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¿QUÉ ES LA FE?

J. Gresham Machen
Editorial CLIR
San José, Costa Rica

¿Qué es la fe?
©2014 Editorial CLIR
Todos los derecho reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, procesada en algun
sistema de recuperación, o transmitida en alguna forma o por algun medio electrónico, mecánico,
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Guadalupe, Costa Rica.
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Diseño de la portada: Andrés Barrientos
Traducción por: Valentín Alpuche Martínez
Título original en inglés: What is Faith?
230 Machen, John Gresham

M176j ¿Qué es la fe? / John Gresham Machen ;


traducido por Valentín Alpuche Martínez. --
1a ed. -- San José, Costa Rica: San José,
Costa Rica: Confraternidad Latinoamericana
de Iglesias Reformadas, CLIR, 2014.
226 p. ; 14 × 21 cm.

ISBN 978-9968-894-76-0
1. SOTERIOLOGÍA. 2. FE. 3. CRISTIANISMO.
I. Alpuche, Martínez, Valentín, traductor. II. Título.1

1
Machen, J. G. (2014). ¿Qué es la Fe?. (V. A. Martínez, Trad.) (1a ed., pp. 1–2). San José, Costa Rica:
Editorial CLIR.
Índice
Introducción
1. La fe en Dios
2. Fe en Cristo
3. La fe nacida de la necesidad
4. La fe y el Evangelio
5. La fe y la salvación
6. La fe y las obras
7. La fe y la esperanza

INTRODUCCIÓN

La pregunta: ―¿qué es la fe?‖ tema de estudio de la siguiente exposición, puede parecer


impertinente e innecesaria para algunas personas. No obstante, para muchos la fe no puede
conocerse excepto por medio de la experiencia y cuando es entendida por la experiencia, el
análisis lógico de la misma y su separación lógica de las demás experiencias, solamente servirán
para destruir su poder y su encanto. Por ejemplo, un hombre quien por experiencia confía en
Cristo y descansa en Él para su salvación, jamás necesitará involucrarse en investigaciones
sicológicas para fundamentar esa experiencia, base de su vida; a su vez, puede que tales
investigaciones sirvan para destruir dicho objeto de estudio.
Sin embargo, tales objeciones son solamente una manifestación de una tendencia muy
divulgada en la actualidad, aquella que denigra el aspecto intelectual de la vida religiosa. La
religión se mantiene, es una experiencia inefable; pero su expresión intelectual puede ser
meramente simbólica; las opiniones más variadas en la esfera religiosa son compatibles con una
unidad fundamental de vida; la teología puede variar y, no obstante, la religión puede seguir
siendo la misma.
Obviamente, este temperamento de la mente es hostil a las definiciones precisas. Es un hecho
que la insistencia en la aclaración de los términos en las controversias de la actualidad
desprestigia, pues adquiere un carácter imperdonable. Los hombres disertan muy elocuentemente
hoy sobre temas como: Dios, religión, cristianismo, expiación, redención, fe; pero se enfurecen
en demasía cuando se les pide explicar en lenguaje sencillo lo que quieren decir con estos
términos. Les disgusta que el flujo de su elocuencia sea interrumpido por una vulgar definición.
Y por ello, es muy probable que se infunda molestia con la pregunta del título de este libro; pues
en medio de las celebraciones elocuentes de la fe —usualmente es contrastada con el
conocimiento— por tanto, es desconcertante cuestionarse qué es la fe.
Esta tendencia anti-intelectualista en el mundo actual no es algo trivial; tiene sus raíces en lo
profundo del desarrollo filosófico de los tiempos modernos. La filosofía desde los días de Kant,
con la teología que ha sido influenciada por ella, ha tenido como su nota dominante, y
ciertamente como su resultado presente: una depreciación de la razón y una respuesta escéptica a
la pregunta de Pilato ―¿qué es la verdad?‖ Este ataque al intelecto ha sido conducido por
hombres de marcado poder intelectual; sin embargo, de todos modos ha sido un ataque al
intelecto. Finalmente los resultados lógicos del mismo, incluso en la esfera de la práctica, están
empezando a aparecer. Una marcada característica actual es el lamentable decline intelectual en
todos los campos del esfuerzo humano, con excepción de aquellos que tratan elementos y
aspectos puramente materiales. El intelecto ha sido intimidado por tanto tiempo en teoría, que
uno no puede sorprenderse, si ahora está dejando de funcionar en la práctica. Schleiermacher y
Ritschl, a pesar de sus propios talentos intelectuales, han —puede mantenerse razonablemente—
contribuido en gran parte a producir ese impresionismo indolente, por ejemplo, en el campo de
los estudios del Nuevo Testamento los cuales han tomado el lugar de las pacientes
investigaciones de hace más o menos una generación.
La decadencia intelectual del día no está limitada a la iglesia, o a la materia de la religión,
pues aparece en la educación secular también. Algunas veces es asistida por absurdas teorías
pedagógicas, las cuales, sin importar cuánto varíen en detalle, son iguales en su depreciación de
la labor de conocer los hechos. Los hechos, en la esfera de la educación, están atravesando un
tiempo difícil. La tradicional noción de leer un libro o escuchar una conferencia y simplemente
retener en la memoria sus tópicos o contenidos —es considerado como enteramente desfasado—.
Hace un año más o menos escuché a un notable educador dar algún consejo a un grupo de
profesores universitarios —consejo típico de la tendencia actual en la educación—. Es un gran
error, dijo en efecto, suponer que un profesor universitario deba enseñar; al contrario, él
simplemente debe dar a los estudiantes una oportunidad de aprender.
Esta teoría pedagógica de seguir la línea de menor resistencia en la educación y evitar todo
trabajo arduo y duro ha estado teniendo su resultado natural; ha unido fuerzas con la indolencia
natural de la juventud de producir en la educación actual un declive muy lamentable.
El declive no ha sido, es verdad, universal; en la esfera de las ciencias físicas, por ejemplo, la
adquisición de los hechos no se considera como completamente desfasada. Es verdad, la
tendencia anti-intelectualista en la religión y en esas materias que tratan específicamente con
temas del espíritu se ha debido, al menos parcialmente, a una posesión monolítica del intelecto
por parte de las ciencias físicas y de sus aplicaciones utilitarias. Pero a la larga es cuestionable, si
incluso aquellas ramas de esfuerzo sacarán provecho de sus demandas monolíticas; a la larga el
intelecto apenas sacará provecho por ser excluido de los intereses más altos del espíritu humano,
y su decadencia puede que después aparezca incluso en la esfera material.
Pero como quiera que sea, si la decadencia intelectual ya se ha extendido o no, o si se
extenderá pronto a las ciencias físicas, su prevalencia en otras esferas —en la literatura y la
historia, por ejemplo, y aún más claramente en el estudio del lenguaje— es perfectamente clara.
Un rasgo notable de la educación contemporánea en estas esferas es el crecimiento de la
ignorancia; la teoría pedagógica y dicho crecimiento han ido de la mano.
Al estudiante universitario de hoy se le está instruyendo en que no necesita tomar notas sobre
la materia vista en clase, que el ejercicio de la memoria es más bien una actividad mecánica o
una niñería, y que realmente el objetivo de su labor universitaria es pensar por sí mismo y
unificar su mundo. Usualmente, él ejecuta un pobre trabajo al unificar su mundo. La razón es
clara. No tiene éxito en su tarea porque él no tiene un mundo que unificar. No ha adquirido un
conocimiento satisfactorio y suficiente de hechos a fin, de aprender un método para conectarlos.
Se le está pidiendo que practique el proceso de la digestión mental; pero el problema es que él no
tiene comida qué digerir. Al estudiante moderno, contraria a la visión moderna, realmente se le
está matando de hambre por la carencia de hechos.
Ciertamente, no estamos desalentando la originalidad. Al contrario, deseamos estimularla en
todas las formas posibles, y creemos que el incentivo de la misma será de inmenso beneficio para
la propagación de la religión cristiana. El problema con los estudiantes universitarios de la
actualidad, desde el punto de vista del cristianismo evangélico, no es que ellos sean demasiado
originales, por el contrario su nivel de originalidad ni siquiera se ubica en un término medio,
pues mantienen una rutina, siguiendo a sus líderes como un rebaño de ovejas, repitiendo las
mismas frases almacenadas sin o con poco conocimiento de su significado, tragando todo lo que
los profesores determinan impartirles—e imaginando ser todo el tiempo hombres jóvenes
atrevidos, malos e independientes, meramente porque ellos abusan de lo que todos los demás
están abusando, a saber, la religión fundada en Cristo. Es popular hoy abusar de esa religión
impopular conocida como cristianismo sobrenatural, pero que original, ciertamente no lo es. Una
verdadera originalidad podría conllevar cierta resistencia a la corriente de la época, cierta
disposición de ser impopular y cierto escrutinio independiente, al menos, si no aceptación, de las
afirmaciones de Cristo. Si hay un aspecto que nosotros los creyentes en el cristianismo histórico
debemos alentar en la juventud de nuestro día, es la independencia de pensamiento.
Entonces, es un gran error suponer que nosotros quienes nos llamamos ―conservadores‖ nos
aferramos desesperadamente a ciertas creencias meramente porque son antiguas, oponiéndonos
al descubrimiento de nuevos hechos. Al contrario, damos la bienvenida a nuevos
descubrimientos con todo el corazón, y opinamos que nuestra causa retomará su adecuado lugar
solamente cuando la juventud deseche su actual letargo intelectual, rehúse ir irreflexivamente
con la corriente anti-intelectual de la época, y recupere cierta independencia genuina de
pensamiento. En un sentido, es verdad, somos tradicionalistas; sí profesamos que cualquier
institución realmente grandiosa tiene sus raíces en el pasado; por lo tanto, no deseamos sustituir
al cristianismo histórico con sectas modernas. Pero en su conjunto, en vista de las condiciones
ahora existentes, tal vez sería más correcto llamarnos ―radicales‖ que denominarnos
―conservadores‖. Buscamos no solo una mera continuación de las condiciones espirituales ahora
existentes, sino un estallido de un nuevo poder; estamos buscando, en particular, despertar a la
juventud de su presente repetición acrítica de frases corrientes hacia un análisis genuino de la
base de su vida; y creemos que el cristianismo florece no en la obscuridad, sino en la luz. Un
reavivamiento de la religión cristiana, creemos, liberará a la humanidad de su presente
servidumbre, y al igual que el gran avivamiento del siglo dieciséis, traerá libertad a la
humanidad. Tal reavivamiento no será la obra del hombre, sino la obra del Espíritu de Dios. No
obstante, uno de los medios que el Espíritu usará creemos será un despertar del intelecto. El
movimiento anti-intelectual y retrógrado llamado modernismo, el cual realmente degrada al
intelecto excluyéndolo de la esfera de la religión, será vencido, y el pensamiento recuperará su
lugar otra vez. La nueva reforma, en otras palabras, estará acompañada de un nuevo
renacimiento; y definitivamente nunca fue ni será nuestro objetivo el desalentar la originalidad o
independencia de pensamiento.
Sin embargo, insistimos en que el derecho a la originalidad debe de ganarse, y no puede
ganarse por medio de la ignorancia o la indolencia. Un hombre no puede ser original en el
manejo de un tema a menos que conozca de qué se trata el tema: la verdadera originalidad está
precedida por la atención paciente a los hechos. Es esa atención paciente a los hechos la cual en
la aplicación de la moderna teoría pedagógica, está siendo descuidada por la juventud.
En nuestra insistencia sobre el dominio de los hechos en la educación, algunas veces se nos
acusa de desear imponer opiniones ya elaboradas con antelación a nuestros estudiantes. Como
profesores nos ubicamos detrás de nuestros escritorios se dice y procedemos a dar clases. Se
supone que los impotentes estudiantes no solamente escucharán, a su vez tomarán notas;
entonces, se espera que memorizarán lo dicho, con todo los puntos a detalle; y finalmente se
confía en que ellos lo recuerden completamente en sus exámenes. Tal sistema —procede la
acusación— sofoca toda originalidad y toda la vida. En vez de ello, el moderno experto
pedagogo viene con un mensaje de esperanza; en lugar de memorizar los hechos dice la
verdadera educación consiste en aprender a pensar; el trabajo arduo es una parte del pasado, y la
auto-expresión debe tomar su lugar.
En tal acusación, puede haber un elemento de verdad; posiblemente hubo un tiempo en la
educación cuando la memorización era sobre-estimada y el pensamiento privado de sus
derechos. Pero si la educación del pasado era tendenciosa en su énfasis acerca de conocer los
hechos, seguramente ahora el péndulo ha oscilado a un extremo opuesto que es aun más
desastroso. Es una caricatura de nuestro método pedagógico cuando somos representados como
considerando un mero almacenaje de conferencias en la mente del estudiante como un fin en sí
mismo. A decir verdad, lo estimamos como un medio para un fin, pero un medio muy necesario;
lo consideramos no como un substituto del pensamiento independiente, sino como un
prerrequisito necesario del mismo. El estudiante que acepta lo dicho acríticamente y sin pensar
por sí mismo es, sin duda, muy insatisfactorio; pero igualmente insatisfactorio es el estudiante
que empieza a criticar lo desconocido. El pensar no puede llevarse a cabo sin los materiales del
pensamiento; es decir los hechos, o bien, las aserciones presentadas como hechos. Una masa de
detalles almacenados en la mente en sí misma no hace a un pensador; pero, por otro lado, el
pensar es absolutamente imposible sin esa masa de detalles. Y es justamente esta última
operación imposible de pensamiento sin los materiales necesarios la que está siendo defendida
por la pedagogía moderna y está siendo puesta en práctica de forma satisfactoria por los
estudiantes modernos. Ante la presencia de esta tendencia, creemos que los hechos y el trabajo
duro deben otra vez tomar el lugar que les corresponde, pues es imposible pensar con una mente
vacía.
Si el crecimiento de la ignorancia es lamentable en la educación secular, es diez veces peor
en la esfera de la religión cristiana y en el ámbito bíblico. Hoy, las clases de Biblia a menudo
evitan efectuar un estudio de su contenido como evitarían una pestilencia o enfermedad; para
muchas personas en la iglesia, la noción de entender correctamente el contenido histórico de la
Biblia es una idea enteramente nueva.
Generalmente, cuando se predica en una iglesia, el pastor a veces pide al predicador visitante
la conducción de la clase de Biblia, y en algunas oportunidades brinda pistas sobre cómo él la
lleva a cabo ordinariamente, la hago muy práctica -dice, le doy a la clase recomendaciones sobre
cómo vivir durante la siguiente semana. No obstante, cuando yo conduzco tal clase no doy a los
miembros indicios de cómo vivir durante la semana siguiente, no es porque tales indicios no sean
útiles, sino porque estos no son todo lo que es útil. Sería muy triste si una clase de Biblia no diera
instrucciones prácticas; pero una clase basada solamente instrucciones prácticas, está muy
pobremente preparada para la vida. Y por ello, cuando conduzco la clase, intento darles lo que no
obtienen en otras ocasiones; intento ayudarlos a entender correctamente el contenido histórico y
doctrinal de la religión cristiana.
La ausencia de la enseñanza y predicación doctrinales, es ciertamente una de las causas de la
presente ignorancia lamentable en la iglesia. Pero una causa todavía más influyente se encuentra
en el fracaso de la más importante de todas las instituciones educativas. La institución cristiana
educativa principal, no es el púlpito o la escuela, por muy significativas que estas parezcan, sino
la familia cristiana. Y esta en gran medida ha dejado de hacer su trabajo. ¿De dónde, aquellos de
nosotros que hemos alcanzado la edad mediana, realmente obtuvimos nuestro conocimiento de la
Biblia? Supongo que mi experiencia es la misma de muchos otros. No obtuve mi conocimiento
bíblico de la Escuela Dominical o de algún otro sistema, sino lo obtuve los domingos por las
tardes con mi madre en casa. Y me aventuraré a decir que aunque mi habilidad mental
ciertamente no era de una clase extraordinaria, tenía un mejor conocimiento de la Biblia a los
catorce años de edad de lo que poseen muchos estudiantes en los seminarios teológicos de hoy.
Los estudiantes de teología provienen en su mayoría de hogares cristianos; es más, en una
proporción muy considerable son hijos de la casa pastoral. No obstante, cuando han terminado la
universidad e ingresan al seminario teológico, muchos ignoran el contenido básico de la Biblia.
Lo triste es que la culpa no es en su totalidad de los estudiantes. Estos generalmente son hijos
de ministros; y por sus deficiencias revelan el hecho de que sus padres están sustituyendo la
instrucción por exhortación y la teología por ética en su predicación, e incluso están descuidando
la educación de sus propios hijos. El hecho lamentable es que el hogar cristiano, como una
institución educativa, ha dejado de funcionar en gran medida.
Ciertamente, este hecho sirve para explicar en un grado considerable el crecimiento de la
ignorancia en la iglesia. Pero, la explicación misma requiere de un análisis; hasta ahora,
solamente hemos logrado hacer retroceder más el problema. La ignorancia de la iglesia es
explicada por el fracaso de la familia cristiana como una institución educativa; pero, ¿qué es, lo
que a su vez, explica ese fracaso? ¿Por qué razón los padres cristianos han descuidado la
instrucción de sus hijos; por qué la predicación ha dejado de ser educativa y doctrinal; por qué
incluso la escuela dominical y las clases de Biblia han llegado a considerar solamente las
aplicaciones del cristianismo sin estudiar lo que debe ser aplicado? Estas preguntas nos llevan al
corazón mismo de la situación; el crecimiento de la indiferencia con respecto a los simples
hechos registrados en la Biblia, todo se remonta a un gran movimiento espiritual, realmente
escéptico en su tendencia, que ha estado avanzando durante los últimos cien años —un
movimiento el cual aparece no solamente en los filósofos y teólogos como Kant y
Schleiermacher y Ritschl, sino también en una actitud generalizada de hombres y mujeres
comunes y corrientes por todo el mundo. La depreciación del intelecto, con la exaltación en su
lugar de los sentimientos o de la voluntad, es creemos un hecho fundamental en la vida moderna
que está conduciendo rápidamente a una condición en la cual los hombres no conocen ni les
importa para nada el contenido doctrinal de la religión cristiana, y en la que en general hay un
decline intelectual lamentable.
Este decline intelectual, ciertamente no está apareciendo exclusivamente entre las personas
quienes intentan ser evangélicas en sus perspectivas acerca de la Biblia; pues también se
manifiesta entre aquellos que mantienen la perspectiva contraria. Una característica sorprendente
de los libros religiosos reciente, es el abandono del método científico histórico, inclusive entre
los hombres que se consideran estar a la vanguardia en el progreso científico.
El método científico histórico en la interpretación de la Biblia implica que a los escritores
bíblicos se les permita hablar por sí mismos. Hace más o menos una generación esa característica
del método científico fue exaltada a la dignidad de un principio, y fue honrada con un largo
nombre. Era llamada ―exégesis gramático-histórica‖. La noción fundamental de la misma
determinaba que el estudiante moderno debía distinguir agudamente entre: lo que él hubiera
dicho, lo que le hubiera gustado que el autor bíblico dijera, y lo que en realidad dijo el autor. No
obstante, solamente la última cuestión era considerada como parte de la materia de la exégesis.
Dicho principio, en Estados Unidos al menos, está siendo rápidamente abandonado por los más
eminentes eruditos. Sin embargo, no se ha prescindido de este en teoría pues aún se le tributa un
servicio de labios, pero ha sido evadido en la práctica.
Es abandonado por el Profesor Goodspeed por ejemplo, cuando en su traducción del Nuevo
Testamento en pasajes importantes, a la palabra griega que significa ―justificar‖ la muda por
―hacer justo‖. Confieso que no es sin pesar que debo ver la doctrina de la justificación por la fe -
fundamento de la libertad evangélica-, así removida del Nuevo Testamento; no es sin pesar que
debiera abandonar el todo de la Reforma y regresar con el Profesor Goodspeed a la religión de
méritos de la Edad Media. Pero el punto ahora abordado no es que la traducción del Profesor
Goodspeed sea desafortunada porque involucra —como ciertamente lo hace— una retrogresión
religiosa, sino porque implica un abandono del método histórico crítico en la exégesis. Bien
puede ser que esta cuestión de cómo un hombre pecaminoso puede llegar a estar bien con Dios
no le interesa al traductor moderno; pero ciertamente cada verdadero historiador debe admitir
que sí le interesaba al Apóstol Pablo. A su vez, el traductor de Pablo si quiere ser veraz en su
encargo, está en la obligación de hacer énfasis en lo enfatizado por Pablo, y no en los deseos y
modificaciones del traductor.
Lo cierto en el caso de Pablo, lo es también en el caso de Jesús. Los escritores modernos han
abandonado el método histórico de enfoque. Ellos persisten en confundir la cuestión de lo que
ellos hubieran deseado que Jesús fuese, con el tema de lo que Jesús en realidad era. Al leer uno
de los libros recientes más popular sobre materia de religión, me encontré con la siguiente
sorprendente aseveración: ―Jesús‖, dice el autor, ―estaba poco preocupado con la cuestión de la
existencia después de la muerte‖. Ante la presencia de tales aserciones cualquier estudiante de
historia bien puede permanecer horrorizado. Puede ser que no nos importe mucho la doctrina de
una vida futura, pero el aspecto de si a Jesús sí le interesó, no es un asunto de gusto sino una
cuestión histórica, la cual puede ser respondida solamente con base en un análisis de las fuentes
de la información histórica denominadas Evangelios.
El resultado de tal análisis es perfectamente claro. Como un asunto de hecho, no sólo la idea
del cielo, sino también la idea del infierno, recorre a través de toda la enseñanza de Jesús.
Aparece en los cuatro Evangelios y en las fuentes, que supuestamente subyacen a los Evangelios,
reconstruidas correcta o incorrectamente por la crítica moderna. Imparte a la enseñanza ética de
Jesús su seriedad peculiar. No es un elemento que puede ser removido por cualquier proceso
crítico, sino simplemente inunda el todo de la enseñanza de Jesús y la vida del mismo. ―Y no
temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que
puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno‖ (Mat. 10:28). ―Mejor te es entrar con un solo en
la vida, que teniendo dos ojos ser echado en el infierno de fuego‖ (Mat. 18:9) —estas palabras no
son una excrecencia en la enseñanza de Jesús sino que están en el centro mismo del todo.
De cualquier manera, si tú vas a remover la idea de una vida futura de la enseñanza de Jesús,
si en este punto vas a rechazar la evidencia prima facie, con seguridad, debes hacerlo solamente
por medio de una fundamentación (grounding) crítica de tu procedimiento. Y mi punto es que
ese conocimiento fundacional, ahora se considera como innecesario. Muchos escritores
modernos simplemente atribuyen sus propias predilecciones a Jesús sin, aparentemente, el más
mínimo escrutinio de los hechos. Ir contra de esta tendencia anti-intelectual en el mundo
moderno, será uno de los propósitos principales del presente libro, al defender la primacía del
intelecto, y en particular intentar quebrar la oposición falsa y desastrosa que ha sido establecida
entre conocimiento y fe.
Sin duda sería desafortunado, si nuestro tema fuese el intelecto y el autor tuviese una
familiaridad muy limitada con la materia de estudio que se está comenzando a discutir. Pero en
estos días el intelecto no puede darse el lujo de ser demasiado crítico de sus defensores, ya que
estos son muy pocos. Ya pasó el tiempo en el que la razón se sentaba en una posición de realeza,
y las multitudes de cortesanos serviles le reverenciaban. Ahora la reina ha sido depuesta, y el
pragmatismo, el usurpador, ocupa el trono. Algunos humildes siervos todavía siguen el exilio de
la reina caída; algunos hombres todavía esperan el día de la restauración cuando lo útil será
recolocado en su propio lugar y la verdad nuevamente gobernará el mundo. Pero tales siervos
son escasos —tan pocos que incluso al más humilde de ellos tal vez, por caridad, se le pueda
conceder una audiencia, que en los mejores días de la razón no hubiera tenido la necesidad de
solicitar.
El ataque al intelecto ha asumido muchas formas, y ha recibido una fundamentación
filosófica. Con la cual no soy tan presuntuoso de intentar lidiar. No soy del todo inconsciente de
las dificultades que asedian lo probablemente denominado: perspectiva de la verdad de sentido
común; la epistemología presenta muchos problemas interesantes y algunas antinomias
desconcertantes. Pero las contradicciones de la epistemología son como las demás pues
desconciertan a la mente humana; estas indican las limitaciones de nuestro intelecto, pero no
prueban, que el intelecto no sea confiable hasta donde le compete. Por mi parte, no estoy listo
para ceder en la lucha; no estoy listo para descansar en un escepticismo pragmatista; no estoy
listo para decir que la verdad no puede ser nunca alcanzada. No obstante, ¿cuáles son algunas de
las maneras en las que el intelecto, en el mundo religioso moderno, ha sido destronado, o al
menos excluido de la esfera de la realidad última?
En primer lugar, y la más obvia, se encuentra en la distinción entre religión y teología. La
teología, se dice, es meramente la expresión necesaria y cambiante de una experiencia unitaria; la
doctrina nunca puede ser permanente, sino es simplemente el ropaje de la experiencia religiosa
en las formas de pensamiento adecuadas a cualquier generación particular. Aquellos quienes
hablan de esta manera protestan, sin duda, de que ellos no están buscando deshacerse de la
teología, sino que meramente están procurando mantenerla en su lugar correcto. La teología es
necesaria para la religión —admiten; nunca puede existir la religión sin alguna teología—; pero
qué clase de teología será sostienen, depende de los hábitos de pensamiento de la época en que la
teología es producida.
De acuerdo con este principio, varios credos han sido producidos recientemente para tomar el
lugar de las grandiosas confesiones de fe históricas —varios han intentado ―interpretar‖ el
cristianismo en las ―formas de pensamiento‖ del siglo veinte y proveer una base para la unidad
cristiana—. Es perfectamente obvio, que estas modernas formulaciones difieren en muchas
maneras de aquellas a las que intentan suplantar. Pero la diferencia más importante ha pasado
desapercibida. Dicha oposición fundamental no es que estos credos modernos difieran de los
históricos en este punto o en otro; sino es que los credos históricos, a diferencia de los modernos,
fueron diseñados por sus autores o compiladores para ser veraces. Y creo que esa es la
cualificación más acertada de un credo. Por tanto, no puedo aceptar las protestas de aquellos
