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TEMA 6.

RACIONALISMO
Descartes
El método del conocimiento
Descartes critica en su Discurso del Método la lógica tradicional y los
silogismos porque “más bien sirven para explicar a otro lo que uno sabe, o para hablar
sin juicio de las que uno ignora.” Frente a ellos, describe la nueva concepción del
saber como “unidad de las diversas ciencias en la constitución de la sabiduría human,
que permanece siempre una y la misma, aunque aplicada a diferentes objetos”. Esta
sabiduría, sin embargo, sólo se consigue mediante el empleo de un método que
genere verdades fundadas en razones evidentes y ciertas, como las que ofrece las
matemáticas; el resto de ciencias solo aportan conocimientos probables, no libres
de falsedad o incertidumbre. Por tanto, su filosofía quiere ser una “matemática
universal”, aunque previamente debe explicar la deducción misma y el orden
seguido en los razonamientos matemáticos, así como justificar los supuestos en
los que se apoya.
El término de referencia de esta reflexión es la razón, por lo que toda la
filosofía de Descartes se llama racionalismo. El racionalismo se caracteriza por
exigir que, antes de utilizar el método matemático para hacer ciencia, se
demuestre su fundamento en la razón.
El método de Descartes tiene el propósito de fundamentar el saber en
general y no sólo el saber propio de las ciencias; pretende servir para todo el saber
concebido de forma unitaria. El problema del método consistirá, pues, en buscar
el camino o las condiciones de un saber cierto y seguro, y en fundamentar ese
saber en la razón.
El espíritu, el entendimiento, la razón consisten para él, en la capacidad
humana para distinguir lo verdadero de lo falso; la razón determina la verdad y
sus condiciones. El método pues consiste en determinar las reglas adecuadas a
seguir para alcanzar el conocimiento. Pero los distintos modos de conocer sólo
se distinguen de un modo no esencial; la ciencia ha de ser una, y, por tanto, esta
unidad de la ciencia exige la unidad del método.
Caracterización del método
Desde una perspectiva externa, el método consiste en una serie de reglas
cuya finalidad es el correcto y adecuado uso de las capacidades naturales y las
operaciones de la mente.
La razón guiada por su “luz natural” actúa por sí sola, sirviéndose las
reglas sólo como ayuda. Las reglas no son inútiles, sino que su función es allanar
el camino para que la razón utilice su luz y sus capacidades naturales evitando
factores perturbadores (pasión, defectos, impaciencia,….).
Las cuatro reglas del método son:
 La evidencia, consiste en aceptar sin precipitación el conocimiento
que resulte claro y distinto;
 El análisis, es la reducción de toda cuestión a sus elementos
componentes más sencillos para su mejor comprensión;
 La síntesis, recomponer nuevamente lo antes analizado;
 La enumeración, es la necesaria revisión final o comprobación del
análisis y de la síntesis para asegurarse que nada se ha omitido.
El sentido de las cuatro reglas es el de decirnos el orden del razonamiento
para poder alcanzar la verdad. En cambio, en la caracterización interna del
método, Descartes nos habla de las dos operaciones principales de la mente en
las que ha de observarse dicho orden.
La evidencia y certeza de los razonamientos matemáticos son fruto del
orden que el pensamiento impone a su objeto. Se basan en la reducción de las
proposiciones compuestas a proposiciones simples, de las que podemos tener
conocimiento evidente, y se obtiene primeramente por intuición. Luego, a partir
de estas nociones simples intuidas, deducimos ordenadamente, sin omitir
ningún paso y asegurándonos que cada nueva proposición se sigue realmente
de la precedente, según el método deductivo. A estos dos operaciones le asocia
Descartes sendas operaciones de la mente: la inducción y la síntesis
respectivamente.
Son, por tanto, la intuición y la deducción las operaciones del
entendimiento por las que llegamos sin error al conocimiento de las cosas,
siempre que hayamos reducido las proposiciones complicadas a simples y, una
vez intuidas, vayamos ascendiendo hasta el conocimiento de las originalmente
más complejas. Intuición y deducción son los dos caminos para el conocimiento
cierto; de este modo la tarea inicial de la ciencia es analítica y la segunda sintética.
Aplicación del método a la filosofía
Por la duda a la primera verdad
En su aplicación de su principio metodológico a la filosofía, Descartes
empieza exigiendo del método inductivo que le conduzca a un principio único
de la más elevada y absoluta certeza, para partiendo de él, después, poder
deducir el ámbito entero de la experiencia, según el método sintético-deductivo.
