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EL CAMARADA
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EL CAMARADA
Libro 161
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Takiji Kobayashi
Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgueni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en
Francia 1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS
Karl Marx y Friedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya
Libro 22 DIALÉCTICA Y CONSCIENCIA DE CLASE
György Lukács
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https://elsudamericano.wordpress.com
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Marca de cerveza japonesa. (N. de los t.)
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siempre abierta del oscuro almacén que había junto a la entrada, vio,
en un rincón, una figura que se movía con la cabeza cubierta con un
quimono oscuro. Al enterarnos más tarde de que se trataba de un
guardia, comprendimos que ellos estaban alterados.
Desde que estallara la guerra, los trabajadores jóvenes de las fábricas
habían ido marchándose al frente. Por otra parte, la producción de
material militar había aumentado de golpe. Para salvar esa brecha,
todas las fábricas se habían visto forzadas a contratar a cientos de
trabajadores. Hasta ese momento, los responsables revisaban
detenidamente los datos de quienes pedían trabajo y, sólo después de
haber realizado una severa investigación y considerar apropiado el
avalador que el solicitante presentaba, terminaban contratándolo, pero
en tiempos de guerra les era imposible mantener tanto rigor y nosotros
aprovechamos la oportunidad.
Por supuesto, en esas circunstancias, nos contrataron como
trabajadores temporales. Con la excusa de una “emergencia nacional”,
la remuneración de los temporales era menor que el salario que
recibían los trabajadores fijos que la fábrica seguía contratando
aunque, a fin de mantener el equilibrio entre la necesidad urgente y los
peligros que pudieran suponer los temporales, tuvieron que hacer
cosas tan estúpidas y vergonzosas como cubrirse con quimonos
negros para vigilarnos.
Los hombres del quimono negro me daban igual: a mí me preocupaban
los que llevaban traje y fingían estar esperando a alguien. La policía
había distribuido mi fotografía. Yo, naturalmente, había ido cambiando
un poco mi aspecto, pero no podía descuidarme. Aun cuando la policía
solo contara con fotografías suyas de hacía más de trece años,
algunos de mis camaradas habían sido atrapados por agentes que ni
siquiera habían visto esas imágenes.
Algún camarada me había recomendado que me “sumergiera” sin
demora. No había duda de que ésa era la mejor opción, pero por
experiencia sabíamos que, por más que tratáramos de mantener una
relación estrecha entre miembros que trabajaban en las fábricas y
miembros ajenos a ellas, continuar con la organización sin estar
empleado en ellas era cien veces más difícil y cien veces menos
efectivo.
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Yo, en ese momento, me sentí tocado donde más dolía. Yo había dicho
que tenía que huir del refugio porque aceptaba, de forma derrotista,
que nadie podría aguantar ni tres días sin confesar, pero esa actitud
mía no era propia de un bolchevique. Constituía el abecé del
comunista. Pero aunque, a raíz de aquel episodio, nos obligamos a
tomar la actitud de ese buen camarada como norma, en aquellos
momentos, temiendo la debilidad de Ota, ni se me pasó por la cabeza
esa fórmula de “seguir viviendo tan tranquilo”. Yo debía abandonar mi
casa de huéspedes inmediatamente.
Sería mejor que no le hablara a nadie de mi refugio. En el pasado, un
amable camarada había dado a conocer su refugio hasta a siete
personas e incluso les había permitido alguna que otra visita. Entre
ellos no sólo había camaradas sino también simples simpatizantes. Y,
naturalmente, aquel amable camarada terminó siendo atacado en su
refugio. Yo debía aprender del ejemplo. Todos nosotros debíamos
actuar teniendo en cuenta que un cuerpo de policía orgulloso de ser el
mejor preparado del mundo nos seguía los pasos.
Lo único bueno era que Ota no sabía nada de Suyama ni de Yoshi Ito.