pragmatistas quienes mantienen que ellos no son hostiles a la teología. Porque si la teología no
ha sido diseñada para ser permanente y objetivamente verdadera, si es meramente un símbolo
conveniente en el que se recubre una experiencia mística en esta generación, entonces teologizar
me parece la forma de trivialidad, más baladí en que un hombre podría ocuparse.
Ciertamente, esta teologización del pragmatista, está alejada lo más posiblemente de la clase
de progreso en que se encuentra el avance de la ciencia. El científico efectivamente modifica sus
opiniones; una hipótesis a menudo da lugar a otra destinada a brindar una mejor explicación de
los hechos. Pero el punto es que la nueva hipótesis, al igual que la vieja, fueron diseñadas para
ser al menos permanentemente correctas: pueden ceder el paso a un mejor entendimiento de los
hechos, sin embargo no hay nada que muestre en la naturaleza misma del caso que debe de ceder
el paso. La ciencia, en otras palabras, aunque no pueda llegar a la verdad en cada generación,
denota de cualquier modo que su meta es la verdad.
Muy diferente es la actividad del teólogo pragmatista. El teólogo pragmatista, a diferencia
del científico, ni siquiera intenta que sus formulaciones sean permanentes, pues las considera
como expresiones meramente simbólicas, en las formas de pensamiento de una generación
particular, de una experiencia inefable. De acuerdo con el pragmatista, no es meramente
inevitable que la teología de una generación deba diferir de la de otra generación, sino que dicho
rasgo es deseable e imperativo. Esa teología, de acuerdo con él, es la mejor expresión de la
experiencia de la religión en las ―formas de pensamiento‖ de cualquier época. Así pues, el Credo
Niceno, se dice, era admirable en el siglo cuarto de nuestra era, y la Confesión de Westminster lo
fue en el siglo diecisiete, pero estas formulaciones ahora, por supuesto, tienen que dar lugar a las
declaraciones del siglo veinte, las cuales en lo concerniente al significado literal o intelectual,
contradicen tales formulaciones. En otras palabras, la teología no debe ser juzgada de acuerdo
con el grado de aproximación que alcanza con respecto a una norma de verdad eternamente
persistente, sino debe de ser considerada como buena o mala de acuerdo con: cómo sirve a los
propósitos de la humanidad y cómo promueve una abundancia de vida.
Sin duda, esta actitud pragmatista hacia la diferencia en teología es aplicada no solamente a
las generaciones sucesivas, sino también a naciones y razas existentes simultáneamente. No
obstante, dicha visión es irrazonable por ejemplo: algunos partidarios de las misiones están
acostumbrados a afirmar, que los misioneros deben pedir a las razas orientales la aceptación de
los credos occidentales; sin embargo, la mente oriental no puede ser forzada a encajar en el
molde occidental; al contrario, al oriente debe permitírsele dar su propia expresión a la fe
cristiana. Es por ello, que algunas veces leemos más o menos exposiciones formales de confesión
que han procedido de las iglesias nativas del Oriente. ¡Sin duda alguna, tal formación de dichas
exposiciones es interesante! ¡Una expresión nueva y fresca de la religión cristiana independiente
de todas las convenciones del Occidente! Desafortunadamente, tales expectativas son a menudo
tristemente decepcionantes; la presumida frescura y originalidad a menudo no se observa, y lo
que en realidad se manifiesta es una repetición sin originalidad del vago naturalismo del mundo
occidental contemporáneo. La mente del oriente sorprendentemente se ha vuelto como la mente
del Sur de Chicago; todas las frases acuñadas por el agnosticismo moderno parecen ser
totalmente aceptadas por los estudiantes orientales.
Pero si los resultados de estos pequeños experimentos de la mente oriental difícilmente
parecen apoyar la contención del pragmatista —difícilmente parecen amparar la contención de
que la mente oriental y la mente occidental sean tan distintas, pues las formas de pensamiento
acomodadas a una no se amoldarán a la otra— la contención misma es totalmente típica de
nuestra era; es solamente una manifestación de un pragmatismo todo penetrante el cual involucra
al escepticismo más desesperanzador jamás concebido. De acuerdo con la lógica de la posición
pragmatista dos doctrinas contradictorias pueden ser igualmente buenas; porque la doctrina, en
su opinión, es meramente la expresión simbólica de una experiencia realmente inexpresable, y
necesariamente debe de cambiar como cambian las generaciones. No hay, de acuerdo con esa
perspectiva, posibilidad de que nada en la esfera de la doctrina pueda ser permanente y
universalmente verdadero.
Tal perspectiva de los cambios doctrinales es comparada algunas veces, como ya hemos dado
una pista, con el progreso de la ciencia. Es irrazonable, dice el teólogo pragmatista, rechazar la
física y la química del primer siglo o del siglo diecisiete y todavía mantener inalterable la
teología de aquellas épocas pasadas; ¿por qué debe exceptuarse a la teología de la ley universal
del progreso?
Pero esta comparación, aclarada en el análisis anteriormente efectuado, involucra una
opinión equivocada; lejos de promover el progreso en la teología, el actual pragmatismo
realmente destruye la misma posibilidad de progreso. Porque involucra algo a lo que se progresa
como también algo de lo que se progresa. Y en la esfera intelectual este no puede encontrar meta
alguna de progreso en una norma objetiva de verdad; una doctrina, de acuerdo con la concepción
pragmatista, puede ser tan buena como también una doctrina contradictoria, siempre y cuando se
acomode a una generación particular o a un grupo particular de personas. Los cambios en las
hipótesis científicas representan un verdadero progreso porque son aproximaciones cada vez más
cercanas a un cuerpo de hechos objetiva y externamente existente; mientras que los cambios
promovidos por los teólogos pragmáticos no demuestran ningún progreso sino cambios sin
sentido de un caleidoscopio.
En contra de esta actitud pragmática, nosotros los creyentes del cristianismo histórico
mantenemos la objetividad de la verdad; y a diferencia de los modernistas, llegamos a ser los
defensores y promotores del progreso. La teología, sostenemos, no es un intento de expresar en
términos meramente simbólicos una experiencia interna que debe de ser expresada en términos
diferentes en generaciones subsecuentes; sino que es una exposición de aquellos hechos sobre los
que está basada la experiencia. Evidentemente, no es una exposición completa de aquellos
hechos, y por lo tanto, el progreso en la teología llega a ser posible; pero puede ser verdadera
hasta donde le compete; y solamente porque existe la posibilidad de alcanzar la verdad y de
exponerla siempre más completamente, gracias a ello puede haber progreso. La teología, en otras
palabras, es tanto una ciencia como lo es la química; y al igual que la ciencia de la química es
capaz de avanzar. Las dos ciencias, es verdad, difieren ampliamente en su materia de estudio; se
distinguen ampliamente en el carácter de la evidencia sobre la que sus conclusiones están
basadas; en particular se diferencian ampliamente en las cualidades requeridas por el
investigador: no obstante, las dos son ciencias porque ambas están ocupadas con la adquisición y
el arreglo ordenado de un cuerpo de verdad.
En este punto, entonces, encontramos la divergencia de opinión realmente importante en el
mundo religioso del presente día; la diferencia de actitud hacia la teología o hacia la doctrina es
mucho más profunda que cualquier mera discrepancia en detalle. La depreciación moderna de la
teología resulta lógicamente en el escepticismo más completo. No es meramente que los credos
antiguos, y la Biblia sobre la que están basados, sean criticados —de hecho, nosotros ciertamente
creemos que estos deben ser constantemente criticados a fin de pasar las pruebas, tal y como
ocurre con las hipótesis científicas— sino que el problema realmente serio es que el pragmatista
moderno, por razón de la misma naturaleza de su filosofía, no tiene nada para poner en lugar de
tales credos. La teología, de acuerdo con él, puede que sea útil; pero nunca posee ninguna
posibilidad ser verdadera. Como el Dr. Fosdick observa, el liberalismo de hoy necesariamente
tiene que producir una formulación intelectual la cual llegará a ser la ortodoxia del mañana, y
que entonces a su vez dará lugar a un nuevo liberalismo; y así sucesivamente (suponemos) ad
infinitum. Esto es lo que el hombre sencillo en la iglesia tiene dificultad en entender; él no
aprecia aún la real gravedad del asunto. No ve que no hay diferencia en cuán mucho o cuán poco
de los credos de la iglesia sean afirmados por el predicador modernista, o cuán mucho o cuán
poco de la enseñanza bíblica de la cual los credos son derivados, él afirme. Podría enunciar cada
jota y tilde de la Confesión de Westminster, por ejemplo, y no obstante estar separado por mucho
de la fe reformada. No es que una parte sea negada y el resto sea afirmado; sino que todo es
negado porque todo es afirmado meramente como útil o simbólico, y no como verdadero.
De este modo, sucede que para el creyente del cristianismo histórico, el predicador
modernista es con frecuencia muy desconcertante, justo cuando este desea ser muy concesivo. Él
no tiene deseo, dice, de combatir la fe de la gente sencilla en la iglesia; de hecho las
―interpretaciones‖ antiguas, afirma, pueden ser mejores para algunas personas incluso ahora.
Tales aserciones tienen, tal vez, la intención de ser concesivas; pero en realidad son radicalmente
destructivas para el creyente del cristianismo histórico. Sería mejor, desde nuestro punto de vista,
si el predicador, convencido de la falsedad de la religión sobrenatural en el sentido del Nuevo
Testamento y de los credos, llegase a ser un apóstol con el coraje de sus convicciones, y buscara
desarraigar de la mente de cada uno las convicciones que mantiene como falsas. En ese caso
debiéramos ciertamente diferir con él radicalmente, pero al menos habría un terreno común para
la discusión. No obstante, la aserción de que los credos históricos pueden ser aún mejores para
algunas personas y las interpretaciones modernas mejores para otras, o la cláusula en los planes
de la unión de la iglesia en la que las iglesias constituyentes debieran reconocer el credo de cada
uno como válido para los miembros de otras iglesias—esto, creemos, involucra un pecado contra
la luz de la razón misma; y si la luz que está en nosotros es oscuridad, ¡cuán grande es esa misma
oscuridad! Una cosa que es útil puede ser útil para algunos y no para otros, pero una cosa que es
verdadera permanece verdadera para todas las personas y más allá del tiempo.
Pero si la teología fuese así abandonada, o más bien si (para facilitar la transición) fuese
elaborada meramente para la expresión simbólica de la experiencia religiosa, ¿qué debe ponerse
en su lugar? Dos respuestas a esta pregunta pueden, tal vez, ser distinguidas en la vida religiosa
del presente día. En primer lugar está el misticismo; y en segundo lugar se presenta una clase de
neo-positivismo.
El misticismo incuestionablemente es el resultado natural de la tendencia anti-intelectual que
ahora prevalece; porque es la exaltación consciente de la experiencia a expensas del
pensamiento. Pero en la práctica misma, el misticismo es raramente consistente; de hecho no
puede ser posiblemente consistente si busca explicarse a sí mismo al mundo. La experiencia
sobre la cual está basado, o en la cual consiste, se dice ser inefable; no obstante a los místicos les
encanta hablar acerca de esa experiencia de todos modos. El Dr. E. S. Waterhouse cita un
epigrama del Sr. Bradley ―en cuanto a que Herbert Spencer nos dijo más acerca de lo
Desconocido que lo que los más imprudentes teólogos nos han dicho acerca de Dios‖. Así pues,
tal vez, podría decirse que los místicos están acostumbrados a expresar lo inexpresable más
plenamente que lo que el carácter inefable que ellos atribuyen a su experiencia, parecería
garantizar.
En particular, aquellos quienes desechan la teología en aras de la experiencia, se inclinan a
hacer uso de una manera personal de hablar y pensar acerca de Dios, a la cual no tienen derecho.
Un notable predicador, por ejemplo, relataba un incidente de su juventud, en el cual escuchó por
casualidad a su padre orando cuando pensaba que estaba a solas con Dios. Su padre, dice el
predicador, era completamente ortodoxo, y fiel al Catecismo Menor de Westminster. Sin
embargo, en esa oración, para el asombro del chico, no había nada de la teología elaborada de los
Estándares de Westminster, sino simplemente un derramamiento del alma en la presencia del
Creador. ―Era una oración‖, dice el predicador, ―en la cual se arrojó a los brazos de su Padre
celestial‖. No había en ella teología, ni infierno, ni teoría moral o sustitutiva de la expiación‖.
Pero, ¿qué fue, después de todo, aquello que causó tal simple derramamiento del alma? ¿Era
dicha oración tan independiente de la teología como el predicador parece pensar? Por nuestra
parte lo dudamos mucho. Toda comunión personal parece ser una cosa simple; no obstante es, en
realidad, muy compleja. Mi afecto, lealtad y confraternidad con un amigo, por ejemplo, depende
de años de observación de las acciones del mismo. Así ocurre exactamente en el caso de la
comunión del cristiano con su Dios. El cristiano dice: ―Señor, tú conoces que estamos en los
mismos viejos términos‖. Esta oración parecería muy simple y carente de teología. Pero en
realidad depende, de todo el rico contenido de la revelación de Dios de sí mismo en la salvación,
que ha proveído a través de su Hijo. De cualquier manera, el puro sentimiento, si es que existe,
es amoral; lo que mueve o provoca nuestra relación con otra persona, ya sea un amigo o el Dios
Eterno, sea tan ennoblecedor es el conocimiento que tenemos del carácter de esa persona. La
experiencia del místico real, entonces, como diferenciada de aquella experiencia de un contacto
directo con Dios en las profundidades del alma que popularmente se llama misticismo —siendo
lo último, por supuesto, una parte de toda religión vital— no es la experiencia cristiana; porque
la experiencia cristiana es completamente personal; el cristiano mantiene compañerismo con una
persona a quien conoce.
Otro sustituto para una religión basada en el conocimiento de Dios, es el positivismo. El
nombre mismo se debe a un fenómeno acaecido hace mucho tiempo, pero el sistema filosófico
que el nombre representa ha sido revivido en todos sus elementos fundamentales. Por ejemplo,
ha sido revivido de una manera muy definida, por el Profesor Ellwood en su popular libro, The
Reconstruction of Religion [La Reconstrucción de la Religión]. El Profesor mismo detecta su
afinidad con el antiguo positivismo, aunque busca implementar la religión positivista de la
humanidad con una reverencia panteizante para el proceso del mundo. A su vez, el positivismo
también ha sido revivido, aunque a menudo inconscientemente, por aquellos populares
predicadores del día quienes usan la expresión ―el Dios como el de Cristo‖ frase tan
desconcertante para los hombres que han reflexionado profundamente en los fundamentos o
bases de la fe cristiana —utilizada por aquellos predicadores populares quienes nos dicen que
Dios es conocido solamente a través de Jesús—. Sin embargo, si ellos quisieran decir que Dios
es conocido solamente a través de la Segunda Persona de la Trinidad, el Logos Eterno, podría
estar de acuerdo; y para ello encontraría la justificación en el capítulo once de Mateo. Pero, por
supuesto, como asunto de hecho, esta idea no es la expuesta en sus palabras. Lo que ellos quieren
decir es que toda metafísica habiendo sido abandonada o relegada al reino de la especulación no
esencial —todas las preguntas en cuanto a si hay un Dios que hizo el mundo por el fíat de su
voluntad, si hay una vida después de la muerte, o si Jesús en su misma persona está vivo hoy,—
tales cuestionamientos al ser abandonados con llevan a creer que el alma del hombre puede
llegar a ser transformada por la mera contemplación y emulación de la vida moral de Jesús.
Esencialmente, tal religión es positivismo; considera como no esencial todos los factores extra-
mundanos y establece una religión de la humanidad —una religión de la humanidad simbolizada
por el nombre de Jesús—.
Ciertamente, la figura de Jesús a la que tal religión puede acudir no es la del Jesús de la
historia —ni el Jesús expuesto en el Nuevo Testamento, ni el Jesús que ha sido reproducido, o
que podría ser concebiblemente reproducido, por ningún proceso crítico—. Porque el Jesús real
era un teísta, ciertamente creía en un Dios realmente existente, Hacedor del mundo y último
Juez, indudablemente aceptaba la revelación de Dios en las Escrituras del Antiguo Testamento,
verdaderamente puso la doctrina del cielo y el infierno en el mismo fundamento de su enseñanza
ética, y ciertamente esperaba una venida catastrófica del Reino de Dios. Estas aseveraciones en
mucha de la predicación moderna son ignoradas. El predicador cita alguna palabra de Jesús muy
fuera de su contexto —tal vez incluso del evangelio de Juan, que los propios principios críticos
del predicador han descartado— y entonces procede a derivar de esa palabra malentendida de
Jesús una religión doctrinal de este mundo. Algunos de nosotros, al escuchar, desearíamos poder
hacer preguntas como: si Jesús de Nazaret realmente hizo de la vida más abundante del hombre,
el fin último de la existencia; si Jesús realmente rechazó, sobre cualesquiera principios éticos,
aquellas palabras suyas en las que reclamó ser el Juez de toda la tierra. Pero tales preguntas
reciben poca atención del predicador modernista; tales cuestionamientos involucran, dice,
meramente evasiones de las demandas morales de Jesús. En ningún otro punto el anti-
intelectualismo apasionado de la Iglesia Modernista se manifiesta más claramente.
Pero, ¿puede la razón humana, especialmente como está manifestada en el sentido histórico,
realmente ser de ese modo coaccionada al silencio? Por nuestra parte, no lo creemos. Y cuando
la razón despierte, aunque la religión moderna de la humanidad posiblemente pueda permanecer,
su atracción hacia Jesús de Nazaret al menos tiene que desaparecer. Tendremos que dejar de
invertir nuestro orgullo en la bondad humana con el ropaje prestado del atractivo emocional del
cristianismo; y la elección deberá realizarse entre el abandono de Jesús como la guía moral de la
raza y la aceptación de sus formidables demandas.
De este modo, la renuncia de la teología en pro de una religión doctrinal, realmente involucra
la renuncia del cristianismo en pro de un escepticismo tan radical que apenas puede ser
concebido. Pero otro contraste tiene un efecto igualmente espantoso en la vida presente. Es el
contraste entre conocimiento y fe; y la consideración del mismo nos lleva al corazón de nuestra
presente materia de estudio. Ese contraste, como veremos, ignora un elemento esencial en la fe; y
lo denominado después de la substracción de ese elemento no es fe en lo absoluto. Como un
asunto de hecho, toda verdadera fe involucra un elemento intelectual; es decir, involucra
conocimiento y termina en conocimiento.
La exhibición de este hecho formará una parte considerable de la discusión que sigue. No
conformará el todo de la misma, ya que la discusión no será meramente polémica; sin embargo,
la única manera de obtener una idea más clara de lo que una cosa es, es ponerla en contraste con
lo que no es; toda definición involucra exclusión. Nos esforzaremos, entonces, por la
comparación de perspectivas opuestas como también por la exhibición de las nuestras, arribar a
una respuesta a la pregunta: ―¿Qué es la Fe?‖ Si esa pregunta fuese contestada correctamente, la
iglesia, creemos, pronto emergería de sus presentes perplejidades y partiría con un nuevo gozo a
la conquista del mundo.
Están aquellos que se alejan de una consideración de estas grandes preguntas de principio;
están aquellos quienes condenan la controversia, y creen que la iglesia debe retornar a su anterior
principio de cortesía ignorando o dando por descontado los aspectos centrales de la fe cristiana.
Pero con tales personas, por mi parte, no puedo estar de acuerdo. El período de aparente armonía
en el cual la iglesia en Estados Unidos se hallaba hace unos cuantos años era, creo, un período
del peligro más letal; la lealtad a Cristo estaba siendo sustituida por la lealtad a las
organizaciones de la iglesia; los líderes que nunca mencionaban el centro del evangelio en su
predicación estaban haciendo uso indiscutible de los recursos de la iglesia; en las reuniones de
comité directivos o en los concilios, era considerado como malos modales incluso mencionar, al
menos en cualquier forma definida e inteligible, la Cruz de Cristo. Un paganismo cortés, en otras
palabras, con su confianza en los recursos humanos, estaba sustituyendo callada y pacíficamente
al heroísmo de la devoción al evangelio.
Ante tal condición, habían algunos hombres cuyos corazones fueron tocados; el Señor Jesús
había muerto por ellos en la cruz, y al menos ellos podrían —pensaban— ser fieles a Él; ellos no
podían continuar apoyando, por medio de sus donativos y sus esfuerzos, cualquier creencia que
fuera hostil al evangelio de Jesús; y ellos estaban compelidos, por lo tanto, frente a toda
oposición, a levantar la pregunta de qué es lo que la iglesia debe hacer en el mundo.
¡Dios conceda que dicha pregunta nunca sea silenciada hasta que haya sido respondida
correctamente! No temamos la oposición de los hombres; cada gran movimiento en la iglesia
desde Pablo hasta los tiempos modernos ha sido criticado sobre la base de que promovía censura
e intolerancia y disputa. Por supuesto, el evangelio de Cristo, en un mundo de pecado y duda,
causará disputa; y si no causa disputa y levanta amarga oposición, entonces sería una señal
razonable que indicaría que no está siendo fielmente proclamado. En cuanto a mí, creo que una
grandiosa oportunidad se ha abierto al pueblo cristiano por medio de la ―controversia‖ tan
condenada. Las convenciones han sido quebradas; los hombres están intentando penetrar bajo
palabras piadosas a aquello designado por las mismas; está llegando a ser más y más necesario
que un hombre escoja si se mantendrá con Cristo o en contra de Él. Tal condición, creo, ha sido
producida por el Espíritu de Dios; ya ha habido un avance espiritual genuino. Ha sido
notablemente manifiesto en la institución a la que tengo el honor de servir. La moral de nuestro
cuerpo estudiantil teológico durante los años pasados había llegado a ser muy baja; había una
marcada indiferencia hacia los elementos centrales de la fe; y la experiencia religiosa era de la
clase más superficial. Pero durante el año académico, de 1924–1925, ha habido algo así como un
reavivamiento. La juventud ha empezado a pensar por sí misma; el mal de asociaciones
comprometedoras ha sido descubierto; el heroísmo cristiano de cara a la oposición otra vez ha
llegado a reclamar sus derechos; un nuevo interés ha sido suscitado en las preguntas históricas y
filosóficas que subyacen a la religión cristiana; convicciones verdaderas e independientes han
sido formadas. La controversia, en otras palabras, ha resultado en un notable avance intelectual y
espiritual. Algunos de nosotros disciernen en todo esto la obra del Espíritu de Dios. ¡Y Dios
conceda que su fuego no se apague! Es de tales tiempos de cuestionamientos que llegan los
grandes reavivamientos. ¡Dios conceda que así sea hoy! La controversia del tipo correcta es
buena; ya que de tal controversia, como la historia de la iglesia y la Escritura enseñan
igualmente, llega la salvación de las almas.
Es con tal objetivo último que consideramos la pregunta: ―¿Qué es la Fe?‖ Una pregunta más
―práctica‖ difícilmente puede ser concebida. El predicador dice: ―Cree en el Señor Jesucristo, y
serás salvo‖. Pero, ¿cómo puede posiblemente un hombre actuar sobre tal sugerencia, a menos
que conozca lo que cree? Era en ese punto que la predicación ―doctrinal‖ de una generación
anterior era mucho más práctica que la predicación ―práctica‖ del presente. Nunca olvidaré al
pastor de la iglesia en la que crecí. Era un buen predicador de muchas maneras, pero su
característica más marcada era la sencillez y claridad con la que le decía a la gente lo que un
hombre debía hacer para ser salvo. Los predicadores actuales aluden a la importancia de llegar a
ser cristiano, pero rara vez parecen hacer del asunto el tema de una exposición expresa; dejan a la
gente con una impresión vaga de que ser cristiano es bueno, pero esta impresión es difícil de
traducir en acción porque están ausentes instrucciones precisas. Estos predicadores hablan acerca
de la fe, pero no determinan lo que la fe es.
El presente libro se ha escrito para ayudar de una alguna pequeña manera a suplir esta
carencia. Si la vía de salvación es la fe, parece ser altamente importante decir a la gente que
quiere ser salva justo lo que la fe significa. Si un predicador no puede hacer eso, difícilmente
puede ser un verdadero evangelista.
Entonces, ¿cómo obtendremos la respuesta a nuestra pregunta? ¿Cómo descubriremos lo que
la fe es? A primera vista, pareciera ser una cuestión puramente filosófica o tal vez sicológica;
hay otra fe además de la fe en Jesucristo, y tal fe sin duda debe incluirse con la fe cristiana en la
misma categoría general. Por tanto, se observa como si estuviera emprendiendo una discusión
sicológica, y como si debiera estar completamente familiarizado con las cuestiones
epistemológicas y sicológicas involucradas.
Indudablemente, tal análisis de la materia sería altamente provechoso e instructivo; pero
desafortunadamente no soy competente para emprenderlo. Por lo tanto, propongo un método de
enfoque algo diferente. ¿Cómo sería si debiéramos estudiar el tema de la fe, no tanto por medio
de generalizaciones desde varias instancias de fe en la vida humana (aunque tales
generalizaciones no estarán completamente ausentes), sino más bien por medio de una
consideración de la fe tal y como aparece en su manifestación más alta y más clara? Tal
concentración sobre un ejemplo clásico es a menudo la mejor manera posible, o de cualquier
modo una manera muy fructífera en que un tema puede ser tratado.
Pero el ejemplo clásico de la fe, debe encontrase en la fe ordenada en el Nuevo Testamento.
Yo creo que habrá amplio acuerdo con dicha aserción entre los estudiantes de sicología, sean
cristianos o no: la insistencia en la fe es característica del cristianismo del Nuevo Testamento;
hay cierta justificación, seguramente, de la manera en que Pablo habla del período pre-cristiano
como del tiempo ―antes que la fe viniera‖. Sin duda, dicha afirmación está diseñada por el
Apóstol como relativa meramente; él mismo insiste en que la fe tuvo lugar en la antigua
dispensación; pero tales anticipaciones fueron absorbidas, por la venida de Cristo, en un glorioso
cumplimiento. De cualquier manera, la Biblia como un todo, tomando la profecía y
cumplimiento juntos, es el libro de texto supremo sobre la materia de la fe. El estudio de ese
libro de texto puede guiar a un entendimiento tan claro de nuestro tema como el que pudiera
obtenerse por cualquier investigación más general; podemos aprender lo que la fe es en su mejor
expresión, estudiándola en su manifestación más alta. Preguntaremos, entonces, en los siguientes
capítulos qué nos dice la Biblia (en particular el Nuevo Testamento) acerca de la fe.