Su estrategia consiste en rechazar como falso todo aquello que sugiera la
más mínima duda, con el fin de ver si es posible encontrar alguna verdad, clara
y distinta, indubitable.
En sus meditaciones metafísicas Descartes señala cuatro motivos de duda
que es preciso recorrer hasta llegar a la primera verdad del “cogito ergo sum”:
i. las ilusiones de los sentidos: puesto que los sentidos nos engañan a veces,
no es ilógico pensar que nos pueden engañar siempre; por tanto, hay que
rechazar por inseguros los conocimientos o datos que nos aportan;
ii. la confusión entre sueño y vigilia: en ocasiones nos faltan indicios
suficientes para distinguir ambos estados, es, por tanto, prudente no dar
crédito a lo que nos sucede y a buena parte de nuestro conocimiento.
iii. la hipótesis del “Dios engañador”: si admitimos la creencia en un Dios
todopoderoso, nada impide que nos haya podido crear con una
naturaleza tal que nos equivoquemos en todos nuestros conocimientos;
iv. la hipótesis del “genio maligno”: donde la duda alcanza su mayor
radicalidad; aunque Dios nos haya creado con una razón que no tiene
por qué equivocarse siempre, puede existir un demonio tan poderoso
como malo, y que emplee toda su capacidad para convertir nuestros
conocimientos en falsedades y errores.
Sin embargo, para dudar, para soñar, para ser engañado, es preciso que yo
piense. La duda arroja como resultado que yo existo como una sustancia pensante,
consciente (res cogitans). La proposición cogito ergo sum (pienso, luego existo) es
verdadera cuantas veces como yo la piense o exprese sin ningún género de duda.
Esta primera verdad se encuentra en el fundamento sobre el que se va a
levantar todo el edificio de la filosofía cartesiana. Esta base es la certeza del
propio yo, un yo cuya naturaleza consiste en ser una cosa pensante (res cogitans).
Cogito ergo sum, es una verdad que a pesar de tener apariencia de una
deducción (primero pienso y por tanto existo), en realidad no ha sido obtenida
por deducción a partir de ninguna verdad previa y más general, sino por
intuición, después de haber descompuesto todos nuestros conocimientos con el
análisis hasta llegar a la verdad más simple. Ahora toca reconstruir aquellos
conocimientos rechazados por dudosos.
La certeza caracteriza a una verdad por la evidencia con la que se nos
muestra, o sea, por la claridad y distinción con la que es entendida; más
concretamente, con la claridad con la que se manifiesta a una mente atenta, y con
la distinción con respecto de las que se relacionan con ella. Así pues, obtenida
una primera verdad (la certeza del yo pensante), define el criterio de certeza a
partir de las características según esta primera verdad se ha presentado, la
claridad y distinción que hacen la verdad evidente. Por tanto, el criterio de
certeza es la evidencia.
Implicaciones y exigencias del “pienso luego existo”
La necesidad de recurrir a Dios: demostración de su existencia
Hay conocimientos, los que se refieren al mundo extenso y corpóreo, es
decir, los objetos pertenecientes a la res extensa (cosa con extensión), que no
pueden tener esa presencia inmediata y esa claridad y distinción ante el
entendimiento que exige la intuición. Los conocemos a través de los sentidos, y
para asegurarnos que son ciertos es necesario superar los dos últimos pasos de la
duda: la hipótesis del Dios engañador y la del genio maligno. Esto lleva a
Descartes a demostrar la existencia de Dios, pues si es bueno y omnipotente, y al
mismo tiempo creador de todos los seres y de mi razón, por su bondad es
imposible que mis conocimientos no sean correctos y que mis ideas no se
correspondan a la verdad.
Así pues, Dios se convierte en la garantía de todo lo que se concibe clara y
distintamente; la veracidad de Dios es el fundamento último de la evidencia.
La demostración de la existencia de Dios forma una parte integrante de la
doctrina cartesiana del conocimiento, pues la idea de Dios es la primera a la que
se dota, en el momento sintético-deductivo del método, de la misma claridad y
distinción o de la evidencia intuitiva de la luz natural de que es portadora la
primera verdad.
