguloso pastor rural Paul
Schneider, de la recóndita parroquia de Hunsrück, se
granjeó el odio de los camisas pardas al boicotear ese mis-
mo año de 1936 las elecciones al Reichstag –unas eleccio-
nes que, a su juicio, no podían ser tales no pudiéndose
votar en ellas más que con un “sí”– y renunciar ostensi-
blemente a emplear el saludo alemán en las clases de con-
firmación. Sus superiores eclesiásticos en el consistorio de
Düsseldorf no tuvieron nada más urgente que hacer que
pedir disculpas a las autoridades del Estado por la “testa-
rudez teológica” de Schneider, que, como ellos mismos
dijeron, “habían tenido ya muchas veces que lamentar”.

121
“tendríamos que haber gritado” Un año después, Schneider aterrizaba en el campo de con-
centración de Buchenwald, donde tuvo que trabajar has-
ta matarse picando piedra en la cantera. En 1939 fue ase-
sinado por el médico del campo con una sobredosis de
estrofantina.
¿Liberalización? En una lista de intercesión de sep-
tiembre de 1938 figuraban incluidas junto a algunas
detenciones casi 200 deportaciones, prohibiciones de des-
plazamiento e inhabilitaciones de residencia. Se prohibía
acceder a edificios eclesiásticos a pastores caídos en des-
gracia y sus desplazamientos se restringían para que no
pudieran reunirse con los grupos de la oposición o se les
desterraba de sus parroquias. En 1935, la revista de la SS
El cuerpo negro se burlaba de los comunistas, camuflados
como “chicos del Ejército de Salvación”:

“Echas aquí semilla moscovita entre el rebaño piadoso,


en la liga de pastores comunistas del frente rojo,
pero donde dijiste «Moscú» di ahora rápidamente «Amén»
y luego la Biblia ante tu boca sostén”.

En el verano de 1936, cuando Alemania mostró su


cara más amable con ocasión de los Juegos Olímpicos de
Berlín, un despierto turista estadounidense fotografió allí,
en el escaparate de una librería, la siguiente amenaza con-
tra la Iglesia Confesante:

“Tras la olimpiada
le daremos a la I. C. hasta hacerla mermelada,
luego echaremos a los judíos,
luego la I. C. habrá desaparecido”.

El 9 de noviembre de 1938, cuando por toda Alemania


ardieron las sinagogas durante la Noche de los cristales
rotos, se saquearon comercios judíos y ciudadanos judíos
desaparecieron, Dietrich Bonhoeffer trazó en su Biblia

122
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
una gruesa raya debajo del versículo del salmo 74: “Que-
man todas las asambleas de Dios en el país”, y dibujó un
gran signo de exclamación junto al siguiente versículo:
“No vemos nuestras enseñas, ya no tenemos profetas,
nadie que sepa hasta cuándo”.
La Iglesia Confesante no dijo una sola palabra (con
unas pocas excepciones) de los pogromos, ni tampoco de
los preparativos para la guerra. Ese mismo año, la direc-
ción de la Iglesia del Reich había terminado por obli-
gar a todos los pastores a jurar lealtad a Hitler. La Iglesia
Confesante estaba dispuesta a aceptar ese juramento con
determinadas condiciones –en lugar de rechazar comple-
tamente esa exigencia–. Y la Iglesia Evangélica Alemana
oficial se apresuró a asegurar, en su boletín legislativo,
que el nacionalsocialismo venía a continuar la obra de
Lutero en su vertiente político-ideológica, promoviendo
así la “verdadera comprensión de la fe cristiana”, una fe
que según ella estaría “en inconciliable contradicción reli-
giosa con el judaísmo”. La meta no podía ser otra que la
completa “desjudaización” de la Iglesia.
Bonhoeffer sintió vergüenza por sus hermanos en la
administración. Con los judíos, advirtió, se expulsaba a
Cristo de Occidente, porque Jesucristo había sido judío.
Su excitada exclamación: “¡Sólo quien grite por los judíos
tiene derecho a cantar en gregoriano!”, dejó una huella
imborrable en sus alumnos. Lo que quería decir es que
una cristiandad que calla mientras se persigue y despoja
de sus derechos a un pueblo entero, ya no tiene derecho a
alabar a Dios con bellos himnos.
Ya no se trataba de conservar bastiones eclesiásticos,
sino de las personas, y eso era algo que este pionero de
una Iglesia para otros veía cada vez más claro: “La Iglesia
sólo es Iglesia cuando está ahí para otros”. Una Iglesia

123
“tendríamos que haber gritado” que luche solamente por su propia supervivencia, hipno-
tizada –haciendo de sí misma un fin absoluto– por su pro-
pio destino, no puede ya ser la portadora ante el mundo
de la Palabra que lo libera y reconcilia.
Lo único que le quedaría ya es confesar su culpabili-
dad, confesión que Bonhoeffer formuló por aquellos años
de forma estremecedora: la Iglesia –decía– adeuda ahora
la vida de los hermanos más débiles y desamparados de
Jesucristo. “Confiesa su cobardía, su escapismo, sus peli-
grosas concesiones”, escribió en su Ética. “Calló cuando
tenía que haberse puesto a gritar, al ver cómo la sangre de
los inocentes clamaba al cielo”.

“a fin de cuentas uno era un proscrito”

Un amigo de juventud de Bonhoeffer, que todavía


seguía acordándose de los días en que ambos acudían jun-
tos a las clases de confirmación, contaba que cuando en
una de ellas el pastor quiso saber qué idea se hacían aque-
llos caballeretes del “pecado original”, Dietrich, como
impulsado por un resorte, contestó: “El antisemitismo”.
Fue más o menos por esa misma época, en 1920, cuan-
do el recién fundado NSDAP escribió en su primer pro-
grama que sólo quienes tuvieran “sangre alemana” po-
dían ser “compatriotas” 7. Y sólo hubo que esperar dos

7. El autor hace referencia aquí al cuarto de los veinticinco puntos


de que constaba dicho programa, en el que literalmente se decía
lo siguiente: Staatsbürger kann nur sein, wer Volksgenosse ist.
Volksgenosse kann nur sein, wer deutschen Blutes ist, ohne
Rücksichtnahme auf Konfession. Kein Jude kann daher Volksge-
nosse sein. Es decir: “Ciudadano sólo puede serlo quien sea com-
patriota. Compatriota sólo puede serlo quien tenga sangre ale-
mana, con independencia de su confesión. Ningún judío, por tan-
to, puede ser compatriota”. (N. del T.)

124
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
años más para que el pintor fracasado Adolf Hitler pre-
gonara en Mein Kampf, su confuso manifiesto político,
que la cultura humana era “casi en su totalidad un pro-
ducto creador del hombre ario” y su decadencia una con-
secuencia de la “mezcla de sangres”. En 1930, la fracción
que el NSDAP tenía en el Reichstag exigía ya con toda
seriedad que se dictara la pena de muerte para la “des-
honra racial”.
El antisemitismo, por supuesto, estaba lejos de ser un
invento de la raza de señores de camisa parda. Una agre-
siva desconfianza hacia los judíos, celosos de su propia
religión y sus curiosas costumbres, venía acompañando a
la historia alemana desde hacía siglos, y siguió proliferan-
do, bajo la delgada película de una apariencia de toleran-
cia, tanto en el Imperio del Káiser como en la República
de Weimar. Los judíos podían ingresar en el ejército,
exponiéndose allí a perder un brazo o una pierna bajo el
fuego enemigo en defensa de su patria, pero no eran admi-
tidos en el cuerpo de oficiales. Tampoco podían hacerse
abogados y sólo con grandes dificultades podían acceder
a las profesiones docentes. En las universidades, en parti-
cular, y pese a todos los signos externos de asimilación, el
clima antisemita se hizo aún más espeso; en 1879, el his-
toriador berlinés Heinrich von Treitschke había acuñado
ya la espantosa consigna: “Los judíos son nuestra desgra-
cia”. Y durante la República de Weimar terminó por
hacérseles responsables de todos los males del mundo, de
la derrota en la guerra y la vergüenza nacional, de la mise-
ria económica y los inquietantes cambios culturales.
Con su fino olfato para las crisis sociales, Dietrich
Bonhoeffer supo ver desde muy pronto cuáles eran los
mecanismos que estaban operando aquí. Entre sus com-
pañeros de colegio había judíos (el distinguido barrio de

125
“tendríamos que haber gritado” Grünewald, en el que él mismo se había criado, contaba
en 1933 con el porcentaje más alto de judíos entre las
divisiones administrativas de Berlín, un 13,54%, y al gim-
nasio de Grünewald se le conocía popularmente como la
“escuela judía”). Durante las clases de confirmación,
Bonhoeffer se hizo amigo de Gerhard Leibholz –protes-
tante, pero de familia judía–, quien en 1926 se casó con su
querida Sabine, la hermana gemela de Dietrich. Leibholz
llegó a ser un conocido especialista en derecho público y
tomó posesión de una cátedra con solo 29 años. A conti-
nuación, trabajó sobre las estructuras de la democracia,
apoyó con buenos argumentos que el derecho constitu-
cional fortaleciera a los partidos como formadores de la
voluntad popular y previno contra las repercusiones que
tendría la ley de plenos poderes perseguida por el NSDAP.
Su cuñado Dietrich aprendió de él a sentir un gran respe-
to por las tradiciones políticas liberales.
Entre los Bonhoeffer nadie había manifestado preven-
ción alguna contra el yerno judío. Pero el clima de histe-
ria racial y linchamientos se hizo sentir muy pronto casi
en propia piel. Sabine, en su crónica familiar Pasado, vivi-
do, superado, recuerda que “hubo épocas en las que me
ponía nerviosa con sólo que tocaran el timbre de la puer-
ta, porque con la caída de la noche se hacían constantes
«visitas» a personas judías, y se contaba también que a
algunas se las llevaban a rastras por la calle en pijama y
que a otras iban a buscarlas a su propia casa… Uno era a
fin de cuentas un proscrito”.
En abril de 1933 –pocas semanas después de que
Hitler hubiera subido al poder–, cuando su marido acudió
a dar sus clases en Göttingen, no pudo ni siquiera entrar
en el aula. “Con las piernas abiertas, como sólo son capa-
ces de hacerlo esos hombres de la SA, un par de estudian-

126
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
tes vestidos con sus uniformes de guardias de asalto esta-
ban allí, erguidos sobre sus altas botas junto a la puerta,
cerrando el paso a todo el que quisiera entrar en la clase.
«Leibholz no puede enseñar aquí, es judío. Las clases se
han suspendido». Los alumnos, obedientes, se fueron a
sus casas”. En Göttingen los nazis contaban con muchos
seguidores, y algunos privatdozenten con menos éxito
habían olfateado una buena oportunidad para convertir-
se en los herederos de sus colegas judíos caídos en desgra-
cia. “A Dios gracias –continuaba diciendo Sabine–, había
también unas cuantas personas decentes entre los profe-
sores. (…) El viejo Örtmann, profesor de derecho civil, se
apresuró a visitarnos enseguida nada más perder su pues-
to mi marido. «Querido colega –dijo–, me avergüenzo de
ser alemán»”. En 1938 la familia Leibholz consiguió emi-
grar a Inglaterra. Al terminar la guerra, regresaron a
Alemania, donde el cuñado de Bonhoeffer sería nombra-
do juez del Tribunal Constitucional Federal.
El segundo compañero judío de travesía de Bonhoeffer
fue su camarada de estudios Franz Hildebrandt, un joven y
brillante teólogo al que, por su ascendencia, se le cerraron
las puertas tanto de una carrera académica como de la pro-
fesión de pastor. Hildebrandt frecuentaba con asiduidad a
la familia Bonhoeffer y era especialmente querido para la
insobornable abuela de Dietrich. En Londres convivió
durante un tiempo con Bonhoeffer en la misma casa parro-
quial. En 1937, tras haber sido por breve tiempo asistente
de Niemöller y profesor en la Universidad Eclesiástica de
Berlín, fue detenido, tras lo cual abandonó definitivamente
Alemania y fue pastor en el exilio, pastor en Edimburgo
y profesor de teología en Madison, New Jersey.
Por último, Bonhoeffer mantuvo una estrecha relación
a partir de los años treinta con su cuñado Hans von

127
“tendríamos que haber gritado” Dohnanyi (casado desde 1926 con Christine, otra de las
hermanas de Dietrich). Dohnanyi, hijo de un composi-
tor húngaro, era jefe personal de negociado del Ministerio
de Justicia del Reich y tuvo, por este motivo, un cono-
cimiento directo e inestimable de lo que estaba sucedien-
do. Aterrorizado por las prácticas terroristas del régimen,
que pisoteaba todos los ideales del Estado de derecho,
Dohnanyi, celoso jurista, empezó a reunir en secreto ya en
1934 documentación relacionada con los crímenes del
gobierno, con la que confiaba en abrir los ojos de los mili-
tares que todavía vacilaran durante el golpe de Estado que
se preparaba. Dohnanyi, además, quería asegurarse tam-
bién de que se dispusiera de material en posteriores pro-
cesos judiciales contra los jerarcas nazis más destacados.
Las instrucciones de Goebbels para los pogromos estaban
documentadas en esa horrenda colección, al igual que ase-
sinatos en los campos de concentración, el tratamiento
dispensado a los prisioneros de guerra y los horrores per-
petrados en la campaña polaca, sin omitir el regular con-
trabando de divisas de los gauleiter. A través de canales
secretos, Dohnanyi puso sobre aviso a muchas personas
de que iban a ser víctimas de registros domiciliarios y
detenciones y en algunas ocasiones consiguió también
ayudar a abogados judíos.
En 1939, el consejero del Tribunal Supremo del Reich
Dohnanyi se hizo trasladar al departamento de contraes-
pionaje del Oberkommando der Wehrmacht8 a las órde-
nes del almirante Wilhelm Canaris, donde tenía previsto
colaborar en actividades subversivas con el general Hans
Oster (este último había planeado ya dar un golpe de
Estado en 1938, y en 1940 informó en secreto al agrega-

8. “Alto Mando de las Fuerzas Armadas” alemanas. Conocido tam-


bién por la abreviatura OKW. (N. del T.)

128
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
do militar holandés en Berlín de los preparativos de la
inminente invasión alemana). En 1943 la conspiración
fue descubierta; Dohnanyi fue detenido y posterior-
mente, en 1945, asesinado en Sachsenhausen. Bonhoeffer
y Dohnanyi se mantuvieron en todo momento al corrien-
te, pasándose mutuamente información, de la evolución
de los acontecimientos políticos y la Kirchenkampf, y
Dohnanyi utilizó los excelentes contactos que su cuñado
tenía en el extranjero para sus actividades en la resistencia
y en más de una ocasión consiguió que se eximiera del ser-
vicio militar a antiguos seminaristas de Finkenwalde.
Con los círculos de la resistencia mantenía también
contacto Klaus, el hermano de Dietrich, jurista y ase-
sor legal de Lufthansa. Otro de sus cuñados, Rüdiger
Schleicher (marido de Ursula Bonhoeffer), pasó también
información siendo jefe del departamento jurídico del
Ministerio de Aviación del Reich y fue fusilado en abril de
1945 como conspirador.
Todos los miembros de este amplio círculo de amista-
des compartían una alta estima por el Estado liberal de
derecho y estaban dispuestos a defender los derechos indi-
viduales frente a la dictadura populista. Su resistencia era
burguesa y sus ideas “nacional-conservadoras”, pero
todos ellos estaban a miles de millas de distancia del ide-
ario nacionalsocialista, aunque hoy sea común y esté bien
visto acusarles de que, siquiera temporalmente y en parte,
habrían simpatizado con la tiranía a la que se oponían.
Bonhoeffer, por ejemplo, pensaba que era extremada-
mente fácil seducir a las masas, por lo que abrigaba por la
formación de la opinión pública el mismo menosprecio
que por los mecanismos democráticos de control (como
ha descubierto Christoph Strom en un profundo estudio
sobre la trayectoria compartida por Bonhoeffer con los

129
“tendríamos que haber gritado” juristas Dohnanyi y Leibholz). Bonhoeffer, sin embargo,
supo ver perfectamente que la verdadera amenaza para las
libertades civiles y la dignidad humana provenía del
carácter antiliberal, totalitario y agresivo del Estado nazi.
“Lo decisivo –en palabras de Strom– es que Bonhoeffer
vuelva contra el nuevo Estado nacionalsocialista el mismo
reproche, la falta de autoridad, que los críticos de la dere-
cha dirigían ya en la República de Weimar contra el
«Estado guardián» supuestamente liberal. No es el Estado
liberal, sino el totalitario, el que, apenas dejando espacio
para la libertad y el orden, lesiona su propia estatalidad”.
La segunda experiencia que contribuyó decisivamente
a unir al círculo de los Bonhoeffer, Leibholz y Dohnanyi
fue la persecución de los judíos, que había puesto ante su
vista toda la irracionalidad e inhumanidad de la doctrina
de salvación parda. Para la familia Bonhoeffer el trato dis-
pensado a los conciudadanos judíos por los nazis fue ya el
motivo principal para tomar distancias con respecto al
régimen. El padre de Dietrich, Karl, observaba de todos
modos a Hitler, siempre echando espumarajos de rabia y
pronunciando demagógicos discursos, a través de las len-
tes del psiquiatra, al principio con expresión divertida,
luego con repugnancia. Seguramente, barajó diversos
diagnósticos con sus asistentes judíos.
No todos los que se oponían a Hitler simpatizaban por
eso automáticamente con los judíos; en la oposición con-
servadora (e incluso en algunos sectores de la izquierda)
circulaba la opinión de que los judíos tenían demasiada
influencia y se pensaba que el Estado tenía que solucionar
de alguna forma la “cuestión judía”. Pero el modo en que
los nazis pretendieron hacerlo, con la violencia y el asesi-
nato y, posteriormente, con un completo programa de
exterminio, fue motivo de escándalo. Los juristas del cír-

130
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
culo de Bonhoeffer, de ideas radicalmente leales al Estado
de derecho, se sintieron absolutamente asqueados. Hans
von Dohnanyi pensaba ya en 1937 que la “postura
racial” del nacionalsocialismo era inaceptable para un
cristiano. Rüdiger Schleicher declaró ante la Gestapo que
las “severas desjudaizaciones” y las medidas adoptadas
por el régimen contra sus adversarios políticos eran las
dos cosas principales que habían hecho de él un enemigo
de los nazis. En términos análogos se expresó también el
general Oster ante la corte marcial de la SS que le senten-
ció a muerte en 1945.

“Dios se hizo hombre en el pueblo de Israel”

La persecución de los judíos fue para Dietrich


Bonhoeffer el motivo principal para oponerse al nacional-
socialismo. Como muestran los demás ejemplos proce-
dentes de su familia o de su círculo de amistades, no fue
el único en vivir este proceso. Pero en su caso vino además
a agregarse una decisiva evolución en su pensamiento, que
desde muy pronto le llevó a descubrir, desde una perspec-
tiva teológica que por entonces no tenía precedente, la
existencia de una unión indisoluble entre la fe cristiana y
sus raíces judías. “El Dios de los judíos es también el Dios
del Nuevo Testamento”, declaraba ya Bonhoeffer a sus
alumnos berlineses en el semestre de invierno de 1932-33
(en una época en la que los Cristianos Alemanes recon-
vertían a Jesús en luz germánica del mundo). La imagen
cristiana de Dios –continuaba diciendo Bonhoeffer– hun-
día con toda decisión sus raíces en lo judío, que era don-
de se mantenía la distancia entre Creador y criatura, a
diferencia del “pensamiento pagano-griego”, donde esta
frontera sería despreciada.

131
“tendríamos que haber gritado” “La historia se atormenta con el imposible cumpli-
miento de promesas mesiánicas degeneradas”, proponía
por entonces Bonhoeffer a la reflexión de sus oyentes,
haciendo suyo con temeraria ironía el lenguaje propagan-
dístico de los nazis. “Sólo en un lugar se quiebra la idea
de que el Mesías no puede ser centro visible y tangible de
la historia, sino que ha de ser centro oculto y puesto por
Dios, un camino a contracorriente de mesianismos dege-
nerados. Ese lugar es Israel. Con su esperanza profética,
Israel está solo entre los demás pueblos. E Israel se con-
vierte en el lugar en el que Dios cumple su promesa”.
Con mayor dureza y claridad no podía buscarse la
confrontación en aquellos años, unos años en que Hitler
era alabado en libros de oraciones e himnos como el sal-
vador que Dios había suscitado a Alemania de entre su
pueblo y en que los niños renanos aprendían a rezar a la
mesa una nueva oración:

Führer, mi Führer, que Dios me ha dado,


mi vida protege y mantén por muchos años.
Tú has salvado a Alemania de la peor de las miserias
y a ti te doy hoy gracias por el pan de cada día.
¡Quédate conmigo, no me dejes nunca,
Führer, mi Führer, fe mía, luz mía!

En el seminario de Finkenwalde Bonhoeffer insistía


tozudo en la salvación que Dios seguía teniendo prome-
tida a los judíos –fundamentada por Pablo en la Epístola
a los Romanos–, que según él no habría sido tocada por
el rechazo de aquellos al Evangelio. Si bien era cierto que
se daba un “endurecimiento” del pueblo de Israel, en él
precisamente hacía pie su función de representante, una
suerte de sufrimiento solidario por los “gentiles”. En
1935 Bonhoeffer dejaba claro en su trabajo bíblico que
“el pueblo de Israel seguirá siendo el pueblo de Dios por

132
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
toda la eternidad, el único pueblo que no perecerá por
haberse hecho Dios su Señor”.
En el borrador del catecismo para confirmandos que
entregó a sus seminaristas, Bonhoeffer oponía informa-
ción teológica sólida a los seculares clichés antijudíos y la
propaganda demagógica de aquellos años: los únicos res-
ponsables de la muerte de Jesús –afirmaba allí– habían
sido los doctores de la Ley y las autoridades estatales de
aquellos días. Sin los romanos no se habría podido cruci-
ficar a Jesús. La Ley del Antiguo Testamento y el Evan-
gelio del Nuevo son complementarios. Y lo último que
podría hacerse es ingresar a Jesús en caja en calidad de
ario”: “Dios se hizo hombre en el pueblo de Israel. (…)
Jesucristo fue judío de la estirpe de David”.
Por boca de su cuñado, Hans von Dohnanyi, Bon-
hoeffer se había enterado de que los nazis estaban prepa-
rando una “Ley para el restablecimiento del funcionaria-
do civil de carrera”, con la que poder desposeer a judíos
y adversarios políticos de sus puestos en la administra-
ción. Bonhoeffer reaccionó de inmediato con una declara-
ción de principio, La Iglesia ante la cuestión judía, un artí-
culo con el que buscaba promover la discusión en los cír-
culos eclesiásticos y cuyas tesis defendió, como hemos vis-
to ya, en abril de 1933 ante una asamblea de pastores. Su
tesis central era: “La Iglesia tiene contraído un compro-
miso incondicional con las víctimas de todo orden social,
pertenezcan o no a la comunidad cristiana”.
Bonhoeffer, como también hemos visto ya, no siempre
fue un héroe. El 11 de abril murió el padre de su cuñado
y amigo Gerhard Leibholz. Sus hermanos le rogaron enca-
recidamente que presidiera su entierro –el difunto no se
había hecho bautizar, pero llevaba ya muchos años dis-
tanciado de un modo manifiesto de su tradición religio-

133
“tendríamos que haber gritado” sa–; sin embargo, Dietrich, con una cautela desconocida
en él, consultó primero a sus superiores eclesiásticos, y
éstos, como es natural, le contestaron que aquél era el
momento menos indicado de todos para que se rindieran
honras fúnebres a un judío.
Seis meses después, Dietrich escribió a su cuñado una
carta desde Londres en la que no se ahorraba reproches.
Allí le contaba que estaba preparando el sermón para el
día de difuntos, en el que tenía pensado hablar del versí-
culo del Libro de la Sabiduría: “Pero ellos están en paz”.
“Habría sido bonito pronunciarlo también ante el cuerpo
de tu padre –continuaba–. No dejo de atormentarme por
no haber accedido de buenas a primeras a tu petición de
entonces. La verdad es que ya no me entiendo a mí mis-
mo. ¿Cómo pude tener un miedo tan espantoso? Estoy
seguro de que no pudisteis entenderlo y sin embargo no
dijisteis nada. Ahora el recuerdo de mi comportamiento
me persigue con saña, especialmente por que se trata de
algo que nunca podrá repararse”.
Más valentía mostraría Bonhoeffer dos años y medio
después, al discutir la Dirección provisional de la Iglesia
Confesante un memorándum a Adolf Hitler, respetuoso
en los términos de su redacción, pero durísimo en cuanto
a su contenido. En él se enumeraban con la misma minu-
ciosidad tanto las medidas coercitivas contra el trabajo de
la juventud y la prensa eclesiásticas como la inseguridad
legal general, el fraude electoral, las medidas arbitrarias de
la Gestapo, la praxis de los campos de concentración, del
todo inconciliable con el Estado de derecho, y el odio a los
judíos. El texto decía en cada una de sus frases que prove-
nía de la mano de Bonhoeffer, y el mismo Bonhoeffer fue
también quien –tras hacerse público por una indiscreción
el documento, al que Hitler nunca respondió, y aterrizar

134
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
varios de sus compañeros de travesía en el campo de con-
centración– informó de su existencia a la ecumene en el
extranjero, en una conferencia que el Consejo ecuménico
de las Iglesias celebró en la localidad de Chamby, Suiza.
Mientras la Iglesia Confesante se veía obligada a enca-
rarse con la acusación de alta traición, un par de atrevidos
pastores leyeron desde el púlpito una versión abreviada
del memorando, que se repartió también en forma de
octavillas. Los nazis, humillados cuando se hallaban en la
cúspide de sus éxitos políticos en el interior y el exterior,
se vengaron como sólo ellos sabían hacerlo: golpeando y
dando de patadas hasta matarlo al jefe de negociado de la
Dirección provisional, Friedrich Weissler, un jurista pro-
testante de origen judío, en el “búnker” del campo de
concentración de Sachsenhausen.
Para Bonhoeffer sólo una tesela más en el mosaico de
su proceso de aprendizaje, que le llevó a descubrir en las
víctimas maltratadas y asesinadas al mismo Cristo: el
judío Jesús, al que también habrían perseguido. Al princi-
pio –en la ya mencionada declaración de principios de
1938–, Bonhoeffer todavía unía el destino de los judíos a
una “maldición” y esperaba que la “conversión de Israel
a Cristo” señalaría el final de esta eterna historia de sufri-
mientos. Más tarde, sin embargo, vio cada vez más claro
que Dios quería andar su propio camino con este pueblo.
En sus lecciones de Finkenwalde yuxtapuso la “Iglesia del
Antiguo Testamento” a la “Iglesia del Nuevo Testamen-
to”, pero ya no como una hermana fallida a la que fuera
necesario predicar la vuelta arrepentida a la casa del
Padre, sino, por así decirlo, como una gemela con los mis-
mos derechos a la que había que respetar y amar: “Es una
y la misma Iglesia, un Dios que la ha llamado, una fe en
una única Palabra”.

