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Takiji Kobayashi

EL CAMARADA

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EL CAMARADA

Libro 161

Foto de tapa: Póster electoral del Partido Comunista Japonés, 1928

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Takiji Kobayashi

Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgueni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en
Francia 1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS
Karl Marx y Friedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya
Libro 22 DIALÉCTICA Y CONSCIENCIA DE CLASE
György Lukács

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EL CAMARADA

Libro 23 EL MATERIALISMO HISTÓRICO ALEMÁN


Franz Mehring
Libro 24 DIALÉCTICA PARA LA INDEPENDENCIA
Ruy Mauro Marini
Libro 25 MUJERES EN REVOLUCIÓN
Clara Zetkin
Libro 26 EL SOCIALISMO COMO EJERCICIO DE LA LIBERTAD
Agustín Cueva - Daniel Bensaïd. Selección de textos
Libro 27 LA DIALÉCTICA COMO FORMA DE PENSAMIENTO - DE ÍDOLOS E IDEALES
Edwald Ilienkov. Selección de textos
Libro 28 FETICHISMO y ALIENACIÓN - ENSAYOS SOBRE LA TEORÍA MARXISTA EL VALOR
Isaak Illich Rubin
Libro 29 DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN. El hombre y la Democracia
György Lukács
Libro 30 PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
Paulo Freire
Libro 31 HISTORIA, TRADICIÓN Y CONSCIENCIA DE CLASE
Edward P. Thompson. Selección de textos
Libro 32 LENIN, LA REVOLUCIÓN Y AMÉRICA LATINA
Rodney Arismendi
Libro 33 MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
Osip Piatninsky
Libro 34 VLADIMIR ILICH Y LA EDUCACIÓN
Nadeshda Krupskaya
Libro 35 LA SOLIDARIDAD DE LOS OPRIMIDOS
Julius Fucik - Bertolt Brecht - Walter Benjamin. Selección de textos
Libro 36 UN GRANO DE MAÍZ
Tomás Borge y Fidel Castro
Libro 37 FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Adolfo Sánchez Vázquez
Libro 38 ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL
Sergio Bagú
Libro 39 CAPITALISMO Y SUBDESARROLLO EN AMÉRICA LATINA
André Gunder Frank
Libro 40 MÉXICO INSURGENTE
John Reed
Libro 41 DIEZ DÍAS QUE CONMOVIERON AL MUNDO
John Reed
Libro 42 EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Georgi Plekhanov
Libro 43 MI GUERRA DE ESPAÑA
Mika Etchebéherè
Libro 44 NACIONES Y NACIONALISMOS
Eric Hobsbawm
Libro 45 MARX DESCONOCIDO
Nicolás Gonzáles Varela - Karl Korsch
Libro 46 MARX Y LA MODERNIDAD
Enrique Dussel

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Takiji Kobayashi

Libro 47 LÓGICA DIALÉCTICA


Edwald Ilienkov
Libro 48 LOS INTELECTUALES Y LA ORGANIZACIÓN DE LA CULTURA
Antonio Gramsci
Libro 49 KARL MARX. LEÓN TROTSKY, Y EL GUEVARISMO ARGENTINO
Trotsky - Mariátegui - Masetti - Santucho y otros. Selección de Textos
Libro 50 LA REALIDAD ARGENTINA - El Sistema Capitalista
Silvio Frondizi
Libro 51 LA REALIDAD ARGENTINA - La Revolución Socialista
Silvio Frondizi
Libro 52 POPULISMO Y DEPENDENCIA - De Yrigoyen a Perón
Milcíades Peña
Libro 53 MARXISMO Y POLÍTICA
Carlos Nélson Coutinho
Libro 54 VISIÓN DE LOS VENCIDOS
Miguel León-Portilla
Libro 55 LOS ORÍGENES DE LA RELIGIÓN
Lucien Henry
Libro 56 MARX Y LA POLÍTICA
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 57 LA UNIÓN OBRERA
Flora Tristán
Libro 58 CAPITALISMO, MONOPOLIOS Y DEPENDENCIA
Ismael Viñas
Libro 59 LOS ORÍGENES DEL MOVIMIENTO OBRERO
Julio Godio
Libro 60 HISTORIA SOCIAL DE NUESTRA AMÉRICA
Luis Vitale
Libro 61 LA INTERNACIONAL. Breve Historia de la Organización Obrera en Argentina.
Selección de Textos
Libro 62 IMPERIALISMO Y LUCHA ARMADA
Marighella, Marulanda y la Escuela de las Américas
Libro 63 LA VIDA DE MIGUEL ENRÍQUEZ
Pedro Naranjo Sandoval
Libro 64 CLASISMO Y POPULISMO
Michael Löwy - Agustín Tosco y otros. Selección de textos
Libro 65 DIALÉCTICA DE LA LIBERTAD
Herbert Marcuse
Libro 66 EPISTEMOLOGÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Theodor W. Adorno
Libro 67 EL AÑO 1 DE LA REVOLUCIÓN RUSA
Víctor Serge
Libro 68 SOCIALISMO PARA ARMAR
Löwy -Thompson - Anderson - Meiksins Wood y otros. Selección de Textos
Libro 69 ¿QUÉ ES LA CONCIENCIA DE CLASE?
Wilhelm Reich
Libro 70 HISTORIA DEL SIGLO XX - Primera Parte
Eric Hobsbawm

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EL CAMARADA

Libro 71 HISTORIA DEL SIGLO XX - Segunda Parte


Eric Hobsbawm
Libro 72 HISTORIA DEL SIGLO XX - Tercera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 73 SOCIOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Ágnes Heller
Libro 74 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo I
Marc Bloch
Libro 75 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo 2
Marc Bloch
Libro 76 KARL MARX. ENSAYO DE BIOGRAFÍA INTELECTUAL
Maximilien Rubel
Libro 77 EL DERECHO A LA PEREZA
Paul Lafargue
Libro 78 ¿PARA QUÉ SIRVE EL CAPITAL?
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 79 DIALÉCTICA DE LA RESISTENCIA
Pablo González Casanova
Libro 80 HO CHI MINH
Selección de textos
Libro 81 RAZÓN Y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 82 CULTURA Y POLÍTICA - Ensayos para una cultura de la resistencia
Santana - Pérez Lara - Acanda - Hard Dávalos - Alvarez Somoza y otros
Libro 83 LÓGICA Y DIALÉCTICA
Henri Lefebvre
Libro 84 LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Eduardo Galeano
Libro 85 HUGO CHÁVEZ
José Vicente Rangél
Libro 86 LAS GUERRAS CIVILES ARGENTINAS
Juan Álvarez
Libro 87 PEDAGOGÍA DIALÉCTICA
Betty Ciro - César Julio Hernández - León Vallejo Osorio
Libro 88 COLONIALISMO Y LIBERACIÓN
Truong Chinh - Patrice Lumumba
Libro 89 LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
Frantz Fanon
Libro 90 HOMENAJE A CATALUÑA
George Orwell
Libro 91 DISCURSOS Y PROCLAMAS
Simón Bolívar
Libro 92 VIOLENCIA Y PODER - Selección de textos
Vargas Lozano - Echeverría - Burawoy - Monsiváis - Védrine - Kaplan y otros
Libro 93 CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA
Jean Paul Sartre
Libro 94 LA IDEA ANARQUISTA
Bakunin - Kropotkin - Barret - Malatesta - Fabbri - Gilimón - Goldman

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Takiji Kobayashi

Libro 95 VERDAD Y LIBERTAD


Martínez Heredia - Sánchez Vázquez - Luporini - Hobsbawn - Rozitchner - Del Barco
LIBRO 96 INTRODUCCIÓN GENERAL A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Karl Marx y Friedrich Engels
LIBRO 97 EL AMIGO DEL PUEBLO
Los amigos de Durruti
LIBRO 98 MARXISMO Y FILOSOFÍA
Karl Korsch
LIBRO 99 LA RELIGIÓN
Leszek Kolakowski
LIBRO 100 AUTOGESTIÓN, ESTADO Y REVOLUCIÓN
Noir et Rouge
LIBRO 101 COOPERATIVISMO, CONSEJISMO Y AUTOGESTIÓN
Iñaki Gil de San Vicente
LIBRO 102 ROSA LUXEMBURGO Y EL ESPONTANEÍSMO REVOLUCIONARIO
Selección de textos
LIBRO 103 LA INSURRECCIÓN ARMADA
A. Neuberg
LIBRO 104 ANTES DE MAYO
Milcíades Peña
LIBRO 105 MARX LIBERTARIO
Maximilien Rubel
LIBRO 106 DE LA POESÍA A LA REVOLUCIÓN
Manuel Rojas
LIBRO 107 ESTRUCTURA SOCIAL DE LA COLONIA
Sergio Bagú
LIBRO 108 COMPENDIO DE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Albert Soboul
LIBRO 109 DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE. Historia de la Revolución Francesa
Albert Soboul
LIBRO 110 LOS JACOBINOS NEGROS. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Hait
Cyril Lionel Robert James
LIBRO 111 MARCUSE Y EL 68
Selección de textos
LIBRO 112 DIALÉCTICA DE LA CONCIENCIA – Realidad y Enajenación
José Revueltas
LIBRO 113 ¿QUÉ ES LA LIBERTAD? – Selección de textos
Gajo Petrović – Milán Kangrga
LIBRO 114 GUERRA DEL PUEBLO – EJÉRCITO DEL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
LIBRO 115 TIEMPO, REALIDAD SOCIAL Y CONOCIMIENTO
Sergio Bagú
LIBRO 116 MUJER, ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Alexandra Kollontay
LIBRO 117 LOS JERARCAS SINDICALES
Jorge Correa
LIBRO 118 TOUSSAINT LOUVERTURE. La Revolución Francesa y el Problema Colonial
Aimé Césaire

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EL CAMARADA

LIBRO 119 LA SITUACIÓN DE LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA


Federico Engels
LIBRO 120 POR LA SEGUNDA Y DEFINITIVA INDEPENDENCIA
Estrella Roja – Ejército Revolucionario del Pueblo
LIBRO 121 LA LUCHA DE CLASES EN LA ANTIGUA ROMA
Espartaquistas
LIBRO 122 LA GUERRA EN ESPAÑA
Manuel Azaña
LIBRO 123 LA IMAGINACIÓN SOCIOLÓGICA
Charles Wright Mills
LIBRO 124 LA GRAN TRANSFORMACIÓN. Critica del Liberalismo Económico
Karl Polanyi
LIBRO 125 KAFKA. El Método Poético
Ernst Fischer
LIBRO 126 PERIODISMO Y LUCHA DE CLASES
Camilo Taufic
LIBRO 127 MUJERES, RAZA Y CLASE
Angela Davis
LIBRO 128 CONTRA LOS TECNÓCRATAS
Henri Lefebvre
LIBRO 129 ROUSSEAU Y MARX
Galvano della Volpe
LIBRO 130 LAS GUERRAS CAMPESINAS - REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN
EN ALEMANIA
Federico Engels
LIBRO 131 EL COLONIALISMO EUROPEO
Carlos Marx - Federico Engels
LIBRO 132 ESPAÑA. Las Revoluciones del Siglo XIX
Carlos Marx - Federico Engels
LIBRO 133 LAS IDEAS REVOLUCIONARIOS DE KARL MARX
Alex Callinicos
LIBRO 134 KARL MARX
Karl Korsch
LIBRO 135 LA CLASE OBRERA EN LA ERA DE LAS MULTINACIONALES
Peters Mertens
LIBRO 136 EL ÚLTIMO COMBATE DE LENIN
Moshe Lewin
LIBRO 137 TEORÍAS DE LA AUTOGESTIÓN
Roberto Massari
LIBRO 138 ROSA LUXEMBURG
Tony Cliff
LIBRO 139 LOS ROJOS DE ULTRAMAR
Jordi Soler
LIBRO 140 INTRODUCCIÓN A LA ECONOMÍA POLÍTICA
Rosa Luxemburg
LIBRO 141 HISTORIA Y DIALÉCTICA
Leo Kofler

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Takiji Kobayashi

LIBRO 142 BLANQUI Y LOS CONSEJISTAS


Blanqui - Luxemburg - Gorter - Pannekoek - Pfemfert - Rühle - Wolffheim y Otros
LIBRO 143 EL MARXISMO - El MATERIALISMO DIALÉCTICO
Henri Lefebvre
LIBRO 144 EL MARXISMO
Ernest Mandel
LIBRO 145 LA COMMUNE DE PARÍS Y LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA
Federica Montseny
LIBRO 146 LENIN, SOBRE SUS PROPIOS PIES
Rudi Dutschke
LIBRO 147 BOLCHEVIQUE
Larissa Reisner
LIBRO 148 TIEMPOS SALVAJES
Pier Paolo Pasolini
LIBRO 149 DIOS TE SALVE BURGUESÍA
Paul Lafargue - Herman Gorter – Franz Mehring
LIBRO 150 EL FIN DE LA ESPERANZA
Juan Hermanos
LIBRO 151 MARXISMO Y ANTROPOLOGÍA
György Markus
LIBRO 152 MARXISMO Y FEMINISMO
Herbert Marcuse
LIBRO 153 LA TRAGEDIA DEL PROLETARIADO ALEMÁN
Juan Rústico
LIBRO 154 LA PESTE PARDA
Daniel Guerin
LIBRO 155 CIENCIA, POLÍTICA Y CIENTIFICISMO – LA IDEOLOGÍA DE LA
NEUTRALIDAD IDEOLÓGICA
Oscar Varsavsky - Adolfo Sánchez Vázquez
LIBRO 156 PRAXIS. Estrategia de supervivencia
Ilienkov – Kosik - Adorno – Horkheimer - Sartre - Sacristán y Otros
LIBRO 157 KARL MARX. Historia de su vida
Franz Mehring
LIBRO 158 ¡NO PASARÁN!
Upton Sinclair
LIBRO 159 LO QUE TODO REVOLUCIONARIO DEBE SABER SOBRE LA REPRESIÓN
Víctor Serge
LIBRO 160 ¿SEXO CONTRA SEXO O CLASE CONTRA CLASE?
Evelyn Reed
LIBRO 161 EL CAMARADA
Takiji Kobayashi

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EL CAMARADA

EL CAMARADA
Takiji Kobayashi

Título original: Touseikatsusha, 1933


Traducción: Jordi Juste & Shizuko Ono

https://elsudamericano.wordpress.com

La red mundial de los hijos de la revolución social

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Takiji Kobayashi

Takiji Kobayashi nació en Odate en 1903. Después de finalizar sus


estudios, obtuvo un empleo en el banco Hokkaido, una de las
principales instituciones financieras japonesas.
En 1926 comenzó a colaborar con el movimiento sindical y con el
Partido Comunista y participó en actividades políticas consideradas
radicales, como revueltas de trabajadores y huelgas campesinas.
Paralelamente, su reputación literaria fue creciendo.
En 1929 la publicación de Kanikosen significó su consagración como
el gran escritor del proletariado, pero el alto voltaje político de sus
escritos provocó su despido inmediato del banco. Se trasladó a Tokio
y fue elegido secretario de la Asociación de Escritores Japoneses.
A partir de 1930 el acoso y la persecución policial contra su persona
se intensificaron y fue encarcelado varias veces acusado de actividades
subversivas.
Desde 1932 tuvo que publicar con pseudónimo. Delatado por un
espía infiltrado, el 20 de febrero de 1933 fue detenido por la policía
secreta. Takiji Kobayashi murió al día siguiente como resultado de
una brutal paliza y varias horas de torturas. Con sólo veintinueve
años, se convirtió en un mártir del movimiento obrero. En sus relatos,
el compromiso político y el valor literario confluyen para luchar,
desde la palabra, contra la injusticia social. El Camarada es la obra
que estaba escribiendo cuando fue detenido.

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EL CAMARADA

Este libro está dedicado


a mi camarada Korehito Kurahara

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Takiji Kobayashi

Mientras me estaba lavando las manos en el baño, justo debajo de la


ventana, vi salir a la gente de la nave número 2; a pesar del ruido que
hacían las sandalias de madera y los zapatos de todos ellos, se oían
sus voces. En ese momento, Suyama, a mi espalda, me preguntó:
“¿Todavía no has acabado?”.
Él trabajaba en la nave número 2. Con la cara completamente
enjabonada, me giré y le miré con gesto severo. Nosotros dos
habíamos pactado no volver jamás juntos de la fábrica. Si lo hacíamos,
llamaríamos la atención de los demás hombres y, además, no
lograríamos que el sacrificado fuera sólo uno, pero Suyama incumplía
el pacto de vez en cuando.
–No te enfades tanto, hombre –se rió amigablemente.
Suyama era un chico simpático y risueño al que era tan difícil odiar que
yo también terminé sonriendo, pero lo cierto es que atravesábamos un
período importante, razón por la que traté de recuperar la seriedad.
Además, aquel día íbamos a reclutar a un nuevo miembro en alguna
cantina... Con todo, advertí al instante que Suyama no se mostraba tan
alegre como siempre. Entonces, de repente, tuve ese presentimiento
que sólo pueden tener quienes se dedican a lo mismo que nosotros.
–Vale, ya voy –dije, y me enjuagué la cara.
Cuando Suyama se dio cuenta de que le había comprendido, cambió
de humor. “Qué tal una Kirin”,1 dijo luego. Ésa sí era la actitud propia
de Suyama, sin embargo, parecía callar algo. Yo lo advertí al instante.
Salimos y, como era de esperar, él se puso a caminar diez o doce
metros por delante de mí. Al salir de la fábrica, un estrecho camino
llevaba hasta el tranvía; a un lado, se encontraba el terraplén de
contención del tren y, al otro, en una zona que se iba estrechando, se
sucedían las tiendas. En el segundo poste eléctrico, distinguí a un
hombre trajeado que estaba de pie mirando hacia donde yo me
encontraba. Miraba de una forma extraña: no estaba seguro de si me
observaba o no. Me puse en fila justo detrás de cinco o seis hombres y
comencé a hablar con ellos sin perder de vista al hombre del traje con
el rabillo de mi ojo izquierdo. Aquel hombre parecía mostrar la actitud
indolente del perezoso que está aburrido de hacer todos los días el

1
Marca de cerveza japonesa. (N. de los t.)
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EL CAMARADA

mismo trabajo. Ellos, en aquella época, controlaban diariamente las


entradas y salidas de las fábricas. Suyama pasó a su lado andando
cómicamente, con las puntas de los pies giradas exageradamente
hacía afuera. Al verlo, sonreí.
Cuando llegamos a la calle del tranvía, alcancé a Suyama. Él se frotó
la nariz y, como sin darle importancia, miró a su alrededor y dijo:
–Hay algo que no me gusta.
Escuché atentamente a Suyama.
–¡Se ha perdido el contacto entre Ueda y el Bigotes!
–¿Cuándo? –pregunté.
–Ayer.
Aun sabiendo que para el Bigotes no era necesario determinar un lugar
de encuentro alternativo, pregunté:
–¿Y habían pactado un segundo lugar de encuentro?
–Al parecer sí.
Suyama me contó que la célula debía realizar un trabajo tan importante
que un retraso de un día podía frustrar el objetivo. Los dos habían
elegido la calle que une tres paradas de tranvía, Río S, Barrio M y
Puente A. La víspera, después de examinar la zona, habían decidido
“desde aquí hasta allá” y, cosa rara, el Bigotes, “por si pasa algo y
estamos en apuros”, señalando una cafetería que le parecía segura,
había dicho que, si no podían encontrarse en la calle, se reunirían al
cabo de veinte minutos allí y, además, según parece, al separarse
habían sincronizado sus relojes.
El Bigotes, así era como llamábamos al camarada que ocupaba el
puesto más elevado, al jefe. Se trataba de un camarada que, hasta el
momento, en las aproximadamente mil veces en que habíamos
establecido contacto (todas ellas en la calle), sólo había llegado tarde
en dos ocasiones. Se podría pensar que la puntualidad era algo que se
daba por sentado entre nosotros, pero lo cierto es que no había
muchos hombres como él. Además, en una de esas dos ocasiones
había habido un malentendido y, en realidad, él había acudido a
tiempo. Y en cuanto a la segunda, no se había dado cuenta de que
aquella tarde se le había estropeado el reloj. Si se hubiera tratado de

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Takiji Kobayashi

otro, su ausencia se habría considerado normal, pero que el Bigotes no


acudiera a una cita, que ni siquiera acudiera al lugar de encuentro
alternativo, era algo increíble para nosotros.
–¿Y hoy?
–Se ha decidido repetir lo de ayer.
–¿A qué hora?
–A las siete. A las siete y veinte en la cafetería. Y por eso estoy tan
preocupado, tanto que he quedado con Ueda a las ocho y media.
–Pues nosotros quedamos a las nueve –dije después de repasar todo
lo que debía hacer hasta la noche.
Decidimos el lugar y nos separamos allí. En el momento de hacerlo,
Suyama dijo: “¡Si atrapan al Bigotes, yo me entregaré!”. Aunque se
trataba de una broma, aquellas palabras encerraban mucha verdad. Yo
le taché de tonto, pero tanta era la fuerza que nos daba el Bigotes y
tanta la confianza que nosotros teníamos en él que comprendí el
sentimiento que había empujado a Suyama a soltar aquello. Para
nosotros él era como un faro, sin exagerar: si el Bigotes desaparecía,
no sabríamos qué hacer ni al día siguiente. Si eso pasaba, deberíamos
aceptarlo y seguir adelante, pero... Mientras caminaba, yo suplicaba en
silencio que no lo atraparan.
Por el camino, me detuve en una confitería y compré un caramelo de
Morinaga. Al salir, vi al niño de la casa de huéspedes donde vivía con
otros niños del vecindario frente a una máquina de caramelos. Si
ponías un céntimo y empujabas el mando, una bola de béisbol salía
hacia las bases. Según se dirigiera a una u otra base, el caramelo que
salía era distinto. Últimamente, esas máquinas se habían puesto de
moda y, en toda la ciudad, frente a cualquiera de ellas, había un
montón de niños agolpados. Los niños fijaban la vista, torcían la boca
con ahínco y golpeaban el mando. Con otro céntimo, quizá saliera un
caramelo mejor.
Hice tintinear mi bolsillo, saqué dos céntimos y se los di a mi vecino.
Primero, el niño retrajo la mano pero, repentinamente, su cara reflejó
una gran felicidad. Al parecer hasta entonces sólo había estado
mirando desde atrás cómo jugaban los otros niños. Le metí el caramelo
que acababa de comprar en el bolsillo y me fui.

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EL CAMARADA

Estuve escribiendo el informe de lo que había sucedido aquel día en la


fábrica, documento que tenía que estar listo a las ocho para poder
llegar a tiempo de imprimirlo en las octavillas que se debían repartir al
día siguiente. Tenía que dárselo a S cuando me encontrara con él a las
ocho. Del armario empotrado saqué un baúl que contenía muchos
documentos y giré la llave.
Industrias Kurata era una fábrica metalúrgica con unos doscientos
empleados, pero desde que comenzara la guerra habían reclutado a
seiscientos trabajadores temporales. Una camarada llamada Ito,
Suyama y yo nos habíamos presentado, junto con otros camaradas,
con los currículos de otras personas y habíamos conseguido entrar a
trabajar. En una fábrica de doscientos empleados, habían metido a
seiscientos temporales, lo que da cuenta del aumento del volumen de
trabajo en esos momentos.
Desde el inicio de la guerra, Industrias Kurata había dejado de hacer
cables de líneas eléctricas y se dedicaba a la fabricación de máscaras
de gas, paracaídas y dirigibles. En aquellos momentos estaban
terminando una fase del trabajo así que, al parecer, iban a echar a
unos cuatrocientos de los seiscientos trabajadores temporales. En la
fábrica, las palabras de preocupación estaban en boca de todos. Todos
los trabajadores repetían: “Me van a echar, me van a echar”, pero la
empresa contestaba diciendo: “A los trabajadores temporales, por
principio, no se los despide. Deben comprender que les hemos dado
medio mes más de trabajo de lo pactado”.
Y cierto era que habían trabajado medio mes más de la duración
pactada en el contrato, pero los plazos para las entregas habían sido
apremiantes y, durante ese par de semanas, las condiciones de trabajo
habían sido durísimas. Las mujeres, con una jornada de ocho de la
mañana a nueve de la noche, sólo ganaban un yen y ocho céntimos.
Desde las seis de la tarde hasta las nueve, ocho céntimos por hora.
Sin olvidar que por los veinte o treinta minutos que empleaban para
cenar, la empresa se tomaba la molestia de contabilizarlos, les
llegaban a descontar dos o tres céntimos del jornal.
Cuando estábamos comiendo yo dije:
–O sea, que se creen que a los trabajadores se les puede hacer
trabajar sin comer, ¿no?