Para poder organizar mejor el trabajo, yo había estado a punto de
decirle que se trataba de unos compañeros de los que podíamos
fiarnos, pero cuando pensé en las consecuencias que podían suponer
mis palabras, decidí callarme tanto para evitar al máximo los efectos de
la represión como por haber caído en la cuenta del peligro que podría
conllevar el trabajar, simplemente por comodidad, con camaradas que
creyeran ser amigos.
A la vuelta de la fábrica, me reuní con Suyama y Yoshi Ito y
mantuvimos una conversación de emergencia en una cafetería.
Concluimos que yo abandonaría mi casa de huéspedes enseguida, esa
misma noche, faltaría al trabajo hasta que se aclarasen las cosas y
estrecharía más el contacto con los camaradas restantes. Los tres
adoptaríamos las posiciones segunda y tercera.
Muchos camaradas se habían equivocado al pensar que “hoy no
pasará nada” o afirmar que “no creo que pase eso”. Acordamos que yo
llevaría a la práctica los tres puntos anteriores como una decisión de la
célula de la fábrica. Suyama e Ito me dieron ochenta y cincuenta
céntimos, respectivamente, del jornal que habían ganado.
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Película francesa dirigida por René Claire en 1930. (N. de los t.)
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Barrio de Tokio. (N. de los t.)
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Shirokiya y Matsuzakaya eran dos de los grandes almacenes más famosos de Tokio.
(N. de los t.)
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No había otra salida que continuar. Toda nuestra vida estaba volcada
en aquel trabajo. Y ese modo de vida no se parecía en absoluto a la
vida fuera de la clandestinidad. Y hete aquí que en esas circunstancias
sufríamos la traición de un camarada. Sentíamos una profunda cólera
por ello. Al no tener una vida que se pudiera llamar privada, nos
entregábamos a una única pasión y, ante un traidor, sentíamos cólera y
odio.
Al parecer, mi enojo me hizo abstraerme y, aun habiendo adquirido la
costumbre de saludar siempre a la mujer de la casa, se me olvidó y
subí directamente al primer piso.
Me senté ante el escritorio y dije “¡mierda!”.
Después de aquello, casi sin darme cuenta, me hice íntimo de
Kasahara. A mí mismo me pareció extraño. Cumplía correctamente con
todo lo que yo le pedía. Después de la traición de Ota, estaba decidido
a trasladarme a otro distrito, pero como no podía andar por ahí
buscando casa, se lo pedí a Kasahara. Al mismo tiempo, me planteé
vivir con ella. Si quería seguir mucho tiempo con el trabajo en la
clandestinidad de forma correcta, más me valía contar con ella.
En la casa donde vivía, un hombre que no trabajaba y que salía todas
las noches al atardecer levantaba sospechas. Cuando trabajaba en la
fábrica, mis salidas parecían más justificadas, pero ahora. Y más las
noches en que debía hacer tres o cuatro recados y, entre uno y otro,
regresaba a casa para no andar vagando tanto rato por la calle. En
esos casos, la mujer de la casa ponía una cara realmente extraña.
“¿De qué vive?”, parecía estar preguntándose. Así las cosas, si
aparecía un agente a comprobar los registros de residencia,
sospecharía de mí al instante.
Kasahara trabajaba en una empresa, así que salía de casa todas las
mañanas a la misma hora. En ese caso, aunque me tacharan de vago,
los vecinos podrían creer que vivía del salario de mi esposa. Como la
sociedad sólo confiaba en la gente que tenía un trabajo fijo, le pregunté
si quería casarse conmigo. Cuando lo hice, se quedó mirándome con
aquellos ojos tan grandes que yo ya le conocía a aquella mujer de ojos
pequeños, pero no dijo nada. Estuve un rato apremiándola para que
respondiera, pero se quedó callada y, finalmente, aquel día se marchó
sin decirme nada.
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–Estoy tranquila porque parece que tienes la cara más redonda que
cuando estabas en casa –comentó.