135
“tendríamos que haber gritado” Aún más claras son sus declaraciones en el fragmento
de comienzos de los años cuarenta, la Ética: “Pero como
Jesucristo fue el Mesías prometido del pueblo judeo-israe-
lita, la línea de nuestros padres retrocede, más allá de la
aparición de Cristo, al pueblo de Israel. Por voluntad de
Dios, la historia de Occidente está indisolublemente uni-
da al pueblo de Israel, no sólo genéticamente, sino en un
encuentro verdaderamente interminable. El judío mantie-
ne abierta la cuestión de Cristo. (…) Expulsar a los judíos
de Occidente acarrea necesariamente consigo la expulsión
de Cristo, porque Jesucristo era judío”. En la celda de la
prisión de Tegel, Bonhoeffer leyó varias veces seguidas la
Biblia hebrea, manifestando una vehemente oposición a
ese lugar común que opina que el “Viejo” Testamento no
sería nada más que una etapa previa y sin brillo del
Nuevo. “Es, en definitiva, uno y el mismo Dios”.
El teólogo judío Pinchas Lapide, a la vista de todos
estos testimonios, no pudo por menos que alabar, impre-
sionado, al mártir cristiano Bonhoeffer, considerándolo
como el “pionero y (…) precursor de una paulatina re-
hebraización de las Iglesias en nuestros días”.

el momento de la verdad de la fe

Para Bonhoeffer estaba claro que la actitud que se


observase con los compatriotas perseguidos de Jesús
representaba a título individual para el cristiano y global-
mente para la Iglesia el status confessionis o, como dicen
los protestantes, el “momento de la verdad”9 de la fe, la
situación en la que ya sólo es posible decidirse en una úni-
ca dirección. Dependiendo de la postura que se tomase
ante los judíos, se mantendría o desmoronaría la credibi-

9. Ernstfall des Glaubens. (N. del T.)

136
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
lidad del cristianismo. “Es probable que aquí sea donde se
decida si seguiremos siendo o no la Iglesia de Cristo”, les
inculcaba Bonhoeffer a sus seminaristas de Finkenwalde
ya en septiembre de 1935.
Pocos días más tarde fueron aprobadas las Leyes
de Nuremberg. A partir de este momento, sólo los arios
son considerados “ciudadanos del Reich”. Se prohíben el
matrimonio y las relaciones sexuales entre judíos y perso-
nas de “sangre alemana”. Y continúa apartándose a los
judíos de los servicios públicos y de las mejores profesio-
nes. Pero ni siquiera entonces, frente a bancarrota seme-
jante del Estado de derecho, pronunció una sola palabra
el sínodo de la Iglesia Confesante en Berlín-Steglitz. El
obispo bávaro Hans Meiser advirtió a sus colegas de que
quien se ocupara de las Leyes de Nuremberg “se haría res-
ponsable de su propio martirio”.
¿Qué razón había, además, para que las instituciones
eclesiásticas abandonaran el tira y afloja que de forma tan
poco brillante mantenían entre acomodarse y resistir pre-
cisamente por los judíos? Desde que escultores medievales
hubieran contrapuesto la Iglesia triunfante y luminosa a la
sinagoga humillada y con los ojos vendados, se había
ignorado con desprecio o acaparado con astucia la pri-
mera y más voluminosa parte de la Biblia. La convicción,
fundada religiosamente, de que todos los hombres poseen
igual dignidad, había tenido que luchar durante siglos con
sentimientos de rivalidad hacia los judíos y con la necesi-
dad de diferenciarse de esos “hermanos mayores” con los
que se compartían la Biblia, la fe en el Dios creador y, por
desgracia, también el Mesías, que sus propios hermanos
judíos habían rechazado en parte.
Con eso –y, sin duda, también con sentimientos ordi-
narios de xenofobia y mecanismos de chivo expiatorio– se

137
“tendríamos que haber gritado” explica la relación ambivalente de los cristianos con los
judíos, que estaba todavía muy lejos de haberse aclarado
cuando los nazis empezaron a poner en marcha su pro-
grama de represión y exterminio. Que un cristiano sólo
podría llegar a entender y vivir plenamente su religión
conociendo las raíces que ésta tiene en el judaísmo, que la
Biblia hebrea y el “Nuevo” Testamento constituyen una
unidad inseparable, que la Alianza de Dios con Israel no
ha sido rescindida jamás y que judíos y cristianos tienen
común parte en ella, son cosas que ha comprendido por
primera vez en las últimas décadas una valerosa vanguar-
dia de discípulos de Jesús.
Ellos recuerdan lo enérgicamente que el judeocristiano
Pablo previno a sus hermanos romanos en la fe contra la
tentación de elevarse sobre las otras ramas del árbol: “No
eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz quien te sostie-
ne”10. La fe en el Dios único, fiel y personal, la teología de
la Creación, el respeto por el ser humano, imagen viva de
Dios, la esperanza en un futuro mejor, la obligación de
comprometerse por la justicia en el mundo, la esperanza
también por los difuntos, que no serán olvidados, sino
resucitados a la vida por Dios: todas esas cosas son bienes
heredados del judaísmo que no amenazan a los cristianos,
sino que los fecundan y enriquecen. No hay lugar aquí
para rivalizar como enemigos, sino para esperar juntos el
gran día de Dios.
Por entonces, sin embargo, este tipo de ideas eran
un bien escaso. El 1 de abril de 1933, cuando en todo el
Reich Alemán camisas pardas de la SA se apostaron fren-
te a comercios, almacenes, consultas médicas y despachos
de abogados judíos, pintaron cruces gamadas en puertas
y escaparates e impidieron violentamente el paso a sus

10. Rom 11,19. (N. del T.)

138
finkenwalde: un cristiano comprende que los judíos son hermanos suyos
clientes, el superintendente general Otto Dibelius (obispo
y presidente, después de la guerra, del consejo de la Iglesia
evangélica de Alemania) defendió el boicot nacional en un
discurso radiofónico destinado a los países extranjeros:
“La Iglesia no puede impedir que el Estado restablezca el
orden con duras medidas, ni le sería lícito hacerlo”.
En diciembre de 1941, eclesiásticos destacados acusa-
ron en la Thüringer Kirchenblatt11 a los judíos, “enemigos
natos del mundo y del Reich”, de haber provocado con
sus maquinaciones el estallido de la guerra mundial. Y por
las mismas fechas la cancillería de la Iglesia en Berlín exi-
gió que con la mayor premura se excluyera a los “no-arios
bautizados” de la vida religiosa de las parroquias alema-
nas, requerimiento que las direcciones eclesiásticas de
Sajonia, Schleswig-Holstein, Nassau-Hessen y unos cuan-
tos “distritos” más se apresuraron también a cumplir.
Contra estas medidas se volvió ciertamente la Iglesia
Confesante con un anuncio hecho desde el púlpito. La
campaña difamatoria general conoció honrosas excepcio-
nes, como, por ejemplo, aquel memorándum, ya citado,
que la Dirección eclesiástica provisional había dirigido a
Hitler en 1936, en el que se oponía el amor al prójimo al
odio racial y se afirmaba claramente que “si se glorifica al
hombre ario, la Palabra de Dios da entonces testimonio
de la pecaminosidad de todos los hombres”. Todavía en
1943 el sínodo confesional de la Unión Veteroprusiana se
declaraba solidario con los “cristianos no-arios” y afir-
maba que su exclusión significaba ir en contra de la fe y
contravenir el derecho canónico.
Entretanto en Jena, Eisenach y Heidelberg venerables
y prestigiosos profesores de teología se sentaban sobre
montañas de libros, ideando curiosas confesiones de fe

11. Boletín de la Iglesia de Turingia. (N. del T.)

139
“tendríamos que haber gritado” para un instituto que se había puesto como meta “la in-
vestigación y eliminación de la influencia judía en la vida
religiosa del pueblo alemán”. El jefe de este instituto era
el respetado especialista en el Nuevo Testamento Walter
Grundmann, miembro con carnet del partido desde 1930,
un hombre que había dedicado toda su vida profesional a
la Buena Noticia del judío Jesús y a los evangelios y epís-
tolas apostólicas escritas por los judíos, pero que, sin
embargo, no tenía el más mínimo empacho en recomen-
dar a sus paisanos lo siguiente:
“Una nación sana tiene que rechazar y rechazará el
judaísmo en todas sus formas (…) Alemania tiene de su
lado la razón histórica (…) para combatir a los judíos”.
Aún más claramente se expresaba el Reichsführer SS
Heinrich Himmler, un amante de los animales preocupa-
do por encontrar el modo de ahorrar a sus pelotones de
fusilamiento las crisis nerviosas que durante las ejecucio-
nes en masa asaltaban a algunos de sus miembros: “Esa
creación de la naturaleza que biológicamente parece per-
tenecer por entero a la misma especie, con manos, pies,
una suerte de cerebro, ojos y boca, es sin embargo una
creación totalmente diferente, una criatura monstruosa,
un tiro fallido de hombre con rasgos faciales parecidos a
los humanos –mental y anímicamente, sin embargo, muy
por debajo de cualquier animal–. (…) Un infrahombre –¡y
nada más!–”

140
4

AGENTE SECRETO EN EL EXTRANJERO:


UN PASTOR APRENDE EL OFICIO
DE CONSPIRADOR

“La pregunta no es cómo me zafo yo heroicamente del asunto,


sino como habrá de vivir la siguiente generación”

Durante una estancia de varias semanas en los Estados


Unidos, Bonhoeffer se vio obligado una vez más a pre-
guntarse si acaso no habría llegado ya el momento de
huir, emigrar y abandonar el frente patrio, del que todo
indicaba que estaba irremisiblemente perdido. Sus amigos
estadounidenses le aconsejaron sin excepción que se que-
dara allí, señalándole que en casa se había expuesto ya
demasiado en su oposición al régimen. Pero, ¿no era jus-
tamente en esa situación cuando más necesitada estaba
Alemania de personas decentes? Corría el mes de junio de
1939 y los signos de los tiempos anunciaban guerra.
Bonhoeffer se enfrentaba a un complicado dilema de
conciencia: 1939 era el año en que tendría lugar el llama-
miento a filas de su quinta (1906), y en conciencia él con-
sideraba imposible tomar parte en una guerra “en las ac-
tuales circunstancias”. La Iglesia Confesante, sin embargo,
no había tomado todavía una postura definida sobre la ne-
gativa a prestar el servicio militar, y él conocía a muy pocas
personas que compartieran su punto de vista. “Acarrearía
graves perjuicios a mis hermanos –explicaba Bonhoeffer
por carta a su amigo, el obispo George Bell de Chichester–

141
“tendríamos que haber gritado” si ofreciera resistencia en este punto, que el régimen con-
sideraría como un ejemplo típico de la animosidad de
nuestra Iglesia hacia el Estado”. Para la Iglesia Confesan-
te, el que uno de sus exponentes más destacados se hubie-
ra negado a realizar el servicio militar habría tenido de
hecho, en un momento en que todo el país estaba ebrio de
entusiasmo patriótico, muy malas consecuencias.
“Ni se me pasaba por la cabeza –anotó Bonhoeffer en
su diario– que a mi edad y después de haber pasado tan-
tos años en el extranjero pudiera uno sentir tanta nostal-
gia del hogar (…) Esta inactividad o esta actividad en un
puesto cualquiera nos resulta lisa y llanamente imposible
de soportar al pensar en los hermanos y lo precioso del
tiempo. Se cubre uno a sí mismo de todos los reproches
que se le ocurren por haber tomado una decisión equivo-
cada, y casi se ahoga uno”.
Bonhoeffer abandonó su seguro refugio en el Union
Theological Seminary de Nueva York y volvió a
Alemania. Los motivos de su marcha se los explicó al pro-
fesor de teología del seminario Reinhold Niebuhr, el cual
habría estado encantado de buscarle un puesto allí: “No
tendré ningún derecho a participar en el restablecimiento
de la vida cristiana en Alemania después de la guerra, si
no comparto ahora las pruebas de esta época con mi pue-
blo. (…) Los cristianos de Alemania estamos enfrentados
a la terrible alternativa de o consentir la derrota de nues-
tra nación, para que la civilización cristiana pueda seguir
viviendo, o consentir su victoria y, con ella, la destrucción
de nuestra civilización. Sé por cuál de estas dos alternati-
vas tengo que decidirme, pero no podré tomar esa deci-
sión mientras me encuentro en un lugar seguro”.
Tras regresar y volver a ponerse en el punto de mira
de las autoridades nazis, Bonhoeffer fue nombrado visita-

142
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
dor de la Iglesia Confesante en las parroquias de Prusia
Oriental. Tras una redada de la Gestapo –a Bonhoeffer se
le había descubierto con alumnos en una clase sobre la
Biblia que no tenía permiso para celebrarse–, volvió a
prohibírsele que hablara o escribiera por haber sido des-
cubierto participando en “actividades subversivas contra
la nación”.

el camino hacia la clandestinidad

Bonhoeffer tenía ahora treinta y cuatro años y para


estas fechas ya no estaba dispuesto de todos modos a dar-
se por satisfecho nada más que con escritos y discursos.
Tras el éxito de la guerra relámpago en las campañas de
Polonia y Francia, la posición de Hitler parecía inexpug-
nable. En la Wehrmacht, la oposición inicial había perdi-
do fuerza; y la entrada triunfal de las tropas alemanas en
París había reducido ad absurdum los planes revoluciona-
rios del grupo reunido en torno a Oster, Dohnanyi y el
abogado muniqués Josef Müller (el cual mantenía contac-
tos con los británicos a través del Vaticano, fue recluido
en 1943 en un campo de concentración y participó más
tarde en la fundación de la CSU). Bonhoeffer estaba al
corriente de dichos planes.
Del clima que se respiraba por entonces ha dejado
constancia por escrito su amigo íntimo Eberhard Bethge:
el 17 de junio de 1940 Bonhoeffer había estado hablando
en Memel en una conferencia de pastores, y los dos ami-
gos estaban sentados en ese momento en la terraza de un
café, en la punta de la lengua de tierra que se extiende
frente a la ciudad. “Habíamos pasado en el transborda-
dor por delante de dragaminas y buques nodriza para
submarinos. El día anterior Stalin había dirigido un ulti-

143
“tendríamos que haber gritado” mátum a los países bálticos, pero la atención del mundo
estaba pendiente de las victorias de Hitler en Francia”.
“Mientras estábamos disfrutando de los rayos del sol
–prosigue diciendo Bethge–, los altavoces del local deja-
ron oír de pronto la fanfarria que precedía a los anuncios
especiales. Francia ha capitulado, fue la noticia. Las per-
sonas que estaban sentadas en las mesas de alrededor ape-
nas supieron contenerse; todas se pusieron en pie, algu-
nas, incluso, subiéndose a las sillas. Con el brazo extendi-
do la gente cantaba Deutschland, Deutschland über alles
y Die Fahne hoch 1. También nosotros nos habíamos le-
vantado de nuestro asiento. Bonhoeffer alzó el brazo,
haciendo el reglamentario saludo hitleriano, mientras yo
me quedaba de pie a su lado como paralizado. «¡Levanta
el brazo ahora mismo! ¿Es que te has vuelto loco?» –me
dijo con un susurro de voz–. Y añadió: «Pronto tendre-
mos que arriesgar la vida por muchas cosas, ¡pero no será
por este saludo!»”.
De una parte, los primeros años de guerra supusieron
un plazo de gracia para las Iglesias. Todas las fuerzas se
necesitaban para el frente y no podían permitirse más
enfrentamientos internos. (En el cuartel general del
Führer, sin embargo, Hitler anunciaba sin disimulos a sus
fieles que, cuando la guerra hubiese terminado, él mismo
se encargaría personalmente de acabar con el “problema
eclesiástico”, haciendo de ésta la última misión de su vida:
“El peor de nuestros cánceres lo representan nuestros pas-
tores de las dos confesiones. Ahora no puedo ocuparme
de responderles como se merecen, pero mi agenda los tie-
ne muy presentes. El día llegará en que ajuste cuentas con

1. El himno alemán (“Alemania, Alemania sobre todas las cosas”) y


el himno de la SA (“La bandera en alto”), respectivamente. (N.
del T.)

144
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
ellos sin más dilaciones”. También se ha conservado un
número suficiente de documentos internos del partido, en
los que se reflexiona igual de abiertamente sobre la liqui-
dación del cristianismo tras la esperada “victoria final”).
Por su parte, las autoridades eclesiásticas oficiales se
dejaron arrastrar con sumo gusto por la ola general de
entusiasmo. El día de acción de gracias por la cosecha
–Polonia acababa de rendirse–, el Consejo espiritual de
confianza, en el que estaban representados los sectores
moderados del protestantismo, hizo que se leyera desde
los púlpitos una declaración, en la que se decía que aquel
año Dios había bendecido a “nuestra nación alemana con
una cosecha distinta y no menos abundante”. Los “her-
manos y hermanas de Polonia” habían sido “salvados”
por fin “de su miseria”. Y a la gracia de Dios tenía que
agradecerse “el retorno a la patria de un suelo que era ale-
mán desde hacía siglos” (…) Te alabamos en las alturas,
Señor de las batallas, y te suplicamos que sigas estando de
nuestro lado”.
Obispos y pastores enviaron telegramas de felicitación
al “más grande estratega de todos los tiempos”, y lla-
mando a orar por la victoria sobre el bolchevismo ateo
cerraron los ojos cuando los cuadros inferiores del parti-
do volvieron a recaer en sus brutales prácticas de perse-
cución del cristianismo.
En efecto, tras la armónica fachada –y ésta es la otra
cara de aquellos años– se desataba el terror, y las estrate-
gias de la uniformización y el exterminio alcanzaban una
cada vez mayor perfección. Los judíos eran deportados en
masa a los guetos y los campos de aniquilación. Sólo en el
curso de la campaña polaca cayeron en manos de los nazis,
de acuerdo con cálculos dignos de crédito de Christine-
Ruth Müller, unos dos millones de judíos. Al principio,

145
“tendríamos que haber gritado” ciertamente, todavía siguió discutiéndose la posibilidad de
decretarse su expulsión forzosa a Madagascar o Rusia.
Pero al cabo de un tiempo, como muy tarde al compro-
barse que la guerra contra los rusos iba a ser más larga de
lo previsto, los jerarcas nazis consideraron que la única
solución aceptable pasaba por el exterminio físico de la
“raza” judía. Por lo demás, durante la invasión de Polonia
Hitler dio ya la orden de que se ajusticiara en el acto a los
“insurrectos” judíos, sin derecho a juicio, con lo cual,
además de violar el derecho internacional, provocó, por
última vez, una protesta decidida por parte de la jefatura
de la Wehrmacht.
En 1941 Bonhoeffer tropezaba en las calles de Berlín
con figuras que se deslizaban escabulléndose asustadas y
en cuyos abrigos y vestidos brillaba de modo bien visible
una estrella amarilla: personas a las que se había marca-
do a fuego como parias, identificándolas como presas.
Una buena amiga de la familia, judía, de 68 años de edad,
recibió un certificado de desahucio y la orden de presen-
tarse en una dirección para ser deportada a Theresienstadt.
Sólo se permitía un mínimo de equipaje, y los Bonhoeffer
pasaron unas horas febriles con ella decidiendo qué cosas
de entre sus pertenencias podían considerarse superfluas y
dejarse atrás. Más no podía hacer la familia. Pero su casa
se fue convirtiendo cada vez más en un nido de la resis-
tencia, en el que se hizo usual hablar en voz baja de polí-
tica y comprobar, antes de hacerlo, si había alguien del
servicio espiando junto a la puerta.
Era ya tiempo de “parar la rueda bloqueando sus
radios”, como había bautizado Dietrich ya en 1933, en
su tantas veces citado ensayo, a la última posibilidad y
necesidad. Y Dietrich Bonhoeffer, la viva imagen del eru-
dito de sobrio entendimiento, intelectual, espiritualmen-

146
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
te refinado, leidísimo, un hombre civilizado de cuño pru-
siano –ese ejemplar poco menos que clásico del teólogo
alemán– empezó a aprender el difícil oficio de conspira-
dor político.

heraldo de la “otra Alemania”

Por mediación de su cuñado, Hans von Dohnanyi, que


para entonces ya estaba trabajando en el Alto Mando de
la Wehrmacht, Bonhoeffer trabó contacto –como ya sabe-
mos– con el movimiento de resistencia que se agrupaba en
torno al jefe de la Abwehr, el almirante Wilhelm Canaris.
Al amparo de las libertades de que, como es lógico, dis-
frutaba un servicio secreto militar y una central de con-
traespionaje, la Abwehr era el mejor lugar que podían
todavía encontrar los opositores al régimen para reunirse
y trabajar por sus objetivos protegidos por una estricta
confidencialidad. Aquí se estaba más que dispuesto a
sacar partido a los frecuentes viajes de Bonhoeffer al
extranjero y a sus buenos contactos ecuménicos en el mar-
co europeo. Al pastor, que ahora trabajaba sobre todo
como consultor teológico para la Iglesia Confesante, se le
ofreció un empleo complementario en la Abwehr en cali-
dad de adscrito a su personal civil (por lo que, para gran-
dísimo alivio por su parte, Bonhoeffer fue también eximi-
do del servicio militar).
Oficialmente, Bonhoeffer tenía que reunir información
para el servicio secreto alemán durante sus viajes al
extranjero. Sin embargo, la verdadera finalidad de estos
viajes era que Bonhoeffer pusiera al corriente a sus ami-
gos en el extranjero de las actividades de la resistencia y
regresara con los mensajes que éstos tuvieran que comu-
nicarle. Se trataba de planificar el futuro de Alemania en

147
“tendríamos que haber gritado” caso de que el golpe tuviera éxito y de averiguar cuáles
eran los objetivos que los aliados vincularían con un cam-
bio de este tipo. Un gobierno alemán antifascista, ¿tendría
también que sujetarse a la Carta Atlántica suscrita por
Churchill y Roosevelt en agosto de 1941, en la que se
declaraba que toda negociación de paz tendría como con-
dición inexcusable el completo desarme de Alemania? ¿Se
arriesgaba con ello un nuevo “Versalles”? ¿Estaba real-
mente interesado el enemigo en apoyar a los grupos de la
resistencia en Alemania? ¿Cuál sería el papel desempeña-
do por la Unión Soviética en el nuevo orden europeo? Por
otro lado, ¿cómo era de flexible la resistencia alemana?
¿En qué circunstancias estaría dispuesta la oposición mili-
tar a renunciar a su exigencia de que se restablecieran las
fronteras alemanas de 1914? ¿Qué pasaría con aquellos
que sólo eran rebeldes “a medias” y que únicamente que-
rían concertar la paz con los aliados occidentales para
poder de este modo derrotar a Rusia?
“En cuanto a Bonhoeffer, lo que él buscaba era im-
pulsar la puesta en marcha en ambos bandos de pro-
cesos que condujeran a la caída de Hitler”, afirma Martin
Heimbucher, resumiendo en una sola frase el contenido
de las actividades diplomáticas a las que Bonhoeffer se
entregó con una tenacidad sorprendente. “Bonhoeffer lla-
mó la atención sobre la existencia de un grupo antiguber-
namental preparado para actuar en cualquier momento,
con el fin de que la propaganda inglesa se abstuviera por
su parte de actividades que pudieran poner en peligro la
conjura. En contrapartida, esperaba que se intensificara la
negociación por parte de los aliados de unas condiciones
de paz aceptables, que infundieran al generalato alemán
los ánimos necesarios para dar un golpe. Este tipo de pro-
cesos sólo se pondrían en marcha contándose en uno y

148
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
otro bando con un mínimo de confianza mutua. La ape-
lación de Bonhoeffer a «principios» comunes a Occidente
era un intento por contribuir a edificar la base de una tal
confianza”.
En Genf, donde el todavía no constituido Consejo ecu-
ménico de las Iglesias se hallaba aún en vías de formación,
el inagotable mensajero mantuvo entre 1940 y 1943
intensas conversaciones en repetidas ocasiones. El secreta-
rio general de esta creación, sumamente activa, aunque
oficialmente inexistente hasta 1948, el teólogo reformado
holandés Willem Visser’t Hooft, fue una de las personas
que más se esforzó en poner en contacto a representantes
eclesiásticos de los países occidentales en guerra con
Hitler con sus homólogos alemanes de la resistencia. En
su patria, estos eclesiásticos tenían la misión de informar
a políticos y militares con capacidad de decisión de la
existencia de la “otra Alemania” y abogar por unas con-
diciones de alto el fuego aceptables.
Visser ´t Hooft y Bonhoeffer intercambiaron regular-
mente información sobre la persecución de los judíos, que
no dejaba de intensificarse. El Consejo Mundial de las
Iglesias había constituido un activo servicio para refugia-
dos que operaba también en el campo de concentración
de Gurs, en el sur de Francia; entre los más de seis mil
judíos oriundos de Baden y el Palatinado que habían sido
deportados allí, se encontraban también unos cuantos
amigos íntimos de Bonhoeffer. Muchos años después de
la guerra, en 1961, durante el proceso a Eichmann en
Jerusalén, se hicieron por fin públicas las tortuosas vías
por las que los contactos de Oster y Dohnanyi se las
habían arreglado durante aquellos años para conseguir
que entrasen en el campo dinero y medicamentos.

149
“tendríamos que haber gritado” la operación “U 7”

Entre los planes para la “otra Alemania” que seguiría


a la caída de Hitler, Bonhoeffer incluyó sus ideas sobre
una reordenación de la dirección eclesiástica –imposible
de no existir “un completo acuerdo con los órganos de la
Iglesia Confesante”–. A su juicio, era absolutamente nece-
sario impedir bajo cualquier circunstancia “que los círcu-
los reaccionarios de los antiguos superintendentes genera-
les y de la burocracia de las autoridades eclesiásticas vol-
vieran a hacerse con el poder (…) Una solución que real-
mente edifique las relaciones entre Iglesia y Estado sobre
una nueva base, tiene que recurrir a la generación joven
de pastores y seglares puesta a prueba en la Kirchen-
kampf”.
Con miras al día “X” Bonhoeffer preparó un anuncio
que se leería desde el púlpito. En sus páginas, Dios llama-
ba a sus “infieles y vejados siervos” a que se convirtieran,
y “en medio de una cristiandad más profundamente peca-
dora que nunca” se cursaba una vez más una invitación a
vivir una vida renovada en la obediencia a los manda-
mientos de Dios. Las experiencias de Bonhoeffer con la
“casa de los hermanos” se reflejaban en su exigencia de
que se redescubriese la confesión personal (“una culpa
opresiva de muchos años ha endurecido y embotado nues-
tros corazones”), se abriesen las iglesias para que se
pudiera rezar en ellas en solitario, se hiciesen tocar las
campanas para la oración de la mañana y de la noche, y
se ofreciesen a pastores y oficiales nuevas posibilidades
para asesorar y entrevistarse con los fieles en un clima de
fraternidad.
Pero, al parecer, Bonhoeffer también contribuyó a los
modelos más bien “políticos” del grupo reunido en torno

150
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
a Dohnanyi, el jefe del Estado Mayor Ludwig Beck y Carl
Goerdeler (hasta 1937 alcalde mayor de Leipzig), los cua-
les querían reemplazar el Estado hitleriano con una monar-
quía constitucional (a ser posible bajo los Hohenzollern).
Lo que más le importaba a Bonhoeffer era que se acaba-
ra de una vez por todas con la situación de inseguridad
jurídica y arbitrariedad policial, y que se promoviera una
prensa libre que estuviera “al servicio de la verdad”.
En el otoño de 1941 dieron comienzo en Berlín las
deportaciones de judíos a gran escala. Bonhoeffer registró
minuciosamente en una lista los abusos y envió los docu-
mentos a militares contrarios al régimen, con el fin de
animarlos a dar un golpe de Estado. También ayudó a
Canaris –cuya sección de la Abwehr había puesto ya a
buen recaudo en España a judíos holandeses– a trasladar
a la Suiza neutral a un segundo grupo de perseguidos. La
operación “U 7”, como se bautizaría a la iniciativa (por
ser siete los refugiados implicados al principio en ella, aun-
que luego su número se elevaría a catorce), fue una empre-
sa digna de figurar en un relato de aventuras, que se llevó
a cabo varios meses después de la entrada en vigor de una
ley que proscribía estrictamente la emigración y se prepa-
ró como si se tratase de una operación militar.
Una refinada artimaña de los conspiradores consiguió
engañar al mismísimo Reichsführer SS Heinrich Himmler.
Durante una cena de gala, se le expuso la idea de enviar al
extranjero a un grupo de espías cuyos pasaportes incluye-
ran la “J” mayúscula de “judío”. De este modo, le dije-
ron, ¡los supuestos refugiados judíos nunca serían toma-
dos por espías alemanes! Himmler se manifestó entusias-
mado con la idea, y la arriesgada treta tuvo éxito: los 14
refugiados cruzaron la frontera sin problemas con sus
auténticos “pasaportes judíos”, al haberse informado pre-

151
“tendríamos que haber gritado” viamente a los funcionarios de que se trataba de agentes
de la Abwehr camuflados. Antes, sin embargo, fue nece-
sario superar todo tipo de obstáculos en organismos fis-
cales, oficinas de control de cambios y agencias de colo-
cación; de improviso, además, uno de los miembros del
grupo apareció de nuevo en una lista de candidatos a la
deportación y tuvo que borrársele de ella con cualquier
excusa y merced a la intervención personal de Dohnanyi
o Canaris. E incluso en la misma Abwehr eran muy pocas
las personas de confianza que estaban al corriente de la
operación; en todo momento existía el peligro, en efecto,
de que algún furioso nacionalsocialista entre los colegas
llegase a olerse algo de lo que estaba tramándose.
Un años más tarde, cuando la Oficina Central de Segu-
ridad del Reich examinó con lupa las actividades de la
Abwehr, descubrió también indicios de la operación U 7
y de la participación de Bonhoeffer y Dohnanyi. Los indi-
cios, no obstante, eran todavía demasiado vagos como
para justificar que se actuara de inmediato. Además, por
fortuna para Bonhoeffer, durante todos esos años los es-
pías tampoco habían observado ninguno de los muchos
contactos que éste mantenía con el entramado ecuménico
de asistencia que ayudaba en Berlín a los judíos a sobre-
vivir, facilitándoles cartillas de racionamiento y vestidos,
y ocultarse, suministrándoles pasaportes falsos. Del inten-
to que, poco antes de su arresto, habían hecho los herma-
nos Scholl, de la Rosa Blanca2 muniquesa, por ponerse en

2. Die Weisse Rose. Grupo estudiantil de resistentes encabezado,


entre otros, por los hermanos Hans y Sophia Magdalena Scholl.
La Rosa Blanca empezó sus actividades distribuyendo propagan-
da antinazi por correo. Tras la rendición del VI Ejército alemán en
Stalingrado, el grupo intensificó sus actividades, momento en el
que los Scholl fueron sorprendidos depositando grupos de folletos
junto a las puertas y en los pasillos de la Universidad de Munich

152
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
contacto con Dietrich Bonhoeffer y su hermano Klaus, la
Gestapo no llegó tampoco a saber nada. Estaba claro que
el pastor berlinés se había convertido en un referente inclu-
so en los círculos de la resistencia bávara. Sabemos que en
el invierno de 1940-41 Bonhoeffer se hospedó con fre-
cuencia en los monasterios benedictinos de Ettal y Metten,
y que en Ettal sus libros se leían durante las comidas; inclu-
so el día de Navidad figuraba Seguimiento en el programa.
Otros destinos de Bonhoeffer en sus viajes fueron
Roma, Venecia, Estocolmo y la Noruega ocupada, donde
apoyó la resistencia de la Iglesia. Como protesta al nom-
bramiento como presidente del gobierno por los nazis de
Vidkun Quisling –el paradigma de un colaboracionista–,
todos los obispos y pastores habían renunciado a sus
cargos.

problemas de conciencia de un conspirador

El teólogo convertido en agente secreto tenía, en efec-


to, muchos problemas con su oficio de conspirador. Al
volver de sus viajes al extranjero, Bonhoeffer vertía con
gran esfuerzo todo tipo de interesantes novedades milita-
res en informes que redactaba de forma que resultaran lo

–con la intención de que los alumnos, cuyas clases iban a concluir


escasos minutos después, los vieran al salir de las aulas– por un
bedel que era miembro de la SA y denunciados a la policía. Cuatro
días más tarde, el 22 de febrero de 1943, fueron sentenciados a
morir en la guillotina y ejecutados ese mismo día junto a
Christoph Probst, otro de los líderes del grupo, a quien los dos
hermanos habían tratado en vano de encubrir durante los inte-
rrogatorios. Hans tenía 25, Christoph 24 y Sophia 22 años. Los
otros miembros principales del grupo fueron también ajusticiados
en fechas posteriores por las autoridades nazis. Tras la guerra, la
Rosa Blanca se convirtió en Alemania en uno de los símbolos más
importantes de la resistencia interna contra el nazismo. (N. del T.)

153
“tendríamos que haber gritado” más excitantes posible, tratando así de ocultar la verda-
dera finalidad de sus desplazamientos. Su conciencia no se
daba por satisfecha con este tipo de artimañas. Sufría, en
definitiva, los conflictos de conciencia del funcionario
público y del soldado que, pese a saber que la patria, las
leyes y todos los valores reconocidos están siendo diaria-
mente traicionados por la autoridad política, se sienten
obligados a mantenerse leales al gobierno y al juramento
prestado.
El pastor prusiano Bonhoeffer compartía también –su
honestidad no le permitía negarlo– el pecado alemán ori-
ginal de la obediencia: valor, sí, compromiso con el con-
junto, sí, escrupuloso cumplimiento del deber, también,
coraje cívico, no; tal fue el balance autocrítico que en su
rendición de cuentas de fin de año hizo Bonhoeffer duran-
te el invierno de 1942-43. La “desconfianza hacia los
deseos del corazón” que prefiere “obedecer la orden que
viene «de arriba» a seguir nuestro propio parecer” le
merecía todavía una alta valoración. ¡Es enorme la fuerza
que se necesita para subordinar los deseos e ideas perso-
nales a la tarea común! ¿No consiste una parte muy im-
portante de la libertad en someter nuestra voluntad parti-
cular al servicio de lo general?
Al polarizarse de esta manera, sin embargo, el alemán,
pensaba Bonhoeffer, se engaña habitualmente con respec-
to al mundo; “él no había contado con que su disposición
a obedecer y dar su vida por su cometido pudieran utili-
zarse para el mal. (…) Era preciso que se descubriese que
al alemán le falta todavía una noción fundamental y deci-
siva: la de la necesidad de obrar libre y responsablemente
aun en contra de profesión y cometido (…) Pero el valor
cívico sólo puede desarrollarse a partir de la responsabili-
dad libre del hombre libre. Los alemanes están empezan-

154
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
do hoy a comprender qué significa esta libertad. Su base
está en un Dios que exige que uno se responsabilice de sus
acciones atreviéndose libremente a tener fe y que promete
a la vez perdón y consuelo a quien, por hacerlo, se con-
vierta en un pecador”.
La última frase es mucho lo que deja entender. Porque
quien se convierte en un conspirador, aun cuando lo sea
contra un régimen tan brutal, pierde necesariamente su
inocencia. Quien derriba a un asesino de su trono ensan-
grentado para salvar vidas y restablecer la autoridad de la
ley, comete necesariamente una injusticia, se convierte
automáticamente al hacerlo en un criminal.
Bonhoeffer sabía que un conspirador se mueve entre
dos luces. “¿Servimos todavía para algo?”, se pregunta en
un emocionante examen de conciencia. “Hemos sido tes-
tigos mudos de hechos horrendos, nos han lavado con
muchas aguas, hemos aprendido las artes del simulador y
a expresarnos de forma intencionadamente ambigua,
nuestras experiencias han hecho que desconfiemos de las
personas y que a menudo no les hayamos dicho la verdad
ni hayamos sido sinceros con ellas, conflictos insoporta-
bles nos han vuelto dóciles o aun cínicos: ¿servimos toda-
vía para algo? Lo que necesitaremos no serán genios, ni
cínicos, ni misántropos, ni refinados estrategas, sino per-
sonas llanas, sencillas, directas. ¿Seguirán siendo nuestra
capacidad interna de resistencia contra lo que se nos
impone lo suficientemente fuerte, y nuestra sinceridad
para con nosotros mismos lo suficientemente despiadada,
como para que encontremos de nuevo el camino hacia la
sencillez y la franqueza?”.
Pero el escrupuloso rebelde tenía también muy claro
que ya no había escapatoria a eso “que se nos impone”.
No iba a haber un levantamiento contra Hitler –ni siquie-

155
“tendríamos que haber gritado” ra después, cuando el entusiasmo ya había enmudecido y
las quejas sobre la guerra, el hambre y la política caciquil
se hicieron oír cada vez más alto–; los únicos que podrían
haber acaudillado ese levantamiento popular, socialistas,
comunistas, militares críticos con el régimen, se sentaban
en los campos de concentración, si es que continuaban aún
con vida, o habían sido neutralizados. El Oberkommando
des Heeres3 había dejado definitivamente de constituir
también un posible foco de la resistencia desde que Hitler
hubiera destituido de su puesto al mariscal de campo
Walther von Brauchitsch en diciembre de 1941, asumien-
do a partir de ese momento como comandante en jefe la
dirección de las tropas alemanas. Una acción individual,
como la que podría llevarse a cabo en un atentado suicida
contra el “Führer”, no tenía ninguna posibilidad real de
cambiar las estructuras de poder. La única esperanza con-
sistía en un golpe de Estado bien preparado y ejecutado
por un grupo que actuara al unísono y estuviera fuerte-
mente cohesionado, y que fuera capaz no sólo de eliminar
a la élite dirigente parda, sino también de poner fin a la
guerra y establecer un nuevo orden político.
El círculo de la resistencia agrupado en torno a
Dohnanyi había apostado al principio por la oposición
que el régimen tenía dentro de la Wehrmacht, cuya misión
sería la de arrestar a Hitler; el padre de Bonhoeffer, Karl,
emitiría entonces, como presidente de una comisión médi-
ca, un dictamen psiquiátrico sobre el “Führer”, a quien
Dohnanyi tenía por un enfermo mental desde que se había
encontrado personalmente con él por vez primera en
1933. Sin embargo, también aquí se abrió paso pronto la
convicción de que Hitler tenía que desaparecer. Uno de los

3. “Alto Mando del Ejército de Tierra”. Conocido también por la


abreviatura OKH. (N. del T.)

