Sei sulla pagina 1di 8

EL LENTO CAMINO DE LA DESINFANTILlZACIÓN (o infantilización generalizada)

MARIANO NARODOWSKI*

1) ¿Qué fue la infancia moderna?

2) ADIÓS A LA INFANCIA

3) INFANCIAS DESREALIZADAS

4) ¿FIN DE LA INFANCIA?

¿QUÉ FUE LA INFANCIA MODERNA?

¿Qué es esa cosa llamada infancia? En este primer apartado intentaremos demostrar el
carácter histórico y no natural de la infancia: a esta altura ya es redundante afirmar que la
infancia tal y como la conocemos no es un producto “de la naturaleza” sino una construcción
histórica propia de la modernidad. Para lograr ese objetivo, se habrán de reseñar, aunque
brevemente, las principales con-tribuciones efectuadas en la investigación acerca de la infancia
desde puntos de vista históricos y filosóficos.

Siguiendo los aportes del clásico estudio de Philippe Ariès, El niño y la vida familiar en el
antiguo régimen, es posible describir las dos series que componen este trabajo: la primera
plantea que es posible definir una etapa anterior (al siglo XIII o XIV) en la que nuestros actuales
sentimientos de infancia no existían en la cultura occidental. Según Aries, los niños no eran ni
queridos ni odiados en los términos que esos sentimientos se expresan en el presente.
Compartían con los adultos las actividades lúdicas, educacionales y productivas. Y no se
diferenciaban mayormente de los adultos ni por la ropa que portaban ni por los trabajos que
efectuaban ni por las cosas que normalmente decían o callaban.

La segunda serie es la que describe la transición de la antigua a la nueva concepción de


infancia en Occidente, para lo que se destacan dos sentimientos concurrentes de infancia: uno
es el «mignotage» (mimoseo), por el que se reconoce la especificidad del niño en algunas
nuevas actitudes femeninas, como la de las madres y las «nurses», especialmente a partir del
siglo XVII. Este sentimiento expresa la dependencia personal del niño al adulto y la necesidad
de protección por parte de éste. Esto se complementa con una concep-ción del niño como un
ser moralmente heterónomo y con el surgimiento del moderno sentimiento de amor maternal.
El otro sentimiento surge con el interés por la infancia, pero ahora como objeto de estudio y
normalización, siendo los pedagogos los sujetos destacados en este proceso, y la escuela o,
mejor dicho, el proceso de escolarización, el escenario observable de este interés.

La obra de Aries, a pesar de sus posteriores críticas tal vez a causa de su carácter inicial,
demuestra claramente que la “infancia” es un fenómeno histórico y no meramente natural y
las características de la misma en el Occidente moderno pueden delinearse a partir de la
heteronomía, la dependencia y la negociación de obediencia con el adulto a cambio de
protección.

1
Desde el punto de vista histórico, es posible afirmar que la institución escolar moderna es el
dispositivo que se construye para encerrar a la niñez y a la adolescencia. Encerradas tanto
desde el punto de vista corpóreo (encierro "material"), como también desde las categorías que
la pedagogía ha elaborado para construirlas (encierro "epistémico"). Se observan así dos
fenómenos complementarios: por un lado, la infancia es la clave de la existencia de la
pedagogía en tanto discurso científico; por otro, es imposible comprender el proceso de
construcción de una infancia moderna sin considerar el discurso pedagógico como operador y
dador de sentidos acerca de lo que “es” o “debe ser” la infancia.

En este contexto, la pedagogía construye un concepto que le es propio: el con-cepto de


alumno, cosa que se obtiene separando el concepto de infancia para poder luego reintegrarlo
en el ámbito de las instituciones escolares. En esta reinserción (o sea, en el propio concepto de
alumno), persisten los elementos capitales de la infancia (heteronomía, necesidad de
protección, etc.), pero ahora reconvertidas, aplicadas en un contexto diferente. Para la
pedagogía la infancia es un hecho dado, un supuesto indiscutible a partir del cual se construye
teórica y prácticamente al alumno.

Para el discurso pedagógico la cuestión consiste en situar a los cuerpos en posición de alumno,
a partir de su condición presun­tamente "natural” (es decir, naturalizada por la pedagogía) de
niños o adolescentes. Así, estos cuerpos quedan situados dentro de un supuesto del discurso
pedagógico para el que la posición de alumno implica, en mayor o menor grado, la posición de
infante, por lo que quien se constituye en alumno, cualquiera sea su edad, es situado en el
«como si» de una cierta infancia heterónoma y obediente.

