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Las fronteras invisibles: los rostros de la Brecha Digital

Jesús Corriente (jesus.corriente@gmail.com)

Distinguidas Sras. y Sres:

A la hora de proponer mi humilde aportación a este evento, era mi


intención aproximarme a algunos temas que vienen siendo de mi interés y
que entiendo que podrían serlo para los participantes en este encuentro.
Trataré con estas palabras de acercarme a los problemas de las tecnologías
de la información, las barreras que entiendo que acarrean y el impacto
cultural consecuente. A todo ello no es ajena ni mi formación en semiótica
con impronta lotmaniana ni mi condición de profesor de Lengua y literatura
de Enseñanza Secundaria en un centro rural, con la reciente dotación de
ordenadores en clase.

A los efectos de esta intervención, limitada en el tiempo y no menos en mi


escasa autoridad en la materia, les ruego que demos por bueno, como punto
de partida, que el llamado ciberespacio ha generado uno o múltiples
cronotopos (dependiendo de la perspectiva con que miremos hacia allá) que
se superponen en la percepción cultural.

A partir de estas consideraciones, el acceso a los contenidos presentes y


circulantes en la Red es asunto de frontera. Frontera política, cuando el
poder político restringe o permite los accesos (de forma muy gráfica el caso
de China); frontera cultural, cuando consideramos las diferencias que
entran en contacto a través de la Red, así como las que se producen entre el
mundo físico y el informatizado; frontera social, cuando ese juego de
choques se da entre las distintas capacidades de aproximación, los
agrupamientos humanos respecto a los distintos intereses y posibilidades.
Tenemos frontera cuando tenemos diferencia, aunque este hecho puede
plasmarse de formas muy diversas. Desde la perspectiva de la semiótica de
la cultura lotmaniana, sabemos que la frontera es un mecanismo buffer,
permeable, que, si bien permite el tránsito de un lugar a otro de la
semiosfera, exige, a cambio, la inversión en información. En enseñanza, a
esto lo llamamos aprendizaje. Sin embargo, seríamos extremadamente
cándidos aplicando directamente esta premisa de teoría cultural a un mundo
que se mueve por intereses sociopolíticos que logran, con progiosa
facilidad, blindar los accesos no sólo geográficos, sino también culturales,
o bien controlar los flujos de información para provocar pasos de frontera
cultural sólo aparentes, en los que los fenómenos de creolización no sólo no
son factor de riqueza, sino que aíslan a individuos y comunidades.

Confieso que, cuando, hace ya bastantes años, me tropecé con el acceso a


Internet en los monitores de fósforo verde del Centro de Cálculo de mi
universidad, fui inocentemente seducido por la idea de que era posible
acceder libremente a los conocimientos de otros allá donde se produjeran.
Creí a pies juntillas que sólo era cuestión de tiempo que las universidades
pusieran al día sus repositorios digitales, y que se acababa la era de esperar
pacientemente la llegada de un libro o la desesperación por no encontrar en
las bibliotecas de la ciudad un texto fundamental para aquello en que
estuviera investigando. No menos cierto fue que, en aquellos años de
optimismo, eminentes profesores contestaban al teclado de su recién
instalado correo electrónico peticiones de información que hubieran dejado
pasar por vía postal. No debí de ser el único en caer en esta fascinación,
cuando un teórico de la Filosofía de la Ciencia como Javier Echeverría
dedicó dos volúmenes de éxito académico (uno de ellos honrado con un
importante premio nacional) a lo que él llamaba Telépolis, es decir, la gran

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ciudad global de la humanidad interconectada por las tecnologías de la
comunicación. No es menos cierto que a mi alrededor abundaban los
ciberescépticos que simplemente negaban, no ya el idílico mundo que se
acercaba, sino la simple utilidad de lo que objetivamente íbamos
extrayendo. Vale decir, pues, que fui un integrado, aun dentro de una nube
de apocalípticos.

