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Sobre la enseñanza de la filosofía

(Elogio y repulsa de la filosofía en tiempos de crisis)


Jorge Larrosa
En “La experiencia de la lectura”. Editorial FCE, México 2003. Cap. 22, pp. 553-565

Comentar: cómo callar. Comentar


es hacer callar un sentido ya
establecido, un sentido fijado.
Edmond Jabies1

En un texto muy crítico sobre el modo grandilocuente y pretencioso en el que los


filósofos suelen formular la importancia de su trabajo, Jacques Bouveresse cita un texto
de Válery que puede servir para explicitar las condiciones en que puede establecerse
nuestro problema. Válery escribía que “lo que puede reprocharse a la filosofía es que
no sirva para nada, aunque hace pensar que puede servir para todo. De ahí que puedan
concebirse dos modos de Reforma Filosófica: uno sería prevenir que no servirá para
nada –y consistiría en conducirla hacia el estado de un arte dándole todas las
libertades formales-; el otro sería, por el contrario, presionarla para que sea utilizable
e intentar que lo sea buscando las condiciones. Pero, antes de tomar un partido u otro,
hay que figurarse bien nítidamente qué se entiende por servir y por utilidad”2
Parece que en los tiempos que corren hay que volver a hablar en torno al papel de la
filosofía en la formación de los jóvenes. Un tema, por otra parte, sobre el que cualquier
filósofo profesional sería capaz de disertar largamente, pero sobre el que difícilmente
asistiría, al menos voluntariamente, a ninguna disertación. Se trata entonces, parece, una
vez más, de ensayar uno de esos ejercicios rituales de legitimación institucional de una
disciplina intelectual, la filosofía, en tanto que puede contribuir de una forma específica
a la formación de los jóvenes. Se trata, en suma, de determinar el valor de un discurso,
el discurso filosófico en este caso, por la calidad de sus efectos formativos en las
personas que se inician en su práctica. Por “legitimación” entiendo, pues, algo parecido
a eso de lo que Válery hablaba en el texto citado más arriba, al modo como la filosofía
es capaz (o no) de imponer el reconocimiento de cierta representación de sí misma, de
un cierto autorretrato, que la incluya como relevante para la formación de los jóvenes o,
al menos, como parte de la cultura legítima.
Para empezar a precisar “lo que se entiende por servir y utilidad”, podríamos comenzar
por distinguir entre dos cuestiones. La primera cuestión es dónde y con quién se realiza
esa práctica de la filosofía cuya utilidad estamos considerando. Quizás no sea
absolutamente trivial recordar que esa práctica se realiza en un contexto pedagógico
plural en el que la filosofía no es ni el único discurso ni el discurso dominante. Por
“contexto pedagógico” entiendo el entorno social e intelectual en el que los filósofos
que se dedican a la enseñanza inscriben sus prácticas discursivas. Y ese entorno es
necesariamente limitado. Idealmente, los filósofos hablan a la humanidad, pero eso no
tiene ninguna base social. Cada discurso organizado tiene un contexto de circulación y
uso, una audiencia, relativamente restringida. La filosofía es, básicamente, un campo de
estudio que tiene su principal ubicación institucional en centros docentes universitarios
y no universitarios. La práctica de la filosofía se realiza entonces, básicamente, en una
sala de clase en la que también se realizan otras prácticas discursivas no filosóficas. Y
en una sala de clase mayoritariamente ocupada por estudiantes, por personas que tienen