Me contó que, por aquel entonces, casi todas las noches se
despertaba en medio de un sueño en que yo aparecía delgado y
demacrado o en que estaba detenido por la policía y recibía “castigos
corporales”: así se refería ella a la tortura.
Trató de tranquilizarme diciéndome que su yerno le había dicho que se
ocuparían de ella en Ibaraki, así que yo podría seguir con lo mío. Como
había salido en la conversación, le dije directamente todo lo que hasta
entonces le había hecho saber a través de Suyama. “Ya lo entiendo”,
dijo mi madre riéndose un poco.
Advertí que parecía estar intranquila por algo, algo que la inquietaba
tanto que le impedía emocionarse y finalmente me explicó la razón de
su inquietud. Antes de haberme visto, estaba preocupada, pero
habiéndome visto con buen aspecto, en aquellas circunstancias, le
preocupaba que me detuvieran allí mismo, de manera que lo mejor
sería marcharse. Y ésa era la razón por la que cada vez que entraba
un nuevo cliente, miraba hacia allí y se decía “con ése no hay
problema” o “ése tiene cara de malo”. Yo, en cambio, inconscientemente,
había estado hablando como si estuviera en casa, actitud que ella me
había recriminado ordenándome que hablara más bajo. Y para
terminar, me dijo que, más que verme y sufrir de aquel modo, prefería
no verme pero saber que yo estaba bien y hacía bien mi trabajo.
Cuando ya estábamos a punto de marcharnos, me dijo que tenía
sesenta años y que pretendía vivir veinte más, hasta los ochenta, pero
como también podía morir al día siguiente y no quería que yo,
dejándome llevar por el impulso de despedirme de ella, corriera riesgo
alguno, había decidido dejar dicho que no me avisaran de su muerte.
Esa última despedida era importantísima para las gentes que vivían en
la normalidad. Y más para una madre de sesenta años. Que mi madre
hubiera tomado aquella decisión me impactó tanto que mi cuerpo se
puso rígido. Y me quedé callado. No pude hacer nada más que
quedarme callado.
Salimos y mi madre, desde atrás, me dijo que podía volver sola, que yo
vigilara un rato y regresara.
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–Tienes una manera muy particular de andar. –dijo de repente con voz
de preocupación–. Quien te conozca, al verte, sabrá enseguida que
eres tú. Si no te acostumbras a caminar sin sacudir el hombro.
–Me lo dice todo el mundo.
–Sí, ¿verdad? Se te reconoce enseguida.
Hasta el momento de separarnos, repitió muchas veces aquello de “se
te reconoce enseguida”.
Con aquel encuentro, yo había cortado la última vía de retorno a la vida
corriente que me quedaba hasta entonces, mi familia. A no ser que en
algunos años triunfara la nueva sociedad para la que nosotros
luchábamos, no volvería a vivir junto a mi madre.
Por aquel entonces llegó un informe del Bigotes.
Después de pasar unos cinco días en la comisaria de T, había sido
trasladado a la de K, donde permaneció otros veintinueve días. Nos
enteramos entonces de que un trabajador coreano que había
compartido celda con él había llevado un informe al lugar de T, un lugar
que Suyama e Ito frecuentaban. El Bigotes contaba que lo habían
detenido en su refugio, que no comprendía por qué, que para rehacer
el sistema era necesario no impacientarse, que no debíamos actuar
como si lleváramos orejeras, ni acomodarnos. Había marcado
expresamente las palabras “impacientaros”, “llevar orejeras” y
“acomodarnos”.
Al verlo, Ito, Suyama y yo nos sentimos avergonzados por no estar
trabajando ni con tanta “impaciencia” ni con “orejeras”.
De la casa familiar del Bigotes, donde vivían sus padres y sus
hermanos, llegó un informe para mí sirviéndonos del nombre que sólo
usábamos entre nosotros. Tenía intención de “dejar en blanco” su
declaración y decir repetidamente “No lo sé” a todo.