Justamente, el ser alumno en la institución escolar moderna es básicamente ocupar el lugar


heterónomo de no – saber, contrapuesto a la figura del docente, un adulto autónomo que
sabe. Por lo tanto, la escolarización no consiste en otra cosa que el proceso de infantilización
de una parte de la población, la que será restituida en la escuela, pero como "alumnos". Esta
infantilización no opera solamente sobre niños: todo aquel que ocupe el lugar de alumno (sea
niño, adolescente o adulto) deberá resignar su autonomía en cuanto a su saber y posicionarse
en forma dependiente y heterónoma frente a un docente que habrá de decidir qué se enseña,
cómo se enseña y para qué se enseña.

El ser alumno de la institución escolar moderna consistía en un espacio de inscripción de


saberes y poderes; un cuerpo inerme que debe ser formado, disciplinado, educado, en función
a una utopía sociopolítica preestablecida y de acuerdo con ciertas pautas metodológicas. Ser
alumno no era otra cosa que ser un cuerpo en ma-nos de un educador. Y por ser indefenso,
ignorante, carente de razón, el alumno debía obediencia a su maestro, porque iba a ser éste
quien lo guiaría a una situación de autonomía en la que la obedien-cia ya no sería necesaria.

Esta administración de la infancia se basa en el saber pedagógico; saber que va determi-nando,


a lo largo del tiempo, lo positivo y lo negativo, lo beneficio-so y lo perjudicial, lo normal y lo
patológico para la infancia. No es posible hallar criterios pedagógicos universales ni para fijar a
los niños en las instituciones escolares: todos los criterios son históricos y sociales. Tampoco se
trata de condiciones "naturales" o "genéricamente humanas", aunque la pe-dagogía y la
psicología del niño tiendan a presentar esas condiciones como si fueran esencias inherentes a

2
un ser a-histórico, eterno. Y como si la pedagogía y la psicología del niño tuviesen la mágica
capacidad de develar esas esencias.

Al revisar, por ejemplo, los criterios de “normalidad” de los alumnos de las escuelas francesas
del siglo XVIII (los que aparecen en la Conduite des Ecoles Chretiennes de Jean Baptiste de La
Salle), se observa que un mal alumno es caracterizado como un ser "vicioso" y que por tanto
no debe ser aceptado en una escuela. Este argumento hoy está completamente descartado: el
vicio (y su contraparte, la virtud) ya no son categorías pedagógicas predominantes, puesto que
la pedagogía actual no enjuicia moralmente a los alumnos, al menos no abiertamente.

Por otra parte, la decisión político-educativa de exclusión de-finitiva de la infancia del proceso
de escolarización se daba en po-quísimos casos: es el momento en que el alumno deja de ser
consi-derado corno un "niño" y pasa a ser tratado como un "menor". Su lugar ya no será la
escuela sino institutos especiales de reeducación. Sus desvíos ya no serán "indisciplina
escolar", sino "delincuencia infantil-juvenil" y la pedagogía ya nada tiene que hacer con ellos:
son objetos de análisis de la psiquiatría y del derecho penal.

Pero seamos honestos, lo normal y lo patológico en las escuelas son conceptos relativos a las
historias y a las culturas. Por ejemplo, y sin ir muy lejos, la convivencia en una misma sala de
clases de niñas y niños hoy es recomendable para "una formación equilibrada de la
personalidad del alumno", pero no hace más de cuarenta años se discutía si esto acaso
"alentaba la perversión y la inmoralidad". ¿O acaso por qué -todavía hoy- chicos y chicas
forman filas separadas como forma de evitar todo contacto corporal? En resumen, lo que hoy
llamamos indisciplina escolar hace cincuenta o se-senta años podría haber sido asunto de
psiquiatras o de abogados penalistas...

Es necesario tener en cuenta, entonces, que tanto el objeto "infancia" o el objeto


"adolescencia", entendidos desde el discurso psicológico o pedagógico, no constituyen ni
objetos ni explicaciones "naturales". Cuerpo dócil en el sentido de Foucault, cuerpo maleable,
la infancia es construida como ese lugar de heteronomía y juego del que siempre sentimos
nostalgias. Un espejo en el que se refleja nuestra racionalidad adulta, heterónoma, severa. Un
lugar construido a partir de la carencia de razón, de autonomía. De la carencia de saber.