1
“Commentaire: commen taire. Commentaire, c’est faire taire un sens déjà étubli, un sens figé”
2
El texto de Válery está en Cahiers, vol. I, París, Gallimard 1973, p. 650. La cita ha sido extraída de J.
Bouveresse, Le philosophie chez les autophages, París, Minuit, 1984, p.23
que ser iniciadas en la práctica de la filosofía al mismo tiempo que son iniciadas en
otras prácticas discursivas también institucionalizadas y que también se consideran
relevantes para ellos.
La segunda cuestión es cómo ese discurso filosófico, esa práctica discursiva
especializada llamada filosofía, cuya especificidad le autoriza pretender efectos
formativos sobre los que se inician en ella. La segunda cuestión, en suma, es qué es
formarse, y qué es lo que hace que la iniciación en la práctica de la filosofía sea algo
formativo. Y es a esta segunda cuestión, desde luego no desvinculable de la primera, a
la que me voy a ceñir en lo que sigue. Se trata entonces de pensar la relación entre la
práctica de un determinado tipo de discurso y los efectos de esa práctica en un
determinado aspecto de las personas que se inician en él.

La educación como práctica moral


La tarea formativa de la filosofía, al menos en sus modalidades dominantes, se justifica
en el interior de un discurso en el que la educación está construida como una práctica
con sentido moral. La idea de educación se construye como algo que tiene que ver con
algunos ideales públicos o personales como la igualdad, la democracia, el
enriquecimiento de la vida cultural, el pleno desarrollo de las capacidades humanas, la
racionalidad, la virtud, el diálogo, la comunidad, la autonomía, etcétera, y esos ideales
son los mismos con los que se constituye también una representación moral de la
sociedad, de la comunidad o de la persona humana.
La articulación de la educación como una tarea moral permite, en algunas de sus
modalidades, autonomizar las prácticas educativas de cualquier finalidad extrínseca y
utilitaria. La filosofía, por tanto, tiende a rechazar la valoración de las prácticas
educativas sólo en términos pragmáticos e instrumentales (fundamentalmente
económicos) puesto que las considera como valores en sí mismas, o desde valores
difícilmente formulables en términos técnicos, calculables y planificables, como, por
ejemplo, la formación completa de la persona, el desarrollo integral de las
potencialidades humanas, o la articulación cultural de la comunidad. La idea moral de
educación permite situar las prácticas educativas fuera del control técnico y las
convierte en algo opaco a cualquier racionalidad instrumental, en algo que está más allá
de los resultados técnicamente calculables, en algo, incluso, que puede pretender
trabajar a la contra de la estrecha utilidad funcionalista.
Eso implica, desde luego, una tensión entre unos discursos legitimados desde una idea
moral de educación y la tendencia creciente a la racionalización técnica de las prácticas
educativas en tanto que ésta implica una mayor dependencia de las mismas con respecto
a finalidades utilitarias. La autonomía de la idea moral de educación, la posibilidad que
abre de considerar las prácticas educativas con relativa independencia de las
constricciones económicas, sociales o políticas inmediatas, paga el precio de su
inefabilidad.
Si se acepta esta descripción del modo como la filosofía aspira a su legitimación en
contextos pedagógicos, y se pone en relación con el predominio creciente de una idea
técnica de la tarea educativa, se comprenderá que la filosofía, cuando se dedica a
reflexionar sobre su presente y sus posibilidades de futuro, tienda a construir narrativas
de crisis, es decir, narrativas en las que ciertos aspectos del presente son dramatizados
en términos de desastre, de pérdida, de decadencia.
Esas narrativas son muy diversas pero cuentan casi siempre una historia parecida: hubo
un tiempo en que la enseñanza era entendida como una “misión” fundamentalmente
moral. Había una comprensión de los valores que orientaban las actividades de
enseñanza puesto que ésta se relacionaba con una idea moral de la persona humana
“completa” o con una idea del progreso moral de la sociedad o de la comunidad en tanto
que humanización. La formación de los jóvenes consistía, básicamente, en la
constitución de su identidad moral, de su conciencia. En los últimos años, sin embargo,
se ha producido una fractura entre los discursos que construyen la enseñanza como una
práctica técnica y los discursos que construyen la educación como una tarea moral. Una
vez consolidada esa dislocación, el discurso filosófico se debilita y conserva sólo un
estatuto marginal. Por otra parte, la filosofía misma parece incapaz de articular grandes
ideologías morales. Además, la creciente burocratización de las prácticas educativas las
subordina a finalidades definidas de un modo técnico. El profesional-experto-
especializado sustituye a la personalidad formada. Y eso posibilita la subordinación de
la educación a intereses espúreos, a finalidades utilitarias, pragmáticas, puramente
instrumentales, relacionadas con demandas sociales y económicas definidas en términos
funcionales. La reflexión ha sido bloqueada. La crítica es irrelevante o marginal. Existe,
además, una notable pérdida de consenso y de orientación. La educación, vaciada de sus
condiciones morales, es presa fácil de intereses de toda laya, fácilmente manipulable,
utilizable. Debilitada la vigilancia moral, ya no hay obstáculos críticos para su captura
por fuerzas espúreas. Marginada y casi disuelta la razón moral, la idea de educación
puede ser construida desde una razón y las prácticas educativas pueden ser capturadas
por una burocracia de expertos.
Pero, además de construir el pasado en términos de pérdida o de derrota, las narrativas
de crisis tienden a construir el presente como un momento crucial, como un punto de
cambio, de transformación, como un momento en el que “hay que hacer algo”. Las
narrativas de crisis permiten delinear una tarea para el presente y construir el presente
como un momento crucial para el futuro. Y así las narrativas de crisis se convierten en
el marco de ejercicios de relegitimación o en la posibilidad abierta de imaginar nuevas
posibilidades, nuevas prácticas, nuevas formas de pensar, de escribir o de enseñar.