El tiempo y las decepciones fueron haciéndome descender de la nube en


que me hallaba, pero también enriqueciendo la visión de las cosas, de modo
que, desde mi perspectiva de simple investigador de a pie, entiendo que
estoy siguiendo, en mi humilde parcela, el lúcido consejo de Sánchez-Mesa
a los vigilantes de las metamorfosis culturales: “no permitirse engrosar la
lista de analfabetos informáticos”.

Pues bien, en el marco que nos hemos fijado, relativo a las posibilidades
culturales de las tecnologías de la información y comunicación, en las que
quizá Internet sea la más importante herramienta, hay que comenzar a
hacer precisiones. La primera de ellas es que, sin negar el poder facilitador
de las comunicaciones que los diversos programas basados en la Red nos
suministran, Internet se nos está apareciendo en forma de institución.

Hablamos de una institución proteica, con variados recovecos, tan amplia


que sólo admite adscripciones parciales, ejemplo de lo cual son las tan
traídas y llevadas “redes sociales”, que tan pronto ocupan las portadas de
los suplementos de prensa como desaparecen del mapa (véase el caso de
Second Life). Los cultivadores de tal o cual parcela, y en ello me incluyo
como usuario de servicios de documentación, correo electrónico, prensa
digital y lector (que no autor) de bitácoras a las que otorgo confianza, nos
vemos abocados a adoptar las reglas de comportamiento que la interacción

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con esos entornos nos exige, así como adecuar la reorganización de las
estructuras de presuposición que todo procedimientto comunicativo
implica.

En teoría, el trabajo con las ya no nuevas Tecnologías de la Información y


la Comunicación debiera funcionar en cascada. En primer lugar lo que nos
suministran son datos, material indigerible para seres humanos, que,
ejércitos de programadores, por medio de interfaces, nos convierten en
información más o menos organizada. Y de hecho esta fue la primera
palabra mágica que se ofreció a la humanidad como el gran logro
democratizador del saber. De hecho, aún me sonrojo cuando, en el
inevitable recuadro de los libros de texto de Secundaria actualmente en
circulación por acá, sin la menor orientación ni pista, se pide al alumno que
busque información sobre tal o cual fleco del tema que está estudiando. Les
ahorraré la descripción de las aberraciones que tengo que ver, controlar,
evitar y a veces prohibir por infructuosas y antipedagógicas, en mis tutorías
de biblioteca, dotada de un par de ordenadores conectados.

Pero sigamos adelante. En un infrecuente ejercicio de escucha parcial a los


expertos, las clases políticas del mundo descartaron, por invendible, el
concepto de “sociedad de la información” en favor del rótulo (y no más allá
del rótulo, como veremos) “sociedad del conocimiento”. Cualquier
comunicólogo, aun amateur, se da cuenta de que una cantidad ingente de
información simplemente apilada solamente da lugar a un inmenso ruido,
anulador de mensaje. La información ha de estar estructurada en múltiples
formas para que se pueda acceder a ella de forma significante,y, lo que es
más, cuanto más flexibles y variadas sean esas formas, más posibilidades
de acceso existen para los usuarios. Y es la información significante para el
individuo la que deviene en conocimiento.

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No obstante, les propongo que demos un paso más: El conocimiento, pese a
las declaraciones de nuestros líderes político-culturales, no es un absoluto,
sino un saber parcial que ilumina parcialmente una parcela de nuestro
entorno. Un saber que ha de entrar en contacto con otros saberes
asimilados, de forma que la articulación asimilada de los saberes construya
la cultura del individuo, y, por ende, de una sociedad. La cultura, sea
considerada individual o colectivamente, sí que es capaz de seleccionar,
crecer, retroalimentarse, es decir, aprender. Es esta forma de entender la
cultura la que obvia los mecanismos de exclusión interesada e incorpora lo
que hay al otro lado del muro, enriqueciéndose, paradójicamente, cuando
paga con información las tasas de la frontera. Es aquí donde surgen los
mecanismos de creolización que forman nuevas y ricas regiones de nuevas
formas, ahora integradas, de conocimiento.