Las ideas y sus clases
Aquellas representaciones (o ideas) que son claras y distintas, cuya evidencia no
es derivable de ningunas otras, sino que se funda en sí misma, reciben el nombre
de ideas innatas, ideas impresas por Dios en el alma humana. Las ideas innatas
deben, sin embargo, distinguirse de las demás, diferenciándose tres clases de
ideas en general:
 Ideas adventicias: son las que creemos que proceden de fuera y se refieren
a los objetos materiales que percibimos por los sentidos; no proporcionan
conocimiento cierto pues los sentidos pueden engañarnos;
 Ideas facticias: son las ideas confeccionadas por uno mismo; tampoco
proporcionan conocimiento pues dependen del capricho de la
imaginación (p.e. imaginar un unicornio);
 Ideas innatas: son las que han nacido con nosotros, y por tanto han sido
impresas en nuestra alma por Dios. El ejemplo más elocuente de idea
innata es la misma idea de Dios, que tenemos en nuestra mente; el
verdadero conocimiento procede de la mente pura y atenta que, mirando
dentro de sí misma, logra descubrir sus verdaderos contenidos; el
verdadero conocimiento tiene lugar, pues, mediante las ideas innatas, que
son las que la razón encuentra en sí misma.
El conocimiento del mundo externo
La ciencia empírica se ocupa del estudio del mundo externo (res extensa),
haciendo buen uso metódico de la razón; cada vez que distinga ideas claras y
distintas y las encadene ordenadamente siguiendo las reglas del método, el
conocimiento verdadero se producirá. Así pues, Dios garantiza la
correspondencia entre la actividad pensante de la sustancia espiritual, y las
características y comportamiento de las sustancias extensas pensadas y conocidas
por ella.
Pero aunque el cogito sea el criterio de certeza, surge una dificultad: cómo salir
del pensamiento, es decir, cómo demostrar que existe el mundo material, los
cuerpos. El pensamiento no contiene ninguna garantía de que lo pen- sado
corresponda a una realidad fuera del pensamiento. Si la filosofía de Descartes no
pudiese salir de aquí, sería un solipsismo: existo yo como sujeto que piensa y mis
pensamientos, esto es, las ideas que yo pienso, y nada más.
Además, como Dios es omnipotente, es posible que me haya creado de tal manera
que me engañe en lo más evidente, por lo que se hace necesario probar la
existencia de un ser perfecto e infinito que no sea engañador.
Descartes propone varias pruebas de la existencia de Dios, de las que el
«argumento ontológico» parece la prueba más adecuada.
Una versión modernizada del que fue llamado a partir de Kant «argumento
ontológico»; la diferencia está en que Descartes no define a Dios como «un ente
tal, que nada mayor puede ser concebido», como hace Anselmo en el capítulo II
del Proslogion, sino simplemente como «un ser supremamente perfecto» que no
puede no existir, porque de lo contrario no sería un
ser supremamente perfecto. Como la existencia está en su esencia, no es posible
conocer la esencia de Dios sin admitir a la vez su existencia, lo mismo que no es
posible concebir una montaña sin valle.
Una vez que Descartes ha demostrado que Dios existe, es imposible que sea
engañador, pues sería una imperfección; además, consigue la superación del
solipsismo de la conciencia y el acceso al reconocimiento de la realidad y
consistencia de las objetividades. Dios es la garantía de la verdad de las ideas y
el fundamento de la existencia del mundo externo.
La Meditación sexta se va a ocupar, fundamentalmente, de la existencia de las
cosas materiales. Este tema está muy relacionado, por no decir unido, a la
distinción entre el alma y el cuerpo y el consiguiente dualismo.

La imaginación hace solamente probable la existencia de las cosas materiales. De


los sentidos ya sabemos que no podemos confiar en ellos; ahora bien, como ya
me conozco mejor a mí mismo y conozco con claridad y distinción que Dios
existe, ya no tengo por qué dudar por
más tiempo de que los sentidos me engañan, los voy a dar por buenos en el
sentido de que tengo «certeza moral», ya que no percepción clara y distinta.
Por su teoría de la sustancia sabemos que hay dos: la res cogitaos y la res extensa.
Todas las cosas que concibo clara y distintamente son creadas por Dios tal como
las concibo. Si puedo concebir dos cosas como siendo diferentes una de la otra,
eso quiere decir que Dios puede hacer que estén separadas.
Si una cosa puede existir sin otra es porque son dos sustancias distintas. Puedo
concebirme a mí mismo como una cosa pensante y no extensa; soy una sustancia
cuya esencia o naturaleza consiste en pensar. El pensamiento es enteramente
distinto del cuerpo y, además, por el poder de Dios puede existir sin él.
Este es el dualismo cartesiano; hay dos sustancias mutuamente incompatibles: la
cosa pensante es no extensa, y la cosa extensa es no pensante.