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Takiji Kobayashi

–Sí, claro. –dijo un trabajador temporal que estaba conmigo.


El tono con que había dicho ese “Sí, claro” había sido tan gracioso que
todos nos echamos a reír.
Para entregar diariamente el jornal de ocho céntimos a las casi
cuatrocientas trabajadoras, la empresa tenía que arreglárselas para
dar una moneda de cinco céntimos y tres de cobre de uno. Y aquello
era tan engorroso que, por más que termináramos de trabajar a las
seis, no salíamos jamás antes de las siete.
–¡Mierda! ¡Esto es indignante! Si, en lugar de ocho céntimos, fueran
diez, no sabes qué fácil sería cobrar. O, si se ponen así, que nos
reduzcan el jornal y lo dejen en cinco.
Todos gritaban impacientes en la fila.
–Nosotros no podemos ni imaginarnos lo obstinados que son los ricos.
Sin embargo, se rumoreaba que, cuando despedían a los trabajadores
temporales, les daban diez yenes. Como eran temporales, legalmente
no estaban obligados a indemnizarles ni con un céntimo, pero se
suponía que obraban así para agradecerles el trabajo. No se sabía si
ese rumor era cierto o no, pero, como después de echarlos de allí les
resultaba difícil encontrar otro trabajo, inconscientemente tendían a
creérselo. No obstante, una empresa que descontaba dos o tres
céntimos por el tiempo de la cena, que hacía esperar sin problemas a
cientos de trabajadores más de una hora, que conseguía contar tres
monedas de un céntimo para cada uno, ¡cómo iba a darles diez yenes
(¡la gran cantidad de diez yenes!) a seiscientas personas!
Aquel rumor de los diez yenes constituía otra estrategia empresarial
más: al hacerlo correr, la empresa tranquilizaba a los trabajadores más
preocupados por el despido y los empujaba al rincón del cuadrilátero
para pegarles allí el último puñetazo.
Como durante aquella jornada no había dejado de hablarse de aquel
tema, decidí escribir sobre la situación que últimamente se había
generado en la octavilla que se repartiría al día siguiente. En la
octavilla de hacía dos días había reflejado lo que se había hablado el
día anterior sobre la petición de que la entrega de los jornales fuera
más rápida (esa nimiedad) y a todos les había interesado. Me senté
con las piernas cruzadas frente a la mesa.

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EL CAMARADA

Al cabo de un rato, la mujer de abajo subió por la escalera. “¡Gracias


por el detalle que ha tenido con mi hijo!”, dijo sonriendo de forma poco
habitual en ella antes de volver a bajar.
Quienes nos dedicábamos a un trabajo como el mío teníamos que
prestar más atención que la gente corriente hasta a las cosas más
insignificantes. Yo debía evitar a toda costa que en la casa de
huéspedes pensaran que el tipo de arriba era raro o que se
preguntaran qué debía de estar haciendo yo todas las tardes en mi
habitación.
Mi situación no se podía comparar con la que había vivido el camarada
H, que ahora luchaba desde la cárcel. El camarada H había estado en
busca y captura y, a pesar de que su fotografía había sido distribuida
por restaurantes, cafeterías, barberías y baños públicos, había tenido
que continuar desarrollando su actividad, hasta el punto que en alguna
ocasión había llevado a los vecinos de su casa de huéspedes al Teatro
Imperial.
Como parte de nuestro trabajo, teníamos que ser amables y mantener
charlas intrascendentes como si fuéramos gente corriente. Al principio
me costaba tanto que siempre terminaba incomodándome pero,
últimamente, parecía que me estaba acostumbrando.
–No es nada –le dije a la mujer, pero lo cierto es que enrojecí. No lo
pude evitar.
Debía escribir dos hojas o dos hojas y media como máximo y, la
verdad, hacerlo después de haber estado trabajando toda la jornada no
era nada fácil. Cuando terminé el texto para poner al descubierto la
cuestión de la paga de diez yenes, ya eran las siete pasadas. Mientras
escribía me froté repetidamente toda la cara con una toalla. Siempre
que me ponía a escribir, sudaba.
Metí los textos en un sobre, como destinatario escribí un nombre de
mujer para simular que se trataba de una carta de amor y, a las siete y
cuarenta minutos, salí de casa.
–Voy a dar un paseo –dije.
–Que se divierta –respondió mirando hacia mí la mujer que hasta
entonces siempre había permanecido callada.

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Takiji Kobayashi

Sin lugar a dudas había funcionado. Mientras me dirigía hacia la


oscuridad de la noche, sonreí. En una ocasión, al verme salir, ella
había comentado: “Sale usted mucho, ¿verdad?”. Yo me asusté: salía
todas las noches, así que no era raro que sospechara de mí. Me
sorprendí y, sin dejar de sonreír, traté de explicarme: “Bueno, es
que...”, pero ella zanjó la conversación riéndose: “Claro, todavía es
joven”. Al comprender que sus palabras no habían tenido segundas
intenciones, me tranquilicé.
El lugar de encuentro para las ocho era una calle situada detrás de la
del tranvía, en la que se sucedían los talleres. Muchos vendedores y
trabajadores llevaban el flequillo largo. Yo siempre intentaba adaptar mi
vestimenta al lugar al que acudía y, si bien nunca alcanzaba la
perfección, me preocupaba por conseguirlo. Nosotros, fuera como
fuera, debíamos evitar levantar sospechas y terminar sometidos a un
interrogatorio. En un lugar como aquel y a aquella hora, las ocho,
andar trajeado y portando un bastón habría llamado la atención por
inapropiado, razón por la que me había decidido por un quimono
discreto con una faja algo suelta y sin sombrero.
A lo lejos, por aquella calle recta, vi que venía S, quien tenía la
costumbre de sacudir su hombro derecho. Cuando advirtió mi
presencia, se detuvo unos segundos junto a un escaparate y, como
quien no quiere la cosa, dobló por un callejón. Al momento, yo giré
detrás suyo por ese callejón, torcí de nuevo en otra calle y comencé a
andar a su lado.
S escuchó mi relato sobre la situación que se vivía en la fábrica, de la
cual tenía conocimiento por la octavilla de hacía dos días. Me preguntó
sobre diversos puntos y luego me dijo:
–Escoger los temas de entre los problemas que preocupan en la
fábrica está bien, pero tendrías que dar un paso más e introducir
aspectos más políticos.
Miré a S sorprendido y pensé que tenía razón: satisfecho por la
reputación que me había cosechado con mis octavillas, había olvidado
mirarlas con cierta distancia.
–Porque incluso nosotros nos dejamos llevar a veces por esa
tendencia generalizada a la queja que no termina en nada. Para que la
gente comprenda claramente, desde su insatisfacción cotidiana, el

20
EL CAMARADA

verdadero carácter de la guerra imperialista, debemos servirnos de una


planificación extraordinaria y emplear una fuerza especializada.
Comentó que, hasta hacía bien poco, el punto débil de muchas
octavillas contrarias a la guerra había sido tratar la contienda desde
una óptica oficial y abstracta y que, últimamente, para enmendar esa
falta, cometían el error de centrarse demasiado en las exigencias
económicas. La ventaja era que mucha gente compartía esa tendencia
derechista, razón por la que se habían labrado tan buena reputación. Y
precisamente eso, la buena reputación, era algo que merecía ser
estudiado seriamente. Y de ello continuamos hablando mientras
caminábamos.
–Nos decimos que debemos tener cuidado y, cuando parece que las
cosas funcionan, en realidad no logramos nada. ¡Caminamos hacia
atrás! Hasta ahora, hemos sido como caballos con orejeras, incapaces
de ver más que una parte de las cosas.
Después de andar un rato, entramos en una cafetería.
–Te entrego una carta de amor.
Al decírselo, dejé el sobre en la repisa situada debajo de la mesa. S se
puso a tararear una canción y, vigilando al camarero, la cogió y la
metió en lo más profundo de su bolsillo.
–¿No vas a establecer contacto con el Bigotes? –me preguntó
acariciándose el labio superior.
Le conté lo que me había contado Suyama al volver de la fábrica. S
volvió a tararear intencionadamente mientras me escuchaba
concentrando su atención en mis ojos. Siempre lo hacía así.
–Yo también había quedado con él ayer a las seis, pero se cortó.
Cuando escuché aquellas palabras, tuve un mal presagio.
–¿No le habrán pillado? –le pregunté esperando, en realidad, que me
dijera: “Seguro que no pasa nada”.
–Mmm... –S estaba pensando–. Él siempre ha sido un tipo muy
prudente – dijo.
Decidimos que intentaríamos ponernos en contacto con el Bigotes,
quedamos para preparar la introducción de las octavillas del día
siguiente y nos separamos.

21
Takiji Kobayashi

A las nueve, me encontré con Suyama y, sólo con verle la cara, lo


comprendí todo, pero aquello no quería decir que tuviéramos que
perder completamente la esperanza. Decidimos averiguar qué había
pasado con el Bigotes sirviéndonos de todos los medios posibles. Y,
enseguida, nos dispusimos a separamos.
Decidimos que si en nuestro refugio no había comunicación pasadas
las nueve y media, no haríamos nada, puesto que las circunstancias
eran muy peligrosas. Me separé de Suyama y, en mi camino de
regreso, me di cuenta de que sentía, con una profundidad inesperada,
dentro del pecho, lo del Bigotes. A pesar de estar caminando, me
sentía inseguro. Me temblaban las rodillas y jadeaba.
Para cualquier hombre con una vida normal, mi reacción podría
parecer exagerada o falsa, pero nosotros nos aislábamos del exterior,
cortábamos la comunicación con nuestros mejores amigos, ni siquiera
podíamos salir para ir a los baños públicos y, además, si nos
atrapaban, tendríamos que pasar como mínimo seis o siete años fuera
de combate, razones todas ellas por las que sólo podíamos confiar en
nuestros camaradas. Si uno de nosotros desaparecía, comprendíamos
el sentimiento fuerte y profundo que nos unía. Y más cuando se trataba
de un camarada que nos había estado instruyendo durante años.
Antaño, siendo miembro de algún comité legal de oposición, cuando
sucedía algo parecido, mi reacción era distinta: envuelto en otros
aspectos de la vida cotidiana que me distraían, apenas me alteraba.
En la casa me esperaba Ota. Yo no debía dar a conocer a nadie mi
refugio, pero, con la aprobación de nuestro superior, se lo había
comunicado a un camarada, Ota. Y había procedido así porque, para
trabajar en Industrias Kurata, nuestro superior debía elegir a un agente
con quien poder reunirme con bastante frecuencia. Si nos reuníamos
en el exterior, mi agente no habría podido avisarme de las urgencias y
no habríamos podido actuar de forma suficientemente rápida para
resolver satisfactoriamente unos u otros problemas.
Ota vino a por las octavillas del día siguiente. Le dije que acababa de
ponerme de acuerdo con S y le pedí que a las siete de la mañana fuera
al andén de la estación de trenes T. Allí aparecería S y se las pasaría.
Después de hablar de los asuntos urgentes, charlamos un poco.
–Charlemos un poco –le dije yo sonriendo.

22
EL CAMARADA

–Eso se te da muy bien –se rió Ota.


Eso de decir “charlemos un poco” una vez terminados los asuntos
importantes, riéndome como si me estuviera divirtiendo muchísimo, se
había convertido en una de mis costumbres. Y yo era muy consciente
de por qué sentía deseos de charlar.
Los camaradas nos reuníamos casi todos los días para tratar asuntos
de nuestro trabajo, pero en esos casos lo hacíamos en una cafetería y
hablábamos sólo de esos asuntos, sin perder el tiempo y en voz tan
baja como fuera posible. Cuando terminábamos, salíamos rápidamente
y nos separábamos lo antes posible.
Esa misma situación se repetía los 365 días del año. Habiendo
liquidado mi vida anterior, yo ya me había acostumbrado a aquella
rutina diaria, pero como al preso que, después de estar mucho tiempo
en el calabozo, le entran unas ganas locas de comer algo dulce, a mí,
de repente, como si estuviera sufriendo el ataque de una enfermedad,
sin duda reaccionando a aquel aislamiento, a veces, cuando veía la
cara de un compañero, me venían ganas de decirle que charláramos.
Para Ota, un hombre que llevaba una vida normal, aquella reacción
mía sólo era una excentricidad de mi carácter: para él, que podía dar
voces en una cervecería o cualquier local público, era difícil
comprender mi reacción y, alguna que otra vez, inconsciente de su
crueldad, se había marchado sin charlar conmigo. Cuando era él quien
decía “charlemos”, hablaba y hablaba de varias trabajadoras de la
fábrica, sin obviar calificaciones y, al terminar, se marchaba. Me
sorprendía que hubiera logrado saber tanto sobre tantas de ellas.
–Las trabajadoras de la fábrica no ligan dando rodeos como las
burguesas sino que lo hacen de forma directa y concreta, ¡y eso me
incomoda! –decía.
“Directa y concreta” era una expresión divertida, así que nos reímos.
En cuanto comencé a repartir aquellas octavillas en las que se leía
bien claro su autoría, “el Partido”, las entradas y las salidas de
Industrias Kurata empezaron a estar más vigiladas, de manera que los
trabajadores, conocedores tanto de los tiempos que nos había tocado
vivir como del material que producíamos, se extrañaron. Una vez, una
joven que trabajaba junto a mí soltó un chillido y entró corriendo en la
fábrica: al franquear la entrada y pasar por delante de la puerta

23
Takiji Kobayashi

siempre abierta del oscuro almacén que había junto a la entrada, vio,
en un rincón, una figura que se movía con la cabeza cubierta con un
quimono oscuro. Al enterarnos más tarde de que se trataba de un
guardia, comprendimos que ellos estaban alterados.
Desde que estallara la guerra, los trabajadores jóvenes de las fábricas
habían ido marchándose al frente. Por otra parte, la producción de
material militar había aumentado de golpe. Para salvar esa brecha,
todas las fábricas se habían visto forzadas a contratar a cientos de
trabajadores. Hasta ese momento, los responsables revisaban
detenidamente los datos de quienes pedían trabajo y, sólo después de
haber realizado una severa investigación y considerar apropiado el
avalador que el solicitante presentaba, terminaban contratándolo, pero
en tiempos de guerra les era imposible mantener tanto rigor y nosotros
aprovechamos la oportunidad.
Por supuesto, en esas circunstancias, nos contrataron como
trabajadores temporales. Con la excusa de una “emergencia nacional”,
la remuneración de los temporales era menor que el salario que
recibían los trabajadores fijos que la fábrica seguía contratando
aunque, a fin de mantener el equilibrio entre la necesidad urgente y los
peligros que pudieran suponer los temporales, tuvieron que hacer
cosas tan estúpidas y vergonzosas como cubrirse con quimonos
negros para vigilarnos.
Los hombres del quimono negro me daban igual: a mí me preocupaban
los que llevaban traje y fingían estar esperando a alguien. La policía
había distribuido mi fotografía. Yo, naturalmente, había ido cambiando
un poco mi aspecto, pero no podía descuidarme. Aun cuando la policía
solo contara con fotografías suyas de hacía más de trece años,
algunos de mis camaradas habían sido atrapados por agentes que ni
siquiera habían visto esas imágenes.
Algún camarada me había recomendado que me “sumergiera” sin
demora. No había duda de que ésa era la mejor opción, pero por
experiencia sabíamos que, por más que tratáramos de mantener una
relación estrecha entre miembros que trabajaban en las fábricas y
miembros ajenos a ellas, continuar con la organización sin estar
empleado en ellas era cien veces más difícil y cien veces menos
efectivo.

24
EL CAMARADA

Quizá la mayoría creyera que sumergirse suponía simplemente


retirarse, esconderse o huir de un lugar a otro, pero si hubiéramos
actuado así, nos habrían atrapado con muchísima facilidad y
habríamos terminado quietitos y obedientes en el calabozo. Sumergirse,
por el contrario, era una forma de cortar el ataque del enemigo para
luchar de forma más resuelta y audaz.
Por supuesto, tanto para trabajar sin tropezar con dificultades como
para realizar cualesquiera otras actividades, estar en la legalidad era
mejor, razón por la que yo solía insistirles a Ota y al resto en que se
mantuvieran en la legalidad el máximo tiempo posible. En ese sentido,
sumergirse no era una expresión correcta: nosotros nunca lo hacíamos
por propia voluntad, eran ellos y sólo ellos quienes nos obligaban a
sumergirnos.
Así las cosas, que el enemigo me reconociera ponía en riesgo mi vida,
razón por la que me acobardaba ante los que salían por la mañana y
por la tarde trajeados. Por entonces, afortunadamente, siempre eran
los mismos, pero, desde lejos, cuando distinguía una cara distinta, me
forzaba a andar más lento, me arreglaba la posición de la gorra y,
antes de acercarme, comprobaba si aquel hombre me reconocía o no.
Si superaba ese primer obstáculo, debía superar la inspección del
guardia, pero en ese caso lo que debíamos evitar era que atraparan al
camarada que llevara las octavillas. Ota encargaba esa misión a las
mujeres del Partido. Según Ota, “si las mujeres se lo ponen lo más
abajo del ombligo posible, es seguro”. Al parecer, todavía no eran tan
desvergonzados como para cachearlas.
A la mañana siguiente, cuando abrí el cesto de la ropa, ¡estaban las
octavillas! Por un instante un sentimiento de alegría me atravesó como
una ola. Cuando llegué a mi puesto de trabajo, mi compañera estaba
leyendo una. Como una estudiante de primaria, leía letra a letra y,
cuando no entendía alguna, se rascaba la cabeza con el dedo
meñique.
–¿Es verdad? –preguntó al mirarme. Se refería a los diez yenes.
Yo le dije que era verdad, verdad, una gran verdad.
–¡Qué fastidio! –dijo ella.

25
Takiji Kobayashi

En la fábrica, a mí me tenían por un tipo así. Independientemente de


que pudiéramos distribuir o no la octavilla, yo siempre participaba en
las conversaciones que los trabajadores entablaban sobre la empresa,
fueran grandes o pequeñas, y me esforzaba en llevarlas en la dirección
correcta. Había que ganarse, día a día, la confianza de todos, que
supieran que podías ponerte al frente si sucedía algo.
En ese sentido, teníamos que ponernos al frente de los trabajadores y
ganárnoslos en masa para nuestra causa. Antaño, en el interior de la
fábrica, habíamos intentado captar a los trabajadores en secreto, uno a
uno, pero con la práctica habíamos comprendido que, con ese método
sectario, jamás llegaríamos a las masas.
Todavía faltaban unos minutos para que comenzara la jornada laboral,
así que me dirigí hacia la mesa donde estaban todos agolpados
charlando, pero en ese momento apareció el jefe.
–¡Todo aquél que tenga una octavilla que la saque!
Todos la escondieron instintivamente.
–No os servirá de nada esconderla. Tú, venga, sácala –le dijo a la
mujer que estaba a mi lado.
La mujer, obedientemente, se sacó la octavilla del interior de su faja.
–¡Cómo se te ocurre guardar algo tan peligroso! ¡Ni que se tratara de
algo importante! –dijo el jefe sonriendo amargamente.
–Pero la empresa está haciendo cosas bastante malas, ¿no?
–¡Vaya, vaya! ¡Por esa razón te digo que esas octavillas no son
buenas!
–¿Ah sí? Entonces, ¿es verdad que cuando te echan te dan diez
yenes?
El jefe no supo cómo reaccionar.
–¡Y yo qué quieres que sepa! ¡Pregúntaselo a la empresa! –dijo.
–Un día usted dijo que sí, ¿verdad? Ah, ¡así que lo que dice la octavilla
es cierto!
Los trabajadores que estaban cerca de la mujer se rieron al escuchar
sus palabras.
–¡Vamos, vamos, no os cortéis! –gritó alguien.
26
EL CAMARADA

De repente, el jefe se puso colorado e, inquieto, se frotó la nariz,


tartamudeó y se fue enfadado. Y, entonces, nosotros, los trabajadores
de la nave 3, nos pusimos a gritar. Aquello no tenía importancia
ninguna, pero el jefe se había olvidado de recoger las octavillas de los
demás y se había ido.
Ese día, apenas una hora después de comenzar el trabajo, oí decir que
se habían llevado a Ota de la fábrica. Al parecer, habían descubierto
que era él quien introducía las octavillas.
¡Precisamente a Ota, el único que conocía mi refugio!
Cuando Ota me advirtió que, si le pasaba algo, resistiría sólo durante
tres días, le pregunté de dónde había sacado eso de los tres días y me
contestó que todo el mundo lo decía. En aquellos tiempos, eso de los
tres días se había convertido prácticamente en una norma. Yo, en
aquel momento, le seguí la broma, pero recuerdo que, por alguna
razón, noté la debilidad de Ota. Y eso fue lo primero que me vino a la
cabeza cuando oí que lo habían atrapado.
Un camarada conocido mío, cuando atraparon a un hombre que vivía
con él, siguió viviendo tan tranquilo en el mismo refugio. Varios le
aconsejamos que se trasladase, pero al oírnos nos puso una cara rara.
Como era de esperar, al cabo de cinco días, aparecieron en su refugio.
El camarada saltó por la ventana, pero se torció un pie. Para que no
pudiera huir, lo desnudaron y se lo llevaron. Al entrar en la comisaría,
se topó con el camarada con quien había compartido techo y le
increpó: “¡Tonto! ¡Eres un descuidado!”, pero según me contaron luego,
ese camarada pensó en decirle que era el otro el “descuidado” por no
haber huido después de que lo atraparan a él. Cuando ese camarada
salió, le dijimos que, habiéndoselo advertido todos, el que lo atraparan
había sido un problema de disciplina. Él contestó que el problema era
que el hombre que había sido capturado primero había hablado, que
hablar, ni que fuera una palabra, delante de ésos, “eso sí que es un
problema de disciplina”. Lo cierto era que él no les había dicho ni una
palabra a los interrogadores. Para ese camarada, hablar era, por
principios, algo impensable, de manera que no podía comprender que
otros lo hicieran, razón por la que había permanecido tan tranquilo en
su refugio.

27
Takiji Kobayashi

Yo, en ese momento, me sentí tocado donde más dolía. Yo había dicho
que tenía que huir del refugio porque aceptaba, de forma derrotista,
que nadie podría aguantar ni tres días sin confesar, pero esa actitud
mía no era propia de un bolchevique. Constituía el abecé del
comunista. Pero aunque, a raíz de aquel episodio, nos obligamos a
tomar la actitud de ese buen camarada como norma, en aquellos
momentos, temiendo la debilidad de Ota, ni se me pasó por la cabeza
esa fórmula de “seguir viviendo tan tranquilo”. Yo debía abandonar mi
casa de huéspedes inmediatamente.
Sería mejor que no le hablara a nadie de mi refugio. En el pasado, un
amable camarada había dado a conocer su refugio hasta a siete
personas e incluso les había permitido alguna que otra visita. Entre
ellos no sólo había camaradas sino también simples simpatizantes. Y,
naturalmente, aquel amable camarada terminó siendo atacado en su
refugio. Yo debía aprender del ejemplo. Todos nosotros debíamos
actuar teniendo en cuenta que un cuerpo de policía orgulloso de ser el
mejor preparado del mundo nos seguía los pasos.
Lo único bueno era que Ota no sabía nada de Suyama ni de Yoshi Ito.
Para poder organizar mejor el trabajo, yo había estado a punto de
decirle que se trataba de unos compañeros de los que podíamos
fiarnos, pero cuando pensé en las consecuencias que podían suponer
mis palabras, decidí callarme tanto para evitar al máximo los efectos de
la represión como por haber caído en la cuenta del peligro que podría
conllevar el trabajar, simplemente por comodidad, con camaradas que
creyeran ser amigos.
A la vuelta de la fábrica, me reuní con Suyama y Yoshi Ito y
mantuvimos una conversación de emergencia en una cafetería.
Concluimos que yo abandonaría mi casa de huéspedes enseguida, esa
misma noche, faltaría al trabajo hasta que se aclarasen las cosas y
estrecharía más el contacto con los camaradas restantes. Los tres
adoptaríamos las posiciones segunda y tercera.
Muchos camaradas se habían equivocado al pensar que “hoy no
pasará nada” o afirmar que “no creo que pase eso”. Acordamos que yo
llevaría a la práctica los tres puntos anteriores como una decisión de la
célula de la fábrica. Suyama e Ito me dieron ochenta y cincuenta
céntimos, respectivamente, del jornal que habían ganado.