Pedantería, dogmatismo y superficialidad


En esta mi modesta contribución a este apasionado aunque poco interesante debate, me
limitaré a citar y comentar un breve, sabroso y poco conocido texto de Kant, colocado
con una chincheta en la puerta de su aula, y en el que anunciaba el contenido de un
curso que iba a impartir aquél semestre sobre la naturaleza y la enseñanza de la
filosofía.3 Comienza Kant enunciando que la enseñanza de la juventud encierra “una
cierta dificultad en sí misma” cuando se refiere a la filosofía puesto que ésta que es una
ocupación de la edad adulta, quiere adaptarse a la más inexperta juventud. La dificultad
consiste, para el profesor de filosofía, en la necesidad de adelantarse con inteligencia a
los años o, lo que es lo mismo, con la razón (Vernunft) al entendimiento (Verstand). Y
ahí, en esa tendencia a dar conocimientos sin que el entendimiento haya madurado,
“brotan los inagotables prejuicios de las escuelas (…) y la precoz charlatanería de los
jóvenes pensadores, mucho más ciega que cualquier otra presunción y más incurable
de la ignorancia”. Con ese método, “ocurre como si el alumno pescase una especie de
razón, antes de que se le forme el entendimiento, y arrastre una ciencia prestada, que
encima está como pegada y no ha ido naciendo en él”. Hasta aquí Kant parece
reformular la vieja distinción entre, por un lado, el saber exterior, prestado, pegado a la
conciencia pero exterior a ella, sin atravesarla y estructurarla, mera charlatanería, saber
de pedantes, apariencia de saber, alucinación de saber, falsa erudición, y, por otro lado,
un saber interior, nacido en uno mismo, constituido paralelamente a la maduración de la
conciencia, y en el que la erudición, si existe, no es sino el subproducto natural de un
3
Traducción castellana de Emilio Lledó titulada “Sobre la enseñanza de la filosofía”, en Manía,
N°1,1995, pp. 111-113
saber que está orientado a la formación. Con ese saber exterior, independiente de la
maduración de la conciencia y, por tanto, ajeno a ella, “su capacidad intelectual se hace
todavía mucho más estéril, y, al mismo tiempo, por la alucinación de poseer sabiduría,
se corrompe todavía más”
Un saber que no sirve a la formación es aquél con el que se mantiene una relación
exterior. Un saber que se aprende, en el que se adquiere algo que antes no se tenía pero
en el que eso que se adquiere está como pegado, no atraviesa la conciencia, no la
constituye, la estructura o la modifica, sino que permanece exterior a ella, sin relación
con el que sabe, un saber dislocado del sabio, un saber que produce pedantes, quizá
eruditos, pero no personas formadas.
¿Cómo tiene que ser entonces la práctica de la filosofía, la iniciación a la práctica de la
filosofía, para que produzca otra cosa que charlatanes, otra cosa que personas que
“saben” filosofía pero sin que ese saber tenga ninguna relación con ellos mismos? Para
comenzar a responder a esa pregunta seguiremos con Kant, descartando algunas formas
de enseñar filosofía que se caracterizan también porque nada tienen que ver con la
formación.
La segunda dificultad que Kant señala se refiere a la naturaleza misma de eso que se
pretende aprender cuando se piensa que se va a aprender filosofía. Aquí Kant comienza
hablando de las ciencias que pueden aprenderse en sentido propio, aquellas ciencias que
“constituyen algo que, de hecho, está dado y que, por consiguiente, es disponible y no
tiene sino que ser asimilado” y que, por lo tanto, pueden aprenderse en el sentido