156
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
informantes de Dohnanyi era el mismísimo ayudante de
Hitler, el capitán ya retirado del servicio Fritz Wiedemann.
De acuerdo con el testimonio de Wiedemann, el 5 de
noviembre de 1937, en una conferencia secreta de máxi-
mos responsables políticos y militares, Hitler había anun-
ciado su “inalterable intención” de solucionar de una for-
ma definitiva en los años siguientes la “cuestión espacial
alemana”. Ante las asustadas objeciones del Ministro de
Defensa Blomberg, el Comandante en Jefe del ejército
Fritsch y el Ministro de Exteriores Neurath (a todos los
cuales depuso luego de sus cargos), el “Führer”, según
Wiedemann, habría replicado: “Cada generación necesita
su guerra, y yo me ocuparé de que esta generación tenga
también la suya”. Wiedemann estaba desesperado: “Le
confieso que aquí ya no hay más salida que el revólver,
pero, ¿a quién le correspondería hacerlo?”.
En su rendición de cuentas “Diez años después”, escri-
ta entre 1942-43, Bonhoeffer toma claramente posición:
“La última pregunta responsable no es cómo me zafo
heroicamente del asunto, sino cómo habrá de vivir la
siguiente generación”. En 1943, un compañero de Berlín-
Tegel le preguntó lleno de curiosidad, mientras ambos
daban un paseo por el patio de la prisión, cómo es que
siendo cristiano y pastor había participado en un complot
político. La respuesta que recibió fue tan concisa como
para poder figurar en un libro de lectura o un catecismo a
modo de ejemplo pedagógico: cuando un conductor bebi-
do desciende a toda velocidad por la Kurfürstendamm de
Berlín, le contestó Bonhoeffer, la tarea más urgente del
pastor no consiste en dar sepultura a las víctimas del
demente ni consolar a sus familiares, sino en arrancar al
borracho del asiento del volante.
Parece ser que en alguna fecha de 1942 Bonhoeffer se
habría declarado dispuesto a perpetrar él mismo el aten-

157
“tendríamos que haber gritado” tado, aunque en tal caso se habría separado formalmente
de la Iglesia, para no poner en dificultades a sus colegas y
superiores, y porque no deseaba que aquélla se viera obli-
gada a encubrir el asesinato del dictador. Su amigo
Eberhard Bethge pensaba que la decisión tenía mucho
más de teórica que de práctica: “Bonhoeffer, de todos
modos, nunca entendió una sola palabra ni de armas ni de
explosivos”.

una ética sin “arrogancia clerical”

Las dudas del sensible conspirador se dejaron sentir en


las argumentaciones de su Ética, que Bonhoeffer escribió
entre 1939 y 1943, recomenzándola una y otra vez, so-
pesando puntos esenciales desde diferentes perspectivas,
desesperándose por la magnitud de la tarea y, como es
natural, privado de la tranquilidad que habría necesitado
para meditar hasta el final todas sus fascinantes ideas y
planteamientos. Tendría que haber sido la obra de su vida
y se quedó en un fragmento. Desde entonces, una entera
generación de investigadores ha intentado reconstruir el
texto original a partir de notas dispersas, elaboraciones
parciales y manuscritos provisionalmente confiscados por
la Gestapo –puestos por escrito, además, en la terrible cali-
grafía de Bonhoeffer, apenas legible y en la que las asocia-
ciones de ideas más comprometidas figuran en clave, a fin
de no ofrecer nada a lo que agarrarse a los fisgones–.
Fue un trabajo de detectives: se compararon notas
numeradas con hojas manuscritas sin fecha, buscándose
en la abultada correspondencia de Bonhoeffer informa-
ción sobre el progreso de los trabajos o indicaciones
sobre los libros que éste acababa de leer, y volviéndose a
comparar a continuación los capítulos correspondientes

158
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
del libro. Eberhard Bethge se sumergió en el papel de un
criminalista y elaboró una sofisticada trama de tipos de
papel, lineados, estilos de letra, matices de tinta (“azul
claro” o “negro azulado”) y lápices de colores nuevos o
desgastados, a fin de poder fechar las diferentes partes de
los manuscritos –de nuevo comparándolas con cartas y
otras anotaciones– lo más exactamente posible. El papel
no abundaba durante la guerra, recuerdan los editores de
la Ética en la última edición de las obras de Bonhoeffer,
y el que entonces se utilizaba “tenía más poros y era más
oscuro y quebradizo que el que se comercializa en tiem-
pos de paz”.
La Ética es un escrito de resistencia: a la vez que la
fe cristiana era desalojada a la fuerza de la vida pública; a
la vez que en el “Warthegau”4 (todavía polaco) se experi-
mentaba con un modelo de futuro que degradaba a las
parroquias a la categoría de “asociaciones” y hacía que la
pertenencia a la Iglesia ya no dependiese del bautismo,
sino de una declaración de adhesión reconocida por el
Estado (que como es natural sólo podían firmar los adul-
tos); a la vez que los poderes reinantes habían, pues,
declarado hacía tiempo que el cristianismo ya no era más
que un asunto privado e intransferible, Bonhoeffer insis-
tía sin desmayo en la obligación que el cristiano tiene de
dar testimonio de su fe y su esperanza ante el mundo.
La pregunta central de la Ética es: ¿de qué modo puede
Cristo cobrar figura en el mundo?
El fragmento de libro, de unas cuatrocientas páginas
de grosor, da comienzo en la que (según su reconstruc-
ción) sería la primera de sus líneas con una “exigencia”:
que uno deje inmediatamente de hacerse las preguntas
usuales, tales como de qué forma llega uno a ser bueno y
4. Territorio de la Polonia ocupada que había sido anexionado al
Reich con posterioridad a la campaña de 1939. (N. del T.)

159
“tendríamos que haber gritado” qué es lo que habría que hacer para obrar bien y, en su
lugar, se pregunte por la voluntad de Dios. Porque cuan-
do lo que importa es que uno mismo sea bueno, prosigue
diciendo Bonhoeffer, se ha decidido uno ya por el yo, el
mundo y las supuestas realidades de la vida como reali-
dades últimas. Pero si uno sigue viendo a ese yo y a ese
mundo insertos en una realidad última distinta, la deci-
sión ética asume de inmediato un signo muy diferente. El
problema verdaderamente importante no es ya “que yo
llegue a ser bueno ni que el mundo mejore gracias a mí”,
sino que a la realidad de Dios le sea posible actuar, que Él
demuestre ser lo bueno –“aun a riesgo de que, por eso
mismo, ocurra que al final ni el mundo ni yo seamos bue-
nos, sino de parte a parte malos”–.
El hondo realismo escondido en esta afirmación, a pri-
mera vista desconcertante, se aprecia en seguida, en cuan-
to Bonhoeffer rechaza por superficial la habitual ética de
los sentimientos o de los resultados. Lo que importa no
son ni los motivos para actuar ni sus resultados. ¿O no es
verdad, se pregunta Bonhoeffer, que los “buenos” senti-
mientos pueden nacer en trasfondos muy oscuros de la
consciencia y el subconsciente humanos, y que con fre-
cuencia no se sigue de ellos sino lo peor? A Bonhoeffer le
resulta insuficiente deducir de la naturaleza humana o de
la “realidad” empíricamente constatable del mundo un
criterio ético –sea cual fuere éste y por muy exigente que
sea–, porque esto supondría que en última instancia se
dejara la decisión ética en manos de lo “eventual, lo dado,
lo casual, lo adecuado en ese momento”. La escala de
valores de Bonhoeffer, su exigencia, es la realidad del
mundo modificada por la encarnación de Dios. Ya no es
necesario seguir entregándose a lo “conveniente”, pero
tampoco que una idea siga luchando fanáticamente con-
tra las realidades: en Jesucristo lo bueno se ha hecho rea-

160
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
lidad. Una ética inspirada en él no tiene ya nada de “pro-
blemático, de atormentado, de tenebroso”, sino que es
“de suyo evidente, gozosa, cierta, clara”.
Las consecuencias son excitantes: cuando contemplo la
realidad del mundo como una realidad que viene siendo
sostenida y aceptada desde siempre por la realidad de
Dios, el sempiterno conflicto de la tradición cristiana
entre dos ámbitos, de los cuales uno sería sacro, divino y
santo, y el otro profano, mundano y “natural”, se desva-
nece. Todos estos planteamientos –sea el de la subordina-
ción del ámbito “natural” al Reino de la Gracia, en la
Alta Edad Media; el de la acentuación de los órdenes
autónomos de este mundo frente a la Ley de Cristo, en el
protestantismo posterior a la Reforma; el del combate de
la comunidad de los elegidos por el Reino terreno de Dios
contra un mundo hostil, entre los llamados “fanáticos”–
han convertido la causa de Cristo, según Bonhoeffer, en
un “asunto parcial y provincial dentro del todo de la rea-
lidad”. “Por mucha importancia que se conceda a la rea-
lidad en Cristo, nunca deja de ser una realidad parcial al
lado de otras realidades”.
Y esto significa que a partir de aquí sólo hay dos posi-
bilidades: o limitarse a ser ciudadano de uno de los dos
reinos, rechazando al otro, como hicieron ya el monje
medieval o el protestante cultural del siglo XIX: existen-
cia espiritual o mundana, Cristo sin el mundo o el mundo
sin Cristo; o intentar vivir a la vez en los dos ámbitos,
arriesgándose a un conflicto inacabable.
Un “pensamiento territorial” como éste, argumenta
Bonhoeffer, no ha sido ni bíblico ni fiel al espíritu de la
Reforma. “No hay dos realidades. Hay una única reali-
dad, y ésta no es otra que la realidad de Dios en la reali-
dad del mundo tal y como esa primera realidad se revela
en Cristo. (…) Se está negando la revelación de Dios en

161
“tendríamos que haber gritado” Jesucristo cuando se quiere ser «cristiano» sin quererse ser
«mundano», sin ver ni reconocer el mundo en Cristo. (…)
No hay dos ámbitos yuxtapuestos rivalizando entre ellos
y disputando entre sí sin cesar a cuenta de sus límites, con-
virtiendo así las cuestiones fronterizas en las únicas que de
verdad serían históricamente decisivas, sino que la entera
realidad del mundo está ya inserta en Cristo, resumida en
él, y únicamente desde este centro y hacia él se mueve el
movimiento de la historia”.
Si de verdad hay que tomarse en serio la encarnación
de Dios en el mundo y la muerte en la cruz por amor,
entonces “lo cristiano no está en otro sitio que lo munda-
no, lo «sobrenatural» sólo [está] en lo natural, lo sagrado
sólo en lo profano y lo conforme a la revelación sólo en
lo racional”. Los cristianos no deben negarse, poseídos
por una “arrogancia clerical”, a tener tratos con el mun-
do: el mismo Dios los tiene con él desde hace mucho tiem-
po en Cristo. De pronto, el Bonhoeffer que con su teolo-
gía de última moda parecía tan intelectual y seco, se des-
cubre como un hombre fervientemente piadoso con un
corazón lleno de gozosa esperanza: “Cristo no da nada de
lo que recibió, sino que lo mantiene sujeto en sus manos.
Desde Cristo mismo, pues, queda prohibida la división en
un mundo demoníaco y un mundo cristiano. (…) Se echa-
ría todo a perder queriendo conservarse a Cristo para la
Iglesia (…) Cristo murió por el mundo, y sólo en medio
del mundo Cristo es Cristo”.

la obligación de volverse culpable

Por tanto, no separarse del mundo, sino dar testimonio


en él, “llamar al mundo a la comunión de este cuerpo de
Cristo al que ya pertenece en realidad”. Un programa
muy realista, porque, como precisa Bonhoeffer, “deja que

162
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
el mundo sea mundo (…) y sin embargo no pierde nunca
de vista que en Jesucristo Dios ha amado al mundo, lo ha
juzgado y se ha reconciliado con él”.
El realista sabe que el mal gusta de camuflarse, que
aparece “bajo la figura de la luz, de la buena obra, de la
lealtad, de la renovación”, “en la figura de lo histórica-
mente inevitable, de lo socialmente justo”. Como algo
desconcertante para quien se aferra a una teoría ética,
para la persona racional que no conoce ni los abismos del
mal ni los de lo santo y se rinde resignada. Como algo des-
concertante también para el “hombre de la conciencia” y
del deber, con el que Bonhoeffer ha pintado un retrato del
“buen alemán” de cuño tradicional –y sin duda también
un autorretrato–: el del solitario en su disyuntiva que,
inseguro e inquieto frente a los “innumerables disfraces
honorables y seductores” con los que el mal se le aproxi-
ma, finalmente se refugia, para tranquilizar su conciencia,
en el cumplimiento del deber.
“Aquí se ve en lo ordenado lo segurísimo, y la respon-
sabilidad de la orden la asume quien la da, no quien la eje-
cuta. Pero al restringirse uno a sus deberes, jamás se tiene
la osadía de actuar por una vez con libertad, asumiéndo-
se toda la responsabilidad sobre lo hecho, lo único que
sería capaz de acertar al mal en su centro y vencerlo. El
hombre del deber acabará finalmente por cumplir con su
deber aun para con el Diablo”.
Parece como si Bonhoeffer se hubiera adelantado a su
tiempo y estuviera escribiendo un comentario sobre los
vergonzosos procesos a los criminales de guerra posterio-
res a 1945, en los que asesinos, torturadores y extermina-
dores de judíos, comandantes y médicos de campos de
concentración, guardianes y celadoras pretendían no haber
hecho otra cosa que “cumplir con su deber” y ejecutar las
órdenes que se les daban.

163
“tendríamos que haber gritado” La senda del deber, en apariencia segura, sólo condu-
ce, según Bonhoeffer, a extraviarse, al igual que la restric-
ción a la “virtud privada”, porque cuando el mundo arde
en llamas ésta sólo puede poseerse si el virtuoso cierra
ojos y oídos ante la omnipresente injusticia. “Sólo a costa
de engañarse a sí mismo puede él seguir siendo puro e
irreprochable en privado, sin ensuciarse las manos por
actuar de forma responsable en el mundo”. Bonhoeffer en
ningún momento se burla de este tipo de trágicas figuras;
la virtud silenciosa y el combate unilateral de Don Quijote
con “el poder irresistible de lo ordinario” serían, piensa,
actitudes hondamente humanas.
Pero con lo anterior no se ha respondido todavía a la
pregunta de si refugiarse en el ciego cumplimiento del
deber y mantenerse a buen recaudo del conflicto político
supondrían una culpa mayor que aventurarse en actua-
ciones de las que se derive necesariamente la culpabilidad.
Esto es algo que las antiguas tragedias reconocieron ya
como la estructura de la vida: “volverse culpable ante las
leyes de los dioses”. Sin embargo, ¿puede seguir lavándo-
se las manos en inocencia alguien que crea en un Dios
bueno y contemple los tormentos de los hombres? ¿No
tiene forzosamente que ensuciárselas, por amor y obe-
diencia? ¿Puede la “pureza” ser un pecado? Asumir la res-
ponsabilidad significa enredarse en la culpabilidad; pero,
¿qué significa rechazar la responsabilidad?
En cierta ocasión en que Bonhoeffer y Hans Dohnanyi
estaban hablando sobre la eliminación de Hitler, su com-
pañero de conjura le preguntó: “En nuestro caso, ¿ha
dejado de tener validez la frase: «Quien empuñe la espa-
da, a espada perecerá»?”. “Por supuesto que no –fue la
respuesta de Bonhoeffer–. Pero son justamente personas
que estén dispuestas a que se les aplique esa frase lo que
en nuestro caso se necesita”.

164
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
El bien no sería un ideal abstracto, sino una vida en la
que se asumen responsabilidades, propone Bonhoeffer
para la reflexión en la Ética, y remite a lo dicho por Jesús
en el Evangelio de Juan: “Yo soy la vida”. La ética de
Bonhoeffer no es una teoría sobre principios abstractos,
como la de Kant o la de los defensores de una ley natural
eterna, ni un sistema perfectamente definido de normas
absolutas, sino una actitud, muy concreta y orientada
hacia la realidad, de obediencia a la voluntad de Dios. En
presencia de un conflicto, Bonhoeffer no se imagina al
cristiano, por expresarlo así, consultando un libro de leyes
en el que se hayan previsto todos los problemas, sino escu-
chando lo que la voluntad de Dios tenga que decirle “aquí
y ahora”.
Trabajando en la Ética parece claro que su fe se hizo
más sobria, “más mundana”. “Siento que crece en mí la
resistencia hacia todo lo «religioso»” –escribe Bonhoeffer
a Eberhard Bethge, a quien le confiesa también que el
“ropaje religioso” le resulta molesto”, que lo que le
importa son la “autenticidad” y la “vida”. Al mismo
tiempo, su postura política se radicaliza: el “miedo a res-
ponsabilizarse de sus propios actos” de que acusaba a sus
conciudadanos, su “limitarse a lo prescrito por el deber”,
su necesidad de atrincherarse tras reglas fijas o escudarse
tras las órdenes recibidas, ceden a la confianza en la pro-
pia conciencia y al valor para afrontar una situación
actual de conflicto. Contra la moral “patriótica” fascista,
que sustituye las decisiones personales con la histeria de
las masas, Bonhoeffer hizo valer otro bien heredado de
la tradición burguesa, en esta ocasión representada, a no
dudarlo, por una virtud preciosa: la consciencia de la dig-
nidad individual.
Una consciencia que procura independencia y capa-
cidad de juicio incluso cuando en caso de conflicto me

165
“tendríamos que haber gritado” encuentro con que no puedo recurrir a un seguro entra-
mado de normas y principios éticos universales y tengo,
sin embargo, que tomar ineludiblemente una decisión. El
razonamiento de Bonhoeffer es que en determinadas
situaciones de urgencia se está obligado a actuar sin poder
ampararse tras una ley. “De hecho, en tales situaciones no
queda otra que renunciar a todas las leyes y confesar
abiertamente que aquí se está violando y vulnerando la
ley, que aquí la necesidad está quebrantando la ley –y, por
tanto, reconociendo su validez precisamente al hacerlo–, y
que, como consecuencia de ello, lo único que queda en esa
renuncia a toda ley es entregar la decisión tomada y lo que
se ha hecho a la dirección divina de la Historia”.
Es decir, una vez más el estar dispuesto a hacerse cul-
pable como presupuesto de una decisión libre y responsa-
ble. La mayor parte de los intérpretes del fragmento recién
citado opinan, por lo demás, que en él Bonhoeffer se
habría pronunciado en clave sobre la cuestión de la elimi-
nación de Hitler; un caso tan extremo como éste tendría
que situarse fuera de las leyes si no se quiere que degene-
re “en la ideología siempre disponible de la técnica ruti-
naria de la resistencia y la fuerza” (Tiemo Rainer Peters).
El asesinato de Hitler y el golpe de Estado eran en 1941-
42, cuando Bonhoeffer estaba escribiendo esta parte de la
Ética, objeto de acusadas discusiones en los círculos de la
resistencia; ese mismo invierno, en efecto, la ofensiva ale-
mana sobre Moscú había sido detenida en las mortíferas
estepas rusas y el derrumbamiento del frente parecía inmi-
nente. Alemania, le decía por entonces a Visser’t Hooft
Bonhoeffer, “se enfrenta al principio del fin, porque Hitler
no será capaz de salir jamás de ésta”.
Para el cristiano Bonhoeffer, el conflicto en el fondo
sólo tiene solución porque lo último no es la ley, sino

166
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
Jesucristo. Él define los criterios de la responsabilidad
concreta y él puede incluso santificar que se quebrante la
ley –no por soberbia, avidez de poder o cinismo, sino por
amor– cuando ésta sólo llega a cumplirse verdaderamen-
te siendo vulnerada, cuando, por ejemplo, hay que expro-
piar o matar para garantizar la justicia o la vida. Las
redescubiertas dignidad y capacidad de decisión del indi-
viduo son reunidas por Bonhoeffer en su Ética con la soli-
daridad que une al cristiano con toda la humanidad.

contra los piadosos misántropos

“En la encarnación –resume con toda concisión


Bonhoeffer la base teológica de su Ética– Dios se anuncia
como quien quiere estar ahí no para sí mismo, sino «para
nosotros»”. Más tarde, en prisión, Bonhoeffer pintará
con trazo cada vez más grueso esta imagen de Jesús fuer-
temente motivadora –“Jesús, el hombre que existe para
otros”–, concluyendo de ella para la praxis cristiana que
“la Iglesia sólo es Iglesia si está ahí para otros”. Sin
embargo, la idea básica de la Iglesia como “representan-
te” se encuentra ya en la Ética. Puesto que Dios se ha
sumergido en la realidad de este mundo en el hombre
Jesús, puesto que Jesucristo ha vivido su vida en repre-
sentación de toda la humanidad, todo hombre tiene que
actuar en representación del ser humano y de la humani-
dad: responsablemente.
“No a través de la destrucción, sino de la reconcilia-
ción es vencido el mundo” –he aquí lo que tiene que ense-
ñarnos Cristo, hombre-Dios crucificado y torturado–.
“Este amor de Dios al mundo no se retira de la realidad a
nobles almas ensimismadas, sino que experimenta y pade-
ce la realidad del mundo en toda su crudeza. (…) Ecce

167
“tendríamos que haber gritado” homo: contemplad al Dios encarnado, el insondable mis-
terio del amor de Dios por el mundo. Dios ama a los hom-
bres. Dios ama al mundo. No a un hombre ideal, sino
al hombre tal cual es, al mundo real. (…) Mientras que
nosotros distinguimos entre piadosos y ateos, buenos y
malos, nobles y viles, Dios ama al hombre real sin distin-
ción. Él no soporta que dividamos al mundo y a los hom-
bres según nuestras escalas y que nos erijamos en jueces
sobre ellos. Él reduce nuestras distinciones al absurdo
haciéndose hombre real y compañero de pecadores, y
obligándonos así a convertirnos en jueces de Dios. Dios se
pone del lado del hombre y del mundo reales en contra de
todos sus acusadores”.
Esta cristología bonhoefferiana, aparentemente llena
de mansedumbre, de un hombre-Dios que se arroja incon-
dicionalmente en los abismos humanos, se revela como
una dolorosa exigencia para hombres de bien e infatuados
dechados de virtud. El desprecio por los hombres no sólo
lo descubre Bonhoeffer en el tirano que piensa que la masa
es estúpida y débil, se mofa de los derechos del individuo,
permite que lo endiosen y oculta su honda desconfianza
tras las “palabras robadas de la verdadera comunidad”
(de nuevo otra alusión apenas encubierta a Hitler).
También esos contemporáneos supuestamente respetabilí-
simos “que dan asqueados la espalda a los hombres aban-
donándolos a ellos mismos, que prefieren cultivar su pro-
pio huerto a envilecerse en la vida pública” desprecian a
los hombres, peor aún: desprecian la encarnación de Dios.
Consecuencias muy concretas saca también esta obra,
que a menudo se expresa forzosamente sólo de forma
indirecta y en clave, no sólo a la hora de juzgar a Hitler,
“el mal que aparece en forma de luz”, y su forma de hacer
la guerra; cuando Bonhoeffer reflexiona sobre la tradición

168
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
occidental de las “guerras caballerescas”, sus reflexiones
no son las de un militarista disfrazado que evocara nos-
tálgico el recuerdo de pasadas glorias, sino las de alguien
que rechaza terminantemente las prácticas totalitarias del
ejército de Hitler, su desprecio por todos los acuerdos
internacionales y sus arbitrariedades en el trato deparado
a civiles y prisioneros de guerra.
Igual de clara es, finalmente, su posición ante la euta-
nasia. El 1 de septiembre de 1939 Hitler había dispuesto
que pudiera “administrarse la eutanasia a enfermos que
según la humana prevención haya que considerar como
incurables habiéndose sometido su estado a una cuidado-
sísima valoración”. En virtud de esta “orden del Führer”
(cuyo contenido se mantuvo en secreto frente a la opinión
pública), deficientes mentales leves, epilépticos, esquizo-
frénicos y personas con graves trastornos del comporta-
miento fueron conducidos en los años siguientes a cente-
nares y millares a las cámaras de gas para que la raza obje-
to de idolatría se mantuviera pura, y la “herencia”, sana.
La operación, orquestada por los nazis con la perfec-
ción burocrática en ellos habitual, fue como la seda: por
medio de cuestionarios una comisión médica registró en
todos los psiquiátricos y establecimientos asistenciales del
Reich el material humano que había de “ponerse aparte”.
El director del psiquiátrico de Eglfing-Haar en Baviera,
por poner un ejemplo, tramitó en solo tres semanas más
de dos mil de estos cuestionarios.
Finalmente, un día cualquiera los autobuses a rayas
grises del “Gemeinnütziger Kranken-Transport GmbH”5,
como tenía la caradura de autodenominarse el comando
de ejecución, hacían su aparición en el patio del psiquiá-
trico. A los pacientes se les decía que iban a hacer una

5. “Transporte de enfermos, entidad no lucrativa, S. L.” (N. del T.)

169
“tendríamos que haber gritado” excursión. Tras habérseles conducido al establecimiento
donde iban a ser asesinados, se les asignaba o un número
–respetándose hasta el final el correcto sentido alemán del
orden– o una identificación especial, y a los que tenían
coronas de oro en la dentadura se les privaba de ellas
cuando ya eran cadáveres. Las cámaras de gas se habían
camuflado de forma que pareciesen duchas ordinarias.
“Al cabo de poco tiempo –contaba uno de los empleados
de los crematorios– todo el mundo había muerto. Des-
pués de una hora y media más o menos se ventilaba la
cámara, y a partir de ese momento era cuando nosotros,
los fogoneros, nos poníamos a trabajar”.
Al principio, los cuestionarios no parecieron otra cosa
que trabas burocráticas inofensivas; para los desplaza-
mientos siempre había una buena razón, y los transportes
entre establecimiento y establecimiento se organizaron de
forma que al final acabara por perderse irremisiblemente
su rastro. Sin embargo, pese a todos los refinamientos de
los comandos pardos de ejecución, el asesinato en masa
de enfermos mentales, del que de acuerdo con cálculos fia-
bles habrían sido víctimas entre setenta mil y cien mil per-
sonas, no pudo mantenerse en secreto. El personal de los
establecimientos, obligado a guardar silencio, no siempre
tuvo la lengua quieta, y en las notificaciones de defunción
prefabricadas enviadas a las familias (“… por desgracia
nos vemos obligados a comunicarles que su hijo, Don X.
de X., ha fallecido inesperadamente de una neumonía”) se
deslizaron errores.
Eclesiásticos como el obispo católico Galen de Münster
o el prepósito berlinés Bernhard Lichtenberg se consti-
tuyeron en portavoces de la opinión pública. En sus filas
se alineó también con su Ética Dietrich Bonhoeffer, cuyo
padre había rechazado ya en 1923 en un dictamen la

170
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
“fijación legal de la esterilización por orden del gobier-
no”, informando a continuación sin ningún disimulo en
artículos científicos a la profesión médica de los inofensi-
vos diagnósticos con los que ésta podía eludir su obliga-
ción de dar parte (tétanos, por ejemplo, en el caso de los
enfermos de epilepsia) y evitar verse obligada a entregar a
los candidatos a la muerte.
Su hijo Dietrich, en el dossier que ya hemos citado,
informó en octubre de 1941 a los círculos militares más
abiertos de la campaña de asesinatos. Y en la Ética res-
paldó la postura de su padre con el argumento teológico
del “derecho a la vida física”. Para Bonhoeffer, en efecto,
toda vida pertenece a Dios y no puede ser objeto de nego-
ciación. “La vida física que recibimos sin nuestro concur-
so porta en sí su derecho a ser mantenida. (…) Toda des-
trucción consciente de vida inocente es arbitraria”. Sólo si
un enfermo incurable expresara en plena posesión de sus
facultades y con perfecto conocimiento de su situación su
deseo de que se pusiera fin a su vida, podría el médico
renunciar a seguir prolongando ésta por medios artificia-
les; matar al paciente es cosa que el médico no puede, sin
embargo, hacer “mientras la vida de aquél plantee sus
propias exigencias, mientras el médico, pues, tenga con-
traída una obligación no sólo con la voluntad del enfer-
mo, sino también con su vida”.
Con lo que, desde luego, no cabe justificar la destruc-
ción de vida inocente –piensa Bonhoeffer– es recurriendo
a los sanos o al valor de utilidad de una tal vida para la
comunidad. De un lado, en ese caso ya no podría arries-
garse “vida socialmente valiosa” para salvar “vida que
posiblemente sea menos valiosa”, sea en la guerra o en
cualquier otra situación de peligro; de otro lado, toda vida
creada por Dios tiene en sí el derecho a existir indepen-

171
“tendríamos que haber gritado” dientemente de su “valor social de utilidad”. “Ante Dios
ninguna vida carece de valor vital, porque quien valora la
vida misma no es sino Dios. (…) ¿Dónde podría encon-
trarse, si no es en Dios, el criterio sobre el valor último de
una vida?”

sondeos de paz en Gran Bretaña

No tuvo éxito el intento de Bonhoeffer de informar al


gobierno británico de que se estaba preparando un golpe
de Estado en Alemania y pedir que se reconociera al nue-
vo gobierno alemán.
El hombre de contacto de Bonhoeffer fue en este
caso su viejo amigo George Bell, obispo de Chichester y
miembro de la Cámara de los Lores británica, a quien
Bonhoeffer conocía desde los días en que ambos habían
trabajado juntos en la ecumene. Bell era un pionero de la
reconciliación y un luchador infatigable por la paz con
ideas propias, dispuesto en todo momento a granjearse
antipatías en su propia patria si de lo que se trataba era
de fundar un nuevo orden internacional. Bell y el arzobis-
po de Canterbury tenían planeado, en efecto, convocar
inmediatamente después de que acabase la guerra una
conferencia eclesiástica mundial que incluyera a los pro-
testantes alemanes, para mejorar de este modo el clima
entre las naciones enemigas y preparar el terreno para una
cumbre política por la paz. Círculos cristianos de menta-
lidad abierta, como el Peace Aims Group o la revista
Christian News Letter, trataron, con la ayuda de Bell, de
entrar en conversaciones con la Iglesia Confesante de
Alemania y en su seno se discutía ya sobre la posibilidad
de una paz que huyese de dictados unilaterales y evitase
que volvieran a cometerse los errores de Versalles.