28
EL CAMARADA

Como de costumbre, yo no sabía en qué estaría pensando Suyama


cuando me preguntó si conocía la historia del recitador Kanda
Hakuzan. Me reí y le dije: “Ya estás otra vez”. Según contaba él, Kanda
Hakuzan llevó siempre en la faja un billete de cien yenes del que no se
desprendería pasara lo que pasara y lo explicaba diciendo que nadie
podía saber cuándo estaría en apuros y, como hombre, sería una
calamidad tener que pasar vergüenza por falta de dinero.
–Y ésta es una de esas situaciones. ¡Si te atrapan por no poder
moverte por no tener dinero estarías traicionando a tu clase! –exclamó
antes de añadir–: Debemos aprender de la vivencia del recitador.
Ito y yo dijimos que Suyama sabía tantas cosas que parecía un álbum
de recortes y los tres nos reímos.
La realidad es que giré de forma imprudente por la callejuela que iba a
mi casa, pero quizá ese giro no fuera una imprudencia: ¡quién se
habría imaginado que Ota confesara tan rápido mi dirección! Me quedé
allí plantado. En mi habitación, en el primer piso, había luz. Tuve la
intuición de que en su interior había más de una persona. Sin duda,
estaban registrando mis pertenencias. La cuestión es que yo debía
sacar de allí muchas cosas, en especial las que necesitara para el día
siguiente, pero al instante me di cuenta de que debía olvidarme de eso.
Yo no contaba con ningún lugar a donde ir en ese momento.
Habiéndome refugiado ya en casi todas las casas de conocidos en esa
vida errante que llevaba, no cabía contar con ellas como refugio, de
manera que lo único que podía hacer era huir de aquel barrio. Decidí
salir a la calle del tranvía, vigilé a mi alrededor y tomé un taxi de precio
fijo. Sin una dirección exacta que dar al taxista, le dije: “Hasta el barrio
S, veinte céntimos”.
Y fue en ese momento cuando me di cuenta de que, aún con la ropa
con la que había salido de la fábrica, no iba vestido apropiadamente
para ir en taxi. Durante el trayecto intenté pensar, pero no se me
ocurría nada. Los nervios me vencieron y, desesperado, pensé en una
mujer que ya me había proporcionado un lugar donde esconderme en
una o dos ocasiones. Siempre que yo se lo había pedido, ella me había
hecho el favor.

29
Takiji Kobayashi

Aquella mujer vivía realquilada en el segundo piso de una tienda y


trabajaba en una pequeña tienda. Simpatizaba con el movimiento
izquierdista, pero no estaba directamente implicada. Yo conocía su
dirección, pero era raro que se encontrara en su casa: hasta entonces,
cuando había necesitado su ayuda, primero la había llamado por
teléfono, pero al no tener otra alternativa, bajé del taxi en el barrio S,
decidí lanzarme y tomé un tranvía.
Me arrinconé cuanto pude y me senté con las dos manos sobre las
rodillas. Disimulando, miré alrededor. Por fortuna, no había ningún tipo
raro. A mi lado había un hombre que parecía empleado de banca
leyendo Tokyo Asahi. Lo miré y vi que, en el centro de la segunda
página, decía: “Capturada célula roja en Industrias Kurata”. Traté de
leer algo más, pero me fue imposible y, por primera vez, sentí la
lentitud del tranvía. Temía no poder tranquilizarme.
Por precaución, bajé dos paradas antes, me metí en una callejuela,
giré dos o tres veces y caminé hacia la casa de aquella mujer. Como
jamás había andado por allí y me había metido por las callejuelas, me
perdí un poco. Delante de la tienda, había un abuelo con un hombro al
aire golpeándose con la otra mano sobre un emplasto. “¿Está la
señorita Kasahara, la de arriba?”, pregunté, y el abuelo se quedó
mirándome en silencio. La segunda vez, hablé más alto. Entonces, se
giró hacia un salón con paneles correderos de papel y dijo algo que no
entendí. Separado por un cristal, alguien me miró y le oí decir con tono
de fastidio: “Pues ha salido”.
Y entonces sentí que me encontraba en un aprieto. Pregunté hacia qué
hora regresaría y me respondió que cómo lo iba a saber. Quizá me
había despreciado a causa de mi atuendo. Y allí estaba yo, plantado
sin poder hacer nada. Y es que no había nada que hacer. Dije que
volvería hacia las nueve y salí. Al salir miré hacia el segundo piso y vi
que la luz estaba apagada. ¡Qué chasco!
Me dirigí hacia una calle donde había puestos nocturnos y allí ojeé
libros, me puse a mirar de pie cómo jugaban al go y entré en una
cafetería: así logré matar dos horas y regresé. Al doblar la esquina vi
que, en el segundo piso, la ventana estaba iluminada.
Le conté más o menos la situación a Kasahara y le pregunté si contaba
con alguna casa para mí, pero yo ya había estado en todas las que ella
conocía.
30
EL CAMARADA

Kasahara tenía dos o tres amigas en la tienda, pero no tenían ni idea


de nuestras acciones y, además, todas estaban todavía solteras.
Kasahara repasó mentalmente las posibilidades, pero ninguna era
válida. Miré el reloj y eran casi las diez. Salir a vagar por la calle
pasadas las diez era lo más peligroso. Y más con la ropa de trabajo
que llevaba. Sí, ella tenía amigas, pero “tú eres un hombre, las
pondrías en un aprieto”, dijo Kasahara sonriéndose. Yo también estaba
en un aprieto, pero debía evitar a toda costa que me atraparan: sólo
me quedaba hacer una cosa y, para decirlo, necesitaba reunir ánimos.
–¿Y aquí.?
Se lo pregunté simulando normalidad, pero me puse rojo y tartamudeé.
Seguro que me tachaba de atrevido, pero no había otro remedio.
–¡...!
De repente, los pequeños ojos de Kasahara se agrandaron, detuvo un
momento la respiración, enrojeció, pareció ponerse nerviosa y puso las
piernas, que hasta ese momento había tenido ladeadas, rectas.
Al cabo de un rato, tomó una decisión y bajó para avisar. Les dijo que
su hermano había venido del barrio S para quedarse a dormir, pero yo
sabía que eso del hermano sonaría muy raro. Ella era una mujer
sencilla, pero siempre iba bien vestida y llevaba el pelo corto. No era
creíble que se presentara un hermano con mono de trabajo. Al parecer,
cuando Kasahara se lo explicó, la mujer se había quedado mirándola
de arriba abajo como a una niña, sin decir nada. Kasahara, nerviosa,
no pudo evitar que su cara reflejara la vergüenza que sentía en esos
momentos: para una mujer decente, que un hombre se quedara a
dormir con ella no era ninguna nadería.
Una vez estuvo resuelta la situación, los dos nos mostramos tan tensos
que incluso nos costaba hablar. Tomé prestados lápiz y papel y escribí
el plan para el día siguiente tumbado boca abajo. Lo más urgente era
buscar un sustituto para Ota y escribir en la octavilla la crónica de su
detención a fin de que todos los trabajadores de Industrias Kurata
supieran de ella.
Mordisqueando el lápiz, escribí el texto. Y fue entonces cuando advertí
que Kasahara no se atrevía a decir “bueno, vayámonos a dormir ya”.
–¿A qué hora te acuestas? –le pregunté.

31
Takiji Kobayashi

–Más o menos a esta hora –respondió.


–Pues vamos a acostarnos, yo ya he hecho parte de mi trabajo.
Me levanté y bostecé.
Sólo había un futón. Ella me propuso que durmiera sobre su manta. Se
lo agradecí y le dije que dormiría únicamente con una chaqueta de
algodón. Después de apagar la luz, ella se retiró a un rincón y, al
parecer, se puso el pijama.
Yo, hasta ese momento, cada vez que me había visto obligado a huir
de mi casa, había ido de un lado para otro, por lo que ya estaba
acostumbrado a dormir de aquel modo y enseguida conciliaba el
sueño, pero era la primera vez que me quedaba en casa de una mujer
y me costó dormirme. En cuanto me adormecía, me ponía a soñar y
me desvelaba. Así una y otra vez. En todos los sueños me perseguían,
pero, contra lo que cabía esperar, no podía huir como había planeado,
me ponía nervioso y, en el momento en que pensaba que me
atrapaban, me despertaba. Me quedaba quieto y sentía un dolor sordo
en una parte de la cabeza. Tuve la sensación de casi no haber
dormido. Y me di la vuelta muchas veces. Pero Kasahara no se
revolvió ni una sola vez hasta que amaneció, tampoco la oí siquiera
respirar: más tarde comprendí que se había propuesto no dormir en
toda la noche.
Supongo que yo sí había dormido algo. Cuando me levanté, vi que
Kasahara ya había guardado su futón y que no estaba allí,
posiblemente había bajado a la cocina. Al cabo de un rato, subió
haciendo rechinar los escalones. “¿Has podido dormir?”, me preguntó.
“Sí”, dije cegado por la luz.
A la hora que todos salen de sus casas para ir al trabajo, Kasahara y
yo también lo hicimos. La vecina de abajo estaba en la cocina, pero
dejó un momento lo que estaba haciendo y se quedó mirándome.
Al salir fuera, de repente, Kasahara gritó para liberar la tensión que
había acumulado desde el día anterior:
–¡Ahhh!
Y luego, con voz más baja, añadió:
–¡Ah, maldita mujer!

32
EL CAMARADA

Esa noche, cuando me encontré con S y hablamos de la noche


pasada, dijo que había cometido un grave error y me pasó dinero para
el alojamiento. Encontré una nueva casa de huéspedes. Suyama e Ito
me proporcionaron las cosas necesarias y decidí trasladarme
enseguida. Por primera vez, dudé si era una buena idea vivir en el
mismo distrito que Industrias Kurata.
Sin duda alguna instalarme allí era peligroso, pero me ahorraba los
gastos de transporte. Naturalmente que era mejor vivir en otro distrito,
pero como la policía supondría que yo habría huido de aquel distrito,
pensé que tampoco estaba mal quedarme allí.
Un camarada que ahora se encontraba en Rusia ya había sentado un
precedente: al parecer, otro camarada le comentó que estaba actuando
en el distrito de Koto y que, como táctica, había hecho correr la voz de
que se movía por el distrito Josai, situado en la parte opuesta, pero el
primero le dijo que ese razonamiento era erróneo y que, si fuera él y
estuviera actuando en Koto, haría correr el rumor de que estaba
actuando precisamente allí.
A mí, en ese distrito, los espías todavía no me conocían y, además,
había dejado la fábrica, así que, por motivos económicos, decidí
instalarme en el mismo distrito.
Naturalmente que lo mejor habría sido una casa de huéspedes situada
en el primer piso de una pequeña tienda. Y todavía mejor si se trataba
de una casa de huéspedes regentada por una pareja de ancianos. Las
personas ajenas a nuestro trabajo sólo comprenden nuestra actitud
hasta cierto punto. A la gente más o menos educada le basta con ver
nuestras entradas y salidas y echar un vistazo al interior de nuestra
habitación para advertir que no somos gente normal. Los policías, por
otra parte, solían comprobar la identidad de los ocupantes de las
pequeñas tiendas con bastante frecuencia, pero en una casa con una
verja como es debido se limitaban a preguntar muy de vez en cuando
si había habido algún cambio. Mi nuevo lugar de residencia estaba
entre esos dos tipos: la dueña de la casa dijo que antaño aquello había
sido una casa de citas y, a mi parecer, ahora aquella mujer debía de
ser la concubina de alguien. Cuando Suyama e Ito me trajeron las
cosas necesarias y pude instalarme debidamente, me sentí aliviado. El
único defecto era que en la planta baja viviera alguien: lo primero que
debía hacer era averiguar quién era esa persona. Bajé para ir al

33
Takiji Kobayashi

servicio. Las puertas correderas de papel de la habitación de mi vecino


estaban abiertas y así pude comprobar que no había nadie. Y entonces
fijé mi atención en la estantería. La primera medida que tomaba al
entrar a vivir en una nueva casa de huéspedes era echar un vistazo a
sus libros: gracias a los títulos podía deducir rápidamente con qué
persona compartía techo. En aquélla no había nada destacable. Al ver
muchos libros de geografía e historia, pensé que quizá se tratara de un
maestro de escuela, pero entonces vi sobre la mesa un ejemplar de
Antología de literatura japonesa abierto por la primera página, donde
había fotos de Teppei Kataoka y de Yoshiki Hayama, 2 pero al parecer
tampoco había más libros de esa clase.
Entre nuestros compañeros, se habían dado muchos casos en que el
propietario de la casa a la que se habían mudado era, precisamente,
un policía, de manera que lo mejor era averiguar lo antes posible la
ocupación del propietario, aunque a veces aquello nos podía costar
más de un mes. “¿A qué se dedica?” era una pregunta sencilla, pero
para nosotros no era fácil formularla.
Después de preguntarle a la mujer dónde estaban los baños públicos,
salí. Aquél era el segundo paso de las investigaciones que debía
realizar. Y lo primero que tenía que hacer era pasar por la calle por la
que cada día entraría y saldría con una toalla y jabón y leer las placas
con los nombres de las familias que vivían en las casas de alrededor.
Leí cinco o seis y entonces vi que en una de la esquina estaba escrito
“Agente Tal, de la Jefatura Superior de Policía”, pero como se trataba
de una vivienda situada en la parte trasera de un edificio grande, no
debía preocuparme demasiado.
Cuando salí de los baños, comprobé las callejuelas y los atajos de
aquel barrio. Lo más llamativo era que las fábricas estaban situadas
junto a las casas de los ricos, pero quizá eso también sucediera en
otros distritos. A pesar de pertenecer al mismo distrito que Industrias
Kurata, el lugar donde había decidido alojarme estaba lejos de las
calles más bulliciosas, de manera que al parecer se trataba de una
tranquila zona residencial. Comprobé que tomando una calle larga y
tranquila salía en unos minutos a una calle bulliciosa: cuando terminara
mis recados y estuviera a medio camino hacia casa, podía fácilmente
averiguar si me estaban siguiendo, y a unos minutos de salir de casa,
2
Ambos autores, así como Takiji Kobayashi, pertenecen al movimiento conocido como
“literatura proletaria”. (N. de los t.)
34
EL CAMARADA

ya podía perderme entre el bullicio de una calle muy transitada. Sí, mi


ubicación era envidiable.
La ventana de mi habitación del primer piso daba directamente al
tendedero. Con un paso podría acceder al de la casa contigua y, desde
allí, saltar la verja de otra casa. Me compraría un par de sandalias para
poder ponérmelas rápidamente al abrir la ventana. El problema era que
las casas estaban construidas al modo de las de Bajo los techos de
París3 y, con sólo abrir un poco la ventana, los vecinos de las cinco o
seis casas de alrededor y los inquilinos de la planta superior podrían
verme la cara, de manera que hasta que averiguara a qué se
dedicaban todos ellos, yo tenía que encerrarme en mi habitación y
apenas moverme de la silla. Con la intención de charlar un rato, bajé al
piso inferior. De la charla pensaba sacar información sobre el
vecindario.
Y así fue como me enteré de que había un oficinista que trabajaba en
un bufete de abogados, un maestro de shamisen y, en el segundo piso,
un directivo de una correduría de bolsa, una asociación de asistentas
del hogar y, además, seis o siete empleados de distintas empresas, así
como una de las casas ricas del barrio que disponía hasta de un piano.
Obtener tanta información en una sola noche ya era todo un éxito.
Aparte de las chismosas asistentas, de momento no me podía quejar.
Sin embargo, por experiencia, sabía que debía contar con un lugar
alternativo donde poder dormir en caso de que atacaran mi refugio o
sucediera algo raro en los alrededores. Ningún refugio era completa-
mente seguro. El segundo día que había pasado en la casa anterior, la
que acababa de abandonar, cuando regresaba de los baños, advertí la
presencia de un hombre con traje plantado ante el edificio. Como se
trataba de una calle recta y sin callejones que la cruzaran, no tuve otro
remedio que continuar andando y decidí hacerme el borracho, avancé
dando tumbos y, balanceando la toalla mojada para que la viera, me
puse a silbar una canción de cuya letra apenas sabía más que
“Perseguir la sombra del fantasma, desde lejos.” y pasé de largo para
que no supiera dónde estaba mi casa. El hombre del traje pareció mirar
hacia mí, pero si estaba vigilando a alguien lo hacía de una forma
extraña. Cuando ya había avanzado un buen trecho, me giré. El
hombre seguía allí plantado mirándome.

3
Película francesa dirigida por René Claire en 1930. (N. de los t.)
35
Takiji Kobayashi

Esa noche me reuní precipitadamente con un camarada y él, un


hombre experimentado, me dijo que, primero, ésa no era forma de
vigilar y, segundo, no era plausible que hubieran averiguado mi
paradero sólo dos o tres días después de haberme trasladado sin que
hubieran ordenado previamente una investigación. Al día siguiente, por
mediación de alguien, indagué y me enteré de que no había pasado
nada.
En cualquier caso, debía tener preparadas las medidas necesarias
para hacer frente a las calamidades más imprevistas. La siguiente vez
que vi a Kasahara, le pedí que me ayudara con eso.
Reorganizamos rápidamente el trabajo. Yoshi Ito, que últimamente
estaba teniendo un papel muy significativo, fue la sustituta de Ota.
Cuando la represión arreciaba, pocos mostraban una actitud tan
decidida. Ella había acabado el bachillerato, pero después de trabajar
en fábricas durante años, ya no le quedaba rastro de aquella época
pasada. Cuando pasó a la clandestinidad, empezó a trabajar y trabajar
en una fábrica u otra y la habían detenido varias veces. Todo ello la
había endurecido.
Algunos camaradas, cuando se sumergían, salían mucho a la calle y
hacían una vida nada propia de los verdaderos trabajadores, pero Ito
hacía lo contrario. Cuando la detenían, llamaban a su madre para que
fuera a recogerla, pero apenas unas horas después, se escapaba de
casa, volvía a la clandestinidad y retomaba su trabajo. En todas las
ocasiones, su madre le pedía “esta vez no te vayas”. Cuando la policía
atrapaba a su hija y la llamaban para comunicárselo, se alegraba
tantísimo que repetía y repetía las mismas palabras de agradecimiento
a los agentes y las dos se marchaban a casa. La tercera o cuarta vez
que regresó, Ito fue a los baños públicos con su madre. Ito sabía que,
estando cada vez más implicada, la policía no la liberaría tan
fácilmente como hasta la fecha. Aquello era una despedida encubierta.
Por cierto, esa era la primera vez que la madre veía a su hija desnuda
y la mujer se tuvo que sentar del susto: en el cuerpo de Ito se
distinguían cardenales oscuros, marcas de todas las torturas que había
sufrido.
Según ella, eso hizo que su madre sintiera súbitamente compasión y la
comprendiera. “¡No voy a agachar más la cabeza ante policías que le
hacen esto a mi hija!”, había dicho enojada.

36
EL CAMARADA

Después de aquello, cuando Ito necesitaba dinero para el transporte o


para cubrir sus necesidades básicas, al no tener otro remedio, enviaba
a alguien para que fuera a pedírselo a su madre y, si le decían dos
yenes, la buena mujer daba cuatro, si le decían cinco, siete u ocho. Y
le decía al mensajero que Ito “no debe preocuparse por la familia”, por
más que en su momento hubiera dicho que si no regresaba “no le doy
dinero”. “Seguro que los malos son los policías que pegan de esa
forma a mi hija, que no ha hecho nada malo y sólo trabaja para los
pobres”, explicaba su madre a quienes se encontraran con ella. Cómo
iba a organizar alguien a compañeros tan diversos en la fábrica si ni su
propia madre podía comprender su causa.
Y esas palabras eran absolutamente ciertas e Ito era un ejemplo de
ello. A mí me admiraba su capacidad para atraer a gente ajena a la
organización. Cuando tenía algo de tiempo libre, asistía a las salas de
cine de Asakusa4 para ver películas japonesas o leía novelas
proletarias. Y sabía servirse hábilmente de sus argumentos para
entablar conversación y atraer a personas que no pertenecían a la
organización. (Si se me permite la digresión, la cara de Ito era tan
atractiva que, aun estando callada, los hombres que trabajaban en la
fábrica, a la salida, la invitaban a dar una vuelta e ir a la sucursal de
Shirokiya o a Matsuzakaya,5 donde le compraban muchas cosas. Y
ella, también hábilmente, sabía servirse de su belleza.)
Ito era una mujer obediente que escuchaba con atención las opiniones
de los demás, pero era tan tozuda como una piedra en todo cuanto se
refería a los métodos que debíamos emplear y, naturalmente, defendía
sus propios métodos, fruto de decenas de experiencias. En ese
momento eran necesarias camaradas como ella. Y más en Industrias
Kurata, donde un setenta por ciento de los ochocientos trabajadores
eran mujeres. Yo, además de mi trabajo en Industrias Kurata, era
delegado del comité regional y, como ya estaba claro que habían
atrapado al Bigotes, debía asumir parte de su trabajo, de manera que
de un día para otro estaba muy ocupado, pero como además de verme
obligado a abandonar mi anterior refugio, me había quedado sin el
empleo de la fábrica, podía reorganizar mi plan de vida cotidiana y
dedicarme enteramente al trabajo.

4
Barrio de Tokio. (N. de los t.)
5
Shirokiya y Matsuzakaya eran dos de los grandes almacenes más famosos de Tokio.
(N. de los t.)
37
Takiji Kobayashi

Cuando estaba empleado en la fábrica, estaba al tanto de los


movimientos que se producían día a día y podía reflejarlo en la
octavilla del día siguiente, tarea cuya responsabilidad debían asumir
ahora Ito y Suyama. Al principio, temí el resultado de mi separación de
la fábrica, pero al mantener un estrecho contacto con Suyama e Ito, no
sólo no me sentí alejado de la fábrica sino que, paradójicamente, esa
distancia me permitió comprobar que Suyama e Ito, como yo hasta
entonces, se fijaban únicamente en lo que tenían delante de los ojos y
no prestaban atención a nada más, no miraban más allá. Creían ser
unos observadores suspicaces, pero lo cierto es que parecían estar
contemplando pulgas encerradas en una caja de zapatos. Mi parecer
también se debía a que en esa época yo estaba desempeñando el
trabajo de delegado del comité regional, lo cual me permitía tener una
visión panorámica. En definitiva, no debía temer quedar al margen.
Lo primero que advertí fue que en esa fábrica de ochocientos
trabajadores la tendencia era que una sola célula de cuatro o cinco
personas trabajara con todas sus fuerzas. Sin el trabajo de esa célula
de cuatro o cinco personas no se podía mover el conjunto de la fábrica,
pero para que esa célula de cuatro o cinco trabajara con todas sus
fuerzas y pudiera movilizar a toda la fábrica, había que promover su
contacto con las masas, en ese caso, crearlo y trabajar en ello. Si no
se trazaba un buen plan, esas cuatro o cinco personas acababan
convirtiéndose en una que terminaba luchando sola sin avanzar nada.
Tampoco debía olvidar que las chicas que trabajaban temporalmente
decían que era una lástima haberse conocido y separarse a los pocos
meses; también debía tener en cuenta que los trabajadores, a su
manera, con algún roce y con el trato del día a día, creaban un fuerte
vínculo, de manera que tanto hombres como mujeres parecían estar
formando una asociación de amistad. Por otra parte, la relación entre
fijos y temporales, por cuestiones de jornal y condiciones de trabajo,
era mala y la empresa intentaba que así fuera, pero también entre ellos
había quienes se ayudaban mutuamente e incluso algunos se habían
hecho amigos. Sí, sólo había uno o dos ejemplos, pero si la célula, a
fin de que ese acercamiento natural entre empleados fuera a más
(organizativamente), se enteraba de cómo funcionaba y se esforzaba
en actuar allí dentro (y no sólo entre esos cuatro o cinco), cabía
aprovechar la ocasión del próximo despido de seiscientas personas
para movilizar a toda la fábrica.