estricto de “imprimir, bien en la memoria o en el entendimiento, aquello que puede ser
propuesto como una disciplina acabada” Pero la filosofía no es una ciencia de este
tipo. Si así lo fuera “tendría que haber un libro y poderse decir: mirad aquí está el
saber y el conocimiento seguro. Si aprendéis a entenderlo y a retenerlo, y si, en lo
sucesivo, edificáis sobre él, seréis filósofos”. Si el peligro de la primera dificultad es
producir charlatanería, el de la segunda dificultad es el de producir dogmatismo e
irrelevancia académica, academicismo en el peor sentido, ofreciendo un producto
ilegítimo, un producto que la filosofía no puede dar. En palabras de Kant, “se abusa de
la confianza de la gente, cuando en lugar de ampliar la capacidad de entendimiento de
la juventud que se ha puesto en nuestras manos y formarla para que en el futuro pueda
madurar su propia inteligencia, se la embauca en una filosofía clausurada y completa
que ha sido elucubrada para ellos por otros. De aquí surge un espejismo de ciencia,
que vale como una moneda verdadera sólo en determinado lugar y entre determinadas
gentes, pero que está devaluada en todas partes”. En este caso, la filosofía, al
presentarse como un saber clausurado y completo, produce una conciencia clausurada,
una conciencia que no está constituida por la necesidad de pensar y la apertura al
pensamiento, por las preguntas, sino por la clausura del pensamiento, por las respuestas.
Aquí sí que tendríamos una autoconciencia formada, pero formada de un modo
dogmático.
Quizá Kant mismo se comprometió con una idea semejante de la filosofía al pretender
“conducirla al camino seguro de la ciencia”. Pero lo que sí es cierto es que los
filósofos han tomado muchas veces esa posición. La filosofía ha pretendido, durante
mucho tiempo, posiciones privilegiadas, de dominio y de constricción. El filósofo se ha
convertido muchas veces en una suerte de policía moral de los discursos y las prácticas.
Los filósofos han utilizado durante mucho tiempo el privilegio de la primera o la última
palabra, el lugar del fundamento, o de la orientación, o de la guía. Y han monopolizado
también el lugar de la reflexión y de la crítica convirtiéndolo en un espacio vedado,
aristocrático y protegido, en el que elucubrar una filosofía clausurada y completa en la
que los jóvenes tenían que ser iniciados y formados.
Pero todavía hay una tercera dificultad. La que se deriva del amateurismo y la
superficialidad, y del dictado de la moda. Dice Kant que mientras que en otras materias
hay unos ciertos mecanismos de contención del amateurismo derivados de unos criterios
fuertes y relativamente homogéneos para la valoración de la competencia en la materia,
en filosofía no existen esos criterios, esa medida común, y “cada uno tiene la suya
propia”. Por eso “raras veces hay alguien que no se haga seriamente la idea de que,
además de sus ocupaciones corrientes, podría muy bien dar clases de lógica y moral y
cosas por el estilo, si es que se le ocurriera ocuparse de esas menudencias”. Por otra
parte, cuando el filósofo tiene que ganarse el pan y, por tanto, está constreñido por la
necesidad de ofrecer productos que se valoren en el mercado, tiene que acomodarse “a
la manía de la demanda y a las leyes de la moda (…) y doblegarse a esa forma que le
impone el aplauso vulgar”. Tenemos aquí una filosofía que no es más que la
elaboración en un registro noble del sentido común, de lo que todo el mundo piensa. Y
que no hace otra cosa que satisfacer de una forma trivial, aunque con cierto brillo
intelectual, las demandas triviales que le plantean al hombre corriente, el hombre que