ADIÓS A LA INFANCIA

¿Qué quedó de esa administración de los cuerpos? ¿Hasta dónde es posible hoy insistir en la
actualidad con la idea de la existencia de un cuerpo heterónomo, obediente y dependiente de
las decisiones adultas, un cuerpo procesado por entero en las instituciones escolares?

No se trata de una crisis de vacío, sino de una crisis en la que la infancia “moderna” declina,
pero reconvirtiéndose: esto es, fugando hacia dos grandes polos. Uno es el polo de la infancia
hiperrealizada, la infancia de la realidad virtual. Se trata de los chicos que realizan su infancia
con Internet, computadoras, sesenta y cinco canales de cable, vídeo, y que hasta ya mucho
tiempo dejaron de ocupar el lugar del no saber. Suelen ser considerados como "pequeños

3
monstruos" por sus padres y sus maestros y parecen no generar cariño o ternura o, al menos,
no ese cariño o esa ternura que guardábamos tradicionalmente para la infancia moderna. No
suscitan en sus adultos “protectores” demasiada necesidad de protección.

En la modernidad, ser niño era solamente esperar el ser adulto, preparándose para el
momento en que ello aconteciera. Momento que se mostraba con ceremonias de iniciación:
los pantalones largos, una excursión al prostíbulo, la fiesta de quince años, el primer sueldo, el
ingreso al servicio militar. La infancia era la espera; ser niño solamente consistía en esperar.
Por el contrario, la actual infancia hiperrealizada conforma una demanda de inmediatez,
contenida en una cultura mediática de la satisfacción consumista: no sé qué es lo que quiero
pero lo quiero ya. La iniciación a la adultez se ha visto diluida en cientos de experiencias
mediáticas.

Se trata de niños que se han realizado como tales, atravesando el período infantil con una
velocidad vertiginosa. Especialmente desde el punto de vista del saber, encuentran una
facilidad envidiable para dar cuenta de nuevos desafíos tecnológicos. Son parte de una infancia
digital. Adolescentes portadores de un cuerpo y habilidades envidiadas culturalmente: nadie
quiere ser adulto, estar a un paso de las arrugas de la vejez. En esta cultura digital, la
experiencia es un valor inservible, como un peine sin dientes para pelados, porque todo nuevo
desafío se impone en forma radicalmente diferenciada, a punto tal de anular la historia. Y la
vejez, la ancianidad, que otrora se ostentaban como un punto de llegada, como la cúspide de
una vida, como un título nobiliario que se compraba con años de vida, en la actualidad es
despreciada y denostada: las arrugas deben ser operadas y el modelo social son las modelos
adolescentes que sobre las pasarelas mediáticas transportan cuerpos vírgenes del paso del
tiempo, sin estrías, sin arrugas, sin los golpes de la vida. Nuestros modelos ya no se encuentran
en el pasado sino en el aquí y ahora.

La obra de Douglas Rushkoff propone a esta infancia como el ejemplo paradigmático de una
nueva cultura, de la cultura de redes, de interacción digital; infancia y adolescencia que en vez
de depender del adulto son capaces de guiar a este en un mundo en caos.

En este escenario, niños y adolescentes hiperrealizados ensayan el mundo que viene, juegan
en el contexto de las incertidumbres y el desorden virtual, con la única convicción posible: que
no existe un único camino para llegar en la medida en que no se gobierne el entorno. El
surfista no domina a la ola, sólo se vale de ella sin esperanzas de domesticarla, sin posibilidad
alguna de ser un sujeto soberano de su propia actividad. En cuanto al punto de llegada, el final
es el punto del que se parte: ya no hay "progreso" sino una circularidad cada vez más perfecta
y eficiente.