38
EL CAMARADA

Y en Industrias Kurata, dedicada a la fabricación de material bélico


como máscaras de gas, paracaídas y dirigibles en tiempo de guerra, la
importancia de la organización era fundamental. Desde que estallara la
guerra, nos habíamos centrado en las industrias de material bélico
(especialmente metalúrgico y químico) y en el transporte (de cuerpos
del ejército y sus equipos). Y por esa razón Ito, Suyama, Ota, otros
camaradas y yo nos introdujimos en Industrias Kurata, pero como no
éramos más que trabajadores temporales, antes de medio mes nos
habrían echado a la calle. En quince días, debíamos asentar las raíces
de la organización y ganarnos a los trabajadores fijos a fin de poder
seguir haciendo nuestro trabajo sin dificultades gracias a la relación
estrecha que debíamos establecer entre las raíces de la organización y
el exterior.
Y por ese motivo, para lograr esa unión, habíamos decidido servirnos
de cualquier ocasión, por tonta que pareciera, para poner en contacto a
los empleados fijos y a los temporales. Al mismo tiempo, en cuanto a la
organización de los temporales, cuando los echaban a la calle, tenían
que buscar un nuevo empleo y volvían a entrar en otros lugares de
trabajo, así que eran, como si dijéramos, esporas. Así que, aunque
pasara mucho tiempo, nunca nos separábamos de los trabajadores
temporales. Y nosotros debíamos ganárnoslos antes de que nos
echaran.
Dos o tres días después, al acudir a un contacto en la calle con
Suyama, vi que él llegaba agitando la mano de forma extraña. Cuando
pasaba algo, solía hacer ese extraño gesto. Suyama se impacientaba
por reunirse y poder hablar con calma, impaciencia que se reflejaba en
todos sus movimientos. Al verlo sospeché que había sucedido algo.
Doblé en una callejuela y, antes de doblar en otra y alcanzarlo como
había pensado, él llegó corriendo dando voces a mis espaldas:
–Ha llegado un informe de Ota –dijo.
Comprendí que ésa era la razón de su actitud.
El informe lo había mandado desde dentro de la cárcel y lo había traído
un delincuente común. A la salida de Industrias Kurata, en dirección a
la calle del tranvía, se pasaba por un barrio de diversión nocturna. A
ambos lados de la calle se alineaban las casas de citas con ventanas
redondas. Los puestos que colocaban por la noche generaban mucho
ruido. Las calles de aquella zona estaban infestada de bandas de
39
Takiji Kobayashi

ladrones. A Goro el Vago, lo atraparon allí y, cuando lo llevaron a la


comisaria N por delito de amenazas, en la celda, coincidió por
casualidad con Ota. Cuando Goro el Vago salió de la celda, Ota le
pidió que llevara el informe a nuestro camarada T.
Según Ota, la policía andaba buscándome: ellos ya sabían que yo
llevaba gafas de pasta y comentaban que, dedicando un poco de
dinero y esfuerzo, capturarían fácilmente a un tipo como yo, así que
debía andarme con muchísimo cuidado.
–Si van tras de mí es porque Ota lo ha cantado todo –dije yo al leer
aquello.
–Sí, claro. Como que los espías son capaces de adivinar que tú llevas
o no gafas de pasta sin haberte visto la cara –dijo Suyama también
riendo.
Comprendimos que el informe de Ota pretendía justificar sus propias
acciones. Nosotros debíamos leer entre líneas a fin de saber qué y
hasta qué punto había confesado a la policía. Teníamos que tomar
medidas urgentes. Supuse que habiendo cantado, liberarían pronto a
Ota y me dije que con semejantes tipos que mostraban esa actitud
debía tener un especial cuidado.
Con todo, el hecho de que lo hubieran capturado mientras estaba
trabajando supuso un impulso importante en la fábrica. Todos se
sorprendieron al pensar que aquel compañero que veían a diario fuera
el hombre que había estado introduciendo las octavillas. Además, que
ese tigre (en el sentido de radical), ese grupo de vendepatrias, ese
horroroso Partido Comunista del que el jefe hablaba tan a menudo,
estuviera compuesto por gente como Ota; que ese ente que no veían y
que creían que estaba alejado de ellos, estuviera planchando
paracaídas junto a ellos cada día. los había alterado.
–Ota siempre estaba pensando en nosotras y por eso se lo llevaron,
así que vamos a llevarle algo a la policía de forma voluntaria.
Así es como Yoshi Ito se tomó el asunto de Ota desde el principio y así
logró reunir dinero y otras cosas. Unas siete trabajadoras le hicieron
entregas de dinero. Entre ellas una que dijo que le gustaba Ota.
Después de aquello, Yoshi habló de la octavilla, del trabajo en la
fábrica y, finalmente, reclutó a ocho nuevas compañeras. Después de
tanto tiempo trabajando en fábricas, Ito sabía con qué temas atraerse a

40
EL CAMARADA

los demás. Además, casi todas las encargadas de paracaídas eran


mujeres y, entre ellas, Ota tenía buena reputación, algo que Ito supo
usar hábilmente.
Las nombró “Voluntarias de Industrias Kurata” y escogió a la más
decidida de las ocho para ir a llevar aquello a la policía. Calzoncillos,
ropa interior para quimono, un quimono, un cinturón, una toalla, un
pañuelo y dinero en efectivo, un yen. En la policía le hicieron esperar
un rato y le comunicaron que Ota se lo agradecía, pero que se lo había
pensado y no podía aceptarlo, de manera que aquella mujer debía
llevárselo. Aquella voluntaria, en absoluto acostumbrada a ese trato,
regresó con cuatro o cinco compañeras y se llevó las cosas que quería
haber entregado.
Ito ya tenía la experiencia de haber sufrido aquel truco, así que las hizo
ir una vez más a la policía a fin de que terminaran dejándoles entregar
aquellas cosas. Por cierto, cuando Suyama le contó a Ito lo de Ota, se
enojó muchísimo.
Ota pensaba que sus vaivenes anímicos y su servilismo sólo le
concernían a él. No sabía que, por el contrario, eso proyectaba una
sombra oscura sobre muchos trabajadores. Además de traidor, ese tipo
era un egoísta y un derrotista. Y no debíamos olvidar que era él quien
le había contado a la policía cuál era mi cargo, algo que la policía
ignoraba hasta entonces, y mis acciones posteriores.
En conclusión, a partir de ese momento, trabajar con los compañeros
de Industrias Kurata sería diez veces más difícil para mí. Y todo gracias
no sólo a los espías enemigos sino también a las manzanas podridas,
que nos disparaban fuego cruzado. Ese día no tenía suficiente dinero
para el transporte, así que regresé a pie. Por el camino, sentí los
nervios a flor de piel.
Todos los hombres que me encontraba me parecían espías. Me giré
muchas veces. Cabía pensar que a raíz de la confesión de Ota
quisieran atraparme y estuvieran patrullando de forma especialmente
minuciosa aquella zona. Según el Bigotes, así se había expresado, al
atrapar a uno de los nuestros recibían hasta cincuenta yenes. Aquel
cebo debía de haberlos atraído y debían de andar buscándome como
locos. En una situación tan inestable como aquélla, moverse era
peligroso. No podía permitir que me atraparan. Entré en una cafetería,
descansé y, al rato, regresé a casa.
41
Takiji Kobayashi

No había otra salida que continuar. Toda nuestra vida estaba volcada
en aquel trabajo. Y ese modo de vida no se parecía en absoluto a la
vida fuera de la clandestinidad. Y hete aquí que en esas circunstancias
sufríamos la traición de un camarada. Sentíamos una profunda cólera
por ello. Al no tener una vida que se pudiera llamar privada, nos
entregábamos a una única pasión y, ante un traidor, sentíamos cólera y
odio.
Al parecer, mi enojo me hizo abstraerme y, aun habiendo adquirido la
costumbre de saludar siempre a la mujer de la casa, se me olvidó y
subí directamente al primer piso.
Me senté ante el escritorio y dije “¡mierda!”.
Después de aquello, casi sin darme cuenta, me hice íntimo de
Kasahara. A mí mismo me pareció extraño. Cumplía correctamente con
todo lo que yo le pedía. Después de la traición de Ota, estaba decidido
a trasladarme a otro distrito, pero como no podía andar por ahí
buscando casa, se lo pedí a Kasahara. Al mismo tiempo, me planteé
vivir con ella. Si quería seguir mucho tiempo con el trabajo en la
clandestinidad de forma correcta, más me valía contar con ella.
En la casa donde vivía, un hombre que no trabajaba y que salía todas
las noches al atardecer levantaba sospechas. Cuando trabajaba en la
fábrica, mis salidas parecían más justificadas, pero ahora. Y más las
noches en que debía hacer tres o cuatro recados y, entre uno y otro,
regresaba a casa para no andar vagando tanto rato por la calle. En
esos casos, la mujer de la casa ponía una cara realmente extraña.
“¿De qué vive?”, parecía estar preguntándose. Así las cosas, si
aparecía un agente a comprobar los registros de residencia,
sospecharía de mí al instante.
Kasahara trabajaba en una empresa, así que salía de casa todas las
mañanas a la misma hora. En ese caso, aunque me tacharan de vago,
los vecinos podrían creer que vivía del salario de mi esposa. Como la
sociedad sólo confiaba en la gente que tenía un trabajo fijo, le pregunté
si quería casarse conmigo. Cuando lo hice, se quedó mirándome con
aquellos ojos tan grandes que yo ya le conocía a aquella mujer de ojos
pequeños, pero no dijo nada. Estuve un rato apremiándola para que
respondiera, pero se quedó callada y, finalmente, aquel día se marchó
sin decirme nada.

42
EL CAMARADA

En la siguiente ocasión en que nos encontramos, a diferencia de la


actitud que había mantenido conmigo hasta entonces, se quedó
sentada frente a mí de forma encantadora, tremendamente encantadora.
Con los hombros encogidos, las dos manos sobre las rodillas y el
cuerpo rígido, aquel destello de masculinidad con que ella había
gritado “¡Ah, maldita mujer!” la noche que me había quedado a dormir
en su casa, parecía haber desaparecido. Me quedé mirándola como si
fuera algo extraño.
Tratamos muchos asuntos. Cuando terminamos, Kasahara parecía
cohibida. Los dos habíamos evitado el tema que yo había sacado
hacía unos días, pero finalmente me atreví a hablar de aquello y, de
hecho, ella se había reunido conmigo con la decisión ya tomada.
No tardamos nada en trasladamos a otra casa de huéspedes. Estaba
un poco apartada de Industrias Kurata, pero Suyama e Ito podían
acudir a ella tomando el tren y andando. Así todos ahorrábamos en
transporte y yo sentía por fin que no corría tanto peligro.
En algunas ocasiones en que Suyama debía resolver algún asunto
cerca de la casa de mi madre, la visitaba y la tranquilizaba diciéndole
que su hijo estaba bien; después, cuando nos reuníamos, me hablaba
de ella.
Yo me había marchado de casa tan repentinamente que tuve que
sumergirme sin ni siquiera poder contarle a mi madre qué estaba
sucediendo. Aquel día yo había salido hacia las seis de la tarde para el
contacto habitual. Yo ya estaba volcado en el trabajo encubierto pero,
como miembro de un sindicato clandestino, también me dedicaba a
diversos asuntos de la oposición de forma legal. El camarada con el
que me reuní a las seis me dijo que F, un hombre que trabajaba
conmigo, había sido capturado y, aunque todavía no se sabía por qué,
al tener yo relación directa con él, debía sumergirme inmediatamente.
Me quedé atónito. Si por mi relación con F se enteraban de mis
actividades, saldría a la luz que era miembro de la facción de oposición
revolucionaria de un sindicato clandestino. Entonces, para que mi
padre no terminara pagando las consecuencias, creyendo que contaba
con tiempo suficiente para hacerlo, pensé que debía regresar a casa,
deshacerme de cuantos documentos considerara peligrosos y
prepararme para sumergirme.

43
Takiji Kobayashi

–Dejémonos de bromas –dijo en tono jocoso aquel camarada que, por


cierto, era el Bigotes. Y entonces, serio, añadió que no debía regresar
a casa, que para deshacerme de esos documentos enviara a alguien y
que no me preocupara para nada de la ropa–. Y es que no se trata de
un viaje de estudios. –concluyó riéndose.
El Bigotes era una de esas pocas personas capaces de decir lo más
grave de forma distendida. Entonces me contó el caso de un camarada
que, estando sumergido, se quedó una noche sin lugar a donde ir.
Aquel hombre pensó: “Bueno, por esta noche no pasa nada”, regresó a
su casa y, a la mañana siguiente, lo atraparon. Continuó contándome
que otro, a pesar de conocer el peligro, había ido para poder
deshacerse del material importante y lo habían atrapado. El Bigotes no
solía decir qué debías o no debías hacer sino que, al conocer decenas
de historias por su larga trayectoria, se limitaba a contar casos que se
ajustaran a la ocasión.
Tomé prestados del Bigotes los cinco yenes que llevaba encima y me
fui corriendo a casa de una pareja amiga. Como era de esperar, al
parecer, a la mañana siguiente, cuatro espías de Jefatura y de la
comisaría de S se presentaron en mi casa para detenerme. Mi madre,
que no sabía nada, se sorprendió y dijo que yo había salido la noche
anterior y todavía no había regresado. Luego, el policía que parecía
más importante comentó que quizá yo había tenido una corazonada.
No, yo no podía regresar a mi casa.
Cuando Suyama iba a ver a mi madre para contarle qué era de mí, ella
lo trataba como si fuera su hijo, yo mismo, y lo hacía entrar, le servía té
y se quedaba mirándolo fijamente a la cara. Suyama, rascándose la
cabeza, me comentó que eso lo incomodaba. Le explicaba qué había
hecho yo después de huir de casa y, en mitad del relato, se quedaba
callado y mi madre lo apremiaba diciendo “¿Y entonces?, ¿y
entonces?”. La primera vez, como mi madre no había podido dormir
bien, tenía bolsas debajo de los ojos, las mejillas hundidas y el cuello
tan delgado y arrugado que la cabeza parecía estar temblándole.
Al final, ella le preguntó: “¿Cuántos días pasarán antes de que vuelva
Yasuharu?”. Suyama se quedó encallado. ¿Cuántos días? Al contemplar
aquel cuello delgado temblando, no fue capaz de decirle la verdad.
“Bueno, no creo que pase mucho tiempo”, la tranquilizó.

44
EL CAMARADA

A mi madre, por supuesto, ya no le extrañaba que la policía me


detuviera una y otra vez y me encerrara veintinueve días en el
calabozo; además, hacía dos años, había pasado ocho meses en la
cárcel y, durante ese tiempo de condena, me había llevado cosas. De
esa manera, si bien comprendía el trabajo que estaba realizando su
hijo, no entendía por qué ya no me dejaba detener obedientemente por
la policía y sufría pensando que si no dejaba de huir luego sería peor.
Hasta entonces quizá había juzgado con excesiva dureza a mi madre,
pero cuando le demostré de aquella forma irrefutable mi compromiso,
sentí que la lucha que se entablaba en el corazón de aquella mujer de
sesenta años que tanto me quería era cien veces más dura que
nuestro trabajo.
Mi madre era de una familia campesina tan pobre que ni siquiera había
podido ir al colegio, pero cuando yo todavía vivía en casa, había
empezado a aprender a escribir. Se ponía las gafas, se encorvaba
sobre la mesita del brasero, colocaba una pequeña tabla encima,
reunía mis cuadernos de papel pautado y, debajo, en lápiz, copiaba
para aprender a escribir. ¿Qué pretendía escribir?, yo me reí cuando lo
vi.
Me dijo que, hacía dos años, los meses en que yo había estado
encarcelado, por no saber escribir ni una sola letra, no me había
podido mandar ninguna carta y que “aquello sí fue una pena”. Y añadió
que, como después de que yo hubiera tenido que abandonar tan
repentinamente nuestra casa, me había ido comprometiendo más en el
movimiento, me detendrían de nuevo y, aunque no fuera así, yo estaba
en libertad bajo fianza y, cuando dictaran la sentencia, me
encarcelarían, de manera que, como entendía perfectamente la
situación, aprendía a escribir para estar preparada para los
acontecimientos. Tenía una letra grande e irregular, pero poco antes de
que yo me sumergiera me sorprendió que su caligrafía ya fuera legible.
Mi madre le preguntó a Suyama: “¿No me será posible verlo?” y,
cuando él le contestó: “Bueno, será mejor que no lo vea”, ella le
suplicó: “¿Y tampoco podré mandarle una carta?”. Cuando Suyama me
lo contó, experimenté en lo más profundo de mi corazón el dolor y la
tristeza que contenía aquella última pregunta de mi madre y me hundí.

45
Takiji Kobayashi

Al marcharse, mi madre le dio a Suyama un quimono, ropa interior y


calcetines, lo hizo esperar un poco y se fue a la cocina. Algo estaba
hirviendo, qué sería, se preguntó él y, entonces, le trajo cinco huevos.
Mi madre le pidió que me dijera que escogiera siempre los más frescos
y los hirviera sin falta, que sólo costaban diez
céntimos tres o cuatro. Me comí esos huevos duros con Suyama e Ito.
–Ito, escúchame, tú y yo sólo nos comeremos uno, no vaya a ser que
luego su madre nos guarde rencor –dijo Suyama riéndose. Ito se secó
las lágrimas disimuladamente.
En la siguiente ocasión en que Suyama pasó por mi casa, le pedí que
le dijera a mi madre sin ambages que yo no podría regresar en cuatro
o cinco años. Y que no era porque estuviera en el movimiento sino
porque la policía era un instrumento de los ricos; que no me guardara
rencor a mí sino a esa sociedad que estaba patas arriba. Si mi madre
lograba comprenderlo, se sentiría más fuerte para resistir: la
ambigüedad la debilitaría.
Yo sabía de algún que otro camarada cuya esposa o madre, al
enterarse de su detención, decían que su esposo o su hijo no haría
una cosa tan “oscura” como pertenecer al Partido Comunista, trataban
de defenderlo diciendo que querían “cargarle el muerto”, que era
imposible que él perteneciera a semejante partido y que, si fuera cierto
que hacía cosas “oscuras” o que lo podían acusar de pertenecer al
Partido Comunista, ellas mismas, su esposa o su madre, aceptarían
esas acusaciones.
Mi madre tenía sesenta años y yo no quería que terminara pensando ni
diciendo aquellas cosas. Habiendo vivido aquellos más de cincuenta
años en la extrema pobreza, pensé que, si se lo explicaba claramente,
podría comprenderlo.
Según Suyama, mi madre lo escuchó en silencio y, después de decirle
que a sus sesenta años podría enfermar y morir, le preguntó si, en ese
caso tan extremo, yo podría regresar aunque fuera sólo unas horas.
Suyama no estaba preparado para oír aquello y no supo qué
responder. Más tarde, cuando me lo contó, le dije que no podría volver
ni siquiera en ese caso.
–Pero yo no puedo decirle eso –me dijo Suyama con cara de
perplejidad.

46
EL CAMARADA

Yo era consciente de la crueldad de esas palabras que Suyama no se


atrevía a pronunciar, pero esa misma crueldad debía convertirse en
odio hacia los poderosos que habían marcado la mísera vida de mi
madre. Por más que le insistí a Suyama en que le hiciera comprender
que la culpa de que yo no pudiera ir a verla, ni aun estando moribunda,
era de los poderosos, el día en que la visitó, el corazón me dio un
vuelco.
–¿Cómo ha ido? –le pregunté.
–Pues esto es lo que ha dicho.
Me contó que mi madre, que últimamente había adelgazado y tenía la
tez azulada, le volvió a preguntar si podría verme.
Y entonces me acordé de Watamasa. Cuando se sumergió, su madre,
esa madre que ahora no era sólo la madre de Watamasa sino la madre
de todos los proletarios, les había preguntado a sus camaradas: “¿Así
que ya no voy a poder volver a ver a Masa, verdad?”. “No, no lo podrá
ver”, le habían respondido los camaradas. Yo se lo conté a Suyama.
–Eso lo entiendo, pero no hace falta que ella sepa dónde vives: al
menos una vez podrías verla en algún sitio.
Suyama, testigo del estado en que se encontraba mi madre, estaba
muy afectado.
–Me están buscando, así que, por precaución.
Finalmente, me convenció. Acordamos tener muchísimo cuidado.
Suyama me llevaría en coche a un lugar situado en un distrito que no
frecuentábamos.
Cuando llegó el momento, entré en un pequeño restaurante y me dirigí
a la mesa donde se encontraba mi madre. Sentada con la espalda
ligeramente hacia atrás, con una expresión que parecía triste, el
corazón me dio un vuelco al verla con su mejor quimono.
No hablamos mucho. De debajo de la mesa, sacó un hatillo con
plátanos, nísperos y más huevos duros. Cuando Suyama se dispuso a
marcharse, mi madre le puso en la mano, a la fuerza, un huevo y un
plátano.
Al cabo de un rato, se animó a hablar.

47
Takiji Kobayashi

–Estoy tranquila porque parece que tienes la cara más redonda que
cuando estabas en casa –comentó.
Me contó que, por aquel entonces, casi todas las noches se
despertaba en medio de un sueño en que yo aparecía delgado y
demacrado o en que estaba detenido por la policía y recibía “castigos
corporales”: así se refería ella a la tortura.
Trató de tranquilizarme diciéndome que su yerno le había dicho que se
ocuparían de ella en Ibaraki, así que yo podría seguir con lo mío. Como
había salido en la conversación, le dije directamente todo lo que hasta
entonces le había hecho saber a través de Suyama. “Ya lo entiendo”,
dijo mi madre riéndose un poco.
Advertí que parecía estar intranquila por algo, algo que la inquietaba
tanto que le impedía emocionarse y finalmente me explicó la razón de
su inquietud. Antes de haberme visto, estaba preocupada, pero
habiéndome visto con buen aspecto, en aquellas circunstancias, le
preocupaba que me detuvieran allí mismo, de manera que lo mejor
sería marcharse. Y ésa era la razón por la que cada vez que entraba
un nuevo cliente, miraba hacia allí y se decía “con ése no hay
problema” o “ése tiene cara de malo”. Yo, en cambio, inconscientemente,
había estado hablando como si estuviera en casa, actitud que ella me
había recriminado ordenándome que hablara más bajo. Y para
terminar, me dijo que, más que verme y sufrir de aquel modo, prefería
no verme pero saber que yo estaba bien y hacía bien mi trabajo.
Cuando ya estábamos a punto de marcharnos, me dijo que tenía
sesenta años y que pretendía vivir veinte más, hasta los ochenta, pero
como también podía morir al día siguiente y no quería que yo,
dejándome llevar por el impulso de despedirme de ella, corriera riesgo
alguno, había decidido dejar dicho que no me avisaran de su muerte.
Esa última despedida era importantísima para las gentes que vivían en
la normalidad. Y más para una madre de sesenta años. Que mi madre
hubiera tomado aquella decisión me impactó tanto que mi cuerpo se
puso rígido. Y me quedé callado. No pude hacer nada más que
quedarme callado.
Salimos y mi madre, desde atrás, me dijo que podía volver sola, que yo
vigilara un rato y regresara.

48
EL CAMARADA

–Tienes una manera muy particular de andar. –dijo de repente con voz
de preocupación–. Quien te conozca, al verte, sabrá enseguida que
eres tú. Si no te acostumbras a caminar sin sacudir el hombro.
–Me lo dice todo el mundo.
–Sí, ¿verdad? Se te reconoce enseguida.
Hasta el momento de separarnos, repitió muchas veces aquello de “se
te reconoce enseguida”.
Con aquel encuentro, yo había cortado la última vía de retorno a la vida
corriente que me quedaba hasta entonces, mi familia. A no ser que en
algunos años triunfara la nueva sociedad para la que nosotros
luchábamos, no volvería a vivir junto a mi madre.
Por aquel entonces llegó un informe del Bigotes.
Después de pasar unos cinco días en la comisaria de T, había sido
trasladado a la de K, donde permaneció otros veintinueve días. Nos
enteramos entonces de que un trabajador coreano que había
compartido celda con él había llevado un informe al lugar de T, un lugar
que Suyama e Ito frecuentaban. El Bigotes contaba que lo habían
detenido en su refugio, que no comprendía por qué, que para rehacer
el sistema era necesario no impacientarse, que no debíamos actuar
como si lleváramos orejeras, ni acomodarnos. Había marcado
expresamente las palabras “impacientaros”, “llevar orejeras” y
“acomodarnos”.
Al verlo, Ito, Suyama y yo nos sentimos avergonzados por no estar
trabajando ni con tanta “impaciencia” ni con “orejeras”.
De la casa familiar del Bigotes, donde vivían sus padres y sus
hermanos, llegó un informe para mí sirviéndonos del nombre que sólo
usábamos entre nosotros. Tenía intención de “dejar en blanco” su
declaración y decir repetidamente “No lo sé” a todo.
–Con esto se ha esfumado nuestra rabia por lo de Ota –dijimos todos
al leerlo.
Nosotros, no importaba cuantos traidores u oportunistas hubiera, nos
habíamos convencido de que también ahí había una gruesa y clara
línea roja, que marcaba la diferencia.