cree tener ya una filosofía y que sólo pide un discurso en el que pueda reconocerla y
reconocerse.
Acaso ahora que ni la erudición ni el dogmatismo están de moda, el peligro de la
superficialidad sea el que constituye la mayor amenaza. La demanda y las leyes de la
moda abren gran cantidad de problemas que pueden ser tratados, con poco esfuerzo, con
material filosófico. Y el filósofo, compelido por la fuerza de la necesidad, por una
fuerza cuyo poder, según Kant, “es todavía superior a la filosofía”, se convertiría en un
especialista en la elaboración del sentido común y de la buena conciencia. Siempre
habrá un mercado y un aplauso para el filósofo que se preste a elaborar un discurso
general y un cierto pedigree cultural sobre los clichés de la época. Siempre,
naturalmente, que no contradiga excesivamente lo que se espera de él, la naturaleza de
la demanda que se le hace.
Aquí, el discurso filosófico produce formación, pero una formación convencional,
aquella que está solidificada en la buena conciencia común, tranquila y
confortablemente creída de sí misma, satisfecha de sí misma. El filósofo, en este caso,
no se pone por encima de los demás, arrogantemente armado de un discurso
dogmático, de un saber esencial que sólo él detenta y en el que los otros deben ser
aleccionados, sino que se coloca como un divulgador, como alguien que degrada la
filosofía al convertirla en mera ideología, en mero espejo de representaciones comunes.
Tendríamos pues tres dificultades en la enseñanza de la filosofía de las que se derivarían
otros tantos peligros. La primera dificultad es la de tener que dar conocimientos cuando
el entendimiento del alumno no está maduro. Si no se atiende esta dificultad, la filosofía
produce pedantes. La segunda dificultad es la de tener que enseñar filosofía sin que
exista un saber acabado, algo así como un libro, dispuesto ya a ser asimilado. Si no se
tiene en cuenta que la filosofía no existe como algo a ser aprendido y pretendemos
transmitir un saber sustantivo, lo que producimos es dogmáticos y academicistas,
especialistas cuyo saber tiene valor en contextos académicos y entre tipos académicos,
pero no en otras partes. La tercera dificultad consiste en tener que trabajar con un tipo
de discurso para el que no existe medida común y que está fuertemente constreñido por
la necesidad de responder a una demanda exterior. Lo que amenaza en este caso el
amateurismo y la superficialidad.
Por si fuera poco, y como decíamos más arriba, el contexto pedagógico actual se
caracteriza por el privilegio de un modo científico-técnico de construir la idea de
educación y por el privilegio de la legitimación desde el punto de vista de la efectividad
y la competencia. Parece que la charlatanería ya no cuela y el dogmatismo está
desprestigiado. Lo único que parece que todavía podemos vender ese sentido común y
buena conciencia. Agotado el mercado de la erudición y el brillo intelectual, y agotado
también el mercado de los dogmas morales, sólo nos quedaría el peligro de caer en el
mercado del cliché. Ya no producimos la alucinación de poseer sabiduría por haber
pescado una ciencia pegada. Tampoco producimos una formación clausurada y
dogmática. El peligro más real es el de producir una moralina filosófica que pueda
convivir en armonía o, al menos, sin demasiadas tensiones, con la racionalidad técnica
dominante. Que pueda incluso contribuir a su legitimación mediante la producción de
ciertas formas de autosatisfacción camufladas bajo la apariencia de una moral.