172
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
Los contactos fueron bastante más allá de meros
juegos intelectuales ajenos a todo compromiso: el 31 de
mayo de 1942 Bonhoeffer entregaba a su amigo en
Estocolmo una lista detallada con los nombres de quienes
debían formar gobierno tras la caída de Hitler. En previ-
sión de que Gran Bretaña se inclinara por una monarquía,
los resistentes proponían al príncipe Hohenzollern, Louis
Ferdinand, el cual había trabajado en los Estados Unidos
en una fábrica de Ford y era conocido por “su manifiesto
interés por las cuestiones sociales”.
Bell confió a su vez los documentos al Ministro de
Asuntos Exteriores Eden. En su detallado memorando,
Bell expresaba a Eden su deseo de ser informado por éste
de si los aliados, “en el supuesto de que se hubiera pues-
to fin definitivamente al régimen de Hitler”, estarían real-
mente dispuestos a entablar negociaciones de paz con el
nuevo gobierno alemán –por ejemplo, sobre un sistema de
relaciones económicas justo entre las naciones europeas
como “la mejor garantía posible contra el militarismo”,
sobre la constitución de una “federación representativa de
países soberanos (…) incluyendo una nación polaca y una
nación checa soberanas”, y sobre la creación de un “ejér-
cito europeo para el control de Europa, del que el ejército
alemán podría formar parte, bajo un mando conjunto
central”–.
Churchill, sin embargo (que dos años más tarde des-
pacharía el atentado del 20 de julio de 1944 considerán-
dolo como un mero “affaire interno entre los jerarcas
nazis”), acababa de prometer a los rusos que no se nego-
ciaría con ningún gobierno alemán que no hubiese renun-
ciado claramente a toda intención agresiva. La propuesta
de los círculos de la resistencia se consideró en exceso
vaga. ¿Cómo podía saberse, por ejemplo, quién se oculta-

173
“tendríamos que haber gritado” ba realmente detrás de ella? No hay duda de que el memo-
rando de Bell fue leído con interés en el Foreign Office
londinense. Pero las anotaciones en las actas a que entre-
tanto se ha hecho posible acceder muestran que las pro-
puestas estaban condenadas de antemano: a lo largo de la
larga vía ejecutiva las desconfianzas no hicieron otra cosa
que multiplicarse. El secretario particular del subsecreta-
rio parlamentario Geoffrey Harrison, a quien está claro
que correspondió el primer examen, llegó ya a la conclu-
sión de que en Alemania había realmente elements of an
anti-Nazi movement, elementos de un movimiento de
resistencia procedente de “amplios círculos”. Harrison,
sin embargo, estimó también que a la vez había “motivos
–aunque no pruebas rigurosas– para sospechar que [esos
elementos] tal vez estén siendo manipulados, sin que el
movimiento tenga noticia de ello, por la policía secreta
alemana”.
Sir Frank Kenyon Roberts, Primer Secretario del Minis-
terio de Exteriores, a cuyas manos se encomendó a conti-
nuación el memorando, consideró que los resistentes esta-
ban realmente movidos por amor a la paz y good faith6,
pero encontró precisamente en su “idealista tradición es-
piritual prusiana” un motivo para el escepticismo. “Estas
personas –escribió Roberts– desean, como es natural, que
Alemania siga siendo una nación fuerte con un ejército
fuerte que continúe ejerciendo un influjo decisivo en
Europa. Por desgracia, es evidente que toda reorganiza-
ción federal de Europa de la que formara parte una Ale-
mania fuertemente armada desembocaría en una Europa
sometida a los dictados de Alemania. La entera base de
este planteamiento, lo máximo, sin duda, que puede espe-
rarse de patriotas alemanes, es absolutamente irreconci-

6. En inglés en el original. “Buena fe”. (N. del T.)

174
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
liable con nuestra propia política tal y como ésta ha que-
dado expuesta en la Carta Atlántica, con nuestros intere-
ses fundamentales y con nuestras obligaciones para con
nuestros aliados”.
Harrison, Roberts y los demás funcionarios del Foreign
Office que tomaron parte en la discusión avisaron del
“riesgo” que supondría que se hiciera llegar a Bonhoeffer
y a los demás agentes alemanes cualquier tipo de respues-
ta a sus propuestas. Pero mientras que Sir Roberts abogó,
pese a todo, por que se siguieran manteniendo contactos
y se alentara a las fuerzas de la resistencia, por represen-
tar éstas en aquel momento “la única fuerza disolvente”
en Alemania, el último de los expertos que tomó parte en
el proceso, el subsecretario Lord William Strang, agregó
de mal humor la siguiente anotación: “El obispo de
Chichester y los que son como él no han aprendido nada
de dos guerras alemanas y no se dan cuenta de que, aun-
que del todo inocentemente, están poniéndolo todo de su
parte para sentar las bases de la tercera”.
El Ministro de Defensa y Exteriores Anthony Eden
añadió como comentario a las explicaciones de su cola-
borador una sola frase: I agree, “estoy de acuerdo”. El
obispo Bell no recibió ninguna respuesta, y el secretario
particular Harrison archivó reglamentariamente el memo-
rando el 14 de agosto.
Bell no se dio por satisfecho. Acudió ahora al embaja-
dor estadounidense en Londres, John Winant, que se mos-
tró muy interesado, pero que sin embargo tampoco pudo
obtener una respuesta de Washington. A principios de
1943 el obispo volvió a preguntar en la Cámara de los
Lores si el gobierno estaría dispuesto a diferenciar entre
nazis y antifascistas en Alemania. Un portavoz del gobier-
no le respondió que se estaba de acuerdo con Stalin en que
“en primer lugar hay que destruir el Estado hitleriano,

175
“tendríamos que haber gritado” aunque sin que, en segundo lugar, tal cosa signifique que
el pueblo alemán esté condenado a desaparecer, como el
Dr. Goebbels pretende hacerle creer”.
El debate en la Cámara de los Lores tuvo lugar el 10
de marzo de 1943. El 13 de ese mismo mes, oficiales ale-
manes de la Wehrmacht consiguieron introducir de con-
trabando un paquete con dos bombas de relojería en el
avión particular de Hitler. Hans von Dohnanyi había
transportado por las calles de Berlín el explosivo hasta la
estación de ferrocarril –en el automóvil del profesor
Bonhoeffer–, encargándose a continuación de trasladarlo
hasta Smolensko en compañía del almirante Canaris, des-
de donde el “Führer”, tras una visita al ejército, tenía pre-
visto volar de regreso a Alemania. En Berlín estaba todo
preparado para dar un golpe de Estado.
El detonador falló, sin embargo, y el avión llegó a su
destino sin problemas. Una segunda tentativa por acabar
con Hitler fracasó una semana después. En esta ocasión, el
plan consistía en que el barón y general de división Rudolf
von Gersdorff, adscrito como oficial a la Abwehr, se pusie-
ra al lado del dictador con los bolsillos del abrigo cargados
de bombas durante la inspección que de botín de guerra
ruso iba a realizarse en la “Armería Real” de Berlín, y se
hiciera saltar por los aires junto con el “Führer”. Hitler,
sin embargo, modificando en el último momento el plan
oficial de la visita, abandonó sorpresivamente la Armería
cuando sólo habían transcurrido unos minutos.
Aunque ninguno de los dos intentos de atentado le-
vantó la más mínima sospecha, Bonhoeffer y sus amigos
vivieron en un continuo sobresalto durante las semanas
que siguieron: todos ellos sabían que sus teléfonos estaban
intervenidos.
La Oficina Central de Seguridad del Reich, en la que
Reinhard Heydrich había fusionado la Gestapo y la poli-

176
agente secreto en el extranjero: un pastor aprende el oficio de conspirador
cía judicial, temía por sus competencias y observaba con
lupa los pasos de la Abwehr militar, aguardando una
oportunidad para desacreditar a sus rivales. En la policía
había también un departamento de “investigación y lucha
contra el enemigo”; los “civiles”, en efecto, no querían
dejar el servicio de contraespionaje enteramente en manos
de sus competidores militares. Además, desde que el almi-
rante Canaris había protestado, invocando el derecho
internacional, contra el trato deparado a los prisioneros
de guerra rusos (a los que, por no verse en ellos soldados
honorables, podía, por ejemplo, dispararse directamente
en caso de huída sin tener que dárseles primero el “¡alto!”
reglamentario), ya no se veía en él a un camarada de con-
fianza. Los espías tuvieron éxito: el superior inmediato de
Bonhoeffer en la Abwehr fue descubierto cometiendo una
infracción en materia de divisas. En el curso de las dili-
gencias que se instruyeron, el 5 de abril de 1943 fue tam-
bién detenido –de un modo más bien casual– Dietrich
Bonhoeffer.
Ese día, cuando Bonhoeffer telefoneó a los Dohnanyi
desde la casa de sus padres, se oyó al otro lado del apara-
to una voz masculina desconocida. Bonhoeffer compren-
dió enseguida lo que eso significaba: registro domiciliario,
¡Gestapo! Manteniendo la calma, puso en orden su escri-
torio, dejó preparadas –como maniobra de diversión–
algunas cartas falsas y un diario expresamente redactado
para la policía secreta y pasó a la casa contigua, la de los
Schleicher, para disfrutar una vez más de una buena comi-
da a la mesa de su hermana Úrsula, antes de verse obliga-
do a sufrir, como esperaba, las privaciones del rancho
penitenciario. Luego aguardó tranquilamente a que llega-
ran los dos funcionarios de la Gestapo, los cuales le con-
dujeron a la prisión militar de Tegel.

177
5

BERLÍN, BUCHENWALD, FLOSSENBÜRG:


UN PRESO SE PERMITE PENSAR CON
LIBERTAD

“En mí está oscuro, pero junto a Ti hay luz”.

“Todavía amamos la vida,


pero creo que la muerte ya no podrá sorprendernos”.

“¿Servimos todavía para algo?”.

El aislamiento en la diminuta celda de Tegel se le hizo


difícil a aquel hombre por lo demás tan dueño de sí mis-
mo. Nadie habló con él durante las dos primeras semanas.
No recibió cartas ni visitas, y tampoco se le dio ninguna
indicación de por qué había sido detenido (la orden de
arresto sólo pudo verla al cabo de seis meses) ni de qué era
lo que tenía que esperar.
“Desde fuera penetraron en mi celda por primera vez
esos salvajes insultos del personal a los presos preventivos
que vengo oyendo desde entonces de la mañana a la
noche”, anotó Bonhoeffer más tarde. “En esos primeros
días de completo aislamiento nada pude ver del modo en
que aquello funcionaba realmente; sólo los gritos casi
ininterrumpidos de los carceleros me sirvieron para hacer-
me una idea de la manera en que se hacían allí las cosas”.
Dietrich tampoco sabía nada ni de lo que había sido de
sus amigos ni del conocimiento que el órgano instructor
tenía realmente de las actividades del grupo. Temía trai-

179
“tendríamos que haber gritado” cionar a sus compañeros si le torturaban. Aquel capitán
Wilhelm Schmidhuber –propietario de una cervecería y
cónsul honorario de Portugal en Munich– que había sido
superior de Bonhoeffer en la Abwehr y confidente de
Dohnanyi, el mismo Schmidhuber al que se había arresta-
do por irregularidades en materia de divisas, estaba al
corriente de la operación “U 7” y sabía también de las
artimañas con que Bonhoeffer había sido eximido del ser-
vicio en el frente. ¿Sabía también algo Schmidhuber de lo
que había estado haciendo realmente Bonhoeffer en sus
viajes al extranjero como agente de la Abwehr? ¿Estaban
ahora poniéndolo todo patas arriba en la Abwehr con el
fin de descubrir otros delitos?
Al arrestarse a Dohnanyi habían llegado a manos de
la Gestapo documentos explosivos, preparados con miras
a los viajes que Bonhoeffer tenía planeado realizar a Genf
y Roma y relacionados una vez más con el régimen alter-
nativo de gobierno que seguiría a la caída de Hitler y con
la contribución de las Iglesias cristianas al nuevo orden
social tras la guerra. En ninguno de esos papeles se decía
una sola palabra del modo en que había de perpetrarse
el golpe, pero el mero hecho de que se pensara en una
Alemania sin los nazis y en una paz justa era entonces
considerado como un delito de alta traición. En aquellos
documentos se hablaba de la contribución del Papa y el
protestantismo inglés, estadounidense, holandés y no-
ruego a un orden pacífico duradero, y de la cooperación
del Vaticano (al cuidado del profesor jesuita alemán Ivo
Zeiger, rector del Collegium Germanicum y oficial de la
Wehrmacht durante la Primera Guerra Mundial) con las
Iglesias evangélicas alemanas. Para un funcionario de la
Gestapo, todo aquello no eran más que “intrigas sedicio-
sas”.

180
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
“suicidio. se acabó. punto final”

Bonhoeffer tenía miedo. Habla de “impresiones espan-


tosas”, que a menudo continúan persiguiéndole mientras
duerme. “Suicidio –garabatea desesperado en una hoja de
papel–, no por sentirme culpable, sino porque en el fondo
ya estoy muerto. Se acabó. Punto final”.
El preso Bonhoeffer necesitó meses para recuperar su
sobrio realismo de siempre. ¡Cualquier cosa antes que
resignarse o huir de la responsabilidad de construir una
sociedad mejor para las generaciones futuras! “Es posible
que el Día del Juicio sea mañana, y entonces estaremos
encantados de dejar de trabajar por un futuro mejor. Pero
no antes”.
Se puede dormir sin problemas en un catre y comer
pan duro hasta hartarse, escribe Bonhoeffer el 14 de
abril, tranquilizando a sus padres, al permitírsele por fin
enviar una carta. Estar solo tampoco es algo que lleve mal
ni a lo que no esté acostumbrado. “Lo único que me
atormenta o que podría llegar a hacerlo es que temáis y
sufráis por mí, que no durmáis o comáis como es debido.
Perdonadme por causaros tantas preocupaciones, pero
creo que esta vez la culpa es menos mía que de un destino
adverso”.
A partir de ese momento, Bonhoeffer puede enviar a
casa una carta cada diez días. En la segunda de ellas agra-
dece a su familia la ropa y los alimentos que le han hecho
llegar. “El mero hecho de la cercanía, la prueba palpable
de que siempre estáis pensando en mí y en mi bienestar
–cosa que de todos modos ya sabía– es causa de una feli-
cidad tan grandísima que la alegría no se me pasa en todo
el día. ¡Muchas, muchísimas gracias por todo! Por lo
demás estoy bien, tengo salud, puedo salir a pasear al raso

181
“tendríamos que haber gritado” media hora al día ¡y desde que he podido volver a fumar
a veces me olvido hasta de dónde estoy!”.
El 5 de mayo, a las cuatro semanas de haber sido arres-
tado, descubre sorprendido que se ha “habituado perfec-
tamente” a su celda. Ha pegado en la pared una imagen
de Durero sacada del periódico y a alguien le han permi-
tido incluso que le traiga unas flores. “De las catorce
horas del día paso más o menos tres caminando por la cel-
da, muchos kilómetros, a los que hay que añadir la media
hora en el patio”. Y cuando a los cinco meses le facilitan
por fin tenedor y cuchillo (es posible que la administra-
ción de la prisión temiera que pudiera quitarse la vida con
ellos) los encuentra bastante innecesarios, porque a esas
alturas domina ya perfectamente el arte de untar la man-
tequilla en el pan con la cuchara.
Pero aparte de para el humor negro valiente hay tam-
bién un lugar para la ira, el miedo y las dudas de fe. Echa
de menos el sol, le escribe a su amigo Bethge en un día
caluroso de junio; “¿sabes?, me encantaría volver a sen-
tirlo como es debido, en toda su intensidad, como cuando
te arde en la piel y hace que poco a poco todo tu cuerpo
se ponga al rojo, hasta que te das cuenta otra vez de que
eres un ser vivo; preferiría hartarme de él antes que de
libros o de reflexiones (…)”.
Lo que más difícil le resulta, le confiesa a Bethge, es
levantarse por la mañana; siente que “le han caído un
montón de años”. A las privaciones físicas uno se acos-
tumbra, pero no así a las pruebas anímicas. “A menudo
me pregunto a mí mismo quién soy realmente, si el que no
cesa de lamentarse por lo miserable de su situación, sin-
tiéndose la persona más desgraciada del mundo, o el que
fustigándose en privado finge de cara a la galería (y tam-
bién frente a sí mismo) que está tranquilo, feliz, sereno y
por encima de todas las cosas, dejando que le admiren por

182
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
ello (es decir, por esta representación teatral, ¿o es que no
se trata de una representación?). ¿Qué significa propia-
mente tener actitud? En pocas palabras, uno se conoce a
sí mismo menos que nunca y tampoco le da ya ninguna
importancia a no hacerlo (…)”.
Como puede ahora comprobar, la Gestapo no tenía
nada claro que hubiese puesto al descubierto un nido de
conspiradores. Los impenetrables contactos extranjeros,
sus constantes viajes, todo lo que no acababa de enca-
jar en la operación “U 7” (¿qué había sido de los espías
alemanes camuflados de judíos?) hacían sin duda que
Bonhoeffer resultara sospechoso; el que éste hubiera elu-
dido el servicio militar era algo que podía interpretar-
se, haciendo un esfuerzo, como “derrotismo”, pero para
una acusación de “sedición” faltaban indicios. Además,
estaba perfectamente claro que Bonhoeffer, Josef Müller
y los demás detenidos no eran más que actores secunda-
rios; los dos que de verdad importaban eran Dohnanyi y
Canaris (y en su caso seguía todavía sin haberse podido
probar nada).
La conspiración pudo en cualquier caso continuar
durante más de un año, hasta el fracaso del atentado con-
tra Hitler del 20 de julio de 1944. Bonhoeffer empezó a
soñar otra vez con una revolución política e incluso con
su liberación. En efecto, los amigos que se sentaban en las
diferentes prisiones supieron esconder muy bien sus acti-
vidades en la resistencia y hacer que sus declaraciones
coincidieran entre sí valiéndose de un refinado sistema de
comunicación. Bonhoeffer demostró ser un maestro a la
hora de hacerse pasar por estúpido: “Sería el último en
negar que haya podido cometer errores en una actividad
tan nueva, extraña y complicada para mí como es el ser-
vicio de contraespionaje”, declaró ante el Oberstkriegs-
gerichtsrat 1 de su causa, el Dr. Manfred Roeder. (Roeder,

183
“tendríamos que haber gritado” instructor del sumario contra el grupo de Dohnanyi, tenía
fama de sabueso y venía de concluir el proceso contra la
Rote Kapelle 2, en el que acababa de sentenciar a muerte a
75 personas por colaborar con la Unión Soviética y sabo-
tear la industria militar).
Al suavizarse el régimen de aislamiento riguroso, fami-
liares y amigos llevaron libros a la prisión en los que cada
diez páginas –empezando desde el final– se había hecho
una marca apenas perceptible a lápiz en una sola letra. De
esta manera pudieron introducirse y sacarse de contra-
bando de la cárcel mensajes precisos.
Aunque estas cartas burlaban a la censura con la ayu-
da de hábiles compañeros de prisión y guardias no del
todo fieles al régimen, las declaraciones capciosas se
habían cifrado sutilmente, como es habitual en dictaduras
y presidios. Nunca podía saberse en qué manos caería
aquella correspondencia. “¡Lee Éxodo 23,7!” escribía
Dietrich como quien no quiere la cosa, y Eberhard Bethge
sabía de inmediato que a su amigo le tenía preocupado la
eutanasia, la destrucción cada vez más perfectamente
organizada de la vida “inferior”. Porque el pasaje en
cuestión de la Biblia hebrea dice: “No causes la muerte
del inocente y del justo”.
Bonhoeffer ayudaba a los demás detenidos brindán-
doles asesoramiento jurídico o consiguiéndoles –sobre
todo en casos de deserción– informes psiquiátricos fa-
vorables de su padre. A unos pocos presos pobres de
solemnidad les pagó directamente los servicios de un
abogado. “Poco a poco pasa uno, por así decirlo, a for-
mar parte del inventario y tiene a veces menos paz de la
que desearía”, observaba en marzo de 1944 en carta a
1. Miembro de un consejo de guerra con el grado de coronel. (N.
del T.)
2. La famosa “orquesta roja”. N. del T.

184
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
Bethge. Como sanitario de la prisión redactó un infor-
me muy crítico sobre lo deficiente de las defensas con-
tra los ataques aéreos, que también en Tegel se cobra-
ban muertos y heridos (el memorando iba claramente
dirigido a su tío, el comandante de la plaza de Berlín).
Y consiguió que los guardias más humanitarios aumen-
taran las raciones de comida.
Los paquetes que le enviaba su familia los compartía
con presos que fuera no tenían a nadie. A horas fijas se
dejaba caer por la enfermería, donde se las arreglaban
para encontrarse con él camaradas con problemas jurídi-
cos o dudas de fe. Su mirada se hizo más amplia; los últi-
mos residuos de su elitista educación burguesa desapare-
cieron, dejando sitio a una evidente admiración por el
horizonte espiritual y la fortaleza moral de los opositores
al régimen “proletarios” y que vivían alejados de la Iglesia.
Éstos, a su vez, estaban impresionados por su franqueza y,
sobre todo, por la serenidad, en apariencia imperturbable,
que Bonhoeffer mostraba en las peores situaciones.
El oficial italiano Gaetano Latmiral, especialista en
radares, fue encerrado a menudo en la misma celda que
Bonhoeffer durante los ataques aéreos. En una ocasión,
una bomba explotó muy cerca, faltando muy poco para
que se derrumbara la zona de la prisión en la que se
encontraban. Según cuenta Latmiral, Dietrich, sin embar-
go, se mantuvo sereno y continuó hablando como si nada
ocurriera incluso en mitad de las peores explosiones.
“Podía decirse –contaba Latmiral– que tenía nervios de
acero. Pero yo creo que era otra cosa; yo creo que su espe-
ranza en que Dios repararía y realizaría todas las cosas a
través de Cristo era tan firme, que pensaba que nada se
perdería. Por eso se mantenía tan tranquilo, pienso yo. En
su presencia era imposible ser un cobarde. Uno estaba en
cierto modo obligado a comportarse con dignidad”.

185
“tendríamos que haber gritado” Cuando el preso Bonhoeffer estaba a solas en su celda,
la número 92 del primer piso, recluido en un espacio de
dos por tres metros, se sentaba en su diminuto taburete,
bajaba de la pared el tablero plegable que oficiaba de mesa
y se ponía a estudiar: los Padres de la Iglesia, la dogmáti-
ca de Barth, la antropología de Kant, Heidegger, Ortega y
Gasset, el siglo XIII occidental y su “mundanidad cristia-
na, pero anticlerical” –como él mismo la llamó–, libros
sobre “caligrafía y carácter” y la relación entre el Imperio
Británico y los Estados Unidos. Leía mucho: Stifter,
Fontane, Goethe, Rilke, Horace Walpole, Dostoievski.
Bonhoeffer empezó a trabajar en un “inventario del
cristianismo” que describiera la emancipación del ser
humano y se preguntara por el verdadero contenido de la
fe cristiana (“¿En qué creemos realmente, es decir, yéndo-
nos la vida en ello?”). Por desgracia, el texto se ha perdi-
do; lo único que ha quedado de él es el borrador de su
estructura. También hizo salir de contrabando de la celda
fascinantes aforismos, que publicados más tarde con el
título de Resistencia y sumisión influirían decisivamente
en la teología del siglo XX. Y escribió oraciones sencillas
para sus compañeros de prisión:
“Dios, a ti te llamo al comenzar el día.
Ayúdame a rezar
y recoger en Ti mis pensamientos;
yo solo no puedo hacerlo.

En mí está oscuro,
pero junto a Ti hay luz;
yo estoy solo, pero Tú no me abandonas;
yo soy pusilánime, pero en Ti hay ayuda;
yo estoy inquieto, pero en Ti hay paz;
en mí hay amargura, pero en Ti hay paciencia;
yo no entiendo Tus caminos, pero
Tú sabes el camino por mí.

186
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
(…)
En Tu presencia pienso en todos los míos,
en mis compañeros de celda y en todos los que
en esta casa cumplen sus difíciles mandatos.
¡Señor, ten piedad!
Devuélveme la libertad
y haz que viva a partir de ahora
siendo responsable ante Ti y los hombres.
Señor, sea lo que fuere lo que traiga el día,
¡alabado sea Tu nombre!
Amén.
(…)
Señor, Dios mío, Te doy gracias
por haberme concedido un día más;
Te doy gracias por haber dado
a cuerpo y alma paz.
Tu mano estaba sobre mí y me ha
protegido y sostenido.
Perdóname todas mis dudas
y todo lo que de malo haya hecho hoy,
y ayúdame a perdonar a todos
los que me hayan hecho mal”.

la vida se ha convertido en un fragmento

Había épocas en las que Dietrich Bonhoeffer se las


arreglaba perfectamente para no torturarse pensando en
su familia ni angustiarse por el futuro. En marzo de 1944
–durante la Cuaresma– Bonhoeffer le confía a Bethge lo
penoso que le resulta el tener que leer algunas cosas sobre
sus “sufrimientos” en las compasivas cartas que se le enví-
an. “Tengo la sensación de estar ante una profanación.
No deben dramatizarse en demasía estas cosas. Que yo
«sufra» más que tú o que la mayoría de las personas que
viven en nuestra época, es algo que tengo por más que

187
“tendríamos que haber gritado” dudoso. Por supuesto que muchas cosas son horribles,
pero, ¿dónde no lo son?”. Compadecerse de sí mismo era
algo que nunca había disfrutado de buena prensa entre los
Bonhoeffer.
Bonhoeffer aprendió a conformarse. “En ningún mo-
mento”, le dijo a su amigo, se había arrepentido de volver
a Alemania desde los Estados Unidos en 1939. “Sin un
solo reproche pienso en lo pasado, y sin reproches acepto
lo presente”. Dios guía los acontecimientos, vuelve una y
otra vez Bonhoeffer a escribir, y a ninguna persona se le
pide más de lo que ella es capaz de soportar. “Creo que
nada de lo que me sucede carece de sentido y que para
todos nosotros es incluso una cosa buena que las cosas no
salgan como desearíamos”. En otro lugar, ciertamente,
insinúa que no resulta nada fácil decir sin más: “Querido
Dios”…
“¿Quién soy yo?”, así se burla de su propia imagen,
dudando, ironizando consigo mismo, en un intento lírico
que al final se convierte en una oración:
¿Quién soy yo? A menudo me dicen
que salgo de mi celda
sereno, risueño y firme
como un señor de su castillo.
¿Quién soy yo? A menudo me dicen
que hablo con mis carceleros
franca, amable y claramente,
como si tuviera órdenes que darles.
¿Quién soy yo? También me dicen
que llevo los días de infelicidad
ecuánime, sonriente y orgulloso,
como alguien acostumbrado a la victoria.
¿Soy realmente lo que otros dicen de mí?
¿O únicamente lo que yo sé de mí mismo?

188
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
¿Inquieto, nostálgico, enfermo, como un ave en su jaula,
luchando por coger aire, como si alguien apretase mi
garganta,
hambriento de colores, del canto de los pájaros, de flores,
sediento de buenas palabras, de humana cercanía,
temblando de ira por arbitrariedades y ofensas
pequeñísimas,
desasosegado por la espera de grandes cosas,
temiendo impotente por amigos en lejanía infinita,
cansado y vacío para rezar, para pensar, para actuar,
sin fuerzas y dispuesto a despedirme de todo?

¿Quién soy yo? ¿Éste o aquél?


¿O soy éste hoy y mañana otro distinto?
¿Ambos a la vez? Ante los hombres un hipócrita
y ante mí un quejica despreciablemente debilucho?
¿O es igual, lo que todavía hay en mí, al ejército vencido
que en desorden huye de victoria ya obtenida?

¿Quién soy yo? Una pregunta solitaria se burla de mí.


Quien yo soy Tú lo sabes, ¡Tuyo soy, Oh Dios!”.

