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ciudad global de la humanidad interconectada por las tecnologías de la
comunicación. No es menos cierto que a mi alrededor abundaban los
ciberescépticos que simplemente negaban, no ya el idílico mundo que se
acercaba, sino la simple utilidad de lo que objetivamente íbamos
extrayendo. Vale decir, pues, que fui un integrado, aun dentro de una nube
de apocalípticos.
Pues bien, en el marco que nos hemos fijado, relativo a las posibilidades
culturales de las tecnologías de la información y comunicación, en las que
quizá Internet sea la más importante herramienta, hay que comenzar a
hacer precisiones. La primera de ellas es que, sin negar el poder facilitador
de las comunicaciones que los diversos programas basados en la Red nos
suministran, Internet se nos está apareciendo en forma de institución.
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con esos entornos nos exige, así como adecuar la reorganización de las
estructuras de presuposición que todo procedimientto comunicativo
implica.
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No obstante, les propongo que demos un paso más: El conocimiento, pese a
las declaraciones de nuestros líderes político-culturales, no es un absoluto,
sino un saber parcial que ilumina parcialmente una parcela de nuestro
entorno. Un saber que ha de entrar en contacto con otros saberes
asimilados, de forma que la articulación asimilada de los saberes construya
la cultura del individuo, y, por ende, de una sociedad. La cultura, sea
considerada individual o colectivamente, sí que es capaz de seleccionar,
crecer, retroalimentarse, es decir, aprender. Es esta forma de entender la
cultura la que obvia los mecanismos de exclusión interesada e incorpora lo
que hay al otro lado del muro, enriqueciéndose, paradójicamente, cuando
paga con información las tasas de la frontera. Es aquí donde surgen los
mecanismos de creolización que forman nuevas y ricas regiones de nuevas
formas, ahora integradas, de conocimiento.
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sí negaré, a lo largo de esta intervención, es que la simple exposición a los
interfaces implique interactividad cultural.
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dificultad de exponerse a nuevas maneras de tratar la información y
establecer comunicaciones, los segundos, incorporados desde pequeños a
un mundo de mediaciones digitales, carecía de semejantes limitaciones.
Semejante separación no puede ser más simplista.
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De hecho, parte de estos inconvenientes pretendían paliarse con el proyecto
del “ordenador de 100 $”, proyecto meritorio pero insuficiente, que no se
ha generalizado y que ha dado lugar a los miniportátiles de 300 euros, un
nuevo gadget para entretenimiento en los países más desarrollados.
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quería en absoluto, puesto que sus conversaciones eran en la calle con las
vecinas y por teléfono con su familia más alejada.
Con esto, no quiero negar lo que de positivo pueden tener, y tienen, estas
iniciativas de cierre de brecha, pero sí matizar la fascinación por la
máquina y sus cifras que envuelve al marketing político y cómo, a la hora
de la verdad, la apuesta es por la información y no por el conocimiento, que
es a lo que apuntan las declaraciones institucionales.
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pequeño detalle de que el texto que reciba el destinatario no siempre
respeta las pautas establecidas por nosotros. Si optamos por conservar un
procesador antiguo, corremos el riesgo de que los poseedores de nuevos
procesadores no accedan correctamente a nuestros textos o sencillamente
no puedan acceder. De la misma forma, tenemos prácticamente vedado el
acceso a textos realizados con procesadores más recientes en el mercado. Y
si esto es con el texto, qué no habría que comentar de las imágenes y el
sonido y sus tiempos de carga casi eternos, o que directamente “cuelgan”
nuestro equipo.
Un paso más adelante nos hace descubrir un rostro más de la divisoria entre
usuarios: el concepto de usabilidad. Como ya se viene desprendiendo de lo
anteriormente expuesto, consiste en una operación de sentido común que
busca simplificar la interacción entre el usuario y el interfaz, adaptando al
máximo el segundo a las limitaciones del primero. Se trata de aplicar, como
su profeta en la Red, Jakob Nielsen, no se cansa de repetir, el aforismo de
“menos es más”. Es escasamente útil mantener un enlace de sesenta
caracteres, con subdominios, extensiones y signos extraños, puesto que
pocos usuarios podrán recordar de forma correcta semejante dislate.
Formularios eternos, de difícil rellenado, con formatos no escalables que
impiden la visión a los que ya atravesamos la frontera de los cuarenta años,
que conducen a menús y submenús que se resisten al ratón por la precisión
de movimientos que requieren, y un largo etcétera de despropósitos que se
suman a las otras fronteras que hemos encontrado, no hacen más que
generar una nueva discapacidad transitoria de la persona, el equipo o
ambos.
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docentes menos habituados al manejo de ordenadores aún de lo que yo
estoy, lo cual no es decir mucho, obnservé un curioso fenómeno que
probablemente no se les habrá escapado tampoco a ustedes. Alumnos de
escasa competencia informática, perfectos desconocedores de la existencia
de opciones avanzadas en los motores de búsqueda, no hablemos ya de
estrategias para limitar documentalmente los resultados, se desenvolvían
con extraordinaria rapidez en entornos de mensajería instantánea,
manteniendo cuatro y cinco conversaciones simultáneas, ciertamente no
sobre física cuántica. Esos alumnos que abrían y cerraban ventanas a
velocidad de vértigo, eran sin embargo tremendamente lentos y vacilantes
para seguir los hiperenlaces de una página didáctica o para distinguir el uso
de las partes en que se les dividía la pantalla. No hablemos del calvario de
un colega que puso a trabajar a sus alumnos en un blog didáctico.
A eso había que añadir una variable: vine observando que cuanto más
desfavorecidos en lo intelectual y en lo social, menor era la competencia
informática en lo que afectaba a habilidades generales (y más en las de
procesamiento de información), pero no en lo que afectaba al uso de juegos
con pocas opciones, aparte de la velocidad de manejo de unos pocos
botones, o bien en los programas de mensajería. Lo que sí he venido
observando es que los tipos de programa se uniformizan: según la moda,
todo el alumnado usa un tipo determinado de programa lúdico.
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Mi formación incial en lingüística me suministró el término que necesitaba:
“diglosia”. Todo cuadraba. Una forma de comunicación descompensada, en
la que el discurso dominante, demasiado difícil para efectuar actuaciones
de complejidad cognitiva, ofrece a los afectados la posibilidad de manejar
unos algoritmos comunicativos relativamente simples y repetitivos con los
que apenas pueden recibir órdenes, hacer comentarios banales y expresarse
de forma primitiva, lo que condiciona su inserción sociocultural. Y este
rostro de la Brecha, me temo, difícilmente lo vamos a obviar aumentando
el número de equipos o de infraestructuras. De hecho, lo único que
podríamos lograr con estas medidas es aumentar la falta de autonomía de
los afectados.
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resbaladiza y espero en un futuro mostrarles resultados de una mínima
solidez.
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Alguna otra utopía guardo en mi imaginación, pero no quiero dulcificar en
este momento el preocupante hecho de las divisorias tecnológicas y de sus
efectos en la humanidad. Como semiótico convencido, mi misión es
analizar, encontrar los problemas y describirlos de la manera más honrada
posible. Ciertamente, como didacta, mi misión es luchar por remediarlos y
suturar las divisorias, pero no era este el objeto de mi intervención, y ya he
abusado bastante de su paciencia. Muchas gracias.
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