49
Takiji Kobayashi

El Bigotes sostenía que durante los interrogatorios a los que nos


sometía el enemigo, decir algo, por insignificante que fuera, era romper
con nuestra norma de hierro, suponía darse por vencido ante la
obligación del enemigo de hacernos decir algo. Y, evidentemente, los
comunistas, los afiliados al Partido, debíamos cumplir nuestra norma
de hierro, no las obligaciones del enemigo. Eso era lo que él intentaba
comunicarnos en ese informe.
–Yoshiko, ¿sabes quién es Shavrov? –preguntó Suyama–. La vía
marxista.
–¿Otra vez el álbum de recortes? –pregunté yo riéndome.
–Al parecer, cuando lo detuvieron, Shavrov estuvo siete meses sin
decir nada. Y luego se explicó diciendo esto: “Para una persona
normal, no confesar nada, es decir, seguir mi insuperable táctica de
lucha durante siete meses, es lo mejor”.
–Pero, recientemente, una camarada nuestra, cuya historia ha servido
como argumento para una obra de teatro proletario, salió de la cárcel
sin ni siquiera haber dicho su nombre y su lugar de origen, a pesar de
que ellos lo sabían. ¡Eso supera a Shavrov! –exclamó Ito al oírlo.
Y lo dijo como si se tratara de ella misma. Suyama se rascó la cara
aceptando la derrota.
Y fue entonces cuando nosotros, como decisión de nuestra célula,
adoptamos la determinación de no responder nada en los
interrogatorios del enemigo. Y no sólo eso sino que decidimos
proponerla al órgano superior para que fuera adoptada como norma
para todo el Partido.
Continuando con el informe que había recibido T, supimos que habían
trasladado al Bigotes de la comisaría de K a la de O, donde lo habían
torturado sin descanso durante tres días entre siete u ocho
encargados. Con las dos manos atadas a la espalda, colgado del techo
en la sala de interrogatorios, sus torturadores lo golpeaban con
espadas de bambú. Cuando perdía el conocimiento, le daban agua. Y
así una y otra vez, una y otra vez, decenas de veces, pero él no había
dicho nada.
Cuando Ito lo escuchó exclamó: “¡Atajo de sádicos!”. A ella también la
habían tenido un par de veces desnuda en la comisaría golpeándola
repetidamente con la punta de espadas de bambú.
50
EL CAMARADA

La heroica lucha de aquellos camaradas nos puso firmes. Yo, cuando


debía terminar un trabajo para el día siguiente y me vencía el sueño,
recordaba a todos los camaradas que estaban dentro, me aguantaba y
hacía un esfuerzo. Al pensar en ellos, en los camaradas que estaban
dentro, tener sueño era una nadería. ¿Qué estarían haciendo, estarían
torturándolos? Y me forzaba a terminar el trabajo. De esa forma,
ligábamos nuestras vidas con las de los camaradas que estaban
dentro, pues si bien había diferencias entre estar dentro o fuera, todos
luchábamos igualmente contra los poderosos.
Ito reclutó, entre las trabajadoras temporales, a ocho o nueve
compañeras. El despido anunciado de seiscientos trabajadores de
Industrias Kurata ya era una realidad y, después de que se repartiera la
octavilla del Partido Comunista, todos sabían que aquello de la paga
de diez yenes no era verdad. Siguiendo nuestras directrices, esa
inquietud facilitó muchísimo la creación de una nueva asociación.
Las mujeres, cuando volvían de la fábrica, tenían mucha hambre. Ito,
Tsuji, Sasaki y otras cuantas –Tsuji y Sasaki eran las que tenían una
mejor predisposición– reunían a las demás e iban a una cantina o a un
restaurante de fideos. Después de haber pasado toda la jornada de pie
trabajando, cansadas, necesitaban comer algo dulce y, por primera vez
en el día, desaparecido el ensordecedor ruido de las máquinas, podían
hablar de lo que hubiera pasado.
Ito y las otras procedían así. Ya sabían que Ito era “eso”. Así que
cuando Ito hablaba de “ese tipo de cosas” en la cantina, no les parecía
raro. Tsuji y Sasaki hacían de comparsas. Se juntaban con todas y,
deliberadamente, sacaban temas para que Ito pudiera hablar sobre las
actividades de los reaccionarios. Al principio, a Tsuji y Sasaki les
costaba organizarse y terminaban perdiéndose por dar vueltas y más
vueltas a lo mismo. Una tarde lo hicieron tan descaradamente que sus
compañeras estuvieron a punto de descubrir que estaban confabuladas.
Ninguna de las tres pudo controlar los nervios y, al terminar y salir de la
cantina, se dieron cuenta de que estaban bañadas en sudor.
Afortunadamente, cada vez les fue saliendo mejor. Cuando las dos
mujeres que hacían de comparsas aprendieron a hacer bien su trabajo,
atrajeron a mujeres que habían acudido a la cantina sin más intención
que pasar el rato con sus amigas de la fábrica.

51
Takiji Kobayashi

Por eso, las que hacían de cómplices tenían que conocer bien la
manera de pensar y los prejuicios de aquellas mujeres normales tan
inconscientes de la realidad del país.
Cuando se reunían, las trabajadoras se dedicaban a chismorrear y
tachaban de raros a unos, anunciaban que aquellos dos estaban liados
o aquellos otros habían roto. En uno de nuestros contactos, Ito me
había hablado de un caso de tantos. El trabajador fijo Yoshimura, de la
sección de máscaras, le había enviado a la trabajadora Kinu, de
paracaídas, una carta de amor donde le preguntaba si podían “verse
en algún sitio tranquilo para hablar un rato” y, en cuanto salieron de la
fábrica, comenzaron a hablar de aquello con voz estridente. Y en el
restaurante de fideos continuaron hablando del único tema que parecía
interesarles. Que si Kinu, después de recibir aquella carta, se
maquillaba más, que si se había colgado en la faja un cordel al que
había atado un espejito redondo y se pasaba el día mirándose
mientras trabajaba. Y la historia seguía y seguía, pero Shige, una
trabajadora que destacaba por ser bastante lista, comentó que Kinu se
le quejaba profundamente: “Él me dice que quiere hablar en un sitio
tranquilo, pero en la fábrica hay demasiado ruido y, cuando regreso,
son las nueve o las diez de la noche, yo estoy agotada, y él entra a las
siete de la mañana, ¿cuándo podremos vernos?”. “Pobrecita” se oyó
decir, pero entonces, la otra cómplice Sasaki, dijo: “Así que nosotras no
podemos ni susurrar palabras de amor”. Y todas se pusieron a
responder cosas como “¡Sí, eso es cierto!” o “¡Qué verdad!”.
–Para poder susurrar palabras de amor, no deberíamos trabajar tantas
horas. Eso lo primero, pero además. ¿a quién no le gustaría alguna
vez poder ir a ver una película con esa persona?
–¡Sí, es verdad! –dijeron todas riéndose.
–¡Con lo que ganamos no hay nada que hacer!
–Sí, eso es cierto. ¡Si nos redujeran la jornada y nos pagaran más,
claro que podríamos susurrar palabras de amor!
¡Esta empresa es tremendamente cruel!
–Hoy nuestro jefe nos ha gritado esto: “¿Sabéis qué está sucediendo?
¡Que estamos en guerra! Vosotras también tenéis que mataros
trabajando como si fuerais soldados.

52
EL CAMARADA

Si la guerra se agrava un poco más, tendréis que trabajar mucho más y


por el mismo sueldo que los soldados. Por el país”. ¡Eso es lo que ha
dicho el calvo ese!
Hasta Ito se sorprendió del derrotero que había tomado una
conversación que había arrancado como tantas con un chisme: aquella
historia de “susurrar palabras de amor” se había sumado a los
problemas por el trato que recibían las trabajadoras por parte de la
empresa. Incluso las comparsas escuchaban estupefactas aquellas
primeras exclamaciones que, al rato, de forma natural, se convirtieron
en un ataque contra el maltrato de la empresa. Cuando Ito me lo contó,
pensé que aquellas trabajadoras tenían razón. Desde que estallara la
guerra, el trabajo se había endurecido en todas partes, pero, a pesar
de hacer la misma faena o más, la explotación de las mujeres era
radicalmente más fuerte. Ahora, en aquellas circunstancias económicas,
“susurrar palabras de amor” no era posible. Y, aunque no lo expresaran
con palabras, todas lo sentían así.
Últimamente, Ito invitaba a ese grupo a ver alguna obra de teatro
interesante. Ella, Tsuji y Sasaki sabían que las otras preferían revistas
de Asakusa o espectáculos de Chiezo Kataoka, 6 así que ellas se
confabulaban y proponían ir al “teatro de izquierdas”.
Después de escuchar a Ito, le expresé mis conclusiones: que había
que incluir hombres en el grupo; que si lo hacía acompañada por
Suyama no sería tan difícil; que si participaba un hombre, aunque sólo
fuera uno, aumentaría el entusiasmo; que en lugar de contar
únicamente con temporales debían lograr que se sumaran también
trabajadores fijos, y sí, que eso último era lo más importante de todo.
Ella estuvo de acuerdo.
A partir de entonces, a fin de prepararnos para el despido de
seiscientas personas, decidimos que, en lugar de imprimir octavillas
cuyo contenido constituía un diario de la fábrica, las octavillas y el
diario de la fábrica serían independientes.
Cuando le dije a Suyama que pensara un nombre para el diario se le
ocurrió El Paracaídas del Amor e hizo un mohín.
Finalmente, decidimos que el periódico saldría con el nombre de
Máscara. Como yo, ya no trabajaba en la fábrica, heredé de S el

6
Actor japonés (1903-1983). (N. de los t.)
53
Takiji Kobayashi

trabajo de editor, así que reuní los textos de Ito y Suyama, monté los
originales y se los mandé al impresor. A primera hora de la mañana, Ito
recibiría el material. Al estar en contacto con ella y con Suyama
prácticamente a diario, comprobaba la influencia del periódico y
reflejaba inmediatamente, en la siguiente edición, las conclusiones.
Según las informaciones de Ito y Suyama, la empresa también iba
tomando sus propias medidas. De forma inquietante, habían dejado de
hablar por completo sobre la paga de diez yenes o sobre los despidos.
Sin duda alguna, estaban preparando la siguiente medida. Por
supuesto, se trataba de una estratagema para no dar la paga de diez
yenes y para poder llevar a cabo el despido con éxito, pero nuestra
obligación era enterarnos de cómo era en realidad aquella estratagema
de empresa y revelarla a los trabajadores.
Si continuábamos repitiendo los mismos movimientos que hasta
entonces, todos se alejarían de nosotros. Nuestra estrategia debía
suponer un auténtico enfrentamiento y para lograrlo debíamos
adaptarnos a la estrategia serpenteante de la burguesía.
Al analizar los errores cometidos, comprobamos que, al principio,
siempre amenazábamos al enemigo, pero éste comprendía más o
menos nuestro proceder y tomaba otro camino, mientras nosotros, sin
ver por dónde iría, no nos apartábamos del nuestro: ahí radicaba su
victoria, pues siempre al final lanzaba su ataque.
Ito se había dado cuenta y había comentado que “últimamente pasa
algo raro”, pero no acertaba a decir de qué se trataba. Al día siguiente,
Suyama trajo un pequeño trozo de papel:
AVISO
Queremos congratularnos de que, gracias al trabajo abnegado de
todos, los objetivos de la empresa han sido alcanzados sin
dificultades. Posiblemente todos ya lo saben, pero la guerra no es
una cosa que puedan hacer sólo los soldados. Si no hicieran con
empeño su trabajo de fabricar máscaras, paracaídas y dirigibles,
nuestro país no lograría la victoria. Así, pese a la dureza del trabajo,
les apremiamos a compartir el sentimiento y la resolución con la que
luchan los soldados cuando les están disparando.
Con estas palabras los apremio a todos a trabajar.
EL DIRECTOR DE FÁBRICA
54
EL CAMARADA

–¡Nuestro trabajo pasa a la segunda fase! –exclamó Suyama.


En la fábrica despedirían a los seiscientos trabajadores temporales en
cuanto venciera el plazo establecido en sus contratos, pero, al parecer,
habían cambiado las directrices y habían decidido que a los doscientos
que destacasen por su entrega al trabajo se les ofrecería un contrato
indefinido. Y, haciendo correr el rumor por toda la fábrica, muchos
trabajadores se afanaron en conseguir ser uno de esos doscientos.
Suyama y yo gruñimos. Claramente, ese rumor no era más que una
táctica para evitar que nos opusiéramos de manera efectiva cuando se
sucedieran los despidos.
Sin duda la intención real de la empresa, sirviéndose de aquel aviso,
era lograr que todos terminaran trabajando más usando el cebo de
pasar a ser fijos.
A fin de comprender el sentido de aquel mecanismo, Suyama me había
traído copiado el aviso. Y fue entonces cuando consideramos que la
empresa, con aquella estrategia, había desvelado estar ya en la
segunda fase.
Suyama, Ito y yo manteníamos contacto a diario, pero a fin de trazar
planes detallados, una vez por semana nos reuníamos para hablar. Ito
se encargaba del lugar. Afortunadamente, Suyama e Ito estaban en la
legalidad, pero, para mí, estar sentado dos o tres horas en el mismo
lugar era tan peligroso que debía andarme con mucho cuidado.
Ito y yo nos encontrábamos en la calle y ella me decía el lugar;
entonces yo comprobaba la seguridad por los alrededores, mientras
Suyama y ella iban primero y luego yo acudía usando otra ruta. Al
llegar, antes de entrar, siempre comprobaba un sitio que habíamos
acordado: allí era donde ella me dejaba un mensaje en clave si no
había ningún problema con esa casa.
Una noche en la que todavía se percibía el aire caliente que se
desprendía del asfalto recalentado durante todo el día, después de
coger para Suyama e Ito un ejemplar de Bandera (el periódico de la
organización) y unos panfletos, salí de casa. Esa noche habíamos
decidido reunirnos. A medio camino, vi a dos agentes de pie en una
esquina. En la siguiente, había tres. Sin duda estaba en un buen
aprieto. Como llevaba material, tenía que decidir qué hacer con la
reunión de ese día.

55
Takiji Kobayashi

Sin terminar de decidirme, en la garita de policía vi a dos o tres


agentes, con el barboquejo puesto. No podía darme la vuelta a medio
camino, así que no había otra salida que seguir caminando. Caminé un
poco más y me quedé parado. Y, entonces, uno de la garita pareció
mirar hacia mí y creí que se disponía a acercarse. Yo, en un instante,
me hice el despistado, me llevé la mano a la gorra y pregunté: “¿Para
el barrio de S es por aquí o...?”.
El agente me miró de arriba abajo con mala cara.
–El barrio de S es por ahí.
–Ah, muchísimas gracias.
Y tomé aquella dirección. Cuando había avanzado un poco, me giré
como si nada y vi que el agente que me había mirado estaba de
espaldas hablando con los otros dos. “¡Mierda! –pensé dando un golpe
a los ejemplares del Bandera y a los panfletos que llevaba escondidos
en el pecho–. ¡Pobrecitos, han perdido los cincuenta yenes!”
Por si acaso, finalmente, decidí volver a casa. A la mañana siguiente,
leí en el periódico que se había cometido un asesinato. A veces
sufríamos las consecuencias de otros incidentes, pero a menudo ellos
aprovechaban esos sucesos para “cazar rojos”. Y la prueba de ello era
que en su jerga contaban hasta con el eufemismo de “capturas
derivadas inesperadas”. Según S, en las revistas extranjeras se decía
que en Japón no había libertad para andar por la noche, ni para estar
hablando tranquilamente en una cafetería sin que se produjeran
inspecciones forzadas y, sí, todo eso era cierto. Cabía añadir que todas
esas medidas tenían como objetivo atacarnos a nosotros.
Yo siempre leía detenidamente el periódico y, antes de salir, por la
mañana y por la noche, comprobaba si, en la dirección que tenía que
tomar, se había producido algún incidente. Leía especialmente de cabo
a rabo los artículos sobre detenciones de asesinos y asaltantes huidos.
En esos casos, leía con cuidado no sólo el periódico al que estaba
suscrito sino también otros que le hacía comprar a Kasahara. Una vez,
me resultó útil en muchos sentidos un artículo que hablaba de un
criminal que había estado escondido siete años. Sí, todas las mañanas
empezaba a leer el periódico por las páginas de sucesos.

56
EL CAMARADA

En esa época, S y N, otro par de camaradas también sumergidos, y yo


habíamos entablado una competición socialista a fin de trazar un plan
para no ser detenidos en cinco años. La puntuación mejoraba si esos
cinco años se convertían en seis o siete, así que “¡Que el plan de cinco
años, sea para seis!” se había convertido en nuestro eslogan. Para
eso, ni siquiera nuestras actividades cotidianas podían ser dejadas al
azar, cualquiera de nuestros movimientos debía hacerse después de
haber estudiado cada detalle con rigor científico. De vez en cuando,
Kasahara iba a un librero de viejo, cogía una novela de detectives y me
decía que la leyera, de manera que terminé leyendo novelas de
detectives como si se tratara de ensayos sesudos.
Al día siguiente, cuando me dirigía al lugar donde debíamos mantener
el contacto habitual, Suyama, al verme, exclamó: “¡Menos mal, menos
mal!”. Como yo nunca había fallado a una promesa, él no había dejado
de atormentarse imaginando qué podría haberme sucedido y,
habiéndose imaginado lo peor, respiró aliviado. Le conté que me había
visto afectado por un incidente.
–¡Que el plan de cinco años, sea para seis! ¿No? –dije riéndome.
–Sí, sí, pero.
Como el día anterior yo me había visto afectado por el asesinato y no
habíamos podido reunimos, Suyama hizo los preparativos para que
pudiéramos hacerlo aquel día. Nos encontraríamos en la casa de
huéspedes de Ito. Como ella se trasladaría en un par de días a otro
lugar, decidimos usar su casa. Allí vivían siete u ocho personas, así
que las condiciones no eran nada buenas. Si tenía ganas de ir a orinar,
usaría una chata que Ito había comprado cuando estaba enferma, para
evitar bajar al baño, pues si algún residente me reconociera, me
encontraría en un grave aprieto.
“Mirad hacia allí”, les dije a los dos, yo me fui al rincón de la habitación
y oriné en aquel recipiente de cristal. Ito agitó la espalda y se rió.
–¡Qué peste! –dijo Suyama tapándose la nariz con ademanes
exagerados.
–¡Es cerveza Kirin!
Yo empujé la chata al rincón y escuché las risas que había provocado
mi último comentario.

57
Takiji Kobayashi

Nos enteramos de que, finalmente, Industrias Kurata había emprendido


su última ofensiva. El informe de Ito así lo reflejaba mediante un
ejemplo: una mujer que trabajaba con ella en paracaídas estaba
leyendo el número 3 de Máscara, un ejemplar que había sido
introducido aquella mañana, cuando un trabajador que había entrado
cuatro o cinco días antes, de repente, se lo quitó de las manos y la
golpeó.
Cuando entraba Máscara o una octavilla, todos andaban con
precauciones con el jefe, pero con los compañeros se confiaban. Sí,
aquella trabajadora se había descuidado. Al ver aquella escena, Ito
pensó que era extraño y decidió investigar a aquel hombre. Más tarde,
por las mujeres de la limpieza, supo que era miembro de la asociación
juvenil del distrito y ex combatiente, así como que había sido
contratado especialmente después de que estallara la guerra.
A partir de aquel día, Ito no quitó ojo a aquel hombre y supo que tenía
amigos en las naves número 1 y 3. Durante el horario de trabajo, él se
alejaba de su mesa y se iba a otra nave. Ito vigiló y vio que el jefe lo
veía y no decía nada. Y, además, se enteró de que, al parecer,
últimamente, estaba tratando con Kiyokawa y Atsuta, quienes
pertenecían a una “asociación de amistad” en Industrias Kurata cuya
constitución ya tenía tiempo pero que hasta el momento no había
actuado.
Lo raro era, primero, que últimamente esa asociación de amistad se
moviera un poco y, lo segundo, que se rumoreaba –no se sabía
claramente de dónde había partido ese rumor– que, en el seno de
Industrias Kurata, un grupo de personas relacionadas con el ejército
estaban organizando una agrupación de ex combatientes, pues en esa
situación de urgencia nacional, su responsabilidad era cuidar de los
militares en el frente.
Al parecer, al jefe de la fábrica y a otros trabajadores les parecía
acertado, pero aquello había salido de trabajadores que habían sido
contratados especialmente y sin duda uno o dos de los miembros de la
asociación de amistad estaban ayudándolos. Si la empresa hubiera
tomado la iniciativa, apenas habría tenido éxito, de manera que la
estrategia de la empresa, simular que aquello había surgido de forma
espontánea entre los trabajadores, había dado resultado.
–¿Qué tal por tu parte? –le pregunté a Suyama.
58
EL CAMARADA

Suyama comentó que por su sección no había advertido nada extraño,


pero se detuvo un instante y dijo que durante el descanso del mediodía
un hombre andaba dando vueltas y hablando sobre la guerra.
–Ahora he caído en la cuenta, al leer el informe de Ito –dijo.
Últimamente, durante el descanso del mediodía, los temas de las
conversaciones eran la guerra y la economía: unos repetían cosas que
habían oído por ahí, expresaban sus ideas más simples de forma
pretenciosa o se mostraban descorazonados, pero, si lo pensaba bien,
sí, había un tipo que andaba dando vueltas e instigando de forma
premeditada: no había duda de que ellos ya habían empezado a actuar
de forma organizada.
Y, naturalmente, para poder vencerlos, debíamos conocer su fuerza.
Ellos sabían que ya no les bastaba con forzar desde arriba a los
trabajadores ni que tampoco era suficiente poner a los policías de
paisano a vigilar las entradas y salidas de la fábrica; consideraban que
era necesaria la tercera fase, que consistía en obstaculizar la
penetración de nuestra organización entre los mismos trabajadores.
Comprendimos que ésa era la finalidad tanto de la asociación de
amistad, como de la juvenil y la de los ex combatientes dentro de la
fábrica. Aquélla no era una fábrica cualquiera sino una fábrica de
suministros militares, así que se daban las mejores condiciones para la
creación de aquellas organizaciones. Concluimos que nos enfrentá-
bamos al enemigo por tres caminos.
Según Suyama, el hombre que andaba dando vueltas por la fábrica
hablando de la guerra sostenía que la contienda no se libraba como
hasta entonces por patriotismo, o por odio hacia los chinos, nada de
eso; no se parecía en absoluto a la guerra anterior, cuyo objetivo era
que la Mitsui o la Mitsubishi pudieran instalar grandes fábricas en los
territorios conquistados, sino para abrir paso al proletariado y, tomando
Manchuria, poder desalojar a los grandes capitalistas y construir un
reino sólo nosotros. Los parados de la metrópolis saldrían hacia allí y
así, en el futuro, no habría en Japón ni un solo parado. En Rusia no
había ni un solo parado y nosotros teníamos que lograr eso mismo. Así
que la guerra se hacía para los proletarios, de manera que los
trabajadores debían trabajar con ahínco en la sección a la que habían
sido encomendados.