Niños y adolescentes de vídeo – juegos cada vez más complejos, en los que el premio ya no es
el "juego gratis", como en los viejos pinballs en los que merced al esfuerzo lúdico se conseguía
apropiarse, sin pagar, de más y más partidos. El premio ahora es la permanencia y no el
ahorro. El premio es tener “nuevas vidas” que podrán proseguir con el juego cuando el
enemigo haya eliminado las vidas que teníamos; el premio es conseguir más energía para
poder seguir jugando; el premio ahora es el continue por medio del cual se dura más tiempo
en el entretenimiento. En esta suerte de surf-virtual, lo importante es no ser volteado por la

4
ola, no caerse, seguir, siempre seguir. Lógica de la satisfacción inmediata en la que ya no se
juega a acumular para el futuro. Toda forma de acumulación es para ser jugada de inmediato.

Videojuegos en los que la virtualidad es arrancada de la propia pantalla y, paradójicamente,


restituida a una nueva realidad. Carreras de motos que se suceden en la pantalla, pero que se
manejan con una moto. ¿Verdadera la moto? ¿Qué importancia tiene? Al fin de cuentas, los
límites de lo verdadero se desvanecen en el momento en que la carrocería tiembla y el
pequeño jugador toma conciencia (visualmente por medio de la pantalla, pero táctilmente por
medio del temblor del manubrio) de que la moto ha chocado. Videojuegos donde es posible
acometer un genocidio privado y virtual empuñando la réplica perfecta de una ametralladora
Uzzy.

Niños con el control remoto en la mano, convirtiéndose en todopoderosos emperadores


mediáticos, capaces de recorrer los numerosos canales de la televisión por cable sin vacilar ni
por un instante, y adueñándose de experiencias y saberes que a nosotros nos costó décadas
procesar. Chicos aburridos de pantallas, saturados de pantallas, adoradores de pantallas,
navegadores de pantallas. Infancia hiperrealizándose en una pantalla. Pantallas a su vez
constantes, incansables. Ya no es necesario esperar la hora del programa infantil.

Chicos procesados mediáticamente en la flexibilidad constante, en el cambio perpetuo. Chicos


cuya ecología tiende al movimiento y a la percepción de que son ellos los que, finalmente,
conocen la clave del mundo por venir, del futuro que ya llegó hace rato. Chicos que, como en
la película de los Power Rangers, son los únicos no hipnotizados por el malvado pasado y los
que podrán detener, no sin cierto alarde de vanidad, la caída de sus padres al precipicio.

INFANCIAS DESREALIZADAS

El otro punto de fuga que presenta el fin de la infancia lo constituye el polo que está
conformado por la infancia desrealizada. Es la infancia que es independiente, que es
autónoma, porque vive en la calle, porque trabaja a edad muy temprana. Son también los
chicos y las chicas de la noche, que pudieron construir una serie de códigos que les brindan
cierta autonomía económica y cultural y les permite realizarse, mejor dicho des – realizarse
como infancia. Son niños hacia los cuales difícilmente tendremos un sentimiento moderno de
infancia, ternura y protección. Hay una niñez que no está infantilizada, una niñez que no es
obediente (porque no precisa obedecer, en muchos casos), una niñez que no es dependiente
(es independiente en la negociación cotidiana para lograr su sustento) y, por lo tanto, una
niñez que es autónoma -y que en la calle construye sus propias categorías morales. Una niñez
que, al verla sola o en grupo, difícilmente nos causa ternura.

Ésta es la infancia no de la realidad virtual de las redes de computación y los canales de cable
sino la infancia de la vieja realidad real. Es el fantasma de lo que debió ser históricamente
erradicado. Se trata de la infancia excluida físicamente de estas relaciones de saber, pero
también excluida institucionalmente: así como la invención de imprenta produjo el
analfabetismo, Internet está también creando una nueva generación de analfabetos virtuales.

5
Alguien podría pensar: "si bien Internet no existió siempre, chicos de la calle sí que existieron
siempre: ¿hay algo de nuevo en este esquema de hiper y desrealización?". Sí, niños pobres
existieron siempre, por supuesto. Y es también cierto qué ya desde los inicios del siglo XIX, en
los albores de la Revolución Industrial europea, la escuela pública se presentaba como el
ámbito capaz de absorber justamente a esos niños. Charles Dickens nos narraba las
desventuras de un Oliver Twist sin padres y sin maestros, sobreviviendo por las suyas en los
bajos fondos londinenses. Pero a diferencia de los tiempos actuales, en el contexto de la
institución escolar de la modernidad, el relato político y pedagógico dominante suponía que
todos esos chicos iban a ser salvados por la escuela y especialmente por la escuela pública. La
utopía sociopolítica se posicionaba redimiendo a la infancia abandonada e incluyéndola en una
sociedad de todos. Oliver era rescatado por un buen burgués caritativo que iba a restituirle a
su verdadera madre, que para liberarlo de todo mal iba a enviarlo a la escuela.