Las investigaciones se prolongaban, el proceso fue una


y otra vez aplazado, un mes tras otro. El hecho de que
Bonhoeffer hubiera conseguido no ser llamado a filas con
la ayuda de la Abwehr difícilmente justificaba tantos
esfuerzos; estaba claro que se confiaba en descubrir algo
más grave. La interminable espera lo consumía. Resulta
difícil conservar la paciencia –escribe a sus padres– cuan-
do se piensa lo fácilmente que todo se aclararía en un jui-
cio justo y “cuando al final se ven las tareas que le aguar-
dan a uno fuera”. Hay que librar una constante lucha
interna, añade, “para quitarse de la cabeza ilusiones y fan-
tasías y conformarse con lo que hay, porque allí donde no
se entienden las necesidades externas se cree en una nece-
sidad interna e invisible. Además, una vida que pueda rea-
lizarse plenamente en lo personal y lo profesional y deve-

189
“tendríamos que haber gritado” nir así un todo equilibrado y cumplido, como la que era
todavía posible en vuestra generación, ya no forma parte
de lo que la nuestra podría reclamar”.
¿Hasta qué punto fue amargo este proceso de madura-
ción para quien entonces contaba 38 años? Pocos días más
tarde, en una carta a su amigo Bethge, Bonhoeffer se ex-
presa en términos muy similares. Su vida –dice allí– posee,
a diferencia de la de sus padres, un “carácter fragmenta-
rio”. En el siglo XX ya no hay de todos modos sitio espi-
ritual para la “obra de una vida”; la unión entre la “linda
falta de objetivos” y los grandes planes se ha roto, la exis-
tencia espiritual ha degenerado en un torso. “Segura-
mente, lo único que aún importe es si todavía se ve el frag-
mento de nuestra vida, de qué forma se había planeado y
concebido realmente el todo y de qué material está hecho”.
En la triste celda 92 nacieron también –a fines de
1942– aquella rendición de cuentas ya citada con la pre-
gunta: “¿servimos todavía para algo?” y reflexiones sobre
ética de la mera obediencia y falta de coraje ciudadano,
estupidez y misantropía, traición y confianza, y voluntad
de futuro: “¿Ha habido alguna vez en la historia hombres
que en el presente tuvieran tan poco suelo bajo sus pies
como nosotros –a quienes todas las alternativas al presen-
te en el ámbito de lo posible les parecieran igual de inso-
portables, antinaturales y sin sentido–, que trascendiendo
todas esas alternativas del presente no tuvieran más reme-
dio que buscar en el pasado y en el futuro la fuente de su
fuerza y que, sin embargo, sin ser por eso unos ilusos,
pudieran esperar con tanta confianza y tranquilidad como
nosotros el éxito de su causa? (…) ¿Quién resiste? Sólo
aquél para quien ni su razón, ni sus principios, ni su con-
ciencia, ni su libertad ni su virtud son el último criterio,
sino que está dispuesto a sacrificar todas estas cosas si es

190
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
llamado en la fe y en exclusiva unión con Dios a actuar de
forma responsable y obediente, el responsable que quiere
que su vida no sea otra cosa que una respuesta a la pre-
gunta y la llamada de Dios”.
“Aprendamos a obrar con justicia sin palabras duran-
te un tiempo” –propone sobriamente Bonhoeffer en el
fragmento de un drama que trató de escribir por esa mis-
ma época–. “Palabras. Lo que teníamos por evidente lo
han convertido en una frase. Nosotros no lo hacemos por-
que así se nos haya predicado en periódicos y asambleas,
sino porque es evidente para nosotros. Preferimos no
hablar de los sumos bienes (…) ¿Quién, con buenas inten-
ciones, sigue poniendo todavía hoy en sus labios las
manoseadas palabras «libertad», «hermandad», más aún,
incluso la misma palabra «Alemania»?”
Estudiando, leyendo y probándose en nuevos temas y
géneros al escribir, el preso Bonhoeffer consigue renovar-
se espiritualmente y conquistar un espacio interno de
libertad. A hacerlo así le ayuda una férrea disciplina exter-
na: se levanta todos los días a las seis, luego se lava con
agua fría y hace gimnasia. Lo que viene después se lo cuen-
ta él mismo a sus padres en una carta fechada el 13 de
octubre de 1943: “Por las mañanas después de desayunar,
es decir, más o menos a partir de las 7:00, estudio teolo-
gía. Luego escribo hasta el mediodía, leo y a continuación
viene un capítulo de la Historia Universal de Delbrück,
algo de gramática inglesa, de la que todavía tengo mucho
que aprender, y para terminar, dependiendo de cómo me
encuentre, leo o escribo otra vez. Por la tarde estoy lo sufi-
cientemente cansado como para tumbarme un rato a la
bartola, aunque sin echarme a dormir todavía”.
Los intentos literarios que nacen en la celda 92 sirven
también para autoconvencerse y asimilar el pasado, y le

191
“tendríamos que haber gritado” enseñan a desasirse, a componérselas con la amenaza de
perder su patria espiritual y familiar. Bonhoeffer a Bethge:
“Para mí este enfrentamiento con el pasado, el intento por
retenerlo y reconquistarlo y, sobre todo, el miedo a per-
derlo es poco menos que la música de todos los días en mi
vida actual (…)”.
El fragmento dramático y la novela que interrumpe al
poco de haberla empezado giran ambos en torno a la his-
toria de una familia burguesa. Dos soldados heridos son
los protagonistas de la pieza teatral: Heinrich, el desilu-
sionado descargador del muelle, y el hijo de un médico
Christoph. En el pasado, Heinrich, como un perfecto estú-
pido, había proporcionado comida a niños de la calle que
vivían vagabundeando de aquí para allá y leía en secreto
la Biblia por las noches. Pero durante la guerra le han
herido de bala y ha quedado mutilado, y en el hospital
militar han conseguido salvarlo contra su voluntad, “con-
vertido en un remiendo que tal vez consiga aguantar un
par de años”, y ahora se siente perdido: “Dios quería que
muriese, la muerte vino cuando tenía que hacerlo, los
hombres quisieron que viviese y ahora le pertenezco al
Diablo”. El proletario observa con desconfianza al culti-
vado hijo de médicos, siempre hablando con tanta pro-
piedad de los grandes valores, pero a la vez le envidia:
“Vosotros tenéis un fundamento, un suelo bajo los pies,
un lugar en el mundo, para vosotros hay cosas que son
evidentes de por sí, que defendéis y por las que dejaríais
tranquilamente que os cortaran la cabeza, porque sabéis
que vuestras raíces son tan profundas que volverán a cre-
cer de nuevo”.
Señalado también por la muerte, Christoph no niega
ser un idealista. Las “grandes palabras” –dice– no eran
propiedad ni de la voz de la masa ni de los titulares, “sino

192
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
de los corazones de los pocos que las defienden con su
vida (…) Hay un criterio insobornable para lo grande y lo
pequeño, lo valioso y lo fútil, lo auténtico y lo impostado,
la palabra que tiene peso y las simples habladurías: es la
muerte. Quien se sabe próximo a la muerte, está decidido,
pero se guarda también de hablar (…)”. Pero Christoph
pone ese silencio en cuestión cuando los otros dejan de
entenderle: “Eso viene de querer ser altivo sin tener talen-
to para ello. ¡Heroísmo de teatro!”.
En la novela, que Bonhoeffer empezó a garabatear en
folios cuadriculados DINA-4, los hijos de dos familias
unidas por lazos de amistad en una ciudad de provincias
tendrían que haber desarrollado un sentido de la respon-
sabilidad hacia la comunidad. Pero cuando Bonhoeffer
advierte que las figuras de su drama y de su novela son
incapaces de hilar una conversación animada y se enredan
sin remedio en interminables monólogos filosóficos sobre
la muerte, el suicidio, Dios, la verdad y una Alemania
mejor; que su estilo es poco menos que una copia de
Stifter, Fontane y Keller, a quienes en ese momento lee
entusiasmado; y que lo único que está haciendo es trans-
figurar el mundo burgués en lugar de criticarlo, abando-
na sus intentos literarios. Bonhoeffer fue siempre un críti-
co implacable de sí mismo, y no le cuesta reconocer que
no ha nacido ni para dramaturgo ni para novelista.
En cambio sí consiguió terminar el relato corto Adiós,
camarada. Es la historia de un mutilado de guerra al que
se destina a ejercer de vigilante en una prisión, donde su
humanitarismo le granjea muy pronto la animadversión
de sus escaldados colegas. El rostro del antiguo soldado
ha sido desfigurado por los lanzallamas: “La boca no tie-
ne labios, de las orejas sólo queda la mitad”, pero sus ojos
ven la miseria ajena, sus oídos saben escuchar y su des-

193
“tendríamos que haber gritado” trozada boca tiene el descaro de decir que no tiene ningún
sentido encerrar a la gente durante meses “por chiquilla-
das”, que “con eso lo único que se consigue es que se
echen a perder”. No pasa mucho tiempo sin que al inso-
portable guardián lo envíen con su obsesión por la digni-
dad humana a otro destino.

una historia de amor nada romántica

Con sus libros y su gramática inglesa, escribiendo car-


tas y probando a ser novelista Bonhoeffer consigue una y
otra vez olvidarse de dónde está por un par de horas o una
tarde. Pero estar preso es estar preso, y Bonhoeffer lleva
ya estándolo dos amargos años. Los amigos que tiene fue-
ra se alegran en ocasiones de que el proceso haya sido
aplazado tantas veces; son muchos los casos que se cono-
cen de acusados a los que se ha absuelto nada más que
para trasladarlos inmediatamente de la audiencia al cam-
po de concentración, en “custodia preventiva”, como se
decía entonces. Y hasta es posible que al final incluso se
produzca un golpe de Estado.
Por su parte, el preso que se sienta en su diminuta cel-
da como una sardina en lata, con el cubo para sus necesi-
dades a un lado y el tragaluz sobre su cabeza permitién-
dole adivinar cielo, nubes, sol y aire libre, está cerca de
desesperarse en muchas ocasiones. “Separado de perso-
nas, trabajo, pasado, futuro”, garabatea en una nota.
“Pasar el tiempo, matarlo. Fumar en la vacuidad del tiem-
po. (…) Huir de la experiencia del tiempo soñando, asus-
tarse al despertar”. Una tarde de abril de 1944 escribe,
haciendo esfuerzos para dominarse, que ha oído cantar
fuera a un par de pájaros. “Estas largas y cálidas tardes
que estoy viviendo aquí ya por segunda vez no me sientan

194
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
nada bien. Tiran de uno hacia fuera y uno podría acabar
haciendo alguna tontería si no fuera tan «racional»”.
Lo que peor llevó Dietrich fue su separación de María
von Wedemeyer, una joven de dieciocho años bella, inte-
ligente y llena de ganas de vivir con la que se había pro-
metido en matrimonio pocos meses antes de ser arrestado.
“Hace ya un año que nos prometimos y todavía no hemos
estado a solas juntos ni una sola hora –le confía a su ami-
go Bethge–. ¿No te parece una locura?”
La relación había sido conflictiva desde el primer
momento. Se habían conocido en Finkenwalde, donde la
pequeña María había acudido al oficio divino acompaña-
da de su abuela, sus tíos y sus primos. Cuando la mucha-
cha había cumplido ya dieciocho años, Bonhoeffer volvió
a coincidir con ella en la finca de la abuela de María. La
vieja dama le recordaba a su propia abuela, resuelta y
decidida, conservadora y cosmopolita a la vez, una fiel
partidaria de la Iglesia Confesante, como toda la familia.
Los Wedemeyer: un gameto de obstinación prusiana, vie-
ja nobleza pomerana de provincias, consciencia de clase
–aunque sensible a los problemas de los trabajadores del
campo– y orgullo nacional, lleno sin embargo de despre-
cio por los rufianes de camisa parda que disfrazan sus tro-
pelías de amor a la patria. Inventos de última moda como
la calefacción central o el agua corriente había renuncia-
do indignada la familia a instalarlos en su finca, pero, sin
embargo, se había ocupado de que fuera lujosamente
renovada la iglesia del pueblo al casarse su hija mayor.
El padre, Hans von Wedemeyer, un hidalgo rural de
rancio abolengo, había pertenecido hasta 1933 a la liga
de combatientes antirrepublicana y antijudía Stahlhelm3.
Como hombre de confianza de Franz von Papen, el ante-

3. Casco de acero. (N. del T.)

195
“tendríamos que haber gritado” cesor de Hitler en la cancillería del Reich, Wedemeyer
acabaría sin embargo desempeñando un papel autónomo.
Al renunciar von Papen, quien en secreto abrigaba simpa-
tías monárquicas, al puesto de canciller en noviembre de
1932 junto a su “gabinete de barones”, Wedemeyer asu-
mió la dirección de su oficina de Berlín y trató de valerse
de su posición para frenar el ascenso de Hitler. Se suponía
que von Papen hubiera debido impedir que Hindenburg
nombrase canciller a Hitler. Vana suposición: el mismo
von Papen, en efecto, ingresó a renglón seguido en el gabi-
nete ministerial del “Führer”, figurándose, del todo inge-
nuamente, que sería capaz de dirigir los pasos de un Hitler
inexperto en política. Wedemeyer renunció a su cargo,
salió absuelto de un proceso de difamación por los nazis,
marchó al frente en 1939 –“vivimos en la posada del
Diablo”, afirmó asqueado, “y si ganamos la guerra ya no
saldremos de ella nunca más”– y cayó el 22 de agosto de
1942 en Stalingrado a los 64 años de edad.
María y Dietrich se enamoraron casi sin darse cuenta.
El afamado pastor, de 36 años, bastante regordete para
entonces, no era ya precisamente, medio calvo y con sus
gafas de intelectual, el príncipe azul con el que habría
soñado una joven que sentía pasión por los deportes y la
naturaleza. Por su parte, Dietrich tampoco se había toma-
do en serio al principio a aquella tozuda bachillera que sin
zapatos (y con las medias llenas de grandes agujeros) solía
bailar por toda la habitación al son de las canciones de
moda que ponía en su gramófono, sin parar en ningún
momento de hablar de sus caballos. Bonhoeffer era, ade-
más, un patriarca sin apenas experiencia con las mujeres,
habituado a ver en ellas más bien a la futura y atareada
ama de casa que a una compañera de conversación que
pensara por sí misma y tuviera sus propios planes.

196
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
El sermón nupcial que en mayo de 1943 escribió
Bonhoeffer en su celda pensando en la boda de su amigo
Eberhard Bethge y su sobrina Renate, es más que elo-
cuente. En el estilo doctrinal-autoritario de una encíclica,
se pone aquí el acento en la obligación que el marido tie-
ne de amar tiernamente a su esposa, pero acentuándose
todavía aún más la posición de preeminencia de él, queri-
da por la voluntad de Dios: “Está la honra de la esposa en
servir a su marido y ser su auxiliar (…) Insanos son los
tiempos y circunstancias en que la mujer pone su ambi-
ción en ser como el hombre (…) El lugar en que ha pues-
to Dios a la mujer es la casa del marido (…) un castillo en
la tormenta del tiempo, un refugio, un santuario incluso
(…) La vocación y felicidad de la mujer están en cons-
truirle al hombre ese mundo en el mundo y actuar en él.
(…) Como cabeza de familia él se responsabiliza de la
mujer, el matrimonio y la casa (…) Él es el portero que
amonesta, castiga, ayuda y consuela y que responde de
su casa ante Dios”. María se habría sentido horrorizada
con este reparto de papeles; amaba su libertad y lo que
quería era estudiar matemáticas, y no convertirse en un
ama de su casa.
Por fortuna, Bonhoeffer no pudo pronunciar su ser-
món y María se limitó a reflexionar en su diario sobre los
“muchos obstáculos externos” que se oponían a la rela-
ción: “Él es para su edad viejo y sabio, el clásico ejemplo
del estudioso. ¿Cómo podré yo, a quien tanto le gustan
bailar, cabalgar, hacer deporte y divertirse, prescindir de
todas esas cosas?”
Los papeles, absolutamente irreconciliables, que ambos
se imaginan desempeñando y las ideas, del todo contradic-
torias, que la desigual pareja se hace del futuro, tampoco
tenían de entrada tanta importancia; razones de otro signo

197
“tendríamos que haber gritado” para no continuar con la relación las había ya en número
más que suficiente: la diferencia de edad entre ambos, la
delicada posición de Bonhoeffer –un pastor sin empleo y
un profesor universitario sin permiso para ejercer– y sus
arriesgadas actividades políticas, que los Wedemeyer intuí-
an más que conocían. En la abuela de María Bonhoeffer
tenía sin duda un poderoso aliado, pero el resto de la fami-
lia se llevó las manos a la cabeza, y la madre de María,
desesperada, le pidió a Dietrich que se separaran durante
un año, con el propósito de aclarar las cosas, al pedirle éste
oficialmente la mano de su hija en noviembre de 1942. De
nada sirvió; el 13 de enero de 1943 María y Dietrich se
prometieron, y a partir de ese momento la familia ya no
volvió a oponerse a la unión, ni siquiera cuando el novio
de su hija ingresó poco después en prisión.
En ese momento María no había cumplido todavía los
diecinueve años. Pero a su obstinada cabezonería y a una
jovial espontaneidad María fue capaz de unir un realismo
sorprendentemente maduro para su edad –de hecho el
capital que más acertadamente podía invertirse en una
relación con un hombre difícil y, por si fuera poco, ence-
rrado entre rejas–. En las anotaciones del diario de María
no se advierte un solo trazo de romanticismo adolescente.
Su lugar está ocupado por un análisis sobrio –aunque en
modo alguno cínico– de lo que realmente se esconde detrás
de este amor tan poco romántico, del que ella misma se
pregunta si no será un sustitutivo del padre admirado y
recientemente fallecido. Luego María rendirá sus armas y
le escribirá a su prometido a su celda que “la confianza y
el cariño no se pueden explicar (…) Estaban allí, cuando te
conocí –sin yo saberlo, sin que yo misma me lo hubiera
confesado–. Créeme cuando te digo que soy honesta con-
migo misma, y sin embargo durante largo tiempo pensé lo

198
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
contrario, hasta que traté de apartarte de mi pensamiento.
Y ahora sé que eso ya no es posible y que, siempre que lo
haga, tendré a la vez que dejar de pensar en mí misma”.
María y Dietrich: los dos eran capaces de pasar por
encima de sus clichés preconcebidos y permitir que les sor-
prendieran. Dietrich encontró interesante que María qui-
siera estudiar matemáticas y que fuera muy distinta de la
mujer que él se imaginaba como ideal. Y María quiso des-
cubrir por qué aquel hombre, precisamente, tenía que
escribir libros de teología, que ella siempre había conside-
rado aburridos. Una base más que buena para encariñar-
se con alguien y no limitarse a buscar más que una calco-
manía de los propios sueños.

un patriarca capaz de aprender

María le escribió a su Dietrich encantadoras cartas


después de su arresto. “He dibujado con tiza una línea en
torno a mi lecho, más o menos del tamaño de tu celda”.
“Dentro he puesto una mesa y una silla donde imagino
que estarán las tuyas. Y cuando estoy allí sentada, por un
momento me parece que estuviera a tu lado”. Cuando
recibe correspondencia de él, María encuentra fascinante
“que una carta como ésta haya estado no hace mucho
tiempo a tu lado, en tu celda, que tanto me gustaría ver
alguna vez, puesta ante ti sobre la mesa y perteneciéndo-
te. Qué pena que no puedas esconderte en un sobre y
enviarte sin más a ti mismo. Aunque lo más probable sería
que te sacaran de él al inspeccionarlo”.
Al principio, Dietrich sólo podía añadir un brevísimo
saludo para María en las cartas que enviaba a sus padres,
las únicas que estaba autorizado a escribir. Hasta que no
pasaron varios meses de interrogatorios, no tuvo permiso

199
“tendríamos que haber gritado” para escribirle cartas por separado a su prometida. Sus
palabras le parecen a ella “como una mano abierta que
puedo tomar entre las mías, que amo y a la que me pue-
do asir con firmeza”. Hasta el 24 de junio de 1943 no les
autorizaron a verse por primera vez –más de dos meses y
medio después de que hubiera sido él detenido–, en la cel-
da para visitas, bajo la supervisión de los guardias. A par-
tir de esa fecha, tuvieron por regla general permiso para
verse una vez al mes. La situación era rara; “nos sentamos
todos los meses durante una hora en un banco, como si
hubiéramos vuelto a la escuela, y luego nos separan otra
vez –le contará después Bonhoeffer a Bethge con su acos-
tumbrado humor negro–; lo que sabemos del otro es poco
menos que nada, no hemos vivido nada juntos, pues a fin
de cuentas incluso estos meses los vivimos por separado.
María cree que soy un dechado de virtud, perfección y
religiosidad cristiana, y yo me veo obligado, para tran-
quilizarla, a escribirle cartas como si fuera un mártir de la
Antigüedad, con lo que la imagen que ella se hace de mí
es cada vez más falsa. ¿No es ésta una situación imposible
para ella?”.
Su joven prometida da muestras de una insospecha-
da fortaleza, pero, como es natural, ella también sufre
la separación, que parece que no vaya a terminar nun-
ca. “Qué pena que no pueda esconderme en el bolsillo
de tu chaqueta, convertida en una edición en miniatura
de mí misma –escribe, llena de nostalgia, tras una de
esas breves visitas–. Tú me llevarías entonces hasta tu
celda, y allí podríamos hablar largo rato los dos sin que
nadie nos molestara”.
La pícara ternura de María no puede hacer que se des-
vanezcan los conflictos, incubados a cámara lenta entre
dos personas tan distintas y que, en ocasiones, se abren

200
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
paso en sus cartas, como cuando los dos discuten larga-
mente sobre sus gustos literarios. Dietrich está empeñado
en que María aprecie “la pureza del lenguaje y los carac-
teres” de Stifter y no puede entender que ella encuentre
aburrida la épica ampulosa de sus novelas. Por su parte,
a María le gustaría que él sintiera tanto entusiasmo como
ella por la poesía de su autor predilecto, Rilke, pero todo
lo que cosecha es un rechazo cortés (“son otros los
tonos en los que está afinado mi corazón”). Con su ami-
go Bethge Bonhoeffer es más sincero: “Por desgracia, no
estoy de acuerdo con María en el terreno literario” –dice
molesto–. “Pero pienso que es sólo una cuestión de tiem-
po. No me gusta nada que hombres y mujeres sean de
opiniones distintas. Ambos tendrían que ser juntos como
un baluarte inexpugnable, ¿no te parece?”. Dietrich con-
tinúa diciendo que la generación de María se ha criado
leyendo “muy mala literatura contemporánea” y que,
por ello, difícilmente puede conectar con las “cosas ver-
daderamente buenas”.
La peculiar religiosidad de la joven parece haberle cau-
sado también algunos quebraderos de cabeza al teólogo
de profesión. María habla de días en los que han cambia-
do toda clase de impresiones y opiniones sobre la resu-
rrección, y piensa que cuando hay que discutir durante
tantísimas horas sobre una “simple cuestión de fe”, lo
único que eso indica es que se ha perdido la fe hace ya
mucho tiempo. Y cuando ella se siente “vacía e insensi-
ble” en la iglesia, lo que realmente le gustaría es irse:
“¿No crees que cuando en una comunidad auténtica uno
no puede avanzar con los demás en la misma dirección, lo
único que está haciendo es impedir que ellos lo hagan?”
Es probable que los desacuerdos enturbiaran incluso
sus raras reuniones en la celda para visitas de Tegel y que

201
“tendríamos que haber gritado” allí no fuese tan fácil encubrirlos como en las cartas,
en las que ambos se esfuerzan por llegar a una armonía.
A comienzos del verano de 1944, María le pide de pronto
a Dietrich que le permita distanciarse de él durante un
tiempo, para poder reflexionar sobre el futuro de su com-
promiso.
“Seamos totalmente francos” –le había escrito él un
par de semanas antes–. “En ocasiones nos resulta difícil
creer que nos profesemos verdadero cariño, tan poco es
lo que todavía nos conocemos. Y, sin embargo, siempre
que las dudas han empezado a asediarme, las he comba-
tido y rechazado. ¿Cómo podrías tú quererme después de
todo lo que ha pasado? Y, sin embargo, de alguna mane-
ra es cierto y lo será cada vez más en el futuro. Es una
semilla que crece. (…) No debemos forzar absolutamen-
te nada”.
El que habla aquí es otro Bonhoeffer, uno que ya no
es el futuro esposo que trata de modelar a su prometida
según sus escalas y que esconde su inhibición tras las auto-
ritarias maneras de un maestro de escuela. Es un hombre
completamente nuevo, un poco tímido y torpe todavía a
la hora de expresar sus sentimientos, capaz de aprender,
crítico consigo mismo y agradecido por el regalo que es
esa persona indomable, emotiva y afectuosa. María tiene
que creerle –le ruega en su siguiente carta– cuando él le
dice que la quiere “tal como eres y por ser como eres,
joven, alegre, fuerte, buena, orgullosa, (…) que no sean
esas palabras lo que oigas, María, sino lo que tras ellas
suspira por ti y por nuestro futuro; que no sean esas letras
petrificadas lo que veas, sino –te lo ruego– lo que se escon-
de tras ellas, un corazón débil, torpe, egoísta y lleno de
pliegues que, sin embargo, piensa que ya solamente alcan-
zará la paz en la tierra si el tuyo se le abre”.

202
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
El año anterior, él había estado dándole ya vueltas a
la dicha “inmerecida” que era para él esa mujer, y des-
pués de una de sus visitas Bonhoeffer le confesó que “al
regresar a mi celda después de que hayamos estado jun-
tos, lo que en mí predomina no es, como podrías pen-
sar, un sentimiento de desesperación por estar prisione-
ro; lo que me embarga es la idea de que me hayas acep-
tado. A fin de cuentas, podrías haber tenido muchas y
muy buenas razones para decirme que no”. En abril
de 1944 él ya no se contiene más: “Cuán diferente po-
dría ser hoy tu vida –en ocasiones, me asalta ese pensa-
miento, lo difícil que te pongo las cosas, debes perdo-
narme, tú te mereces algo mejor, infinitamente mejor–;
pero luego me acuerdo de tus cartas y de cuando estás
aquí, y me asombro, me asombro de encontrar en ti ver-
dadera alegría, amor, paciencia y firmeza; yo no puedo
entenderlo, pero puedo creerlo y aferrarme a ello y lle-
narme también por ello de alegría y felicidad, mi queri-
da María”.
En casa, en el distinguido barrio de Grünewald, se
había uno esforzado en educar a sus hijos para que fueran
caballeros siempre dueños de sí mismos, contenidos,
racionales, fríos en el buen sentido de la palabra. ¡Los sen-
timientos nunca deben mostrarse, y los papeles han de
mantenerse a cualquier precio! Lo difícil que tiene que
haber sido para este alma espartana confesar: “Sin ti no
puedo seguir”. En un agitado proceso, Bonhoeffer apren-
de a aceptar su parte blanda, a dejar que salgan sus emo-
ciones, a romper la coraza protectora.
En junio de 1944, en el momento culminante en la cri-
sis de la relación, Bonhoeffer hace algo que no se había
atrevido a hacer en sus treinta y ocho años de vida: escri-
bir un poema de amor, lleno de melancolía:

203
“tendríamos que haber gritado” Te fuiste, dicha amada y sufrimiento duro de amar,
¿cómo te llamaré? ¿Necesidad, vida, bienaventuranza,
parte de mi ser, corazón mío: pasado?
Cayó la puerta en el castillo,
oigo pasos que se alejan lentamente resonando.
¿Qué me queda? ¿Alegría? ¿Dolor? ¿Exigencia?
Esto sólo sé: te fuiste, y todo se ha ido.

¿Sientes cómo tiro ahora de ti,


cómo me aferro firmemente a ti hasta hacerte daño?
¿Cómo te desgarro hasta hacerte sangrar,
sólo para estar cierto de tu cercanía,
tú, vida física, terrena, plena?
(…)

Quisiera respirar el aroma de tu ser,


aspirarlo, permanecer en él,
como recias flores llaman en un cálido día de verano
a las abejas para que sean sus huéspedes
y las embriagan,
como se emborrachan los noctámbulos de alheña,
pero un rudo golpe de viento destruye aroma y flores
y yo me quedo mirando como un tonto
lo ido, desaparecido.
(…)
Tu cercanía me despierta en mitad de la honda noche
y tengo miedo:
¿he vuelto a perderte? ¿Te buscaré
siempre en vano,
a ti, mi pasado, mío?
Extiendo la mano
y rezo…
y aprendo lo nuevo:
lo pasado vuelve a ti
como fragmento vivísimo de tu vida
por gratitud y por arrepentimiento.
Toma en el pasado perdón y bondad de Dios,
reza para que te proteja Dios hoy y mañana.

204
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
Por su parte, María también aprende cosas en esta
agotadora relación. Ya no es una niña protegida, sino la
futura esposa de un detenido que tiene que permitir que
los funcionarios la traten de estúpida y pelear por que se
le autoricen visitas, entregar paquetes de colada y pasar
cartas de contrabando. Ella participa del estigma de él, es
ella misma una apestada. En 1945 guiará a una columna
de refugiados procedente de Brandenburgo con las pre-
ciosas cartas de Dietrich atadas a su cintura. Tras la gue-
rra hace carrera en Estados Unidos como matemática y
programadora de ordenadores, y una gran empresa infor-
mática la nombra directora de su departamento de desa-
rrollo. De la comunidad Bonhoeffer, cada vez más nutri-
da, se mantiene a distancia; no quiere que la lleven de un
lado a otro como la “prometida de Dietrich” ni verse obli-
gada a revelar intimidades. En 1976 se deja por fin con-
vencer para participar en un simposio internacional con
ocasión del 70 cumpleaños de Bonhoeffer. Poco antes de
su muerte, en 1977, prepara la edición de las cartas.
En 1944, en cualquier caso, la pareja no llegó a sepa-
rarse. Los acontecimientos, en efecto, se precipitan, y ya
no hay tiempo para ocuparse de crisis personales.

el atentado contra Hitler y un desesperado plan de huída

Para el juicio seguía sin haberse señalado una fecha. El


interés del órgano instructor se centraba en Hans von
Dohnanyi, quien por su parte hizo además todo lo posi-
ble para que todas las flechas apuntaran en su dirección,
tal y como había quedado acordado entre los conjurados.
Dohnanyi era un experto jurista y como tal quien mejor
podía valorar qué cargos serían considerados como “se-
cretos de defensa” y tendrían por ello más posibilidades
de no ser incluidos en la vista.

205
“tendríamos que haber gritado” Su celo en señalarse como el responsable principal
hizo, sin embargo, que Dohnanyi atrajera sobre su perso-
na el odio de los investigadores y del personal de vigilan-
cia en el campo de concentración de Sachsenhausen –y
también en los calabozos subterráneos de la Oficina Cen-
tral de Seguridad del Reich, a donde sería finalmente tras-
ladado en febrero de 1945–. Durante semanas, Dohnanyi
yació postrado, mortalmente enfermo y semiparalizado
por una difteria, en una celda húmeda y sin calefacción;
no podía ir al baño y se le dejó que yaciera sobre sus pro-
pios excrementos. “Que reviente sobre su propia mierda”
–decía satisfecho el comisario de la policía judicial que
encabezó la investigación, el Untersturmführer4 SS Franz
Xaver Sonderegger–. Es posible que Dohnanyi fuera tam-
bién torturado; cosas así eran moneda corriente en la
Oficina Central de Seguridad del Reich.
Bonhoeffer fue en este proceso una figura al margen.
Al escrito de acusación que había recibido en septiembre
de 1943 no se le había añadido nada nuevo:
“Tribunal militar del Reich (…) Se formula acusación
contra el pastor Dietrich Bonhoeffer, nacido el 4 de febre-
ro de 1906 en Breslau, protestante, soltero, sin anteceden-
tes penales, en prisión preventiva desde el 5 de abril de
1943 en la prisión militar de Berlín-Tegel. Sobre el acusa-
do pesan sospechas fundamentadas de haber actuado
autónomamente en dos ocasiones en Berlín y otros lugares:
a) en el año 1939-40, con el fin de sustraerse tempo-
ralmente de forma fraudulenta al cumplimiento del servi-
cio militar;
b) en el año 1942, con el fin de posibilitar por otras
vías que terceras personas se sustrajeran temporal o par-
cialmente al cumplimiento del servicio militar;
4. Grado de la SS cuyo equivalente en la Wehrmacht sería el de alfé-
rez (Leutnant). (N. del T.)