59
Takiji Kobayashi

Y, para terminar, Kiyokawa y Atsuta, miembros de la asociación de


amistad, añadieron que la guerra se hacía para que los grandes
capitalistas pudieran explotar a las colonias y, durante el descanso del
mediodía, discutieron con los trabajadores de la asociación de juventud
y los ex combatientes.
Kiyokawa afirmó que aquella guerra aportaba beneficios a los
trabajadores de la siguiente manera: por ejemplo, en las fábricas de
suministros militares de metales y productos químicos había tanto
trabajo que, por muchos trabajadores que se ofrecieran, todavía
faltarían más, necesidad que se reflejaba en la subida repentina del
valor de las “acciones de guerra” (¿dónde habría oído eso?): las
acciones de la productora de pólvora Teikoku Kayaku habían doblado
su precio, ya que antes costaban cuatro yenes y ahora estaban a
nueve; las acciones de los astilleros Ishikawajima Zosen habían
pasado de costar cinco yenes a veinticinco, y el antimonio usado en la
fabricación de proyectiles, que antes se cotizaba a unos veinte yenes,
ya había alcanzado los cien. Además, en Alemania, aunque se creyera
que había quedado devastada después de perder la Guerra Mundial 7,
las fundiciones Krupp, por ejemplo, habían multiplicado su beneficio
neto por diez en comparación con el del período de paz. Tan
beneficiosa nos era la guerra que uno no se podía oponer a ella sino
que debíamos sacarle el provecho que fuera posible. Ésa era su
opinión. Y, llegado este punto, lo que en principio había parecido una
discusión entre los miembros de la asociación juvenil y los ex
combatientes, sin que nadie se diera cuenta, se habían puesto de
acuerdo. Analizando esa discusión, lo que sostenía la asociación
juvenil sobre el “Reino de Manchuria”, podía parecer un sueño. ¿Y
debíamos creerlo? Sí, estaría bien que fuera cierto, pero los
trabajadores temporales mostraban su acuerdo con lo que decía
Kiyokawa. No sabían si ir a la guerra y morir o quedar mutilado, si
aquel “Reino de Manchuria” sería o no para ellos, pero lo cierto era que
gracias a la guerra habían podido salir finalmente del paro y tener
trabajo, de manera que aunque se tratara de un contrato temporal y sin
complementos salariales, aunque los obligaran a hacer horas extra y
aunque sólo por ser temporales cobraran menos que los fijos a pesar
de hacer el mismo trabajo, razones todas ellas que justificaban su
descontento, daban gracias por la guerra.
7
En el original, simplemente sekai sensou (guerra mundial) se refiere a la Primera
Guerra Mundial. (N. a esta Ed.)
60
EL CAMARADA

Kiyokawa y los suyos no sólo parecían haber olvidado que ellos eran
miembros de un partido, el Partido de las Masas, 8 que existía “para los
trabajadores” sino también haberse convertido en capitalistas
preocupados por el precio de las acciones y ser de la opinión que los
trabajadores, especialmente los temporales, atrapados hábilmente por
sus intereses a corto plazo, debían estar agradecidos.
Ito y sus compañeras, cuando llegaba el momento de burlar aquellos
razonamientos delante de todos y ganarse la aprobación de las
mujeres, no tenían la habilidad suficiente y no podían contrarrestar
tantos argumentos. “Me siento indignada”, dijo ella.
Yo pensé que tenía razón. Nosotros sabíamos cuál era la naturaleza
real de aquella guerra, pero éramos incapaces de ganarnos la
aprobación de todos, no sabíamos explicar las consecuencias de la
guerra en su vida cotidiana, todavía éramos torpes. Lenin decía que
sobre la cuestión de la guerra hasta los sindicatos revolucionarios
habían cometido errores. Y, llegados a ese punto, Kiyokawa y Atsuta
sabían cómo enredar más y dificultar tanto la comprensión de su
posición respecto a la guerra que a nosotros terminaba costándonos
muchísimo más hacernos siquiera oír.
Las últimas semanas, a pesar de que la hora de salida eran las cinco,
la empresa les decía que trabajaran hasta las seis o hasta las siete y,
naturalmente, no les pagaban la parte de trabajo extra. y así casi todos
los días. Los trabajadores temporales se quejaban pero continuaban
trabajando con la esperanza de lograr que los hicieran fijos, pero si se
quedaban hasta las seis, tenían que cenar allí y, como no se lo
pagaban, quedándose hasta las seis veían reducido su jornal. Aunque
no eran conscientes de que aquello era una forma encubierta de
reducir sus sueldos, todos protestaban indignados: “Nos están
tomando el pelo”. “Si no nos pagan la comida, no hay nada que hacer”,
decían en la sección de paracaídas de Ito, cuando se tenían que
quedar hasta las seis.
Y no sólo eso, pues últimamente la jornada laboral, aunque dijeran que
seguía siendo diez horas, era muy distinta. Con la esperanza de
terminar siendo trabajadores fijos, los temporales habían sido
espoleados de tal manera que el ambiente de trabajo resultaba

8
Partido Nacional de Masas de Trabajadores y Campesinos. Organización legal de
izquierda moderada que sufrió una deriva nacionalista. (N. de los t.)
61
Takiji Kobayashi

irreconocible. Si hasta entonces habían podido hablar con el


compañero más cercano mientras trabajaban y las mujeres habían
podido mirarse de vez en cuando en el espejo que llevaban colgado al
estilo de Kinu, ahora ya no tenían tiempo ni para secarse con la manga
el sudor que les caía gota a gota. En la sección de paracaídas, donde
se pasaban horas con las planchas eléctricas, terminaban tan bañados
en sudor que las gotas caían sobre los paracaídas extendidos. Con
ese sistema de producción, se comprendía que los beneficios de la
empresa hubieran aumentado más de un cuarenta por ciento. Y ese
aumento no se reflejaba en su jornal: los trabajadores no cobraban ni
un céntimo más. Y eso sí que lo comprendían aquellos trabajadores.
La cuestión es que todos ellos, cuando se trataba de su vida,
separaban los dos aspectos: la guerra era la guerra y el trabajo era el
trabajo. Ignoraban que sus condiciones laborales habían empeorado
debido a la guerra. Y quizá si ellos lograran demostrar claramente
aquella relación, los trabajadores descubrirían instintivamente las
argucias de Kiyokawa, la asociación juvenil y los ex combatientes.
Como célula, advertimos con toda claridad dónde debíamos poner el
nuevo énfasis en la lucha. A fin de cortar la influencia que tenían
Kiyokawa, Atsuta y otros hombres sobre los trabajadores temporales,
debíamos lograr que en la asociación de amistad se propusieran temas
como “oposición a las horas extra”, “aumento de jornal” o “mejora del
trato”. Y cuando Kiyokawa, Atsuta y los suyos se sirvieran de
argumentos para tratar de engatusarlos, nosotros aprovecharíamos la
ocasión para demostrar ante todos los trabajadores que esos hombres
que decían ser los líderes de la lucha no eran de los nuestros. Y, como
célula, decidimos introducir la novedad de poner al descubierto en
Máscara, de forma persistente, a los fascistas tanto del interior como
del exterior de la fábrica.
–Ahora entiendo qué significa la lucha final: vencerán ellos o
venceremos nosotros –dijo Suyama mientras quemaba los borradores
con una cerilla.
–Y para vencerlos, se necesitan directrices correctas y resolución para
llevarlas a cabo, pase lo que pase, hasta el final. Si los fascistas se
ponen en marcha, nosotros tenemos que jugarnos la vida –dije yo.
–¡Para nosotros, la fábrica no es una fortaleza, es el campo de batalla!
–dijo Suyama riéndose.
62
EL CAMARADA

–¿Este recorte de dónde lo has sacado?


–¡Éste es mío!
Después de aquello, cuando participé en la organización regional (la
organización del comité regional del Partido), informaron de que en la
fábrica nacional N de maquinaria militar ya no bastaba con que los
policías militares vigilaran con pistolas y espadas escondidas: en las
secciones más importantes habían infiltrado a policías militares
vestidos de trabajadores. Un miembro de la célula de aquella fábrica
acababa de ser detenido porque, desconocedor de la existencia de
infiltrados, había hecho proselitismo con uno de aquellos policías
militares vestidos de trabajadores. Aquellos “trabajadores” fingían tan
bien estar interesados en esos temas que era muy fácil caer en su
trampa. Industrias Kurata no era una industria militar propiamente
dicha, así que todavía no había policías militares, pero cabía pensar
que si empeoraba la situación, no tardarían en aparecer.
Miré el reloj y eran todavía las nueve. Así que nos tumbamos y nos
pusimos a charlar. Contemplé entonces el tocador de Ito y comprobé
que era mucho más bonito que el de Kasahara y que tenía hasta
maquillaje amarillo, rojo, verde.
–¡Hala! –exclamé.
–¡Qué malo eres! –dijo Ito al darse cuenta, y se levantó.
–Ito se pinta todas las noches de rojo, azul o amarillo para salir –se rió
Suyama –. Y mira cuánto papel de regalo. Son regalos de Mitsukoshi y
Matsuzakaya. ¡Qué buena vida!
En la fábrica, a las trabajadoras que llamaban la atención por su
belleza, el jefe, los encargados y los compañeros de trabajo les hacían
regalos, las acompañaban a Matsuzakaya o las invitaban a cenar a
alguna cantina. Ito, cuando algún compañero le atraía y la invitaba,
salía con él y, por supuesto, ella también había tomado alguna vez la
iniciativa. Y ésa era la razón por la que se maquillaba para ir al trabajo.
Los hombres también se preocupaban de su aspecto y las trabajadoras
perseguían, de forma “directa y concreta”, como había dicho Suyama,
a los más pulcros y atractivos.
–¿Qué tal va todo últimamente? –pregunté.

63
Takiji Kobayashi

–¡La economía está en crisis! –respondió Suyama tocándose la barbilla


mientras sonreía.
–¿Y Yoshi? –pregunté yo tratando de parecer indiferente y mirándole
solamente a los ojos.
–¿El qué? –respondió Ito, pero, al comprender, cambió ligeramente,
aunque sólo fuera un instante, la expresión de su cara–. Todavía no,
todavía no –añadió tan tranquila.
–Yoshi dice que será cuando llegue la revolución. Aunque se casara
con nosotros los camaradas, por culpa del subconsciente de estos tres
mil años, a pesar de que seamos marxistas, ¡la convertiríamos en una
esclava! –dijo Suyama riéndose.
–¡Suyama se está confesando! –dijo Ito con una expresión más bien
fría.
–No encuentras a ningún buen camarada, ¿verdad? –dije yo mirando a
Ito.
–¿Qué tal yo? –dijo Suyama incorporándose de cintura para arriba.
–¡Es demasiado, es demasiado! –dije yo.
–¿Quién, yo, verdad? –dijo Suyama riéndose.
–¡Éste! ¡Gasta unos humos horrorosos!
Los tres nos reímos a carcajadas. A mi alrededor, no veía a muchos
camaradas que pudieran igualarse y unirse con Ito. Si ella hubiera
encontrado a un buen compañero y camarada, los dos compartirían la
vida en el Partido y se apoyarían uno al otro de forma maravillosa. Yo,
que llevaba tanto tiempo trabajando con ella, nunca había pensado que
Ito pudiera tener problemas al respecto y precisamente ésa era la
prueba de su firmeza, un rasgo que se reflejaba sin saberlo en todos
nosotros.
–Me comprometo a encontrarte un buen tipo.
Lo dije como si fuera en broma, pero iba en serio. Sin embargo, la
expresión de Ito fue de lo más amarga.
Al volver, salí a la calle y tomé un taxi. El coche pareció tomar un atajo
por callejuelas, pero, de pronto, salió a una calle bulliciosa y luminosa.
Yo me hice el borracho y me calé la gorra.

64
EL CAMARADA

–¿Dónde estamos? –le pregunté. Y él me respondió: “Ginza”.


Temí encontrarme en un apuro. No me gustaban aquellos barrios
dedicados a la diversión, pero, sin poder protestar, para que no se
diera cuenta, me calé más la gorra. ¿Cuántos meses hacía que no
pasaba por Ginza? Conté con las manos: cuatro meses. A medida que
avanzábamos, fui mirando por la ventanilla y comprobé que la zona
había cambiado bastante en esos cuatro meses. Sin apenas percibirlo,
mi mirada era ávida. Esa sensación ya me había dominado en una
ocasión.
Ya hacía dos años que había ocurrido. Por aquel entonces ya llevaba
seis meses en la cárcel y un día, al salir a declarar para la instrucción,
me introdujeron esposado en el coche celular y, camino del juzgado, a
través de los barrotes de la ventanilla, vi la aglomeración de Shinjuku.
Observé todos los edificios, leí todos los letreros, admiré todos los
coches y traté de fijarme en las caras de cada una de las personas que
se confundían en el tumulto. Cuanto deseé ver la cara conocida de
algún camarada. Y recuerdo que luego, al volver a la celda de
incomunicación de la cárcel, los ojos me centellearon y me dolieron
durante un par de días.
El taxi llegó al cruce de la manzana número 4, sonó una campana y el
semáforo, al otro lado de la calle, se puso rojo y el taxista se paró.
Junto a la ventanilla, un rebaño de la gente más variopinta pasaba sin
cesar. Algunos miraban el interior del taxi y yo, incapaz de mantener la
calma en esas circunstancias, bajé la barbilla cuanto pude y, para
poder huir rápidamente en caso de necesidad, puse la mano en la
palanca de la puerta contraria. Pronto volvió a sonar la sirena. Me
sosegué y relajé la mano de la palanca.
Miré a un número incontable de personas que paseaban sin cesar y
me di cuenta de que algo tan simple como dar un paseo ya no cabía en
mi vida. No podía permitirme salir sin objeto e incluso en la habitación
en la que me encontrara no podía abrir la ventana y dejar que me
vieran desde fuera. En ese sentido, no cambiaba nada respecto a los
camaradas que estaban en el centro de detención o en la celda de
incomunicación, pero para mí, en aquellos momentos, mi situación era
más difícil de soportar, pues pudiendo salir fuera, debía contenerme.

65
Takiji Kobayashi

Yo era consciente de que las cosas debían ser así, pero al parecer a
Kasahara, que vivía conmigo, le afectaba muchísimo: a veces ella
decía que le gustaría salir a caminar un rato conmigo, pero como era
un imposible, sentía rabia. Además, cuando ella regresaba de su
trabajo diurno, siempre nos cruzábamos: yo pasaba el día en casa y,
confiando en que la oscuridad me protegiera mientras cumplía con mis
recados salía por la noche. En definitiva, pocas veces estábamos los
dos juntos sentados en la habitación.
Esa situación continuada durante meses la había puesto de mal humor.
Kasahara comprendía perfectamente que no podía pedir imposibles y
se aguantaba, pero finalmente, harta y agotada, quiso resolver nuestra
situación. La unión de una persona que no podía tener en absoluto
vida privada y otra que sentía como propia la vida privada de
muchísima gente constituía un grave problema.
–¡Desde que vivimos juntos, no hemos estado ni una sola noche en
casa ni hemos salido una sola vez a pasear!
Por fin, Kasahara le había puesto palabras a algo tan claro y tan simple
como aquello. A fin de coincidir en algo, en su momento, Kasahara
había pensado en dedicarse al mismo trabajo que yo, pero desde que
vivíamos juntos, ella había comprendido que no era la persona
adecuada. Sin duda alguna Kasahara era una mujer dada a la
sensiblería y terriblemente inconstante. “Eres tan variable como una
estación meteorológica”, le dije. Se alborozaba con nimiedades o, por
el contrario, se enfurruñaba sin más. Una persona de esa naturaleza
no podía desempeñar en absoluto un trabajo como el nuestro.
La mayor parte del día trabajaba de mecanógrafa, totalmente alejada
de la vida de los obreros y, al volver a casa, todos los días tenía que
cocinar y los domingos tenía que hacer la colada de dos personas.
Kasahara no disponía ni de un minuto y vivir conmigo suponía toda una
carga. Yo, por supuesto, me compadecía de ella, pero tampoco tenía el
ánimo ni la consciencia necesaria para liberarse de esa vida, pues por
más que lo intenté, ella no me siguió.
Bajé del taxi a medio camino, anduve el trayecto que separaba dos
paradas de tranvía, entré en una callejuela y regresé a casa. La
expresión de Kasahara era de tristeza y estaba sentada de lado.
–Me han despedido –dijo al verme.

66
EL CAMARADA

Al escuchar aquello, algo tan imprevisto, me quedé callado de pie,


mirándola. Kasahara no había hecho nada especial, pero en la
empresa para la que había trabajado hasta ese día tenía fama de roja,
razón por la que el encargado había ido a preguntar al propietario de la
casa de huéspedes, quien figuraba como avalador por ella. Y fue
entonces cuando se enteraron de que, desde hacía tiempo, ya no vivía
allí.
Como yo no podía revelar a nadie mi refugio, ella seguía manteniendo
la dirección de su anterior casa de huéspedes. Ese cambio había
resultado tan sospechoso para la empresa que decidieron despedirla
de inmediato.
Hasta ese momento, Kasahara había pagado el alojamiento y los
pequeños gastos diarios, de modo que yo había podido hacer mi
trabajo sin grandes preocupaciones económicas, así que su despido
era un golpe importante. En un caso como el suyo, Kasahara debería
haber recibido una importante indemnización, pero me contuve de
decirle nada: mi propia situación ilegal me forzaba a no expresarme
con dureza, pues lo cierto es que el encargado le había insinuado que
se debía dar por contenta con que no dijeran nada a la policía y le
había advertido de que lo único que ella debía hacer era retirarse
obedientemente. Y a mí, tanto ante aquella insinuación como ante
aquella advertencia, más me valía callar.
Y de esa manera tan repentina nos encontramos en apuros. Lo más
preocupante era que la mujer de abajo se enteraría enseguida. Si no
pagábamos puntualmente la mensualidad y perdíamos la confianza de
la casera, terminarían sospechando de nosotros. Y estando bajo
sospecha, los dos correríamos peligro. Decidimos, por tanto, pagar la
siguiente mensualidad, pero en cuanto pagáramos, sólo contaríamos
con dos o tres yenes. Y dos o tres yenes se gastan enseguida.
Kasahara salía todas las mañanas para buscar trabajo y yo tenía que
salir una media de cuatro veces al día. Si bien hasta entonces había
utilizado algún medio de transporte, a fin de ahorrar, comencé a ir
andando. De esta manera, en cada contacto perdía treinta o cuarenta
minutos para ir y treinta o cuarenta minutos para volver y, si el lugar
estaba lejos, tardaba hasta dos horas, así que la eficacia del trabajo
fue disminuyendo sin parar. “Estoy haciendo una colecta”, les decía a
los camaradas con los que me encontraba a fin de que me dieran cinco

67
Takiji Kobayashi

o diez céntimos. De ese modo, Suyama, quien me sonreía con


amargura, no podía volver a decime lo del billete de cien yenes de
Kanda Hakuzan.
Suyama e Ito se preocuparon por mí. Como ellos llevaban una vida
legal, la falta de dinero no era tan grave como para mí y me dijeron que
podrían prestarme algo de dinero de su jornal. Yo no pensaba
malgastar esos cincuenta céntimos o el yen que me prestaban: su
dinero estaba destinado a pagar los medios de transporte que
necesitaba para sacar adelante mi trabajo y en lo que ahorraba era en
la comida.
Como las berenjenas eran baratas, con cinco céntimos me daban unas
veinte o treinta, le pedía a la casera que las pusiera con su adobo de
miso y por la mañana, al mediodía y por la noche comía berenjenas. Y
después de tres días con semejante régimen, mi cuerpo comenzó a
resentirse: con sólo subir las escaleras jadeaba y me ponía a sudar
azorado.
Tenía la barriga vacía y estaba cansado, pero con aquella comida que
era siempre la misma, no tenía apetito. Al final, echaba agua caliente
en el arroz, cerraba con fuerza los ojos y engullía. Y los días en que
había arroz eran buenos.
Cuando tenía que ir a tres recados en una noche y, a falta de dinero,
tenía que ir andando sin haber probado bocado desde la mañana, me
sentía miserable. Y al reunirme con un camarada, confiaba en que al
menos me diera un trozo de pan, pero muchas veces no era tanta mi
suerte. Un camarada se apiadó de mí y me animó a acompañarlo: él
debía ver a M y quizá M nos daría pan. Yo conocía a M y, además,
como no podía aguantar más, acepté.
Y allí, por fin, pude comer pan con mantequilla. “Si para comer pan, un
hombre tiene que ir de aquí para allá y lo pillan, ¡menudo fracaso!”, se
rió M. “¡Primero dame pan!”, le contesté entre risas, pero pensé que si
esa situación se prolongaba, no traería nada bueno. Para sentarte bien
en el suelo y poder trabajar durante horas sin que te detuvieran, no
podías dejarte llevar por una necesidad tan perentoria ni perder la
paciencia.

68
EL CAMARADA

Decidí tomar la última medida: Aquel día regresé, saqué valor y le


propuse a Kasahara que trabajara como camarera en una cafetería.
Cansada de salir y caminar en busca de trabajo, Kasahara estaba de
mal humor. Al escuchar mi propuesta, cambió repentinamente de
postura y puso una cara sombría de disgusto. No pude aguantar
aquella mirada. Y, tozuda, permaneció así, callada. Yo también
permanecí callado, incapaz de hacer nada más.
–¿Y todo para poder hacer tú tu trabajo, no?
Kasahara lo dijo en voz baja y sosegada, sin mirarme. Y, entonces, sin
esperar mi respuesta, de repente, habló con voz atiplada.
–¡Si hace falta también haré de puta!
Kasahara jamás había mostrado ninguna intención de seguir mi
camino, de manera que yo no podía sino pensar que toda su entrega
era una manera de sacrificarse por mí, pero si de sacrificios se trataba,
yo estaba sacrificando casi toda mi vida. Cuando Suyama, Ito y otros
camaradas, al terminar la reunión, se marchaban, regresaban a un
mundo normal donde llevaban una vida libre, pero a mí sólo me
esperaba una vida sin comodidades y, la verdad, a veces me dejaba
llevar por la angustia profunda que me producía no poder relajarme ni
un segundo, pues si me atrapaban, me esperaban cuatro o cinco años
de cárcel.
Sin embargo, estos sacrificios míos, comparados con los que hacían
miles de trabajadores y campesinos pobres día a día, no eran nada
importante. Yo conocía de primera mano el sufrimiento de los
campesinos sin tierra por la vida que, durante más de veinte años,
habían llevado mi padre y mi madre. Y por esa razón sabía que mi
sacrificio era imprescindible para liberar del sacrificio a aquellos miles
de personas.
Kasahara, por el contrario, no sentía ese sufrimiento ajeno con su
cuerpo y cualquier privación que sufriera era para ella “un sacrificio”
por mí y así me lo hacía saber: “¡Tú eres alguien importante, así que es
normal que una tonta como yo se sacrifique por ti!”. Y siendo yo un tipo
que no tenía en absoluto vida privada, quedaba claro qué significaba
aquello de sacrificarse por ese yo.

69
Takiji Kobayashi

Yo estaba obligado, como miembro, a proteger la organización y llevar


a cabo, a toda costa, nuestro trabajo, a fin de liberar a todo el
proletariado. En ese sentido, yo estaba obligado a considerarme a mí
mismo como lo más precioso y no porque yo fuera importante o porque
fuera un héroe. Kasahara, que sólo conocía la vida privada, no podía
valorar a los demás más que como individuos.
Se lo expliqué bien. Ella me escuchó en silencio, pero ese día, sin decir
nada, se acostó enseguida.
Por la noche, escribí los artículos de Máscara, ordené los informes que
presentaría a la organización regional y leí algunos panfletos cuyo
reparto se había retrasado un poco, así que me acosté muy tarde y, a
la mañana siguiente, dormí hasta las diez. Mi sensibilidad hacia las
visitas que entraban en el piso inferior era tan extraordinaria que me
sorprendía a mí mismo. Supongo que eso fue lo que me despertó.
Levanté la cabeza y, efectivamente, se trataba de un agente de policía.
Había venido para comprobar el registro. Para que en esos casos no
se me llevaran, le había entregado a aquella mujer mi registro y mi
nombre.
El agente iba haciendo preguntas detalladas de forma insistente.
Preguntaba por los familiares de la mujer como si alguno hubiera
cometido un crimen. Y fue entonces cuando tuve la intuición de que
aquello no era normal. Sin dejar de poner la oreja, cerré con llave el
baúl donde guardaba los documentos y empecé a vestirme procurando
no hacer ruido. “¿Tiene inquilinos?”, preguntó. “Sí, sí que hay.” Al
parecer, la mujer regresó a la sala de estar y le entregó el papel que yo
le había dado.
–Aquí no está escrito donde vivían antes. ¿Son pareja? Aquí no queda
claro cuándo se casaron, ni siquiera si están casados.
La mujer estaba respondiendo algo.
–¿Así que es él el que no trabaja.? ¿Ahora se encuentra aquí?
Yo pensé que ya estaba perdido.
–Ha salido –oí que decía la mujer.
Al mismo tiempo que me sentía aliviado, pensé que había hecho muy
bien en gastar el poco dinero que teníamos en pagar el alquiler.

