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“La muerte de la polilla”

The Death of the Moth, Virginia Woolf (1882-1941)

No es apropiado llamar polillas a las que vuelan durante el día. No


estimulan en nosotros esa placentera sensación de noches veraniegas oscuras
y de hiedra en floración que la variedad más común, de alas secundarias
amarillas y que duerme a la sombra de la cortina, nunca deja de provocarnos.
Son criaturas híbridas, ni alegres como las mariposas ni sombrías como las de
su propia especie. No obstante ello, el espécimen presente, con sus estrechas
alas color paja, orladas con borlas del mismo color, parecía satisfecha con la
vida. Era una mañana placentera a mediados de septiembre, suave, benigna y
sin embargo con un aire más nítido que el de los meses de verano. El arado
dejaba ya surcos en el campo frontero a la ventana y allí donde la reja había
estado la tierra quedaba plana y brillaba de humedad. Tal vigor llegaba de los
campos y de las colinas lejanas, que era difícil la exigencia de mantener los
ojos sobre el libro. También las cornejas se dedicaban a una de sus
festividades anuales; planeando sobre las copas de los árboles hasta simular
que una red vasta, hecha con miles de nudos negros, había sido lanzada al
aire; la cual, tras algunos momentos, se hundía lentamente en los árboles,
hasta que cada rama parecía tener un nudo negro en la punta. De pronto la red
era lanzada al aire de nuevo, en un círculo mayor ahora, en medio de un
clamor y una vociferación extremos, como si el verse lanzado al aire y vuelto
con lentitud a las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente
excitante.

La misma energía que inspiraba a las cornejas, a los labriegos, a los


caballos e incluso, se diría, a las leves colinas desnudas, enviaba a la polilla,
en plena agitación, de un lado al otro del cuadrado formado por el panel de la
ventana. Era imposible no observarla. Se estaba, de hecho, consciente de un
extraño sentimiento de piedad por ella. Esa mañana las posibilidades de gozo
parecían tan enormes y tan variadas, que sólo tener en la vida el papel de
polilla, y encima de una polilla diurna, sonaba a un destino duro, como patético
era su celo de disfrutar en plenitud esas magras oportunidades. Volaba con
energía hasta una esquina de su compartimento y, tras aguardar allí un
segundo, hacia la opuesta. ¿Qué le quedaba sino volar hasta la tercera
esquina y luego la cuarta? Era lo único que podía hacer a pesar del tamaño de
las colinas, la anchura del cielo, el humo lejano de las casas y, de vez en
cuando, la voz romántica de un vapor allá en el mar. Lo que podía hacer lo
hacía. Observándola, se diría que una fibra, muy delgada pero muy pura, de la
enorme energía del mundo había sido introducida en ese cuerpo débil y
diminuto. Tan a menudo como ella cruzaba el panel podía yo imaginar que se
hacía visible un hilo de la luz vital. Era apenas o solamente vida.
Sin embargo, por ser una forma tan pequeña y tan sencilla de la energía
que se iba introduciendo por la ventana abierta y forzando su curso por tantos
corredores estrechos e intrincados de mi cerebro y del de otros seres humanos,
algo había en ella de maravilloso y a la vez patético. Es como si alguien
hubiera tomado un abalorio de pura vida para dotarlo, del modo más ligero
posible, de vello y plumas, poniéndolo a danzar y a zigzaguear para mostrarnos
la verdadera naturaleza de la vida. Así expuesto, era imposible olvidar la
maravilla de todo aquello. Se es proclive a olvidarse de la vida, viéndola
encorvada y dominada y aderezada y oprimida de modo tal que ha de moverse
con la mayor circunspección y dignidad. Una vez más, la idea de todo lo que
esa vida pudiera haber sido de nacer con cualquier otra forma, nos hace ver
con una especie de piedad sus sencillas actividades.

Al cabo de un tiempo, al parecer cansada de sus danzas, se posó en el


borde de la ventana, al sol. Habiendo terminado el curioso espectáculo, me fui
olvidando de ella. Luego, cuando levanté la vista, atrajo mi mirada. Intentaba
reanudar su baile, pero parecía tan rígida o tan torpe que sólo pudo aletear
hasta la base del panel. Y en el intento de cruzarlo de un vuelo, fracasó.
Ocupada en otras cuestiones, por un tiempo observé aquellos intentos fútiles
sin pensar, esperando inconscientemente que la polilla reasumiera su vuelo, tal
como se aguarda que una máquina, detenida por un momento, arranque de
nuevo sin buscarle la razón del fallo. Al cabo de tal vez siete intentos, resbaló
del borde de madera y cayó, con un revoloteo de alas, de espaldas en el
antepecho de la ventana. El desamparo de su actitud me alertó. De pronto me
vino la idea de que estaba en dificultades, de que ya no podía levantarse, de
que sus patas luchaban en vano. Pero cuando acerqué el lápiz pensando en
ayudarla a enderezarse, comprendí que ese fracaso y esa torpeza eran el
acercamiento de la muerte. Abandoné el lápiz