206
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
– infringiendo con ello el § 5, párrafo 1, núm. 3 KSS-
VO [Ordenanza de delitos especiales de guerra] y el § 74
RStGB [Código penal del Reich]”.
A Bonhoeffer, en concreto, se le acusaba de que en
1939 y 1940 (cuando, si bien aún no trabajaba para la
Abwehr, todavía no se le había declarado útil para el ser-
vicio) se había hecho pasar fraudulentamente en varias
cartas a la oficina de reclutamiento de la Wehrmacht por
miembro de un organismo militar, así como de haber
intentado (en un caso por mediación de Dohnanyi) que un
candidato al puesto de pastor y el hijo de un pastor fue-
ran declarados “insustituibles” y exonerados por dicho
motivo del servicio en las fuerzas armadas. Al haber incu-
rrido en un delito de “derrotismo” podía condenársele a
muerte o decretarse, en “casos de menor gravedad”, su
ingreso en una penitenciaría o en prisión. Todo dependía
de cómo se interpretara el caso.
Bonhoeffer tenía sin duda una oportunidad, sobre
todo si el escrito acusatorio seguía sin moverse, como lo
había hecho en los últimos meses, de la montaña de ex-
pedientes. El Oberstkriegsgerichtsrat Roeder había sido
trasladado y su sucesor no parecía tener un especial inte-
rés ni por el pastor ni por sus viajes al extranjero. E in-
cluso Roeder había acabado por reconocer que desde
comienzos de 1941 Bonhoeffer había venido ocupando
realmente un puesto insustituible en la Abwehr. Con eso
ya no tenía por qué seguir sospechándose de sus numero-
sos contactos en el extranjero, y las únicas en tener toda-
vía que aclararse eran las falsas indicaciones que
Bonhoeffer había suministrado a la oficina de recluta-
miento de las fuerzas armadas antes de ser declarado apto
para el servicio, en un período en el que todavía podía
habérsele llamado a filas.

207
“tendríamos que haber gritado” Pero entonces vino el 20 de julio de 1944 y el fracaso
del atentado contra Hitler. De pronto, el grupo de conju-
rados al completo es descubierto. Se detiene a cómplices
en todas partes y en un corto período de tiempo son eje-
cutadas 190 personas. Parecía claro, como se indicaba en
un informe remitido por Ernst Kaltenbrunner –jefe de la
Oficina Central de Seguridad del Reich– a la cancillería
del partido, que en la “camarilla de conjurados” habían
desempeñado “un importante papel” lazos confesionales
y relaciones con la Iglesia. El cuñado de Bonhoeffer,
Dohnanyi, fue a parar al campo de concentración de Sach-
senhausen, y a su tío Paul von Hase, el comandante de la
plaza de Berlín, lo ahorcaron en Berlín-Plötzensee.
En los terrenos de un conjurado en la campiña de
Luneburgo salieron a la luz expedientes propiedad de
Dohnanyi, cuyo contenido era tan comprometedor como
para que este último hubiera dicho que cada hoja signifi-
caba una condena a muerte. Al detener a Dohnanyi, la
Gestapo había pasado por alto la caja fuerte con el mate-
rial, oculta en el sótano más profundo de la central de la
Abwehr en Zossen. Dohnanyi había querido que se des-
truyeran los expedientes, pero otro de los principales jefes
de la resistencia, el capitán general Ludwig Beck (llamado
a convertirse en “Regente del Reich” de haberse consu-
mado el golpe con éxito), insistió en que los documentos
tenían una importancia histórica y en que más tarde ten-
drían que poder justificarse ante el mundo los motivos que
habían hecho necesario el golpe de Estado. “Me importa
un comino la Historia –se dice que contestó Dohnanyi por
mediación de su mujer–; ¡diles que hay vidas en juego!”.
El material incriminatorio fue trasladado a un pabe-
llón de caza en la campiña de Luneburgo y enterrado allí
a seis metros de profundidad. Quedó bien claro, sin em-

208
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
bargo, que la Gestapo había recibido un soplo, porque sus
agentes realizaron excavaciones en toda la propiedad,
descubriendo, entre otras cosas, un guión para un golpe
de Estado escrito por el general de división Oster, diarios
del almirante Canaris con anotaciones sobre desplaza-
mientos al frente en los que éste había intentado ganarse
para el golpe a comandantes del ejército, actas sobre
las negociaciones que con ayuda del Vaticano se habían
entablado con organismos del gobierno británico y, por
último, una amplia correspondencia sobre los viajes al
extranjero de Bonhoeffer.
Con más detalle no se habrían podido documentar los
contactos del pastor con la resistencia alemana y la ver-
dadera finalidad de sus viajes a Genf, Estocolmo y Roma.
Hitler, echando espumarajos de rabia, ordenó que se pro-
siguieran las investigaciones.
A las puertas mismas de la muerte brilló sin embargo
un último relámpago de libertad: entre los soldados de
vigilancia Bonhoeffer se había ganado un amigo, el subo-
ficial Knobloch, un hombre que odiaba a los nazis y que
había sacado ya de contrabando de Tegel muchas cartas
del pastor. Knobloch había sido obrero y conocía bien las
colonias ajardinadas de los barrios proletarios de Berlín,
donde sabía que socialistas y comunistas perseguidos
seguían encontrando una y otra vez un lugar donde refu-
giarse. El suboficial quería desaparecer y llevarse consigo
a Bonhoeffer disfrazado de mecánico.
El plan era una temeridad, pero Bonhoeffer era ahora
un firme candidato a la pena de muerte y la familia no
lo dudó: Knobloch recibió un paquete con un mono de
mecánico, cartillas de racionamiento y dinero. La temera-
ria huída tendría que haberse producido en los primeros
días de octubre. Pero el 1 de ese mismo mes la Gestapo

209
“tendríamos que haber gritado” detuvo a Klaus, el hermano de Bonhoeffer (el cual fue tor-
turado salvajemente en prisión y asesinado por fin en
Moabit, sólo dos semanas antes de que terminara la gue-
rra en Europa, el 23 de abril de 1945), y Dietrich aban-
donó sus planes de huída para no comprometer todavía
más la situación de su hermano, sus padres y su prometida.

miedo a ser torturado

Una semana más tarde, el 8 de octubre de 1944,


Dietrich Bonhoeffer fue trasladado a la temida prisión que
la Oficina Central de Seguridad del Reich albergaba en
sus sótanos de la Prinz-Albrecht-Strasse. De camino a las
duchas el pastor se cruzó con el almirante Canaris, al que
se había detenido nada más producirse el atentado. “Esto
es el infierno” –le dijo Canaris con los ojos vacíos–.
Ahora ya no había más contactos ni esperanzas. A
María no volvería a verla nunca más, pese a que ella tra-
tó casi cada día de que se le concediera una autorización
para visitarle; tan sólo en Nochebuena se permitió que
Bonhoeffer le escribiera una carta, en la que él fanfarro-
neaba diciéndole que no se había sentido abandonado ni
un momento: “Es como si el alma desarrollara en soledad
órganos de los que normalmente no sabemos casi nada
(…) A ti, a mis padres, a todos vosotros, los amigos y
alumnos del campo, os tengo plenamente presentes en
todo instante. (…) Sois un reino grande e invisible en el
que uno vive y de cuya realidad no se tienen dudas”. Y al
final: “¿Podrías diseñarme los calzoncillos de forma que
no se cayeran? Aquí no hay tirantes”.
En realidad, Bonhoeffer estaba casi con toda seguridad
muy lejos de encontrarse tan sereno. Su compañero de
prisión, Gaetano Latmiral, contó varias décadas después,

210
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
en un documental, que al fracasar el atentado, estando
todavía en Tegel, el pastor le había manifestado su temor
a “ser trasladado y no poder soportar el dolor físico en
caso de que le interrogaran. En ese caso, consideraba que
estaba justificado suicidarse. Me lo dijo con toda claridad”.
De hecho, se le amenazó con torturarle y con que se
haría objeto de represalias a su prometida y a sus padres.
Sus compañeros de prisión hicieron constar en acta que al
principio Bonhoeffer calificó los interrogatorios, en los
que ahora ya no era posible seguir disimulando ni camu-
flándose por más tiempo, de “lisa y llanamente repulsi-
vos”. Pero luego es evidente que los instructores adopta-
ron de nuevo una estrategia menos agresiva, con el fin de
obtener información sobre el resto de los conjurados y los
objetivos de la resistencia. Bonhoeffer seguía siendo con-
siderado a fin de cuentas, comparativamente hablando,
una figura poco importante, pero aun así formaba parte
junto con Canaris, Oster, Dohnanyi y Josef Müller del
grupo para el que, tras desenterrarse las actas en la cam-
piña de Luneburgo, se había constituido una comisión
especial de la Oficina Central de Seguridad del Reich. Los
miembros de la comisión tenían la obligación de mante-
ner en absoluto secreto sus actividades y, al parecer, el
informe final que elaboraron fue a parar directamente a
manos de Hitler, Himmler y Kaltenbrunner.
La nueva táctica de los investigadores hizo que la vida
de Bonhoeffer en el sótano fuera un poco más agradable
y le permitió disponer otra vez de libros y papel. De lo
declarado por sus jueces en el proceso en el que éstos fue-
ron a su vez encausados en 1955 se deduce que, aunque
Bonhoeffer mantuvo la boca cerrada cuando se trataba
de amigos que corrían verdadero peligro, intentó com-
placer a sus interrogadores suministrándoles todo tipo de

211
“tendríamos que haber gritado” información sobre sus interlocutores ingleses y suecos
–a los que nada de todo aquello podía perjudicar– y que
mostró una gran habilidad para reinterpretar bajo una
luz favorable hechos incriminatorios: por ejemplo, argu-
mentando que había realizado sus viajes al extranjero con
el fin de establecer contactos que sirvieran a los intereses
nacionales.
Su celda en la prisión subterránea de la Prinz-Albrecht-
Strasse era aún más pequeña que la de Tegel; la calefac-
ción funcionaba mal y dejó en absoluto de hacerlo a prin-
cipios de febrero de 1945. Aquí no había ningún patio por
el que pasear respirando aire fresco y las comidas consis-
tían en sucedáneo de café, pan con mantequilla y mer-
melada y –como colofón de mediodía– un plato de sopa.
Por suerte, se permitió que la familia le enviara todas las
semanas un paquete con comida. Y los guardias dieron
muestras poco a poco de una mayor humanidad; uno de
sus compañeros de prisión recuerda con asombro que
Dietrich se mantuvo tan educado y amable con todos, que
incluso llegó a ganarse las simpatías del violento personal
de vigilancia.
Bonhoeffer esperaba la muerte, con la que ya se había
reconciliado. La tarde del 21 de julio –nada más recibir la
noticia de que el atentado había fracasado– escribió para
Eberhard Bethge un texto visionario titulado “Estaciones
de camino a la libertad”. Allí se dice:

“Maravillosa transformación. Te han atado


las fuertes y activas manos. Impotente, solo, ves el final
de tus actos. Pero coges aire y pones la diestra
en silencio y consolado en una mano más fuerte dándote por
satisfecho.
Sólo por un momento tocaste bienaventurado la libertad,
luego se la entregaste a Dios, para que él, señorialmente, la
lleve a su consumación”.

212
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
Y el singular poema termina así:

“Ven, pues, pascua suprema en el camino a la libertad eterna,


muerte, derriba penosas cadenas y muros
de nuestra carne pretérita y nuestra deslumbrada alma,
que por fin podamos contemplar lo que aquí no nos está
dado ver.
Libertad, a ti te buscamos largo tiempo en disciplina, actos
y sufrimiento.
Muriendo te reconocemos ahora en el rostro de Dios”.

Sus compañeros de prisión hablan –una vez más– de


la imperturbable serenidad que mostró Bonhoeffer en el
búnker antiaéreo cuando, al acertar una bomba en el
tejado, la entera construcción amenazó con venirse aba-
jo en medio de un ruido ensordecedor: “Bonhoeffer per-
maneció completamente tranquilo, sin hacer una sola
mueca (…), como si no hubiera pasado absolutamente
nada”.
En esta siniestra prisión nacieron en los últimos días de
1944 los famosos versos sobre la luz que brilla en la
noche:

“Rodeado lealmente y en silencio por poderes buenos,


maravillosamente por ellos protegido y consolado,
quiero vivir con vosotros estos días
y con vosotros entrar en un nuevo año.

Todavía quiere el viejo atormentar nuestros corazones,


todavía pesa sobre nosotros la difícil carga de días malos,
ay, Señor, concede a nuestra sobresaltada alma
la salvación para la que Tú nos has preparado.

Que si nos alargas el cáliz pesado, el amargo,


del sufrimiento, lleno hasta su mismo borde,
lo beberemos dándote gracias sin temblar
de Tu buena y amada mano.

213
“tendríamos que haber gritado” Mas si quieres que volvamos a alegrarnos
en este mundo y bajo el brillo de su sol,
entonces nos acordaremos de lo pasado
y a Ti te pertenecerá nuestra vida entera.
Haz que ardan hoy cálidas y en silencio
las velas que llevaste a nuestra oscuridad,
vuelve, si eso es posible, a reunirnos de nuevo,
sabemos que Tu luz brilla en la noche.

Y si el silencio se esparce hondo en derredor nuestro,


haznos oír ese acorde pleno
del mundo, que invisible en torno a nosotros se dilata,
el alto cántico de alabanza de todas Tus criaturas.

Por buenos poderes maravillosamente amparados,


esperamos consolados lo que haya de venir.
Dios está con nosotros por la mañana y por la tarde
y con certeza cada nuevo día que empieza también”.

Bonhoeffer dedicó el poema a su madre, a la que, para


sorpresa de todos, se le autorizó a enviar un par de líneas
por su setenta cumpleaños, el 30 de diciembre de 1944.
En la oración en verso, que luego se haría mundialmente
famosa y a la que tantas veces se ha puesto música, ha
querido verse, equivocadamente a juicio de la biógrafa de
Bonhoeffer Renate Wind, un idilio piadoso; en realidad,
su contenido sería mucho más dramático y reflejaría según
Wind “que alguien ha llegado a ese punto en el que puede
decir sí a ambas cosas: a la vida tanto como a la muerte”.

“es el fin: para mí el comienzo de la vida”

El 7 de febrero de 1945 –los bombarderos aliados ha-


bían convertido ya amplias zonas de Berlín en un desierto
humeante, acertando también de lleno a la Oficina Cen-
tral de Seguridad del Reich– Bonhoeffer fue trasladado al

214
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
campo de concentración de Buchenwald en Turingia y
recluido en una celda subterránea y húmeda para presos
“destacados” fuera del campo. No había luz natural, algo
a lo que Bonhoeffer ya estaba acostumbrado, y en un
corredor subterráneo los detenidos podían pasear de vez
en cuando. Su actitud siguió siendo la misma de siempre:
“Bonhoeffer era todo modestia y amabilidad –recuerda
uno de sus compañeros de prisión, el oficial de la fuerza
aérea británica Payne Best–. Una atmósfera de felicidad,
de gozo ante el incidente más nimio de la vida y de grati-
tud por el simple hecho de estar vivo parecía irradiar
siempre de él”. Además, Bonhoeffer tenía ahora un com-
pañero de celda, el general de artillería Friedrich von
Rabenau, con el que discutía animadamente de teología y
jugaba interminables partidas de ajedrez.
A comienzos de abril, cuando las tropas norteamerica-
nas habían alcanzado ya el Werra, estos presos fueron
transportados en un camión cerrado y sobrecargado al
Alto Palatinado bávaro, donde empezaron a trasladarles,
aparentemente sin rumbo fijo, de un sitio a otro. El vehí-
culo era lo que se conocía como un “holzvergaser”, por lo
que estaba equipado con un generador que tenía que vol-
ver a calentarse con leña al cabo de una hora de trayecto,
lo que hacía que el aire resultase prácticamente irrespira-
ble en la plataforma de carga.
El transporte pasó por Flossenbürg, por tamaño el
cuarto campo de concentración del Reich alemán, en
aquellos días finales con más de quince mil presos y cien-
tos de Aussenkommandos5 tras sus alambradas. Los tra-
bajadores-esclavos aquí encarcelados tenían que picar pie-
dra en las canteras a 25 grados bajo cero sin guantes ni
calcetines, martilleando la roca con herramientas primiti-

5. Grupos de internados que trabajaban fuera del campo. (N. del T.)

215
“tendríamos que haber gritado” vas, arrastrando montañas de piedras a paso ligero por el
campo y soportando terribles palizas cuando, casi conge-
lados por el frío, se atrevían a decir que estaban enfermos.
Interminables horas de pie en el campo de revista y la
muerte colgado de un poste, con las manos atadas a la
espalda, en el caso de los reclusos más díscolos eran mone-
da corriente en el orden del día. Heinrich Bodet, uno de los
supervivientes del campo contaba también lo siguiente:
“Uno de los pasatiempos invernales predilectos de la
SS consistía en sumergir a un preso con la ropa puesta en
un barril de agua hasta que estuviera calado hasta los hue-
sos. Luego lo trasladaban al campo de revista, donde en
unos pocos minutos se transformaba en un bloque de hie-
lo. Las zonas de la piel que quedaban al descubierto en el
rostro y las manos formaban grandes burbujas, que
reventaban al poco tiempo. Esta tortura se repetía en oca-
siones al cabo de dos o tres horas. En la segunda o la ter-
cera de esas veces a las víctimas había que apoyarlas con-
tra la pared, porque, aunque ya no eran capaces de soste-
nerse de pie por sí solas, como se habían convertido en un
bloque de hielo tampoco podían derrumbarse. La muerte
solía producirse al cabo de unas cinco u ocho horas”.
De los reclusos treinta mil al menos no pudieron sobre-
vivir a los tormentos. El pequeño grupo de Bonhoeffer se
llenó de alegría cuando el camión prosiguió su marcha
tras hacer una breve parada; algunos testigos creen haber
oído cómo se decía: “Seguid, seguid, aquí no podéis que-
daros… demasiado lleno…”. Es posible que se tratara
también de un error y que en el caos de las últimas sema-
nas de guerra la orden de ejecución hubiese quedado dete-
nida en alguna parte.
Por un día el vehículo hizo alto en la prisión judicial de
Regensburg, donde acababa de ingresar un transporte con

216
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
“presos familiares”, entre ellos los parientes de Carl
Goerdeler –uno de los primeros miembros de la resisten-
cia conservadora–, del jefe del Estado Mayor Franz
Halder y del conde von Stauffenberg, el autor del atenta-
do del 20 de julio. También se hallaba aquí detenido en
ese momento Léon Blum, el último Primer Ministro de la
Francia libre, al que se preveía conducir a la “Fortaleza
Alpina” de Hitler para ejecutarlo allí. En una prisión judi-
cial como ésta la atmósfera era relativamente amable: los
presos podían charlar entre ellos y comunicarse cosas
importantes. “Bonhoeffer dijo tener la esperanza de que
su grupo –recuerda Anneliese Goerdeler– hubiese salido
ya de la zona de mayor peligro”. Por boca de Bonhoeffer,
ella misma había llegado a saber que lo más probable era
que ya hubiesen ejecutado a su marido, el antiguo com-
pañero de celda de Dietrich.
La peregrinación continuó, ahora a través de los bos-
ques bávaros, donde incluso llegó a permitirse que luga-
reños movidos por la compasión dieran de comer a los
detenidos escudillas de patatas hervidas con su piel, hasta
que, finalmente, desde el Cuartel General del Führer llegó
la orden de matar al grupo de Canaris. Con la guerra ya
perdida y todo precipitándose a su disolución, Hitler que-
ría vengarse por última vez (y seguramente impedir que
las cabezas mejor informadas de la resistencia cayeran en
manos de los aliados).
A Bonhoeffer vinieron a buscarlo para conducirlo a su
ejecución justo cuando estaba celebrando una breve misa
con los demás detenidos en la localidad de Schönberg, en
una de las aulas de la escuela del pueblo. Era el segundo
domingo de Pascua, 8 de abril.
El ya citado capitán Payne Best hizo constar en acta
más tarde que Bonhoeffer, al expresar sus compañeros de

217
“tendríamos que haber gritado” prisión el deseo de que se celebrara este breve oficio, habló
de una manera que “nos llegó a todos al corazón. Supo
encontrar las palabras justas para expresar nuestro estado
de ánimo por encontrarnos detenidos y las ideas y decisio-
nes que nuestro cautiverio había acarreado consigo. Cuan-
do apenas había terminado de pronunciar la oración final,
se abrió la puerta y entraron dos hombres de fea catadura
vestidos de civil: «Preso Bonhoeffer –dijeron–, acabe y ven-
ga con nosotros». Esas palabras, «venga con nosotros»,
sólo significaban una cosa para los presos: el patíbulo”.
“Nos despedimos de él –continúa Payne–, y Bon-
hoeffer me llevó a un lado. «Es el fin», dijo, «para mí el
comienzo de la vida». Entonces me dio un mensaje,
pidiéndome que, si tenía la oportunidad de hacerlo, se lo
transmitiese de su parte al obispo de Chichester, un ami-
go de todos los pastores confesantes de Alemania”. Fueron
las últimas palabras que testigos presenciales recuerdan
haberle oído pronunciar a Bonhoeffer.
El último viaje se alargó todavía otros 150 kilómetros
hasta llegar a Flossenbürg, donde el transporte había
hecho ya una parada unos días antes. Por la tarde, dentro
del recinto del campo, fueron juzgados en una corte mar-
cial Canaris, Oster, Bonhoeffer y otros conjurados de la
Abwehr. Una farsa miserable para salvar las apariencias y
justificar una condena que ya había sido pronunciada. De
lo que aquí se trataba no era de la verdad, sino única y
exclusivamente de tildar de revolucionarios criminales a
los condenados. En este tipo de consejos sumarísimos no
se interrogaba a los acusados, sino que se les sermoneaba
e insultaba, sin que hubiera lugar para la intervención de
abogados defensores ni testigos de descargo.
No se han conservado las actas del juicio, que tuvo que
ser muy corto; y ni tan siquiera una sentencia claramente

218
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
formulada, que sólo puede adivinarse: pena capital por un
delito de alta traición. El presidente del tribunal, el Dr.
Otto Thorbeck, afirmó más tarde que todo se había hecho
conforme al reglamento, que los acusados habían tenido
todos ellos la oportunidad de defenderse (por desgracia,
las circunstancias de aquellos días habían imposibilitado
la presencia de un abogado defensor) y que cada caso
había sido objeto de profundas deliberaciones.
Los hechos hablan en un idioma distinto: a Thorbeck
–por entonces “juez-jefe”, tras una carrera corta y plaga-
da de éxitos, en el tribunal SS y de policía de Munich– se
le había ordenado que acudiera a toda prisa a Flossen-
bürg, donde, según se le había dicho, le estarían esperan-
do una orden del Cuartel General del Führer y todo cuan-
to necesitaría saber. Hasta que no llegó a Flossenbürg,
Thorbeck no supo que tenía que procesar a un almirante
y a un general, cosa que sobrepasaba ampliamente las
competencias de un juez de la SS. Igual de desacostum-
brado fue también el nombramiento como juez asesor de
Max Koegel, el comandante del campo de concentración.
En ese momento, como muy tarde, tuvo que quedar muy
claro que cualquier parecido de aquella corte marcial con
la justicia y con la ley era pura coincidencia. Pero en su
propio proceso Thorbeck insistió una y otra vez en decir
que la orden, al emanar de “la suprema autoridad judi-
cial”, el propio Hitler, tenía una validez incondicional. Y
en aquellas circunstancias él mismo había tenido que juz-
gar como una atrocidad los “actos de traición” de los ofi-
ciales acusados.
El fiscal, el Standartenführer6 SS Walter Huppenkothen,
director del departamento de contraespionaje –rival direc-

6. Grado de la SS cuyo equivalente en la Wehrmacht sería el de


coronel (Oberst). (N. del T.)

219
“tendríamos que haber gritado” to de la Abwehr militar de Canaris– en la Oficina Central
de Seguridad del Reich, había instruido el sumario tras
descubrirse las actas en la campiña de Luneburgo y apro-
vechó la oportunidad para ajustar cuentas con la compe-
tencia. Tras la caída del Tercer Reich, el fiscal general del
Juicio de Nuremberg, Robert Kempner, le preguntó qué
pensaba en ese momento de la ejecución de los hermanos
Bonhoeffer. Huppenkothen se encogió de hombros: “En
último término –respondió–, lo que habían hecho era alta
traición”.
Dietrich Bonhoeffer murió en las primeras horas del 9
de abril de 1945 en Flossenbürg, a los 39 años de edad,
colgado de un largo gancho sujeto a la pared. Su cadáver
fue incinerado. Los verdugos de Canaris, Oster y Bon-
hoeffer recibieron como gratificación especial por su tra-
bajo una botella de aguardiente y una ración de morcilla.
Con valentía y serenidad –según haría constar en acta
diez años más tarde, el médico SS del campo, el Dr.
Hermann Fischer-Hülstrung–, el pastor Bonhoeffer subió
“las escaleras del patíbulo” tras haberse arrodillado unos
momentos para rezar una breve oración. “Murió pocos
segundos después. En mis casi 50 años de profesión como
médico han sido contadas las veces que he visto morir a
un hombre tan resignado a la voluntad de Dios”.
En 1993 (en el volumen colectivo Dietrich Bonhoeffer –
Mensch hinter Mauern) fue publicado el testimonio de un
superviviente del campo, el danés Jørgen L. F. Mogensen,
que permite poner seriamente en duda esta leyenda
martirial. ¿Acaso había buscado aquí un médico nazi
sobre el que pesaban graves imputaciones –Fischer-
Hülstrung tenía el grado de Obersturmbannführer7 y
7. Grado de la SS cuyo equivalente en la Wehrmacht sería el de
teniente coronel (Oberstleutnant). (N. del T.)

220
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
había llevado el “anillo de la calavera” de la SS– que se
le observara bajo una luz más favorable mostrando res-
peto por una víctima? Mogensen, agregado comercial
danés en Polonia, había entrado en contacto con el mo-
vimiento de resistencia allí activo, siendo después con-
ducido a Flossenbürg.
En contra de lo declarado por el médico de la SS,
Mogensen sostenía que en el lugar de la ejecución no
había ningún patíbulo ni tampoco una escalera que subie-
ra hasta él; lo único que había allí eran ganchos sujetos a
la pared. El verdugo, continuaba diciendo, jamás habría
permitido que Bonhoeffer se arrodillara, interrumpiendo
el ordinario procedimiento de ejecución. Y la muerte de la
que Fischer-Hülstrung decía que sólo había durado “unos
segundos” consistía en realidad en un salvaje e intermina-
ble proceso de estrangulación. La ejecución al completo
del grupo de Canaris, siempre según Mogensen, se habría
prolongado en realidad durante seis horas, desde las seis
de la mañana hasta las doce del mediodía. El proce-
dimiento es el que ya se conoce por lo ocurrido en
Plötzensee, donde Hitler hizo que se grabara en una pelí-
cula la agónica lucha con la muerte de quienes habían per-
petrado el atentado del 20 de julio. En una horca con
escalera y trampilla se muere rápido: el condenado cae
por la abertura, rompiéndose la nuca. Pero quien es col-
gado de un gancho como los descritos se estrangula a sí
mismo, y eso es algo que dura minutos, minutos que equi-
valen a una eternidad.
“Pocos días después –cuenta el danés– pude ver uno de
aquellos ganchos en forma de L. Su brazo más largo
medía unos 70 o 75 centímetros y había sido forjado de
forma que acabara en punta, por lo que en su extremo
tenía casi 1 centímetro de grosor. El peso de una persona

221
“tendríamos que haber gritado” normal haría que el gancho fuese lo suficientemente elás-
tico como para que, de ajustarse con precisión la longitud
de la soga, la víctima pudiera llegar a tocar levemente el
suelo con las puntas de los pies. Eso explicaría que el
ahorcamiento hubiera durado tanto tiempo”.
Mientras Bonhoeffer llevaba ya largo tiempo muerto y
su cadáver yacía ya convertido en cenizas junto a los de
otros miles de personas, su familia buscaba desesperada a
quien había desaparecido de Berlín sin dejar rastro. El 14
de febrero –una semana después de que le hubieran tras-
ladado– María y sus padres habían acudido a la Prinz-
Albrecht-Strasse con el acostumbrado paquete de comida
y ropa limpia, donde les informaron de que se había eva-
cuado al detenido con destino desconocido.
La prometida de Dietrich, de 20 años, acababa de lle-
gar huyendo desde Pomerania; a 12 grados bajo cero y
con un viento este helador María había conducido a una
columna de refugiados con niños en un carro entoldado,
con tres buenos caballos de labranza y un cochero pola-
co, pasando el Oder y el Elba, a través de las tormentas
y la nieve. Ahora, pocos días después, la robusta mucha-
cha se puso nuevamente en camino desde Berlín monta-
da en una bicicleta, confiando en encontrar a Dietrich y
poder entregarle una maleta con ropa de invierno. María
llegó hasta el campo de concentración de Dachau en la
Alta Baviera y a continuación al Alto Palatinado, donde
su prometido moriría un par de semanas más tarde. El 19
de febrero, desde Flossenbürg, María le escribió a su
madre una postal (un detestable producto de la propa-
ganda, en el que figuraba impresa la leyenda: “El Führer
sólo conoce la lucha, el trabajo y la preocupación”), don-
de le decía que el viaje había sido en vano. “Dietrich no
está aquí. Quién sabe dónde andará metido. En Berlín no

222
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
me lo han dicho, y en Flossenbürg lo ignoran. (…) Creo
que por el momento me quedaré aquí”.
En Berlín, los padres peregrinaban sin desmayo a la
prisión, con la esperanza de llegar a saber alguna cosa
sobre el paradero de su hijo. Tenían una carta que entre-
garle, en la que le decían: “Desde tu partida de Berlín no
hemos sabido nada de ti y seguramente tú tampoco nada
de nosotros. (…) Nos gustaría hacerte llegar de nuevo la
ropa y las pequeñeces que hasta ahora podíamos enviar-
te, pero por el momento no hemos encontrado el modo de
hacerlo. (…) A personas tan mayores como nosotros ten-
drían que permitir que se les escribiera con más frecuen-
cia. Cordialmente, tu padre. Te tengo presente en mis pen-
samientos día y noche, preocupada por cómo te irán las
cosas. Espero que puedas trabajar y leer y que te manten-
gas lo más entero posible. Que Dios nos ayude, a ti y a
nosotros, en este severo trance. Nosotros, pase lo que
pase, nos quedaremos en Berlín. Tu anciana madre”.
Los funcionarios de la prisión no quisieron saber nada
de la carta y se negaron a darles cualquier tipo de infor-
mación sobre el destino de Dietrich.
Hasta junio, varias semanas después de que hubiera
capitulado el Tercer Reich, no supo María –que todavía
seguía buscando a Dietrich en la Alemania occidental–,
informada por supervivientes del campo de concentra-
ción, que su prometido había muerto. La noticia no les lle-
gó a los padres a Berlín hasta julio. La hermana gemela de
Dietrich, Sabine, que vivía con su marido judío en Ingla-
terra, participó en un oficio conmemorativo en la Holy
Trinity Church de Londres, concelebrado por los amigos
de Bonhoeffer, el obispo Bell y Franz Hildebrandt. Un
suceso extraordinario en un país que en ese momento
estaba encendido en odio contra los alemanes.