CAPÍTULO UNO

LA FE EN DIOS

En primer lugar, la biblia ciertamente nos dice que la fe involucra a una persona como su objeto.
Podemos, en verdad, hablar acerca de tener fe en un objeto impersonal, tal como una máquina,
pero cuando hacemos eso, creo que estamos siendo indulgentes en una clase de personificación
del objeto, o más bien, tenemos en mente a los hombres quienes realmente fabricaron la
máquina. De cualquier manera, sin discutir lo correcto o incorrecto de este uso, al menos
podemos afirmar que tal uso de la palabra, le queda corto a su significado más alto. En el
significado más alto de la palabra, el significado en que ahora estamos interesados solamente, la
fe es considerada como siendo depositada siempre en personas. Las personas en quien, de
acuerdo con la Biblia, debe depositarse la fe particularmente son: Dios el Padre y el Señor
Jesucristo.
Pero —y aquí llegamos al punto que creemos debe ser enfatizado por encima de todos los
demás,— es imposible tener fe en una persona sin tener conocimiento de la misma; lejos de estar
en contra del conocimiento, la fe está cimentada en el conocimiento. Dicha aserción va en contra
de toda la tendencia de la enseñanza religiosa contemporánea; pero un poco de reflexión, creo,
mostrará que es indudablemente correcta, y que debe de aplicarse específicamente a los objetos
de la fe cristiana. Consideremos desde este punto de vista primero la fe en Dios y segundo la fe
en Jesucristo.
En el tratamiento clásico de la fe en la Epístola a los Hebreos, hay un versículo que va a la
raíz misma del asunto. ―Porque es necesario que el que se acerca a Dios‖, dice el autor, ―crea que
le hay, y que es galardonador de los que le buscan‖ (Heb. 11:6). Aquí encontramos un rechazo
anticipado de todo el cristianismo pragmatista y no-doctrinal de los tiempos modernos.
En primer lugar, en el versículo se determina la dependencia de la religión a la doctrina; el
que viene a Dios no solamente tiene que creer en una persona, sino también tiene que creer que
algo es verdadero; aquí se declara que la fe involucra aceptación de una proposición. No puede
haber una insistencia más clara sobre la base doctrinal o intelectual de la fe. Es imposible, de
acuerdo con la Epístola a los Hebreos, tener fe en una persona sin aceptar con la mente los
hechos acerca de la persona.
Enteramente diferente es la actitud prevaleciente en la iglesia moderna; lejos de reconocer la
base intelectual de la fe como el autor de Hebreos lo hace, muchos predicadores modernos la
oponen agudamente al conocimiento. La fe cristiana, dicen ellos, no es asentir a un credo, sino es
confianza en una persona. La Epístola a los Hebreos por otro lado declara que es imposible tener
confianza en una persona sin asentir a un credo. ―Porque es necesario que el que se acerca a Dios
crea que le hay o existe‖. Las palabras ―Dios es‖ o ―Dios existe‖ constituyen un credo; ellas
constituyen una proposición: y no obstante, son puestas aquí como necesarias a aquella cosa
supuestamente no intelectual denominada fe. Sería imposible encontrar una oposición más
completa que la que aquí aparece entre el Nuevo Testamento y la tendencia anti-intelectualista de
la predicación moderna.
Pero aquí, como en otra parte, la Biblia resulta ser veraz a los hechos más evidentes del alma,
mientras que la separación moderna entre la fe en una persona y la aceptación de un credo resulta
ser sicológicamente falsa. Es perfectamente cierto, por supuesto, que esa fe en una persona es
más que la aceptación de un credo, no obstante la Biblia tiene mucha razón en sostener que
siempre involucra la aceptación de un credo. La confianza en una persona es más que el
asentimiento intelectual a una serie de proposiciones acerca de la persona, pero siempre
involucra esas proposiciones y, en el momento que son negadas, esa confianza llega a ser
imposible. Es prácticamente imposible, confiar en una persona acerca de quién uno asiente a
proposiciones que la hacen indigna de confianza, o de quien uno falla en asentir a proposiciones
que la hacen digna de confianza. Asentir a ciertas proposiciones no es el todo de la fe, pero es un
elemento absolutamente necesario de la fe. Así que asentir a ciertas proposiciones acerca de Dios
no es el todo de la fe en Dios, pero es necesario para la fe en Dios; y la fe cristiana, en particular,
aunque es más que asentir a un credo, es absolutamente imposible sin asentir a un credo. Uno no
puede confiar en un Dios de una manera racional y sostener que no exista o que sea indigno de
confianza.
La Epístola a los Hebreos, por lo tanto, tiene mucha razón en mantener que ―es necesario que
el que se acerca a Dios crea que Él existe‖. A fin de confiar en Dios o tener comunión con Él
tenemos al menos que creer en su existencia.
A primera vista, esa observación parecería ser una mera verdad obvia; parecería ser un
argumento que cada persona cuerda estaría obligada a aceptar. Como un asunto de hecho, sin
embargo, incluso esta proposición aparentemente auto-evidente es rechazada por una gran masa
de personas en el mundo moderno; y ha sido rechazada por muchas otras en el curso de la
historia religiosa. Lo que la Epístola a los Hebreos consigue al enunciar la simple proposición:
―es necesario que el que se acerca a Dios crea que Él existe‖, es el repudio de ese importante
fenómeno en la historia de la religión conocido como misticismo.
El verdadero místico sostiene que la comunión con Dios es una experiencia inefable,
independiente de cualesquiera otras proposiciones intelectuales. La religión, sostiene el místico,
en su forma pura es independiente del intelecto; cuando es expresada en un molde intelectual es
confinada y enclaustrada; tal expresión no puede ser más que simbólica; la experiencia religiosa
misma no depende de asentir a ninguna clase de credo. En oposición a esta actitud mística el
autor de la Epístola a los Hebreos insiste en la primacía del intelecto; él basa su religión de lleno
en la verdad. Por supuesto, él no rechaza ese contacto inmediato y misterioso del alma con Dios
que es tan preciado para el corazón del místico; porque ese contacto inmediato del alma con Dios
es una parte vital de toda religión digna del nombre. Pero sí quiebra la separación mística entre
esa experiencia por un lado y el conocimiento de Dios por el otro, y al hacerlo no está
pronunciando una mera verdad obvia, sino una verdad importante; él está dando un golpe
saludable en contra del misticismo anti-intelectual antiguo y moderno. No podría haber, bajo las
condiciones actuales, un texto más oportuno; en la presencia de esta estupenda declaración, de
tan largo alcance, aunque si bien tan sencilla, la religión no-doctrinal del presente parece ser solo
algo vacío y efímero.
No es verdad, entonces, de acuerdo con el Nuevo Testamento, que la religión sea
independiente de la doctrina o que la fe sea independiente del conocimiento; al contrario, la
comunión con Dios o la fe en Dios dependen de la doctrina de su existencia. Pero depende de
otras doctrinas además de esto. ―Porque es necesario‖, dice la Epístola a los Hebreos, ―que el que
se acerca a Dios crea que Él existe, y que es galardonador de los que le buscan‖. En esta última
parte de la oración, tenemos expresada de una manera concreta, la grandiosa verdad de la
personalidad de Dios. Él, de acuerdo con la Epístola a los Hebreos, es Uno que puede actuar—
actuar con base en un juicio sobre aquellos quienes vienen a Él. Lo que tenemos aquí, en la
segunda parte de esta oración, es una presentación de lo que la Biblia en otra parte llama el Dios
―viviente‖. Quien no solamente existe, sino que es una Persona libre que puede actuar.
La misma verdad aparece con incluso mayor claridad en el tercer versículo del mismo
grandioso capítulo. ―Por la fe entendemos‖, dice el autor, ―haber sido constituido el universo por
la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía‖. Aquí tenemos,
expresado con claridad inigualable, la doctrina de la creación de la nada, y esa doctrina asevera
que debe ser recibida por la fe. Es la misma doctrina expuesta en el primer versículo de la Biblia:
―En el principio creó Dios los cielos y la tierra‖, y eso está realmente dado por descontado en la
Biblia de principio a fin. No obstante, la prevalente tendencia religiosa en la iglesia del presente
relega dicha doctrina al reino de lo no esencial. ―¿Qué tiene que ver la religión‖, se nos pregunta,
―con la noción obsoleta de la creación por fíat?‖
La verdad es que en la Epístola a los Hebreos como también en el resto de la Biblia se
manifiesta un mundo de pensamiento que está diametralmente opuesto al anti-intelectualismo del
presente. Ciertas cosas, de acuerdo con la Biblia, se conocen acerca de Dios, y sin estas cosas no
puede haber fe. Por lo tanto, la Biblia se opone agudamente al escepticismo pragmatista del
moderno mundo religioso; en contra del apasionado anti-intelectualismo de una gran parte de la
iglesia moderna, la Biblia mantiene la primacía del intelecto; enseña claramente que Dios ha
dado al hombre una facultad de razón quien es capaz de aprehender la verdad, incluso la verdad
acerca de Dios.
Eso no significa que las criaturas finitas podamos encontrar a Dios por nuestra propia
búsqueda, sino que Dios nos ha hecho capaces de recibir la información que escoge darnos. No
puedo desarrollar un relato de China desde mi propia consciencia interna, pero soy perfectamente
capaz de entender el relato de los viajeros que han estado allí. Así pues, nuestra razón es
ciertamente insuficiente para hablarnos de Dios a menos que Él se revele a sí mismo; pero es
capaz (o sería capaz si no estuviera nublada por el pecado) de recibir revelación una vez dada.
La revelación de Dios de sí mismo al hombre abarca, sin duda, solamente una pequeña parte
de su ser; el área de lo que conocemos es infinitesimal comparada con el área de lo que no
conocemos. Pero el conocimiento parcial no es necesariamente un conocimiento falso; y nuestro
conocimiento de Dios sobre la base de su revelación de sí mismo es, sostenemos, verdadero
hasta donde le concierne.
Ese conocimiento de Dios es considerado por la Biblia como interesado en la fe y como el
pre-requisito necesario de la misma. Podemos confiar en Dios, de acuerdo con la Biblia, porque
se ha revelado a sí mismo como digno de confianza. El conocimiento que Dios generosamente
nos ha dado de sí mismo es la base de nuestra confianza en Él; el Dios de la Biblia es Uno en
quien es razonable confiar. Pero eso, ciertamente, no puede decirse del Dios que presenta mucha
de la especulación moderna. Hay varias maneras de pensar acerca de Dios, ampliamente
prevalentes hoy, que inevitablemente destruirán nuestra confianza en Él.
En primer lugar, está el panteísmo ampliamente difundido, el cual inserta a Dios en un tipo
de conexión necesaria con el mundo. De acuerdo con esta concepción, el mundo no solamente no
existe aparte de Dios, sino que Él no existe aparte del mundo. Dios debe identificarse ya sea con
la totalidad del proceso del mundo o debe considerarse como conectado con el proceso del
mundo tal y como el alma del hombre está conectada con su cuerpo. Esa manera de pensar es
muy popular y se encuentra bastante difundida; es llamada ―inmanencia‖ de Dios la cual recorre
gran parte de la predicación contemporánea pervirtiendo una gran verdad. Ya sea de manera
explícita o no, exhaustivamente o presente solamente en tendencia, el panteísmo colorea en gran
medida la vida religiosa de nuestro tiempo. Sin embargo, como un asunto de hecho, en último
análisis hará sumamente difícil la vida religiosa; ciertamente, hará inasequible cualquier cosa que
pueda llamarse fe. Es realmente imposible confiar en un ser concebido meramente como el todo
de lo cual somos partes; a fin de confiar en Dios uno tiene que pensar en Dios como una Persona
transcendente y viviente.
Es verdad que los panteístas representan su concepción trayendo a Dios cerca del hombre.
―No tendremos nada que ver‖, dicen en efecto, ―con el Dios lejano de los credos de la iglesia; el
problema de la unión entre Dios y el hombre, con el cual lucharon los teólogos antiguos y como
una solución del mismo construyeron su elaborada doctrina de la redención, no es problema en lo
absoluto para nosotros; pues para nosotros Dios está más cerca que respirar y más cerca que las
manos y los pies; su vida palpita a través de la vida de todo el mundo y a través de las vidas de
cada uno de nosotros‖. De este modo, el teísmo es sustituido por el panteísmo, basado en el
argumento de que trae a Dios más cerca del hombre.
Sin embargo, en realidad tiene el efecto exactamente opuesto. Lejos de traer a Dios más
cerca del hombre, el panteísmo de nuestro día realmente lo empuja muy lejos de nosotros; lo trae
físicamente cerca, pero al mismo tiempo lo hace espiritualmente remoto; lo concibe como una
clase de fuerza ciega vital, pero cesa de considerarlo como una Persona a quien un hombre puede
amar y en quien un hombre puede confiar. Destruye la libre personalidad de Dios, y la
posibilidad del compañerismo con Él se desvanece; no podemos amar o confiar en un Dios de
quien nosotros somos partes.
De este modo si vamos a retener la fe, tenemos que aferrarnos con todo nuestro corazón a lo
que son llamados los atributos metafísicos de Dios—su infinidad y omnipotencia y a su carácter
de creador. El Dios finito de Mr. H. G. Wells y de algunos otros hombres modernos, por
ejemplo, nos parece ser casi tan destructivo de la fe como lo es el Dios impersonal de los
panteístas; nos parece ser un curioso producto de una mitología moderna; no es Dios sino un
dios; y en la presencia de todas esas semejantes imaginaciones, nosotros estamos obligados a
retornar muy humildemente pero con toda resolución hacia él maravilla pavorosa y estupenda de
lo infinito y decir con Agustín: ―Tú nos hecho para ti, y nuestro corazón no descansará hasta que
repose en Ti‖.
Esta devoción a los así llamados atributos metafísicos de Dios es impopular en el presente.
Hay muchos quienes nos dicen que debemos cesar de estar interesados en la pregunta de cómo
fue hecho el mundo, o cuál será nuestra suerte cuando pasemos más allá de la tumba; pero que
podemos aferrarnos a la bondad de Dios aunque su carácter creador y su poder se desvanezcan.
Una notable presentación de tal concepción se encuentra en el libro del Dr. McGiffert: ―The
God of the Early Christians [El Dios de los Primeros Cristianos]. Ese libro es muy provocativo
y erróneo para nuestra mente. Pero posee al menos un mérito raro entre la literatura religiosa
contemporánea—es interesante. Es la obra de uno de los más destacados ―eruditos
estadounidenses, poseedor una mente radical e incisiva, la cual, si no logra solucionar el
problema de los orígenes cristianos, al menos, a diferencia de la mayoría de las mentes
contemporáneas, detecta cuál es el problema. Tal libro, con su erudición y originalidad,
cualesquiera sean sus faltas, pone nuevamente una atención mucho más cuidadosa que muchos
de los libreros de cinco anaqueles de los ostensiblemente sorprendentes y progresivos pero en
realidad completamente convencionales libros religiosos tan populares justo ahora.
El mismo Dr. McGiffert es un partidario de un ―teísmo ético‖, que está muy alejado en
verdad de lo que la palabra ―teísmo‖ propiamente puede significar. La pregunta en cuanto a
cómo el mundo llegó a la existencia, mantiene, es un asunto de indiferencia para la religión,
como lo es toda la cuestión del poder de Dios en el reino físico. Pero nosotros los modernos, dice
en efecto, aunque no estamos más interesados en el poder de Dios, podemos afianzarnos al
menos a nuestra fe bondadosamente; y al hacerlo podemos ser hombres religiosos.
Él es, sin embargo, un erudito demasiado astuto para suponer que este ―teísmo ético‖ ateísta
se enseña en el Nuevo Testamento; ciertamente, admite, Jesús no lo enseñó. La doctrina de Jesús
acerca de Dios, al contrario, dice, no era nada nuevo; era simplemente la doctrina judía que
encontró a la mano; ponía gran énfasis en la soberanía de Dios, el poder absoluto del Creador
sobre sus criaturas, y énfasis en la tremenda severidad de Dios más bien que en su amor. En otras
palabras, el Dr. McGiffert admite—aunque su terminología es algo diferente—que Jesús era un
―teísta‖ en el usual significado de esa palabra; el entero cuadro sentimental del ―Jesús liberal‖,
con su concepción ―práctica‖ de Dios que tampoco era teórico, y con su unilateral énfasis en la
Paternidad de Dios en contra de su justicia, es aquí completamente desplazado. El Dr. McGiffert
ha leído los evangelios, y sabe muy bien cuán ahistórico es ese cuadro de Jesús.
Pablo, también, de acuerdo con el Dr. McGiffert, era un teísta; él mantenía la concepción
judía de Dios enseñada por Jesús, aunque añadió a esa concepción la adoración de Jesús como un
Dios Salvador. Pero—y aquí llegamos a la tesis realmente distintiva del libro—los primitivos e
ingenuos cristianos gentiles en los primeros días, a diferencia de Jesús y de Pablo, no eran, de
acuerdo con el Dr. McGiffert, monoteístas; consideraron a Jesús como su Salvador sin estar
interesados en negar la existencia de otros salvadores; en particular, ellos no estaban interesados
en la conexión entre Jesús y un Hacedor y Gobernador del mundo.
Lo interesante acerca de esta sobresaliente teoría, no se centra en la probabilidad de su
verdad, porque no es realmente difícil de refutar; sino que radica en la conexión entre la teoría y
el todo de la moda anti-intelectualista del mundo religioso moderno. El Dr. McGiffert, como la
mayoría de los modernistas ha hecho, ha renunciado a cualquier creencia clara en el teísmo; ha
cesado de basar su religión sobre un supremo Hacedor y Gobernador del mundo; no obstante,
desea mantener alguna clase de continuidad con la iglesia cristiana primitiva. Y lo hace, por
medio del descubrimiento de un cristianismo gentil primitivo no-teísta cuya religión en aspectos
importantes era semejante a la suya. Lo interesante acerca del libro no es la tesis misma, tanto
como la manera en que en el planteamiento de la misma permite aparecer las conjeturas del
autor.
Lo incorrecto de dichas conjeturas llega a ser evidente en diversos puntos. Particularmente
incorrecta es la separación de la ―salvación‖ del teísmo—una separación que se repite una y otra
vez en el libro. ―Que había pensadores filosóficos‖, dice el autor, ―que fueron atraídos por el
monoteísmo de los judíos y que llegaron a ser cristianos debido al mismo, es indudablemente
cierto, pero ellos estaban vastamente en la minoría, y el mundo romano no fue ganado para al
cristianismo por ningún interés teológico. Al contrario, la fe en Cristo y en su salvación convertía
a las masas, en ese entonces, como ha convertido a las multitudes en cada época desde
entonces‖. Por lo tanto, de acuerdo con el Dr. McGiffert, fue un decline —tal es la implicación
clara del libro— cuando ―el cristianismo cesó de ser una mera religión de salvación —una mera
secta salvífica— y Cristo dejó de ser un mero salvador‖; cuando Él llegó a ser, más bien, el
―creador, gobernador y juez de toda la tierra‖.
Esta separación entre teísmo y salvación, ignora el simple hecho de que no puede haber
salvación sin algo de lo cual un hombre es salvado. Si Cristo salva a los cristianos, ¿de qué los
salva? El Dr. McGiffert parece que nunca formula esa pregunta. Pero la respuesta a ella es
abundantemente clara, y destruye la entera reconstrucción que este libro tan brillantemente
intenta. ¿No es abundantemente claro que Cristo salva a los cristianos del pecado, y de las
consecuencias que conlleva ante el tribunal de Dios? Y, ¿no es claro también, que esto era justo
lo que atraía con mucha fuerza a la gente sencilla del primer siglo, como atrae con mucha fuerza
a muchas personas hoy? La verdad es que es prácticamente imposible pensar en Cristo como
Salvador sin pensar en aquello de lo que salva; la justicia de Dios es la presuposición del carácter
salvador de Cristo. Sin duda, por eso es que los hombres modernos, especialmente en los círculos
en que se mueve el Dr. McGiffert, han perdido el sentido del pecado, la culpa y el temor del
pavoroso tribunal de Dios. Pero esta pérdida implica a su vez el abandono general incluso de la
palabra ―salvación‖, por no decir de la idea de la misma. Sin el sentido del pecado y el temor del
infierno, puede existir el deseo de mejorar, ―estímulo‖, mejoramiento; pero el deseo de
―salvación‖, propiamente hablando, no puede haber. El modernismo realmente no ―lee el
cristianismo en términos de la salvación‖, sino que elimina a la salvación del cristianismo.
Usualmente, incluso renuncia a la palabra. Porque la salvación presupone algo de lo cual un
hombre es salvado; presupone la terrible ira de un Dios justo; en otras palabras, presupone justo
aquello que el modernismo no-teísta del Dr. McGiffert y otros están ansiosos por rechazar. Muy
diferente era la situación en los primeros días de la iglesia cristiana. Los hombres modernos han
perdido el sentido de la culpa y el temor del infierno, no obstante, los primeros cristianos, judíos
o gentiles, no la habían perdido. Ellos aceptaban a Cristo como Salvador solamente porque Él los
podía rescatar del abismo y llevarlos a una relación recta con el Gobernador y Juez de toda la
tierra. El carácter salvador de Cristo involucraba, en ese entonces y como siempre, la majestad y
la justicia de Dios.
Incluso más radicalmente errónea es otra distinción que está en la misma raíz de todo el
pensamiento del Dr. McGiffert: la distinción, ya aludida, ―entre un dios de la moral y un dios del
poder físico‖. De acuerdo con esta distinción, mantiene el Dr. McGiffert, como ya hemos visto,
es o debe ser asunto de indiferencia para los cristianos cómo el mundo llegó a ser; la doctrina de
la creación pertenece a una región de la metafísica con la que la religión no tiene nada que ver.
Es realmente semejante el caso con respecto a la doctrina de la providencia; toda la idea del
poder de Dios, como distinguido de su bondad, es—evidentemente piensa este autor—
prácticamente separable de la religión; podemos, cree, reverenciar la bondad de Dios sin temer
su poder o depender de su protección para las enfermedades físicas.
Tal escepticismo puede ser justificado o injustificado — no vamos a lidiar ahora con esa
importante pregunta— pero indiferente a la religión, ciertamente no lo es. Renuncia a la idea de
un Hacedor y Gobernador del mundo; di, como lógicamente tendrías que aseverar si aceptas la
concepción del Dr. McGiffert, que ―el Gran Compañero está muerto‖, y aún puede que
mantengas algún fervor religioso entre unas cuantas almas filosóficas. Pero la masa sufriente de
la humanidad, de cualquier manera, está perdida y sin esperanza, en un mundo hostil. Y
representar estos aspectos como asuntos indiferentes a la religión es cerrar nuestros ojos a las
cosas más profundas del corazón humano. ¿Es la doctrina de la creación realmente un asunto sin
trascendencia religiosa? ¿Realmente puede el hombre religioso reverenciar a Dios sin
preguntarse cómo el mundo llegó a ser y qué lo sustenta en su camino? ¿Está equivocado el
científico moderno, quien, buscando sus recursos dentro de las leyes de la naturaleza, llega en
detalle ante una cortina nunca alzada y permanece en admiración abrumadora ante un misterio
que reprende todo orgullo? ¿Estaba equivocado Isaías cuando dirigió su mirada a los cielos
estrellados y dijo: ―Alzad a lo alto vuestros ojos y ved quién ha creado estos astros; el que hace
salir en orden su ejército, y a todos llama por su nombre. Por la grandeza de su fuerza y la
fortaleza de su poder no falta ni uno?‖ ¿Estaba equivocado Jesús cuando mandó a sus discípulos
a confiar en Aquel que vestía a los lirios del campo y dijo: ―No temas, rebaño pequeño, porque
vuestro Padre ha decidido daros el reino?‖
A estas preguntas los filósofos podrían responder de una u otra forma, pero la respuesta del
corazón cristiano es de cualquier manera clara. ―Fuera con todas las abstracciones…‖, clama,
―fuera con todo dualismo entre el Dios de poder y el Dios de bondad, fuera con Marción y sus
muchos seguidores modernos, fuera con aquellos que hablan de la bondad de Dios pero lo privan
de su poder. En cuanto a nosotros cristianos, decimos todavía, al contemplar ese campo verde
brillando en el sol y aquellos oscuros bosques tocados con el brillo otoñal y ese azul bóveda del
cielo arriba —decimos todavía, a pesar de todo, que es el mundo de Dios que Él creó por el fíat
de su voluntad, y que a través de la gracia de Cristo estamos seguros por siempre en los brazos
de nuestro Padre celestial‖—.
Pero, ¿qué nos ha quedado cuando, de acuerdo con el Dr. McGiffert, no tenemos a nuestro
Padre celestial? La respuesta que él da es clara. ―Nos queda la bondad‖, se nos dice en efecto.
―No sabemos cómo el mundo llegó a existir, no sabemos cuál será nuestro destino cuando
atravesemos los oscuros portales de la muerte. Pero podemos encontrar una adoración superior y
desinteresada —muy superior, parecería, que la adoración de Jesús— en la reverencia por la
bondad liberada de los boatos vulgares de poder‖.
Suena noble al principio. Pero considérala por un momento, y su gloria se convierte en
cenizas y nos deja en la desesperación. ¿Qué se quiere decir por una bondad que no tiene poder
físico? ¿No es la ―bondad‖ en sí misma la abstracción más insignificante? ¿No carece de todo
significado excepto al pertenecer a una persona? Y, ¿la noción misma de una persona no
involucra el poder de actuar? La bondad completamente divorciada de poder no es, por lo tanto,
bondad en absoluto. Y si fuera bondad, aún así no significaría nada para nosotros —incluidos
como estamos en este universo físico, que es capaz aparentemente de destruirnos en su marcha
implacable—. La verdad es que la excesiva abstracción ha destruido incluso a aquello que tiene
la intención de conservar. Haz a Dios bueno solamente y no poderoso, y tanto Dios como la
bondad realmente serán destruidos.
Sintiendo, incluso si no plenamente entendiendo, esta objeción, sintiendo que la bondad es
una mera abstracción vacía a menos de que sea inherente a personas buenas, muchos hombres
modernos han intentado darle a su reverencia por la bondad alguna clase de subsistencia
simbolizando este ―teísmo‖ ético (y lo más claramente anti-teísta) en la persona de Jesús de
Nazaret. Ellos ―leen el cristianismo solamente en términos de la salvación‖ y toman al hombre
Jesús como su único Dios. Pero, ¿quién es este Jesús a quien ellos aducen la personificación de
la bondad que reverencian? Ciertamente, no es el Jesús del Nuevo Testamento; porque ese Jesús
insistía en todo lo que estos hombres modernos rechazan. Ni siquiera es el Jesús de la
reconstrucción moderna; porque incluso él, como ha demostrado el Dr. McGiffert con claridad
devastadora, mantenía el teísmo que estos hombres modernos están rechazando con tal
desprecio. La verdad es que es imposible para ellos asirse a Jesús incluso como el hombre
supremo, incluso como la personificación suprema de esa bondad abstracta que el modernismo
está esforzándose en reverenciar. Porque el Jesús real colocó en el mismo centro, no meramente
de su pensamiento sino de su vida, al Padre celestial, Hacedor y Gobernador del mundo.
¿Está, entonces, el modernismo anti-teísta de nuestro día leyendo el cristianismo solamente
en términos de la salvación y tomando al hombre Jesús como su único Dios, para renunciar a
todo pensamiento de continuidad con los glorias primeras de la iglesia cristiana? El Dr.
McGiffert sale con una sugerencia de esperanza. Él abandona, sin duda, la anterior respuesta a la
pregunta; destruye sin piedad la complacencia de quienes han supuesto que la historia temprana
del cristianismo sobre principios naturalistas, está toda perfectamente establecida y clara; arroja
el problema histórico nuevamente a un estado de flujo. Aquí acogemos su brillante e
intelectualmente estimulante libro. Tales textos por su radicalismo mismo, por su esfuerzo en
busca de nuevas hipótesis, por la exhibición que ofrecen del fracaso de todas las
reconstrucciones naturalistas, creemos, —en último análisis puede que conduzcan a un retorno al
fundamento sencillo de la historia cristiana basado en un acto sobrenatural de Dios. Mientras
tanto, el Dr. McGiffert se dirige a la iglesia modernista con una palabra de ánimo. La
continuidad con el cristianismo primitivo, él dice efecto, no necesita abandonarse incluso por un
cristianismo anti-teísta y ateológico que a primera vista no parece realmente muy primitivo.
Sería un gran error, pensamos, ignorar esta referencia práctica del libro. Sin duda, es en su
mayor parte un error inconsciente; el Dr. McGiffert escribe con el esfuerzo más serio, en la
búsqueda de la objetividad científica. Pero ningún historiador puede estar completamente sin
presuposiciones; y su presuposición es que un cristianismo anti-teísta es natural en el mundo.
Acordemente, como muchos notables historiadores han hecho, él encuentra lo que espera
encontrar. Baur, con base en su filosofía hegeliana, con su ―tesis, antítesis, síntesis‖, esperaba
encontrar un conflicto en la era apostólica con un compromiso gradual y soluciones graduales. Y
de ese modo encontró dicho fenómeno sin duda alguna—desafiando los hechos, pero de acuerdo
con su filosofía. Semejantemente, el Dr. McGiffert, con base en este escepticismo pragmatista,
espera encontrar en alguna parte en la iglesia primitiva un tipo de vida religiosa semejante a la
suya.
¿Por qué a pesar de su propia admisión de la precariedad de muchos de sus argumentos, él a
pesar de todo, ―no puede resistir la conclusión de la existencia de tal cristianismo primitivo‖ tal
como el que él apenas ha descrito? La respuesta es clara: porque está buscando un precursor en
la iglesia primitiva para el modernismo no-teísta que apoya. Otros han encontrado precursores de
este modernismo en el Nuevo Testamento— incluso en Pablo. Pero, el Dr. McGiffert es un
erudito para quedar satisfecho con una solución como esa. Todavía otros la han encontrado en
Jesús, y de ese modo han levantado el clamor: ―regresemos a Cristo‖. Pero el Dr. McGiffert ha
leído los Evangelios, y sabe bien cuán falsa es tal apelación de los predicadores modernistas
populares a las palabras del que ellos llaman ―Maestro‖. Al rechazar estas apelaciones
obviamente falsas, él está obligado a encontrar lo que busca en la no literaria, inarticulada e
indemostrada piedad de los primitivos cristianos gentiles.
―Allí‖ —dice en efecto a sus compadres modernistas, ―está nuestra religión por fin; allí debe
encontrarse el ancestro espiritual de una religión que leía al cristianismo exclusivamente en
términos de salvación y no tendrá nada que ver con ―la creación por decreto‖ o la divina justicia
o el cielo o el infierno o el Dios viviente y santo‖. Y así para el clamor del viejo liberalismo —
―regresemos a Cristo‖— al que el Dr. McGiffert ha puesto, confiamos, un final estate quieto —
queda aparentemente sustituido por el clamor: ―regresemos a los cristianos gentiles no-teístas