De la distinción real entre mente y cuerpo surge otra cuestión fundamental:
¿cómo demuestro yo la existencia de los cuerpos, la existencia de un mundo
material? Y es que la demostración de la existencia de los cuerpos presupone la
distinción real entre el alma y el cuerpo, que son realmente distintos porque
podemos concebir clara y distintamente uno de ellos sin pensar en el otro. Por
exclusión llegamos a la existencia de los cuerpos, pues tengo una idea distinta
del mismo, en tanto que es solamente extensión no pensante.
Aunque los cuerpos no sean como los percibimos por los sentidos, ya que las
percepciones son a menudo confusas, por lo menos deben contener clara y
distintamente una propiedad: la extensión y sus modos.
La existencia de Dios es la garantía de que las cosas materiales existen
efectivamente, tienen realidad; la demostración de la existencia de los cuerpos
depende de que Dios exista y no sea engañador. Esto introduce un problema
clásico en la historia de la filosofía: el problema del mundo externo, con una
solución teológica por parte de Descartes.
Las cualidades primarías son objetivas, están en el objeto material: son, por
ejemplo, la extensión, el movimiento, la magnitud, etc. (Meditaciones, AT, VII, 43),
es decir, las cualidades «matemáticas». Las secundarias son subjetivas: color,
olor, sabor, etc., y dependen de las primarias. Pues bien, el mundo externo no
posee cualidades secundarias, solo posee las primarias. Es un mundo de puntos,
líneas, ángulos, etc., que están en movimiento, en el que la extensión es su
cualidad esencial.

Libro Morillo-Valverde
Dios ha impreso en nuestras almas las leyes de la naturaleza. Para desarrollar
toda la física, basta una reflexión sobre estos principios físicos, por lo que la física
cartesiana no se basa en la experiencia, sino que se deduce de principios
universales y necesarios. Toda la ciencia se puede edificar sobre unas cuantas
leyes que son innatas y, consecuentemente, no se extraen de la experiencia.
Descartes cae en un círculo vicioso al decir que solo estamos seguros de que lo
que percibimos con claridad y distinción es verdadero porque Dios existe; pero
solo sabemos que Dios existe si concebimos eso con claridad y distinción. Una
posible solución al círculo vicioso sería afirmar que el criterio de claridad y
distinción vale para conocimientos simples; y que, en cambio, Dios, como
garantía de la continuidad y conservación, vale para conocimientos complejos,
donde interviene la memoria; en este sentido se defiende Descartes en las
Respuestas.

SPINOZA
Características del racionalismo spinozista
Los supuestos básicos
Tres de los supuestos básicos de la filosofía de Spinoza se debe a la posición
ideológica de su época:
 El carácter modélico del conocimiento causal: no admite otro
conocimiento que el que da la razón de las causas para explicar los efectos;
 El carácter modélico del método matemático: Spinoza se propone
construir un sistema more geométrico, o sea, siguiendo el método deductivo
de los Elementos de Euclides;
 La fe en la razón: o sea, el propósito de valerse de la propia razón y
atenerse a la lógica de su funcionamiento interno. Para Spinoza, ejercicio
de la razón se entiende el despliegue de un sistema de conocimientos a
partir de un primer principio del que se deducen todos
demostrativamente. La originalidad de Spinoza consiste en que ese
primer principio será Dios como idea de la que se derivan las ideas de los
demás seres.
El valor de la demostración
El sistema de Spinoza será tal que, definida la causa, habrá que deducir de
ella todos los efectos more geométrico (al modo de los geómetras), formando un
orden de proposiciones a partir de definiciones que expresen ideas claras y
distintas y axiomas evidentes. Si toda definición de una idea clara y distinta es
verdadera, y la razón opera con ideas claras y distintas y deduce conclusiones
lógicas, entonces no puede equivocarse, porque está operando según su propia
naturaleza racional.
Dios y el mundo
Dios: la sustancia única
Para Descartes, sustancia extensa es mecanismo y necesidad, mientras que
la sustancia pensante, la razón y el espíritu humanos, es libertad y, por tanto,
potencia absoluta de dominio sobre la sustancia extensa. Spinoza extiende al
espíritu del hombre el mismo orden necesario que Descartes había reconocido
solo en el mundo natural, en la res extensa. Por tanto, para Spinoza, necesidad y
libertad, mecanismo y razón se identifican en la única sustancia existente que es
Dios.
De este modo, Spinoza trata de reestablecer la unidad del ser que
Descartes había fraccionado con su separación de las sustancias, situándose en la
perspectiva de la filosofía neoplatónica: la realidad, la sustancia es una sola, su
ley es única y, por tanto, uno es también el orden que la constituye. El fin de la
filosofía será el conocimiento de la unidad de la mente con la totalidad de la
naturaleza.