Ese tipo de relato hoy está cuestionado. Si se leen con atención los documentos de los
organismos financieros internacionales se verá que ya comienza a aceptarse la idea que no va
a haber infancia realizada para esos chicos y que, a lo sumo, el Estado o las organizaciones no
gubernamentales tienen que efectuar políticas de compensación. Ya no hay educador que los
integre a la po-sibilidad de hacerlos dependientes y heterónomos. Y surge una nue-va
categoría de niño incorregible: el infante o adolescente marginal sin retorno, para el cual
nuestras naciones bajan la edad de imputabilidad de los delitos penales y hasta piden la pena
de muerte para los delitos atroces cometidos por menores.

Ésta infancia comienza a ser considerada como altamente peligrosa por la sencilla razón de
que se sospecha de su carácter infantil. ¿Cómo van a ser heterónomos estos niños? Son más
bien portadores de una sospecha atroz: detrás de su máscara a la que debemos ternura por
ser niños biológicos, se encuentran los adultos en pequeño dispuestos a todo. Como en el libro
del periodista brasileño Gilberto Dimenstein, Meninas da Noite, en el que se denuncia la
situación de las niñas y adolescentes prostitutas en los garimpos (minas de oro de la
Amazonia) y en los suburbios miserables de las grandes ciudades del Brasil: las páginas
centrales eran cubiertas por fotos de algunas de las chicas entrevistadas, quienes posaban
para el fotógrafo mostrando sus atributos eróticos. Yuxtaposición fatal, capaz de hacer
desvanecer los más altruistas sueños de redención y emancipación de esos cuerpos sonrientes,
provocativos, definitivamente ambiguos, infantiles y adultos a la vez; con la mirada inocente
que sabemos descubrir en los niños y, en el mismo momento, con la sensualidad
mercantilizada en liquidación.

En otras palabras, el problema no consiste en determinar si ha aumentado el número de chicos


habituados al robo, al asesinato, a la prostitución o a la comercialización de sustancias
prohibidas. Se trata de verificar que lo que está cesando es nuestra capacidad de darles una
respuesta que implique su reinserción en términos de infancia moderna: heterónoma,
dependiente y obediente.

Los funcionarios y directivos de escuelas de una provincia argentina, por ejemplo, discuten si
es o no conveniente instalar detectores de metal (como los que se utilizan en los aeropuertos)
en las puertas de las escuelas, con el objeto de identificar presuntos alumnos de entre seis y
doce años de edad que sean portadores de armas. Así, cuando en las escuelas secundarias de

6
la ciudad de Buenos Aires los alumnos festejan el fin de curso en forma violenta, los
responsables adultos discuten, básicamente, el carácter penal de la conducta. No importa que
esas prácticas se repitan desde hace décadas y que, incluso, las del pasado fuesen aún más
violentas: a pesar de las voces marciales de los pundonorosos defensores del orden
autoritario, que hablan de "libertinaje en las escuelas", hoy somos menos tolerantes que antes
con cierto tipo de niños, con cierto tipo de jóvenes. Cada vez se reduce más el margen de
tolerancia estipulado para cierto tipo de niños: la infancia desrealizada es una situación
existencial intolerable.

Lenta pero sostenidamente, la infancia desrealizada es dejada de analizar por categorías de la


pedagogía o de la psicología educacional, y esta despedagogización se convierte en una forma
sutil pero efectiva de judicialización del cuerpo infantil y juvenil: para entender a estos niños y
a estos jóvenes ya no debemos recurrir a tratados de pedagogía sino a tratados de derecho
penal o a tratados de psiquiatría legal. Es el momento en que los niños y los adolescentes se
convierten en "menores". Su lugar ya no es la escuela sino el instituto correccional e, incluso,
la cárcel: la inviabilidad de ese cuerpo infantil condenado a esquivar su destino de ser
protegido encontró, por desgracia, su lugar.

¿FIN DE LA INFANCIA?

