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Jean Vanier – Cada Persona es una historia Sagrada

Nacimiento de la herida

Mis amigos Robert y Suzanne esperaban su primer hijo. A partir del sexto mes de embarazo, y sabiendo
que el niño comienza ya a oír, Robert empezó a cantarle todas las tardes una canción. Siempre la misma
canción. Estuvo presente en el nacimiento de Diane que, como todo recién nacido, expresaba sus
angustias llorando. Él comenzó a cantarle la canción de todas las tardes. Diane dejó inmediatamente de
llorar y volvió la cabeza hacia su papá. Reconoció su voz.

El niño existe en el seno materno. Es para él un lugar apacible, seguro, en el cual se produce también una
comunicación. El niño puede sentir si la madre está tensa o relajada. En una etapa de su crecimiento, oye
la música de su voz. Y después, un día, ese seno se vuelve muy pequeño; el niño vive entonces el momento
traumático y angustioso del nacimiento. De ese lugar seguro, bien cerrado, cálido, es arrojado a un mundo
de horizontes infinitos. Ya no está arropado ni alimentado directamente por la sangre de la madre. Está
en contacto con la luz, con el aire. Vive la angustia del aislamiento y de lo desconocido, pero todo eso
termina felizmente en los brazos de la madre. Allí encuentra la dulzura de su ternura y de su cuerpo,
descansa en su seno, descubre su tacto delicado y amoroso. Este bebé que acaba de nacer es tan frágil,
tan pequeño, que no puede hacer nada por sí mismo. Solo está en peligro de muerte. No puede
alimentarse solo, no puede lavarse ni vestirse. Si tiene frío, no puede arroparse. El bebé prácticamente no
puede hacer nada excepto llorar, pedir seguridad o manifestar su alegría.

Este pequeño, después de la experiencia traumatizante del nacimiento, va a sentirse mal. Va a


experimentar el hambre que le lleva a llorar. Y la madre responde dándole el pecho; ella le alimenta. El
malestar se transforma en paz, en un sentimiento de plenitud, de dicha. El niño descubre que se responde
a su llanto; está protegido, amado; descubre la comunión y la confianza en otra persona. A través del
instinto maternal, la madre comprende el grito de su hijo, si tiene hambre, si está cansado, si está
enfermo, si se siente solo... El niño siente comprendidos sus deseos y sus propias dificultades.

A pesar de —¿como consecuencia de?— su debilidad extrema, vive en paz, no tiene miedo porque es
amado. Descubre que su madre le dedica una atención especial; se da cuenta paulatinamente de que es
único en el mundo para ella; es «el niño más guapo del mundo». Siente todas las vibraciones que
provienen de la madre, del padre, de los tíos, de las tías, de los abuelos. Descubre que es el centro de la
familia, que es amado, protegido. No hay ningún peligro.

Ciertamente, esta comunión no es una comunión consciente por parte del niño, como ya expliqué; se
inserta en su conciencia de amor que va a formar la base de todo su ser. Este amor es como un mensaje;
revela al pequeño que existe. Su corazón y su cuerpo se dilatan. Vive entonces la confianza de la comunión
con su madre, que va a abrirle a la comunión con el padre, con otros niños, con los demás miembros de
la familia. Se va a prolongar en la comunión con el aire, la luz, la tierra y el agua. El mundo no es un lugar
hostil, sino un espacio amistoso.

Pero, en algunas circunstancias, el niño percibe que su madre no le quiere. Ella no puede responder a su
grito. Se enerva, habla con un tono colérico, su voz ya no es dulce y musical, es estridente; su cuerpo está
tenso, su rostro agresivo... Todos los padres tienen sus fragilidades, sus cansancios, sus depresiones, sus
heridas afectivas, un exceso de trabajo, de preocupaciones, etc. Ningún ser humano puede permanecer
en un estado de acogida y de comunión constante. La madre está ocupada en otra cosa, con otro hijo,
tiene demasiado trabajo, vive un conflicto con su marido, etc. No llega a arropar a su hijo como querría.
El niño descubre a una madre que no es una mamá acogedora.
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Con frecuencia me ha impresionado constatar en El Arca, cuando un niño empieza a correr de un lado
para otro durante un acto comunitario, cómo la madre a menudo se pone ansiosa, corre hacia el niño y
se lanza hacia él como un buitre sobre su presa, lo toma con fuerza y lo lleva a otra parte llena de angustia.
Esto quizá forma parte de las heridas de la madre. Tal vez tenga miedo a ser vista como una mala madre,
como una pésima educadora. Pero el niño, que se fue espontáneamente con un espíritu de curiosidad, de
descubrimiento, con la alegría de moverse, de avanzar, de correr solo, no comprende la violencia de su
madre, que se lanza sobre él y lo saca fuera.