–Con esto se ha esfumado nuestra rabia por lo de Ota –dijimos todos
al leerlo.
Nosotros, no importaba cuantos traidores u oportunistas hubiera, nos
habíamos convencido de que también ahí había una gruesa y clara
línea roja, que marcaba la diferencia.
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Por eso, las que hacían de cómplices tenían que conocer bien la
manera de pensar y los prejuicios de aquellas mujeres normales tan
inconscientes de la realidad del país.
Cuando se reunían, las trabajadoras se dedicaban a chismorrear y
tachaban de raros a unos, anunciaban que aquellos dos estaban liados
o aquellos otros habían roto. En uno de nuestros contactos, Ito me
había hablado de un caso de tantos. El trabajador fijo Yoshimura, de la
sección de máscaras, le había enviado a la trabajadora Kinu, de
paracaídas, una carta de amor donde le preguntaba si podían “verse
en algún sitio tranquilo para hablar un rato” y, en cuanto salieron de la
fábrica, comenzaron a hablar de aquello con voz estridente. Y en el
restaurante de fideos continuaron hablando del único tema que parecía
interesarles. Que si Kinu, después de recibir aquella carta, se
maquillaba más, que si se había colgado en la faja un cordel al que
había atado un espejito redondo y se pasaba el día mirándose
mientras trabajaba. Y la historia seguía y seguía, pero Shige, una
trabajadora que destacaba por ser bastante lista, comentó que Kinu se
le quejaba profundamente: “Él me dice que quiere hablar en un sitio
tranquilo, pero en la fábrica hay demasiado ruido y, cuando regreso,
son las nueve o las diez de la noche, yo estoy agotada, y él entra a las
siete de la mañana, ¿cuándo podremos vernos?”. “Pobrecita” se oyó
decir, pero entonces, la otra cómplice Sasaki, dijo: “Así que nosotras no
podemos ni susurrar palabras de amor”. Y todas se pusieron a
responder cosas como “¡Sí, eso es cierto!” o “¡Qué verdad!”.
–Para poder susurrar palabras de amor, no deberíamos trabajar tantas
horas. Eso lo primero, pero además. ¿a quién no le gustaría alguna
vez poder ir a ver una película con esa persona?
–¡Sí, es verdad! –dijeron todas riéndose.
–¡Con lo que ganamos no hay nada que hacer!
–Sí, eso es cierto. ¡Si nos redujeran la jornada y nos pagaran más,
claro que podríamos susurrar palabras de amor!
¡Esta empresa es tremendamente cruel!
–Hoy nuestro jefe nos ha gritado esto: “¿Sabéis qué está sucediendo?
¡Que estamos en guerra! Vosotras también tenéis que mataros
trabajando como si fuerais soldados.
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Actor japonés (1903-1983). (N. de los t.)
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trabajo de editor, así que reuní los textos de Ito y Suyama, monté los
originales y se los mandé al impresor. A primera hora de la mañana, Ito
recibiría el material. Al estar en contacto con ella y con Suyama
prácticamente a diario, comprobaba la influencia del periódico y
reflejaba inmediatamente, en la siguiente edición, las conclusiones.
Según las informaciones de Ito y Suyama, la empresa también iba
tomando sus propias medidas. De forma inquietante, habían dejado de
hablar por completo sobre la paga de diez yenes o sobre los despidos.
Sin duda alguna, estaban preparando la siguiente medida. Por
supuesto, se trataba de una estratagema para no dar la paga de diez
yenes y para poder llevar a cabo el despido con éxito, pero nuestra
obligación era enterarnos de cómo era en realidad aquella estratagema
de empresa y revelarla a los trabajadores.
Si continuábamos repitiendo los mismos movimientos que hasta
entonces, todos se alejarían de nosotros. Nuestra estrategia debía
suponer un auténtico enfrentamiento y para lograrlo debíamos
adaptarnos a la estrategia serpenteante de la burguesía.