Las patas se agitaron una vez más. Miré como buscando al enemigo
contra el cual la polilla luchaba. Miré hacia el exterior. ¿Qué había ocurrido allí?
Presumiblemente era mediodía y toda labor había cesado en los campos.
Calma y silencio reemplazaban a la animación anterior. Los pájaros se habían
alejado, para alimentarse en los arroyos. Los caballos estaban inmóviles. Sin
embargo y pese a todo allí fuera estaba el poder, masivo, indiferente,
impersonal, sin prestar atención a nada en lo particular. Por alguna razón
opuesto a la pequeña polilla color paja. Era inútil intentar algo. No quedaba sino
observar los esfuerzos extraordinarios hechos por aquellas patas diminutas
contra un destino cercano que podía, de proponérselo, sumergir una ciudad
entera y no sólo una ciudad sino masas de seres humanos. Nada, lo sabía,
tenía oportunidad alguna contra la muerte. No obstante, tras una pausa de
agotamiento, las patas volvieron a estremecerse. Esta protesta última era
soberbia; y tan frenética, que la polilla consiguió al fin enderezarse. Desde
luego, nuestras simpatías estaban todas con la vida. Además, no habiendo
nadie que se preocupara o se interesara, este esfuerzo gigantesco por parte de
una polilla insignificante y en contra de un poder de tal magnitud, para
conservar lo que nadie más valoraba o deseaba, conmovía de un modo
extraño. De nuevo, de alguna manera, veíamos vida, un puro abalorio. Levanté
el lápiz una vez más, incluso sabiéndolo inútil. Pero según lo hacía, asomaron
las señales inequívocas de la muerte. El cuerpo se relajó para en un instante
quedar rígido. La lucha había terminado. Aquella criatura pequeña e
insignificante conocía ya la muerte. Al mirar esa polilla muerta, me llenó de
asombro este diminuto triunfo marginal de una fuerza tan grande en contra de
un antagonista así de menor. Tal y como la existencia había sido extraña unos
minutos antes, extraña era en este momento la muerte. La polilla, habiéndose
enderezado, yacía ahora en un sosiego de lo más decente y resignado. Ah sí,
parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.

Virginia Woolf (1882-1941)


“Sobre el ensayo”

“On essay” en Come to think of it de G.K: Chesterton.

Hay estados de ánimo tristes y morbosos en los que siento la tentación


de creer que el Mal ha vuelto a entrar en el mundo en la forma de ensayos. El
ensayo es como la serpiente, suave, graciosa y de movimiento fácil, y también
ondulante y errabundo. Además, supongo que la palabra misma ensayo
significaba originalmente «probar, tentar». La serpiente es tentativa en todos
los sentidos de la palabra. El tentador está siempre tentando su camino y
averiguando cuánto pueden resistir los demás. Este engañoso aire de
irresponsabilidad que tiene el ensayo es muy desarmante, aunque parezca
desarmado. Pero la serpiente puede golpear sin garras como puede correr sin
patas. Es el símbolo de todas las artes elusivas, evasivas, impresionistas y que
se ocultan cambiando de matices. Supongo que el ensayo, por lo menos en lo
que concierne a Inglaterra, fue casi inventado por Francis Bacon. Puedo
creerlo, pues siempre he pensado que fue el villano de la historia inglesa.

Quizá sea conveniente que explique que no considero hombres


malvados a todos los ensayistas. Yo también he sido ensayista, o he tratado de
ser ensayista, o he pretendido ser ensayista. No aborrezco lo más mínimo los
ensayos. Su lectura me causa quizá el mayor de los placeres literarios,
después de esas necesidades intelectuales realmente serias que son las
novelas y cuentos policiales escritos por locos. En el mundo no hay lectura
mejor que la de algunos ensayos contemporáneos, como los del señor E. V.
Lucas o del señor Robert Lynd. Si pudiera imitar el tono tímido y tentativo del
ensayista auténtico, me limitaría a decir que hay algo en lo que digo, existe
realmente en la literatura moderna un elemento que es al mismo tiempo
indefinido y peligroso.

Lo que quiero decir es esto: la diferencia entre ciertas formas viejas y


ciertas formas relativamente reciente de la literatura consiste en que las viejas
estaban limitadas por un propósito lógico. El drama y el soneto pertenecen a
las formas viejas, y el ensayo y la novela a las nuevas. Si un soneto abandona
la forma de soneto deja de ser soneto. Puede convertirse en un ejemplo
estrafalario e inspirador de verso libre, pero no hay que decir que es un soneto
porque no se pueda decir que es otra cosa. Pero en el caso de la novela
moderna, hay que llamarla con frecuencia novela cuando en realidad apenas ni
siquiera es una narración. No hay nada que lo pruebe ni defina, como no sea
que no está espaciada como un poema épico, y con frecuencia tiene todavía
menos de relato. Lo mismo se aplica a la comodidad y la libertad
aparentemente atractivas del ensayo. Por su naturaleza misma no explica con
exactitud lo que se propone hacer y así elude un juicio decisivo sobre si lo ha
hecho realmente. Pero en el caso del ensayo existe un peligro práctico,
precisamente porque trata con tanta frecuencia de cuestiones teóricas. Trata
constantemente de cuestiones teóricas sin la responsabilidad de ser teórico o
de proponer una teoría.