El grito angustioso del niño provoca y despierta con frecuencia la angustia en los padres. Descubren que,
a veces, son impotentes ante él. El niño entonces hace mucho más que importunar, genera una suerte de
violencia en los padres, despierta sus propias angustias sobre todo por la noche, cuando interrumpe su
sueño. El niño, por su parte, experimenta una forma de terror y de pánico interior, sintiendo cómo esa
agresividad se vuelve contra él. Para sobrevivir, surge en el niño una violencia que va a permitirle superar
la parálisis del miedo y de la culpabilidad.

Las diferentes causas de la herida del corazón

En nuestra comunidad de Filipinas acogimos a Héléne: una niña —de pequeña estatura— de quince años,
ciega, con un cuerpo encogido, incapaz de mover los brazos y las piernas. La llevaron a un hospital cuando
era muy pequeña. Keiko, una asistente japonesa, se ocupaba de ella con mucho amor y cuidado; pero me
confesó que era difícil. En efecto, Héléne estaba encerrada en sí misma; no manifestaba nada, ni alegría
ni enfado. Era totalmente apática. Hablamos Keiko y yo de la depresión de los niños, y la animé a que
continuara amando a Héléne, habiéndole con dulzura, tocándola con ternura. «Un día te sonreirá», le dije.
Y le pedía a Keiko que me enviara una postal el día que Héléne le sonriera. Algunos meses más tardé,
recibí una postal de Keiko: «Héléne me ha sonreído hoy... Love, Keiko».

Cuando un niño no vive la comunión con su madre y con su padre, cuando se encuentra solo, inseguro, se
sumerge en la soledad y en las angustias. La angustia es algo muy difícil de asumir para el niño. Es como
una energía loca, sin un fin determinado, como una agitación interior, un malestar. Puede hacer perder
el apetito y romper el ritmo del sueño; sumerge al niño en la confusión y destruye la paz y la unidad
interiores. Si el niño no se siente ni amado ni deseado, esta angustia se convertirá en culpabilidad. Si siente
que la ira se dirige contra él, estará convencido de que es culpable y hará daño a los demás. Es demasiado
para él. No puede soportar estos sufrimientos interiores, estos malestares y angustias, ese sentimiento
de culpabilidad.

El niño vive esas mismas angustias cuando la madre tiende a poseerlo, a suprimir sus deseos y su libertad;
cuando quiere controlarlo y utilizarlo para llenar su propio vacío. El niño tiene la impresión de estar
ahogado, aniquilado. El tacto de la madre se vuelve entonces ambiguo. Es un tacto de posesión y no de
seguridad y de vida. Esta forma de falsa comunión es, en algunos aspectos, más peligrosa que el rechazo,
y genera graves tensiones en el niño.