Al analizar los errores cometidos, comprobamos que, al principio,
siempre amenazábamos al enemigo, pero éste comprendía más o
menos nuestro proceder y tomaba otro camino, mientras nosotros, sin
ver por dónde iría, no nos apartábamos del nuestro: ahí radicaba su
victoria, pues siempre al final lanzaba su ataque.
Ito se había dado cuenta y había comentado que “últimamente pasa
algo raro”, pero no acertaba a decir de qué se trataba. Al día siguiente,
Suyama trajo un pequeño trozo de papel:
AVISO
Queremos congratularnos de que, gracias al trabajo abnegado de
todos, los objetivos de la empresa han sido alcanzados sin
dificultades. Posiblemente todos ya lo saben, pero la guerra no es
una cosa que puedan hacer sólo los soldados. Si no hicieran con
empeño su trabajo de fabricar máscaras, paracaídas y dirigibles,
nuestro país no lograría la victoria. Así, pese a la dureza del trabajo,
les apremiamos a compartir el sentimiento y la resolución con la que
luchan los soldados cuando les están disparando.
Con estas palabras los apremio a todos a trabajar.
EL DIRECTOR DE FÁBRICA
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Kiyokawa y los suyos no sólo parecían haber olvidado que ellos eran
miembros de un partido, el Partido de las Masas, 8 que existía “para los
trabajadores” sino también haberse convertido en capitalistas
preocupados por el precio de las acciones y ser de la opinión que los
trabajadores, especialmente los temporales, atrapados hábilmente por
sus intereses a corto plazo, debían estar agradecidos.
Ito y sus compañeras, cuando llegaba el momento de burlar aquellos
razonamientos delante de todos y ganarse la aprobación de las
mujeres, no tenían la habilidad suficiente y no podían contrarrestar
tantos argumentos. “Me siento indignada”, dijo ella.
Yo pensé que tenía razón. Nosotros sabíamos cuál era la naturaleza
real de aquella guerra, pero éramos incapaces de ganarnos la
aprobación de todos, no sabíamos explicar las consecuencias de la
guerra en su vida cotidiana, todavía éramos torpes. Lenin decía que
sobre la cuestión de la guerra hasta los sindicatos revolucionarios
habían cometido errores. Y, llegados a ese punto, Kiyokawa y Atsuta
sabían cómo enredar más y dificultar tanto la comprensión de su
posición respecto a la guerra que a nosotros terminaba costándonos
muchísimo más hacernos siquiera oír.
Las últimas semanas, a pesar de que la hora de salida eran las cinco,
la empresa les decía que trabajaran hasta las seis o hasta las siete y,
naturalmente, no les pagaban la parte de trabajo extra. y así casi todos
los días. Los trabajadores temporales se quejaban pero continuaban
trabajando con la esperanza de lograr que los hicieran fijos, pero si se
quedaban hasta las seis, tenían que cenar allí y, como no se lo
pagaban, quedándose hasta las seis veían reducido su jornal. Aunque
no eran conscientes de que aquello era una forma encubierta de
reducir sus sueldos, todos protestaban indignados: “Nos están
tomando el pelo”. “Si no nos pagan la comida, no hay nada que hacer”,
decían en la sección de paracaídas de Ito, cuando se tenían que
quedar hasta las seis.
Y no sólo eso, pues últimamente la jornada laboral, aunque dijeran que
seguía siendo diez horas, era muy distinta. Con la esperanza de
terminar siendo trabajadores fijos, los temporales habían sido
espoleados de tal manera que el ambiente de trabajo resultaba
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Partido Nacional de Masas de Trabajadores y Campesinos. Organización legal de
izquierda moderada que sufrió una deriva nacionalista. (N. de los t.)