70
EL CAMARADA

–Bueno, pues luego pregúnteles con más detalle, ¿de acuerdo? –dijo
el agente y pareció que se disponía a marcharse.
Pensé “qué alivio”, me volví a sentar sobre el futón y oí la voz del
agente mientras abría la puerta para marcharse por fin:
–Últimamente, muchos rojos alquilan habitaciones, así que si no tienen
ustedes cuidado.
Me sobresalté.
–¿Qué? –preguntó la mujer. Y el agente pareció responderle con dos o
tres palabras. La mujer parecía no entender qué era aquello de los
“rojos”.
Deduje después que esa forma de investigar no era casual, pues aquel
día, al regresar del contacto, en una pequeña tienda del barrio más
cercano había un agente con una lista del registro y, antes de alcanzar
el siguiente barrio, dos agentes más salían de una callejuela con otra
lista del registro.
Cuando me encontré con S y le expliqué que un agente había estado
comprobando el registro aquella misma mañana, me dijo que
debíamos tener cuidado porque estaban rastreando por toda la ciudad
las casas de huéspedes de particulares. Y con aquel imponente
despliegue de investigación yo ya me había dado por enterado.
En muchas ocasiones se habían jactado de haber destruido el Partido
o de haber arrancado de cuajo sus raíces y así lo publicaban en sus
periódicos, con titulares bien grandes para que los ignorantes
trabajadores se lo creyeran y lograr así cortar la influencia del Partido
sobre las masas, pero al poco tiempo, el Partido volvía a actuar en
diversos lugares, así que por mucho que quisieran engañar, no
lograban nada. Aun así, antes de las grandes campañas del Primero
de Mayo y del primero de agosto, Día Internacional Contra la Guerra,
tenían que cortar de raíz, fuera como fuera, la fuerza del Partido y para
eso desplegaban todo el poder del Estado.
De palabra, menospreciaban al Partido, hacían correr rumores falsos y
nos subestimaban, pero sus mismos hechos los traicionaban y
mostraban que el Partido era su gran enemigo.
Según S, en un artículo periodístico extranjero se decía que el Partido
japonés era “un partido pequeño pero combativo” (S, a diferencia de

71
Takiji Kobayashi

Suyama y su Kanda Hakusan, sabía ese tipo de cosas). Cuando me lo


dijo, añadió: “Este partido pequeño pero batallador no lucha de igual a
igual contra todo el poder de un Estado sino contra una potencia
superior y, para cortar de raíz a este "partido pequeño pero batallador",
ellos, con una estatura millones de veces superior, hacen un gran
esfuerzo, por eso nosotros, aunque uno a uno seamos poca cosa,
tenemos que tener confianza y trabajar”.
–¡Esa confianza es algo fantástico! –exclamamos riéndonos con ganas.
Para luchar hasta el final, no podíamos permitir que ellos nos
detuvieran. Que nuestro alojamiento pudiera resultar sospechoso
constituía un grave peligro. Suyama, Ito y yo pensábamos actuar en
Industrias Kurata con la vista puesta en el Primero de Mayo. El despido
de los seiscientos trabajadores temporales era una buena oportunidad
para hacerlo si nos manteníamos firmes. Si dejábamos que nos
detuvieran, estaríamos cometiendo sin duda una traición de clase. En
cuanto me enteré de que últimamente S dormía con un bastón grueso
y unas sandalias junto a la almohada, en el camino de regreso, compré
un par de sandalias para dejarlas en el tendedero, una compra que
cuando me trasladé había pensado hacer pero que por unas cosas u
otras había ido posponiendo.
Me encontré con Suyama y supe que la “caza de rojos” no era algo que
se hiciera sólo fuera de la fábrica. Cuando me dirigía al contacto me
sorprendí al verlo, pues apareció con toda la cara vendada y cojeando.
“¡Me la han pegado!”, exclamó. De vez en cuando, se tocaba la cara
por encima de las vendas. Le dolían las heridas y había dudado si
acudir o no, pero en aquellos tiempos, si se rompía el contacto,
estaríamos en apuros, así que hizo un esfuerzo y acudió. Decidimos no
quedarnos andando por la calle y entramos en una cantina.
En la fábrica no obtenían resultados sólo con los policías de fuera, así
que habían decidido llevar a cabo la “caza de rojos” en el interior,
sirviéndose de la asociación de amistad de Kiyokawa y Atsuta, la
asociación juvenil y la de ex combatientes, pero Máscara y las
octavillas los habían puesto al descubierto y estaban perdiendo los
nervios.

72
EL CAMARADA

Por cierto, desde hacía dos o tres días la empresa había empezado la
habitual petición de dinero para una colecta. Con esa medida fuera de
lugar, Industrias Kurata quería crear un ambiente que impidiera la
penetración roja en la fábrica. Fueran patriotas o lo que fueran, aquella
gente no se molestaba ni en mirar lo que no fuera en su propio interés.
Al parecer, los que habían propuesto aquella medida habían sido los
miembros de la asociación de ex combatientes disfrazados de
trabajadores, uno de los cuales había golpeado a una trabajadora de la
sección de paracaídas por llevar un ejemplar de Máscara.
Suyama abordó el problema y pensó en separar de la masa a
Kiyokawa y Atsuta. Ito también estuvo de acuerdo. Era necesario hacer
saber a todos que el Partido Nacional de Masas de Trabajadores y
Campesinos, que decía estar con los trabajadores y contra la guerra
imperialista, no era en absoluto un partido para los trabajadores y sólo
en apariencia se oponía a la guerra imperialista.
Suyama e Ito eran miembros de base de la asociación de amistad.
Para el proletariado, a fin de excavar la verdadera naturaleza de todas
las políticas engañosas de la burguesía y organizarse para oponerse a
la guerra, lo más importante era luchar contra los falsos compañeros,
oportunistas de derechas.
Suyama le propuso a Kiyokawa celebrar una asamblea de la
asociación de amistad para tratar el asunto de la colecta. Al mismo
tiempo, utilizando a sus compañeros y a las compañeras de Ito,
extenderían el problema.
Cuando acudieron a la asamblea, les sorprendió ver allí a los
trabajadores de la asociación juvenil. La importancia que nosotros le
dábamos a la asociación de amistad se debía a que contaba con una
gran mayoría de trabajadores. Entre los compañeros de Ito y Suyama
sólo había uno o dos fijos. Al tiempo que repetíamos una y otra vez la
importancia de ganarnos a los trabajadores fijos, sabíamos que eso era
una tarea difícil y no lográbamos mejorar.
En la asociación de amistad, salvo dos o tres, la mayoría había entrado
con una idea vaga de su objetivo, así que las discusiones que
mantuvieran Kiyokawa y Suyama eran decisivas, pues la posibilidad de
atraer a algunos trabajadores hacia nosotros era considerable.

73
Takiji Kobayashi

A pesar de que había pasado medio año desde que estallara la guerra,
la asociación de amistad sólo había convocado una o dos asambleas y
esa falta de continuidad era causa de descontento entre sus miembros.
Suyama comenzó diciendo ante todos que, en un momento en que
tantos trabajadores y campesinos eran enviados al campo de batalla,
en un momento en que la vida civil era tan dura, el hecho de que la
asociación de amistad no se hubiera reunido seriamente ni una sola
vez constituía una traición de clase. Cinco o seis personas comentaron
que no había nada que objetar, pero, justo después de decirlo, se
movieron nerviosos.
Suyama y yo ya teníamos experiencia en la actividad contrarrevo-
lucionaria de los sindicatos reaccionarios, así que comprendimos el
significado del nerviosismo de los que habían dicho que no había nada
que objetar. Y por esa razón yo me reí. Suyama también se rió, pero al
instante exclamó “¡Ay, ay, ay...!”, mientras se tocaba la cara por encima
de las vendas. Su habilidad para imitar las maneras características de
cualquiera era grandiosa.
Cuando se trató el tema de la colecta, Kiyokawa explicó que los
soldados que se encontraban en Manchuria, trabajadores y campesinos
todos ellos, eran nuestros compañeros, de manera que por solidaridad
entre el proletariado no había inconveniente alguno para la colecta.
Todos lo escucharon en silencio, rascándose las uñas. Los capitalistas
exprimían a nuestros camaradas forzándolos a un trabajo duro en la
fábrica y sacrificándolos a las balas enemigas en el campo de batalla.
Sólo estábamos nosotros para protegerlos y, por supuesto, no nos
opondríamos a la colecta. Sí, en ese punto, todos asintieron a las
convincentes palabras de Ishikawa.
Y entonces vio a Ito con su ceño fruncido reflejando preocupación. A
pesar de eso, ella dijo:
–¿Ah, sí?
En la asociación de amistad había catorce o quince trabajadoras, pero
sólo dos solían asistir a la asamblea. Aquel día, Ito las había
convocado personalmente y habían acudido seis. Su presencia
extrañaba al resto de miembros de la sociedad de amistad. Y como
hasta entonces ninguna mujer había hablado en una asamblea de la
asociación, todos se quedaron mirando a Ito.

74
EL CAMARADA

–He escuchado las palabras de Kiyokawa y resultan muy convincentes,


pero he tenido la impresión de estar oyendo una alocución del ministro
de Defensa. Todos se rieron.
–Kiyokawa o quien sea, cualquiera comprende que esta guerra no se
hace por nosotros, pues al final se hace, claro está, para los
capitalistas. Si se hiciera por nosotros, los trabajadores y los parados y
los campesinos pobres, nosotros, por supuesto, daríamos todo nuestro
dinero, aunque tuviéramos que quedarnos desnudos, pero no es así.
Cuando Ito comenzó a hablar, un trabajador de la asociación de ex
combatientes se puso a armar bulla para estorbar. Entonces, Suyama
se metió por medio. Utilizó tal cual las palabras de Kiyokawa y dijo:
“Nosotros los trabajadores, cuando estamos en la fábrica, somos
exprimidos y, cuando ya no nos necesitan, los capitalistas nos echan a
la calle si les conviene y, si hay una guerra, somos los primeros a
quienes arrastran. En cualesquiera circunstancias, somos sacrificados
sólo para los capitalistas. ¡O sea que, si hay que hacer una colecta, los
que tienen que contribuir son ellos!”.
Al escucharlo, las caras de los asistentes parecían decir que eso
también era cierto.
–Hacer que nosotros contribuyamos a la colecta es un truco tramado
por ellos para que pensemos que la guerra no se hace para ellos sino
para todos los ciudadanos.
Después de Suyama, Ito habló de “la bolsa roja de colecta” y de que,
desde que estallara la guerra, su calidad de vida no había mejorado en
absoluto. Así las cosas, Kiyokawa y los suyos no podían presentar
batalla. Kiyokawa perdió el liderazgo de la asociación de amistad. Y los
trabajadores de la asociación de ex combatientes tampoco supieron ni
pudieron hacer nada. La manera de actuar de esos fascistas y de
todos los fascistas en general los de la sociedad en general no era
representar su papel ante las masas sino que se honraban en actuar
por la espalda, así que, si en algún momento creímos que sólo con
aquello habíamos alcanzado el éxito, estábamos equivocados.
Al volver de aquella reunión, dos o tres tipos de la asociación de ex
combatientes le dijeron:
–¡Tú, radical! ¡Ven para aquí un momento!

75
Takiji Kobayashi

Entonces, al entrar en una callejuela, de pronto, se echaron todos


sobre él y lo apalearon.
–Como eran tres, viéndome incapaz de hacer nada, me rendí –dijo
Suyama riéndose.
A través de Ito, Suyama quiso que los miembros de la asociación de
amistad que habían asistido el día anterior a la reunión supieran de
aquel cobarde ataque. Sin duda sería la mejor manera de mostrar
quién había tenido razón.
Una hora después de reunirme con Suyama, me encontré con Ito y me
explicó contenta que todo el mundo le preguntaba con interés por qué
se habían peleado por la cuestión de la colecta y que, mientras les
contaba la pelea, les había podido hablar sobre la verdadera
naturaleza de aquella petición.
Nosotros, preocupados por lograr que todos comprendieran la razón
última de la colecta nos quisimos servir de razonamientos, pero tanto la
dureza de aquel trabajo como el hecho de tener que pagar los estaban
matando, así que, contra lo que se esperaba, la cuestación había
terminado en fracaso.
Dentro de la fábrica, la confianza en Suyama había aumentado
después de la paliza. Los trabajadores se mostraron impresionados
con aquella anécdota, pero, como cabía esperar, el jefe comenzó a
mirarlo con suspicacia, de manera que Suyama corría peligro, dijo Ito.
–¿Puede ser que la empresa haya organizado esta colecta expresa-
mente para descubrir a los rojos entre los trabajadores?
Dije que sí, sin duda alguna así era.
–Hemos caído un poco en su trampa –dijo ella.
Aquel comentario no me pareció propio de Ito.
–¡No, eso no! –dije–. Nosotros hemos podido demostrar ante decenas
de trabajadores quién tiene razón. Al mismo tiempo, en el seno de la
asociación de amistad, hemos demostrado nuestra capacidad de
influencia; si continuamos trabajando y logramos ganárnoslos y
organizarlos, habremos obtenido un éxito enorme. Sin sacrificio no se
alcanza objetivo alguno. Y sin duda, en los decisivos momentos finales,
seguro que lo que ha ocurrido será útil.

76
EL CAMARADA

De repente, la cara de Ito enrojeció.


–¡Sí, eso es! ¡Sí, sí, eso es! –dijo y, con su típica mirada reflexiva,
asintió repetidamente.
Yo bromeé:
–¡El que ríe último ríe mejor, así que, de momento, vamos a pedirle a
Suyama que nos haga muecas!
Ito también se rió. Después, ella nos contó que había llevado a su
grupo a ver una obra en el teatrillo de Tsukiji. Para todas las
trabajadoras, aunque nunca hubieran asistido a ninguna representación,
teatro significaba kabuki9 o, en todo caso, las obras de Yaeko
Mizutani10 pero en aquel espectáculo salían trabajadores y
trabajadoras gritando y, al parecer, las había sorprendido.
Cuando terminó, todas dijeron que aquello no era teatro. Ito les
preguntó que entonces qué era y contestaron que lo que acababan de
ver era “la verdad”. Les preguntó si había sido interesante y todas
dijeron “¡Bueno...!”. Se sorprendieron tanto que, transcurridos algunos
días, continuaban hablando de aquello que habían visto en Tsukiji. Una
mujer bajita llamada Kimi, que siempre seguía a Ito, dijo:
–Cuando me llaman trabajadora, siento muchísima vergüenza, pero,
en aquel teatro, sentían orgullo por serlo. ¡Qué falso! –dijo–. ¡Si hay
una huelga, me esforzaré, pero la verdad es que me da vergüenza
decirles a los vecinos que soy una trabajadora! –añadió pensando en
voz alta.
Cuando les preguntó si querrían ir otra vez, muchas le respondieron
entusiasmadas que sí porque deseaban volver a ver maltratado a
aquel jefe que se parecía muchísimo al suyo.
Como quien no quiere la cosa, Ito comentaba que a ellas, de todos
modos, las iban a echar y añadía que, aunque se portaran bien, no les
iban a dar ninguna paga, así que por qué no organizaban entre todas
una huelga y se metían con el jefe como en la obra. Todas sonrieron y
asintieron. Entonces, mirándose unas a otras, decían: “¡Eso estaría
bien!” y comenzaban a contar alegres cómo meterse con el jefe. Y así,
sin darse cuenta, se habían comportado como las mujeres trabajadoras
de aquella obra de teatro.
9
Género teatral japonés muy sofisticado. (N. de los t.)
10
Actriz japonesa (1905-1979). (N. de los t.)
77
Takiji Kobayashi

Gracias a la influencia de Ito, hasta entonces, habíamos sumado como


compañeras a tres trabajadoras de la asociación de amistad. Como las
tres habían respirado el aire abierto del sindicato obrero, hablaban sin
reparos de las cosas que Ito solía callarse para evitar destacar
demasiado. Esa actitud de superioridad de aquellas tres mujeres
provocó una pequeña grieta con las otras compañeras y si bien ellas
tres perdieron la ingenuidad de sus inicios, también comenzaron
comprender qué era la campaña. A fin de que congeniaran, Ito creaba
las más diversas ocasiones.
–No funciona tan bien como en las novelas –se rió.
Decidimos el día en que debíamos reunimos y acordamos que Ito sería
la encargada de buscar el lugar. Ya había llegado el momento de fijar
las últimas medidas.
–¿Todavía estás con las berenjenas? –me preguntó Ito mientras se
levantaba.
–Sí –dije, y me reí–. ¡Gracias a ellas, las articulaciones de las rodillas
se me han debilitado!
Ito se puso un momento la mano en la faja y sacó un recorte de papel
doblado en forma cuadrada. Yo pensaba que se trataba de un informe,
la miré a la cara y me lo puse en el bolsillo.
Cuando lo saqué ya en casa, envuelto en un pañuelo de papel, había
un billete de cinco yenes.
Kasahara empezó a trabajar en una pequeña cafetería. Desde que se
decidiera a hacerlo, sentí pena por ella. Para quien está en la
campaña, trabajar en una cafetería para poder vivir era algo peligroso:
la situación del camarada que lo hiciera, por muy firme que se
mantuviera, iba a deteriorarse, pues para nosotros el ambiente era algo
muy importante, tan importante como para el pez el agua. Trabajaran
para ellas mismas o para mantener al camarada con el que convivían,
a las camaradas que entraban a trabajar en una cafetería les sucedía
otro tanto. Y Kasahara, en absoluto preparada para realizar nuestro
trabajo, iba cayendo. Kasahara no tenía espíritu de entrega, al menos
no de entrega a la campaña, pero yo debía defender mi trabajo de
organización y no podía ponerme sentimental.

78
EL CAMARADA

Al principio, Kasahara salía de casa y se dirigía a la cafetería. Una


noche, tarde, volvió de mal humor por culpa de aquel trabajo al que no
se acostumbraba. Dejó el bolso de cualquier modo, se sentó de lado y
se dejó caer de espaldas. Parecía estar tan fatigada que no podía decir
ni una palabra. Al cabo de un rato, en silencio, estiró las piernas hacia
mí.
–¿…?
Yo miré la cara de Kasahara y le toqué las piernas. Las tenía tan
hinchadas que no se sabía dónde estaban las rótulas y los tobillos. Las
dobló sobre el tatami y su rótula crujió débilmente. Qué sonido tan
desagradable.
–Estar todo el día de pie es muy duro –dijo.
Yo le conté lo que me había dicho Ito sobre las trabajadoras de una
fábrica textil: las piernas se hinchaban de estar de pie y temblaban,
pero tampoco podían apoyarse en la máquina. Y trabajaban doloridas
mientras por detrás les daban patadas con los zapatos puestos.
Entonces, le dije que tenía que pensar que no sólo ella estaba
sufriendo la dureza de aquel trabajo, una dureza de la que pudiera huir
ella sola, sino que era la dureza con la que estaban amarrando a todo
el proletariado. Ella me escuchaba atenta.
–¡Es verdad! –dijo.
Después de mucho tiempo, sentado con las piernas cruzadas, acogí el
pequeño cuerpo de Kasahara. Ella cerró los ojos y se quedó en aquella
postura.
Con el tiempo, empezó a quedarse a dormir en la cafetería. La
propietaria era una mujer, la concubina de vete a saber quién. Como
no era prudente que una mujer estuviera sola, le pidió que se quedara
a comer y dormir y le pagaría lo mismo. En la casa de huéspedes,
Kasahara anunció que estaría un tiempo en su pueblo y se marchó. La
propietaria de la cafetería se había licenciado en la Escuela Normal o
en una universidad para mujeres y dominaba el inglés. Y al parecer no
tenía sólo un hombre sino tres, de manera que dormía en un sitio u
otro y regresaba por la mañana. Sus amantes eran un catedrático de
universidad, un famoso novelista y un actor de cine.

79
Takiji Kobayashi

Cuando regresaba, le contaba minuciosamente hasta los detalles más


obscenos y comparaba las habilidades de uno con las de los otros,
pero a Kasahara eso la importunaba. Y entonces la propietaria de la
cafetería dormía hasta las dos o las tres del mediodía.
Cuando yo me levantaba por la mañana y no tenía nada para comer,
acudía a aquella cafetería. A esas horas casi no había clientes, así que
le pedía que preparara arroz como si fuera para ella y, escondido, lo
engullía. Al principio, aquello le desagradaba, pero terminó diciendo:
“¡Esto es lo mínimo!”. Yo me agachaba en aquella cocina pequeña,
desordenada y húmeda para comerme a prisa el arroz.
–¡Qué pinta tienes!
Kasahara, vigilando el primer piso, comprobaba mi postura y sonreía.
Sin embargo, el ambiente de trabajo de Kasahara era pésimo: por una
parte, tenía que aguantar la vida que llevaba la propietaria y, por otra,
los clientes no sólo tomaban té y se marchaban sino que solían contar
decenas de estupideces a las camareras. Sentí que a Kasahara no le
había quedado más remedio que adaptarse y entonces comprendí que
aquellas condiciones estaban calando en su corazón.
Como yo todavía no me había rendido respecto a ella, le prestaba
algún libro para que lo leyera cuando tuviera ocasión y siempre que
podía le hablaba de cosas diversas, pero a Kasahara le molestaban
muchas cosas aún más que antes y ya no se detenía a pensar en
aquellos asuntos.
Yo, por más que buscara, no encontraba más cosas que me unieran a
Kasahara. El ajetreo del trabajo me había arrastrado. La situación en
Industrias Kurata era tan apremiante que acudía a ella para recibir
dinero para pagar los medios de transporte que necesitaba y para
comer, así que prácticamente había dejado de hablar con ella. Y
advertí que a veces su cara reflejaba una enorme tristeza.
Gracias a ella, yo podía llevar a cabo mis actividades diarias, así que,
en ese sentido, ella también estaba desempeñando un papel
importante para el trabajo. Se lo dije y también le dije que tenía que ser
consciente de ello y que era necesario que se mantuviera firme.