Cuando nosotros los adultos sentimos que esa angustia y ese malestar afloran en nuestro interior,
podemos encontrar multitud de diversiones: evadirnos en el trabajo, ver la televisión, llamar a un amigo,
tomar un libro, hacer gimnasia o dar un paseo, tomar un café en el bar de la esquina, etc. Tenemos
multitud de posibilidades que nos permiten olvidar y eliminar ese sentimiento de malestar. Pero, ¿y el
niño?, ¿qué puede hacer? Nada. Por lo tanto su cuerpo se vuelve un cuerpo angustiado, chilla. Sus gritos
van a conseguir quizá que sus padres actúen con más violencia todavía. Nos encontramos de esta manera
en un círculo vicioso en el que la angustia del niño provoca la angustia de los padres, y la angustia de los
padres aumenta la angustia del niño.
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Cuando digo que el niño no sabe defenderse, es verdad, pero parcialmente. No puede evadirse en el
trabajo, ni llamar a un amigo, ni ver la televisión, pero encuentra otras formas para protegerse que corren
el peligro de causar estragos en el plano psicológico. Puede evadirse, como la pequeña Hèléne, en su
propio interior. De manera que evita comunicarse, corta sus emociones. Se enfurruña. De alguna manera,
todos hemos tenido esta experiencia: cuando nos sentimos heridos por alguien, nos recluimos en nuestro
propio interior, no queremos comunicarnos, o bien nos enfadamos. La única actitud que podía ayudar a
Héléne a salir de su prisión interior era el amor incondicional de Keiko que le dijo: «Te quiero tal y como
eres, no te juzgo, no estoy enojada contigo, te quiero». Poco a poco Héléne se atrevió a ir teniendo
confianza.

Otra forma que tiene el niño de protegerse es la de evadirse en los sueños. El niño puede entrar en un
mundo totalmente imaginario para eludir la realidad que supone para él excesivos sufrimientos: la
realidad de su propio cuerpo, la realidad de la comunión rota, la realidad con su madre demasiado
inestable o las relaciones con su padre colérico, etc. Todo esto es demasiado duro para el niño, él es
demasiado débil. Su imaginación es una extraordinaria protección contra el sufrimiento y contra la
realidad. De esta forma, el niño se refugia en sus sueños. Crea su propio mundo al abrigo de los
sufrimientos. Se esconde en sus juegos que no son de comunión, sino de competición en los que quiere
ganar. Olvida sus sufrimientos interiores.

Cuando el niño descubre que la comunión es difícil y que es fuente de sufrimiento, vive una experiencia
de muerte interior, tiene el sentimiento de carecer de valor. Surge entonces ese sentimiento de
culpabilidad que es el más doloroso para el niño y, sin lugar a dudas, el que más enraizado está en cada
uno de nosotros, pues todos hemos vivido ese momento de ruptura de la comunión que es fuente de
angustia y de culpabilidad. Los psicólogos americanos lo llaman shame: la vergüenza. Personalmente,
prefiero conservar el término de culpabilidad: si no somos amados, es porque somos malos, culpables de
algo. Evidentemente es una culpabilidad psicológica y no moral. Surgen entonces en el interior del niño las
primeras faltas de confianza en sí mismo. Es este sentimiento de culpabilidad el que va a surgir durante
toda su vida, confiriéndole una imagen herida de sí mismo.

Esta culpabilidad puede llegar a ser todavía mayor cuando el niño desarrolla un sentimiento de ira y un
deseo de venganza con respecto a sus padres, cuando en su momento debió protegerse de sus enfados o
deseos posesivos. Sus iras son signo de vida, pero le dan miedo también. Descubre entonces un lobo en
su interior capaz de matar y de hacer daño. Ese sentimiento va a reforzar su culpabilidad. Va a detectar a
través de sus gritos de rabia que ese lobo no quiere comunicarse con nadie: « ¡No quiero amor! ¡Detesto
el amor! ¡Detesto a mamá! ¡Detesto a papá! ¡Detesto a mi hermanito! ¡Voy a romper sus juguetes!». El
mundo no es un lugar de comunión, es un lugar hostil. El niño debe defenderse de las fuerzas que lo
agreden; por tanto, él agrede, contraataca. Como han demostrado varios psicólogos, los cuentos de hadas
son necesarios para ahuyentar al malvado lobo que se oculta en ellos.

Más grave que la ira y la agresividad en el niño que se defiende, es la culpabilidad en su estado puro. El
niño pretende entonces eliminarse, hacerse daño; es culpable, es demasiado malo. La ira se vuelve contra
él mismo en gestos autodestructivos.