En el desarrollo de este proceso surge una nueva palabra sacralizada:


“interactividad”. Tecnócratas y tecnófilos no han dudado en recurrir a ella
para lanzar conceptos como los de las redes sociales, la web 2.0 o el
periodismo 3.0 (más románticamente llamado “periodismo ciudadano”).
No se trata de discutir si se da o no interactividad en dichos procesos,
puesto que en el momento de redactar estas líneas en las que estoy
apoyando mi intervención me encuentro interactuando con el procesador de
textos, especialmente en la corrección de los innumerables bailes de letras
que mi torpeza mecanográfica me brinda.

Tampoco voy a negar que estas nuevas regiones de Internet contienen un


enorme potencial de aprendizaje altamente significativo, siempre y cuando
se exploten sus posibilidades para el crecimiento personal y social. Lo que

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sí negaré, a lo largo de esta intervención, es que la simple exposición a los
interfaces implique interactividad cultural.

No quisiera aparecer como un ex-integrado neoconverso al lado


apocalíptico de la tecnología. Me gustaría incidir en mi aprecio por las
inmensas y fascinantes posibilidades de las tecnologías y por su potencial
inculturador, si bien he querido dejar bien claro algunos de los pasos
intermedios que es necesario tener en cuenta para que los efectos sean
beneficiosos. Porque los atajos, en este caso, no conducen a ninguna parte,
al menos en mi humilde parecer.

Me tienta enormemente la idea de sacar a escena el concepto de


globalización, pero un análisis elemental del mismo ya excedería los
límites de tiempo del conjunto de las intervenciones, y, desde luego, de mis
limitadas capacidades. Pero, aun dejándolo en la penumbra, algo de este
concepto se clarea entre las bienintencionadas (o no) iniciativas de extender
las tecnologías de la información por el mundo.

Los ciberoptimistas se tropezaron con un grave obstáculo cuando surgió el


concepto de “brecha digital”. Sencillamente, el universo Internet no sólo no
era mundial, sino que quedaba reducido a una relativa minoría de personas
poseedoras de los medios e infraestructuras necesarias. La Brecha se abría,
además, en dos frentes: uno geopolítico, con algunos países incluidos y
muchos más excluidos, y otro intranacional, con capas socioculturales
incluidas y otras, en muchas ocasiones mayoritarias, excluidas. La nueva
esperanza de una aldea global presentaba problemas.
Dentro de los estratos más o menos dotados de medios se empezó a hablar
de la oposición, fundamentalmente de edad, entre “inmigrantes digitales”
vs. “nativos digitales”. Mientras que los primeros experimentaban la

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dificultad de exponerse a nuevas maneras de tratar la información y
establecer comunicaciones, los segundos, incorporados desde pequeños a
un mundo de mediaciones digitales, carecía de semejantes limitaciones.
Semejante separación no puede ser más simplista.

En primer lugar, se deja fuera del campo de observación a todos los


profesionales con formación técnica que, siguiendo su proceso de
formación permanente e incluso a veces aprovechando la jubilación y el
descenso del precio de los equipos, no sólo disfruta de las ventajas de las
ventajas de las tecnologías, sino que en ocasiones sirve de mediador para
que otros las disfruten. Respecto a los beneficios de haber nacido inmerso
en el océano digital, discutiremos un poco más adelante.

Los Estados más desarrollados, las grandes corporaciones e incluso


organizaciones filantrópicas han intentado abordar, con intereses de muy
diversa índole, la problemática de la Brecha en el plano internacional, con
el envío de remesas de material informático a países depauperados. Sin
embargo, estas iniciativas, por sí mismas, no terminan de ser un camino
eficiente para la solución del problema, por varias razones.