80
EL CAMARADA

Un tiempo después, apenas podía salir para que me diera el dinero


para pagarme el transporte y la comida, así que empecé a ir a aquella
cafetería una vez cada tres días, luego una vez por semana, después
una vez cada diez días y así cada vez menos.
El trabajo de la región, del distrito y de la célula de la fábrica se me
acumulaba. Los días en que tenía hasta doce o trece contactos, salía a
las nueve de la mañana y regresaba a las diez de la noche. Al volver a
la casa de huéspedes, tenía la nuca dura como un palo y un dolor de
cabeza insoportable. Subía las escaleras y, vestido, me tumbaba sobre
el suelo del tatami.
En aquella época, no conciliaba el sueño boca arriba. Tanto había
forzado mi cuerpo que, agotado como un niño enfermo, terminaba
durmiendo boca abajo. Mi padre, en Akita, trabajaba como agricultor y,
cuando regresaba del campo, con las alpargatas llenas de barro, se
quedaba durmiendo la siesta también tumbado boca abajo en la
entrada.
Mi padre trabajaba al límite de sus fuerzas. El arrendamiento era tan
malo que tenía que labrar incluso un pedregal abandonado en el que
nadie del pueblo quería poner sus manos. De allí pretendía sacar lo
que fuera para poder cubrir parte de nuestras necesidades. Y en ello el
corazón se le fue desgastando.
Viéndome incapaz de dormir boca arriba, pensaba que me iba
pareciendo a mi padre. Él, hacía más de veinte años, sin protestar al
terrateniente para convencerlo de que le rebajara algo el arrendamiento,
trabajaba hasta reventar y luego pretendía huir, pero mi caso era
distinto. Sí, cierto era que tanto había cortado la relación con mi madre
como que ni mi hermano ni mi hermana conocían mi paradero y que
últimamente estaba sacrificando mi relación con Kasahara; a eso se
añadía que quizá yo también estaba trabajando hasta reventar, ¡pero
yo no trabajaba, como mi padre, para servir más al terrateniente o a los
capitalistas, sino para todo lo contrario!
Carente de toda vida privada, también el cambio de estación se había
convertido sólo en una parte de la vida del Partido: la contemplación de
las hierbas y las flores, del cielo azul o la lluvia, no me alegraba o
entristecía sin más. La lluvia me ponía de buen humor simplemente
porque salir con paraguas impedía que los demás me vieran la cara. Y
en cuanto llegaba el verano ya estaba deseando que terminara. Yo no
81
Takiji Kobayashi

odiaba el calor, pero con aquella ropa tan ligera quedaba más a la vista
mi físico característico (¡Ojalá se lo comieran los perros!). Y, cuando
llegaba el invierno, pensaba: “Voy a vivir un año más y puedo seguir la
campaña”, pero el invierno de Tokio era demasiado luminoso y la luz
tampoco jugaba a mi favor.
Con aquel modo de vida no es que yo me hubiera vuelto insensible a
las estaciones sino que me había vuelto sensible a ellas de una
manera inimaginable hasta entonces para mí. Durante los meses que
había pasado en la cárcel, ya hacía dos años de aquello, también
había sufrido esa extrema sensibilidad hacia las estaciones, pero sin
duda ocurría de otra manera.
Sí, entonces me ocurría de forma inconsciente. La vida que me había
tocado vivir había hecho que así fuera sin yo saberlo. Aun habiéndome
entregado ya completamente al proletariado, antes de que la policía
me persiguiera, yo todavía disfrutaba de vida “propia”. Como sindicado
de oposición afiliado al partido socialista, a veces paseaba por
Shinjuku o Asakusa charlando con la gente del sindicato; como
miembro de la célula de la fábrica, mi vida política estaba perfecta-
mente reglamentada, pero podía hacer las cosas normales que
conllevaba la legalidad, como quedar con alguien, ver películas (por
cierto, ¡ya me había olvidado de su misma existencia!), ir a comer y
beber. En alguna ocasión, incluso había aplazado el trabajo de la
célula de la fábrica para poder hacer esa vida mía. Y, además,
inconscientemente funcionaba el orgullo propio y, ante el dilema de
cumplir con el trabajo de la célula o dedicarme a mis cosas, más de
una vez daba preferencia a las segundas.
Naturalmente, con el trabajo, aquello cambió, pero aun así no se podía
decir que yo, como miembro del Partido, llevara una vida política las
veinticuatro horas. Y debo apuntar que tampoco era sólo por mi culpa.
La capacidad de esfuerzo de alguien que no llevara una vida regular
debía tener un límite. Yo, que había cortado por completo cualquier
vínculo afectivo y que cualquier interés que pudiera tener al margen del
Partido estaba absolutamente controlado, quería enterrar mis vínculos
e intereses de forma definitiva, pero creí que no sería capaz de
hacerlo. Y fue entonces cuando me sorprendí al comprobar que ese
límite de la capacidad de entrega aumenta fácilmente ante un trabajo
que se considera ineludible y logré concentrar en dos o tres meses
todo el esfuerzo de aquellos dos últimos años.
82
EL CAMARADA

Al principio, aquel modo de vida me producía un sufrimiento


insoportable y difícil de expresar, como cuando era pequeño y
hacíamos competiciones para ver quién aguantaba más debajo del
agua. Y eso que por entonces todavía no había sido preparado para
las dificultades de verdad. S, quien solía mostrarnos sus propios
recortes, tan distintos a los de Suyama, comentaba sobre la “vida
política de veinticuatro horas” que debíamos hacernos fuertes para
convertirnos en “alguien que no siente el cansancio de trabajar
dieciocho horas al día”.
Eso de trabajar dieciocho horas al día era algo que yo, por entonces,
no comprendía, pero el día que tuve que acudir a doce o trece
contactos, entendí su significado: la vida privada debía ser, al mismo
tiempo, la vida de clase. Acercarme, aunque fuera un poco, a aquello
era mi deseo.
Industrias Kurata puso el pie en el acelerador al hacer correr el rumor
de que podrían pasar a fijos a algunos trabajadores temporales. A fin
de estar preparados para aquello, rehicimos la composición de la
célula. Del grupo que estaba bajo la influencia de Suyama, elegimos a
uno, un joven trabajador fijo, y del grupo de Ito, a dos, una fija y otra
temporal. Esas tres personas fueron recomendadas para constituir
nuevas células y elaboré un informe sobre su trayectoria personal. Yo
las presenté a la organización y recibí la aprobación.
Entonces nos organizamos para que cada célula se encargara de una
tarea en su lugar de trabajo, pues si Suyama o Ito sufrían algún
incidente, sus compañeros no debían dejar ni un solo día de cumplir
con sus responsabilidades. Al trabajar en la fábrica, se enterarían al
momento de que a Suyama o a Ito les había ocurrido algo y una nueva
célula acudiría al lugar en que nos reuníamos Suyama y yo.
Nuestra reunión era el cuartel general de la lucha, así que si
rompíamos el contacto y no cumplíamos con las directrices y los
planes necesarios para la lucha, estaríamos cometiendo una traición
de clase. Hasta entonces, cuando habían pillado a algún camarada o
había fallado el contacto, no habíamos tomado medidas alternativas y
habíamos caído en el derrotismo, pero sabiendo por experiencia que
en cualquier momento podían atrapar a cualquiera de nosotros,
debíamos luchar teniendo preparados los dos siguientes escalones.

83
Takiji Kobayashi

En realidad, después de la paliza que le dieron tras la última asamblea


de la asociación de amistad, la situación de Suyama se había vuelto
extremadamente peligrosa. Él, resignado, acudía todos los días a la
fábrica habiéndose hecho a la idea de que tal vez aquel día o el
siguiente lo atraparían. Y si mientras estaba trabajando le decían “Ven
un momento”, él creía que ya se había acabado todo, pero como las
posibilidades de la organización se habían fortalecido, él iba a trabajar.
El peligro había aumentado, pero hasta cierto punto en la fábrica se
sentía más libre de hablar ante todos y se había ganado su confianza.
Se acercó el fin de mes. Al parecer, la empresa iba a llevar a cabo los
despidos el día 30 o 31. Y como todavía no había nada concreto al
respecto del paso de temporales a fijos, todos empezaron a sospechar.
En Máscara habíamos escrito que aquello era un engaño para
aumentar la eficiencia en el trabajo y una estrategia de la empresa
para aplacar las protestas de todos, una realidad que todos los
trabajadores habían experimentado por sí mismos. Como la mayoría
eran trabajadores temporales, desde que se anunciaran los despidos,
la fuerza del grupo disminuiría y nosotros, en esos dos o tres días,
teníamos que tomar decisiones.
Con las octavillas y las noticias llamábamos la atención sobre la
necesidad de oponerse a la guerra. Como había dicho Lenin, un
“cuento de hadas” era la mejor forma de hacerse entender. Si como
reacción a los despidos, los trabajadores se levantaban, nos sería fácil
hacerles entender por qué debían oponerse a la guerra y más teniendo
en cuenta que aquélla era una industria de suministros militares. Lo
primero era hacer que sucediera algo.
Yo tomé la última decisión: A quienes estaban bajo la influencia de Ito y
Suyama, las nuevas células, se les asignó una responsabilidad en sus
respectivos lugares de trabajo para llevar los grupos que actuarían al
mismo tiempo contra los despidos. Y, para que aquello tuviera éxito,
haría que Suyama distribuyera las octavillas abiertamente dentro de la
fábrica. En el grupo de la cantina de Ito, había una trabajadora que
tenía un hermano empleado en Industrias Kurata. Por ella supimos que
los despidos no se harían el día 31, como nos habían hecho creer, sino
que se anticiparían al 29 y se harían de una sola vez. Ese día no sólo
estaría la policía sino también el ejército. Así que, fuera como fuera,
había que hacer una huelga el día 28 a fin de anticiparnos a ellos.

84
EL CAMARADA

Por cierto, últimamente, Suyama corría grave peligro de ser atrapado:


ese día o el anterior Ito había visto una o dos veces a policías de
paisano saliendo de la oficina y hablando con el jefe en la puerta de la
nave número 2, donde trabajaba Suyama.
Desde la detención de Ota, habíamos introducido dos veces la octavilla
del Partido y otras dos veces Máscara, de manera que no había dudas
de que ya sospechaban de Suyama. Cuando se hablaba del Partido
Comunista, había quienes creían y a quienes les hacían creer que se
trataba de algo oculto en algún sitio desconocido, “arriba” o “bajo la
tierra”, como si fuera un dios o un diablo, pero debíamos transmitir que,
en realidad, aquel Suyama, un hombre en el que todos habían confiado
durante tanto tiempo, trabajaba, hombro con hombro, con los
comunistas, de manera que debían terminar sintiendo simpatía y
confianza por el Partido. Y por esa razón yo había decidido encargarle
a Suyama que repartiera las octavillas abiertamente.
En el caso de que hubieran atrapado a Suyama, alguien debía realizar
ese reparto a fin de estar preparados para la lucha final. Los complots
no bastaban para conseguir la movilización de las masas: primero se
debía extender la organización de forma invisible como una telaraña y
entonces instigar a la rebelión de forma abierta.
Para establecer aquellas últimas medidas, decidimos sentarnos para
hablar. Yo debía presentar el plan que había trazado, pero al pensar en
Suyama, se me encogía el corazón: si aceptaba distribuir la octavilla
del Partido, una acción que sin duda lo convertiría en héroe para
nosotros, tenía que estar dispuesto a cumplir entre dos y cinco años de
presidio.
Cuando salía, yo no imaginaba ni pensaba en nada, pues me limitaba
a vigilar en todas las direcciones, pero ese día no podía quitarme de la
cabeza a Suyama. No, no debía paralizarme de aquella manera.
También él, conocedor de la situación en la que nos encontrábamos,
comprendería que su sacrificio era algo necesario e ineludible. No
cabía alternativa, no había otro camino que tomar. Además, si para la
liberación del proletariado había que tomar aquel camino, no podíamos
pararnos a considerar si una decisión era o no cruel ni sentir
conmiseración. No, no nos podíamos permitir pensar en nada que nos
alejara de nuestro objetivo.

85
Takiji Kobayashi

Pero, hasta llegar al lugar de la reunión, me vino a la cabeza aquel


Suyama que nos hacía reír con sus extravagantes recortes y me
invadió la tristeza.
El lugar elegido era la casa de un amigo de borracheras de Suyama
que ya nos la había prestado en tres ocasiones. En la oscura entrada
de la casa, me quité las sandalias de madera, me las puse en el pecho,
subí al primer piso donde la luz entraba de manera oblicua y vi la cara
de Suyama.
Ito estaba apoyada en la pared, sentada de lado con las piernas
extendidas y dándose un masaje. Al entrar, me miró y se arregló el
peinado con coquetería. “¡El otro día.!”, dije yo. Ella no respondió nada.
En las reuniones de la fábrica, Ito solía estar maquillada, pero en las
reuniones de célula nunca había aparecido con la cara maquillada,
pues no era en absoluto necesario y, la verdad, me parecía más bonita
con la cara lavada.
–La camarada Ito viene de reclutar a un trabajador fijo –soltó Suyama
con tono burlón, señalando la cara de Ito.
En aquellos casos, ella siempre se quedaba callada, pero, no sé por
qué, en aquel momento me miró a los ojos.
Cuando empezó la reunión, yo, como siempre, presté atención
especialmente a las informaciones de Suyama: siguiendo las decisiones
de la última reunión de célula, Suyama había tomado medidas para
que organizaran reuniones en cada lugar de trabajo, pero, dada la
situación de la fábrica, aquellos dos o tres días iban a ser decisivos, así
que había que hacer algo urgentemente.
Ito añadió que, como ya me había informado, aunque hacían creer que
los despidos tendrían lugar el día 31, los harían el 29, y explicó que,
calculando mentalmente, los encargos que se habían recibido de
paracaídas y de máscaras, coincidían exactamente para ese día 29,
así que para el 28, es decir, dentro de dos días, debíamos librar una
lucha decisiva.
Suyama e Ito coincidían en la necesidad de esa lucha, pero el
problema era cómo llevarla a cabo.
Suyama, tras un momento de reflexión, dijo:

86
EL CAMARADA

–Hasta este momento hemos hecho bien los preparativos y la moral de


la gente está en alza, así que ahora se trata de dar un golpe que
movilice a las masas. –Se paró un momento y siguió–: De que ese
golpe sea certero o no, dependerá la victoria o la derrota.
–Sí. Ahora sólo falta alguien que encienda la mecha. ¡Una mecha para
ochocientas personas! –dijo Ito mostrando una excitación impropia en
ella.
–Yo, últimamente, estos últimos dos o tres días, estoy muy irritable.
Hasta ahora, habíamos actuado liquidando la forma de actuar sectaria
del fukumotoismo,11 pero parece que todavía nos quedan algunos
restos. Y que ahora, a falta de un último esfuerzo, no seamos capaces
de ganar la batalla en esta fábrica, ¿no será culpa de esos restos?
–Suyama me miró a la cara–. Si alguien no se planta abiertamente
ante las masas, no podremos entablar batalla. Hay que pasar de la
cantidad a la calidad. Yo no creo que eso sea de extrema izquierda,
pero no sé qué os parece.
Suyama puso énfasis en esa expresión, como si alguien le hubiera
dicho que aquello sí era “de extrema izquierda”.
Yo no era dogmático, consideraba que entre todos debíamos decidir
cómo afrontaríamos la lucha final, así que permanecí callado, atento a
que el problema se encauzara hacia la dirección adecuada. Y así fue.
La forma de trabajar de Ito y Suyama no partía de la razón sino de su
propia comprensión de la situación que se vivía en la fábrica en cada
momento y habían actuado de forma consecuente. Y esa comprensión
era consecuencia de haber llevado siempre una vida que no se
apartaba de la vida de los trabajadores: en nuestro caso se unificaban
de forma delicada la teoría y la práctica.
Le dije a Suyama que eso de la extrema izquierda era una expresión
que lanzaban los derechistas y chaqueteros más cobardes para ocultar
sus prácticas.
–¡Eso es! –dijo Suyama.
Entonces expuse mi plan. Por un instante sentí que la tensión frenaba
mis palabras, pero ese instante pasó y me expliqué.

11
Tendencia dominante en el Partido Comunista de Japón en los años veinte bajo el
liderazgo de Kazuo Fukumoto (1894-1983) caracterizada por atribuir gran importancia a
las cuestiones teóricas. (N. de los t.)
87
Takiji Kobayashi

–Yo también lo creo. –dijo Suyama rompiendo el silencio con voz


tensa. Lo miré.– Y, por supuesto, eso lo tengo que hacer yo –añadió.
Yo asentí.
Ito estaba tensa y su mirada iba de Suyama y a mí. Me giré hacia ella y
dijo en voz baja y sin apenas abrir la boca: “Nada que objetar”.
Miré a Suyama y vi que, sin darse cuenta, estaba troceando la caja de
tabaco vacía que tenía sobre sus piernas cruzadas.
Una vez decidido aquello, el silencio invadió la sala de forma tan
absoluta que, de golpe, oímos los pasos en la calle delantera y las
voces de los charlatanes de los locales nocturnos que hasta entonces
no habíamos percibido.
Entramos en los detalles. Como últimamente las inspecciones físicas a
las trabajadoras se habían relajado, las octavillas y el periódico de la
fábrica Máscara entraban gracias a ellas y la empresa había
comenzado a reforzar los registros, pero ese día Ito asumiría toda la
responsabilidad y, sirviéndose de unos calzones que se ajustaban a los
muslos con unas gomas, entraría el material. Por la mañana, ella
recibiría las octavillas de S, iría a unos servicios públicos y se las
colocaría bien pegadas a los calzones. Ya en el interior de la fábrica,
en el momento acordado, usarían los servicios para entregar las
octavillas a Suyama y las repartirían en el descanso del mediodía en la
azotea. Así lo decidimos.
Terminada la reunión, la emoción que hasta ese momento había
estado reteniendo me llenó el pecho.
–¡Nos despedimos quién sabe hasta cuándo.! –le dije a Suyama.
–Tengo dos amigos, dos buenos amigos: a uno lo tuvieron tres años
por lo del 15 de marzo, y al otro, por lo del 16 de abril del siguiente
año, le cayeron cuatro años. El del 15 de marzo salió y en diciembre
del año pasado lo volvieron a atrapar y le cayeron tres. Él, que estaba
deseando que saliera el del 16 de abril, cuando entró en la cárcel, dijo
que se irían cruzando y no se encontrarían nunca, ¡pero que eso no
importaba! Este quizás sea mi último recorte.
A Ito y a mí, sin pensar, se nos escapó la risa, pero la piel de mi cara
estaba tan tensa como si me hubieran hecho llorar.

88
EL CAMARADA

–Pase lo que pase, si esta organización permanece, la lucha tendrá


raíces para seguir adelante, así que tú haz el favor de no dejarte
detener. Si te detienen a ti, nada de lo que yo haga tendrá sentido,
¡será un sacrificio inútil! –dijo Suyama.
Y, entonces, después de decidir reunimos de nuevo la noche del día
26, aquel día seguimos con los preparativos.
–Bueno, pues.
Nos levantamos. Sin pensarlo, Suyama y yo, de pie en medio de la
sala, nos estrechamos las manos con fuerza.
Suyama parecía avergonzado como un niño.
–¡Qué pequeña tienes la mano, Sasaki! –exclamó.
Al salir, Suyama me dijo que como seguramente ya no tendría
oportunidad de hacerlo, se iba a pasar por casa de mi madre.
–Cada vez que voy a verla veo a tu madre más y más encogida –dijo.
No entendí bien qué quería decir, pero esas palabras, “más y más
encogida” me llegaron al corazón e imaginé a mi madre
empequeñeciéndose por las preocupaciones, pero en mi situación.
quién podía permitirse siquiera pensar en aquello. Con fingida
naturalidad, contesté: “Sí, supongo que sí” y corté el tema.
Me separé de Suyama e Ito me dijo que, hasta el siguiente contacto,
tenía más de treinta minutos, así que decidimos dar juntos una vuelta.
Hablamos de celebrar una pequeña fiesta para Suyama. Ito se
encargaría de comprar dulces y fruta.
Era característico de ella andar a grandes zancadas y balanceando los
hombros como un hombre, pero aquel día a mí me pareció que andaba
a mi lado a pasitos, de forma femenina. Cuando nos íbamos a separar,
dijo “espera un momento” y entró en una pequeña tienda. Al cabo de
un rato, salió con un paquete.
–Esto es para ti –dijo, y me lo acercó.
–¡Qué vergüenza! –le dije, pero me lo puso a la fuerza en la mano–.
Últimamente tus camisas. están sucias. ¡Y ellos se fijan mucho en esas
cosas!

89
Takiji Kobayashi

Al regresar a la casa de huéspedes, con la mirada fija en el paquete,


me di cuenta de que estaba comparando a Ito y a Kasahara. Las dos
eran mujeres, pero yo hasta entonces no había pensado en Ito y en
Kasahara de aquel modo. Y, al compararla con Ito, por primera vez,
sentí que Kasahara estaba muy lejos de mí.
Ya hacía diez días que no veía a Kasahara. La azotea de Industrias
Kurata estaba en la nave número 3 y, en el descanso del mediodía,
todos subían y se dejaban acariciar por los primeros rayos de sol de la
jornada, se tumbaban, discutían, tonteaban, jugaban al balonvolea.
Aquel día, en el suelo de cemento, los rayos del sol, que ya
anunciaban el verano, se reflejaban deslumbrantes. Suyama se rodeó
de compañeros y se preparó para impedir que lo detuvieran demasiado
pronto.
Justo a la una menos cuarto, de repente, se puso a hablar en voz alta y
a lanzar continuadamente al aire, con fuerza, las octavillas. “¡Contra
los despedidos masivos! ¡Opongámonos con una huelga!” Luego sus
gritos se confundieron con los gritos de los demás.
Las octavillas rojas y amarillas centelleaban con los rayos del sol. Al
esparcirlas, todos se habían quedado parados por el sobresalto, pero
al instante se abalanzaron a recogerlas del suelo. Entonces, algunas
decenas de trabajadores lanzaron de nuevo al aire las que acababan
de recoger con ahínco y, de esa manera, las octavillas lanzadas en un
pequeño espacio acabaron cayendo sobre las cabezas de los
seiscientos trabajadores. Preparados por si sucedía algo así, los
guardias que ocupaban diversas posiciones en la azotea se pusieron a
gritar con todas sus fuerzas entre el tumulto: “¡Eh, eh, no recojáis las
octavillas!”, pero no pudieron descubrir quién las había lanzado. Todos
parecían estar lanzándolas.
Para los guardias, no había nada más que hacer en la azotea, así que
se agruparon en la salida y quisieron hacerlos pasar uno a uno para
identificarlos, pero tardarían una hora y el trabajo se retrasaría. Al oír la
sirena en la gruesa chimenea de cemento, todos unieron sus brazos y
fueron en tropel hacia la estrecha entrada gritando “¡Ea, ea, ea!”. Los
guardias no pudieron hacer nada. Ito vio a Suyama tan pancho en
medio de aquella muchedumbre bajando con tranquilidad.

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EL CAMARADA

Los jefes fueron haciéndoles a todos la misma pregunta: “¿No sabéis


quién las ha repartido?”. Seguro que alguien sabía que había sido
Suyama, pero nadie dijo nada. Los miembros de la asociación de ex
combatientes estaban enfadadísimos. Ese día, en la nave número 2,
donde trabajaba Suyama, y en la sección de paracaídas de Ito, se
animaron tanto que llegaron a escoger delegados y decidieron
negociar con las otras naves para protestar contra la empresa.
Al volver, Suyama se unió a Ito y le dijo: “En un momento así, nos
podemos permitir unas lágrimas, ¿no crees?”, pero se caló la gorra y
se secó la cara en un mismo gesto.
Por el camino, no paró de repetir “¡No pensaba que llegaríamos a
tanto!”, “¡No pensaba que llegaríamos a tantos!” “¡El apoyo de la
multitud es algo maravilloso!”.
A fin de tener conocimiento de cómo había transcurrido el gran día del
reparto de las octavillas, yo había previsto contactar aquella noche con
Ito y, la verdad, ni se me había pasado por la cabeza que pudiera
aparecer con Suyama. Ito entró primero y al ver a Suyama detrás de
ella, yo me quedé mirándolo fijamente: cuando vi que, sin duda, se
trataba de Suyama, me levanté de un salto.
Y entonces me explicaron detalladamente cómo había transcurrido la
jornada. Me emocioné y, sirviéndome de la expresión que él le había
dicho a Ito, dije: “En un momento así, nos podemos permitir una
cerveza, ¿no crees?”, y entre los tres nos bebimos una botella de Kirin.
Suyama, divertido, empezó a bromear como siempre.
–Oye, ¡aquellas octavillas olían un poco mal! –le dijo a Ito.
–¡Eh, tú! –le dije yo cogiéndole por la espalda entre risas.
La lucha decisiva se libraría al día siguiente y, con tan buen ánimo, nos
dispusimos a pulir aún más los preparativos.
A la mañana siguiente, en la misma entrada de la fábrica, la empresa
entregó a cuatrocientos de los seiscientos trabajadores temporales el
salario de dos días y los despidió. Quince o dieciséis policías
desplazados gritaban: “¡Venga, marchaos, marchaos!” a las trabajadoras
que habían recibido la paga pero se habían quedado por ahí
anonadadas.

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Takiji Kobayashi

Al lado de la ventanilla, había un aviso grande:


“El trabajo que se había previsto terminar el día 29 finalizará hoy,
pero la empresa no quiere causar ninguna molestia, así que, por
su propia voluntad, procederá al pago del salario de dos días.
Confiamos que comprendan las buenas intenciones de esta
empresa. Y recuerden que, cuando haya de nuevo trabajo, la
empresa reconocerá su derecho de preferencia”.
El mantener a doscientos trabajadores temporales era una estrategia
para hacernos perder el paso.
Suyama e Ito sí habían sido despedidos. Nos habían adelantado
astutamente en un extremo del cuadrilátero. Suyama e Ito estaban tan
decepcionados que daba pena mirarlos. Yo también. Pero el enemigo
no era un muñeco de trapo. Nosotros debíamos levantarnos sin
demora, aprender la lección y no olvidar aquella remontada del
enemigo a fin de que nos sirviera para la siguiente confrontación.
Nos habían dispersado, pero entre los trabajadores fijos quedaban dos
de los nuestros. Y entre los despedidos había unos diez miembros de
los grupos de Ito y Suyama que habían comenzado a buscar otros
trabajos, de manera que, a partir de entonces, si asegurábamos el
contacto con ellos, el ámbito de nuestra lucha se habría extendido.
Ellos creían que habían golpeado primero y que habían conseguido
desbaratar nuestro trabajo, pero ignoraban que, en realidad, con sus
propias manos ¡habían esparcido las esporas de nuestra organización!
En la actualidad, Suyama, Ito y yo, estamos dedicados a otro trabajo
con más energía que antes.

25 de agosto de 1932

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