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Carta para un Ex Misionero

(Por el Élder Charles A. Didier del Primer Quórum de los Setenta


Conferencia General de Octubre 1977)

Mis queridos hermanos, quisiera dedicar las siguientes palabras a cierta categoría de
hombres y mujeres en la Iglesia, usualmente no hablamos mucho de ellos, tal vez
porque ellos no dicen mucho; es posible que hoy, mañana o cada día veamos a
algunos; están entre nosotros. En realidad, todos nosotros nos preocupamos por los
integrantes de ese grupo: les llamamos ex misioneros. Aquí tengo una carta que iba a
mandar a uno de ellos. Permitidme compartirla con vosotros como un tributo al
trabajo misional y especialmente para recordar la responsabilidad que tenemos hacia
nuestros ex misioneros. Antes de leerla, debéis saber que ni las personas en esta carta
ni los caracteres que representa, son imaginarios.

Querido Élder:
Espero que no le importe si todavía lo llamo Élder. Ese es el nombre por el cual lo
conocí y en mi mente siempre asociaré ese nombre con usted. ¿Se acuerda? Era una
tarde calurosa de verano, y ustedes pedaleaban sus bicicletas calle arriba hacia nuestra
casa; nos admiró ver cómo podían tolerar el calor vestidos con camisa blanca y
corbata. Por dos o tres días habíamos notado cómo casi volaban cuesta abajo, y
cuando llamaron a nuestra puerta, todos nosotros, los cuatro hilos, nos abalanzamos
hacia la puerta para saber quiénes eran esos extranjeros y qué hacían en el vecindario.
Ustedes entraron y cuando les ofrecimos un té helado, lo rehusaron cortésmente
diciendo que no tenían sed.
Cuando después supe quiénes eran ustedes y el propósito de su visita, me di cuenta de
que había sido no excusa. Nos tomó un tiempo entender de qué hablaban. Primero el
fuerte acento extranjero, y después, lo que nos mostraron para, comenzar: láminas de
indios, de ruinas en Sudamérica, y hasta unas planchas de oro hechas a mano y sujetas
con tres anillos. Nos sentimos casi como Cristóbal Colón cuando descubrió el Nuevo
Mundo. Un descubrimiento extraño, pero interesante.
A medida que sus visitas se hicieron más frecuentes, nos hicimos buenos amigos.
Ustedes nos predicaban el mensaje de la restauración del evangelio... y nosotros
aprendíamos inglés. Ambos teníamos motivos personales. No les fue difícil enseñarnos
también un poco de inglés y especialmente mostrarnos cariño. Usted y su compañero
fueron ejemplo vivo y aprendimos a amarlos.
Un día supimos que se iba de la ciudad. A esto le llamaban una "transferencia de
misioneros". Y así era; porque tuvimos que transferir nuestro amor a otro misionero.
Pronto pudimos seguir sus enseñanzas y su ejemplo, pero usted fue el primero, y así
permaneció en nuestra mente. También supimos que su misión era por dos años, y por
supuesto, cuanto terminó la misión prometió mandarnos noticias.
Efectivamente, dos meses después recibimos una carta muy corta; había un retrato en
ella. Todo parecía bien, pero tardamos un poco en reconocerlo, no por el caballo en el
que estaba montado, que contrastaba con la bicicleta que usaba en la misión; ni por la
ropa diferente; sino por las patillas y el largo de su cabello. Nos reímos, porque
pensamos que tal vez estuviera tratando de evocar la leyenda de Buffalo Bill. No
sabíamos que el dejar el campo misional, quería decir que también abandonaría
ciertas características que lo hicieron muy especial ante nosotros, y por las cuales lo
recibimos en nuestro hogar.
¡Usted era tan diferente del mundo! ¿Por qué le fue tan difícil permanecer así?
Con ansiedad esperamos más cartas. Progresamos en la iglesia, nos bautizamos y
pronto aprendimos la importancia del matrimonio en el templo. Mientras tanto,
algunos de sus compañeros enviaron participación de casamiento, y nos regocijamos al
ver sus fotografías y saber de su felicidad. Pero la suya nunca llegó. Y no nos atrevimos
a preguntar el porqué.
El tiempo pasó y llegó mi primera oportunidad de visitar Salt Lake City. ¡Al fin iba a ver
las cosas de las que usted nos había hablado y de las cuales hasta se "jactaba"! (Incluso
esa palabra la aprendí de usted.) ¿Me creería si le dijera que no me sorprendí al ver la
ciudad? Usted nos había hablado con tanto entusiasmo del valle, del Tabernáculo, del
Templo y de los miembros, al grado que yo ya la había visto en mi imaginación. Hasta
me parecía ver a Brigham Young diciendo: "Este es el lugar". Lo imaginado se hizo
realidad, igual que cuando usted nos explicó la primera visión de José Smith, y su
profundo significado para el mundo.
Por supuesto, quisimos visitarlo. Guardábamos todavía el recuerdo de su sonrisa,
testificando con lágrimas en los ojos: "Yo sé que lo que digo es verdad, porque lo he
preguntado a mi Padre Celestial y he recibido una respuesta personal. Ya no hay duda