La primera de ellas reside en las infraestructuras necesarias para soportar


fiablemente equipos en red. Por otra parte, a la presencia de equipos
informáticos hay que sumar el grado de penetración social del resto de
tecnologías de la comunicación, y un fuerte componente de alfabetización
lingüística avanzada, tal como reveló el estudio de 2004 de la Unión
Internacional de Telecomunicaciones. Asimismo, los envíos de material
implican la dependencia exterior tanto en los suministros como en el
funcionamiento y mantenimiento, a lo que habremos de sumar lo que más
adelante llamaremos “diversidad funcional” de los equipos.

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De hecho, parte de estos inconvenientes pretendían paliarse con el proyecto
del “ordenador de 100 $”, proyecto meritorio pero insuficiente, que no se
ha generalizado y que ha dado lugar a los miniportátiles de 300 euros, un
nuevo gadget para entretenimiento en los países más desarrollados.

Otro de los intentos de cierre de la brecha lo han practicado numerosos


gobiernos desarrollados en el interior de sus países, con éxito diverso. Así,
en casi todas las comunidades autónomas de España, los gobiernos han
tratado de inundar las escuelas de equipos con diverso éxito, en función de
las partidas presupuestarias y de la cantidad de población escolar, con
resultados desiguales, empezando porque no se preparó previamente al
profesorado, al que se suponía entrenado por usar las herramientas de
consulta y edición y culminando por introducir tecnología Linux, cuando la
inmensa mayoría del profesorado trabajaba bajo la férula de Bill Gates y se
encontraban poco dispuestos a ser liberados, partiendo casi de cero, por
coordinadores que podían instruirles por medio de breves cursillos sobre
los nuevos entornos, que no en una didáctica nueva.

De la misma forma, se han fundado en algunas comunidades centros de


alfabetización informática, especialmente en el ámbito rural, que
sencillamente se han superpuesto en el horario de actividades de apoyo a
colectivos preexistentes. Así, su horario se centra en ofrecer una hora
semanal al colectivo de drogadictos en rehabilitación, otra al centro de día
de ancianos, otro turno al grupo de discapacitados psíquicos... con un
enfoque real más centrado en cubrir estadísticas de horas y equipos
utilizados que de buscar cómo cubrir sus necesidades de contacto con las
nuevas tecnologías. Una técnico me comentaba el enfado de una anciana a
la que debía abrir una cuenta de correo electrónico a pesar de que ella no

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quería en absoluto, puesto que sus conversaciones eran en la calle con las
vecinas y por teléfono con su familia más alejada.

Con esto, no quiero negar lo que de positivo pueden tener, y tienen, estas
iniciativas de cierre de brecha, pero sí matizar la fascinación por la
máquina y sus cifras que envuelve al marketing político y cómo, a la hora
de la verdad, la apuesta es por la información y no por el conocimiento, que
es a lo que apuntan las declaraciones institucionales.

Pero la brecha digital presenta más matices, que es importante no obviar.


Uno de ellos, el de la accesibilidad. La Red presupone, bosquejando en
trazo grueso, un usuario varón (muchas mujeres usan nicks masculinos para
evitar el ciberacoso, por moderado que esté el medio), preferentemente
anglosajón (mal que nos pese), y, sobre todo, con plena capacidad sensorial
y también motora en brazos y cabeza. Cualquier discapacidad, o, llamada
de otro modo, diversidad funcional, es un serio obstáculo para el
desenvolvimiento en Internet. Precisamente en este campo se está
desarrollando un fuerte movimiento, que ha llegado a las normativas
nacionales e incluso internacionales para favorecer la accesibilidad de
todos los grupos.