223
“tendríamos que haber gritado” absolución para el juez de la sangre

Tras la guerra, los componentes de la corte marcial


constituida el 8 de abril de 1945 fueron condenados a
penas relativamente leves –como casi todos los represen-
tantes de la justicia nazi, si es que realmente se les había
obligado a comparecer ante un tribunal–. El juez SS
Thorbeck fue excarcelado ya de un campo de interna-
miento norteamericano en 1948, tras lo cual se estableció
como abogado. En 1955, Thorbeck fue condenado por un
tribunal popular de Augsburgo a una pena de prisión de
cuatro años como cómplice secundario de asesinato. El
fiscal, Huppenkothen, permaneció recluido seis años y
medio escasos en régimen de internamiento y prisión pre-
ventiva, y a continuación fue absuelto por la audiencia
provincial de Munich de idéntica acusación de complici-
dad. Por haber obtenido declaraciones por la fuerza y
haber permitido que se incurriera en delitos de agresión
con lesiones y abusos sobre personas a cargo hallándose
en funciones, fue condenado a tres años y medio de pri-
sión, que, sin embargo, tampoco se vio obligado a cum-
plir, por considerárselos compensados por sus años de
internamiento. Ante el aluvión de indignadas protestas
procedentes del extranjero, el Tribunal Supremo Federal
revocó la sentencia, dictaminando que la causa fuera obje-
to de una nueva vista en la corte muniquesa. De nuevo,
veredicto absolutorio en cuanto al fondo. El Tribunal
Supremo revocó también esta sentencia, decretando que
se celebrara una tercera vista en Augsburgo, y, por fin,
pero sólo entonces, se llegó a la mencionada sentencia
contra Thorbeck; en cuanto a Huppenkothen, fue conde-
nado a seis años y medio de prisión como cómplice secun-
dario de asesinato.

224
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
La corte de Augsburgo había llegado a la “inequívoca
conclusión” de que los procedimientos sumarísimos con-
tra Dohnanyi, Canaris, Bonhoeffer y los demás miembros
de la resistencia “se habían instruido con el solo fin de
poder librarse, bajo pretexto de un procedimiento judi-
cial, de detenidos que se habían convertido en un estor-
bo”. Una corte marcial sólo habría estado justificada por
motivos militares y tendría que haber estado constituida
por jueces militares –y no por oficiales de la SS y coman-
dantes de campos de concentración, “para los que una
vida humana (…) significaba poco menos que nada”–.
Los jueces censuraron en particular que se hubiera renun-
ciado a nombrar un abogado defensor.
A Thorbeck y Huppenkothen, no obstante, se les res-
ponsabilizó únicamente de haber actuado como “cómpli-
ces secundarios” (conforme a los criterios en el ínterin
fijados por el Tribunal Supremo). Al “autor principal”,
quien había dado la orden de ejecución, haciéndose
culpable “por motivo abyecto” –¿Hitler? ¿Himmler?
¿Kaltenbrunner?– ya no podía demandársele en juicio. En
los considerandos de la sentencia se estimaba, además,
como atenuante que los acusados hubiesen accedido “a
una edad relativamente temprana a jerarquías en las que
su destino quedó inextricablemente unido al del gobierno
nacionalsocialista, viendo por ello enturbiado en singular
medida su juicio sobre lo justo y lo injusto. (…) Ambos
acusados estaban también irrefutablemente convencidos
de la enorme culpabilidad que los hombres que compare-
cían ante ellos habían hecho –en su opinión– recaer sobre
sus personas. (…) A ambos acusados ha de concedérseles,
igualmente, que la orden impartida les había colocado en
una situación sumamente incómoda para ellos. (…) A
ambos acusados tiene, finalmente, que tenérseles en cuen-

225
“tendríamos que haber gritado” ta que el presente procedimiento (cuya vista principal ha
tenido repetidas veces lugar) lleva pesando anímicamente
sobre ellos desde hace años, que sus actos punibles tienen
ya un período de tiempo considerable tras de sí (…) [y]
que en cierto sentido ambos han pagado ya globalmente
(…) sus deudas en sus largos años de internamiento. (…)
Considerándose todas las circunstancias determinantes
para la evaluación de la pena, no ha habido motivo para
privar a los acusados de sus derechos civiles honoríficos”.
Ni que decir tiene que jueces tan comprensivos tam-
bién los hubieran querido para sí los encausados en
Flossenbürg. Pero los acusados y el abogado defensor de
Thorbeck, Alfred Seidl, a quien la CSU 8 nombraría en
1977 ministro del interior de Baviera (Seidl había inter-
puesto una demanda de parcialidad contra un juez asesor
por ser éste judío y estar animado de un odio “fanático”
a los nazis), seguían sin estar satisfechos. Su solicitud de
casación tuvo éxito: en el último de los juicios, el Tribunal
Supremo Federal absolvió en 1956 a Thorbeck de la
imputación de cómplice secundario de asesinato en los
“casos de Flossenbürg”; la pena para Huppenkothen
(quien había omitido recabar para las sentencias de muer-
te la indispensable confirmación de la “máxima autoridad
judicial”, es decir, Hitler o Kaltenbrunner) fue reducida
a seis años.
En los memorables considerandos de la sentencia se lee
que, con el fin de estimar la culpabilidad o inocencia de
Thorbeck, lo decisivo no sería cómo habrían discurrido
los acontecimientos de abril de 1945 desde una perspecti-
8. Christlich-Soziale Union (Unión Socio-Cristiana), partido conser-
vador y demócrata-cristiano de Baviera fundado en 1945 y auto-
rizado formalmente por el gobierno militar estadounidense en
1946. (N. del T.)

226
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
va actual, sino “en el momento de los hechos”, “con la
implacabilidad de las leyes entonces en vigor, a las que él
estaba sujeto y contra las que se habían rebelado los com-
batientes de la resistencia conducidos ante el consejo de
guerra en Flossenbürg. El punto de partida viene dado
aquí por el derecho del Estado a autoafirmarse. En una
lucha por el ser o no-ser (…) en todas las naciones se han
promulgado desde tiempo inmemorial leyes severas para
proteger al Estado”. “De acuerdo con las leyes entonces
vigentes y en sí incontestables en cuanto a su eficacia jurí-
dica”, sobre Canaris, Oster, Bonhoeffer y los demás acu-
sados “convergían indicios de sedición –y cuando menos
en parte también de alta traición– y, por tanto, de traición
militar a los efectos del artículo 57 del Código Penal
Militar”.
Los jueces mostraban respeto por el conflicto de con-
ciencia de los ejecutados: los combatientes de la resisten-
cia, en efecto, habían tenido que elegir entre su obligación
de obedecer dichas leyes y su aspiración, “nacida en la
nobleza de sus sentimientos”, a poner fin a la tiranía de
Hitler. Más rara suena la conclusión de los juristas: “Si el
combatiente de la resistencia se halla ya, ante un dilema
semejante, frente a una dificilísima decisión ética, el juez
que hoy tiene que juzgar hasta qué punto las aspiraciones
y acciones de la resistencia estaban justificadas a los efec-
tos del derecho penal –desde la perspectiva del estado
supralegal de necesidad–, se ve enfrentado a una tarea que
colinda con los límites de lo que puede resolverse con los
medios de la jurisprudencia humana”.
El historiador del derecho de Bremen Christoph
Schminck-Gustavus, responsable de la “exhumación” en
1995 de estas sentencias de su larga situación de olvido
entre los juristas alemanes, concluye que sus consideran-

227
“tendríamos que haber gritado” dos se leen “como una nueva condena de los conjurados”.
Schminck-Gustavus no omite tampoco señalar que uno de
los magistrados del tribunal supremo responsables de la
sentencia de casación, Ernst Mantel, había sido juez ase-
sor en el tribunal especial de Munich durante la era nazi,
así como firmante, entre otros, en calidad de magistrado
superior en el Alto Mando del ejército de tierra, de la tris-
temente célebre y secreta “Kommisarbefehl” 9 (asesinato
clandestino de los comisarios políticos del Ejército Rojo
que hubieran sido capturados). Otro de los magistrados
del supremo que tomó parte en la sentencia de casación,
Ludwig Martin, había sido abogado del Reich con ante-
rioridad a 1945 –lo que, sin embargo, no le impediría
ascender más tarde al cargo de fiscal general del Estado–.
El “juez de la sangre” Otto Thorbeck era una vez más
un hombre libre. Continuó dirigiendo su bufete de abo-
gados y murió en 1976. Su hija política honró más tarde
su memoria con un piadoso escrito, en el que, con una
total falta de buen gusto, aplicaba a su caso el famoso
poema de Año Nuevo de su víctima, Dietrich Bonhoeffer.
Por la muerte –reflexionaba– y la gracia que se espera de
la “suprema instancia” quedan anulados todos los juicios
humanos, los actos del juez Thorbeck y los del acusado
Thorbeck. “Sé que su vida estuvo «maravillosamente
amparada por poderes buenos». Los brazos que han aco-
gido al juez y a los condenados por él, son los mismos. Ésa
es mi confianza”.
Dietrich Bonhoeffer, el combatiente de la resistencia de
gran corazón, habría estado probablemente de acuerdo
con ella. A ser rehabilitada, sin embargo, tuvo que espe-
rar la víctima bastante más tiempo que su verdugo: en

9. “Orden de los comisarios”. (N. del T.)

228
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
concreto hasta 1998, año en que la sentencia a muerte
contra Bonhoeffer fue por fin declarada oficialmente nula.
Hasta entonces siguieron siendo valederas las estimacio-
nes del Tribunal Supremo Federal de 1956, según las
cuales, a los efectos de las “leyes entonces vigentes”, sobre
los combatientes de la resistencia convergieron de hecho
“indicios de sedición”. Si bajo el régimen nazi tales leyes
no habían degenerado hacía tiempo en mera injusticia,
legitimando la resistencia contra ellas y aun haciendo
inclusive necesaria dicha resistencia según los criterios del
derecho natural, o comoquiera que resuelva llamarse a
una justicia superior que transcienda los reglamentos
humanos, es cosa por la que los magistrados del Supremo
no se preguntaban.
Hubo, sin embargo, quien sí se lo preguntó. Por ejem-
plo, aquellos especialistas en derecho civil de la antigua
República Democrática Alemana que se organizaron en la
Sociedad Robert Havemann berlinesa. Para ellos, el ejem-
plo de Bonhoeffer era un estímulo para luchar contra la
arbitrariedad del Estado y las aspiraciones al poder abso-
luto de un partido infalible. El argumento más contun-
dente de este grupo, reunido en torno a Bärbel Bohley, es
que si las acciones de un régimen injusto tuvieran siempre
que juzgarse según sus propias leyes –como había hecho
el Tribunal Supremo en el caso de las sentencias a muerte
de la justicia nazi–, entonces la persecución en los tribu-
nales de los criminales de la antigua RDA tendría que
archivarse de inmediato. Por ese mismo motivo, los civi-
listas exigieron una y otra vez al Parlamento Federal que
declarara nulas y sin valor las sentencias de Flossenbürg,
en representación de otras muchas de idéntico tenor. Con
ocasión del nonagésimo cumpleaños de Bonhoeffer, el 4
de febrero de 1996, la iniciativa llevó al edificio de ofici-

229
“tendríamos que haber gritado” nas del Tribunal Supremo una placa conmemorativa en su
honor, que el presidente del tribunal hizo quitar de inme-
diato, no sin antes dar a conocer el respeto que a título
personal le merecía el reo de conciencia ejecutado.
Una vía de confrontación distinta para alcanzar el mis-
mo objetivo fue la elegida por los alumnos y profesores de
la Escuela Técnica Superior evangélica de Hannover: en la
misma fecha, el nonagésimo cumpleaños del conjurado,
solicitaron del fiscal general del Estado berlinés la reaper-
tura del proceso. El código de procedimiento criminal exi-
ge con este fin que se presenten nuevos hechos y eviden-
cias, inexistentes en el caso de Bonhoeffer. Pero el profe-
sor Karl-Heinz Lehmann, de Hannover, había desenterra-
do una ley del año 1952, que posibilitaba que se revisaran
sentencias de los tribunales militares y especiales nacio-
nalsocialistas incluso en ausencia de dichos supuestos.
La procuraduría general de la audiencia provincial ber-
linesa se encargó, acogiéndose a dicha ley, de que se rea-
briera por fin el procedimiento, lo que estuvo lejos de ser
motivo de alegría para todos los críticos. Bonhoeffer no
tenía ninguna necesidad de ser rehabilitado –explicó, por
ejemplo, el periodista y antiguo abogado Heribert Prantl
en el Süddeutsche Zeitung–; la que tenía que rehabilitarse
era la justicia alemana: por su indulgencia con los asesi-
nos, por haber disculpado sentencias vergonzosas, por
haberse apiadado de la “obediencia prevaricadora de los
jueces nazis”. Una prueba posterior de inocencia ante los
tribunales alemanes, opinaba su colega Hans Schueler en
Die Zeit, supondría una ofensa contra el honor de los
combatientes de la resistencia. Lo que había que decir con
toda claridad era que si sus actos habían constituido un
delito de alta traición a los efectos de la ley, moralmente,
sin embargo, respondían a lo que era justo.

230
berlín, buchenwald, flossenbürg: un preso se permite pensar con libertad
Los jueces berlineses sobre los que convergían ex-
pectativas tan contradictorias revolvieron expedientes y
comentarios durante varios meses, hasta que, finalmente,
tras largas consideraciones, adoptaron una singular reso-
lución: el 6 de agosto de 1996 un portavoz de la adminis-
tración de justicia anunció que las sentencias a muerte de
Flossenbürg habían sido ya anuladas cincuenta años atrás
en una ley, la primera entre las aprobadas por la Co-
misión Consultiva del Land de Baviera –una suerte de
parlamento provisional–, que databa del 28 de mayo de
1946 y tenía por finalidad la “reparación de las injusticias
del nacionalsocialismo”.
Los jueces berlineses no acabaron de sentirse del todo
cómodos dentro de su propio pellejo declarando que todo
estaba regulado desde hacía mucho tiempo. En efecto,
un año después, en julio de 1997, aprobaron una ulterior
resolución formal, por la que anulaban la sentencia a
muerte de Hans von Dohnanyi fallada en Flossenbürg en
1945, esta vez sin hacer ni una sola referencia a la antigua
ley bávara. De nuevo un año más tarde, en mayo de 1998,
el Parlamento Federal anuló a título global todas las sen-
tencias ilícitas aún en vigor –en torno a las 500.000, nada
menos– de la era nazi y declaró rehabilitados a todos los
afectados. “En realidad, el que intenta de este modo reha-
bilitarse es este Estado, la República Federal de Alemania
–observó Heribert Prantl–, por haberse conducido duran-
te tanto tiempo de una forma tan miserable, tratando a las
víctimas como si no fueran más que basura”.
La referencia a la antigua ley bávara de 1946 había
desencadenado una enconada refriega política: el ministro
federal de justicia Edzard Schmidt-Jortzig hizo objeto de
duros reproches al gobierno bávaro por no haber llama-
do antes la atención sobre la “ley número 21”, “ahorrán-

231
“tendríamos que haber gritado” donos así un gran número de discusiones a todos”. El
Ministerio de Justicia de Munich replicó que los “tirones
de orejas” de Bonn no tenían ninguna razón de ser, por-
que los boletines legislativos bávaros habían estado en
todo momento disponibles en los archivos del Ministerio
Federal de Justicia. La Iglesia Evangélica Local de Baviera,
por su parte, manifestó su extrañeza ante el hecho de
que el Gobierno de la Nación no hubiera aprovechado los
actos conmemorativos por el quincuagésimo aniversario
de la muerte de Bonhoeffer para exponer claramente al
público cuál era la verdadera situación legal. “Uno se pre-
gunta –afirmaba la dirección eclesiástica– cómo ha podi-
do ocurrir que algo de lo que supuestamente todo el mun-
do tenía conocimiento desde hace mucho tiempo, fuera
ignorado por todos”.
La tendencia, de este modo recubierta con una pátina
de nobleza, a reprimir un pasado vergonzoso y evitar
tener que enfrentarse con la sinrazón parda, tiene conse-
cuencias: casi cuatro décadas después de que Bonhoeffer
fuera ejecutado, en la Pascua de 1983, volvieron otra vez
a arder las llamas en el crematorio de Flossenbürg. Un
grupo de neonazis quemó las coronas de flores allí depo-
sitadas, profanó las columnas de la entrada del cremato-
rio colgando en ellas cruces gamadas de varios metros de
alto y escribió con un aerosol en las paredes de la capilla
votiva la consigna: “¡Abajo con los monumentos a los
enemigos del pueblo! ¡Judea, perece!”.
La muerte de Dietrich Bonhoeffer como un criminal en
la horca y lo que condujo a ella no son simples aconteci-
mientos históricos, pasados y olvidados. El asunto sigue
sin estar ni mucho menos concluido.

232
6

BERLÍN-TEGEL, CELDA 92:


UN MORIBUNDO ESPERA
LA VIDA ETERNA

“Tenemos que vivir en el mundo


como si Dios no existiera”.

“¿Cómo podría llegar también


a ser Cristo el Señor de los arreligiosos?”.

Lo que ha sobrevivido al tiempo de la teología de


Bonhoeffer no vio la luz sobre el antiguo escritorio de la
elegante residencia de un catedrático, sino en una celda
individual de dos por tres metros de la prisión de Berlín-
Tegel, entre la distribución del rancho y paseos por el
patio, sesiones de interrogatorio y alarmas aéreas. La suya
es una teología que procede de las tinieblas, una fe que
crece en la noche, un diálogo a la vez obstinado y lleno de
confianza con un Dios que se oculta mientras, en apa-
riencia, el único en escuchar es el Diablo y la muerte se
agazapa en la puerta de la celda.
Bonhoeffer escribió su testamento teológico en res-
puesta a una era en la que todo estaba patas arriba, se
encerraba a los justos en prisión y mentiras, odios y asesi-
natos se adueñaban de cada una de las líneas del periódi-
co y de todas las columnas de anuncios: un tiempo en el
que verdaderamente todo parecía indicar que Dios estaba
muerto.

233
“tendríamos que haber gritado” Pero, ¿no podría suceder que precisamente ahí se es-
condiera la respuesta a esa era que llaman “postcristia-
na”? El silencio de Dios se ha convertido también en una
experiencia embarazosa para la mayoría de los cristianos.
Tener fe parece una cosa arriesgada y difícil, y aun impo-
sible en ocasiones –y todo el mundo se olvida con gusto
de que no puede haber fe sin riesgo–.
El poder de atracción que conserva Bonhoeffer se debe
seguramente a que él vivió la fe en una situación límite de
este tipo. La “vivió”, no sólo la predicó. Las cosas que
Bonhoeffer escribe y dice en público mantienen siempre
una relación íntima con su biografía. Las escasas cincuen-
ta páginas de cartas en que sacó de contrabando de la pri-
sión su testamento teológico, albergan afirmaciones radi-
cales, la última consecuencia, que corta la respiración, de
la experiencia de un Dios que calla. Con todo, es induda-
ble que este mundo ideológico tiene ya asiento en el pri-
mer Bonhoeffer.

una fe que ama la tierra

Recordémoslo: los conceptos dogmáticos fundamen-


tales –perdón, justificación, esperanza, fe– tenían ya en
sus primeros trabajos científicos un carácter marcada-
mente social. El Dios de Bonhoeffer no es jamás una
magnitud meramente metafísica, un principio abstracto
situado no se sabe bien dónde por encima del mundo,
sino un ser personal próximo a los hombres, todo amor
y misericordia. “Dios no es primariamente –decía Bon-
hoeffer en su escrito de habilitación Acto y ser– el «es»
por antonomasia, sino que él «es» el Justo, él «es» el
Santo, él «es» el Amor. Que este «es» sea y no pueda
por menos de ser indisociable de la determinación con-

234
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
creta, he aquí lo que los conceptos ontológicos de la teo-
logía tienen que mantener como (…) fundamento”.
Jesús, decía también el profesor universitario de 27
años en su lección cristológica de 1933, no quiso manifes-
tarse, realizando milagros fabulosos al estilo de un mago
de la Antigüedad, como el Dios en el que uno tendría lisa
y llanamente que creer. En lugar de ello, él vino a los hom-
bres en la figura del escándalo, de la bajeza, como Christus
pro nobis, como Cristo para nosotros.
Bonhoeffer habla del “incognito de la encarnación” y
aclara a continuación lo que esto quiere decir: “De ha-
blarse, pues, de Jesucristo como Dios, no debe hablarse de
él como representante de una idea de Dios, poseedora de
los atributos de la omnisciencia y la omnipotencia –¡este
ser divino abstracto no existe!–, sino que tiene que hablar-
se de su debilidad, de pesebre y cruz; y este hombre no es
un Dios abstracto. Con este humillado anda la Iglesia su
propio camino de humillación. La Iglesia no puede aspi-
rar a una confirmación visible de su camino cuando él
renuncia a ella en todas las etapas del camino”.
En el año decisivo de 1939, cuando trocó su seguro
exilio neoyorquino por una vida amenazada en su patria,
Bonhoeffer escribió unas escuetas líneas a un profesor de
filosofía: “Por haberse hecho Dios un hombre pobre,
miserable, desconocido y fracasado, y no haber querido
desde entonces que se le encuentre sino en esa pobreza, en
la cruz, por eso precisamente no podemos desentendernos
del hombre y del mundo, por eso precisamente amamos a
nuestros hermanos”.
De ahí parte un camino recto a las cartas desde la cel-
da, que anuncian a Cristo como el “hombre para otros”,
definen la existencia cristiana como “participación en la
co-humanidad de Jesús”, hacen del trato con los demás

235
“tendríamos que haber gritado” hombres lugar para el encuentro con Dios y hablan de un
cristianismo “de este mundo”. La fe vaga en la omnipo-
tencia divina no es aún una experiencia genuina de Dios,
anota Bonhoeffer en Tegel, “sino un pedazo de mundo
prolongado”. Sólo en el encuentro con Jesucristo y su
“estar-ahí-para-otros” se produce la “conversión de todo
el ser humano”, como una conmoción, como una sacudi-
da: “Sólo habiéndose liberado de sí mismo, «estando ahí
para otros» hasta la muerte, pueden nacer la omnipoten-
cia, la omnisciencia, la ubicuidad. (…) Nuestra relación
con Dios no es una relación «religiosa» con un ser, el más
supremo, poderoso y bueno que concebirse pueda –nada
hay aquí de auténtica trascendencia–; sino que nuestra
relación con Dios es una nueva vida en el «existir-para-
otros», en la participación en el ser de Jesús. No son las
tareas infinitas e inalcanzables lo trascendente, sino el que
en cada caso está más cerca de nosotros. ¡Dios en figura
de hombre!”.
Bonhoeffer había compartido ya su visión de una
Iglesia decididamente solidaria en 1932, siendo profesor
universitario en Berlín, en una ponencia de estilo excep-
cionalmente un tanto ampuloso: por la venida del Reino
de Dios –decía aquí– sólo pueden orar quienes “están del
todo en la tierra”. La hora presente obliga a la Iglesia “a
prosperar y arruinarse en compañía de los hijos de la tie-
rra y del mundo, y la conjura a mantenerse fiel a la tie-
rra, la miseria, el hambre y la muerte (…) La hora en la
que rezamos hoy por el Reino de Dios es la hora en que
hemos de hacer causa común con el mundo hasta el fin,
una hora de dientes apretados y puños temblorosos (…)
No para que Dios haga su morada en mi alma, sino para
que Dios haga su Reino entre nosotros tenemos hoy que
rezar”.

236
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
El mismo Bonhoeffer que al principio lo concentraba
todo en la Iglesia (“La Iglesia es el cuerpo real de Cristo
en la tierra”), corriendo el peligro de abrir un abismo
entre la comunión de los santos y el Dios alejado del mun-
do, ve después cada vez más claramente que Cristo está
también operando en ese mundo en apariencia irredento:
no sólo la Iglesia, el mundo entero pertenece a Cristo. Lo
que le abrió los ojos fue el shock de la persecución a los
judíos. ¡¿Qué Iglesia era ésa que sólo abría la boca para
defender a los miembros de su propia comunidad y no
decía una palabra sobre la caza del hombre que simultá-
neamente estaba teniendo lugar “fuera”?!
La Iglesia no es ni debe jamás ser una “asamblea cul-
tual” que haya de luchar por su propia pervivencia en este
mundo, advertía él en la Ética. Al contrario, ella es el
lugar en que se ha de dar testimonio de la fundamentación
de toda realidad en Cristo. “El espacio de la Iglesia no está
ahí para disputarle al mundo un pedazo de su reino, sino
justamente para decirle que siga siendo mundo, es decir,
el mundo amado y reconciliado por Dios. (…) La Iglesia,
además, sólo puede defender su propio espacio luchando
no por ella, sino por el mundo. De lo contrario, se con-
vierte en una «sociedad religiosa» que lucha sólo por su
propia causa, dejando por eso mismo de ser Iglesia de
Dios en el mundo”.
Mundanidad de la fe: he aquí una de las consignas que
en la historia de la teología se asocian hoy de inmediato al
nombre de Bonhoeffer. La idea no era ni mucho menos
nueva; también el gran Barth, con el que Bonhoeffer man-
tuvo una relación al principio de entusiasmo y más tarde
de crítico respeto, había encontrado algunos años antes
una “objetividad mundana” en la piedad de la Biblia y un
Dios del todo reacio a existir “en un más allá (…) yuxta-
puesto a un más acá”.

237
“tendríamos que haber gritado” Bonhoeffer continuó desenrollando el ovillo de estos
puntos de vista, radicalizándolos cada vez más. “¿Cómo
hablaremos (aunque tal vez ni siquiera sea ya posible
seguir «hablando» de ello como hasta ahora) «munda-
nalmente» de Dios?, ¿cómo seremos «arreligioso-munda-
nalmente» cristianos?, ¿cómo seremos (…) llamados sin
sentirnos a la vez religiosamente escogidos, sino, antes
bien, parte indisoluble del mundo?” Así de incisivamente
planteaba Bonhoeffer la pregunta central, estando en pri-
sión, en una carta del 30 de abril de 1944. “Cristo ya no
es entonces objeto de la religión, sino algo completamen-
te distinto, verdadero Señor del mundo. Pero, ¿qué signi-
fica eso?”
En lugar de aprovecharse de la rivalidad entre más allá
y más acá, contraponiendo a este mundo de perdición un
Reino bienaventurado de justos, Bonhoeffer se resiste a
que se quiera ser “cristiano” a expensas de la tierra. Con
este tipo de “transmundanismo” bien se puede consolar y
predicar, observa sarcástico en la ya citada ponencia de
1932. “Allí donde la vida empieza a volverse difícil y
angustiosa uno salta siempre con impulso atrevido en el
aire, y flota aliviada y despreocupadamente, sostenido por
alas eternas. Se salta por encima del presente, se desprecia
la tierra, se es mejor que ella, más aún, se tienen junto a
las derrotas temporales victorias eternas fácilmente con-
quistadas”.
No, en el Reino de Dios sólo puede creer “quien ame
a una a tierra y Dios”, porque “Cristo murió por el mun-
do, y sólo en medio del mundo Cristo es Cristo”. Sin
duda, Bonhoeffer arremete también contra la “plana y
banal aquendidad”, contra un activismo compulsivo sin
espíritu ni hondura que en lugar de la presencia de Dios
sólo puede encontrar en la tierra el “jocoso escenario” de

238
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
una guerra que atiza su propio fuego. Bonhoeffer estable-
ce una diferencia muy clara entre el Reino eterno y defi-
nitivo de Dios y el mundo en el que tenemos que vivir,
entre lo “último” y lo “anteúltimo”.
Pero precisamente por amor a lo último –dice clara-
mente Bonhoeffer en las páginas de la Ética que escribió
en los años previos a su detención– se toma en serio la fe
lo anteúltimo. Sólo el Dios que viene cumplirá el ser del
hombre, de eso no puede haber duda, pero sólo quien res-
pete lo anteúltimo podrá prepararle el camino. Quien sólo
tenga un pie en la tierra, entrará también con sólo un pie
en el cielo, le escribe a su prometida.
En otras palabras, este mundo es el reino terrenal en el
que ha de crecer y vivir la fe cristiana, y no sólo un des-
deñable escalón previo de la futura magnificencia. El
seguimiento se practica en el mundo, el cristianismo no es
la redención de las preocupaciones, angustias y nostalgias
de este tierra, sino la exigencia de que se deguste la vida
terrena –con sus alegrías y sus catástrofes–. Pues lo cierto
es que el mismo Cristo dijo en la redención sí a la Crea-
ción, “sí a lo creado, al devenir, al crecer, a la flor y al fru-
to, a la salud, a la felicidad, a la capacidad, al talento, al
valor, al éxito, a la grandeza, al honor, en resumen, sí al
despliegue de la fuerza de la vida”.
Ser cristiano no significa entonces disfrutar de un esta-
tus especial ni elevarse a una existencia a la que faltaría ya
poco para ser cumplidamente supraterrena como peniten-
te o santo con la ayuda de medios especialísimos. “Ser
cristiano no significa ser religioso de una determinada
manera (…), sino ser hombre; no es un tipo de humani-
dad, sino la humanidad lo que crea Cristo en nosotros. No
es el acto religioso lo que hace al cristiano, sino su partici-
pación en los sufrimientos de Dios en la vida mundanal”.

239
“tendríamos que haber gritado” Años antes habría querido vivir algo así como una vida
de santidad, confesaba meditabundo Bonhoeffer en una
carta que escribió desde su celda el 21 de julio de 1944,
pocas horas después de haberse enterado del fracaso del
atentado contra Hitler. “Luego me di cuenta, y sigo dán-
dome cuenta de ello ahora, de que sólo se aprende a cre-
er estando del todo a este lado de la vida”. Sólo cuando
se ha renunciado totalmente a hacer de sí mismo alguna
cosa, un pecador arrepentido, un hombre de Iglesia, un
justo, sólo cuando se ha tenido el valor de vivir en mitad
del piélago de preguntas y tareas, éxitos y fracasos, expe-
riencias y perplejidades, “se arroja uno del todo en brazos
de Dios, se toma uno por fin en serio no los sufrimientos
propios, sino el sufrimiento de Dios en el mundo (…) y así
es como uno se convierte por fin en un ser humano, en un
cristiano”.

ninguna puerta falsa para el “Dios tapaagujeros”

El presupuesto de esta mundanidad y aquendidad de la


fe de la que tanto le gusta hablar a Dietrich Bonhoeffer es
que se reconozca la mayoría de edad del mundo. La teo-
logía honra por fin de este modo una de las exigencias
fundamentales de la Ilustración: la “salida del hombre de
su culpable minoría de edad”1 (Kant). El hombre cobra
entonces valor para servirse de su propio entendimiento
y solucionar sus problemas por sí mismo. Centro auto-

1. “Culpable” porque, como se ocupa expresamente el propio Kant


de destacar en la frase citada por Bonhoeffer (perteneciente al
opúsculo: “¿Qué es la Ilustración?”), esa minoría de edad del
hombre es en realidad selbstverschuldet, es decir, una minoría de
edad “auto-impuesta”, de la que, por tanto, el único responsable
sería el hombre mismo. (N. del T.)