y mi mente está en paz. Sé que Jesús es el Cristo, que José Smith es un Profeta y que la
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la única Iglesia verdadera
sobre toda la tierra". Yo no pude resistir ni negar su testimonio, a causa del Libro de
Mormón; usted me había hablado al corazón, por el poder del Espíritu Santo. Nunca le
dije cómo me sentí ese día; de esas cosas a veces no queremos hablar porque son muy
sagradas para nosotros; pero que el principio de una vida nueva para mí, con nuevos
propósitos y un conocimiento seguro de la Iglesia y de la verdad.
Si, ese día que llegamos a Salt Lake City queríamos decirle que nosotros también
sabíamos lo que usted sabía. Queríamos decirle: "Gracias Élder, gracias porque su
testimonio cambió nuestra vida. Usted preparó la senda para el Señor; usted enderezó
el camino. Ahora el evangelio avanza en las ciudades de su antigua misión; Sion se
establece. Bien, buen siervo y fiel. Compartamos este gozo juntos". Encontramos
primero a uno de sus compañeros y le preguntamos por usted. Su voz titubeó y parecía
avergonzado, pero al fin nos informó que usted trabajaba en una estación de servicio y
que probablemente no vendría a las conferencias... o tal vez ni las escucharía. Como se
dice en la Iglesia, usted no estaba "activo", es decir que ya no estaba viviendo los
principios que nos había predicado años atrás. Inmediatamente quisimos verlo.
Pasamos por la estación de servicio, nos detuvimos y lo buscamos; al vernos, y
sabiendo quienes éramos, usted titubeó. Vi el pánico en su cara y sonreí tristemente al
ver que usted trataba desesperadamente de ocultar un cigarrillo que ya le quemaba
los dedos. Nos dimos la mano, preguntamos por su esposa, sus hijos, su vida y su
futuro. Algo andaba mal... usted lo sabía y nosotros también. Nos separamos. Dimos
una última mirada y un último adiós. Hoy estoy otra vez en Salt Lake City y escribo esta
carta con la esperanza de alcanzarlo. No sé dónde está usted. Pasé por la estación de
servicio pero ya no estaba allí. Hermano mío, ¿dónde estás? Espero que no se moleste
si he recordado algunos de los momentos que, según usted decía, eran los mejores de
su vida. ¿Por qué no lo son ahora? ¿Por qué los mejores tienen que ser siempre los del
pasado, en lugar de los del futuro? El Evangelio de Jesucristo no se compone de
recuerdos; es un evangelio que al vivirlo hoy sabemos dónde estaremos mañana. Alma
lo dijo con estas palabras:
"Porque he aquí, esta vida es cuando el hombre debe prepararse para comparecer
ante Dios; sí, el día de esta vida es el día en que el hombre debe ejecutar su obra. Y
como os dije antes, ya que habéis tenido tantos testimonios, os ruego, por tanto, que
no demoréis el día de vuestro arrepentimiento hasta el fin, porque después de este día
de vida, que se nos da para prepararnos para la eternidad, he aquí que si no
mejoramos nuestro tiempo durante esta vida, entonces viene la noche de tinieblas en
la cual no se puede hacer nada”. (Alma 34:32-33)
Querido Élder, usted dijo en una conferencia que las madres dan cuerpos a los
espíritus, pero que los misioneros pueden dar la oportunidad de vida eterna a la gente;
ese día yo anoté eso en mi libro, junto con su testimonio. Las palabras del Salvador
también están anotadas para que no olvidemos que por su sacrificio podemos
arrepentirnos de nuestros errores. ¿No lo dijo El a los nefitas? "He aquí; yo soy la ley y
la luz. Mirad hacia mí, perseverad hasta el fin, y viviréis; porque al que perseverare
hasta el fin, le daré la vida eterna.
He aquí; os he dado los mandamientos; guardad, pues, mis mandamientos. Y ésta es la
ley y los profetas, porque ellos en verdad testificaron de mí". (3 Nefi 15:9-10.) Usted
les ha abierto la puerta a muchos, ¿por qué la cierra para sí mismo? ¿me permite
poner mi pie en su puerta como usted lo hizo en la mía? Alargue su mano mientras hay
tiempo y permítanos decirle que lo amamos. Su obispo lo espera, sus maestros
orientadores lo pueden ayudar, sus compañeros de misión no lo olvidan; pero, más
que eso, nosotros lo necesitamos. Venga a vernos; lo esperamos con los brazos
abiertos.
Es tiempo de terminar, pero debe saber que lo que usted fue, puede serlo otra vez.
Que mi testimonio le ayude como el suyo me ayudó. Yo sé por el poder del Espíritu
Santo que revela todo, lo sé en mi mente y en mi corazón, que Dios vive, que Jesús es
el Cristo, nuestro Redentor, y que hoy tenemos un Profeta viviente, el presidente
Spencer W. Kimball; y sé que siguiendo su consejo podemos acercarnos a nuestro
Padre Celestial y arrepentirnos de nuestros pecados. Pido que otra vez entienda esto y
que decida otra vez ser Su discípulo. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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