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Yo era consciente de que las cosas debían ser así, pero al parecer a
Kasahara, que vivía conmigo, le afectaba muchísimo: a veces ella
decía que le gustaría salir a caminar un rato conmigo, pero como era
un imposible, sentía rabia. Además, cuando ella regresaba de su
trabajo diurno, siempre nos cruzábamos: yo pasaba el día en casa y,
confiando en que la oscuridad me protegiera mientras cumplía con mis
recados salía por la noche. En definitiva, pocas veces estábamos los
dos juntos sentados en la habitación.
Esa situación continuada durante meses la había puesto de mal humor.
Kasahara comprendía perfectamente que no podía pedir imposibles y
se aguantaba, pero finalmente, harta y agotada, quiso resolver nuestra
situación. La unión de una persona que no podía tener en absoluto
vida privada y otra que sentía como propia la vida privada de
muchísima gente constituía un grave problema.
–¡Desde que vivimos juntos, no hemos estado ni una sola noche en
casa ni hemos salido una sola vez a pasear!
Por fin, Kasahara le había puesto palabras a algo tan claro y tan simple
como aquello. A fin de coincidir en algo, en su momento, Kasahara
había pensado en dedicarse al mismo trabajo que yo, pero desde que
vivíamos juntos, ella había comprendido que no era la persona
adecuada. Sin duda alguna Kasahara era una mujer dada a la
sensiblería y terriblemente inconstante. “Eres tan variable como una
estación meteorológica”, le dije. Se alborozaba con nimiedades o, por
el contrario, se enfurruñaba sin más. Una persona de esa naturaleza
no podía desempeñar en absoluto un trabajo como el nuestro.
La mayor parte del día trabajaba de mecanógrafa, totalmente alejada
de la vida de los obreros y, al volver a casa, todos los días tenía que
cocinar y los domingos tenía que hacer la colada de dos personas.
Kasahara no disponía ni de un minuto y vivir conmigo suponía toda una
carga. Yo, por supuesto, me compadecía de ella, pero tampoco tenía el
ánimo ni la consciencia necesaria para liberarse de esa vida, pues por
más que lo intenté, ella no me siguió.
Bajé del taxi a medio camino, anduve el trayecto que separaba dos
paradas de tranvía, entré en una callejuela y regresé a casa. La
expresión de Kasahara era de tristeza y estaba sentada de lado.
–Me han despedido –dijo al verme.
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–Bueno, pues luego pregúnteles con más detalle, ¿de acuerdo? –dijo
el agente y pareció que se disponía a marcharse.
Pensé “qué alivio”, me volví a sentar sobre el futón y oí la voz del
agente mientras abría la puerta para marcharse por fin:
–Últimamente, muchos rojos alquilan habitaciones, así que si no tienen
ustedes cuidado.
Me sobresalté.
–¿Qué? –preguntó la mujer. Y el agente pareció responderle con dos o
tres palabras. La mujer parecía no entender qué era aquello de los
“rojos”.
Deduje después que esa forma de investigar no era casual, pues aquel
día, al regresar del contacto, en una pequeña tienda del barrio más
cercano había un agente con una lista del registro y, antes de alcanzar
el siguiente barrio, dos agentes más salían de una callejuela con otra
lista del registro.
Cuando me encontré con S y le expliqué que un agente había estado
comprobando el registro aquella misma mañana, me dijo que
debíamos tener cuidado porque estaban rastreando por toda la ciudad
las casas de huéspedes de particulares. Y con aquel imponente
despliegue de investigación yo ya me había dado por enterado.
En muchas ocasiones se habían jactado de haber destruido el Partido
o de haber arrancado de cuajo sus raíces y así lo publicaban en sus
periódicos, con titulares bien grandes para que los ignorantes
trabajadores se lo creyeran y lograr así cortar la influencia del Partido
sobre las masas, pero al poco tiempo, el Partido volvía a actuar en
diversos lugares, así que por mucho que quisieran engañar, no
lograban nada. Aun así, antes de las grandes campañas del Primero
de Mayo y del primero de agosto, Día Internacional Contra la Guerra,
tenían que cortar de raíz, fuera como fuera, la fuerza del Partido y para
eso desplegaban todo el poder del Estado.