240
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
consciente del mundo, ya no es por más tiempo el esclavo
tembloroso de poderes superiores.
Pero, ¿cuál es ahí el lugar de Dios? Al apropiarse el
hombre del mundo, ¿no acaba inevitablemente por echar-
se a Dios a un lado, cada vez más y más cerca del borde,
hasta arrojarlo finalmente por la borda del universo, con-
virtiendo así a este mundo en un mundo verdaderamente
a-teo? ¿O es que Cristo puede convertirse también en el
Señor y el centro de un mundo que ha alcanzado la mayo-
ría de edad?
Los cristianos más recelosos suelen refugiarse, en esta
situación, en toda clase de puertas falsas y librar toda
suerte de combates en retirada para garantizar a Dios un
último reducto de poder sobre este mundo, que parece
poder arreglárselas perfectamente sin él para salir adelan-
te. El método al que con mayor predilección se recurre en
este caso consiste en buscar situaciones de emergencia,
conflictos y preguntas pendientes de contestación en que
los hombres sólo con dificultades puedan brindar res-
puesta y consuelo y el viejo Dios pueda una vez más salir
de la tramoya como un deus ex machina. De improviso,
este Dios ya sólo es competente para sufrimiento, culpa y
muerte, un contemporáneo triste y bastante siniestro,
desalojado a los márgenes de la existencia humana, en el
que no se piensa con excesivo agrado. Un Dios de los
desesperados, desamparados, fracasados.
Bonhoeffer rechaza categóricamente todo intento por
hacer de Dios un “tapaagujeros” de capacidades humanas
todavía ausentes, o una “hipótesis de trabajo” de proble-
mas todavía sin resolver, volviendo así a introducirlo de
contrabando en el mundo por “salidas de emergencia”.
“Los religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento
humano se acaba (en ocasiones por simple pereza mental)

241
“tendríamos que haber gritado” o cuando fracasan las fuerzas humanas (…); pero, como
no puede por menos de ser, esta situación sólo se mantie-
ne hasta que los hombres vuelven a expandir sus límites
un poco más con su propio esfuerzo y Dios deviene una
vez más superfluo como deus ex machina (…)”.
Pero, ante todo, este Dios no es ni el Dios de la Biblia
ni el Jesús del Evangelio –que jamás empezó por persua-
dir a los hombres de que estaban llenos de pecados y pro-
blemas para a continuación poder ofrecérseles como sal-
vador–. (“Cuando Jesús salvaba a los pecadores, eran
éstos auténticos pecadores; pero Jesús no empezó por
hacer de todo hombre un pecador […] ¿por qué, si no,
habría sanado a los enfermos y devuelto la fuerza a los
débiles?”). Bonhoeffer considera “desatinados” tales ata-
ques –comparables al intento de “hacer que un hombre ya
adulto retroceda a los días de su pubertad”–, “innobles”,
al aprovecharse de las debilidades humanas, y “poco cris-
tianos”, por confundirse aquí a Cristo con una determi-
nada etapa de la religiosidad humana.
Bonhoeffer, por ejemplo, se niega a rezar durante los
ataques aéreos para tranquilizar de este modo a las per-
sonas que están con él en el búnker. En su opinión, eso
sería aprovecharse de su debilidad para “chantajearlas
religiosamente”. Tampoco Jesús –recuerda– sermoneó en
la cruz a los dos ladrones que lo flanqueaban. “Ayer por
la tarde, cuando yacíamos otra vez por tierra”, cuenta
Bonhoeffer en enero de 1944 a propósito de una alarma
aérea en Tegel, “y uno de nosotros empezó a gritar en voz
alta: «Ay Dios, ay Dios», –un compañero por lo demás
bastante frívolo–, no pude decidirme a consolarlo o alen-
tarlo cristianamente. Recuerdo muy bien que miré el reloj
y que todo cuanto dije fue: «Como mucho, ya no durará
más que diez minutos»”. En otras ocasiones, Bonhoeffer

242
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
recuerda a quienes están con él “que para las ciudades
pequeñas un ataque como éste sería mucho peor”. En
cambio, escribe de buen grado oraciones para sus compa-
ñeros de prisión en Tegel, pensadas para que reflexionen
sobre las humillaciones y preocupaciones cotidianas y se
las confíen a Dios.
De vicio “clerical” tacha Bonhoeffer con mordaz sor-
na “ese olfatear-tras-los-pecados-de-la-humanidad con el
fin de pillarla en falta”. ¡Está claro que se piensa que la
esencia del hombre consiste en sus abismos más íntimos y
que “es precisamente en esos secretos humanos donde
Dios habría de tener sus dominios!”.
Lo que a Bonhoeffer le importa es “que no se intro-
duzca a Dios de contrabando en un lugar secreto cual-
quiera, el último de todos, sino que se reconozca lisa y lla-
namente que el mundo y el hombre son mayores de edad
–por lo que en su mundanidad no se «desacredita» al
hombre, sino que se le confronta con Dios en su posición
más fuerte–, y que se renuncie a todas las tretas clericales
y deje de verse en la psicoterapia o en la filosofía existen-
cialista un indicador del camino que llevaría hasta Dios”.
Dios no tiene ninguna necesidad de tales “apremios”, ni
se asocia con la “desconfianza de los angustiados”, sino
que se limita a estar sin más ahí.
Y, además, no sólo en las fronteras de lo humano
habría que guardar tranquilamente silencio y dejar que
las preguntas sin respuesta siguieran careciendo de ella.
“Tampoco aquí, en las fronteras de nuestras posibilida-
des, es Dios un tapaagujeros, sino que a Dios ha de reco-
nocérselo en medio de la vida. En la vida, y no en primer
lugar en la muerte, en la salud y la fuerza, y no en primer
lugar en el sufrimiento, en las obras, y no en primer lugar
en el pecado, quiere Dios que se le reconozca”. Viendo así

243
“tendríamos que haber gritado” las cosas, el mundo mayor de edad es “más ateo y está,
por ello, acaso más próximo a Dios” que el no emancipa-
do, pues él es quien ha acabado con una idea falsa de
Dios, posibilitando que vuelva a divisarse al verdadero
Dios de la Biblia.
En una “carta de Nochebuena” que escribió en su cel-
da el 18 de diciembre de 1943, Bonhoeffer hace un resu-
men sobrio y no exento de ironía de lo que viene dicién-
dose: “Creo que hemos de amar a Dios y depositar tal
confianza en él en nuestra vida y en todas las cosas bue-
nas que nos dé, como para que al cumplirse la hora
–¡pero no antes!– vayamos a él con amor, confianza y
alegría. En cambio, que un hombre –por decirlo todavía
más claro– tuviese en realidad que suspirar por el más
allá hallándose en brazos de su esposa, es cosa que, para
expresarlo suavemente, me parece una grosería y que en
ningún caso respondería a la voluntad de Dios. Uno tie-
ne que encontrar a Dios y amarlo en lo que nos da y no
en otro sitio; si a Dios le place que vivamos una felicidad
terrenal inefable, debe uno guardarse de querer ser más
piadoso que Él y carcomer esa felicidad con pensamien-
tos y desafíos arrogantes y entregándose a una fantasía
religiosa desbordada que jamás se dará por satisfecha con
lo que Dios le dé”.
Y, en general, uno no debería hablar de Dios a todas
horas y con cualquier pretexto. También se puede abusar
del nombre de Dios con las mejores intenciones, observa
Bonhoeffer en una interpretación de los diez mandamien-
tos que escribe en su celda en 1944, a petición de uno de
sus compañeros de presidio. “Ese abuso se produce cuan-
do los cristianos ponemos en nuestros labios el nombre de
Dios con tanta naturalidad, tan a menudo, tan despreo-
cupadamente y con tanta confianza, que acabamos lesio-

244
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
nando la santidad y el misterio de su revelación. (…) Se
abusa cuando se habla de Dios sin serse consciente de que
él está presente y vivo en su nombre. Se abusa cuando
hablamos de Dios como si lo tuviéramos en todo momen-
to a nuestra disposición y nos hubiéramos sentado en su
consejo. Abusamos en todas estas formas del nombre de
Dios, convirtiéndolo en una palabra humana vacía y hue-
ra charlatanería, y lo profanamos mucho más de lo que
podrían llegar a hacerlo los blasfemos”.

“¿dónde está Dios?”

Dietrich Bonhoeffer aceptó, pues, sin restricciones


la mayoría de edad del mundo porque estaba firmemen-
te convencido de que ésa era la voluntad de Dios. En
cambio, no compartía el optimismo de los ilustrados;
había tenido que experimentar dolorosamente en pri-
sión a qué oscuridades puede conducir la renuncia al
Dios tapaagujeros. He aquí la que tal vez sea la princi-
pal sacudida para un creyente: no poder seguir encon-
trando a un Dios salvador en la más honda desespera-
ción, tener que vivir en un mundo que en apariencia ha
sido abandonado por Dios.
Pero es precisamente este Dios –tal es la principal lec-
ción teológica de Bonhoeffer– el que se mantiene fiel y
próximo a los hombres. En la carta que Bonhoeffer escri-
bió en prisión el 16 de julio de 1944 figura un pasaje que
nunca deja de citarse: “Y no podemos seguir siendo sin-
ceros sin reconocer que tenemos que vivir en el mundo
etsi deus non daretur”, como si Dios no existiera.
“Y eso mismo lo reconocemos nosotros… ¡ante Dios!
Dios mismo nos obliga a que lo sepamos. Así es como nos
conduce nuestra mayoría de edad a conocer verdadera-

245
“tendríamos que haber gritado” mente nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber
que tenemos que vivir como quienes pueden arreglárselas
en su vida sin él. El Dios que está con nosotros es el Dios
que nos abandona (¡Mc 15,34!) El Dios que hace que
vivamos en este mundo sin la hipótesis de trabajo “Dios”,
es el Dios ante el que estamos en todo momento. Ante
Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios permite que se le
eche del mundo hacia la cruz, Dios es impotente y débil
en el mundo, y precisamente por serlo permanece a nues-
tro lado y nos ayuda”.
Tal es el quicio de esta teología de un consagrado a
morir: Dios está –en Cristo– presente en el mundo, pero
como un Dios que sufre. La experiencia del Viernes Santo
cobra figura aquí, y haciendo referencia al Evangelio de
Marcos, Bonhoeffer llama como testigo principal al Cristo
moribundo que, crucificado, ya sólo pudo gritar en direc-
ción a un cielo cubierto de tinieblas: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?”
Dios mismo sufre con su mundo, un Cristo que sufre,
que sirve, impotente, es su centro. Dios no es una super-
potencia, Dios se da –transformando, al hacerlo, la mise-
ria–. He aquí la fuerza que irradia de la cruz.
Desde el infierno de los campos de exterminio ha lle-
gado a nosotros un hecho cuyo relato parece una ilustra-
ción de esta idea: en el campo de Buna un joven había sido
colgado en la horca por “alta traición”, por haber pasado
mensajes clandestinos de barracón en barracón. A los de
su bloque se les obligó a asistir en pleno a su ejecución, y
uno de ellos, no se sabe bien si en tono acusatorio o por
simple desesperación, gritó: “¿Dónde está Dios ahora?”.
Entonces un segundo señaló en dirección al cadáver
del muchacho y dijo:
“Ahí… está colgado ahí, en la horca”.

246
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
No cabe apropiarse de esta historia para una teología
consoladora de la cruz. No habla de la cercanía de Dios,
sino del desamparo de las víctimas. El Dios ahorcado es el
Dios impotente, sin fuerzas, vejado, entregado y tan ase-
sinado como los hombres que él mismo ha creado.
Ahí reside la infinita diferencia entre la fe cristiana y la
religión. La religión en el sentido habitual de este término
–dice Bonhoeffer siguiendo a Barth– está ahí para hacer
que la vida les resulte a los hombres más soportable y
garantizarles seguridad y protección. En situaciones de
emergencia, ella les muestra al ya mencionado deus ex
machina, poderoso y presto a ayudar. La relación judeo-
cristiana con Dios es absolutamente distinta: “La Biblia
muestra al hombre la impotencia y el sufrimiento de Dios;
sólo el Dios que sufre puede ayudar”.

“corremos al encuentro de una era absolutamente arreligiosa”

Todas estas asociaciones de ideas son fragmentos, en


las cartas siempre insertos en descripciones del día a día
en prisión y amalgamados con cuestiones íntimas y priva-
das, recuerdos, observaciones filosóficas y referencias a
lecturas y programas radiofónicos. Por eso mismo resulta
todavía más sorprendente la sensación de concluso que
transmite este edificio, que en ocasiones tuvo seguramen-
te que ponerse por escrito de forma muy apresurada, entre
avisos de alarma aérea (“ya vuelve a sonar la sirena; lue-
go seguimos”), y ensombrecido por una constante incerti-
dumbre con respecto al futuro. A tientas, sin acabar nun-
ca de fermentarla del todo, sin fijarla todavía en un siste-
ma, Dietrich Bonhoeffer dibuja una nueva imagen de la fe
en un mundo sin consuelo, con honestidad, con realismo,
luchando enconadamente por un Dios que parece estar
lejísimos.

247
“tendríamos que haber gritado” El detenido no pierde un solo minuto ilusionándose;
todos estos testimonios están marcados por un análisis
extraordinariamente sobrio de la época que le ha tocado
vivir. “Corremos al encuentro de una era absolutamente
arreligiosa”, sentencia Bonhoeffer el 30 de abril de 1944,
“los hombres, simplemente, ya no pueden seguir siendo
religiosos tal y como han venido siéndolo hasta ahora”. Si
algún día llegara a probarse que la supuesta naturaleza
religiosa del hombre durante los dos últimos milenios no
ha sido otra cosa que una manifestación histórica condi-
cionada y transitoria, ¿qué significaría eso para el cristia-
nismo?
“¿Cómo puede llegar a ser Cristo también el Señor de
los arreligiosos? ¿Hay cristianos arreligiosos? Si la religión
no es más que un ropaje del cristianismo –un ropaje que
ha sido además muy distinto en las diferentes épocas–,
¿cuál sería el aspecto de un cristianismo arreligioso? (…)
¿Cómo podemos hablar de Dios sin religión, es decir, sin
los presupuestos, condicionados históricamente, de la
metafísica, de la interioridad, etc., etc.? (…) Cristo ya no
es entonces objeto de la religión, sino algo completamente
distinto, verdadero Señor del mundo. Pero, ¿qué significa
eso? ¿Qué significan culto y oración en la arreligiosidad?”
Se trata de una interpretación no-religiosa de la fe, un
concepto central en la teología del último Bonhoeffer. El
adiós a una religión que consista en huir de la responsa-
bilidad para refugiarse en los brazos del auxiliar todopo-
deroso que tiene una respuesta para todos los problemas
y necesidades. El adiós a un Dios que sólo tapa agujeros,
a un Cristo que no es más que medicina para las enfer-
medades del mundo, que nosotros mismos tendríamos
que curar. El adiós a una fe que es propiedad de elegidos
y consolida las relaciones terrenales de poder.

248
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
Recordémoslo: el joven vicario en el extranjero había
dejado ya mudos a los probos comerciantes barceloneses
contraponiendo insobornable (y sin demasiada habilidad
pedagógica) la religión burguesa a una fe cristiana de muy
distinto signo. “No es la religión quien nos hace buenos
ante Dios, sino Dios el único que nos hace buenos”, decía
allí subido al púlpito, y añadía: “Las dos cosas más peli-
grosas para el conocimiento de la gracia divina son la reli-
gión y la moralidad, porque las dos llevan en sí como un
germen la voluntad de encontrar el camino hacia Dios por
sí solo”. La religión como una oferta engañosa de auto-
rredención, la religión como una pequeña reserva acotada
dentro de una vida comprometida con valores totalmente
distintos, la religión como consuelo en un más allá, eleva-
do sobre el mundo y distante de él. En conclusión: Cristo
no trajo una nueva religión, sino el amor de Dios.
Porque para Bonhoeffer Dios no es una cosa que se
“tenga” ni que pueda sujetarse. Uno no se hace merece-
dor del amor de Dios, lo recibe de balde. “Un Dios que
existe no es Dios”, escribía ya en 1930, poniendo en todo
momento cuidado de no convertir a Dios en una figura
aprehensible y empíricamente demostrable, arrebatándole
así toda su grandeza, todo su calor, toda su vida. Es el
mismo respeto ante el misterio que encontramos entre los
judíos, por cuyos derechos luchó Bonhoeffer como her-
mano en Cristo y con quienes murió en el campo de con-
centración.
¿Qué clase de Iglesia es ésa con la que sueña Bon-
hoeffer? Porque él no quiere acabar con ella, ni mucho
menos, sino renovarla radicalmente. Aquí Bonhoeffer
dejó tan sólo unas escasas indicaciones. Será una Iglesia
que esté ahí para otros, que participe en la vida comuni-
taria del lado de los desfavorecidos, “no como si fuera su

249
“tendríamos que haber gritado” señora, sino ayudándoles y sirviéndoles”. Una Iglesia que
no se limite a predicar, sino que viva una vida ejemplar,
pobre, sin propiedades, con pastores que desempeñen una
profesión mundana o que vivan de donativos voluntarios.
“Nuestra Iglesia, que durante estos años sólo ha lucha-
do por su propia supervivencia, como si fuera un fin en sí
misma, es incapaz de ser la portadora de la palabra recon-
ciliadora y redentora para los hombres y para el mundo”,
afirma Bonhoeffer, haciendo sobriamente balance, en
mayo de 1944. ¿Podrá renovarse el cristianismo? “En las
palabras y los actos que nos ha legado la tradición adivi-
namos la presencia de algo completamente nuevo y re-
volucionario, sin ser todavía capaces de concebirlo ni de
decir qué es”.
Cuando las viejas palabras pierden su fuerza y enmu-
decen, ser cristiano consiste únicamente en rezar más y
obrar con mayor responsabilidad. Eso operará la refundi-
ción de la figura de la Iglesia. “No es asunto nuestro pre-
decir el día –que sin embargo llegará– en el que se llama-
rá de nuevo a personas a pronunciar la Palabra de Dios de
forma que el mundo cambie y se renueve. Será un nuevo
lenguaje, es posible que totalmente irreligioso, pero libe-
rador y redentor, como el lenguaje de Jesús, ante el que
los hombres se escandalizaban, pero que, sin embargo, los
vencía con su fuerza, el lenguaje de una justicia y una ver-
dad nuevas, el lenguaje que anuncia la paz de Dios con los
hombres y el aproximarse de su Reino”.

¿mártires por una causa equivocada?

En Alemania, cuya otra faz, la humana, hizo él visible


en un tiempo de vergüenza nacional, no siempre ha que-
rido escucharse con agrado este lenguaje. Mientras que en

250
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
el ámbito anglosajón Bonhoeffer era leído y discutido con
entusiasmo, sin duda no sin malinterpretarse en gran
medida su mensaje ni sin que éste fuese injustamente aca-
parado por la “teología de la muerte de Dios”; mientras
que en los países socialistas su figura era celebrada como
la del “profeta de una nueva cristiandad” (ocultándose
una vez más aspectos importantes de su personalidad y su
ideario), las Iglesias de la mitad occidental de Alemania
seguían teniendo muchas dificultades con el combatiente
de la resistencia en levita de pastor.
En la cristiandad universal del siglo XX posiblemente
ningún otro libro de un teólogo alemán haya despertado
un interés tan vivo como las anotaciones de Bonhoeffer en
prisión, que su amigo Eberhard Bethge publicó en 1951
bajo el título Resistencia y sumisión. En Francia, la obra
mereció un juicio entusiasmado: “Sus cartas, elevándose
de la noche y la niebla, hicieron aparición como el men-
saje de una botella arrojada al mar que por fin hubiera
encontrado a sus destinatarios”. Para 1986, cuando la
editorial alemana Christian-Kaiser puso en marcha su
nueva edición de las obras de Bonhoeffer, la tirada com-
pleta internacional había superado ya el medio millón de
ejemplares; Seguimiento y Resistencia y sumisión se
habían traducido a dieciséis idiomas.
En Nicaragua, tras el triunfo de la revolución –apoya-
da en gran medida por cristianos–, Resistencia y sumisión2
fue también el primer ejemplar que publicó la Junta de
Gobierno sandinista en la editorial del Estado. La edición
portuguesa de Resistencia e submissao que salió al merca-
do en Río de Janeiro iba precedida por un prólogo del teó-
logo nacido en Rostock Ernesto Bernhoeft –promoción de
1917, de ascendencia judía, emigrado de la Alemania nazi

2. En español en el original. (N. del T.)

251
“tendríamos que haber gritado” como miembro de la Iglesia Confesante– en el que éste
daba poéticamente las gracias a Bonhoeffer: “Es posible
que una Europa cansada no entienda ya lo que su joven
profeta tiene que decirle. Pero nosotros, en este continen-
te que quiere llegar a ser mayor de edad, tenemos oídos
para la voz que responde a nuestros anhelos (…)”. Tam-
bién en Japón y en Corea viene desempeñando desde los
años cincuenta Bonhoeffer, sobre todo como mártir, un
importante papel en el proceso de emancipación de los
cristianos.
En su patria alemana, en cambio, Bonhoeffer fue más
bien motivo, durante mucho tiempo, de extrañeza y mie-
do al contacto. El día que tenía que haberse descubierto
una placa conmemorativa en su honor en el campo de
concentración bávaro de Flossenbürg, en 1953 (“un testi-
go de Jesucristo entre sus hermanos”), el obispo protes-
tante luterano del Land se negó a tomar parte en la cere-
monia. En último término –dijo–, Bonhoeffer no fue un
mártir cristiano, sino político.
La alegoría bonhoefferiana del conductor borracho
que baja por la Kurfürstendamm y al que habría que
arrancar el volante de las manos, en lugar de preparar el
entierro de sus víctimas, parecía ciertamente más que con-
vincente. Pero, ¿un pastor que se asoció con culpables de
alta traición y que colaboró con todas sus fuerzas en un
plan para asesinar al tirano? ¿Un pastor que en potencia
era un asesino? Muchos alemanes no pudieron digerirlo
–sobre todo aquellos, como es lógico, que durante la dic-
tadura parda no habían movido un dedo por los perse-
guidos y guardaron cobardemente silencio–. El atentado
del 20 de julio es algo que “no puede aprobarse jamás,
sean cuales fueren las intenciones que presidieran su comi-
sión” aseguraba la iglesia de Bonhoeffer, la de Berlín-

252
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
Brandenburgo, justo un año después del golpe, cuando el
imperio de Hitler no era ya más que un montón de ruinas.
En 1978, la Cancillería de la Iglesia Evangélica Alemana
rechazó ofendida que círculos eclesiásticos sudafricanos
hubieran invocado el nombre de Bonhoeffer al discutirse
la alternativa de abolir por la fuerza el apartheid. La per-
sonal decisión que Bonhoeffer había tomado en concien-
cia –se afirmó– no podía convertirse en modelo de con-
ducta de toda una Iglesia.
Hubo que esperar a la década de los noventa para asis-
tir a un vuelco en la valoración de amplio alcance. Sen-
tidos sermones, artículos periodísticos reflexivos, emisio-
nes radiofónicas y televisivas muy serias, un musical rock
(compuesto por Peter Janssens) y el inevitable sello con-
memorativo, al cumplirse el quincuagésimo aniversario de
su muerte en 1995. En la persona del obispo Hermann
von Loewenich, un representante de la Iglesia dijo por
primera vez, dejándose por fin de peros, que Bonhoeffer
había sido un “mártir”: “Bonhoeffer no sólo habla del
seguimiento, sino que lo cumple y padece en un inusitado
camino. (…) Muriendo en la horca, pone el sello a ese
camino. Se convierte en mártir. En testigo de Jesucristo
entre sus hermanas y hermanos que permanece fiel a su
Señor hasta la muerte. Siguiendo las huellas de Cristo,
escapó, literalmente, «del campo» la mañana del 9 de
abril de 1945 para, desnudo y solo en la horca, «soportar
la ignominia de su Señor»”.
Otro de los destacados protestantes del período nazi
volvió a ocupar los titulares en 1995: durante un oficio
divino en recuerdo de Bonhoeffer celebrado en Munich, se
cubrió simbólicamente con un velo un busto de Theodor
Heckel, fundador del Foro Evangélico, la institución
para la formación de adultos de aquella ciudad, con el fin

253
“tendríamos que haber gritado” de llamar la atención sobre el ambiguo papel jugado por
Heckel durante el Tercer Reich. Como director del Mi-
nisterio Eclesiástico de Exteriores con rango de obispo,
Heckel había sido el encargado de controlar las activida-
des ecuménicas de la Iglesia Confesante y quien en 1936
había denunciado a Bonhoeffer por “pacifista y enemigo
del Estado”. La provocadora iniciativa de aquel oficio
supuso el pistoletazo de salida para acalorados debates y
un simposio, en el que se intentaron asimilar los conflic-
tos intraeclesiales, hasta ahora silenciados, de aquellos
años.
Mientras tanto, en el Union Theological Seminary de
Nueva York, en el que Bonhoeffer cursó un año de estu-
dios en 1930-31, fue creada una cátedra de teología y éti-
ca en memoria del adelantado a su época nacido en
Alemania; los dos millones de dólares del capital de la
fundación provenían de iglesias regionales y empresas
comerciales alemanas y estadounidenses. En la restaurada
fachada occidental de la Westminster Abbey de Londres,
el pastor Bonhoeffer –director durante 1933-34 de dos
parroquias alemanas en el extranjero– fue eternizado en la
figura de una estatua, junto a efigies de Martin Luther
King, el padre Maximilian Kolbe, el arzobispo Óscar
Romero y otros mártires contemporáneos. El nombre de
Bonhoeffer tendría que haber figurado también en un
Martirologio del siglo XX, encargado por el Vaticano en
las conferencias episcopales católicas nacionales y que, a
petición expresa del Papa Juan Pablo II, hubiera debido
albergar mártires de todas las confesiones cristianas; pero
por desgracia dichos nombres se limitaron en Alemania a
los de los mártires católicos.
Mientras los hombres conviertan en víctimas a los
hombres y el afán de poder y dominio continúen rigiendo

254
berlín-tegel, celda 92: un moribundo espera la vida eterna
a este pobre planeta, seguirán siendo actuales las visiones
que tuvo Bonhoeffer de una Iglesia que ha de servir a los
desgraciados y no a su propia magnificencia. Seguimiento
termina con una sobria exhortación a la acción: “La vida
de Jesucristo no ha tocado todavía a su fin en esta tierra”.

255
BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA

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chung zur Soziologie der Kirche. Edición de Joachim von
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Edición de Gerhard L. Müller y Albrecht Schönherr, Munich
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— Vol. 6: Ethik. Edición de Ernst Feil, Clifford Green, Heinz E.
Tödt e Ilse Tödt, Munich 1992.
— Volumen complementario al volumen 6: Zettelnotizen für
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— Vol. 7: Fragmente aus Tegel. Edición de Renate Bethge e Ilse
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— Vol. 8: Widerstand und Ergebung. Edición de Eberhard
Bethge, Renate Bethge y Christian Gremmels, Gütersloh
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— Vol. 9: Jugend und Studium 1918-1927. Edición de Hans
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Kaltenborn, Munich 1986.
— Vol. 10: Barcelona, Berlin, Amerika 1928-1931. Edición de
Hans Ch. von Hase y Reinhard Staats en colaboración con
Holger Roggelin y Matthias Wünsche, Munich 1991.
— Vol. 11: Ökumene, Universität, Pfarramt 1931-1932. Edi-
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— Vol. 12: Berlin 1932-1933. Edición de Carsten Nicolaisen y
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Jorgen Glenthoj, Ulrich Kabitz y Wolf Krötke. Revisión de
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— Volumen complementario: So ist es gewesen. Briefe im
Kirchenkampf 1933-1942 von Gerhard Vibrans, aus seinen
Familien– und Freundeskreis und von Dietrich Bonhoeffer.
Edición de Dorothea y Gerhard Andersen, Eberhard Bethge
y Elfriede Vibrans, Gütersloh 1995.

258
Bonhoeffer, Dietrich, Gesammelte Schriften. Seis volúmenes,

bibliografía escogida
edición de Eberhard Bethge: Vol. I: Ökumene. Briefe,
Aufsätze, Dokumente. 1928-1942, Munich 21965.
— Vol. II: Kirchenkampf und Finkenwalde. Resolutionen,
Aufsätze, Rundbriefe. 1933-1943, Munich 21965.
— Vol. III: Theologie – Gemeinde. Vorlesungen, Briefe,
Gespräche. 1927-1944, Munich 21966.
— Vol. IV: Auslegungen – Predigten. 1931-1944, Munich 21965
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Bonhoeffer, Dietrich, Dein Reich komme. Das Gebet der
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1. EL CORAZÓN DE LA GRANADA. Un santo llamado Juan de Dios, por Juan Félix


Bellido.
2. LIMPIACRISTALES Y ARZOBISPO. Biografía de Mons. Miloslav Vlk (Praga), por
Alain Boudre.
3. DIETRICH BONHOEFFER. Víctima y vencedor de Hitler, por Georges Hourdin.
4. MARTIN LUTHER KING. Contra todas las exclusiones, por Vicent Roussel.
5. GANDHI. La sabiduría de la no-violencia, por Jean-Marie Muller.
6. MARÍA MONTESSORI. La educación liberadora, por Anne Sizaire.
7. VIDA DE JUAN XXIII. El Papa extramuros, por Gino Lubich.
8. EL DESEO DE DIOS Y LA CIENCIA DE LA CRUZ. Aproximación a la experiencia
religiosa del Hermano Rafael, por Antonio M.ª Martín.
9. EL ROSTRO FEMENINO DE DIOS. Reflexiones de una carmelita descalza, por Cristina
Kaufmann.
10. LA AVENTURA DE SER HOY SACERDOTE. Biografía de Rufino Aldabalde, por José
María Javierre.
11. HASTA LOS ÚLTIMOS CONFINES. Vida de San Francisco Javier, por Juan Félix
Bellido.
12. SAN ANTONIO DE PADUA. Arca del Testamento, por Emiliano Jiménez.
13. LA CONQUISTA DE LA LIBERTAD. Vida de San Felipe Neri, por Juan Félix Bellido.
14 AL HILO DE LOS DÍAS. Nueva antología de Escritos Espirituales, por Charles de
Foucauld.
15. PIERRE TEILHARD DE CHARDIN, por Bernard Sesé.
16. MADRE DE LOS POBRES. Sor Ángela de la Cruz,por José María Javierre.
17. NI EL COLOR DE MI CENIZA. La monja de la noche clara, por José María Javierre.
18. DEL SILENCIO A LA PALABRA. La vida de Juan N. Zegrí, por Juan Félix Bellido.
19. PREGONERO DE LA VERDAD. Biografía de Juan Pablo II, por Eusebio Ferrer.
20. EN TU AMOR FLORECIDAS. La alegría de ser monja, hoy. Madre Maravillas de
Jesús, Carmelita Descalza (1891 - 1974), por Lucinio Ruano.
21. SUFRIR Y AMAR, AMAR Y SUFRIR. Vida y obra de la Beata Madre Mª Pilar
Izquierdo Albero, Fundadora de la Obra Misionera de Jesús y María, por Miguel de
Santiago.
22. BEATA Mª PILAR IZQUIERDO. Epistolario.
23. MI RAFAEL. El Beato Rafael Arnáiz, según el Padre Teófilo Sandoval, su confesor,
intérprete y editor, por Juan A. Martínez Camino.
24. ÁNGELA DE LA CRUZ, YA PRONTO, SANTA ÁNGELA, por José Mª Javierre.
25. SAN FRANCISCO JAVIER. El molinero de Dios, por Alfredo Verdoy.
26. EL AMADO DE DIOS. Biografía espiritual de Henri Nouwen, por Michael
O´Laughlin.
27. SIMONE WEIL. Acción y contemplación, por Maria Clara Lucchetti Bingemer -
Giulia Paola Di Nicola (Eds.).
28. ABIERTO A DIOS, ABIERTO AL MUNDO. Por una Iglesia dialogante, por el
Cardenal Franz König
29. TENDRÍAMOS QUE HABER GRITADO. La vida de Dietrich Bonhoeffer, por
Christian Feldmann
Este libro se terminó
de imprimir
en los talleres de
RGM, S.A., en Bilbao,
el 5 de diciembre de 2007.

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