El amor posesivo

Hemos acogido en El Arca a hombres y mujeres con una deficiencia mental que se habían convertido en
víctimas de sus madres angustiadas. El padre frecuentemente está ausente; la madre es fuerte,
dominante. Lo hace todo por su hijo. Se cree amorosa, porque está completamente dedicada a su hijo
pero, de hecho, lo destroza. No es capaz de escuchar sus deseos, de ayudarle a progresar. ¿Existe un deseo
inconsciente de que su hijo siga siendo incapaz y dependa de ella para que así pueda realizar una buena
obra y ser una buena madre? Machacar la libertad del hijo con una afectividad desbordante es a veces
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peor que el abandono. Tal tipo de madre sabe manipular a su hijo, hacerle actuar con un sentimiento de
culpabilidad o con un deseo de conseguir «cosas buenas». Se trata entonces de falsas comuniones que
son asfixiantes.

Me acuerdo de Alix, una joven que era asistente en El Arca. Le pregunté cómo había vivido su infancia.
Me dijo que era de una familia muy unida, que se entendía bien con sus padres. Su familia era muy
religiosa, muy considerada por las autoridades eclesiásticas. Entonces le pregunté qué estudios hacía. Me
lo dijo. Le pregunté más aún: «¿Por qué has escogido ese camino?». Ella me respondió: «Es mi madre la
que quería que hiciera esos estudios». En la medida en que la conversación fue prolongándose, me di
cuenta de que hacía todo lo que su madre quería y que ella no sabía ni quién era ni qué deseaba. Es de
temer que esta joven encuentre en su vida muchas dificultades para entrar en una verdadera comunión,
pues lo que vivió con su madre era manipulación. La madre angustiada quería controlarla completamente
y prolongarse en ella para realizar las cosas que ella no había podido hacer. Esta joven estaba de hecho
profundamente herida, con una herida de las más graves, desgraciadamente muy extendida, la de la falsa
comunión que le impedía tomar las riendas de su vida y ser lo que ella quería: un sujeto, una persona libre.

Una joven asistente de El Arca estaba particularmente unida a Marie-Pierre, una mujer con una
deficiencia. Quiso llevarla a su casa en vacaciones y que durmiera en la misma habitación. Después se dio
cuenta de que se ponía celosa si otros bañaban a Marie-Pierre. Ésta, al principio, estaba feliz por esa
increíble atención. Pero poco a poco parecía perder cierta alegría y espontaneidad. También existen
relaciones que se vuelven malsanas; son cerradas; hay una carencia de libertad y de alegría. Ciertas falsas
comuniones provocadas por la inseguridad y el miedo pueden llenar un vacío interior y calmar la angustia;
se convierten en una droga. Ésta no es la verdadera comunión construida desde la confianza y capaz de
dar la libertad.

El amor engañoso

No hace mucho tiempo discutía con un psicólogo responsable de un servicio de esquizofrénicos crónicos
—no me gusta el término— en un hospital psiquiátrico. Este psicólogo me decía: «Es extraño, he
descubierto que han abusado sexualmente de todos los esquizofrénicos crónicos de mi servicio cuando
eran pequeños». ¿Qué es el abuso sexual? Papá está frecuentemente irritado, es difícil, no escucha a sus
hijos. Luego está el tío, que es muy amable, que alegra el corazón, que toca con afecto y que da regalos.
Pero un día, su tacto se convierte en un tacto sexual, siente placer en el cuerpo de su sobrino o de su
sobrina, intenta despertar también el placer sexual en el niño, y luego le dice: «Si cuentas algo a tu madre
o a tu padre, te pegaré, te mataré». El niño descubre así esta abominable forma de la falsa comunión; el
niño, que era feliz cuando se encontraba con su tío, se da cuenta de repente de que la comunión es muy
peligrosa, que el amor es falso. Se produce entonces una suerte de ruptura en el interior de su corazón:
lo que más deseaba, la comunión, se convierte en lo más peligroso y puede acarrear su muerte.

Existen también todos esos miedos en el niño cuando se produce un conflicto en su entorno; cuando hay
una separación del padre y de la madre y cada uno de ellos intenta atraerlo y seducirlo con regalos. El
corazón del niño está herido, dividido. Está confuso. Rápidamente puede aprovecharse de esta situación
para tener más cosas, para llevar el ascua a su sardina. La división le hiere pero también le sirve.