que leían el cristianismo solamente en términos de salvación y no estaban interesados en teología
o en Dios‖. Pero si ese realmente debe ser el clamor, el panorama es muy oscuro. Es triste si la
continuidad del cristianismo puede salvarse solamente por una apelación a los cristianos gentiles
no-teístas. Porque esos cristianos gentiles no-teístas realmente nunca existieron.
La verdad es que la religión anti-teísta o no-teísta del presente—popularizada por muchos
predicadores y apoyada por eruditos tales como el autor del brillante libro del cual hemos estado
justamente hablando—la verdad es que esta religión no-teísta, que, al menos en una de sus
formas más características, toma al hombre Jesús de la reconstrucción naturalista como su único
Dios, tendrá que mantenerse de pie en último análisis por sus propios medios. Con la iglesia
cristiana histórica, en todo caso, claramente tiene muy poco que ver. Porque la misma nunca
puede renunciar a creer en el Padre celestial a quien Jesús enseñó a sus discípulos a amar.
Entonces, en la raíz de la fe en Dios, como se enseña en la Biblia, está simplemente el
teísmo: a saber, la creencia de que el universo fue creado y ahora es sustentado por un Ser
Personal de quien depende pero Quien es independiente del mismo. Dios, en verdad, de acuerdo
con esta concepción cristiana, es inmanente en el mundo, pero también es personalmente distinto
al mundo, y a las criaturas finitas que ha creado. La trascendencia de Dios—lo que la Biblia
llama la ―santidad‖— está en el fundamento de la fe cristiana. El cristiano confía en Él porque a
Dios le plugo revelarse como Uno en Quien es razonable confiar; la fe en Dios está basada en el
conocimiento.
Ciertamente, el conocimiento no remueve nuestro sentimiento de asombro en la presencia de
Dios, pero debe profundizarlo hasta que nos guíe a un sobrecogimiento ilimitado. Algunas cosas
nos han sido reveladas acerca de Dios, y son las cosas más grandiosas que jamás han entrado en
la mente del hombre; pero ¡cuán limitadas son comparadas con el misterio infinito de lo
desconocido! Si el conocimiento que un hombre tiene de Dios remueve ese sentido de asombro
en la presencia del Infinito, por esa misma razón deja ver que apenas ha empezado a tener algún
verdadero conocimiento.
No obstante, el conocimiento parcial no es necesariamente falso; y el conocimiento parcial
que tenemos de Dios, aunque deja vastos misterios sin explorar, es suficiente como una base para
la fe. Si tal Dios está con nosotros, el cristiano puede decir: ¿quién puede estar contra nosotros?
Tal Dios es Uno en Quien un hombre puede confiar. En este punto es bueno hacer una pausa por
unos momentos en el texto de Romanos 8 que acabamos de citar: ―Si Dios es por nosotros‖, dice
Pablo, ―¿quién contra nosotros?‖ (Rom. 8:31). Estas palabras constituyen un verdadero grito de
batalla de fe; pudieron haber servido como el lema para un sinnúmero de hechos heroicos.
Confiando en el Dios de Israel, los hombres pelearon poderosas batallas y ganaron gloriosas
victorias; el Señor de los Ejércitos es un poderoso aliado.
Jonatán así lo creía cuando él y su paje de armas hicieron aquel intento riesgoso sobre una
guarnición de los filisteos. ―Pues no es difícil para Jehová‖, dijo, ―salvar con muchos o con
pocos‖. David creía lo mismo con sus cinco piedras lisas del arroyo y su gran adversario
jactancioso. ―Tú vienes a mí‖, dijo, ―con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el
nombre de Jehová de los Ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel‖. Eliseo creía lo mismo
cuando él y su criado fueron cercados en Dotán. Los sirios habían buscado tomar su vida; él
había revelado sus planes al rey de Israel; y por fin ellos lo habían atrapado limpiamente. Cuando
el criado del profeta se levantó en la mañana, la ciudad estaba rodeada por los ejércitos sirios.
―Ah, señor mío‖, dijo, ―¿qué haremos?‖ Pero el profeta no tuvo miedo. ―Abre sus ojos‖, dijo,
―para que vea‖. Y el Señor abrió sus ojos, y he aquí que los montes estaban cubiertos no
solamente por los ejércitos sirios, sino también por los caballos de fuego y los carros de fuego
del cuidado protector de Dios. Los apóstoles creyeron que Dios era un poderoso aliado cuando
testificaron en el concilio de los judíos: ―Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres‖.
Lutero creía lo mismo en ese día memorable cuando estaba de pie delante de reyes y príncipes, y
dijo—en esencia aunque no literalmente—―¡Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa, que Dios me
ayude! Amén‖.
En estos grandes momentos de la historia, la mano de Dios fue revelada. Pero, ah, los hechos
no son siempre tan claros. Muchos profetas tan verdaderos como Eliseo han sido rodeados por
los ejércitos de los extranjeros, y no han aparecido caballos ni carros de fuego; cinco piedras
lisas del arroyo, incluso al ser lanzadas valientemente en el nombre del Señor de los Ejércitos, no
siempre pueden hacer frente a la artillería moderna; muchos hombres de Dios tan audaces como
Pedro, tan fuertes como Lutero, han testificado fielmente la verdad, y, desprotegidos del favor de
la gente o de los sabios Gamalieles o de los amigables Electores de Sajonia, han sufrido la
hoguera. Ni tampoco parece ser siempre cierto que la sangre de los mártires es la semilla de la
iglesia. La persecución a veces parece ser coronada con un éxito trágico. Como cuando la
religión pura por el uso de las armas físicas fue en su mayor parte extirpada de Italia, España y
Francia, muy a menudo la sangre de los mártires parece derramarse en vano. Además, lo que es
cierto en la gran arena de la historia, también lo es en nuestros días. A veces, en tiempos de gran
crisis espiritual, la mano de Dios se revela; la liberación ha llegado de maneras sorprendentes
cuando menos se le esperaba. Pero en otras ocasiones, las más ardientes oraciones parecen no
tener respuestas, y la fe parece desvanecerse.
En nuestra perplejidad a veces somos tentados a pensar en Dios de manera muy parecida a
como en una ocasión pensaron de Él los enemigos de Israel. ―Sus dioses‖, dijeron con referencia
a Israel, ―son dioses de los montes… mas sin peleáremos con ellas en la llanura, se verá si no los
vencemos‖ (1 Reyes 20:23). Así pues somos tentados a decir a veces, Dios nos puede ayudar en
algunas de las circunstancias de la vida; pero en otras, ya sea por falta de poder o por falta de
voluntad—en la práctica no hace mucha diferencia—en esas otras ocasiones nuestro Dios falla.
La religión, decimos, a veces ayudará; pero hay problemas en que se requiere una clase de ayuda
mucho más definida; nuestro Dios es un Dios de las montañas, ¡pero cuidado cristiano con las
llanuras!
Tales dudas, en el texto al que nos hemos referido, son todas completamente despejadas. ―Si
Dios está con nosotros‖, dice Pablo ―¿quién contra nosotros?‖ El desafío, en la mente del
Apóstol, no puede recibir contestación; si Dios está con nosotros, nadie puede estar en contra
nuestra—nadie en las montañas o valles, en lo nublado o soleado, en la vida o en la muerte, entre
las cosas presentes o las porvenir.
Tal fe es magnificente; es heroica; enciende la imaginación y empuja la voluntad. ¡Sin duda
alguna es algo glorioso cuando un hombre fuerte se mantiene de pie con Dios en contra del
mundo! Pero mera magnificencia no es suficiente, y una duda latente permanece. La convicción
de Pablo es magnificente, pero ¿está fundada en la verdad sobria? ¿Es Dios, como lo conocemos,
realmente suficiente no solo para algunas, sino para todas, nuestras necesidades?
La respuesta a esa pregunta depende obviamente de lo que pienses de Dios. Si Dios fuese
meramente la divinidad tribal de un pueblo de las montañas, como lo creyeron aquellos
enemigos mencionados en 1 Reyes 20, entonces ciertamente no podemos esperar que Él pelee
por nosotros en la llanura. Por supuesto que el politeísmo de aquellos sirios ha desaparecido;
puede que nos haga reír incluso. Pero otros errores, aunque más refinados, son igualmente fatales
para el consuelo del texto paulino. Hay maneras de considerar a Dios, ampliamente prevalentes
hoy, que le asignan un valor inferior como el de de una divinidad local de los cerros israelitas.
Algunas de esas formas de pensar ya han sido mencionadas. Está, por ejemplo, la opinión
común que identifica a Dios con la totalidad del mundo. Esa opinión adquiere diferentes
nombres, y generalmente no recibe ninguno. La mejor manera de llamarla es panteísmo. Pero no
debemos confundirnos por un término técnico; lo que sea que se piense del nombre, la cosa en sí
misma no está confinada a los filósofos. Algunas veces se le llama la ―nueva teología‖; otras
(muy falsamente) la doctrina de la divina ―inmanencia‖. Pero es, de cualquier manera, un error
pensar que solamente afecta al aula de clases; al contrario, afecta al hombre común y corriente
como también al erudito, y no solamente al púlpito sino también a las bancas. En la vida
religiosa de nuestro día es casi dominante; solo unos cuantos pueden escaparse completamente
de su influencia. Ciertamente, no es nada nuevo. Lejos de ser la ―nueva revelación‖ como a
veces se le representa, es realmente tan vieja como los cerros; por milenios ha estado en el
mundo embotando el sentido moral y plagando la vida religiosa del hombre. Pero nunca ha sido
más poderosa de lo que es hoy.
Nos encontramos en este mundo en medio de un poderoso proceso. Se manifiesta en las
maravillas de los cielos estrellados, y en las igualmente maravillas que el átomo se ha
demostrado que contiene. Es visto en las estaciones rotativas, y en los logros de la mente
humana. Quedamos pasmados ante su presencia; quedamos impresionados por nuestra propia
pequeñez; no somos sino partes infinitas de un todo poderoso. Y a ese todo, a ese proceso
mundial poderoso y todo abarcante, que nosotros los modernos hemos aprendido con una nueva
claridad a considerar como uno, el panteísta le aplica el pavoroso nombre de Dios. De este modo,
Dios ya no es considerado como un artífice aparte de su máquina, sino que es considerado como
el universo mismo, concebido no en sus manifestaciones individuales, sino como un todo
poderoso.
¿Quién no aprecia el encanto de tal opinión? Ha estimulado algunas de las más profundas
formas de pensar e inspirado unas de las poesías más grandiosas de la raza. Pero no contiene
ningún consuelo para las almas oprimidas y agobiadas. Si Dios fuese otro nombre para la
totalidad de las cosas, entonces al poseerlo no poseeríamos nada que no tuviéramos antes.
Entonces no hay encanto del mundo hacia él; cuando el mundo nos trata mal, no hay ayuda para
nosotros porque ya hemos tenido a nuestro ―Dios‖. ―Si es por nosotros, ¿quién contra
nosotros?‖—estas palabras no fueron dichas por ningún panteísta, sino por uno que podía apelar
desde la naturaleza a la naturaleza de Dios.
Esa apelación es posible solamente si Dios es una persona libre y santa, eternamente
soberano sobre todo lo que ha hecho. Es verdad, Él es inmanente en el mundo; no es una deidad
distante y separada de sus obras. Hay una verdad importante en el panteísmo; el cristiano
también puede decir ―en Él vivimos, nos movemos y somos‖, y ―más cerca está Él que el aliento,
y más cerca que las manos y pies‖. Dios está presente en el mundo; ni una sola cosa que sucede
es independiente de Él. Pero eso no significa que Él es idéntico al mundo o limitado por el
mismo; porque el mundo depende de Él, no se sigue que Él es dependiente del mundo. Dios está
presente en el mundo no porque sean lo mismo, sino porque es Dueño de este; el universo está
impregnado y rodeado del misterio de Su Voluntad. Estos principios han sido escondidos a los
sabios y prudentes, y revelados a los niños. La simplicidad aquí es profunda. A la maravilla
estupenda de las obras de Dios, la complejidad ilimitada de Su universo, nunca debe
permitírseles ocultar el simple hecho de que Dios es una Persona. Ese simple hecho, la posesión
infantil de toda alma confiada, es el más grandioso misterio de todos. Jesús enseñó, en verdad, la
inmanencia de Dios; Él vio la mano de Dios en el brote de la semilla; ni un pajarillo, dijo, podría
caer a tierra sin Dios. Eso podría haber sido dicho por los filósofos. Pero Jesús no lo dijo
meramente en esa forma; lo que Él dijo fue ―ni uno de ellos caerá a tierra sin su Padre‖. Y
cuando lo dijo, terminaron las largas investigaciones de la filosofía, y Aquel a quien los hombres
habían sentido vagamente, el Dios viviente y personal, fue revelado.
Si, entonces, se va a formular una apelación desde la naturaleza a la naturaleza de Dios, si va
a existir una fe real, Dios tiene que ser considerado como un Dios que puede realizar maravillas;
no como otro nombre para la totalidad de las cosas existentes, sino como una Persona libre y
viva. Considéralo de otra manera, y permanecerás para siempre atrapado en la prisión del
mundo.
No obstante, existe otro error igualmente fatal e igualmente destructivo de una fe como la de
Pablo. Hemos insistido en que Dios es libre, que puede gobernar el curso de la naturaleza de
acuerdo con su voluntad; y es, sin duda, una verdad importante. Pero muchos hombres hacen de
esta la única verdad, y al hacerlo provocan el naufragio de su fe. Consideran a Dios solamente
como uno que puede dirigir el curso de la naturaleza para su beneficio; lo valoran solamente por
las cosas que puede dar.
Nos encontramos sometidos a muchas necesidades apremiantes, y estamos muy inclinados a
valorar a Dios no por lo que Él es, sino solamente porque puede satisfacer nuestras necesidades.
Poseemos la necesidad de comida y vestido, para nosotros y para nuestros seres amados, y
valoramos a Dios porque puede responder a la petición ―danos hoy nuestro pan cotidiano‖.
Existe la necesidad de compañía; rehuimos a la soledad; nos haríamos rodear de aquellos que nos
aman y de aquellos a quienes podemos amar. Y valoramos a Dios como uno que puede satisfacer
esa necesidad dándonos familia y amigos. Tenemos la necesidad de un trabajo inspirador; nos
liberaríamos de una vida sin objetivo; deseamos oportunidades de servicio noble y desinteresado
de nuestro prójimo. Y valoramos a Dios como uno quien por su ordenamiento de nuestras vidas,
puede ubicar ante nosotros una puerta abierta.
Estos son deseos nobles. Pero hay un deseo que es aún más noble. Es el deseo de Dios
mismo. Ese deseo, lo olvidamos muy a menudo. Valoramos al Creador solamente por las cosas
que puede hacer; hacemos de Él un mero medio para un fin ulterior. Y Dios rehúsa ser tratado
así; tal religión siempre falla a la hora de la necesidad. Si hemos considerado a la religión
meramente como un medio de obtener cosas—incluso nobles y generosas—entonces cuando las
cosas que hemos obtenidos sean destruidas, nuestra fe fallará. Cuando seres amados sean
tomados, cuando la desilusión y el fracaso lleguen, cuando las nobles ambiciones sean
despreciadas, entonces nos alejaremos de Dios. Hemos intentado la religión, decimos, hemos
orado, y ha fallado. ¡Por supuesto que ha fallado! Dios no está contento por ser un instrumento
en nuestra mano o un siervo a nuestra entera disposición. No está contento de ministrar las
necesidades mundanas de aquellos que no se interesan ni un poquito en Él. El texto en el capítulo
ocho de Romanos, no significa que la religión provee una cierta fórmula para obtener beneficios
mundanos—incluso los más altos y más ennoblecedores y desinteresados de los beneficios
mundanos. ―Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?‖—eso no significa que la fe en Él
nos traerá todo lo que deseamos. Lo que sí significa es que si poseemos a Dios, entonces
podremos enfrentar con ecuanimidad la pérdida de todo lo demás, ¿Nunca se nos ha ocurrido que
Dios es valioso por lo que Él es, que justo como la comunión personal es la cosa más alta que
conocemos en la tierra, así también la comunión personal con Dios es la cúspide más sublime de
todas? Si valoramos a Dios por lo que Él es, entonces la pérdida de las otras cosas materiales nos
acercará más a Él; entonces, a Dios recurriremos en tiempos de problemas como a la sombra de
una gran roca en una tierra sedienta. No quiero decir que el cristiano necesita esperar estar
siempre pobre, enfermo y solitario para buscar su consuelo en una experiencia mística con su
Dios. Este universo es el mundo de Dios; sus bendiciones son derramadas sobre sus criaturas
inclusive ahora; y a Su propio tiempo, cuando el período de gemir y ardua lucha haya terminado,
Él lo confeccionará como una habitación de gloria. Pero, quiero enfatizar en que si aquí y ahora,
tenemos el único don inestimable de la presencia y favor de Dios, entonces el resto puede esperar
hasta el buen tiempo de Dios. Por tanto, si la comunión con Dios es la única gran posesión, digna
más que todas las demás, ¿cómo la alcanzaremos—cómo llegaremos a conocer a Dios?
Muchos hombres, como ya sido observado, nos están diciendo que no debemos buscar
conocer a Dios en lo absoluto; la teología, dicen, es la muerte de la religión. No conocemos a
Dios, entonces—tal parece ser la implicación lógica de esta concepción—no debemos sino
simplemente sentirlo. En su forma consistente tal concepción es misticismo; la religión es
reducida a un estado del alma en la cual la mente y voluntad quedan en suspenso. Lo que sea que
se piense de tal religión, no posee ninguna cualidad moral del todo; el puro sentimiento es
amoral, y así lo es la religión no fundada sobre la teología. El reconocimiento de nuestra mente
del carácter de nuestro amigo, por ejemplo, engendra el amor hacia él. El afecto humano, tan
hermoso en su aparente simplicidad, realmente depende de una hueste atesorada de
observaciones de las acciones de nuestro amigo. Así también ocurre en el caso de nuestra
relación con Dios. Debido al conocimiento acerca de Él, sabemos que es poderoso, santo y
amoroso, y que nuestra comunión con Él obtiene su cualidad peculiar. El hombre devoto no
puede ser indiferente a la doctrina, en el sentido en el que muchos predicadores modernos
quisieran fuésemos indiferentes, no más de lo que él puede escuchar con ecuanimidad a las malas
representaciones de un amigo terrenal. Nuestra fe en Dios, a pesar de todo lo que se dice, está
indisolublemente conectada con lo que nosotros pensamos de Él. Al hombre devoto, en verdad le
iría bien, sin una completa sistematización de su conocimiento—aunque si él fuese realmente
devoto desearía justamente una tan completa sistematización como fuese posible obtenerla—
aunque ciertamente debe de poseer cierto grado de conocimiento.
¿Cómo entonces, podemos adquirir este conocimiento de Dios que es tan necesario para la
fe; cómo, entonces, podemos llegar a conocerle? Podríamos hacerlo, pienso, de las antiguas
formas; no tengo formas enteramente nuevas que sugerir.
Primero que todo, podemos hacerlo por medio de una compilación de las obras de Dios en la
naturaleza. ―Las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles
desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas‖. ―Los cielos
declaran la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos‖. Para algunos hombres,
sin duda, la gloria pasa desapercibida. Hay algunos hombres que miran una montaña como si
fuera una mera masa de rocas y piedras, una tormenta como si fuera un mero fenómeno
atmosférico, y una bonita flor como si fuera una mera combinación de hojas y pétalos. ¡Dios se
compadezca de ellos—pobres almas ciegas! Pero cuando los ojos de nuestras almas son abiertos,
entonces al estar parados delante de una grandiosa cordillera diremos: ―Alzaré mis ojos a los
montes, ¿de dónde vendrá mi socorro?‖; en la furia de la tormenta pensaremos en Aquél que
volaba sobre las alas del viento; y las flores del campo nos revelarán el tejer de Dios—ni siquiera
Salomón en toda su gloria se vistió como una de ellas.
En segundo lugar, Dios es conocido por su voz dentro de nosotros. La contemplación del
universo, del cual justo hemos hablado, nos trae hasta el mismo umbral de la infinidad; el mundo
es demasiado vasto para nosotros, y todo alrededor está envuelto por un misterio impenetrable.
Pero hay también una infinidad interna. Revelada en la voz de la consciencia. En el sentido de
culpa hay algo que es removido de toda relatividad; permanecemos allí frente a frente con lo
absoluto. Cierto, en la monotonía de la vida con frecuencia lo olvidamos; pero la extraña
experiencia se repite una y otra vez. Puede ser en la lectura o al presenciar un grandioso drama;
las magníficas tragedias de la literatura universal, son aquellas que descorren la cortina de lo
ordinario y nos hacen sentir de nuevo la severa irrevocabilidad de la culpa. Ay, puede ser
también, en la contemplación de nuestras propias vidas. Pero cualquiera sea la manera en que la
consciencia hable, es la voz de Dios. La ley revela un Legislador; y el carácter de esta ley revela
la asombrosa justicia del Legislador.
En tercer lugar, Dios es conocido a través de la Biblia. Y es conocido de una manera
enteramente fresca y peculiar. Cierto, la Biblia repite y ejecuta lo que debe haberse aprendido en
otra parte; sí hace cumplir las voces de la naturaleza y de la consciencia; nos dice de nuevo que
los cielos declaran la gloria de Dios; presenta la ley de la consciencia con una nueva y terrible
seriedad como la ley de Dios. Pero abarca mucho más que eso; en el curso de la historia, también
presenta a Dios en acción amorosa para la salvación de los hombres pecaminosos. Desde Génesis
hasta Revelación, desde el Edén hasta el Calvario, como el Dios del pacto de Israel y como el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, a través de todo el curso de la historia bíblica, el
mismo Dios aparece en el cumplimiento de un plan amoroso. La manera de su acción varía;
vemos diversos aspectos de su persona; aparece en ira como también en amor. Pero es
claramente la misma persona en todo el recorrido: emergemos de la Biblia—creo que podemos
decirlo sin ninguna irreverencia—con un conocimiento del carácter de Dios. Hay una real
analogía aquí de nuestra relación con un amigo terrenal. ¿Cómo llegamos a conocernos? No de
inmediato, sino por años de observación de las acciones del otro. Hemos visto a un amigo en
tiempo de peligro, y ha sido valiente; hemos acudido a él en la perplejidad, y ha sido sabio;
hemos recurrido a él en tiempo de problemas, y nos ha expresado su simpatía. Así que
gradualmente, a través de los años, sobre la base de muchas, muchas experiencias como esas,
hemos llegado a amarlo y a respetarlo. Y justo ahora, una mirada o una palabra o un tono de su
voz nos traerán el todo de su personalidad frente a nosotros como un flash; las variadas
experiencias de los años han sido fundidas por alguna química extraña del alma en una unidad de
afectos. Así es, de cierto modo, con el conocimiento de Dios que obtenemos de la Biblia. En la
Biblia vemos a Dios en acción; lo vemos en ardiente indignación destruyendo la inmoralidad de
Sodoma; lo vemos guiando a Israel como a un rebaño; lo vemos entregando a su único Hijo por
los pecados del mundo. Y por lo que vemos aprendemos a conocerlo. Tal conocimiento parece
ser simple, una cosa instintiva; los variados tratos de Dios con su pueblo han convergido en la
unidad de nuestra adoración. Y ahora Él es revelado como por un flash por cada dispensación
más diminuta de su providencia, ya sea en gozo o en dolor.
De este modo conocido, seguramente Dios es suficiente para todas nuestras necesidades. No
hay límite para su poder; si Él fuera nuestro campeón, no necesitaríamos temer lo que los
principados y poderes y todo el universo pudieran hacer. Solo Él es justo; su presencia nos hará
tan puros como la luz. Él es amoroso, y su amor echará fuera el temor. Verdaderamente,
podemos decir con Pablo: ―Si tal Dios está con nosotros, ¿quién puede hacer algo contra
nosotros?‖
Pero ese texto empieza con ―si‖, y es un estupendo ―si‖. ―Si Dios está con nosotros‖—pero,
¿está Dios con nosotros? Muchas personas, es verdad, apenas se tropiezan con ese ―si‖; no tienen
duda acerca del asunto; ellos están muy seguros de que Dios está a favor de ellos. Pero, es
curioso que aquellos que no tienen duda acerca del asunto, con frecuencia, son quienes
precisamente están más equivocados, tristemente. El pueblo de Jerusalén en el tiempo de
Jeremías no tenía duda; ellos estaban muy seguros de que Dios estaba con ellos; pero fueron al
exilio de todas formas; Dios no estaba con ellos en lo más mínimo. Los judíos en los días de Juan
el Bautista no tenían duda; ¿no eran acaso el pueblo escogido de Dios? Incluso en los días más
oscuros del gobierno romano ellos estaban muy seguros de que Dios les daría la victoria. Pero
como asunto de hecho el hacha fue puesta a la raíz del árbol. El fariseo en la parábola estaba muy
seguro de que Dios estaba con él cuando subió a orar al Templo—―Dios, te doy gracias porque
no soy como los demás…no soy como este publicano‖. Pero el publicano, recuérdese, se fue a su
casa justificado en lugar del fariseo.
Estos hombres todos se encontaban muy seguros de que Dios estaba con ellos, pero todos
estuvieron enteramente equivocados. ¿Cómo, entonces, podemos estar seguros? Y si llegamos a
estar seguros, ¿no es nuestra seguridad un engaño, una trampa? ¿Cómo podemos remover el ―si‖
de este texto? ¿Cómo podemos estar seguros de que Dios está por nosotros? Solamente hay dos
maneras posibles.
Una manera es hacer lo que es recto. Dios siempre está a favor de lo recto; si estamos en lo
correcto, entonces no importa lo que los hombres y demonios puedan hacer, ya que Dios está de
nuestro lado. Pero, ¿estamos en lo correcto? El fariseo estuvo muy seguro de que lo estaba, pero
como asunto de hecho él se equivocó terriblemente. ¿No podríamos estar igualmente
equivocados?
Sin duda pensamos que podemos evitar el error del fariseo. Dios no estaba con él, decimos,
porque era pecaminosamente despreciativo hacia ese publicano; nosotros seremos más amables
con el publicano, como Jesús nos ha enseñado, y entonces Dios estará con nosotros. Es, sin duda
alguna, una buena idea; está bien que seamos más amables con él. Pero, ¿cuál es nuestra actitud
hacia el fariseo? Ay, lo despreciamos de una manera verdaderamente farisaica. Subimos al
templo a orar; nos paramos y oramos de este modo: ―Dios, te doy gracias que no soy como los
otros hombres, orgulloso de mi propia justicia, poco amable hacia los publicanos, o incluso como
este…fariseo‖. ¿Realmente podemos aventurarnos de este modo, como lo hizo el fariseo,
parándonos sobre nuestra obediencia a la ley de Dios, como siendo mejores que los otros
hombres, ya sean publicanos o fariseos, a fin de asegurarnos el favor de Dios?
Pablo al menos dijo: ―¡No!‖; y seguramente tuvo el derecho de ser escuchado, ya que fue él
quien nos legó el heroico texto al cual hemos acudido. Pablo había intentado ese método, y había
fallado; Romanos 7 es un poderoso monumento de su fracaso. El poder de la carne es muy
fuerte; estamos viviendo al borde de un abismo de pecado y culpa. Por supuesto, podemos
olvidar lo que yace debajo; podemos olvidar si estamos dispuestos a vivir sobre la superficie de
la vida y ser moralmente ciegos como los judíos antes del exilio o el fariseo que subió al templo
a orar. Pero cuando los ojos de nuestras almas son abiertos, cuando captamos un destello
aterrorizante de la justicia de Dios, entonces caemos en la desesperación. Intentamos escapar;
intentamos balancear lo bueno en nuestras vidas en contra de lo malo; diezmamos de todo lo que
poseemos; señalamos frenéticamente hacia nuestros esfuerzos como trabajadores sociales; y de
este modo intentamos olvidar la terrible culpa del corazón. Tal es la servidumbre de la ley.
Pero, ¿por qué no debemos rendirnos en la lucha? Es tan desesperanzador, y al mismo tiempo
innecesario. ¿Está Dios con nosotros, a pesar de nuestro pecado? Gozosamente, el cristiano
responde: ―Sí‖. Pero, ¿por qué está con nosotros? La simple sin duda es la respuesta cristiana a
esa pregunta: Él está con nosotros simplemente porque ha elegido estarlo. Seguramente, tiene
derecho a recibir a quien quiera en su compañerismo: y como un asunto de hecho Él ha elegido
recibirnos a nosotros, pobres pecadores, quienes confían en Cristo; eligió recibirnos cuando
entregó a su hijo Cristo a la muerte. Fue su acto, no el nuestro. El ―si‖ del texto es un estupendo
―si‖; pero a tal palabra no se le permite estar mucho tiempo en Romanos 8. ―Si Dios está por
nosotros, ¿quién contra nosotros?‖—es un largo ―si‖, pero desaparece muy pronto ante la calidez
de la gracia de Dios. ―Si está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él también todas las
cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que
condenará?‖
Apelar a los actos de Dios, solamente nos puede capacitar para enfrentar a cualquier
adversario. Puede, por supuesto, habilitarnos para enfrentar la condenación injusta de los
hombres. ¿Qué importa lo que los hombres puedan decir si tenemos la aprobación de Dios? Pero
puede hacer muchísimo más que eso; nos puede habilitar para enfrentar no solamente la
condenación injusta de los hombres, sino a la condenación perfectamente justa de los hombres. Y
nada más sobre la tierra o en el cielo nos puede capacitar para hacerlo. Hay ciertas cosas que el
mundo nunca perdona. Pedro nunca, supongo, hubiera podido ser nuevamente recibido en la
sociedad de los caballeros después que jugó a ser el traidor bajo el fuego. Pero Dios eligió
recibirlo, y sobre la roca de su fe la iglesia fue construida. Puede que haya alguna mancha
inmoral en nuestras vidas; la clase de actos que el mundo nunca perdona, por los que nosotros
sabemos, nadie nunca podría perdonar. ¿Pero qué importa si el mundo no perdona, si Dios nos ha
recibido por la muerte de su Hijo? Esto es denominado por Pablo como ―gloriarse‖ en la cruz de
Cristo. Si pudiéramos apelar a la aprobación de Dios como nuestra por derecho, cuán
valerosamente debiéramos gloriarnos— ¡gloriarnos en la presencia de un mundo de enemigos! Si
Dios sabe que estamos en lo correcto, ¿qué importa la culpa de los hombres? Tal gloriarse, en
verdad, nunca puede ser nuestro. Pero podemos gloriarnos en lo que Dios ha hecho. Nos importa
poco si nuestro pecado es considerado imperdonable o no, estamos poco interesados en el
cálculo exacto de nuestra culpa. Amontónenlo lo más alto que puedan, no obstante Dios puede
removerlo todo. No podemos explicar el acto de Dios; es hecho sobre su responsabilidad, no
sobre la nuestra. ―No sé‖, dice el cristiano, ―cuál pueda ser mi culpa; pero una cosa sí sé: Cristo
me amó, y se entregó por mí. ¡Vengan, ustedes moralistas del mundo, vengan ustedes huestes de
demonios, con sus alcahueterías del infierno! No les tememos; nos ponemos bajo la sombra de la
Cruz, y permaneciendo allí, en el favor de Dios, estamos seguros. ¡Ahora no tememos al desafío!
Si es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Nadie, ni en el cielo o en la tierra o en el infierno. ‗Ni
la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo
alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en
Cristo Jesús Señor nuestro‖.