Spinoza define a Dios como la sustancia única, que existe en sí y es
concebida por sí; la que para existir no necesita de ninguna otra realidad y para
ser no necesita ningún otro concepto; es infinita, ya que no hay ninguna otra
sustancia que la limite.
Esta sustancia es causa de sí misma, en el sentido de que su esencia implica
su existencia y de que no puede ser concebida más que como existente (“ Yo soy
el que soy”). Dios es, en consecuencia, la causa única, directa y necesaria de todo
lo que existe, o dicho más exacto, Dios es todo lo que existe.
De esto se deriva que Dios y la naturaleza se identifican, que las leyes de
la naturaleza y las leyes divinas son las mismas, y que la acción de Dios lo mismo
que la naturaleza sigue un orden necesario sin perseguir con ello ningún
propósito previamente definido. Por tanto, se excluyen las causas finales y las
consideraciones teleológicas en la comprensión de la existencia.
Atributos y modos
La sustancia infinita consta de infinitos atributos, entendiendo atributo
como lo que el entendimiento percibe en la esencia como constitutivo de ella.
Todo lo que existe es un modo, o sea, una manifestación de Dios. Por tanto, natura
naturans es la sustancia misma, o sea Dios; y, natura naturata son los modos o
manifestaciones particulares de esa esencia divina.
Esto significa que nada puede existir fuera de Dios, ni nada puede existir
sino como modo de Dios. Sin embargo, esto no quiere decir que Dios sea el
creador del mundo, sino sólo que todo deriva de Dios en virtud de las leyes de
la naturaleza. Pues la libertad de la acción divina consiste justamente en su
necesidad. No hay nada contingente en las cosas, o sea, nada que pueda ser
distinto de como es.
Dios no es el creador del mundo
Dios no es el creador del mundo porque si lo hubiese sido lo habría creado
en vista de algo que le faltaba, y esto es inconcebible.
El mundo no ha sido creado, sino que Dios y el mundo son lo mismo. Por
ello, Spinoza excluye la posibilidad de los milagros. El milagro está fundado en
el prejuicio de que la naturaleza y Dios son cosas distintas y que, por tanto, Dios
puede alterar si quiere el orden de la naturaleza. Para Spinoza, el milagro es sólo
un acontecimiento cuya causa natural se nos escapa.
El mundo está regido por el orden necesario, y este orden necesario es un
orden geométrico. De la sustancia divina brotan los modos particulares del
mismo modo que son derivados en la geometría los teoremas particulares,
proposiciones, … a partir de los axiomas.
El conocimiento y la realidad
La reforma del entendimiento
El entendimiento no es sustancia (pues sólo Dios lo es), ni tampoco es
atributo, pues es quien percibe los atributos. Por tanto, solo puede ser un modo,
o sea, una afección de la sustancia concebida en un atributo (el pensamiento), por
medio del cual la sustancia se expresa como cosa pensante. Luego, a excepción
de la sustancia y los modos no hay nada, excepto los atributos.
Por tanto, atributos son el pensamiento y la extensión, mientras que las
cosas pensantes y las cosas extensas deben quedar incluidas en la categoría de
modos, los cuales necesitan de otro para existir y para ser concebidos. Ese otro
del que necesitan es la sustancia, Dios que es por tanto su causa en el orden de
las ideas y en orden real. Dios es causa inmanente de los modos, así, las cosas
pensantes o extensas son en Dios, y esto es lo que conduce a la identificación del
entendimiento humano y el divino que garantiza que toda verdad sea index sui.
Spinoza se propone reformar el entendimiento y señalar las condiciones
que le permitan comprender las cosas adecuadamente, con el fin de conseguir la
perfección humana y con ella, la felicidad.
La idea verdadera como fundamento del método
Lo que debe guiarnos en la búsqueda de la verdad no es otra cosa que la
idea que el entendimiento tiene de la idea verdadera. Esta idea verdadera es algo
distinto a su objeto: una cosa es el círculo y otra la idea de círculo.
El entendimiento posee de manera originaria una idea verdadera a modo
de instrumento que le permite distinguir entre ese modo de percepción
consistente en conocer la cosa por su sola esencia, o por su causa más próxima, y
los demás modos de percepción menos adecuados. Tomar conciencia de ese
instrumento es la primera parte del método, en la que hay que mostrar cómo esa
idea verdadera, innata, sirve de norma para todo conocimiento.