De palabra, menospreciaban al Partido, hacían correr rumores falsos y
nos subestimaban, pero sus mismos hechos los traicionaban y
mostraban que el Partido era su gran enemigo.
Según S, en un artículo periodístico extranjero se decía que el Partido
japonés era “un partido pequeño pero combativo” (S, a diferencia de
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Por cierto, desde hacía dos o tres días la empresa había empezado la
habitual petición de dinero para una colecta. Con esa medida fuera de
lugar, Industrias Kurata quería crear un ambiente que impidiera la
penetración roja en la fábrica. Fueran patriotas o lo que fueran, aquella
gente no se molestaba ni en mirar lo que no fuera en su propio interés.
Al parecer, los que habían propuesto aquella medida habían sido los
miembros de la asociación de ex combatientes disfrazados de
trabajadores, uno de los cuales había golpeado a una trabajadora de la
sección de paracaídas por llevar un ejemplar de Máscara.
Suyama abordó el problema y pensó en separar de la masa a
Kiyokawa y Atsuta. Ito también estuvo de acuerdo. Era necesario hacer
saber a todos que el Partido Nacional de Masas de Trabajadores y
Campesinos, que decía estar con los trabajadores y contra la guerra
imperialista, no era en absoluto un partido para los trabajadores y sólo
en apariencia se oponía a la guerra imperialista.
Suyama e Ito eran miembros de base de la asociación de amistad.
Para el proletariado, a fin de excavar la verdadera naturaleza de todas
las políticas engañosas de la burguesía y organizarse para oponerse a
la guerra, lo más importante era luchar contra los falsos compañeros,
oportunistas de derechas.
Suyama le propuso a Kiyokawa celebrar una asamblea de la
asociación de amistad para tratar el asunto de la colecta. Al mismo
tiempo, utilizando a sus compañeros y a las compañeras de Ito,
extenderían el problema.
Cuando acudieron a la asamblea, les sorprendió ver allí a los
trabajadores de la asociación juvenil. La importancia que nosotros le
dábamos a la asociación de amistad se debía a que contaba con una
gran mayoría de trabajadores. Entre los compañeros de Ito y Suyama
sólo había uno o dos fijos. Al tiempo que repetíamos una y otra vez la
importancia de ganarnos a los trabajadores fijos, sabíamos que eso era
una tarea difícil y no lográbamos mejorar.
En la asociación de amistad, salvo dos o tres, la mayoría había entrado
con una idea vaga de su objetivo, así que las discusiones que
mantuvieran Kiyokawa y Suyama eran decisivas, pues la posibilidad de
atraer a algunos trabajadores hacia nosotros era considerable.
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A pesar de que había pasado medio año desde que estallara la guerra,
la asociación de amistad sólo había convocado una o dos asambleas y
esa falta de continuidad era causa de descontento entre sus miembros.
Suyama comenzó diciendo ante todos que, en un momento en que
tantos trabajadores y campesinos eran enviados al campo de batalla,
en un momento en que la vida civil era tan dura, el hecho de que la
asociación de amistad no se hubiera reunido seriamente ni una sola
vez constituía una traición de clase. Cinco o seis personas comentaron
que no había nada que objetar, pero, justo después de decirlo, se
movieron nerviosos.
Suyama y yo ya teníamos experiencia en la actividad contrarrevo-
lucionaria de los sindicatos reaccionarios, así que comprendimos el
significado del nerviosismo de los que habían dicho que no había nada
que objetar. Y por esa razón yo me reí. Suyama también se rió, pero al
instante exclamó “¡Ay, ay, ay...!”, mientras se tocaba la cara por encima
de las vendas. Su habilidad para imitar las maneras características de
cualquiera era grandiosa.