CAPÍTULO DOS

FE EN CRISTO

Parece con base en lo anteriormente expuesto que el teísmo aunque es necesario para la fe
cristiana en Dios, no es todo lo necesario. Es imposible confiar en Dios en el sentido cristiano sin
mantener que Él es una Persona libre y viviente, Creador y Gobernador del mundo; pero es
también imposible confiar en Él sin convicciones que vayan más allá de eso. La doctrina
cristiana de Dios en sí misma, lejos de conducir a la fe, conduciría solamente a la desesperación;
porque mientras más clara sea nuestra perspectiva de la justicia de Dios, más profunda llega a ser
nuestra consciencia de la culpa. Dios ha hecho todas las cosas bien; somos sus criaturas sobre
quienes Él ha derramado su munificencia; pero el pecado ha colocado una potente barrera entre
nosotros y Él.
Ese hecho es considerado en la Biblia desde el principio hasta el fin; y es reconocido con
particular claridad en la enseñanza de Jesús. Jesús en verdad habla mucho de la Paternidad de
Dios, y sus palabras están llenas de consuelo para aquellos que son hijos de Dios. Pero nunca
afirma que Dios es el Padre de todos los hombres; en el Sermón del Monte aquellos que pueden
decir ―Padre nuestro que estás en los cielos‖ se distinguen de la manera más aguda posible, del
mundo de allá afuera. Nuestro Señor no vino a enseñar a los hombres que ellos ya eran hijos de
Dios, sino a hacerlos hijos de Dios por medio de su obra redentora. La Paternidad de Dios como
está enseñada en el Nuevo Testamento designa no una relación en la que Dios permanece hacia
todos los hombres, sino una relación en la que Dios permanece hacia aquellos que han sido
redimidos.
Esta aserción puede ser sorprendente para los hombres que nunca han virado de lo dicho
acerca del Nuevo Testamento a lo que el Nuevo Testamento mismo afirma; pero es
incuestionablemente verdadera. Necesita, sin embargo, ser resguardada en contra de dos
malentendidos.
En primer lugar, no significa que el Nuevo Testamento ignora aquellas características de la
relación de Dios hacia todos los hombres las cuales son análogas a la relación entre un padre
terrenal con sus hijos. Dios es el Autor del ser de todos los hombres, sean cristianos o no; cuida
de todos; derrama su munificencia sobre todos; y aparentemente el Nuevo Testamento aquí y allí
usa incluso el término Padre para designar esta relación más general. Pero insistimos en que tal
uso del término es, para decir lo mínimo, altamente excepcional; pues no llega al corazón, es
evidente, de lo que el Nuevo Testamento quiere decir por la Paternidad de Dios. No es que la
doctrina de la relación paternal universal en la cual Dios permanece hacia sus criaturas sea
insignificante; de hecho, una gran parte de nuestra discusión previa ha sido considerada
mostrando cuán importante es; pero nuestro punto es: el Nuevo Testamento ordinariamente
reserva las tiernas palabras ―Padre‖ e ―Hijo‖ para describir una relación mucho más íntima. Todo
en la Biblia está centrado en el hecho del pecado; la relación en la que el hombre como hombre
permanecía hacia Dios ha sido quebrantada por la transgresión, y solamente cuando tal barrera es
removida existe la filiación digna de tal nombre. De este modo, no estamos diciendo que la
doctrina de la Paternidad universal de Dios sea falsa; sino que lejos de ser la esencia del
cristianismo, es solamente la presuposición del cristianismo; es solamente el punto de partida,
que el Nuevo Testamento encuentra en la ―religión natural‖ para la proclamación del evangelio
de la gracia divina.
El segundo malentendido contra el cual es necesario resguardarse, es la impresión común de
que existe rigidez en lo designado como la doctrina del Nuevo Testamento de la Paternidad de
Dios. ¡Qué cosa tan estrecha es mantener que Dios es el Padre de algunos y no de todos! —
exclamación general del hombre moderno—. Esta aseveración ignora lo central en la enseñanza
del Nuevo Testamento, y lo central en el cristianismo; pues ignora la Cruz de Cristo. Es verdad
que los hombres están separados de Dios por el hecho temerario del pecado; es verdad que la
filiación digna de tal nombre la poseen solamente aquellos que están dentro de la familia de la fe;
pero lo que los hombres no parecen entender es que la puerta de la casa de la fe está ampliamente
abierta para que todos los hombres entren. Cristo murió para abrir esa puerta, y lo lamentable es
que nosotros intentamos cerrarla por nuestro fracaso en extender la invitación a todo el mundo.
Como cristianos ciertamente debemos amar a todos nuestros prójimos en todas partes,
incluyendo a aquellos que todavía no han venido a Cristo; pero si realmente los amamos,
mostraremos nuestro amor no intentando contentarlos con una fría religión natural, sino
trayéndolos, a través de la proclamación del evangelio, a la calidez y gozo de la familia de la fe.
En la Biblia, entonces, no es meramente Dios como Creador quien es el objeto de la fe, sino
primariamente, Dios como Redentor del pecado. Tememos a Dios por nuestra culpa; pero
confiamos en Él por su gracia. Confiamos en Él porque nos ha traído en la Cruz de Cristo, a
pesar de todo nuestro pecado, su santa presencia. La fe en Dios depende completamente de su
obra redentora.
Ese hecho explica una característica importante de la enseñanza del Nuevo Testamento
acerca de la fe —la característica, a saber, de que el Nuevo Testamento ordinariamente designa
como el objeto de la fe, no a Dios el Padre, sino al Señor Jesucristo—. El Nuevo Testamento
ciertamente habla de la fe en Dios, pero habla más frecuentemente de la fe en Cristo.
La importancia de esta observación en verdad no debe de exagerarse; ningún hombre puede
tener fe en Cristo sin también tener fe en Dios el Padre y en el Espíritu Santo. Todas las tres
personas de la bendita Trinidad están, de acuerdo con el Nuevo Testamento, activas en la
redención; y los tres, por tanto, deben de ser el objeto de la fe cuando la redención es aceptada
por los hombres pecaminosos.
Sin embargo, la redención fue completada de acuerdo con el Nuevo Testamento, por un
evento en el mundo externo, en un tiempo definido en su historia, precisamente cuando el Señor
Jesús murió en la cruz y resucitó. En Cristo la obra redentora de Dios llegó a ser visible; es
Cristo, por tanto, muy naturalmente, quien es ordinariamente representado como el objeto de la
fe. Pero como en el caso de Dios el Padre, así también en el caso de Cristo, es imposible tener fe
en una persona sin tener conocimiento de la persona; la fe está siempre basada en el
conocimiento. Este principio importante es negado por muchas personas en el mundo moderno
tanto en el caso de Cristo como en el de Dios el Padre.
Fue negado de una forma típica, por ejemplo, en un sermón que recuerdo haber escuchado
hace algunos años. El tema fue el incidente de la curación del siervo del centurión (Lucas 7:2–
10; Mateo 8:5–13). El distinguido predicador dijo en efecto que ese centurión no sabía nada de
teología; no conocía e la doctrina Nicena o Calcedonia de la Persona de Cristo; no sabía nada de
los credos; sino que simplemente confió en Jesús, y Él alabó su fe en los términos más altos. Así
también nosotros, aseveró, podemos ser muy indiferentes a la controversia teológica ahora
propagada en la Iglesia, y como el centurión simplemente creamos en la palabra de Jesús, por
tanto hagamos lo que Jesús dice.
Desde el punto de vista de una lectura basada en el sentido común bíblico, ese sermón estaba
ciertamente muy equivocado; era más bien un ejemplo extremo de un forcejeo anti-histórico de
las simples palabras de la Biblia que es una marcada característica de la decadencia intelectual de
hoy. ¿Dónde se dice en la narrativa del Evangelio que el centurión obedeció los mandamientos
de Jesús; dónde se dice que hizo algo del todo? El punto de la narrativa no es que él hizo algo,
sino más bien que no hizo nada; él simplemente creyó que Jesús podía hacer algo, y aceptó eso
de las manos de Jesús; simplemente creyó que Jesús podía realizar el estupendo milagro de
sanidad a distancia. En otras palabras, el centurión es presentado como uno que tenía fe; y la fe,
como distinguida de sus efectos, no consiste en hacer algo sino en recibir algo. La fe puede
resultar en acción, y ciertamente la verdadera fe en Jesús siempre resultará en acción; pero la fe
misma no es hacer sino recibir.
Pero el sermón en cuestión no era meramente defectuoso desde el punto de vista de una
lectura de sentido común de la Biblia; también era defectuoso desde el punto de vista de la
sicología. El centurión, se dijo en efecto, no sabía nada acerca de la doctrina de las dos
naturalezas en la única persona de nuestro Señor; no obstante creyó en Jesús de todas formas.
Claramente la inferencia prevista a extraerse era que las opiniones acerca de Jesús son asunto de
indiferencia para la fe en Jesús; no importa lo que un hombre piense acerca de la persona de
Cristo, fue mantenido en efecto, aún puede confiar en Cristo.
Ese principio es mantenido con grandísima confianza por los escritores y oradores actuales
sobre el tema de la religión. Pero evidentemente es muy absurdo. Veamos cómo funcionaría en
la vida ordinaria. ¿Realmente puede mantenerse que puedo confiar en una persona sin importar
las opiniones que tenga de la persona? Un simple ejemplo puede aclarar el asunto.
Supongamos que tengo una suma de dinero para invertir. Puede ser una muy descabellada
suposición—pero solamente supongamos. Tengo una suma de dinero para invertir, y no sabiendo
mucho del mercado bursátil acudo a un conocido mío y le pido que invierta mis ahorros. Pero
otro conocido mío se entera del asunto e inyecta una palabra de cautela.
―Ciertamente te estás arriesgando‖ me dice. ―¿Qué sabes acerca del fulano a quien le estás
confiando tus ahorros que te ganaste con tanto trabajo? ¿Estás seguro que es la clase de hombre
en quien debes confiar?‖
Le respondo que sí conozco ciertas cosas de dicha persona. ―Un tiempo atrás llegó a este
pueblo y consiguió vender a los incautos habitantes del mismo un aceite sin valor; y si no está en
la cárcel, ciertamente debe estar allí. Pero‖, prosigo, ―las opiniones acerca de una persona pueden
variar —eso es meramente un asunto intelectual— y no obstante uno puede tener fe en la
persona; la fe es muy distinta al conocimiento. Consecuentemente puedo evitar el deber
desagradable de desenterrar el pasado del caballero ficticio en cuestión; puedo evitar la
indecorosa controversia sobre si él es un sinvergüenza o no, y puedo simplemente confiar en él
de todas formas‖.
Por supuesto que si hablara de esa manera de algo tan serio como dólares y centavos,
probablemente debiera ser considerado como necesitando un asesor; pronto podría encontrar mi
propiedad siendo mejor administrada por alguien más de lo que yo lo haría: no obstante es
exactamente de esa manera que los hombres hablan con respecto a la materia de la religión; es
justo de esa manera que ellos hablan con respecto a Jesús. Pero, ¿no es tan absurdo?
Verdaderamente es imposible confiar en una persona a quien uno considera indigna de
confianza. Y si bien ese es el caso, de ninguna manera es posible ser indiferentes a lo que se
llama la controversia ―teológica‖ del presente día; porque esa controversia tiene que ver
exactamente con la pregunta de si Jesús es confiable o no. Por un partido en la iglesia, Jesús es
presentado como Uno en quien los hombres pueden confiar en este mundo y en el venidero; por
el otro partido, Él es presentado de tal manera que tal confianza en Él sería deshonorable si no
absurda.
Si bien, puede haber otra objeción. ―La fe‖, puede que se diga, ―parece ser algo tan
maravillosamente simple. ¿Qué tiene que ver la simple confianza que aquel centurión depositó
en Jesús con las sutilezas del credo de Calcedonia? ¿Qué tiene que ver incluso con una pregunta
de hecho como la pregunta del nacimiento virginal? Y, ¿no debiéramos regresar de nuestra
teología, o de nuestra discusión de los detalles de la presentación del Nuevo Testamento, a la
simplicidad de la fe del centurión?‖
A esta objeción hay, por supuesto, una respuesta muy fácil. El hecho evidente es que no
estamos de ninguna manera en la misma situación en que el centurión estaba con referencia a
Jesús; nosotros, del siglo veinte, necesitamos conocer mucho más acerca de Jesús a fin de confiar
en Él de lo que el centurión necesitaba conocer. Si tuviéramos a Jesús con nosotros en presencia
corporal ahora, es muy posible que pudiéramos confiar en Él con muy poco conocimiento sin
duda alguna; la majestad de su presencia posiblemente nos inspiraría una confianza ilimitada casi
a primera vista. Pero como un asunto de hecho estamos separados de Él por diecinueve siglos; y
si vamos a entregarnos sin reservas a un judío que vivió hace diecinueve siglos, como una
persona viva, hay obviamente muchas cosas acerca de Él que necesitamos saber. En primer
lugar, necesitamos saber que Él está vivo; necesitamos saber, por lo tanto, acerca de la
resurrección. Y después necesitamos saber cómo es que Él puede tocar nuestras vidas; y eso
implica un conocimiento de la expiación y de la manera en que nos salva de nuestro pecado. Pero
es inútil entrar a más detalle. Obviamente es algo muy extraño que personas del siglo veinte
deban entrar en una relación de confianza viva con un hombre del primer siglo; y si lo van a
hacer, tienen que saber mucho más acerca de Él que los contemporáneos de Jesús necesitaban
saber. Incluso si el centurión, por tanto, pudo arreglárselas con muy poco conocimiento de la
persona de Cristo, no se sigue que nosotros podamos hacerlo también.
Hay, sin embargo, otra respuesta a la objeción. Los hombres dicen que la fe —por ejemplo la
fe del centurión— es una cosa simple y no tiene nada que ver con la teología. Pero, ¿es la fe
realmente una cosa tan simple? La respuesta no es tan obvia como muchas personas suponen.
Muchas cosas que parecen ser simples son realmente altamente complejas. Y tal es el caso con
respecto a la confianza en una persona. ¿Por qué es que confío en un hombre y no en otro?
Algunas veces pareciera ser algo simple; algunas veces confío en un hombre a primera vista;
confiar en estos casos parece ser instintivo. Pero en realidad el ―instinto‖ en los seres humanos
no es tan simple como parece. Realmente depende de una hueste de observaciones acerca de la
conducta personal de los hombres que son confiables y aquellos que no lo son. Y usualmente la
confianza no es incluso aparentemente instintiva; usualmente está formada por largos años de
observación de la persona en que se va a confiar. ¿Por qué confío en este hombre o en ese?
Seguramente es porque lo conozco; lo he visto ser puesto a prueba una y otra vez, y ha resultado
ser veraz. El resultado parece ser muy simple; al final una mirada o un tono de la voz es
suficiente para darme en un flashazo una impresión de toda la persona. Pero esa impresión es
realmente el resultado de muchas cosas que conozco. Y nunca puedo ser indiferente a lo que se
dice acerca de la persona en que confío; me siento indignado por las calumnias dirigidas en su
contra, y busco defender mi alta opinión que tengo de él mediante una apelación a los hechos.
Así es también en el caso de nuestra relación con Jesús. Le estamos confiando lo más
preciado que poseemos—nuestras propias almas inmortales, y el destino de la sociedad. Es un
acto estupendo de confianza. Y puede ser justificado solamente mediante una apelación a los
hechos.
Pero, entonces, ¿qué llega a ser, puede que se pregunte, de la fe como la de un niño que
parece ser elogiada por nuestro Señor mismo? Si la fe es un asunto intelectual tan elaborado,
¿cómo es que Jesús pudo haber dicho: ―el que no reciba el reino de Dios como un niño, no
entrará en él?‖ (Marcos 10:15). Verdaderamente un niñito no espera hasta que todas las
probabilidades hayan sido sopesadas, y hasta que la confiabilidad de sus padres haya sido
establecida ante el tribunal de la razón, para entonces estirar sus pequeñitas manos en plena
confianza.
Como respuesta, tres cosas necesitan decirse.
En primer lugar, al mantener que el conocimiento es lógicamente la base de la fe no
sostenemos que necesariamente precede a la fe en el orden del tiempo. Algunas veces la fe de
una persona y el conocimiento de la persona se presentan instantáneamente. Ciertamente no
estamos manteniendo que la fe en Jesús tiene que esperar hasta que un hombre haya aprendido
todo lo que los teólogos o incluso todo lo que la Biblia puede decirle acerca de Jesús; al contrario
la fe puede llegar primero, sobre la base de un conocimiento muy elemental, y después un
conocimiento más completo puede llegar posteriormente. En verdad, ese es, sin duda alguna, el
orden muy normal de la experiencia cristiana. Pero lo que sí mantenemos es que en ningún punto
es la fe independiente del conocimiento sobre el cual está lógicamente basado; incluso al mero
principio, la fe contiene un elemento intelectual; y si el subsecuente incremento del conocimiento
probara la desconfiabilidad de la persona en quien se va a confiar, la fe sería destruida.
En segundo lugar, bien puede que se pregunte si la fe de un niño, después de todo, es
independiente del conocimiento. Por nuestra parte pensamos que no lo es, con la condición de
que el niño haya llegado a la edad de la vida personal consciente. El niño posee, almacenadas en
su memoria, experiencias de la bondad de la madre, sabe cómo distinguirla de las otras personas,
y por ello le sonríe cuando ella se le acerca. Muy diferente es la fe no-teológica del pragmatista
moderno, que puede subsistir independientemente de las opiniones que puedan tenerse en cuanto
al objeto de la fe. Cualquier cosa que se diga de esa actitud pragmática, no es para nada infantil
en ningún sentido de la palabra. Un niño nunca confía en una persona que tiene noción de ser
desconfiable. La fe del pragmatista moderno es algo muy sutil, sofisticada y nada infantil; lo que
es realmente infantil es la fe que está fundada en el conocimiento de aquel en quien se deposita la
confianza.
Hay, sin duda, tal vez una etapa de la infancia en que el intelecto está en suspenso; pero es la
etapa donde la vida personal consciente todavía no ha iniciado. ¿Es esa etapa a la que la fe
cristiana debe regresar? Hay muchos que responden esta pregunta, implícita si no explícitamente,
de una manera afirmativa; estos son los místicos, que sostienen que la religión es una experiencia
inefable en que las facultades ordinarias del alma están quiescentes, y quienes tienen que
sostener, si van a ser consistentes, que la meta de la religión es una simple pérdida de la
consciencia individual fundiendo el alma en el abismo de lo divino. Es hacia tal misticismo que
la depreciación moderna del intelecto en la religión realmente tiende. Es verdad que el anti-
intelectualismo de nuestro día no llega a menudo tan lejos de una manera consciente; pero no es
porque el punto de partida sea correcto, sino porque el camino no sido seguido todavía hasta el
final. La meta última de la concepción moderna de la fe es un Nirvana en que se pierde la
personalidad.
En tercer lugar, hasta ahora realmente no hemos entendido lo que Jesús quiso decir en
absoluto. Cuando nuestro Señor mandó a sus discípulos que reciban el reino de los cielos como
niños, ¿era realmente a la ignorancia de los niños que apeló? Creemos que no. No, no era a la
ignorancia de los niños que nuestro Señor apeló, sino a su impotencia consciente, a su
disposición de recibir un regalo. Lo que ensucia la simplicidad de la fe de un niño que Jesús
elogió no es una mezcla de conocimiento, sino una mezcla de auto-confianza. Recibir el reino
como un niño es recibirla como un don gratuito sin buscar en lo más mínimo ganarlo para uno
mismo. Hay una reprimenda aquí para cualquier intento de ganar la salvación por el carácter de
uno, por la obediencia propia a los mandamientos de Dios, por el establecimiento propio en la
vida de uno de ―los principios de Jesús‖; pero no hay reprimenda de ninguna clase para una fe
inteligente que está fundada en los hechos. La simplicidad de la fe de un niño es manchada a
veces por la ignorancia, pero nunca por el conocimiento; nunca será manchada —y nunca ha sido
manchada en las vidas de los grandes teólogos— por el bendito conocimiento de Dios y del
Salvador Jesucristo que está contenido en la Palabra de Dios. Sin ese conocimiento podríamos
ser tentados a confiar parcialmente en nosotros mismos; pero con él confiamos completamente
en Dios. Mientras más conocemos de Dios, más confiamos en Él sin reservas; mientras más
grande sea nuestro progreso en teología, nuestra fe será más como la de un niño.
Entonces, no hay razón para que modifiquemos la conclusión a la que hemos arribado por
medio de un análisis de la fe del centurión; la fe en Cristo, sostenemos, puede ser justificada
solamente por una apelación a los hechos.
Los hechos que justifican nuestra apelación a Jesús tienen que ver no solamente con su
bondad sino también con su poder. Podríamos estar convencidos de su bondad, y no obstante no
confiar en Él con estos intereses eternos del alma. Podría tener la voluntad de ayudar, pero no el
poder. Podríamos estar en la posición del hijo del capitán del barco en la conmovedora historia,
quien, cuando todos a bordo estaban aterrorizados por una terrible tormenta, sabía que su padre
estaba sobre el puente de mando y se fue a dormir tranquilamente. La confianza del niño muy
probablemente estaba puesta en la persona equivocada; pero estaba equivocada no porque el
capitán no fuera fiel y capaz, sino porque el mejor de los hombres no tiene el poder de mandar al
viento y al mar de tal manera que lo deban obedecer. ¿Está nuestra confianza en Jesús mal puesta
igualmente? Está mal puesta si Jesús era el pobre y débil entusiasta como lo representan ser los
historiadores naturalistas. Pero muy diferente es el caso si Él era la persona Poderosa presentada
en la Palabra De Dios. La pregunta en cuanto a cuál era el Jesús real puede decidirse de una
manera o puede decidirse de otra; pero de ninguna manera puede ser ignorada. No podemos
confiar en Jesús si Jesús es indigno de nuestra confianza.
¿Por qué, entonces, aquellos que reducen a Jesús al nivel de la humanidad, que lo consideran
simplemente a un maestro judío de antaño, el iniciador de la ―vida de Cristo‖ —por qué tales
personas hablan de tener ―fe en Jesús‖? Lo hacen, creo, porque sin darse cuenta están cayendo en
un uso erróneo de términos; cuando dicen ―fe en Jesús‖ realmente no quieren decir fe en Jesús
sino meramente fe en la enseñanza y ejemplo de Jesús—. Y eso es algo completamente diferente.
Es una cosa sostener que los principios éticos que Jesús enunció solucionarán los problemas de
la sociedad, y otra cosa muy diferente entrar en esa íntima y presente relación con Él que
llamamos fe; es una cosa seguir el ejemplo de Jesús y una muy diferente confiar en Él. Un
hombre puede admirar al General Washington, por ejemplo, y aceptar los principios de su vida;
sin embargo uno no puede decir que confía en él, por la simple razón de que él murió hace cien
años. Sus soldados podían confiar en él, porque en sus días estaba vivo; pero nosotros no
podemos confiar en él, porque ahora está muerto. —Y cuando las personas que creen que Jesús
era simplemente un grandioso maestro de antaño, y no están particularmente interesados en
ninguna identidad personal entre aquella experiencia mística en el alma que ellos llaman ―Cristo‖
y la persona histórica de Jesús de Nazaret— cuando tales personas hablan de la ―fe en Jesús‖, la
expresión es meramente la supervivencia, ahora carente de significado, de un uso que tenía
significado solamente cuando Jesús era considerado como lo que se dice ser en el Nuevo
Testamento—. La fe real en Jesús solamente puede existir cuando las nobles demandas de Jesús
son tomadas como un hecho sobrio, y cuando es considerado como el Hijo eterno de Dios, que
vino voluntariamente a la tierra para nuestra redención, manifestando su gloria incluso en los
días de su carne, y ahora resucitado de los muertos y estando en comunión con aquellos que
encomiendan sus vidas a Él.
La verdad es que en las grandes secciones de la iglesia moderna Jesús no es más el objeto de
la fe, sino que ha degenerado meramente en un ejemplo para la fe; la religión ya no está basada
en la fe en Jesús sino en una fe en Dios que es, o se concibe que es, como la fe que Jesús tenía en
Dios.
Esta potente transición es con frecuencia inconsciente; por un uso impreciso del lenguaje
tradicional los hombres han ocultado de sí mismos y de los demás el paso decisivo que ya ha
sido dado. De ninguna manera, es verdad, que todos aquellos que han dado el paso han sido por
ello auto-engañados; hay entre ellos algunos verdaderos estudiantes de historia que detectan
claramente la diferencia fundamental entre una fe en Jesús y una fe en Dios que es como la fe de
Jesús. Para tales eruditos el origen de la ―fe en Jesús‖ deviene en el problema más importante en
toda la historia de la religión. ¿Cómo fue que un maestro judío, quien (de acuerdo al naturalismo
moderno) no excedía los límites de la humanidad, llegó a ser considerado como el objeto de la fe
religiosa; cómo y cuándo los hombres añadieron a una fe en Dios que era como la fe de Jesús
una fe en Jesús mismo? Comoquiera y cuandoquiera que este evento tuvo lugar, fue ciertamente
un evento trascendental. Por supuesto que a cualquiera que acepta el testimonio de la Biblia el
problema se resuelve rápidamente; el Nuevo Testamento por doquier —los Evangelios como
también las Epístolas— representan a Jesús de Nazaret como uno que desde el principio se
presentó a sí mismo, y con plena justificación, como el objeto de la fe para los hombres
pecaminosos. Pero para los modernos historiadores naturalistas el problema permanece; y los
más sobresalientes de ellos lo colocan como el problema de sumo interés. ¿Cómo fue que se
añadió a la fe en Dios, alentada e inspirada por Jesús, una fe en Jesús mismo?
Muchas soluciones de este problema han sido propuestas en el curso de la crítica moderna,
pero ninguna de ellos ha ganado aceptación universal. De acuerdo al antiguo liberalismo,
representado, por ejemplo, por Harnack, la fe en Jesús como Redentor, en el sentido paulino, era
meramente la forma temporal en que la experiencia religiosa producida por el contacto con el
Jesús real tuvo que expresarse en las formas de pensamiento propias de ese día. De acuerdo a un
radical como Bousset, por otro lado, la fe en Jesús surgió en Damasco o Antioquía, cuando, en
una reunión de los discípulos llena de fenómenos extáticos, alguien pronunció las trascendentales
palabras ―Jesús es Señor‖, y de ese modo el que en Jerusalén había sido considerado como
ausente en el cielo llegó a ser considerado como presente en la iglesia y de aquí como siendo el
objeto de la fe. Muchas otras soluciones, o variedades de las pocas generalmente discrepantes
soluciones, han sido propuestas. Pero no puede decirse que ninguna de ellas ha sido exitosa. El
naturalismo moderno hasta ahora ha agotado todo su erudición y toda su ingeniosidad en vano en
la pregunta de cómo fue que un judío del primer siglo llegó a ser considerado como el objeto de
la fe religiosa, a pesar del rigorismo del monoteísmo judío, por contemporáneos que pertenecían
a su propia raza.
Sin embargo, aunque no creemos que eruditos como Bousset hayan tenido éxito en
solucionar el problema, ellos al menos han visto claramente cuál es el problema; y eso es gran
ganancia. Ellos han visto claramente que la fe en Cristo es muy diferente de una fe meramente
como la fe de Cristo; y han visto claramente que no la última sino la primera es característica de
la iglesia cristiana histórica. Si la decisión de la iglesia ahora es dar marcha atrás, la radicalidad
de la decisión no debe ignorarse.
Tal claridad, empero, es, desafortunadamente, en muchos cuarteles conspicua por su
ausencia; hay muchos que por una clase de indolencia espiritual o al menos temeridad buscan
ocultar el asunto tanto de sí mismos y de los demás. Es evidente que ellos tienen un apego
sentimental a Jesús; es evidente que ellos lo aman; ¿por qué entonces deben intentar decidir si tal
apego es o no lo que el Nuevo Testamento y la iglesia histórica designan como ―fe‖? ―Sin duda‖,
dicen los hombres, ―es mejor dejar acostados a los perros que duermen; sin duda es mejor no
manchar la paz de la iglesia por un esfuerzo demasiado cuidadoso en definir los términos. Si
aquellos que se llaman ―liberales‖ en la iglesia solamente consintieran en emplear el lenguaje
tradicional, si solamente evitaran ofender a amigos y enemigos por medio del pecado eclesiástico
imperdonable de la claridad de expresión, todo estará bien, y el trabajo de la iglesia podría
proseguir satisfactoriamente como si no hubiera división de opinión en lo absoluto‖.
Muchas son las maneras en que tal política se nos encomienda para nuestro beneficio;
plausibles son, sin duda, los métodos por los cuales Satanás busca encomendar una mentira; a
menudo el Tentador habla a través de los labios de hombres sinceros y buenos. ―Déjennos en
paz‖, algunos pastores devotos dicen, ―estamos predicando el evangelio; no tenemos tiempo para
controversias doctrinales; por sobre todo, tengamos paz‖. O si no, es la grandeza y la
beneficencia del trabajo de la iglesia organizada que atrapa la imaginación e inspira el clamor de
―paz y trabajo‖. ―Enterremos nuestras diferencias doctrinales‖, se insta, ―y sigamos con nuestro
trabajo; renunciemos en defender al cristianismo y procedamos a propagarlo; cualesquiera sean
nuestra diferencias teológicas, conquistemos el mundo para Cristo‖.
Palabras plausibles son estas, y pronunciadas a veces, sin duda, por hombres verdaderamente
cristianos. Para tales hombres toda nuestra simpatía; sus ojos están cerrados; no tienen la menor
idea de los hechos; no tienen ninguna noción de cuán serio es el problema que enfrenta la iglesia.
Pero para nosotros, y para todos los que están conscientes de lo que realmente está sucediendo, la
política de ―paz y trabajo‖, la política de encubrimiento y paliación, sería el más mortal de los
pecados. La iglesia está plantada ante una seria decisión; tiene que decidir si meramente intentará
confiar en Dios como Jesús confió en Él, o si continuará poniendo su confianza en Jesús mismo.
De esa decisión depende la cuestión de cuál de las dos religiones mutuamente exclusivas va a ser
mantenida. Una de las dos es la religión redentiva conocida como cristianismo; la otra es una
religión de confianza optimista en la naturaleza humana, que casi en cada posible punto
concebible es lo opuesto a la confesión cristiana. Tenemos que decidir cuál de las dos vamos a
escoger. Pero sobre todas las cosas, escojamos con nuestros ojos abiertos; y cuando hayamos
escogido, entreguémonos con toda el alma a la propagación de lo que creemos. Si Cristo es el
objeto de la fe, como lo sostiene el Nuevo Testamento, entonces proclamémoslo no solamente en
nuestros púlpitos sino por medio de todas las actividades en la iglesia. No hay nada más
irrazonable que predicar el evangelio con nuestros labios y después combatir el evangelio a
través de fondos que contribuimos a las agencias y directivas o a través de nuestros votos en los
concilios y tribunales de la iglesia.
Es el fomento de tal inconsistencia que coloca la mancha ética más seria sobre el
modernismo en las iglesias evangélicas hoy. —No es una mancha que aparece meramente en
debilidades e inconsistencias de hombres individuales —para tales deficiencias tenemos la
simpatía más grande posible, siendo agudamente conscientes de peores fracasos morales en
nosotros mismos de los que puede encontrarse en otros hombres —sino que es una mancha que
es inherente a la política establecida de un gran partido en la iglesia—. Ocultamiento del
problema, el intento de pasar por alto un poderoso cambio como si se estuviera preservando una
plena continuidad, la aceptación sobre falsas pretensiones del apoyo de anticuados hombres y
mujeres evangélicos que no tiene el menor indicio de lo que realmente se está haciendo con sus
contribuciones o con sus votos —estas son las cosas que nos convencerían, incluso previo a la
investigación histórica o teológica, de que hay algo radicalmente incorrecto con el movimiento
modernista del presente—. ―Por sus frutos los conoceréis‖, dijo nuestro Señor (Mat. 7:20), y
juzgado por el estándar ético, el actual movimiento no pasará la prueba. —Hay, es verdad,
excepciones a esa falla en la que ahora estamos insistiendo —por ejemplo la excepción formada
por la honestidad de las Iglesias Unitarias, para las cuales tenemos el más alto respeto posible—
pero los principales éxitos externos del modernismo han sido ganados por medio de los métodos
incorrectos de los que hablamos. Una verdadera reforma se caracterizaría por lo que
precisamente se carece en el modernismo del presente día; se caracterizaría sobre todo por una
honestidad heroica que por el bien de principios haría de lado toda consideración de
consecuencias.
Tal reforma, por nuestra parte, creemos que se necesita hoy día; creemos que no será
generada por una nueva religión que consiste en la imitación del Jesús reducido del naturalismo
moderno, sino por el redescubrimiento del evangelio de Cristo. Esta no es la primera vez en la
historia del mundo que el evangelio ha sido oscurecido. Fue oscurecido en la Edad Media, por
ejemplo; ¡y cuán largo y oscuro, en muchos aspectos, era ese tiempo! Pero el evangelio brotó con
nuevo poder—el mismo evangelio que Pablo y Agustín habían proclamado. Lo mismo puede
suceder en nuestro propio día; el evangelio puede relucir nuevamente para traer luz y libertad a la
humanidad. Pero esta nueva reforma que anhelamos no será realizada por persuasiones humanas,
o por consideración de consecuencias, o por aquellos que buscan salvar almas a través de un uso
mañoso de influencias eclesiásticas, o por aquellos que se abstienen de hablar la verdad por
temor a ―dividir la iglesia‖ o por dar un pobre muestreo en las columnas de las estadísticas de la
iglesia. ¡Cuán insignificante, en el grandioso día en que el Espíritu de Dios nuevamente se
mueva en la iglesia, parecerán todas esas tales consideraciones! No, cuando llegue la verdadera
reforma, vendrá a través de la instrumentalidad de aquellos sobre quienes Dios haya puesto su
mano, a quienes el evangelio haya llegado a ser un fuego dentro de ellos, sin importarles las
influencias humanas y conciliación ni combinaciones eclesiásticas externas ni la alabanza o mofa
de los hombres, sino que hablarán la palabra que Dios les haya dado y confiarán para los
resultados en Él solamente. En otras palabras, tal reforma se realizará por hombres de fe.
No sabemos cuánto llegará tal evento; y cuando llegue no será la obra de hombres sino de la
obra del Espíritu de Dios. Pero su venida no será preparada, de ningún modo, por el ocultamiento
de los problemas, sino por la clara presentación de los mismos; no por la paz en la iglesia entre
fuerzas cristianas y anti-cristianas, sino por una discusión seria; no por la oscuridad, sino por la
luz. Ciertamente no será obstaculizada por un esfuerzo serio por entender lo que realmente es la
fe en Cristo, y cómo difiere de una fe que es meramente un intento de imitar la fe de Cristo.
Tal esfuerzo tal vez pueda ser estimulado por una consideración de uno o dos de los shibolets
que aparecen en la literatura religiosa del día. Nada sino la completud será necesaria; podemos
empezar en casi cada punto de la literatura del movimiento modernista, a fin de descubrir la raíz
de la cual proviene.
Por ejemplo, hay la alternativa entre un evangelio acerca de Jesús y el evangelio de Jesús. La
iglesia, se dice, ha estado demasiado preocupada con un evangelio acerca de Jesús al grado de
que el evangelio de Jesús ha sido descuidado; debemos revertir el proceso y proclamar el
evangelio que Jesús mismo proclamó.
Con respecto a esta propuesta, debe notarse que incluso en su relación con la cuestión del
asiento de la autoridad en la religión, no es tan inocente como pudiera parecer. Propone que el
asiento de la autoridad sea ―las enseñanzas de Cristo‖. Pero el asiento de la autoridad para la
iglesia histórica no ha sido meramente las enseñanzas de Cristo, sino toda la Biblia. Porque la
Biblia, por tanto, que anteriormente era considerada como la Palabra de Dios, va a ser sustituida
por la muy pequeña parte de la Biblia que consiste en las palabras que Jesús habló cuando estaba
en la tierra. Ciertamente hay dificultades conectadas con tal cambio, debido, por ejemplo, al
hecho de que Jesús, quien es considerado como la suprema y única autoridad, colocó en la
misma base de su propia vida y enseñanza aquella concepción de la autoridad de toda la Biblia
que aquí está siendo ligeramente abandonada. La concepción que considera las ―enseñanzas de
Jesús‖ como la única autoridad parece por lo tanto contradictoria; porque la autoridad de Cristo
establece la autoridad de la Biblia. La verdad es que las ―enseñanzas de Cristo‖ pueden ser
verdaderamente honradas solamente cuando son tomadas como una parte orgánica de la
revelación divina encontrada en las Escrituras desde Génesis hasta Apocalipsis; aislar a Cristo de
la Biblia es deshonrar a Cristo y rechazar su enseñanza‖.
Pero el punto ahora no es que la sustitución de toda la Biblia por las enseñanzas de Jesús
como el asiento de la autoridad en la religión sea injustificable, sino más bien que es
trascendental de todas formas. Si tiene que realizarse, que al menos se realice con pleno
entendimiento de este paso.
La verdadera seriedad de la sustitución del evangelio de Jesús por un evangelio acerca de
Jesús no está, sin embargo, limitada a la pertinencia de este paso sobre la cuestión del asiento de
la autoridad en la religión; incluso más seria es la actitud diferente hacia Jesús que involucra dar
este paso. Los partidarios de un ―evangelio de Jesús‖ en el sentido moderno parecen imaginar
que la aceptación de tal evangelio acerca más a Jesús de nosotros que lo que lo hace la
aceptación de un evangelio acerca de Jesús. En realidad, el caso es todo lo contrario
exactamente. Por supuesto que si el ―evangelio acerca de Jesús‖ no es verdadero, si no declara
los hechos que son inherentes a Jesús, sino meramente las falsas opiniones de otras personas
acerca de Él, o las ―interpretaciones‖ de Él que tienen meramente validez temporal, entonces el
evangelio acerca de Jesús sí pone un velo de falsedad entre Jesús y nosotros, y debe rechazarse a
fin de que podamos encontrar un contacto con Él como en realidad era. Pero enteramente
diferente es el caso si el evangelio acerca de Jesús declara los hechos. En ese caso tal evangelio
nos trae a una clase de contacto con Él comparado con el cual la mera aceptación de un
evangelio que Él mismo proclamó es algo muy frío y distante.
Aceptar lo que Jesús mismo proclama en sí mismo no significa más que el ser considerado
como un maestro y líder; es solo lo que posiblemente pudiera hacerse en el caso de muchos otros
hombres. Un hombre puede, por ejemplo, aceptar el evangelio de Pablo; eso significa meramente
que él mantiene que la enseñanza de Pablo es verdadera; pero no puede aceptar un evangelio
acerca de Pablo, ya que eso le daría al apóstol una prerrogativa que pertenece solamente a su
Señor. Pablo mismo expresó lo quiere decir cuando escribió a los corintios: ―¿Fue crucificado
Pablo por vosotros?‖ (1 Cor. 1:13). El gran apóstol a los gentiles, en otras palabras, proclamó un
evangelio; pero no era él mismo la substancia del evangelio, siendo esta la prerrogativa reservada
para Jesús mismo. Un evangelio acerca de Jesús exalta a Jesús, y por ello lo acerca mucho más a
nosotros que lo que pudiera hacer un evangelio de Jesús.
Pero, ¿cuál era este evangelio que Jesús proclamó, este evangelio que ahora va a reemplazar
al evangelio acerca de Él que ha sido proclamado por el apóstol Pablo y por la iglesia histórica?
Nuestro único conocimiento del mismo se obtiene de las palabras de Jesús que se registran en el
Nuevo Testamento. Pero esas palabras como están clarifican abundantemente que el evangelio
que Jesús proclamó era también, en su mismo centro, un evangelio acerca de Él; hizo mucho más
que declarar una vía de acercarse a Dios que Jesús mismo siguió, ya que presentó a Jesús mismo
como la vía que puede ser seguida por hombres pecaminosos. De acuerdo al Nuevo Testamento,
nuestro Señor incluso en los días de su carne se presentó no meramente como Maestro y Ejemplo
sino también, y primariamente, como Uno quien solamente podía darles entrada al Reino de
Dios; todo en su enseñanza apuntaba a su obra redentora en su muerte y resurrección; la
culminación del evangelio de Jesús fue la cruz. El significado de la redención no podía, en
realidad, ser plenamente señalado hasta que la redención de hecho había sido realizada; y nuestro
Señor por tanto apuntó hacia adelante a la revelación más plena que sería dada a través de sus
apóstoles: pero, aunque solo por vía de profecía, no obstante con claridad suficiente, Jesús,
incluso cuando estaba en la tierra, sí le dijo a los hombres lo que había venido a realizar en el
mundo. ―El Hijo del Hombre‖, dijo, ―no vino para ser servido, sino para servir, y dar su vida en
rescate por muchos‖ (Marc. 10:45).
Todo esto tal vez se admitirá generalmente: si las palabras de Jesús como están registradas en
los evangelios son aceptadas como auténticas, entonces la separación del evangelio acerca de
Jesús de un evangelio de Jesús es radicalmente falsa; porque el evangelio acerca de Jesús (que es
el evangelio que a través de los siglos ha dado paz a las almas atribuladas) era también el
evangelio que Jesús mismo, incluso en los días de su carne, proclamó.
Entonces, si vamos a obtener a un Jesús que extrajo su propia Persona de su evangelio, y
ofreció a los hombres meramente la vía de acercarse a Dios que Él mismo había seguido, no
podemos hacerlo por una aceptación del relato del Nuevo Testamento de las palabras de Jesús tal
y como están, pero sí podemos hacerlo, si es que se puede del todo, solamente por un proceso
crítico dentro de ese relato. Las verdaderas palabras de Jesús tienen que separarse de las palabras
falsamente atribuidas a Él antes de que podamos obtener el moderno evangelio que omite la
redención y la cruz.
Pero ese proceso crítico, en base a una investigación, resulta ser imposible. Incluso en las
fuentes más antiguas que la crítica moderna correcta o incorrectamente supone que subyacen a
nuestros evangelios, Jesús se presentó no meramente como un ejemplo para la fe sino como el
objeto de la fe. Invitaba a los hombres no meramente a tener fe en Dios como la que Él tenía en
Dios, sino que los invitaba a tener fe en Él. Claramente se consideraba a sí mismo como Mesías,
no en un significado inferior de la palabra, sino como el celestial Hijo del Hombre que vendría
en las nubes del cielo y sería el instrumento en juzgar al mundo; claramente apuntaba hacia
adelante a un evento catastrófico en el que Él tendría un lugar central, un evento catastrófico por
el que el Reino de los Cielos sería introducido. La verdad es que el Jesús que predicó un
evangelio de la paternidad divina universal y una filiación que era el derecho del hombre como
hombre nunca existió hasta los tiempos modernos; el Jesús real se presentó no meramente como
Maestro sino también como Señor y Redentor. Por tanto, si vamos a asirnos del verdadero
―evangelio de Jesús‖, también tenemos que asirnos del ―evangelio acerca de Jesús‖, y la
separación entre los dos tiene que ceder.
Otra manera en que la oposición entre una religión que hace de Jesús meramente el ejemplo
para la fe y una religión que hace de Él primariamente el objeto de la fe aparece en el mundo
moderno, debe encontrarse en las variadas respuestas a la pregunta de si Jesús era o no un
―cristiano‖. De acuerdo a una manera de pensar muy extendida, Jesús fue el Fundador de la
religión cristiana porque Él fue el primero en vivir la vida cristiana, en otras palabras porque Él
mismo fue el primer cristiano. De acuerdo a nuestra concepción, por otro lado, Jesús permanece
en una relación mucho más fundamental e íntima al cristianismo que eso; Él era, sostenemos, el
Fundador de nuestra religión no porque fue el primer cristiano, sino porque hizo posible el
cristianismo por medio de su obra redentiva.
En ningún punto el problema en el moderno mundo religioso aparece de una forma más
característica que justo aquí. Muchas personas doblan sus manos asombrados ante nuestra
aserción de que Jesús no era un cristiano, mientras que nosotros a su vez consideramos como la
más atrevida blasfemia decir que Jesús era un cristiano. ―El Cristianismo‖, para nosotros, es una
manera de deshacernos de nuestro pecado; y por lo tanto decir que Jesús era un cristiano sería
negar su santidad.
―Pero‖, se dice, ―¿nos estás diciendo que si un hombre vive una vida como la vida de Jesús
pero rechaza la doctrina de la obra redentora de Cristo en su muerte y resurrección, tal hombre
no es cristiano?‖ La pregunta, de una forma u otra, se formula a menudo; pero la respuesta es
muy simple. Por supuesto que si un hombre realmente vive una vida como la vida de Jesús, todo
está bien; tal hombre en verdad no es un cristiano, sino que es algo mejor que un cristiano—es
un ser que nunca ha perdido su alto estado de filiación con Dios. Pero nuestro problema es que
nuestras vidas, por no decir nada de las vidas de estos que tan confiadamente apelan a su propia
semejanza con Jesús, no parecen ser como la vida de Jesús. A diferencia de Jesús, nosotros
somos pecadores, y por ello, a diferencia de Él, llegamos a ser cristianos; somos pecadores, y por
ello aceptamos con gratitud el amor redentor del Señor Jesucristo, quien tuvo compasión de
nosotros y nos hizo estar bien con Dios, no por mérito alguno nuestro, sino por su muerte
expiatoria.
Eso ciertamente no significa que el ejemplo de Jesús no sea importante para el cristiano; al
contrario, es la guía diaria de su vida, sin la cual sería como un barco sin timón en un mar
desconocido. Pero el ejemplo de Jesús es útil para el cristiano no antes de la redención, sino
después de ella.
En un sentido es verdaderamente útil antes de la redención: es útil a fin de llevar a un hombre
pecaminoso a la desesperación de querer siempre agradar a Dios por sus propios esfuerzos;
porque si la vida de Jesús fuera la vida que Dios requiere, ¿quién podría permanecer ante su
santa presencia? De este modo, para los irredimidos el ejemplo de Jesús tiene una parte
importante en la proclamación de esa terrible ley de Dios que es el ayo para llevar a los hombres
hacia Cristo; sirve por su sublime pureza para producir la consciencia de pecado y de esa manera
para guiar a los hombres a la cruz.
Pero en lo que concierne hasta ahora con cualquier consuelo o ayuda positiva, el ejemplo de
Cristo es útil solamente para aquellos que han sido redimidos. Discordamos fuertemente por
tanto con aquellos maestros y predicadores que piensan que Jesús debe ser presentado primero
como un líder y ejemplo a fin de que después, tal vez, pueda ser presentado como Salvador;
depreciamos los libros para la gente joven que apelan al sentido de lealtad como la primera vía
de acercamiento a Jesús; nos parece muy condescendiente y verdaderamente blasfemo cuando,
por ejemplo, la elección que Jesús hizo de un trabajo de vida se presenta como una guía para la
elección de un trabajo de vida por parte de niños y jóvenes. Creemos que el método completo
está equivocado. Evidentemente el ejemplo de Jesús es importante, pero no es primario; la
primera impresión que debe darse a un niño no es la de las maneras en que Jesús es como
nosotros sino de las maneras en que Él difiere de nosotros; debe ser presentado primero como
Salvador y solamente después como Ejemplo; se debe apelar no a fuerzas latentes capaces de
seguir el ejemplo de Jesús sino al sentido de pecado y necesidad.
Que no se diga que este método de enfoque desencaja con los jóvenes, y que está fundado en
una falsa sicología; al contrario, su efectividad ha sido probada a través de largas centurias de la
vida de la iglesia. Ahora que ha sido generalmente abandonado, los jóvenes se alejan de la
iglesia, mientras que cuando era seguido ellos crecían llegando a ser hombres y mujeres
cristianos leales. Es muy natural para un hijo del pacto aprender primero a confiar en Cristo
como Salvador casi tan pronto como empieza la vida consciente, y después, habiendo llegado a
ser hijo de Dios por medio de Jesús, seguir su bendito ejemplo. Hay un himno para niños —un
himno que creo que el cristiano nunca puede dejar de cantar— que expresa el asunto
correctamente:
O cuán amorosamente Él ha amado,
Y nosotros tenemos que amarlo también,
Y confiar en su sangre redentora,
E imitar hacer sus obras.