El entendimiento tiene, pues, la capacidad de encontrar la verdad o la idea
verdadera, o sea, puede conocer las ideas adecuadas o esencias objetivas de las
cosas. Esto es la certeza misma, que representa el criterio y por cuyo orden nos
tendremos que regir. Lo que más importa, por tanto, es esa idea verdadera.
Las características de la idea verdadera: el modelo matemático
En este modo de plantear de Spinoza, el conocimiento de la verdad ya no
puede entenderse como la adecuación entre el entendimiento y la cosa. Lo
característico de la idea verdadera es ser index sui, o sea, llevar en sí misma la
marca de su verdad, no precisar de un criterio externo que la confirme o
verifique; no tener su causa, en definitiva, en un objeto externo al pensamiento
mismo sino depender, como verdad, de la capacidad y de la naturaleza misma
del entendimiento. Es de esta concepción de la verdad de la que se deriva la
libertad y la felicidad.
El contenido de la idea verdadera: la idea adecuada
Según la teoría de Descartes la claridad y distinción nos permiten
simplemente reconocer la idea verdadera que tenemos. Pero formar una idea
adecuada es ir más allá, pues la idea clara y distinta, por sí misma, no constituye
un verdadero conocimiento si no tiene en ella misma su propia razón, o sea, su
no es index sui. Por tanto, una idea clara y distinta no encuentra su razón sino en
lo adecuado, no es una idea verdadera si no deriva a su vez de una idea
adecuada. Así pues, los caracteres intrínsecos de la idea verdadera son: claridad,
distinción y adecuación, y estos tres deben servir como norma del conocimiento.
La adecuación es el fundamento de la claridad y la distinción, pero nunca
viceversa. Así una idea formalmente verdadera se convierte en adecuada si la
vinculamos a su causa. Tenemos una idea adecuada en la medida en que, de la
cosa de la cual concebimos claramente ciertas propiedades, damos una definición
de la que se deriven, por lo menos, todas las propiedades que conocemos.
La construcción del sistema
El paralelismo lógico-metafísico
El primer paso para la construcción del sistema consiste en convertir las
ideas formalmente verdaderas (claras y distintas) en adecuadas, dando de ellas
una definición que exprese su causa. Esta causa no es otra, en definitiva, que
Dios. De esta manera podremos reproducir la estructura de la naturaleza.
Funciona aquí un supuesto básico de la filosofía de Spinoza: que el orden
y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas. Para
Spinoza, la deducción lógica de conclusiones a partir de definiciones adecuadas
es también una deducción metafísica que nos ofrece conocimiento de la realidad.
Productividad de la deducción
Puesto que las ideas se convierten en adecuadas por medio de la
definición, hemos de ver las condiciones de una buena definición y el medio para
encontrarla. Máxime cuando la vía para adquirir nuevos conocimientos es la que
parte de una definición. Si la definición de la que partimos es buena, podremos
reproducir (deducir) correctamente el orden de la naturaleza.
El método matemático de Spinoza es, pues, una teoría de la deducción: el
conocimiento constituye un sistema deductivo, al cual subyace la idea de orden.
A partir de la idea de Dios se deducen todas las ideas en el debido orden, y, por
tanto, es en sí misma una reproducción de las cosas de la naturaleza.
LEIBNIZ
Necesidad y posibilidad
Para Spinoza, la razón es la facultad que establece relaciones necesarias,
mientras que para Leibniz es la mera posibilidad de establecer relaciones. Para
Leibniz, pues, la categoría principal para explicar la realidad no es la necesidad,
sino la posibilidad. Lo que existe no es, como afirma Spinoza, una manifestación
geométricamente necesaria de la esencia de Dios, sino sólo el resultado de una
libre decisión suya. Esta decisión no es arbitraria, sino racional, y tiene su razón
en el hecho de que es la mejor elección de las posibles. Por ello, no todo lo posible
se ha realizado o realizará, pues el ámbito de lo posible es mucho más amplio
que el ámbito de lo real.
En la filosofía de Leibniz el análisis de las proposiciones contingentes, que
son las que se refieren al ámbito de lo real, puede y debe proseguir hasta el
infinito, sin alcanzar nunca la identidad. Las verdades contingentes solo son
iguales en el infinito.
Libertad y finalidad
El pensamiento central en Leibniz es el de un orden organizado
espontáneamente y, en consecuencia, libre. La necesidad se encuentra en el
mundo de la lógica y la matemática, no en el mundo de la realidad. El orden real
nunca es necesario.