El miedo a amar

Con la aparición de la herida, de la angustia y de la culpabilidad, asistimos al nacimiento de un mundo


oculto en el interior del niño. Éste va a intentar desviar su atención de ese mundo de sufrimiento para
olvidarlo, rodearlo y evitarlo. Va a tratar de rechazarlo en las zonas más íntimas de su ser como si nunca
hubiera existido. Pero este mundo de sufrimiento está en su interior como una especie de enfermedad
oculta. Así, se eleva un muro entre ese mundo rechazado y la conciencia. A veces ese muro es grueso: es
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el muro de una psicosis, que tiene sus orígenes, según parece, en lo biológico y en lo psicológico. El muro
protege al niño. No es una realidad puramente negativa. Sin él, podría morir de angustia y de temor.

La fuerza y la belleza de la naturaleza humana y de la vida residen en esta energía vital que continúa
fluyendo a pesar de los sufrimientos y de los muros; el niño crece, avanza, debe vivir y sobrevivir. Debe
superar ese peso, ese sabor a muerte que hay en su interior. Las energías no funcionan en el ámbito de la
relación, de la comunión: son demasiado peligrosas. Van a estar orientadas hacia los logros y las
actividades para demostrar que se es alguien, que es capaz de triunfar, que es admirable para él mismo,
para sus padres y para el entorno.

Así es como surge ese sufrimiento profundo en el corazón de cada ser humano, una ambivalencia con
respecto al amor. Anhelamos la comunión —corazón a corazón— con otro ser humano, pero tenemos
miedo de ella. La comunión aparece como el lugar secreto de la dicha pues al menos en algún momento
el niño ha disfrutado de ella. Pero aparece también como un lugar de muerte, de miedo, de culpabilidad,
porque el niño ha vivido una comunión rota y falsas comuniones —manipulación afectiva y posesión que
han ahogado su ser y su libertad—. La alteridad aparece entonces como peligrosa.

El ser humano está obligado a evitar la comunión para poner sus energías en otra parte. Por lo tanto, se
niega la comunión, no es posible. Se convierte en un juego sin fundamento. Sartre, en El ser y la nada,
afirma que el amor es un espejismo creado por un genio maligno. Tiene la apariencia de la felicidad, la
apariencia de una luna de miel pero, en realidad, es una lucha, una conquista, una libertad que va a
devorar a otra.

¿Es posible la comunión? ¿Es un espejismo creado por un genio maligno, o es el lugar de la presencia de
Dios? Ésta es la cuestión fundamental de todo ser humano que busca la unidad, la paz, la luz, el amor,
pero que está desanimado por todas las fuerzas opuestas que se encuentran en él y en torno a él.

Ser el mejor

Todo ser humano —y digo bien: todo ser humano— ha tenido alguna experiencia de .esta comunión rota,
falsa o imposible. En el interior de cada uno de nosotros existe ese mundo olvidado formado de
sufrimiento, muerte y culpabilidad. La herida de cada uno, no obstante, es más o menos grande. Pero
existe una connivencia entre los que viven el fracaso: el vagabundo, el alcohólico, el pobre, el hombre o
la mujer con depresión, y los que trabajan incansablemente para conseguir su éxito personal, incluso por
grandes causas: el P-DG1, políticos, estrellas, etc. A pesar de las apariencias, el fundamento de su
psicología, con toda suerte de variantes y de matices, es idéntico. En un caso, es la depresión la que lleva
a la bebida, al hundimiento, a ese sentimiento de ser víctima y, en el otro, es igualmente la depresión la
que produce una necesidad imperiosa de salvar a los demás, de ser un héroe, de ser reconocido, para
encontrar su identidad en la admiración, el poder y el éxito.

Ese malestar interior, esa culpabilidad, ese sentimiento de no valer, ese sentimiento de muerte, es como
un motor que pone en marcha al ser humano para redimir ese sentimiento de culpabilidad, y para
demostrarse a sí mismo que se forma parte de una elite, que se está entre los mejores. Esta necesidad de
ganar títulos, de subir en la escala de la promoción humana puede comenzar en la infancia y continuar
toda la vida. Si el niño es el primero de la clase o destaca en algún deporte, sus padres van a estar
contentos. Él va a beneficiarse de una situación segura. Esta necesidad de ganar se desarrolla también,

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En Francia P-DG: Presidente-Director General, es decir, el mando supremo de una empresa (Nota del
traductor).
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como ya hemos visto, a través del grupo al que se pertenece. Esta búsqueda constante de éxito conlleva
necesariamente ciertas turbaciones en el plano relacional.