Mantener vivas las preguntas


¿Cuál puede ser, entonces, el juego? Nuestra responsabilidad fundamental, creo, y la
mayor dificultad de nuestro trabajo, es mantener abierta la pregunta por el valor y el
sentido. Practicar la filosofía es, simplemente, impulsar una determinada forma de
interrogación, hacer que la pregunta por el valor y el sentido se mantenga abierta. Y eso
es imposible sin mantener viva la conversación filosófica que históricamente se ha
articulado en torno a esa pregunta. Contamos con una tradición en la que esa pregunta
es formulada y reformulada una y otra vez. En la que esa pregunta se ha mantenido
abierta pese a todos los intentos dogmáticos de cerrarla de una vez por todas,
desplegando una respuesta que parecería agotarla, y pese a toda la charlatanería que la
ha ocultado, y pese a toda la buena conciencia y toda la autosatisfacción que pretendía
clausurarla. Nuestra responsabilidad es la pregunta y la inquietud por la pregunta, la
sensibilidad por la pregunta, el cuidado de la pregunta. Y eso es inseparable del cuidado
de la tradición, del esfuerzo por la conservación y la renovación de la tradición en la que
esa pregunta se ha mantenido abierta. Soy consciente que conservar y renovar una
tradición no es fácil con tantos y tan acuciantes problemas con los que nos encontramos.
Y más aún si esa tradición tiene que ser renovada fuera de toda pedantería, de todo
dogmatismo, y de toda autosatisfacción. Con el único interés de mantener abierto un
lugar donde se hace presente una interrogación y una inquietud.
Desde esa perspectiva, la formación de la juventud no es más que abrir el espacio y la
sensibilidad para la interrogación por el valor y el sentido. Se trata de transmitir la
pregunta, la inquietud, la disconformidad, la insatisfacción, la apertura. Y de estar
atentos a que la pregunta no se resuelva en charlatanería, en dogmatismo o en
autosatisfacción, todas ellas formas de clausura.
Y eso sólo es posible desde un determinado modo de relación con los textos de la
tradición. Los textos no deben ser tomados como el contenido a transmitir, tampoco
como un mero lugar para el ejercicio intelectual, ni siquiera como una herramienta para
el pensamiento. Los textos deben funcionar como lo que contrastamos con nuestros
estudiantes y con nosotros mismos. No lo que nosotros podamos pensar de los libros,
sino lo que desde, sobre, contra los libros podemos pensar de nosotros mismos. Pero no
para confirmarnos en lo que somos o para articular una nueva escolástica, sino para
mantener viva una modalidad de interrogación. Lo que el profesor transmite no es tanto
una materia de estudio como una relación con una materia de estudio. Una relación en la
que, entregándose a los textos, mantiene una tensión consigo mismo, una apertura. Yo
creo que ese es un sentido no desdeñable de lo que significa iniciar a la filosofía: no
producir eruditos, o prosélitos, o personas autosatisfechas, sino transmitir un modo de
interrogación y una inquietud en los que la persona que se inicia pueda ser llevada a su
propia interrogación, a su propia inquietud y quizá, provisionalmente, a sus propias
respuestas. Algo tan viejo como lo que decía Kant en el texto que he citado más arriba
a propósito de una ciencia que le va naciendo a uno.
Y quizás todos los problemas que tan apresurada y superficialmente he señalado podían
haberse reducido a uno. Un problema que es, por otra parte, uno de los grandes
problemas de la filosofía: ¿qué es leer? Y, en relación a ese problema, aparecen otros
como ¿qué es enseñar a leer?, ¿se puede enseñar a leer en una sala de clase, con los
textos que constituyen una materia de estudio?, y sobre todo ¿sirve para algo leer? De
una respuesta afirmativa a esta última pregunta depende, creo, que el discurso filosófico
siga teniendo algo que ver con la formación de los jóvenes.

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