Puesto que las cosas contingentes no tienen en sí mismas su razón de ser,
es preciso que esta razón esté fuera de ellas, en una sustancia no contingente, o
sea, necesaria y que tenga en sí la razón de su existencia. Es Dios, que ha creado
el mundo libremente y de acuerdo con un fin. En este punto la discrepancia con
Spinoza es total.
El conocimiento
Verdades de razón y verdades de hecho
Las verdades de razón son necesarias, pero no se refieren a la realidad; en
ellas el sujeto y el predicado son idénticos, son tautologías. Si son afirmativas se
basan en el principio de identidad (todo lo que es es) y si son negativas se basan
en el principio de contradicción. Y son innatas, puesto que no derivan de la
experiencia. Todas las verdades de esta clase son necesarias y falibles, pero no
añaden novedad alguna al conocimiento de la realidad existente de hecho.
“Cuando una verdad es necesaria, se puede hallar su razón por medio del
análisis, resolviéndola en ideas y verdades más simples, hasta que se llega a las
primitivas.”
Las verdades de hecho son contingentes, y se refieren a la realidad en acto.
No se basan en el principio de identidad ni contradicción, por lo que su contrario
es posible. En estas verdades el predicado no es idéntico al sujeto, por lo que
pueden negarse sin contradicción. Se basan, sin embargo, en el principio de razón
suficiente, según el cual nada se realiza sin que sea posible, al que conoce
suficientemente las cosas, dar una razón que baste para determinar por qué son
así y no de otro modo. Es, por tanto, un principio de ordenación mediante el cual
las cosas se organizan y vuelves inteligibles.
Conocimiento divino y conocimiento humano
El conocimiento es perfecto sólo en Dios, lo que significa que sólo él es
capaz de conocer en la idea de cada sustancia individual la razón suficiente de
todos sus predicados. El hombre no posee un conocimiento de este tipo, sino que
ha de tomar de la experiencia y de la historia los datos que necesita.
Y puesto que la naturaleza de cada sustancia es la razón suficiente de sus
acciones, no es que estas acciones sean necesarias. Pueden no suceder, por lo que
han de ser consideradas libres. Sólo que, puesto que lo real es elegido como lo
mejor de lo posible, ha de concluirse que las cosas existentes han tenido que
desarrollarse infaliblemente del modo como se han desarrollado.
Una difícil cuestión teológica
El grave problema planteado es que toda sustancia ha de tener una
naturaleza determinada en cuanto razón suficiente de sus acciones. Si la
previsión de la sabiduría divina es infalible y completa, Dios ha tenido que prever
que cada hombre pecaría haciendo uso de su libertad. ¿cómo puede ser el mejor
universo de los posibles?
Responde Leibniz, que sólo desde el conocimiento de Dios la procedencia
de las decisiones y acciones de cada sustancia individual es cierta e infalible, no
desde el conocimiento humano. Ningún ser humano sabe que está determinado
a pecar salvo cuando peca. El fundamento de la libertad humana radica en esta
incomunicabilidad e inconmensurabilidad entre el punto de vista de Dios y el del
ser humano.
La formalización del saber
En el ámbito de la lógica, la intención de Leibniz es dotar a la filosofía de
un instrumento que le permita alcanzar el mismo rigor científico alcanzado por
la matemática. Para Leibniz, lo que impide el progreso de la filosofía en general,
y de la metafísica en particular, es el empleo del lenguaje ordinario y la
ambigüedad de sus términos. Por eso proyecta crear una lógica simbólica de
carácter calculístico, en analogía con los procedimientos matemáticos.
La mayoría de los progresos de la matemática de los s XVI y XVII se debían
al operar, por medio de reglas, de modo automático y mecánico sobre símbolos
sin necesidad de hacer referencia a contenidos intuitivos. La realización de este
programa pasaba, pues, por la simbolización del lenguaje ordinario.
A partir del s XIX fue llevado a la práctica, dando lugar a la actual lógica
simbólica.
La monadología
El ser último del universo: la fuerza
Mientras que para Descartes la materia es esencialmente res extensa, para
Leibniz, no siendo la extensión y el movimiento sino propiedades de la materia,
ésta es vis o fuerza, actividad o dynamis, medible y matematizable. Las cosas no
son ni pueden ser inertes, pasivas, sino dinámicas, activas. El mecanicismo
cartesiano se debe fundar en una más completa concepción físico-matemática de
la realidad. El principio cartesiano de conservación de la cantidad de
movimiento era falso, en favor de conservación de la fuerza motriz, esto es, la
energía. La fuerza motriz es la capacidad de producir efectos, por lo que supone
un tipo de productividad distinta del mero movimiento.