Pero la diversidad funcional es un concepto que también se exporta al


equipo: ha de tener una velocidad de procesado y una conexión con un
ancho de banda creciente para poder tratar con interfaces que cada día son
informáticamente más complejos y requieren de mayores recursos. Cabría
esperar que la miniaturización de los circuitos se exportara a la de los
soportes lógicos, y, sin embargo, la tendencia está siendo la contraria: cada
nueva versión de un procesador de textos requiere una carga de más datos,
que ciertamente podemos exportar en formatos simplificados, salvo el

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pequeño detalle de que el texto que reciba el destinatario no siempre
respeta las pautas establecidas por nosotros. Si optamos por conservar un
procesador antiguo, corremos el riesgo de que los poseedores de nuevos
procesadores no accedan correctamente a nuestros textos o sencillamente
no puedan acceder. De la misma forma, tenemos prácticamente vedado el
acceso a textos realizados con procesadores más recientes en el mercado. Y
si esto es con el texto, qué no habría que comentar de las imágenes y el
sonido y sus tiempos de carga casi eternos, o que directamente “cuelgan”
nuestro equipo.

Un paso más adelante nos hace descubrir un rostro más de la divisoria entre
usuarios: el concepto de usabilidad. Como ya se viene desprendiendo de lo
anteriormente expuesto, consiste en una operación de sentido común que
busca simplificar la interacción entre el usuario y el interfaz, adaptando al
máximo el segundo a las limitaciones del primero. Se trata de aplicar, como
su profeta en la Red, Jakob Nielsen, no se cansa de repetir, el aforismo de
“menos es más”. Es escasamente útil mantener un enlace de sesenta
caracteres, con subdominios, extensiones y signos extraños, puesto que
pocos usuarios podrán recordar de forma correcta semejante dislate.
Formularios eternos, de difícil rellenado, con formatos no escalables que
impiden la visión a los que ya atravesamos la frontera de los cuarenta años,
que conducen a menús y submenús que se resisten al ratón por la precisión
de movimientos que requieren, y un largo etcétera de despropósitos que se
suman a las otras fronteras que hemos encontrado, no hacen más que
generar una nueva discapacidad transitoria de la persona, el equipo o
ambos.

Este panorama, sin embargo, quedó incompleto para mí cuando, en mi


experiencia docente en Enseñanza Secundaria y como compañero de

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docentes menos habituados al manejo de ordenadores aún de lo que yo
estoy, lo cual no es decir mucho, obnservé un curioso fenómeno que
probablemente no se les habrá escapado tampoco a ustedes. Alumnos de
escasa competencia informática, perfectos desconocedores de la existencia
de opciones avanzadas en los motores de búsqueda, no hablemos ya de
estrategias para limitar documentalmente los resultados, se desenvolvían
con extraordinaria rapidez en entornos de mensajería instantánea,
manteniendo cuatro y cinco conversaciones simultáneas, ciertamente no
sobre física cuántica. Esos alumnos que abrían y cerraban ventanas a
velocidad de vértigo, eran sin embargo tremendamente lentos y vacilantes
para seguir los hiperenlaces de una página didáctica o para distinguir el uso
de las partes en que se les dividía la pantalla. No hablemos del calvario de
un colega que puso a trabajar a sus alumnos en un blog didáctico.

A eso había que añadir una variable: vine observando que cuanto más
desfavorecidos en lo intelectual y en lo social, menor era la competencia
informática en lo que afectaba a habilidades generales (y más en las de
procesamiento de información), pero no en lo que afectaba al uso de juegos
con pocas opciones, aparte de la velocidad de manejo de unos pocos
botones, o bien en los programas de mensajería. Lo que sí he venido
observando es que los tipos de programa se uniformizan: según la moda,
todo el alumnado usa un tipo determinado de programa lúdico.

Si nos paramos a pensar, la pantalla que nos presenta un programa de


mensajería determinado o la de un juego es difícil de manejar sólo cuando
se entra por primera vez, pero, con el uso, se convierte en un algoritmo
bastante simple de seguir, que ofrece la ilusión de un logro comunicativo
complejo (y digo ilusión, dados los contenidos que habitualmente se
manejan).