Ese es el verdadero orden de la pedagogía cristiana—―confiar en su sangre redentora‖


primero, y después, ―imitar sus obras‖. El desastre siempre seguirá cuando ese orden es
revertido.
El Señor Jesús, entonces, vino a este mundo no para decir algo primariamente, ni siquiera
para ser algo, sino para hacer algo; no vino meramente para guiar a los hombres a través de su
ejemplo a una ―vida más larga‖, sino a dar vida a través de su muerte y resurrección a aquellos
que estaban muertos en sus delitos y pecados; somos cristianos no porque tengamos fe en Dios
como la fe en Dios que Jesús mismo tenía, sino porque tenemos fe en Él.
Pero, ¿realmente podemos tener fe en Él? No podríamos si Él fuera el mero iniciador de la
―vida de Cristo‖ que se presenta en mucha de la predicación moderna; pero sí podríamos si Él
fuera el Salvador viviente presentado en la Palabra de Dios.
Empero, todavía nos asalta una temerosa duda. Proviene de lo que puede llamarse los
aspectos cósmicos de la vida humana, del pensamiento aterrador del abismo infinito que tiene
que ver completamente con nosotros al caminar en esta tierra.
Las reflexiones sobre la nada de la vida humana, tiene que admitirse, a menudo son
demasiado simplistas; rápidamente se recubren de palabrería. Pero si algo es verdad, no puede
llegar a ser falso por hacerse de uso común. Y como asunto de hecho, no se puede negar que el
hombre esté aprisionado en uno de los planetas más pequeños, que esté rodeado de infinidad por
todos lados, y de que vive fugazmente en lo que parece una procesión lastimera. Las cosas en
que está interesado, todo el proceso de su mundo, no forman sino un oasis imperceptible en el
desierto de la inmensidad. Extraño es que pueda ser absorbido por cosas que desde el punto de
vista privilegiado de la infinidad tengan que parecer más pequeñas que las trivialidades más
pequeñas.
No puede negarse esto: el hombre es una criatura finita; es un habitante de la tierra. Desde un
punto de vista, él es con mucho como las bestias que perecen; al igual que ellas, él vive en un
mundo de los fenómenos; está sujeto a una sucesión de experiencias, y no entiende ninguna de
ellas. La ciencia puede observar, pero no puede explicar: si intenta explicar, dejar de ser ciencia
y a veces llega a ser causa de risa. El hombre es ciertamente finito.
Pero esa no es toda la verdad. El hombre no sólo es finito, ya que él sabe que es finito, y que
ese conocimiento lo conecta con la infinidad. Él vive en un mundo finito, pero él sabe, al menos,
que dicho mundo no es la totalidad de las cosas. Vive en una procesión de fenómenos, pero para
salvar su vida no puede sino ir en busca de una primera causa. En medio de su vida trivial, se
levanta en su mente un pensamiento extraño pero poderoso —el pensamiento de Dios. Puede
surgir por reflexión, por un sutil argumento del efecto a la causa, del diseño al diseñador—. O
puede surgir por el ―toque de un ocaso de sol‖. Detrás de las terribles, misteriosas y rojas
profundidades silenciosas, más allá del silencioso lugar de encuentro entre el mar y el cielo, hay
un poder inescrutable. En presencia del mismo, el hombre se siente impotente como si fuera un
pedazo de madera o una piedra. —Es tan impotente, pero más infeliz— infeliz por causa del
temor—. Con tal seguridad, ¿podemos encontrarnos con el poder infinito? Sus obras en la
naturaleza, a pesar de toda la belleza de la naturaleza, son horribles en la imposición de
sufrimiento. Y ¿qué si el sufrimiento físico no fuera todo; qué del sentido de culpa; qué si la
condenación de la consciencia no fuera sino el anticipo del juicio; qué si el contacto con el
infinito fuera el contacto con una infinidad aterradora de santidad; qué si la causa inescrutable de
todas las cosas resultara ser, después de todo, un Dios justo?
Este es el más allá del misterio--¿nos puede ayudar Jesús en ello? Hazlo tan grande como tú
quieras, y aún así Él parecería insuficiente. Extiende el dominio de su poder mucho más allá de
nuestra comprensión, y aún así parecería ser tan sólo el borde del infinito trascendente. Y todavía
seguiríamos sujetos al temor. El poder misterioso que explica el mundo, decimos, nos arrasará y
abrumará juntamente con nuestro Salvador. Somos de todos los hombres los más miserables;
habíamos confiado en Cristo; nos llevó por una corta distancia en nuestro camino, y después nos
abandonó, impotentes como antes, ante el borde de la eternidad. No hay esperanza para nosotros;
permanecemos realmente indefensos ante la presencia del misterio inefable a menos que —un
pensamiento salvaje y fantástico —a menos que nuestro Salvador, este Jesús en quien habíamos
confiado, estuviera Él mismo en misteriosa unión con el Dios eterno. Entonces llega la plena y
rica consolación de la Palabra de Dios— la sentencia misteriosa en Filipenses: ―el cual, siendo en
forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse‖; la extraña cosmología
de Colosenses: ―Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él
fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e
invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por
medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten‖; el
majestuoso prólogo del Cuarto Evangelio: En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios,
y el Verbo era Dios‖; la misteriosa consciencia de Jesús: ―Todas las cosas me fueron entregadas
por mi Padre; y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo lo quiera revelar‖.
Estas cosas han sido despreciadas como ociosa especulación, pero en realidad son el aliento
de nuestras vidas cristianas. Son, verdaderamente, el campo de batalla de los teólogos; la iglesia
lanzó anatemas sobre aquellos que sostuvieron que Cristo, aunque grandioso, era menos que
Dios. Pero aquellos anatemas eran caritativos y correctos. Esa diferencia de opinión no era
insignificante; no hay tal cosa como ―casi Dios‖. El pensamiento es blasfemia; lo más cercano al
infinito está infinitamente lejano. Si Cristo fuera la más grandiosa de las criaturas finitas,
entonces nuestros corazones no tendrían descanso, aún seríamos meros buscadores de Dios. Pero
ahora es Cristo, nuestro Salvador, el que dice: ―Tus pecados te son perdonados‖, revelado como
Dios mismo. Y nosotros lo confesamos. Es la suprema aventura de la fe; la fe no puede aspirar a
más. Tal fe es un misterio para nosotros quienes la poseemos; es ridiculizada por aquellos que no
la tienen. Pero si es poseída, vence al mundo. En Cristo todas las cosas son nuestras. No hay
ahora para nosotros un aterrador más allá del misterio y el temor. Es verdad que no podemos
explicar el mundo, pero nos regocijamos ahora de que no podamos explicarlo. Para nosotros es
todo desconocido, pero no contiene misterios para nuestro Salvador; Él está sentado en el trono;
está en el centro; es el fundamento y la explicación de todas las cosas; permea los límites más
remotos; por Él todas las cosas subsisten. El mundo está lleno de poderes temerosos y
misteriosos; nos tocan ya de mil maneras dolorosas. Pero estamos a salvo de todos ellos. ―¿Quién
nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez,
o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos
contados como ovejas del matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por
medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles,
ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna
otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro‖.

CAPÍTULO TRES

LA FE NACIDA DE LA NECESIDAD

Se ha mostrado en el último capítulo que el jesús presentado en el Nuevo Testamento es uno en


quien un hombre puede confiar; no hay límites para su bondad y no hay límites para su poder.
Pero esa presentación en sí misma no aporta una base suficiente para la fe. No importa cuán
grande y bueno sea el Salvador, no podemos confiar en Él a menos que haya algún contacto
específicamente entre nosotros y Él. La fe en una persona involucra no meramente la convicción
de que la persona en quien se confía sea capaz de salvar, sino también la convicción de que es
capaz y tiene la voluntad de salvarnos; para que haya fe, tiene que haber alguna relación definida
entre la persona en quien se confía y una necesidad específica de la persona quien confía. Los
hombres y mujeres a quienes Jesús dijo en los evangelios (en sustancia o en palabra): ―Tu fe te
ha salvado; vete en paz‖, todas tenían necesidades muy definidas que confiaron a Jesús para ser
aliviadas. Uno estaba enfermo, uno estaba sordo, uno estaba ciego; y cuando vinieron a Jesús, no
estaban meramente convencidos de que Él era en general un sanador poderoso, sino que cada
uno de ellos estaba convencido, más o menos con firmeza, de que Él podía sanar su enfermedad
peculiar, y cada uno de ellos buscó sanidad para su propio caso específico. Así es también el
caso con nosotros el día de hoy. No es suficiente que sepamos que Jesús es grandioso y bueno;
no es suficiente que sepamos que Él fue instrumental en la creación del mundo y de que ahora
está sentado en el trono sobre todo ser. Estas cosas son en verdad necesarias para la fe, pero no
son todo lo que es necesario; si vamos a confiar en Jesús, tenemos que venir a Él personal e
individualmente con alguna necesidad del alma que solo Él puede aliviar.
Esa necesidad del alma de la cual solo Jesús puede salvar es el pecado. Pero cuando digo
―pecado‖, no quiero decir meramente los pecados del mundo o los pecados de otras personas,
sino quiero decir tu pecado —tu pecado y el mío—. La consideración de los pecados de otras
personas es el calmante moral más mortal; alivia el dolor de la consciencia, pero también
destruye la vida moral. Muy diferente es aquella convicción de pecado que conduce a un hombre
a tener fe en Cristo.
Esa verdadera convicción de pecado aparece como el prerrequisito de la fe en un grandioso
versículo en la Epístola a los Gálatas, el cual describe en un brevísimo compás la verdadera vía
cristiana de acercarse a Cristo. ―De manera que‖, dice Pablo, ―la ley ha sido nuestro ayo, para
llevarnos a Cristo‖ (Gálatas 3:24). Sin duda que Pablo se está refiriendo específicamente a la ley
de Moisés como el ayo para llevar a los judíos a Cristo; pero estamos plenamente justificados en
darle al versículo una aplicación mucho más amplia. La vía particular en que la ley del Antiguo
Testamento, de acuerdo a Pablo, conducía a los judíos a Cristo era que los llevaba a la
desesperación por su pecado, y así los hacía tener la voluntad de aceptar al Salvador cuando
viniera. El ―ayo‖ de la figura de lenguaje paulino no era, en la vida antigua, un maestro; sino que
era un esclavo designado en las familias acomodadas de la época para ir con los hijos a la escuela
y en general para prevenirlos de tener cualquier libertad. La figura de lenguaje en ese versículo
sólo varía ligeramente, por lo tanto, de la que aparece justo antes, donde la ley es representada
como un carcelero. Pablo quiere decir que, en relación a la ley, los judíos tal vez pensaron que su
propia justicia era suficiente; pero cada vez que estaban tentados a escapar de la condenación, el
alto estándar de la ley les mostraba cuán cortos estaban de cumplir la voluntad de Dios, y así
eran prevenidos de falsas esperanzas.
Por supuesto, esto es solamente un aspecto de la antigua dispensación. Incluso bajo la antigua
dispensación, de acuerdo a Pablo, había fe como también ley; la gracia de Dios fue revelada
como también su asombrosa justicia. La religión del Antiguo Testamento de ninguna es
representada por Pablo como una de incesante penumbra. Pero en lo que concierne a los propios
esfuerzos del hombre, la penumbra, de acuerdo a Pablo, era total; la esperanza tenía que
encontrarse, no en el hombre, sino en la promesa generosa de Dios de una salvación que iba a
venir.
De este modo, la ley de Moisés de acuerdo a Pablo era un ayo que llevaba a los judíos a
Cristo porque producía la conciencia de pecado. Pero si era así, es natural suponer que cualquier
revelación de la ley de Dios que, al igual que la ley de Moisés, produce la conciencia de pecado
podría fungir similarmente como un ayo a Cristo. Ciertamente tenemos justificación directa para
esta amplia extensión de la aplicación de este versículo. ―Porque cuando los gentiles‖, Pablo dice
en otro pasaje, ―que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no
tengan ley, son ley para sí mismos‖ (Romanos 2:14). Aquí la ley de Moisés está claramente
relacionada con una ley bajo la cual todos los hombres permanecen; las Escrituras del Antiguo
Testamento hacen a la ley de Dios más clara que lo que es para otros hombres, pero todos los
hombres han recibido, en sus conciencias, alguna manifestación de la voluntad de Dios, y no
tienen excusa cuando desobedecen. Comoquiera que la ley se manifieste, entonces, ya sea en el
Antiguo Testamento o (aun más claramente) en la enseñanza y ejemplo de Jesús, o en la voz de
la consciencia, puede ser un ayo para llevar a los hombres a Cristo si produce la conciencia de
pecado.
Esa es la antigua vía para venir a Cristo—primero penitencia ante la pavorosa voz de la ley,
después gozo ante la invitación generosa del Salvador. Pero esa vía, en años recientes, está
siendo tristemente descuidada. Nada es más característico de las actuales condiciones religiosas
que la pérdida de la conciencia del pecado; confianza en los recursos humanos ha sustituido
ahora la aceptación agradecida de la gracia de Dios.
Esta confidencia en los recursos humanos se expresa de muchas maneras; se expresa incluso
en la oración. Recuerdo un servicio al que asistí hace más o menos un año en una atractiva
iglesia rural. El predicador, quien era un hombre serio y bien educado, tenía al menos el coraje
de sus convicciones, y le dio expresión a su religión optimista de la humanidad no solamente en
su sermón sino también en sus oraciones. Después de citar un versículo en Jeremías que dice
―engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso‖ (Jeremías 17:9), dijo, en efecto,
(aunque no recuerdo sus palabras exactas): ―Oh Señor tú sabes que no podemos aceptar esta
interpretación; porque nosotros creemos que el hombre no tiene la voluntad de hacer el mal sino
su único error es la falta de conocimiento‖. Eso fue al menos franco y consistente, y tengo que
confesar que tuve mucho más respeto por ello que por las pías frases en que la moderna religión
de la humanidad a menudo queda velada. Era paganismo así de puro y simple, pero al menos un
paganismo respetable sin temor de un lenguaje claro. Y evidentemente no debe olvidarse que el
paganismo puede ser algo muy respetable; la confianza moderna en el hombre no es desemejante
a la de los antiguos estoicos; y el estoicismo, con su doctrina de una hermandad humana
universal y sus anticipaciones del esfuerzo humanitario moderno, tiene altos logros éticos en su
cuenta.
Pero el evangelio del paganismo, antiguo y moderno, el evangelio que un predicador, a quien
escuché predicar recientemente, recomendó como ―el simple evangelio de valor humano‖, tiene
sus limitaciones; su optimismo permanece, después de todo, en la superficie de la vida, y debajo
se encuentran profundidades que nunca puede tocar. Es, de cualquier manera, muy diferente a la
confesión cristiana; porque a la raíz del cristianismo se encuentra una profunda conciencia del
pecado. Superficialmente, es verdad, hay algo de semejanza; el predicador modernista habla con
aparente humildad de los tristes efectos de la vida humana, y de la necesidad de asistencia divina.
Pero tal humildad no toca el corazón del asunto en lo absoluto; sin duda que realmente implica
una semejanza de clase, aunque no de grado, entre lo que ahora es y lo que debiera ser. Muy
diferente es la actitud cristiana. Para el cristiano, el pecado no difiere de la bondad meramente en
el grado en que se obtiene el logro, sino es considerado como transgresión de una ley que es
absolutamente fija; el sentido pagano de imperfección es ampliamente diferente del sentido
cristiano del pecado.
En la raíz de la actitud cristiana hay una profunda conciencia de la majestad de la ley moral.
Pero la majestad de la ley moral es oscurecida de varias maneras en el tiempo presente, y la
manera más seria de todas ellas se halla en la esfera de la educación. En realidad, con extrañeza
suficiente, es oscurecida en la esfera de la educación justo por aquellos que se percatan más
agudamente de la bancarrota moral de la vida moderna. Hay algo radicalmente incorrecto con
nuestra educación pública, se dice; una educación que entrena la mente sin entrenar el sentido
moral es una amenaza a la civilización más bien que una ayuda; y algo tiene que hacerse
rápidamente para detener inminente colapso moral. Para satisfacer esta necesidad, se han hecho
varias provisiones para el entrenamiento moral en nuestras escuelas públicas estadounidenses;
varios códigos morales están siendo elaborados para la instrucción de los niños que están bajo la
tutela del Estado. Pero lo triste es que estos esfuerzos solamente están haciendo la situación diez
veces peor; lejos de detener la devastación de la moralidad, son en su mayor parte no-morales de
raíz. Algunas veces son también defectuosos en los detalles, como cuando un reciente código
moral se enreda en una velada polémica anti-cristiana por medio de una referencia a las
diferencias de ―credo‖ que sin duda serán consideradas como denigrantes, y adopta la noción
pagana de una hermandad humana ya establecida, a diferencia de la noción cristiana de una
hermandad por establecerse para llevar a los hombres a una unión común con Cristo. Pero la
verdadera objeción a algunos, si no es que a todos estos esfuerzos, no depende de los detalles;
depende más bien del hecho de que la base del esfuerzo es radicalmente incorrecta. El error
radical aparece con claridad particular en un ―Código de Moralidad Infantil‖ recientemente
propuesto por ―La Institución de la Educación del Carácter‖ en Washington. Ese código contiene
once divisiones, los subtítulos de los cuales son como sigue: I, ―Los Buenos Estadounidenses
poseen Dominio Propio‖, II, ―Los Buenos Estadounidenses se esfuerzan en tener y mantener una
Buena Salud‖, III, ―Los Buenos Estadounidenses son Amables‖, IV, ―Los Buenos
Estadounidenses Juegan Limpio‖, V, ―Los Buenos Estadounidenses son Auto-Suficientes‖, VI,
―Los Buenos Estadounidenses Hacen sus Deberes‖, VII, ―Los Buenos Estadounidenses son
Confiables‖, VIII, ―Los Buenos Estadounidenses son Veraces‖, IX, ―Los Buenos
Estadounidenses Intentan Hacer lo Correcto de la Manera Correcta‖, X, ―Los Buenos
Estadounidenses Trabajan en Cooperación Amigable con sus Co-Trabajadores‖, XI, ―Los
Buenos Estadounidenses son Leales‖.
Aquí tenemos a la moralidad considerada como una consecuencia del patriotismo; la
experiencia de la nación es considerada como la norma por la cual un código de moralidad debe
formularse. Este principio (completamente no-moral) aparece en una forma particularmente
crasa en el ―Punto Dos‖ del Plan de Cinco Puntos para la Educación del Carácter en las Aulas
de la Escuela Primaria de la Institución. ―El maestro‖, dice el panfleto, ―presenta el Código de
Moralidad Infantil como una declaración confiable de la conducta que se considera correcta entre
chicos y chicos que son leales al Tío Sam, y que se justifica por la experiencia de multitudes de
ciudadanos dignos que han sido hijos e hijas del Tío Sam desde la fundación de la nación. El
maestro aconseja a los niños a estudiar este Código de Moralidad a fin de descubrir lo que el Tío
Sam considera que es correcto…‖
Pero, ¿qué de aquellos casos no infrecuentes donde lo que el ―Tío Sam‖ considera que es
correcto es lo que Dios considera incorrecto? Decir a un niño, ―No digas una mentira porque eres
Estadounidense‖, es fundamentalmente algo inmoral. Lo correcto que se debe decir es, ―No digas
una mentira porque es incorrecto decir una mentira‖. Y no creo que sea una intrusión
inconstitucional de la religión dentro de las escuelas públicas que un maestro diga eso.
En general, la actitud más-santo-que-tú hacia otras naciones, que parece estar implicada en el
programa de la Institución de la Educación de la Conducta casi de principio a fin, es
verdaderamente, en la actual crisis de la historia del mundo, muy desastrosa. Al niño, sin duda,
debe enseñársele amar a Estados Unidos, y aunque sintamos que pueda ser bueno o malo, es
nuestro país. Pero el amor de nuestro país es algo muy tierno, y la mejor manera de destruirlo es
intentar inculcarlo a la fuerza. Y enseñar, desafiando a los hechos, que la honestidad y la
gentileza y la pureza sean virtudes peculiarmente estadounidenses—esto es verdaderamente
dañino en extremo. Culpamos a Alemania, correcta o incorrectamente, por esta clase de actitud;
no obstante ahora en nombre del patriotismo abogamos por una inculcación tan agresiva del
mismo espíritu del que Prusia pudo ser acusada en su peor momento. En verdad, lo único
patriótico para enseñar al niño es que hay una majestuosa ley moral a la cual nuestro país y todos
los países del mundo deben sujetarse.
Pero el error más serio de este programa para ―construir el carácter‖ es que hace de la
moralidad un producto de la experiencia, que encuentra la norma de la conducta correcta en la
determinación de aquello ―que se justifica por la experiencia de multitudes de ciudadanos dignos
que han sido hijos e hijas del Tío Sam desde la fundación de la nación‖. Eso es incorrecto, como
ya hemos observado, porque fundamenta la moralidad en la experiencia de la nación; pero
también sería incorrecto si la fundamentara en la experiencia de toda la raza humana. Un código
que es el mero resultado de la experimentación humana no es moralidad en lo absoluto (a pesar
del humilde origen etimológico de nuestra palabra inglesa), sino que es la mera negación de la
moralidad. Y ciertamente no funcionará. Los estándares morales fueron poderosos solamente
cuando fueron investidos de una gloria celestial y fueron tratados como muy diferentes en su
clase de todas las reglas de conveniencia propia. La verdad es que la decencia no puede
producirse sin principios. Es inútil intentar contener al embravecido mar de las pasiones con los
frágiles diques de lodo de una apelación a la experiencia. En vez de ello, se tendrá que recurrir
otra vez, a pesar de los soportes suministrados por el paternalismo materialista del Estado
moderno, a la firme y sólida mampostería de la ley de Dios. Una autoridad que es hecha por el
hombre puede perdurar solamente si está fundada sobre la roca de los mandamientos de Dios.
No será posible proponer ahora completamente nuestra propia solución al difícil problema
educativo del cual hemos estado hablando. En verdad que tenemos tal solución. Lo más
importante de todo, creemos, es la promoción de escuelas privadas y escuelas auspiciadas por
iglesias: una educación pública secularizada, aunque tal vez necesaria, es un mal necesario; la
verdadera esperanza de cualquier pueblo reside en una clase de educación en que el aprendizaje
y la piedad vayan de la mano. El cristianismo, creemos, está fundado en un cuerpo de hechos; es,
por tanto, algo que tiene que enseñarse; y debe enseñarse en las escuelas cristianas.
Pero tomando la escuela pública como una institución establecida, y como siendo bajo las
condiciones actuales, necesaria, hay ciertas maneras en que el peligro de esa institución puede
ser disminuido.
a. La función de la escuela pública debe limitarse más bien que incrementarse. La actual
tendencia de usurpar la autoridad parental debe ser frenada.
b. La escuela pública debe prestar atención a la función limitada, pero altamente
importante, que ahora está descuidando—a saber, la impartición de conocimiento.
c. La influencia moral del maestro de escuela pública debe ejercerse de maneras
prácticas en vez de teóricas. Ciertamente el (completamente destructivo e inmoral)
fundamento de la moralidad en la experiencia debe evitarse. Desafortunadamente, el
verdadero fundamento de la moralidad en la voluntad de Dios puede, en nuestras
escuelas públicas, que también se evite. Pero si el maestro mismo conoce la absoluta
distinción entre lo correcto y lo incorrecto, su influencia personal, sin fundamento
teórico y sin ―códigos morales‖, apelará a la distinción entre lo correcto e incorrecto
que está implantada en el alma del niño, y el tono moral de la escuela será mantenido.
En ningún momento queremos decir que esa clase de entrenamiento sea suficiente;
porque el único verdadero fundamento de la moralidad se encuentra en la voluntad
revelada de Dios: pero al menos evitará hacer daño.
d. El sistema de educación pública debe mantenerse saludable por la posibilidad
absolutamente libre de la competencia de escuelas privadas y escuelas auspiciadas
por iglesias, y el Estado debe abstenerse de regular estas escuelas al grado que haga
sus libertades ilusorias.
e. La uniformidad en la educación —la tendencia que se manifiesta en la propuesta de
un departamento federal de la educación en los Estados Unidos— debe evitarse como
una de las más grandes calamidades en que cualquier nación puede caer.
f. La lectura, en las escuelas públicas, de pasajes selectos de la Biblia, en que Judíos y
Católicos y Protestantes y otros presuntamente pueden concordar, no debe ser
promovido, y menos aún debe requerirse por ley. El verdadero centro de la Biblia es
la redención; y crear la impresión de que otras cosas en la Biblia contienen tal
esperanza para la humanidad aparte de ello es contradecir la Biblia de raíz. Inclusive
lo mejor de los libros, si se presenta en una forma confusa, puede hacérsele decir
exactamente lo opuesto de lo que significa.
g. Los niños de escuelas públicas deben salir a ciertas horas convenientes durante la
semana, para que los padres, si esa es su decisión, puedan proveerles de instrucción
religiosa; pero el Estado debe abstenerse completamente tanto de conceder a las
escuelas créditos por el trabajo hecho en estas horas y de ejercer cualquier control del
tipo que sea ya sea en la asistencia o en el carácter de la institución.
Tales son, en general, las propuestas alternativas que pudiéramos asumir si estuviéramos
lidiando con el problema que ha llevado a los esfuerzos en la ―construcción del carácter‖ del cual
hemos hablado. Reconocemos plenamente los buenos motivos de aquellos que están realizando
tales esfuerzos: pero los esfuerzos están viciados por el falso principio de que la moralidad está
basada en la experiencia; y así solamente servirán, aún más, tememos, para socavar en los
corazones de la gente un sentido de la majestad de la ley de Dios.
Ciertamente si no hubiera ninguna ley absoluta de Dios, no podría haber conciencia de
pecado; y si no hay conciencia de pecado, no podría haber fe en el Salvador Jesucristo. No
sorprende que muchas personas consideren a Jesús meramente como el iniciador de una ―vida
como la de Cristo‖ de la cual son perfectamente capaces, sin ninguna otra ayuda, de imitar; no
sorprende que consideren sus vidas como difiriendo solamente en grado de la vida de Jesús.
Nunca captarán un verdadero destello de la majestad de su Persona y nunca entenderán su obra
redentiva, hasta que entren en contacto otra vez con la majestad de la ley. Entonces, y solo
entonces, reconocerán su pecado y necesidad, y así renunciarán a toda confianza en sí mismos
que es la base de la fe.
Tiene que admitirse que esta vía de acercarse a Cristo a menudo es áspera y espinosa. Eso no
significa, en realidad, que la fe en Cristo siempre tenga que ir precedida por la agonía del alma.
La experiencia cristiana es casi ilimitada; y a menudo la fe parece llegar al mismo tiempo que la
contrición. Los hijos de padres cristianos, en particular, a menudo llegan a confiar en Cristo
como su Salvador casi tan pronto como llegan a ser conscientes; estos hijos del pacto conocen la
gracia de Dios casi tanto como ellos conocen su pecado. Pero cualquiera que sea la forma
particular de la experiencia cristiana, la vía de acercamiento a Cristo a través de la ley de Dios
siempre involucra una reprensión del orgullo humano.
Por lo tanto, no sorprende que otras vías de acercamiento se propongan con frecuencia.
Siendo esta vía áspera y espinosa, se buscan otras vías. Parece difícil para muchos hombres
entrar a la vida cristiana a través del pequeño portón de madera; y por ello muchos se están
trepando por la pared.
En primer lugar, está la vía puramente intelectual. Las demandas del cristianismo, se dice,
tienen que investigarse en base a sus propios méritos, por medio del uso de un método
rígidamente científico; y solo si se establecen como veraces se les puede permitir controlar la
vida emocional y volitiva.
Hacia este método de enfoque, como quedará claro de todo lo que se ha dicho en la
precedente exposición, tenemos la más cálida simpatía; en verdad, creemos que no hay nada
malo con el método mismo, tal y como se presenta, sino que el problema yace en la aplicación
del método. Si un hombre fuese realmente científico, creemos, estaría convencido de la verdad
del cristianismo ya sea que él fuera un santo o un demonio; ya que la verdad del cristianismo no
depende para nada del estado del alma del investigador, sino que está objetivamente establecida.
Pero la pregunta es si un método que ignora la conciencia del pecado es realmente científico o
no; y la respuesta tiene que ser, creemos, que no lo es. Si consideras todos los hechos, te
convencerás de la verdad del cristianismo; pero no puedes considerar todos los hechos si ignoras
el hecho del pecado. No puedes considerar todos los hechos si, entretanto investigas los cielos
arriba y la tierra abajo, descuidas los hechos de tu propia alma.
Veamos cómo el ostensiblemente enfoque científico a favor del cristianismo funciona. En la
búsqueda del mismo empezamos de una manera sistemática; presentamos, primero, nuestros
argumentos para la existencia de un Dios personal. Y, por mi parte, creo que son muy buenos
argumentos; no han sido del todo demolidos, creo, por la crítica de Kant. Si, entonces, ya hemos
establecido la existencia de Dios, la pregunta surge de si Él se ha revelado de tal forma que la
comunión personal con Él se hace posible para la humanidad. Probablemente se admitirá que si
realmente lo ha hecho, lo ha hecho en la religión cristiana; al cristianismo probablemente se le
admitirá que ofrezca el alegato más plausible, al menos, entre todas las religiones del mundo de
estar fundamentada en una verdadera revelación de Dios. Pero, ¿se ha acreditado alguna vez la
exigencia cristiana? Sí lo ha hecho —para poner el asunto en el más breve compás y lidiar con él
en el punto realmente crucial— si Jesús resucitó de los muertos. Cierto es que sus íntimos
amigos creyeron que Él había resucitado, y sobre esa creencia fue fundado. Pero, ¿qué fue lo que
a su vez produjo esa creencia? Muchas respuestas han sido propuestas para responder a esta
pregunta; pero ninguna de ellas es completamente satisfactoria, excepto la simple respuesta de
que la confesión de los discípulos estaba fundada sobre un hecho. Generalmente se admitirá
tanto como esto: el origen de la iglesia cristiana es ciertamente un hecho muy misterioso;
solamente la ignorancia puede negar la dificultad del problema histórico que entraña para todos
los historiadores naturalistas.
Pero, se dirá, también se encuentra una dificultad en la solución tradicional, como también en
las soluciones naturalistas. La dificultad aparece en el carácter sobrenatural del supuesto evento.
Si la resurrección fuera un evento ordinario, la evidencia a su favor sería en verdad suficiente;
pero es que, como un asunto de hecho, no es un evento ordinario sino un milagro, y en contra de
la aceptación de cualquier cosa semejante hay un enorme peso de presunción.
Por mi parte, no estoy del todo inclinado a tomar esta objeción a la ligera. Ciertamente, si la
evidencia a favor de la resurrección, como la hemos bosquejado, permaneciera sola, podría, creo,
ser insuficiente. Incluso si doce hombres por cuyo carácter y logros tuviera el mayor respeto
entraran al cuarto y me dijeran, muy independientemente, que ellos vieron a un hombre resucitar
de los muertos, no estoy seguro de si debiera creerles ni por un momento. ¿Por qué, entonces,
confiero a testigos de hace tanto tiempo —testigos que vivieron en una era comparativamente no
científica (aunque su carácter no científico es con frecuencia enormemente exagerado)— un
grado de credulidad que rehusaría a observadores profesionales del presente día? ¿Por qué creo
en la resurrección de Jesús cuando podría no creer, inclusive sobre la base de un testimonio
abrumador, en la resurrección de uno de mis contemporáneos?
La pregunta parece a primera vista difícil de contestar, pero la respuesta realmente no es tan
difícil como parece. La respuesta es que yo creo en el milagro que descansa en el fundamento de
la iglesia cristiana porque en ese caso la pregunta no tiene que ver meramente con la resurrección
de una persona acerca quien no sé nada, una mera x o y, sino que tiene que ver específicamente
con la resurrección de Jesús; y Jesús era diferente a cualquier persona que jamás haya vivido. Es
increíble, digo, que cualquier hombre ordinario fuera resucitado de los muertos, pero el punto es
que Jesús no era un hombre ordinario; en su caso, la enorme presunción en contra de los
milagros queda revertida; en su caso, lejos de ser inconcebible que fuera resucitado, es
inconcebible que no fuera resucitado; tal hombre como Él no podía ser retenido por la muerte.
De este modo, la evidencia directa a favor de la resurrección es suplementada por una impresión
del carácter moral único de la persona de Jesús. Eso no significa que si estamos impresionados
por el carácter moral único de la persona de Jesús, la evidencia directa a favor de la resurrección
de Jesús sea innecesaria, o que el cristiano pueda ser indiferente a ella; sino que sí significa que
dicha impresión tiene que añadirse a la evidencia directa a fin de producir convicción.
Pero, ¿cómo sabemos que el carácter de Jesús es absolutamente único? Lo sabemos
solamente por nuestra convicción de pecado. Convencidos de nuestra propia impureza, como
está revelada por la majestad de la ley divina, llegamos a convencernos de su desemejanza en su
clase de nosotros, y de este modo decimos que solamente Él era puro. De esta manera, incluso a
fin de establecer el hecho de la resurrección, la lección de la ley tiene que ser aprendida.
Hay otra manera también en que la convicción de pecado es necesaria a fin de que podamos
creer en la resurrección de Cristo y, luego entonces, aceptar las demandas del cristianismo. La
resurrección, como hemos visto, si realmente tuvo lugar, fue un milagro; involucró una intrusión
del poder creativo de Dios en el curso del mundo. Tal evento estupendo es difícil de aceptar a
menos que podamos detectar a favor del mismo un propósito adecuado; y el propósito adecuado
es detectado solamente por el hombre que está bajo la convicción de pecado. Solo tal hombre
puede entender la necesidad de la redención; sólo él sabe que el pecado ha introducido una gran
brecha en la misma estructura del universo, la cual solamente un acto creativo de Dios puede
cerrar. El hombre verdaderamente penitente se regocija en lo sobrenatural; porque él sabe que
nada natural puede posiblemente satisfacer su necesidad. Se regocija incluso en la nueva
consciencia de la uniformidad y unidad de la naturaleza que ha sido tan ampliamente diseminada
por la ciencia moderna; porque tal uniformidad de la naturaleza solamente revela con nueva
claridad el carácter simplemente único de la redención ofrecida por Cristo.
Así pues, incluso a fin de exhibir la verdad del cristianismo ante el tribunal de la razón, es
necesario aprender la lección de la ley. Es imposible probar primero que el cristianismo es
verdadero, y después proceder, sobre la base de su verdad, llegar a ser conscientes de nuestro
pecado; porque el hecho del pecado es en sí mismo uno de los principales fundamentos sobre el
cual la prueba está basada.
Cuando tal hecho del pecado se reconoce, y cuando —para su reconocimiento— se añade un
razonable escrutinio de la evidencia histórica, entonces parece completamente razonable creer
que el cristianismo es verdadero. Cualquiera con una mente clara, sin importar cuál pudiera ser
su actitud personal aceptará, creemos, la verdad del cristianismo; pero nadie tiene la mente clara
al negar los hechos de su propia alma: a fin de llegar a la concepción cristiana de Cristo es
necesario ser solamente científico; pero nadie puede ser verdaderamente científico si ignora el
hecho del pecado.
No estamos ignorando los aspectos emocionales y volitivos de la fe; no estamos negando que
como un asunto de hecho, en la humanidad como está actualmente constituida, una convicción
intelectual de la verdad del cristianismo va siempre acompañada por un cambio de corazón y una
nueva dirección de la voluntad. Eso no significa que el cristianismo sea verdad solamente para
aquellos que de ese modo lo aceptarán, y que no es verdad para los demás; al contrario, creemos
que es verdad incluso para los demonios en el infierno como también para los santos en el cielo,
aunque su verdad no hace buenos a los demonios. Una cosa es que algo sea verdadero, pero otra
que sea reconocida como verdadero; y a fin de que el cristianismo pueda reconocerse como
verdadero por los hombres sobre la tierra los efectos enceguecedores del pecado tienen que ser
removidos. Los efectos enceguecedores del pecado son removidos por el Espíritu de Dios; y el
Espíritu escoge hacer eso solamente para aquellos que introduce por medio del nuevo nacimiento
al Reino de Dios. La regeneración, o el nuevo nacimiento, por lo tanto, no permanece en
oposición a una actitud verdaderamente científica hacia la evidencia, sino al contrario es
necesaria a fin de que pueda adquirirse tal actitud verdaderamente científica; no es un sustituto
del intelecto, antes al contrario por medio de ella se hace que el intelecto sea un instrumento
confiable para la aprehensión de la verdad. El verdadero estado del caso aparece en la respuesta
comprensiva del Catecismo Menor de Westminster a la pregunta ―¿Qué es el llamamiento
eficaz?‖ ―El llamamiento eficaz‖, dice el Catecismo, ―es la obra del Espíritu de Dios, por la cual,
convenciéndonos de nuestro pecado y miseria, iluminando nuestras mentes en el conocimiento
de Cristo, y renovando nuestras voluntades, Él nos persuade y capacita para abrazar a Jesús,
ofrecido gratuitamente a nosotros en el evangelio‖. Eso hace justicia a todos los aspectos del
asunto: convicción de pecado y miseria como el prerrequisito de la fe, la iluminación de una
mente cegada por el pecado, la renovación de la voluntad; y todas estas cosas producidas por el
Espíritu de Dios.
En segundo lugar, en vez de seguir la vía puramente intelectual que apenas ha sido discutida,
los hombres a veces intentan venir a Cristo a través del sentido de la belleza. Y sin duda es algo
hermoso —esta vida de Cristo levantándose como una hermosa flor en medio de la repugnancia
del Imperio Romano, esta extraña enseñanza tan simple empero tan profunda—. Pero hay al
menos una objeción al sentido de la belleza como la vía de acercamiento a Cristo— no puede ser
forzada sobre aquellos que no la desean. En gustos se rompen géneros: un hombre puede admirar
a Jesús, otro puede preferir las glorias paganas de la antigua Grecia o del Renacimiento Italiano;
y si es un asunto meramente estético, no se puede obtener ninguna decisión universalmente
válida. Si la vía de acercamiento es meramente a través del sentido de la belleza, entonces la
universalidad de la religión cristiana, de cualquier modo, tiene que abandonarse.
¿Es la vida y enseñanza de Jesús, de todos modos, tan hermosa después de todo? Jesús dijo
algunas cosas que ofendieron las sensibilidades de mucha gente, como cuando habló de las
tinieblas de afuera y del fuego inextinguible, y del pecado que no será perdonado ni en este siglo
ni en el venidero. Estas cosas no pueden ser llamadas exactamente ―bellas‖; y son simplemente
ignoradas por muchos hombres.
Hace algunos años escuché a un predicador quien, después del abuso usual de Calvino y
otros, obtuvo una sonrisa de su congregación al citar algo que Cotto Maher había dicho acerca
del infierno. La pegunta que se me pudo haber ocurrido al escuchar era por qué el predicador
tenía que desviarse tanto. ¿Por qué tuvo que recurrir a Cotto Maher, cuando Jesús lo hubiera
hecho igual de bien? Hay palabras de Jesús acerca del infierno, igual de terribles como
cualquiera que se pudiera encontrar en los escritos de los teólogos; y aquellas palabras habrían
obtenido una buena sonrisa también —de esa congregación— como las palabras de Jonathan
Edwards o Cotton Maher o de otros.
Sin embargo, hay una clase de personas para quienes tales palabras no hubieran sido motivo
de risa, y a quienes les hubiera parecido que no manchan ni una pizca la belleza de la enseñanza
de nuestro Señor. Estas son las personas que han pasado a través de la extraña experiencia de la
convicción de pecado, las personas que mantienen la misma concepción del pecado y la
retribución que Jesús mantenía. Para tales personas, y para tales personas solamente, la belleza
de Jesús no tiene ni un defecto. Esa belleza no puede apreciarse sin un conocimiento de la
santidad sobre la cual está basada; y la santidad es desconocida excepto para aquellos que han
sido convencidos de su propio pecado a través de aprender la lección de la ley.
En tercer lugar, los hombres intentan venir a Cristo a través del deseo de tener compañía;
buscan en Él a un amigo que será fiel cuando otros partirán. Pero el compañerismo con Jesús no
es siempre algo tan confortable como a veces se piensa que es; Jesús no siempre hizo que fuera
fácil ser un discípulo suyo.
Y era algo serio no solamente en la esfera de la conducta sino también en la esfera del
pensamiento. No podría haber mayor error que suponer que un hombre en aquellos días podía
pensar como quería y todavía ser un seguidor de Jesús. Al contrario, la ofensa yacía justo tanto
en la esfera de la doctrina como en la esfera de la vida; las demandas exclusivas de Jesús —de
que un hombre debía, si era necesario, abandonar todo para seguirlo— estaban fundadas en la
estupenda concepción que Él mantenía de su propia Persona y misión; ningún hombre podía
realmente disfrutar la compañía de Jesús si no admitía su dominio absoluto.
En verdad, hubo algunos para quienes el yugo de Jesús era fácil y su carga ligera; hubo
algunos que se regocijaban en sus sublimes demandas como la esperanza misma de sus vidas.
Estos fueron hombres que habían venido a estar bajo la convicción de pecado—los pecadores,
quienes sin una súplica excepto en su misericordia oyeron las generosas palabras: ―Tus pecados
te son perdonados‖.
Como era entonces, también así lo será hoy: la compañía de Jesús es en verdad algo generoso
para las almas atribuladas; pero es algo terrible para aquellos que confían en su propia justicia.
Ningún hombre puede llamar a Jesús amigo si no lo llama también Señor; y ningún hombre
puede llamarlo Señor si no puede decir primero: ―Apártate de mí, porque soy un hombre
pecador, Señor‖. En la raíz de todo verdadero compañerismo con Jesús, empero, se halla la
conciencia de pecado y con ello la confianza en su misericordia; para tener compañerismo con
Jesús es necesario aprender la terrible lección de la ley de Dios.
Finalmente, los hombres buscan venir a Cristo a través del deseo de un ideal digno; en
verdad que esa vía es justamente ahora la más comúnmente seguida de todas. ―No soy muy
ortodoxo‖, dicen muchos hombres modernos, ―pero soy cristiano porque creo que los principios
de Jesús solucionarán los problemas de mi vida y también todos los problemas de la sociedad‖.
La objeción más obvia a este vía de acercamiento a Jesús es que no funcionará; un idea es
muy impotente para un hombre que está bajo la esclavitud del pecado; y la gloria real de Jesús es
que Él destruye tal esclavitud, y en vez de dar una mera guía, como un ideal lo haría, también da
poder.
Sin embargo, hay también otra objeción. Jesús, se dice, puede tomarse como el ideal supremo
y perfecto de la humanidad. Pero, ¿es Él realmente un ideal perfecto? Hay una dificultad que los
hombres modernos encuentran al hablar de Él como tal—la dificultad debida a sus estupendas
demandas. No puede haber una duda real en la mente de un historiador que estudia los hechos,
sino la de que Jesús de Nazaret se auto-consideraba como el Mesías; y tampoco puede haber una
verdadera duda sino la de que Él se auto-consideraba como el Mesías no meramente en algún
sentido inferior del término, sino en el sentido sublime por el cual designaba al celestial Hijo del
Hombre, la figura gloriosa que aparece en el capítulo siete de Daniel en la presencia del Anciano
de Días. ¡Este Jesús de Nazaret, en otras palabras, quien debe ser considerado como el ideal
moral supremo de la raza, en realidad creía, al mirar a sus contemporáneos, que un día se iba a
sentar en el trono de Dios y ser el Juez de ellos y Juez de toda la tierra! ¿No hubiera sido una
persona tal, si no en realidad trastornada, al menos desbalanceada e indigna de la plena confianza
de los hombres?
Solamente hay una manera de superar esta dificultad: aceptar las sublimes demandas de Jesús
como la verdad sobria. Si las demandas son negadas, entonces —arguyendo como lo harán los
hombres— el profeta galileo dejaría de ser un ideal supremo y perfecto. Pero las demandas
pueden aceptarse como verdaderas solamente cuando uno toma la misma concepción de la
misión de Jesús como la que Jesús tomó, solamente cuando uno lo considera como el Redentor
divino que voluntariamente vino al mundo a salvar a la humanidad de la culpa y poder del
pecado. Si Jesús es solamente un ideal, no es un ideal perfecto; porque Él demandó ser más que
eso: pero si Él es el Salvador del pecado, entonces Él es el Ejemplo perfecto que nunca puede ser
superado. Pero Él puede ser aceptado como el Salvador del pecado solamente por aquellos que
mantienen la misma concepción del pecado que Él mantenía; y esa concepción puede ser
mantenida solamente por aquellos que han aprendido la lección de la ley.
El hecho, entonces, es que no hay otra vía de venir a Cristo excepto la vieja, vieja vía que se
encuentra en la convicción de pecado. La verdad del cristianismo no puede establecerse por el
intelecto a menos que una parte importante del argumento se base sobre el hecho del pecado que
es revelado por la ley de Dios; la belleza de Jesús, la cual atrae la mira de los hombres, no puede
apreciarse sin un conocimiento de la santidad sobre la cual está basada; la compañía de Jesús
solamente es posible para aquellos que dicen primero, en profunda contrición: ―Apártate de mí,
porque soy un hombre pecador, Señor‖; el ejemplo de Jesús es impotente para aquellos que están
en la servidumbre de malos hábitos, y ni siquiera es un ejemplo perfecto a menos que Él sea el
divino Redentor que demandaba ser. El verdadero ayo para llevar a los hombres a Cristo se
encuentra, por lo tanto, en la ley de Dios ahora y siempre—la ley de Dios que da a los hombres
la conciencia de pecado.
Una nueva y más poderosa proclamación de esa ley es tal vez la necesidad más apremiante
del momento; los hombres tendrían poca dificultad con el evangelio si ellos tan solo aprendieran
la lección de la ley. Como están las cosas, ellos se están apartando de la senda cristiana; están
regresando a la aldea de la Moralidad, y a la casa del Sr. Legalidad, quien tiene la fama de ser
muy hábil en aliviar a los hombres de sus cargas. El Sr. Legalidad en nuestros días, es verdad, se
ha disfrazado un poco, pero él es el mismo engañador como el del que Bunyan escribió. ―Hacer a
Cristo el Amo‖ en la vida, poniendo en práctica ―los principios de Cristo‖ por nuestros propios
esfuerzos—estas son meramente nuevas vías de ganar la salvación por nuestra propia obediencia
a los mandamientos de Dios. Y son emprendidas debido a una concepción laxa de lo que esos
mandamientos son. Así que siempre es así: una baja concepción de la ley siempre conlleva
legalismo en la religión; una alta concepción de la ley convierte a un hombre en buscador de la
gracia. Oremos a Dios para que la alta concepción prevalezca otra vez; que el Monte Sinaí
proyecte otra vez el sendero y arroje llamas, a fin de que entonces los hombres de nuestro
tiempo, como Cristiano en la alegoría, encuentre al verdadero Evangelista que les señale el
antiguo, antiguo sendero, a través del pequeño portón de madera, al lugar que va ascendiendo
hasta donde ellos realmente verán la Cruz y la figura de Aquel que colgó de ella, para que en
dicha contemplación la carga de la culpa del pecado, y que ninguna mano humana podría
remover, pueda caer de sus espaldas a un sepulcro junto al camino, y que entonces, con
excepcional ligereza y libertad y gozo, ellos puedan caminar la senda cristiana a través del Valle
de Humillación y el Valle de la Sombra de Muerte, y subir las Deleitables Montañas, hasta que al
final atraviesen triunfantes al otro lado del río para entrar a la Ciudad de Dios.

