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Dice Guillermo Sheridan que fue un 22 de diciembre de 1913. Lo cierto es que Ramón López Velarde
había iniciado una relación de noviazgo con la potosina María Nevares, vecina de la estación de
ferrocarril, que ese día invernal llegaría a su fin. María no era pobre, por el contrario y siguiendo a
Sheridan, era hija de un empresario minero y poseedora de unos asombrosos ojos turquesas. El
sulfato de cobre, azul por cierto, se utilizaba en la época para enverdercer las plantas domésticas.
Dicen los que saben que se colocaba en las macetas y se regaba, al contacto con el agua, el sulfato
se tornaba de un verde excepcional.
La ruptura fue inesperada. No había “ni sombra de disturbio”. María y Ramón platicaban bajo la
vigilancia de una tía de ella. El frío de diciembre era arropado por palabras y bebidas calientes.
Ramón era un buen partido. Abogado titulado, poeta en ciernes con reconocimiento y gran futuro
en las letras mexicanas. Educado, en resumen: buen mozo.
López Velarde se despedía de Nevares. Proponía volver a San Luis Potosí después de una estancia
de un año en la Ciudad de México. A su regreso formalizarían su compromiso. María dijo un rotundo
no. Sabía de unos amoríos que tuvo el vate zacatecano con una mujer de nombre Teresa Toranzo,
en la comunidad de El Venado, S. L. P., tenía noticias que el bardo, fiel a su costumbre de esperar
pacientemente cerca al domicilio de la mujer que le causaba interés, disfrutaba las notas que
Genoveva Barrera arrancaba a un piano. Si eso hacía en presencia de ella, qué se podía esperar en
la urbe y solo.
María se mostraba incrédula y tristona:
yo no tenía traza de una buena persona.
¿Olvidarás acaso, corazón forastero,
el acierto nativo de aquella señorita
que oía y desoía tu pregón embustero?
Muchos años después, frente al pelotón del remordimiento, López Velarde recordaría aquel
episodio amoroso y limpiaría su conciencia en la métrica de “No me condenes”.