La imagen herida de uno mismo es una realidad personal provocada por los sufrimientos de las relaciones
entre el niño y sus padres. También es una realidad cultural y sociológica, más o menos transmitida por
los sufrimientos de los padres y por la cultura. Existen grupos de personas oprimidas que han sido
despreciadas siempre como consecuencia de su raza, su religión, su status social, su etnia. Este desprecio
afecta a la imagen que tienen de sí mismos y a veces provoca ese sentimiento de vergüenza.

El muro interior

El muro psíquico que se ha creado alrededor del corazón vulnerable de cada uno de nosotros para ocultar
y hacer olvidar nuestras heridas, nuestra pobreza fundamental, nos permite vivir y sobrevivir y hace que
no nos sumerjamos en un mundo de depresión y de rebeldía. Desde este muro, y llevados por la necesidad
de olvidar ese mundo doloroso que hay en nuestro interior y la necesidad de autoprobarnos, avanzamos
por el camino de la vida hacia los logros, y hacia un reconocimiento de nosotros mismos... o bien
zozobramos en actitudes depresivas.

Detrás del muro, oculto en el inconsciente, no solamente hay aspectos negativos, fruto de la comunión
rota; también se da una búsqueda fundamental de la verdadera comunión, y de las energías latentes —
que duermen— creadas para amar. Detrás del muro está lo más herido y lo más sucio del ser humano,
pero también Lo más bello; hay un potencial de alegría, de amor, pero también un miedo enorme al amor
y a los sufrimientos ligados al amor. El ser humano actúa a menudo a partir de ese muro —su yo agresivo—
, en busca de reconocimiento, huyendo sutilmente de todo lo que corre el peligro de encallar y de
desvalorizarle. Así es como sus acciones se tiñen de una especie de egoísmo arisco que se pega a la piel.
Actúa para ponerse a prueba, para aumentar la imagen positiva de sí mismo, para su gloria. El mayor
temor del ser humano es no existir, ser desvalorizado, juzgado, condenado, rechazado como un maldito,
Desde algunos puntos de vista, los filósofos pesimistas tienen razón: el ser humano está en una constante
lucha para obtener a cualquier precio —a costa de desvalorizar a los demás— el éxito y la admiración.

Ese muro separa al ser humano de su propia fuente. Ya no es como los pájaros, los peces del mar, el mundo
vegetal que crecen y dan vida desde sus propias fuentes. Los animales no llevan máscara; no están
condicionados por una necesidad de tener éxito, de ser aplaudidos y reconocidos. Cada ser vive de una
forma simple y transparente. Es verdad que pueden tener miedo de algún peligro, pero todos parecen
tener confianza en sí mismos para ser lo que son. Parece que la herida del corazón humano le impide al
ser humano ser lo que es, simplemente. Se vuelve un ser competitivo que busca demostrar que forma
parte de la elite, ocultando sus propios límites, con lo que se convierte en víctima, careciendo de confianza
en sí mismo y estando sediento de ternura. Alejado de su propia fuente, también se encuentra separado
de la fuente del universo. Ya no está al servicio del todo, del universo, sino al servicio de sí mismo, por lo
que se hunde en la depresión.

Ese muro es el punto de partida de todas las actividades de fuerza, de poder y de conocimiento que llevan
al ser humano a estar satisfecho de sí mismo. Se hace fuerte con todos los mecanismos de defensa y de
protección que crea alrededor de su vulnerabilidad. Existen hombres de negocios apasionados de sus
propios negocios que son incapaces de escuchar a su mujer o a sus hijos; son incapaces incluso de
comprender los sufrimientos y las necesidades del otro. Están encerrados tras su proyecto, que es lo único
que les hace vivir.

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