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Mi formación incial en lingüística me suministró el término que necesitaba:
“diglosia”. Todo cuadraba. Una forma de comunicación descompensada, en
la que el discurso dominante, demasiado difícil para efectuar actuaciones
de complejidad cognitiva, ofrece a los afectados la posibilidad de manejar
unos algoritmos comunicativos relativamente simples y repetitivos con los
que apenas pueden recibir órdenes, hacer comentarios banales y expresarse
de forma primitiva, lo que condiciona su inserción sociocultural. Y este
rostro de la Brecha, me temo, difícilmente lo vamos a obviar aumentando
el número de equipos o de infraestructuras. De hecho, lo único que
podríamos lograr con estas medidas es aumentar la falta de autonomía de
los afectados.

Esta diglosia que encuentro en la relación con los equipos electrónicos es


vecina de aquel clásico enfrentamiento entre el “código restringido” y el
“código elaborado”, que según plasmó el psicopedagogo Basil Bernstein,
producían un primitivo “lenguaje público” de los chicos desfavorecidos
frente al sutil “lenguaje formal” de los alumnos procedentes de clases
socioculturalmente mejor situadas. Esto provocaba, luego, serios problemas
de regulación del propio comportamiento y, por supuesto, del aprendizaje,
y fue un ataque demoledor al concepto de la comprehensive school inglesa
como panacea de la igualdad de oportunidades, por más que las clases
políticas no quieran oírlo.

En la actualidad, me encuentro en la tarea de maridar este concepto de


diglosia con algunas lecturas de críticos de la cibercultura, especialmente,
claro, aquellas que tratan de los excluidos de la utopía informática y de los
mecanismos de exclusión, pero todavía me encuentro en una zona

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resbaladiza y espero en un futuro mostrarles resultados de una mínima
solidez.

Pero no querría quedarme en contemplar los muros. Tampoco es de recibo


la negativa apocalíptica de ignorar el mundo digital al estilo de los
enemigos de las fábricas con telares mecánicos. El mundo digital está ahí y
hay que evitar que arrolle en su avance a más gente. Por ello, y entramos en
los buenos deseos más que en el análisis, me gustaría contemplar un par de
hipótesis.

Por ejemplo, redenominar el Personal Computer como “computadora


comunitaria”, que podría adquirir múltiples variantes: así, el cibercafé no
como sustituto del ordenador confiscado o averiado, sino como un entorno
en que los usuarios comparten conocimientos, auxiliados por educadores,
de forma que ayuden a las distintas comunidades a establecer sus propias
comunidades virtuales burlando el discurso alienante de las redes sociales.
Esta iniciativa que en algunos países desfavorecidos se está llevando a
cabo, debiera quizás ampliarse, y de ese modo, también refundar las
escuelas dotadas y los centros de alfabetización informática, para centrarlos
en el usuario y sus competencias.

Una segunda alternativa, continuadora de la anterior, sería el club


informático, al estilo de los teleclubs surgidos con la llegada de los
primeros televisores al mercado. El mundo mostrado a través del diálogo
colectivo, de la discusión, de la propia perspectiva apoyada en los recursos
que cada uno ha sido capaz de encontrar en la Red, es un mundo diferente y
configura un estilo de recepción vacunado contra el alienante peso del
discurso imperante de la diglosia.

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Alguna otra utopía guardo en mi imaginación, pero no quiero dulcificar en
este momento el preocupante hecho de las divisorias tecnológicas y de sus
efectos en la humanidad. Como semiótico convencido, mi misión es
analizar, encontrar los problemas y describirlos de la manera más honrada
posible. Ciertamente, como didacta, mi misión es luchar por remediarlos y
suturar las divisorias, pero no era este el objeto de mi intervención, y ya he
abusado bastante de su paciencia. Muchas gracias.

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