Para Leibniz todo el universo está constituido por una fuerza que es de
naturaleza espiritual; el universo es un único orden espiritual, contingente y
libre.
La mónada
La materia, esencialmente fuerza pasiva, es también divisible,
infinitamente divisible. Esta infinita divisibilidad de la materia tiene su término,
mentalmente concebido en el punto matemático en el que dos líneas se cortan
entre sí. Este concepto sirvió para Newton y Leibniz idear el cálculo infinitesimal
y, metafísicamente entendido, en el punto sustancial o punto metafísico, es decir,
algo infinitesimal, no perceptible por los sentidos, pero sí exigido y concebible
por la razón para poder explicar lo que las cosas en realidad son. Leibniz entendía
ese punto sustancial como principio activo y causa eficiente del movimiento, la
luz, el calor, etc. Leibniz lo denominó inicialmente sustancia simple y
posteriormente mónada. La mónada es por tanto una sustancia simple, es decir,
sin partes; tales mónadas son los verdaderos átomos de la naturaleza y los
elementos de las cosas; cada mónada representa el universo entero.
Con esta noción de mónada Leibniz trata de explicar cómo se extiende al
mundo físico la condición universal de libertad, para superar así el dualismo
cartesiano y unificar de una manera efectiva lo físico y lo espiritual. La mónada
es como el átomo espiritual, una sustancia simple, inextensa, eterna, indivisible
y sin forma. Sólo Dios puede crearla o destruirla. No existen dos mónadas iguales
en la realidad, sino que cada una tiene una diferencia interior exclusiva.
Cada mónada, al tiempo que es así exclusivamente individual, es así
tambien la máxima universalidad. Lo único capaz de modificar una mónada es
un principio interno que produce gradualmente una serie de estados. Estos
estados son las percepciones, y lo que produce el paso de una percepción a otra
es la apetencia.
Gradación entre las mónadas
Su jerarquía presenta la siguiente gradación
1. Dios o la mónada divina, creadora de las restantes, es espíritu puro;
2. los ángeles o mónadas vitales que tienen cuerpos animados;
3. hombres o mónadas espirituales, animales o mónadas sensibles y
plantas o mónadas vegetativas;
4. mónadas terrestres inanimadas o inorgánicas.
La principal diferencia entre la mónada divina y las mónadas creadas
estriba en que éstas representan al mundo desde un solo punto de vista cada una,
mientras que Dios lo representa desde todas las perspectivas posibles. La
perfección de cada mónada depende de los niveles de sus percepciones, por lo
que no representan el universo con el mismo grado de claridad.
La percepción y la apetición son los modos en que se realiza la actividad
de las mónadas.
El hombre y los animales
Al ser la materia infinitamente divisible, sus elementos últimos no pueden
ser nada corpóreo, sino que tienen que ser átomos metafísicos o espirituales, o
sea, mónadas. Leibniz distingue entre materia segunda, entendida como
agregado de mónadas, y materia prima, como la fuerza pasiva de inercia o
resistencia que está en las mónadas. Las mónadas constan de esta fuerza pasiva
y de la fuerza activa o entelequia. En las mónadas dotadas de razón, la materia
primera es el conjunto de percepciones confusas que constituyen lo propiamente
finito e imperfecto de estas mónadas.
En los animales y el hombre, el cuerpo es materia segunda, o sea, un
agregado de mónadas unido y determinado por una mónada superior que es el
alma.
Ahora bien, aunque entre el cuerpo y el alma no hay diversidad sustancial,
sino sólo diferencia de grado en cuanto a la claridad de las percepciones, las leyes
que rigen a ambos no son las mismas. Los cuerpos están regidos por leyes
mecánicas, mientras lo que rige a las almas son las causas finales. El problema
de cómo se armonizan cuerpo y alma responderá Leibniz con su teoría de la
armonía preestablecida.
La armonía preestablecida
La idea de armonía preestablecida pretende responder a la cuestión de la
comunicación entre las mónadas que constituyen el universo, puesto que, por
definición, las mónadas no tienen la posibilidad de comunicarse directamente,
pero están vinculadas entre sí al ser cada una de ellas una perspectiva única sobre
el universo y, por tanto, una representación más o menos clara de todas las demás
mónadas. Aunque cuerpo y alma sigan leyes diversas, la armonía es establecida
por Dios en un acto creador de las leyes de los reinos de la naturaleza y el espíritu.

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