Algo está cambiando, tal vez definitivamente, en nuestra infancia. El niño era un ser indefenso,
que necesitaba nuestro amor, nuestros cuidados v nuestras enseñanzas. Debía obedecernos
porque su razón era incompleta y sus conocimientos no eran útiles en la sociedad de los
adultos. Infancia era igual a dependencia, obediencia y heteronomía. Y ahora, ¿por qué tienen
que obedecemos?

Los adultos que debíamos protegerlos, suponíamos que ellos eran "los únicos privilegiados".
Este fin de época, en cambio, los pone en el lugar de privilegio de la experiencia virtual y el
saber informático y telemático. Su mundo es tan legítimo como el mundo adulto: consumen,
luego existen; y si no consumen, emergen con violencia y finalmente existen, aunque esa
emergencia les cueste el encierro, la prisión y hasta la muerte.

Chicos que portan cultura legítima y obligan a sus padres y maestros a adaptarse a ella: ya no
es el chico el que debe callar frente a la cultura escolar sino la escuela la que se debe
adaptarse a nuevas situaciones. Escuelas con computadoras y videos. Libros de lectura que
parecen revistas de historietas. Personajes de libros de textos escolares calcados de los
dibujitos animados y docentes que se definen como «animadores».

Chicos hiperadaptados a los medios y a la violencia. Infantes que se realizan, pero no a través
de la obediencia y la ternura sino del descubrimiento de las posibilidades de operar con
eficiencia en un mundo que cambia con ellos. Y la reacción desesperada se expresa en adultos
nostálgicos que castigan con amonestaciones, que les lavan la boca con detergente, que los
desnudan en público, que los llaman drogadictos por festejar el fin de curso o que ruegan por
el descenso de la edad de imputabilidad penal y hasta por la pena de muerte para la

7
delincuencia infantil y juvenil. Manifestaciones perversas de la añoranza de un tiempo que se
fue. Infantilización a la fuerza, que demuestra nuestra merma en la capacidad disciplinadora;
nuestra impotencia adulta.

Entre la infancia híperreaIizada y la infancia desrealizada se encuentran la mayoría de los


chicos que nosotros conocemos. Digamos esto, son dos polos de atracción: la infancia de la
realidad virtual y la infancia de la realidad real. Una infancia de la realidad virtual “armónica y
equilibrada” versus una infancia de la realidad real violenta y marginal. ¿Es posible la síntesis?

Chicos cada vez "más adultos" (las comillas muestran que no hay palabras para esta situación)
por su capacidad de elección y su independencia tecnológica. Y paradójicamente, cada vez más
indefensos frente a la influencia massmediática y la compulsión al consumo: lo que los hace
poderosos, obviamente, también los debilita. Chicos que nos obligan a reflexionar acerca de
una nueva época, de nuevas ilusiones, nuevas desilusiones y, especialmente, de nuevas
infancias. Chicos que nos muestran que a la escuela del siglo XVII (ésa que está a la vuelta de
nuestras casas) le cuesta una enormidad brindar respuestas a estas nuevas, indeterminables y
tal vez infinitas infancias.

Mientras tanto, ellos siguen viviendo miles de posibilidades: combatiendo por un Mundo Ideal
junto a los Caballeros del Zodíaco, abriendo puertas de taxis, soñado cotizar millones en la
primera de un equipo de fútbol, trabajando para ayudar en casa, navegando en Internet,
peleando por una vacante en la escuela de la zona, consumiendo pegamento o cocaína o lo
que en este instantes les imponga el mercado.

Mientras todo esto ocurre, nosotros, los adultos, sus educadores, tratamos infructuosamente
de reconstruir ese espejo en el que se reflejaba nuestra racionalidad. Pero esto ya no es del
todo posible. El espejo se rompió, las partes han estallado y las imágenes que los fragmentos
nos devuelven ya no nos permiten reconstruimos a nosotros mismos desde nuestros orígenes.
Al contrario, mirar hacia el mundo de los chicos, no significa retro-traemos nostálgicamente
hacia nuestro propio pasado, como hubiera ocurrido antaño. Mirar al mundo de los chico
significa mirar para adelante: ellos son nuestro propio futuro o, más simplemente, nosotros
seremos ellos.

* Texto digitalizado y adaptado a fines didácticos del libro Después de Clase. Desencantos y desafíos de
la escuela actual de Mariano Narodowsk. Buenos Aires. Edu/Causa. 1999. pág. 39 a 57.

Potrebbero piacerti anche