Cuando se trató el tema de la colecta, Kiyokawa explicó que los
soldados que se encontraban en Manchuria, trabajadores y campesinos
todos ellos, eran nuestros compañeros, de manera que por solidaridad
entre el proletariado no había inconveniente alguno para la colecta.
Todos lo escucharon en silencio, rascándose las uñas. Los capitalistas
exprimían a nuestros camaradas forzándolos a un trabajo duro en la
fábrica y sacrificándolos a las balas enemigas en el campo de batalla.
Sólo estábamos nosotros para protegerlos y, por supuesto, no nos
opondríamos a la colecta. Sí, en ese punto, todos asintieron a las
convincentes palabras de Ishikawa.
Y entonces vio a Ito con su ceño fruncido reflejando preocupación. A
pesar de eso, ella dijo:
–¿Ah, sí?
En la asociación de amistad había catorce o quince trabajadoras, pero
sólo dos solían asistir a la asamblea. Aquel día, Ito las había
convocado personalmente y habían acudido seis. Su presencia
extrañaba al resto de miembros de la sociedad de amistad. Y como
hasta entonces ninguna mujer había hablado en una asamblea de la
asociación, todos se quedaron mirando a Ito.
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odiaba el calor, pero con aquella ropa tan ligera quedaba más a la vista
mi físico característico (¡Ojalá se lo comieran los perros!). Y, cuando
llegaba el invierno, pensaba: “Voy a vivir un año más y puedo seguir la
campaña”, pero el invierno de Tokio era demasiado luminoso y la luz
tampoco jugaba a mi favor.
Con aquel modo de vida no es que yo me hubiera vuelto insensible a
las estaciones sino que me había vuelto sensible a ellas de una
manera inimaginable hasta entonces para mí. Durante los meses que
había pasado en la cárcel, ya hacía dos años de aquello, también
había sufrido esa extrema sensibilidad hacia las estaciones, pero sin
duda ocurría de otra manera.
Sí, entonces me ocurría de forma inconsciente. La vida que me había
tocado vivir había hecho que así fuera sin yo saberlo. Aun habiéndome
entregado ya completamente al proletariado, antes de que la policía
me persiguiera, yo todavía disfrutaba de vida “propia”. Como sindicado
de oposición afiliado al partido socialista, a veces paseaba por
Shinjuku o Asakusa charlando con la gente del sindicato; como
miembro de la célula de la fábrica, mi vida política estaba perfecta-
mente reglamentada, pero podía hacer las cosas normales que
conllevaba la legalidad, como quedar con alguien, ver películas (por
cierto, ¡ya me había olvidado de su misma existencia!), ir a comer y
beber. En alguna ocasión, incluso había aplazado el trabajo de la
célula de la fábrica para poder hacer esa vida mía. Y, además,
inconscientemente funcionaba el orgullo propio y, ante el dilema de
cumplir con el trabajo de la célula o dedicarme a mis cosas, más de
una vez daba preferencia a las segundas.
Naturalmente, con el trabajo, aquello cambió, pero aun así no se podía
decir que yo, como miembro del Partido, llevara una vida política las
veinticuatro horas. Y debo apuntar que tampoco era sólo por mi culpa.
La capacidad de esfuerzo de alguien que no llevara una vida regular
debía tener un límite. Yo, que había cortado por completo cualquier
vínculo afectivo y que cualquier interés que pudiera tener al margen del
Partido estaba absolutamente controlado, quería enterrar mis vínculos
e intereses de forma definitiva, pero creí que no sería capaz de
hacerlo. Y fue entonces cuando me sorprendí al comprobar que ese
límite de la capacidad de entrega aumenta fácilmente ante un trabajo
que se considera ineludible y logré concentrar en dos o tres meses
todo el esfuerzo de aquellos dos últimos años.
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Tendencia dominante en el Partido Comunista de Japón en los años veinte bajo el
liderazgo de Kazuo Fukumoto (1894-1983) caracterizada por atribuir gran importancia a
las cuestiones teóricas. (N. de los t.)
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25 de agosto de 1932
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