CAPÍTULO CUATRO
LA FE Y EL EVANGELIO

Si lo que hemos dicho hasta ahora es correcto, hay ahora un Salvador viviente que es digno de
nuestra confianza, el mismo Cristo Jesús el Señor, y una necesidad mortal de nuestras almas por
la cual venimos a Él, a saber, la maldición de la ley de Dios, la terrible culpa del pecado. Pero
estas cosas no es todo lo que se necesita a fin de que podamos tener fe. También es necesario que
deba haber contacto entre el Salvador y nuestra necesidad. Cristo es un Salvador suficiente; pero,
¿qué es lo que Él ha hecho, y lo que hará, no meramente para los hombres que estuvieron con Él
en los días de su carne, sino también para nosotros? ¿Cómo es que Cristo toca nuestras vidas?
La respuesta que la Palabra de Dios da a esa pregunta es perfectamente específica y
perfectamente clara. Cristo toca nuestras vidas, de acuerdo al Nuevo Testamento, a través de la
cruz. Merecíamos muerte eterna, de acuerdo con la maldición de la ley de Dios, pero el Señor
Jesús, porque nos amó, tomó sobre sí mismo la culpa de nuestros pecados y murió en lugar de
nosotros en el Calvario. Y la fe consiste simplemente en nuestra aceptación de ese maravilloso
regalo. Cuando aceptamos el regalo, somos revestidos, enteramente sin ningún mérito nuestro,
por la justicia de Cristo; cuando Dios nos mira, Él no ve nuestra impureza sino la pureza
inmaculada de Cristo, y nos acepta ―como justos ante su mirada, solamente por la justicia de
Cristo imputada a nosotros, y recibida por la fe solamente‖.
Esa concepción de la cruz, no puede negarse, va en contra de la mente del hombre natural. En
realidad no es complicada ni oscura; al contrario, es tan simple que un niño la puede entender, y
lo que es realmente oscuro es el múltiple esfuerzo moderno de explicar la cruz de una manera
que se le haga más aceptable con el orgullo humano. Pero verdaderamente la cruz es misteriosa,
y ciertamente demanda para su aceptación un tremendo sentido de pecado y culpa. Ese sentido
de pecado y culpa, ese despertamiento moral de un alma muerta en pecado, es la obra del
Espíritu de Dios; sin el Espíritu de Dios ninguna persuasión humana jamás llevará a los hombres
a la fe. Pero eso no quiere decir que debamos ser descuidados acerca de la manera en que
proclamamos el evangelio: debido a que la proclamación del mensaje sea insuficiente para
inducir la fe, no se sigue que sea innecesaria; al contrario, es el medio que el Espíritu mismo
generosamente usa para llevar hombres a Cristo. Cada esfuerzo, por lo tanto, debe hacerse con la
ayuda de Dios para remover las objeciones a esta ―palabra de la cruz‖ y para presentarla en todo
su poder benevolente.
En verdad, ningún esfuerzo sistemático puede hacerse aquí para tratar con las objeciones.
Todo lo que puede hacerse es mencionar una o dos de ellas, a fin de que nuestro punto presente,
de que la cruz de Cristo es la base especial de la fe cristiana, pueda clarificarse.
En primer lugar, entonces, la concepción de la cruz que justamente fue bosquejada a menudo
es denigrada como siendo meramente una ―teoría de la expiación‖. Podemos tener el hecho de la
expiación, se dice, sin importar qué teoría particular de ella mantengamos, y realmente incluso
sin ni siquiera tener ninguna teoría de ella en lo absoluto. Así pues, esta concepción substitutiva,
se dice, es después de todo solamente una teoría entre muchas.
Esta objeción está basada en una concepción equivocada de la distinción entre hecho y teoría,
y sobre un uso algo ambiguo de la palabra ―teoría‖. Indudablemente, la palabra con frecuencia
tiene un sonido desfavorable; y el uso de la misma en la presente conexión parecería implicar
que la concepción de la expiación que es designada como una ―teoría‖ es un mero esfuerzo del
hombre para explicar en su propia manera lo que Dios ha dado. Pero, ¿no podría haber revelado
Dios la ―teoría‖ de una cosa tan ciertamente como la cosa misma? ¿No podría haber dado la
explicación cuando dio la cosa? En ese caso la explicación tanto como la cosa misma llega a
nosotros con una autoridad divina, y es imposible aceptar una sin aceptar la otra.
No hemos, empero, penetrado al corazón del asunto. Los hombres dicen que aceptan el hecho
de la expiación sin aceptar la teoría substitutiva de la misma en lo absoluto. El problema con esta
actitud es que en el momento que decimos ―expiación‖ ya hemos rebasado la línea que separa el
hecho de la teoría; una ―expiación‖, incluso en el sentido más general y más definido que es
posible darle a la palabra, no puede de ninguna manera ser un mero hecho, sino que es un hecho
como está explicado por su propósito y resultados. Si decimos que un evento era una ―expiación‖
por el pecado o una ―expiación‖ en el sentido de un establecimiento de armonía entre Dios y el
hombre, hemos hecho más que designar el mero evento externo. Lo que realmente hemos hecho
es designar el evento con una explicación de su significado. Así que la expiación realizada por
Cristo nunca puede ser un mero hecho, en el sentido con el cual estamos ahora tratando. El mero
hecho es simplemente la muerte de un judío en una cruz en el primer siglo de nuestra era, y ese
hecho escueto no tiene ningún valor de ningún tipo para nadie; lo que le da su valor es la
explicación de la misma como un medio por el cual el hombre pecaminoso fue llevado a la
presencia de Dios. Es imposible que obtengamos el más mínimo beneficio de una mera
contemplación de la muerte de Cristo; todo el beneficio viene de nuestro conocimiento del
significado de esa muerte, o en otras palabras (si el término se usa en un sentido alto) de nuestra
―teoría‖ de la misma. Por lo tanto, si hablamos del mero ―hecho‖ de la expiación, como
distinguido de la ―teoría‖ de la misma, estamos dejándonos enredar en un uso desorientador de
palabras; el mero hecho es la muerte, y en el momento que decimos ―expiación‖ nos hemos
comprometido a una teoría. Entonces, lo importante es, ya que tenemos que tener alguna teoría,
que la teoría particular que sustentemos sea la correcta.
Pero, puede que se diga, ¿no podría Dios haber realizado algo maravilloso por medio de la
muerte de Cristo sin revelarnos, excepto en los términos más generales, lo que era? ¿No podría
habernos dicho simplemente que nuestra salvación depende de la muerte de Cristo sin decirnos
del todo por qué eso es así? Respondemos que Dios ciertamente pudo haberlo hecho así; pero la
cuestión es si en realidad lo ha hecho así. Hay muchas cosas que Dios posiblemente pudo haber
hecho, si bien en realidad no las ha hecho. Posiblemente, por ejemplo, Dios pudo habernos
salvado poniéndonos en una condición de inconsciencia y después despertándonos a una nueva
vida en la que el pecado no hubiera tenido lugar. Pero es perfectamente claro que como un
asunto de hecho Dios no lo ha hecho así; e incluso nosotros, con nuestra pobre inteligencia finita,
tal vez podamos ver que la manera en que Él lo hizo es mejor que eso. Así pues, es
perfectamente concebible que pudiera habernos salvado por medio de la muerte de Cristo sin
revelarnos cómo lo hizo; en ese caso debemos tener que postrarnos ante un crucifijo con un
entendimiento muy inferior de lo que se encuentra en las formas más inferiores de la piedad
católica romana. Concebiblemente Dios pudo habernos tratado de ese modo. Pero, gracias a
Dios, no lo ha hecho; gracias a Dios, le ha placido, en su gracia infinita, tratar con nosotros no
como palos y piedras, sino como personas; gracias a Dios, le ha placido revelarnos en la cruz de
Cristo un significado que tranquiliza la voz desesperante de la conciencia y pone en nuestros
corazones un canto de gozo que resonará para su alabanza tanto como dure la eternidad.
Esa riqueza de significado se encuentra solamente en la bendita doctrina de que en la cruz el
Señor tomó nuestro lugar, de que se ofreció a sí mismo como ―un sacrificio para satisfacer la
justicia divina, y reconciliarnos con Dios‖. Hay, es verdad, otras maneras de contemplar la cruz,
y ciertamente no deben ser descuidadas por el hombre cristiano. Pero es un triste y fatal error
tratar a las otras maneras como si estuvieran en el mismo nivel de importancia que esta manera
fundamental; en realidad las otras ―teorías‖ de la expiación pierden todo su significado a menos
que sean tomadas en conexión con esta única bendita ―teoría‖. Cuando son consideradas desde
esta manera de mirar la cruz, las otras maneras quedan repletas de impotencia para el hombre
cristiano; pero sin dicha manera fundamental, las demás solamente conducen a la confusión y a
la desesperación. De esta manera, la cruz de Cristo es ciertamente un noble ejemplo de auto-
sacrificio; pero si solamente fuese un noble ejemplo de auto-sacrificio, no tuviera ningún
consuelo para nuestras almas atribuladas: ciertamente muestra cómo Dios odia el pecado; pero si
tan solo muestra cómo Dios odia el pecado, solamente profundiza nuestra desesperación:
ciertamente exhibe el amor de Dios; pero si tan solo exhibe el amor de Dios, es una mera
exhibición sin sentido que parece ser indigna de Dios. Muchas cosas se nos enseñan por medio
de la cruz; pero las otras cosas se nos enseñan solamente si se preserva el significado realmente
central, el significado central sobre el cual todo el resto depende. En la cruz fue pagado el castigo
de nuestros pecados; es como si nosotros mismos hubiéramos muerto en cumplimiento de la
justa maldición de la ley; el acta de los decretos que había contra nosotros fue anulada; y por ello
tenemos una vida enteramente nueva en el pleno favor de Dios.
Sin embargo, hay otra objeción a esta ―palabra de la cruz‖. La objeción proviene de aquellos
que colocan la fe en una persona en oposición a la aceptación de una doctrina, especialmente una
doctrina que está basada en lo que sucedió hace mucho tiempo. ¿No podemos, se dice, confiar en
Cristo como un Salvador del presente sin aceptar una doctrina que explica la muerte que murió
en el primer siglo de nuestra era? Esta pregunta, de una forma u otra, se formula con frecuencia,
y también con frecuencia se responde de forma afirmativa. En verdad, el mensaje doctrinal
acerca de Cristo con frecuencia es representado como una barrera que necesita ser derribada a fin
de que podamos tener a Cristo mismo; la fe en una doctrina debe removerse, se dice, a fin de que
pueda permanecer la fe en una Persona.
Cualquier estimación que finalmente se pueda dar de esta manera de pensar, de cualquier
manera tiene que admitirse que desde el principio involucra una ruptura completa con la
primitiva iglesia cristiana. Si una cosa tiene que ser clara para el historiador, es que el
cristianismo al principio estaba fundado en un relato de cosas que habían sucedido, sobre una
noticia, o en otras palabras, sobre un ―evangelio‖. El asunto es particularmente claro en el
sumario que Pablo da en 1 Corintios 15:3–7 de la primitiva tradición de Jerusalén: ―Que Cristo
murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al
tercer día, conforme a las Escrituras‖. La primerísima iglesia cristiana en Jerusalén claramente
fue fundada no meramente en lo que siempre era verdadero sino en las cosas que habían
sucedido, no meramente sobre verdades eternas de la religión sino sobre hechos históricos. Los
hechos históricos sobre los cuales fue fundada no eran, además, meros hechos sino hechos que
tenían un significado; no solamente se dijo que ―Cristo murió‖ —eso sería (al menos si la palabra
―Cristo‖ fuera tomada como un mero nombre propio y no en el significado pleno y sublime de
―Mesías‖) un mero hecho —sino que se dijo ―Cristo murió por nuestros pecados‖, y ese era un
hecho con el significado del hecho— en otras palabras, era una doctrina—.
Este pasaje, por supuesto, no está aislado en la enseñanza del Nuevo Testamento, sino que es
meramente un sumario de lo que es realmente la presuposición del todo. Ciertamente el
fundamento —the grounding— del cristianismo sobre hechos históricos, sobre eventos como
distinguidos de meros principios eternos, no puede considerarse como un punto en que la iglesia
apostólica estaba en contradicción con la enseñanza que Jesús mismo impartió en los días de su
carne, sino encuentra su justificación en las palabras que Jesús pronunció—. Por supuesto si
Jesús realmente, como los libros del Nuevo Testamento lo representan, vino —para usar el
lenguaje de un cierto distinguido predicador —no primariamente para decir algo sino para hacer
algo, y si ese algo fue hecho por su muerte y resurrección, entonces es natural que la explicación
completa de lo que fue hecho no pueda darse hasta después de que la muerte y resurrección
habían ocurrido. Por lo tanto, es un gran error considerar el Sermón del Monte como algo más
sagrado o más necesario para la educación de la fe cristiana que, por ejemplo, Romanos 8. Pero
aunque la explicación completa de la redención no pudo ser dada hasta que el evento redentor
había tenido lugar, no obstante nuestro Señor sí, por vía profética, incluso en los días de su carne,
señaló adelante hacia lo que iba a venir. Él señaló por anticipado los eventos catastróficos por los
cuales la salvación se iba a dar a los hombres; todos los esfuerzos para eliminar este elemento en
su enseñanza acerca del Reino de Dios han fallado. Durante el ministerio terrenal de Jesús, la
obra redentora que los profetas del Antiguo Testamento habían predicho, yacía todavía en el
futuro; para la iglesia apostólica estaba en el pasado: pero tanto Jesús y la iglesia apostólica sí
proclamaron, uno por vía profética, la otra por vía del testimonio histórico, un evento sobre el
cual estaban basadas las esperanzas de los creyentes.
De este modo, la noción de que la insistencia sobre el mensaje de la redención a través de la
muerte y resurrección de nuestro Señor coloca una barrera entre nosotros mismos y Él no fue
compartido por la iglesia cristiana más temprana; al contrario, en la era apostólica ese mensaje
fue considerado como la fuente de toda luz y gozo. Y en este ejemplo, como en muchos otros
ejemplos, puede mostrarse que los apóstoles (y nuestro Señor mismo) estaban en lo correcto. La
verdad es que toda la oposición entre la fe en una persona y la aceptación de un mensaje acerca
de la persona tiene que abandonarse. Está basada, como ya hemos visto, sobre una falsa
sicología; no se puede confiar en una persona sin aceptar los hechos acerca de la persona. Pero
en el caso de Jesús la noción es particularmente falsa; porque es justamente el mensaje acerca de
Jesús, el mensaje que declara su cruz y resurrección, que nos pone en contacto con Él. Sin ese
mensaje Él estaría para siempre remoto —una gran Persona, pero una con quien no podríamos
tener comunión— pero a través de ese mensaje Él llega a ser nuestro Salvador. La verdadera
comunión con Cristo se lleva a cabo no meramente cuando un hombre dice, al contemplar la
cruz, ―Este era un hombre justo‖, o ―Este era un hijo de Dios‖, sino cuando dice con lágrimas de
gratitud y gozo ―Me amó y se entregó a sí mismo por mí‖.
Hay una espléndida cláusula en el Catecismo Menor de Westminster que define el verdadero
estado del caso en una forma clásica: ―La fe en Jesucristo‖, dice el Catecismo, ―es una gracia
salvadora, por la cual recibimos y descansamos en Él solamente para la salvación, tal y como Él
se nos es ofrecido en el evangelio”. En esa última cláusula, ―tal y como Él se nos es ofrecido en
el evangelio‖ tenemos el centro y núcleo de todo el asunto. El Señor Jesucristo no nos hace
ningún bien, no importa cuán grandioso pudiera ser, a menos que Él se nos sea ofrecido; y como
un asunto de hecho Él se nos es ofrecido en las buenas nuevas de su obra redentora. Hay otras
maneras concebibles en que Él pudiera haberse ofrecido a nosotros; pero ésta tiene la ventaja de
ser la manera de Dios. Y más bien pienso que a largo plazo podemos llegar a ver que esa manera
de Dios es la mejor.
Es verdad que al principio pueda haber mucho que no podamos entender; y hay cosas acerca
de la manera de la salvación que debemos aceptar primero en el sentido más pleno ―por fe‖. La
más grande ofensa de todas, tal vez, es la maravillosa simplicidad del evangelio, que es tan
diferente de los planes que por nuestra parte hemos elaborado. Como Naamán el Sirio, quedamos
sorprendidos cuando nuestras riquezas y nuestras cartas de introducción son rechazadas, cuando
todos nuestros esfuerzos para salvarnos a nosotros mismos por nuestro propio carácter o nuestras
propias buenas obras son contados como nada. ―¿No son Abana y Farfar, ríos de Damasco,‖
decimos, ―mejores que todas las aguas de Israel?‖ ¿No son nuestros propios esfuerzos para poner
en acción los ―principios de Jesús‖ o ―hacer de Cristo el Amo‖ por nuestros propios esfuerzos
mejores que este extraño mensaje de la cruz? Pero como Naamán podemos encontrar, si hacemos
a un lado nuestro orgullo, si estamos dispuestos creer la Palabra de Dios, si confesamos que la
manera de Dios es la mejor, que nuestra carne, tan pestilente de pecado, puede otra vez quedar
limpia como la carne de un niñito.
Y entonces se nos revelarán las más plenas maravillas del evangelio; entonces, conforme
pasen los años, llegaremos a entender más y más la gloria de la cruz. Pareciera extraño de
entrada que Cristo no se nos hubiera ofrecido de alguna otra manera, sino de esta manera tan
específica; pero al crecer en conocimiento y en gracia llegamos a ver con una incrementada
plenitud que ninguna manera podía ser concebiblemente mejor que esta. Cristo se nos ofrece no
en general, sino ―en el evangelio‖; pero allí en el evangelio está incluido todo lo que el corazón
del hombre pudiera desear.
Por lo tanto, nunca debiéramos poner la comunión presente con Cristo, como muchos están
haciendo, en oposición al evangelio; nunca debiéramos decir que estamos interesados en lo que
Cristo hace por nosotros ahora, pero que no estamos muy interesados en lo que hizo hace mucho
tiempo. ¿Sabes lo que sucede tan pronto como los hombres empiezan a hablar de esa manera? La
respuesta es muy clara. Pronto pierden todo contacto con el Cristo real; lo que ellas llaman
―Cristo‖ en el alma pronto llegar a tener que ver muy poco con la persona real de Jesús de
Nazaret; su religión en verdad seguiría siendo esencialmente la misma si la historia científica
probara que tal persona como Jesús nunca existió. En otras palabras, ellos pronto llegarían a
sustituir lo que Dios ha revelado con las imaginaciones de sus propios corazones; ellos sustituyen
el cristianismo con el misticismo como la religión de sus almas.
Ese peligro debe ser evitado por el hombre cristiano con toda su fuerza. Dios nos ha dado un
ancla para nuestras almas; nos ha anclado a sí mismo por medio del mensaje de la cruz. Nunca
arrojemos esa ancla; que nunca debilitemos nuestra conexión con los eventos sobre los cuales
está basada nuestra fe. Tal dependencia del pasado nunca nos impedirá tener comunión en el
presente con Cristo; nuestra comunión con Él será tan interna, tan íntima, tan libre de cualquier
barrera de los sentidos, como la comunión de la que los místicos se glorían; pero a diferencia de
la comunión de los místicos, será una comunión no con las imaginaciones de nuestros propios
corazones, sino con el verdadero Salvador Jesucristo. El evangelio de la redención a través de la
cruz y resurrección de Cristo no es una barrera entre nosotros y Cristo, sino que es el vínculo
bendito por el cual, con las cuerdas de su amor, nos ha unido para siempre a Él mismo.
La aceptación del Señor Jesucristo, como se nos ofrece en el evangelio de su obra redentora,
es la fe salvadora. Desesperados de cualquier salvación obtenida por nuestros propios esfuerzos,
simplemente confiamos en Él para salvarnos; ya no decimos más, al contemplar la cruz, que
meramente ―Él salvó a otros‖, o ―Él salvó al mundo‖, o ―Él salvó a la iglesia‖; sino que decimos,
cada uno de nosotros, por medio del extraño poder individualizante de la fe, ―Él me amó y se
entregó a sí mismo por mí‖. Cuando un hombre dice eso, en su corazón y no meramente de
labios, no importa cuán lejos se halle de los límites de la convención social, no importa cuán
poca oportunidad tenga para convertir en bueno lo malo que ha hecho, él es un alma rescatada,
un hijo de Dios para siempre.
En este punto, puede que se haga una pregunta. Hemos dicho que la fe salvadora es la
aceptación de Cristo, no meramente en general, sino tal como se nos ofrece en el evangelio.
¿Cuánto, entonces, del evangelio, puede que se pregunte, necesita aceptar un hombre a fin de que
pueda ser salvo? ¿Cuál es, para decirlo francamente, el mínimo de los requerimientos doctrinales
a fin de que un hombre pueda ser cristiano? Esa es una pregunta que se me hace con frecuencia;
pero es también una pregunta que nunca he respondido, y que no tengo la menor intención de
responderla ahora. En realidad, creo que es una pregunta que ningún ser humano puede
contestar. ¿Quién puede tener la presunción de decir con certeza cuál es la condición de otra
alma? ¿Quién puede tener la presunción para decir si la actitud de otro hombre hacia Cristo, que
solamente puede expresarse pobremente en palabras, es o no una actitud de fe salvadora? Esta es
una de las cosas que con toda seguridad debe reservarse para Dios.
Ciertamente hay una razón por la que es natural hacer la pregunta a la que justamente nos
hemos referido; es natural debido a la existencia de una iglesia visible. La iglesia visible debe
esforzarse en recibir, en una comunión de oración y compañerismo y trabajo, a tantos como sea
posible de aquellos que están unidos a Cristo en fe salvadora, y debe esforzarse en excluir a
tantos como sea posible de aquellos que no están unidos a Él. Si no practica la exclusión como
también la inclusión, pronto dejará de tener una posición en lo absoluto, pero se fundirá en la
vida del mundo; pronto llegará a ser sal que ha perdido su sabor, que no servirá para nada sino
solamente para ser echada fuera y pisoteada por los hombres.
Por lo tanto, a fin de que la pureza de la iglesia sea preservada, una confesión de fe en Cristo
tiene que requerirse de todos aquellos que lleguen a ser miembros de la iglesia. Pero, ¿qué clase
de confesión tiene que ser? Por mi parte, creo que no debe ser meramente una confesión verbal,
sino una profesión creíble. Uno de los mayores males en el presente de la vida religiosa, me
parece, es la recepción en la iglesia de personas que meramente repiten una fórmula de palabras
tales como ―acepto a Cristo como mi Salvador personal‖, sin dar la más mínima evidencia de
mostrar que ellos saben lo que esas palabras significan. Como consecuencia de esta práctica,
multitudes de personas están siendo recibidas en la iglesia sobre la base, como ya se ha dicho
claramente, de nada más que una vaga admiración del carácter moral de Jesús, o si no sobre la
base de un vago propósito de embarcarse en trabajo humanitario. Tal persona así dentro de la
iglesia hace más daño a la causa de Cristo, creo yo, que diez personas afuera; y toda esa práctica
debe ser radicalmente cambiada. La verdad es que la divisa eclesiástica en nuestro día ha sido
tristemente devaluada; la membresía de la iglesia, como también los oficios en la iglesia, ya no
significa lo que debieran significar. En vista de tal situación, debemos, creo, ser realistas al
menos; en vez de consolarnos con columnas de las estadísticas de la iglesia, bebemos enfrentar
los hechos; debemos retirar esta divisa de papel y regresar a un estándar de oro.
Creo que para ese fin debe hacerse mucho más difícil entrar a la iglesia de lo que ahora se
hace: la confesión de fe que se requiere debe ser una confesión creíble; y si llega a ser evidente
en base a una evaluación que un candidato no tiene noción de qué está haciendo, debe
aconsejársele ingresar a un curso de instrucción antes de que llegue a ser miembro de la iglesia.
Tal curso de instrucción, además, debe ser conducido no por hombres comparativamente sin
entrenamiento, sino ordinariamente por los ministros; la excelente institución de la instrucción
catequética debe ser en general reavivada. Aquellas iglesias, como los cuerpos luteranos en
Estados Unidos, que han mantenido esa institución, han sido beneficiadas enormemente por ella;
y su ejemplo merecer ser seguido en general.
Después de todo, sin embargo, tal investigación del estado de las almas de los hombres y
mujeres y niños que desean entrar a la iglesia tiene que considerarse a lo sumo como muy
superficial y completamente provisional. Ciertamente, los requerimientos para la membresía de
la iglesia deben distinguirse de la manera más nítida posible de los requerimientos para el
ministerio pastoral. La confusión de estas dos cosas en las discusiones eclesiásticas del pasado
hace pocos años ha resultado en una gran injusticia para nosotros que somos llamados
conservadores en la iglesia. Hemos sido representados a veces como si estuviéramos requiriendo
una aceptación de la infalibilidad de la Escritura o de la confesión de fe de nuestra iglesia de
aquellos que desean ser miembros de la iglesia, mientras que de hecho hemos estado requiriendo
estas cosas solamente de los candidatos para la ordenación al ministerio pastoral. Seguramente
hay una distinción muy importante aquí. Muchas personas —para tomar un ejemplo secular—
pueden ser admitidas a una institución educativa como estudiantes que todavía no están
cualificados para una posición en la facultad. Similarmente muchas personas puede ser admitidas
a la membresía de la iglesia que todavía no deben ser admitidas al ministerio pastoral; ellos están
cualificados para aprender, pero no para enseñar; no se les debe permitir presentarse como
maestros acreditados con la aprobación oficial de la iglesia.
Esta analogía, es verdad, no se mantiene por sí misma de ninguna manera: la iglesia no es,
creemos, meramente una institución educativa, sino la representación visible en el mundo del
cuerpo de Cristo; y sus miembros no son meramente buscadores de Dios, sino aquellos que ya
han sido encontrados por Dios; no están meramente interesados en Cristo, sino que están unidos
a Cristo por el acto regenerador del Espíritu de Dios. No obstante, aunque la analogía no se
mantiene plenamente, sí se mantiene en lo suficiente para ilustrar lo que queremos decir. Hay un
amplio margen de diferencia entre las cualificaciones para la membresía de la iglesia y las
cualificaciones para el oficio de ministro —especialmente para el oficio docente que llamamos el
ministerio pastoral—. Muchos hombres con una creencia débil y en apuros, angustiados por
muchas dudas, pueden ser admitidos al compañerismo de la iglesia y de los sacramentos; sería
cruel privarlos del consuelo que tal compañerismo proporciona; para tales personas la iglesia
libremente extiende su cuidado a fin de que puedan ser guiados hacia un conocimiento más pleno
y más firme de la fe. Pero admitir a tales personas al ministerio pastoral sería un crimen en
contra de los pequeñitos de Cristo, quienes esperan del ministerio una palabra segura con
respecto al camino por el cual deben ser salvos. Sin embargo, no nos referimos principalmente a
tales personas cuando hablamos hoy de tener más cuidado de admitir hombres al ministerio. No
estamos objetando principalmente a la admisión de hombres que batallan con dudas y
dificultades acerca del evangelio, sino a hombres que están perfectamente satisfechos con otro
evangelio; no se trata de hombres con una fe mal asegurada, sino de hombres con una
incredulidad asegurada.
Incluso con respecto a la membresía de la iglesia, como distinguida del ministerio pastoral,
hay, como hemos visto, un límite más allá del cual la exclusión ciertamente tiene que practicarse.
No solamente se debe requerir un deseo de entrar a la iglesia, sino también cierto conocimiento
de lo que significa entrar a la iglesia; no solamente una confesión de fe sino una confesión de fe
razonablemente creíble. Pero el punto que ahora estamos enfatizando es que tales requerimientos
deben ser claramente reconocidos como provisionales; ellos no determinan la posición de un
hombre delante de Dios, sino que solamente determinan, con el mejor juicio que Dios ha dado a
hombres débiles e ignorantes, la posición de un hombre en la iglesia visible. Esa es una razón por
qué tenemos que negarnos a responder, de una manera definida y formal, la pregunta en cuanto a
los requerimientos doctrinales mínimos que son necesarios a fin de que un hombre sea cristiano.
Sin embargo, hay otra razón también. La otra razón es que la misma formulación de la
pregunta con frecuencia indica una actitud desafortunada con respecto a la verdad cristiana. Por
nuestra parte no tenemos mucha simpatía con el actual diseminado deseo de encontrar algún gran
denominador común que uniría a los hombres de diferentes cuerpos cristianos; porque tal gran
denominador común con frecuencia resulta ser muy pequeño en realidad. Algunos hombres
parecen dedicar casi toda su energía a la tarea de ver cuán poquita verdad cristiana necesitan.
Nosotros, sin embargo, la consideramos como un negocio riesgoso; preferimos, en vez de ver
cuán poca verdad cristiana necesitamos, ver justamente cuánta verdad cristiana podemos obtener.
Debemos escudriñar las Escrituras reverente y concienzudamente y orar a Dios para que nos guie
hacia un siempre más pleno entendimiento de la verdad que nos pueda hacer más sabios para la
salvación. No hay ninguna virtud de ninguna clase en la ignorancia, pero sí hay mucha virtud en
un conocimiento de lo que Dios ha revelado.