Por ejemplo, se han dicho muchas cosas sensatas e insensatas en pro y


en contra del llamado medievalismo. Se han dicho también muchas cosas
sensatas e insensatas en pro y en contra del llamado modernismo. Yo he
tratado a veces de decir algunas cosas sensatas, con el resultado de que me
han atendiendo en general todas las insensatas, si un hombre desease una
prueba real y racional que distinga verdaderamente el estado de ánimo
medieval del moderno, se podría enunciar así: el hombre medieval pensaba en
función de la tesis, en tanto que el hombre moderno piensa en función del
ensayo. Quizá sería injusto decir que el hombre moderno sólo trata de pensar,
o, en otras palabras, sólo hace un esfuerzo desesperado para pensar. Pero
sería cierto decir que el hombre moderno, con frecuencia, sólo ensaya, o
intenta, llegar a una conclusión. En cambio, el hombre medieval creía que no
merecía la pena de pensar si no podía llegar a una conclusión. Por eso es por
lo que tomaba una cosa concreta llamada tesis y se proponía probarla. Por eso
es por lo que Martín Lutero, hombre muy medieval en muchos aspectos, clavó
en una puerta la tesis que se proponía demostrar. Muchas personas suponen
que al hacer eso hacía algo revolucionario e inclusive modernista. En realidad
hacía exactamente lo que habían hecho todos los demás estudiantes y
doctores medievales desde el crepúsculo de la Edad Media. Si el modernista
realmente moderno tratara de hacerlo, descubriría probablemente que nunca
ha ordenado sus pensamientos en la forma de tesis. Pues bien, es un error
suponer, en lo que a mí se refiere, que se trate de restaurar el aparato rígido
del sistema medieval. Pero creo que el ensayo se ha alejado demasiado de la
tesis.

Hay una especie de cualidad irracional e indefendible en muchas de las


frases más brillantes de los ensayos más bellos. No hay ensayista que me
satisfaga más que Stevenson; no hay probablemente un hombre viviente que
admire a Stevenson más que yo. Pero si tomamos alguna frase favorita y
citada con frecuencia, como «Viajar con esperanza es mejor que llegar»,
veremos que proporciona una escapatoria para sofisterías y sinrazones de
todas clases. Si se la pudiera formular como una tesis, no se la podría defender
como un pensamiento. Un hombre no viajaría con esperanza si creyera que la
meta será desilusionante en comparación con los viajes. Se puede sostener
que eso hace al viaje tanto más agradable, pero en ese caso no se puede decir
que inspira esperanzas, pues se supone que el viajero pone su esperanza en el
término del viaje y no sólo en su continuación.

Ahora bien, no quiero decir, por supuesto, que paradojas gratas de esta
clase no tengan un lugar en la literatura, y a causa de ellas el ensayo tiene un
lugar en la literatura. Hay un lugar para el ensayista meramente ocioso y
errabundo, como hay un lugar para el viajero meramente ocioso y errabundo.
Los pensadores errabundos se han convertido en predicadores errabundos y
en nuestros únicos sustitutos de los frailes errabundos. Y ya sea materialista o
moralista, escéptico o trascendental nuestro sistema es necesario que sea un
sistema. Después de caminar durante cierto tiempo, la mente necesita llegar
adonde se propone o regresar. Una cosa es viajar con esperanza y decir medio
en broma que eso es mejor que llegar, y otra cosa es viajar sin esperanza
porque se sabe que nunca se llegará.

Me llamó la atención la misma tendencia a leer algunos de los mejores


ensayos que se han escrito y que agradaban especialmente a Stevenson: los
ensayos de Hazlitt. «No se puede vivir como un caballero con las ideas de
Hazlitt», observó justamente el señor Augustine Birrell, pero inclusive en esas
ideas vemos el comienzo de esa índole inconsecuente e irresponsable. Por
ejemplo, Hazlitt era radical y se mofaba constantemente de los tories porque no
confiaban en los hombres ni en las multitudes. Creo que fue él quien sermoneó
a Walter Scott por una cuestión de tan poca importancia como haber hecho que
en Ivanhoe el Populacho medieval se burlara sin generosidad de la retirada de
los Templarios. De todos modos, no deduciría de cierto número de pasajes que
Hazlitt se presentaba a sí mismo como un amigo del pueblo.

Pero se presentaba a sí mismo más furiosamente como un enemigo del


pueblo. Cuando comenzó a escribir acerca del público describió exactamente el
mismo monstruo de muchas cabezas ignorante, cobarde y cruel al que los
peores tories llamaban populacho. Ahora bien, si Hazlitt se hubiese visto
obligado a exponer sus ideas sobre la democracia en forma de tesis como los
escolásticos medievales, habría tenido que pensar con mucha más claridad y
que tomar una decisión de una manera mucho más terminante. Cederé la
última palabra al ensayista, y confieso que no estoy seguro de si en ese caso
habría escrito tan buenos ensayos.

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