CAPÍTULO CINCO

LA FE Y LA SALVACIÓN

Nos hemos estado ocupando, en la última parte del último capítulo, en algo así como una
digresión, y ya es tiempo de regresar al punto de donde nos desviamos. Cuando un hombre,
observamos, acepta a Cristo, no en general sino específicamente ―como se nos ofrece en el
evangelio‖, tal aceptación de Cristo es una fe salvadora. Puede involucrar una cantidad más
pequeña o más grande de conocimiento. Mientras más grande sea la cantidad de conocimiento
que involucre, mejor para el alma; pero incluso una pequeña cantidad de conocimiento nos puede
llevar a una verdadera unión con Cristo. Cuando Cristo, como se nos ofrece en el evangelio de su
obra redentora, es de este modo aceptado en fe, el alma del hombre que cree es salvada.
Esa salvación del cristiano, en uno de sus aspectos, se llama ―la justificación por fe‖; y la
doctrina de la justificación por fe tiene que considerarse específicamente, aunque brevemente, en
el punto actual en nuestra discusión.
Tal vez haya, sin embargo, una objeción a la terminología que nos estamos aventurando en
usar. ―La justificación‖, se dirá, es una palabra larga y desesperante; y en cuanto a la palabra
―doctrina‖, ella contiene un sonido prohibido. En vez de tal terminología seguramente debemos
encontrar palabras más simples que clarificarán el tema para los hombres modernos en el
lenguaje que ellos están acostumbrados a usar.
Esta sugerencia es típica de lo que a menudo se dice en el tiempo presente. Muchas personas
se horrorizan por el uso de un término teológico; parecen tener una noción de que siempre se
debe dirigir a los cristianos modernos en palabras de una sílaba, y que en religión tenemos que
abandonar la precisión científica del lenguaje que resulta ser tan útil en otras esferas. Al ir tras
esta tendencia se nos han presentado recientemente varias traducciones de la Biblia que reducen
la Palabra de Dios más o menos completamente al lenguaje de la calle moderna, o que, como oí
decir recientemente de un laico inteligente, ―saca toda la religión del Nuevo Testamento‖. Pero
toda la tendencia, creemos por nuestra parte, debe ser resistida. Detrás de toda ella parece residir
la extraña suposición de que los hombres modernos, particularmente los modernos hombres de
las universidades, no puede nunca de ninguna manera aprender algo; ellos no entienden la
terminología teológica que aparece en tal riqueza en la Biblia, y eso se considera como el fin del
asunto; aparentemente no se le ocurre a nadie que posiblemente ellos podrían beneficiarse al
obtener el conocimiento de la terminología bíblica del que ahora carecen. Pero, yo por mi parte,
de ninguna manera voy a acceder. Estoy perfectamente listo, es verdad, en estar de acuerdo que
la Biblia y el hombre moderno deben ir juntos. Pero lo que no siempre se observa es que hay dos
maneras de alcanzar ese fin. Una manera es bajar la Biblia al nivel del hombre moderno; pero la
otra manera es elevar al hombre moderno al nivel de la Biblia. Me inclino por la segunda
manera. Y de ninguna manera estoy listo a renunciar a las ventajas de una terminología precisa
para resumir la verdad de la Biblia. En la religión como también en otras esferas una
terminología precisa es mentalmente económica al final; remunera ampliamente el mínimo
esfuerzo requerido para dominarla. De esta manera, no me avergüenzo para nada de hablar,
incluso en este día y generación, de ―la doctrina de la justificación por fe‖.
Sin embargo, no debe suponerse que dicha doctrina sea algo ininteligible o intricado. Al
contrario, es algo muy sencillo, y está imbuida de vida.
Es una respuesta a la pregunta personal más grandiosa jamás formulada por un alma
humana—la pregunta: ―¿Cómo puedo estar bien con Dios? ¿Cómo puedo estar delante de la
presencia de Dios? ¿Con qué favor me mira?‖ Existen aquellos, tiene que admitirse, que nunca
se hacen tal pregunta; existen aquellos que están preocupados con la pregunta de su posición
delante de los hombres, pero nunca con la pregunta de su posición delante de Dios; existen
aquellos que están interesados en lo que ―la gente diga‖, pero no en lo que Dios diga. Tales
hombres, sin embargo, no son los que mueven el mundo; solo son capaces de hacer lo que otros
hacen; no son los héroes que cambian el destino de la raza. El principio de la verdadera nobleza
empieza cuando un hombre deja de estar interesado en el juicio de los hombres y llega a
interesarse en el juicio de Dios.
Pero si podemos obtener tal discernimiento, si hemos llegado a interesarnos en el juicio de
Dios, ¿cómo vamos a permanecer de pie en ese juicio? ¿Cómo llegaremos a estar bien con Dios?
La respuesta más obvia es: ―Al obedecer la ley de Dios, al ser lo que Dios quiere que seamos‖.
No hay absolutamente nada incorrecto en teoría con esa respuesta; el único problema es que para
nosotros no funciona. Si obedeciéramos la ley de Dios, si fuéramos lo que Dios quiere que
seamos, todo sin duda estaría bien; podríamos acercarnos al tribunal de Dios y confiar
simplemente en su reconocimiento de los hechos. Pero, ay, no hemos obedecido la ley de Dios,
la hemos transgredido en pensamiento, palabra y hecho; y lejos de ser lo que Dios quiere que
seamos, estamos manchados y ensuciados de pecado. La mancha no es meramente superficial;
no es algo que puede ser fácilmente limpiada; sino que permea lo más recóndito de nuestras
almas. Y mientras más claro sea nuestro entendimiento de la ley de Dios, más profunda llega a
ser nuestra desesperación. Algunos hombres buscan un refugio de la condenación en una baja
perspectiva de la ley de Dios; limitan la ley a mandamientos externos, y al obedecer esos
mandamientos ellos esperan comprar el favor de Dios. Pero en el momento en que un hombre
adquiere una visión de la ley tal y como es —especialmente como se revela en las palabras y el
ejemplo de Jesús— en ese momento sabe que está deshecho. Si nuestro estar bien con Dios
depende de cualquier cosa que hay en nosotros, entonces estamos sin esperanza.
Sin embargo, se ha abierto otro sendero hacia la presencia de Dios; y ese sendero que se ha
abierto está declarado en el evangelio. Merecíamos muerte eterna; merecíamos exclusión de la
familia de Dios; pero el Señor Jesús tomó sobre sí mismo toda la culpa de nuestros pecados y
murió en nuestro lugar en la cruz. Por esa razón, las demandas de la ley han sido satisfechas por
Cristo, el terror de la ley se ha ido de nosotros, y ya no estamos revestidos más con nuestra
propia justicia sino con la justicia de Cristo por medio de la cual permanecemos sin temor, como
Cristo permanecería sin temor, delante del tribunal de Dios. Los hombres dicen que esa es una
teoría intricada; pero seguramente el adjetivo está mal usado. Es misteriosa, pero no es intricada;
es maravillosa, pero es tan simple que hasta un niño puede entenderla.
Dos objeciones a la doctrina de la justificación, empero, necesitan ser consideradas incluso
en una breve presentación tal como ésta en la que ahora estamos ocupados.
En primer lugar, se dice, ―la justificación‖ es un término ―forense‖; es un término prestado,
es decir, prestado de los tribunales de justicia; huele a volúmenes húmedos empastados en pieles
legales; y nosotros los modernos preferimos otras fuentes para nuestras figuras de lenguaje;
preferimos concebir la salvación de una forma vital, en vez de una forma legal.
Como respuesta puede decirse, por supuesto, que la justificación por fe no es de ninguna
manera el todo de la doctrina cristiana de la salvación; tiene como su contraportada la doctrina de
la regeneración o el nuevo nacimiento. Lo que el cristiano tiene de Dios no es meramente una
nueva y correcta relación con Él en la que la culpa del pecado es borrada, sino también una
nueva vida en la que el poder del pecado es quebrantado; el camino cristiano de salvación es
vital como también forense. Esta forma moderna de pensar, por otro lado, yerra en ser parcial o
incompleta; yerra, ciertamente no por insistir en el aspecto ―vital‖ de la salvación, sino en
mantener que la salvación es solamente vital. Cuando el aspecto vital de la salvación es de este
modo separado del aspecto forense, las consecuencias son ciertamente serias; lo que realmente
sucede es que el todo del carácter ético del cristianismo se pone en peligro o es destruido. Es
importante entender que el cristiano tiene una nueva vida en adición a una nueva posición
delante del tribunal de Dios; pero estar interesado en la nueva vida excluyendo la nueva posición
delante de Dios es privar a la nueva vida de su significancia moral. Porque es solamente cuando
es juzgada de acuerdo a alguna norma absoluta de justicia que la nueva vida difiere de la vida de
las plantas o de las bestias.
Sin embargo, la pregunta fundamental que está implicada en la objeción tiene que ver con la
validez de la justicia retributiva. La objeción considera como insultante para la doctrina de la
justificación el hecho de que usa el lenguaje de los tribunales de justicia. Pero, ¿es ese hecho
realmente derogatorio para la doctrina? Creemos que no, por la simple razón de que mantenemos
una concepción totalmente diferente de las cortes legales de la concepción que los objetores
mantienen. En este punto, como en otros muchos puntos, se revela el carácter de largo alcance
del desacuerdo en el moderno mundo religioso. El desacuerdo tiene que ver no meramente con lo
que ordinariamente se llama religión, sino que tiene que ver con casi todo departamento de la
vida humana. En particular, tiene que ver con la teoría subyacente de la justicia humana.
El objetor considera como derogatorio el hecho de que nuestra doctrina de la justificación usa
el lenguaje de las cortes legales. Pero hace eso solamente por la función limitada con la que, de
acuerdo a su perspectiva, las cortes legales tiene que estar satisfechas. De acuerdo a su
perspectiva, nuestras cortes jurídicas solamente tienen que ver con la reforma del criminal o con
la protección de la sociedad; en conexión con nuestras cortes él piensa que toda la noción de la
justicia retributiva debe ser abandonada. Muy diferentes es nuestra concepción o perspectiva; y
debido a que es diferente, el hecho de que la doctrina de la justificación usa lenguaje legal no nos
parece ser un reproche sino un alto cumplido. Las cortes, creemos, incluso las cortes humanas,
lejos de ejercer una función meramente utilitaria, se fundan en un principio que está enraizado en
el mismo ser de Dios. Las cortes también, sin duda, ejercen las funciones utilitarias de las cuales
apenas hablamos; buscan la reforma del criminal y la protección de la sociedad; y nunca tienen
que permitir que estas consideraciones sean olvidadas. Pero detrás de todo ello yace el hecho
irreducible de la justicia retributiva. No queremos decir que los jueces humanos alguna vez
puedan hablar de una manera infalible con la voz de Dios; las limitaciones humanas tienen que
llevarse constantemente en mente; una resolución verdaderamente justa y definitiva con
frecuencia tiene que dejarse en manos de un Órgano Judicial superior. Pero aún así, cuando todo
eso y más se admite, queda una base de importancia o significado eterno en toda verdadera corte
legal. Esa importancia, con frecuencia, queda oscurecida hoy; la baja teoría utilitaria de la cual
hemos apenas hablado ha invadido muy frecuentemente nuestras salas jurídicas, y puesto una
consideración trivial de las consecuencias en el lugar de la majestad de la ley. Los hombres se
quejan del resultado, pero no están dispuestos a lidiar con el caso. Se están quejando
ruidosamente del crecimiento de la criminalidad; ellos están vehementemente llenando libros de
estatutos con toda clase de prohibiciones; están tratando lo mejor que pueden de prevenir la
desintegración de la sociedad. Pero todo el esfuerzo es realmente muy en vano. El verdadero
problema no reside en los detalles de nuestras leyes, sino en la concepción subyacente de lo que
la ley es.
Incluso en el campo de los detalles, es verdad, hay espacio para el mejoramiento —
mejoramiento en una dirección muy diferente, sin embargo, de la que los legisladores
contemporáneos están acostumbrados a desviarse, mejoramiento no en la dirección de una
incrementada multiplicación de estatutos, sino de un retorno a la simplicidad—. En vez de la
masa de prohibiciones triviales y, a menudo, irritantes que actualmente atascan a nuestros libros
de estatutos, las legislaturas deben contentarse con lo se demanda por el abrumador juicio moral
de la gente; una manera de estimular respeto por la ley, creemos, sería hacer a la ley más
respetable.
Sin embargo, el verdadero problema es más fundamental que todo eso; reside, no en los
detalles, sino en el principio subyacente. El respeto por las leyes humanas no puede mantenerse a
largo plazo a menos que haya tal cosa, en la constitución fundamental de las cosas, como la
justicia; el mero utilitarismo nunca detendrá la rebelión de la carne; los jueces humanos serán
respetados solamente cuando otra vez sean revestidos de una majestad que se deriva en último
análisis de la ley de Dios.
Por lo tanto, no es derogatorio para nada que la doctrina de la justificación use el lenguaje de
una corte jurídica; porque una corte legal representa —en forma oscura, es verdad— un hecho en
el ser de Dios. Es verdad, los hombres dicen que prefieren concebir a Dios como un Padre en vez
de Juez; pero, ¿por qué tiene que hacerse la elección? La verdadera manera de concebir a Dios es
concebirlo tanto como un Padre y como Juez. La paternidad, como lo conocemos en esta tierra,
representa un aspecto de Dios; pero aislar ese aspecto es degradarlo y privarlo de su cualidad
ética. Importante en verdad es la doctrina de la Paternidad de Dios, pero no sería importante si no
estuviera suplementada por la doctrina de Dios como el Juez final.
La otra objeción a la doctrina cristiana de la justificación puede tratarse brevemente, ya que
la objeción, al ser analizada, pronto desaparece. La justificación, se nos dice, implica un mero
truco legal que es denigrante para el carácter de Dios. De acuerdo a esta doctrina, se dice, Dios
es representado como esperando hasta que Cristo haya pagado el precio del pecado como
substituto del pecador antes de que Dios lo perdone; Dios es representado como siendo
comprado por la muerte de Cristo, para que pronuncie como justos ante su presencia a aquellos
que no son realmente justos en lo absoluto. ―¡Cuán degradante es todo eso‖, exclama el hombre
moderno; ―cuánto mejor sería decir simplemente que Dios está más dispuesto a perdonar que lo
que el hombre está para ser perdonado!‖ De este modo, la doctrina de la justificación es
representada como insultando el amor de Dios.
Esta objeción ignora un rasgo fundamental de la doctrina que está siendo criticada; ignora el
hecho de que de acuerdo a la concepción cristiana es Dios mismo y no alguien más que en la
muerte expiatoria de Cristo paga el precio del pecado—Dios mismo en la persona del Hijo quien
nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, y Dios mismo en la persona del Padre que tanto
amó al mundo que entregó a su Hijo unigénito. Para nosotros, el cristiano sustenta, la salvación
es tan libre como el aire que respiramos; el costo es solamente de Dios, y nuestra la
extraordinaria ganancia. Tal concepción exalta el amor de Dios mucho más que lo que jamás han
hecho las teorías modernas en cuanto al perdón de pecados: porque esas teorías son iguales en
negar, en último análisis, la espantosa realidad y la irrevocabilidad de la culpa. Buscan salvar el
amor de Dios negando la constitución moral de su universo, y al hacer eso finalmente destruyen
incluso aquello que ellos mismos empezaron por preservar; el amor divino que buscan salvar a
expensas de su justicia resulta ser una fácil complacencia que no es amor del todo. Es
desorientador aplicar el término ―amor‖ a un sentimiento que no cuesta nada. Muy diferente es el
amor del cual la Biblia habla; porque ese amor llevó al Señor Jesús a la cruz. La Biblia no le da
esperanza al pecador mitigando el hecho del pecado; al contrario, proclama el hecho con una
terrible premura que no conocemos de otra manera. Pero entonces, sobre la base de esta
despiadada iluminación de los hechos morales de la vida, provee una plena y completa y
absolutamente libre vía de escape a través del sacrificio de Cristo.
Sin duda que esa vía no es nuestra propia elección; y sin duda que parece extraña. Parece ser
algo extraño que Alguien deba llevar la culpa de los pecados de otros. Y ciertamente para
cualquiera, salvo Cristo, eso estaría mucho más allá del límite incluso del poder del amor. Es
perfectamente cierto que un hombre no puede cargar la culpa de los pecados de otro hombre; las
instancias de sufrimiento ―vicario‖ en la vida humana, que se imponen a nuestra atención como
siendo de la misma categoría con los sufrimientos de Cristo, solamente sirven para mostrar cuán
lejos están los hombres que los aducen de comprender lo que significa la cruz. Pero porque un
débil y pecaminoso hombre no puede cargar la culpa de los pecados de otros, no se sigue que
Cristo tampoco pueda. Y como asunto de hecho, gracias a Dios, sí lo hizo; en la cruz la carga de
los pecados de los hombres ha sido deslizada, y de allí se produjo una paz con Dios que el
mundo nunca puede conocer. Ciertamente no tenemos la intención de exaltar la emoción a
expensas de la prueba objetiva; nos oponemos con toda nuestra fuerza a sustituir a la Palabra de
Dios por la ―experiencia‖ como el asiento de la autoridad en la religión: pero el Espíritu Santo en
el alma individual da testimonio, creemos, de la veracidad de la Palabra de Dios, y da testimonio
de la eficacia salvadora de la cruz, cuando el mismo Espíritu clama ―Abba Padre‖ en nuestros
corazones. Ese clamor, creemos, es un eco verdadero de la bendita sentencia de absolución, la
bendita ―justificación‖ que el pecador recibe cuando Cristo es su Abogado en el tribunal de Dios.
Hemos estado hablando de ―la justificación‖. Hemos visto que depende completamente de la
obra redentora de Cristo. Pero queda otra pregunta muy importante. Si la justificación depende
de la obra redentora de Cristo, ¿cómo es aplicado el beneficio de esa obra redentora al alma
individual?
La respuesta más natural parece ser que el alma se aplica la obra de Cristo a sí misma al
apropiarse tal obra; parece natural considerar los méritos de Cristo como una clase de fondo o
depósito de donde se pueden hacer retiros siempre que así lo desee cada hombre. Pero si una
cosa es clara, es que esa no es la enseñanza de la Palabra de Dios; si una cosa es clara, es que el
Nuevo Testamento presenta la salvación, o la entrada al Reino de Dios, como la obra no del
hombre, sino de Dios y solamente de Dios. La obra redentora de Cristo se aplica al alma
individual, de acuerdo al Nuevo Testamento, por el Espíritu Santo y solamente por Él.
Entonces, ¿qué queremos decir cuando hablamos de ―justificación por fe?‖ La fe, después de
todo, es algo en el hombre; y por lo tanto si la justificación depende de nuestra fe, depende
aparentemente de nosotros como también de Dios.
La contradicción aparente es bienvenida, ya que conduce a una verdadera concepción de la
fe. La fe del hombre, correctamente concebida, nunca puede estar en oposición a la completud
con la que la salvación depende de Dios; nunca puede significar que el hombre hace una parte,
mientras que Dios meramente hace el resto, por la sencilla razón de que la fe consiste no en
hacer algo sino en recibir algo. Decir que somos justificados por fe es solo otra manera de decir
que no somos justificados ni en lo más mínimos por nosotros mismos, sino única y solamente
por Aquel en quien nuestra fe está depositada.
En este punto aparece la profunda razón de lo que, a primera vista, pareciera ser un hecho
sorprendente. ¿Por qué es que con respecto a obtener la salvación, el Nuevo Testamento le
asigna tal lugar absolutamente exclusivo a la fe; por qué no habla también, por ejemplo, de
nuestro ser justificados por amor? Si lo hiciera, ciertamente estaría más de acuerdo con las
tendencias modernas; en verdad, un predicador popular en realidad afirma que la doctrina
fundamental de Pablo era la salvación por amor más bien que la justificación por fe. Pero por
supuesto que eso solo significa decir lo que Pablo nunca dijo; como un asunto de hecho, nos
guste o no, es perfectamente claro que Pablo no habló de salvación por amor, sino que él habló
más bien de justificación por fe. Seguramente este asunto requiere una explicación; y ciertamente
no significa que el apóstol estaba inclinado a despreciar el amor. Al contrario, en un pasaje él
expresamente coloca al amor antes que la fe. ―Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor,
estos tres; pero el mayor de ellos es el amor‖ (1 Cor. 13:13). ¿Por qué, entonces, si él eleva más
al amor, atribuye, en lo que concierne a obtener la salvación, tal lugar tan absolutamente
exclusivo a la fe? Y, ¿por qué Jesús no dijo: ―Vete en paz tu amor te ha salvado, sino más bien:
―Tu fe te ha salvado?‖ ¿Por qué no solamente dijo eso a los hombres y mujeres que venían a Él
en los días de su carne; y por qué solamente dice eso, de acuerdo a todo el Nuevo Testamento, a
nuestras atribuladas almas hoy?
La respuesta a esta pregunta es real y abundantemente clara. La verdadera razón de por qué a
la fe se le da tal lugar exclusivo en el Nuevo Testamento, en lo que concierne a obtener la
salvación, en contra del amor y en contra de todo lo demás en el hombre excepto las cosas que
pueden considerarse como meros aspectos de la fe, es que la fe significa recibir algo, no hacer
algo o incluso ser algo. Decir, por lo tanto, que nuestra fe nos salva significa que no nos
salvamos a nosotros mismos incluso en la medida más mínima, sino que Dios nos salva. Muy
diferente sería el caso si nuestra salvación se dijera que fuera a través del amor; porque entonces
la salvación dependería de una alta cualidad nuestra. Y eso lo que el Nuevo Testamento, por
encima de todo, tiene como intención negar. El mismo centro y núcleo de toda la Biblia es la
doctrina de la gracia de Dios —la gracia de Dios que no depende ni una pisca de nada que esté
en el hombre, sino que es absolutamente inmerecida, irresistible y soberana—. Los teólogos de la
iglesia pueden situarse en una escala ascendente de acuerdo a su entendimiento con mayor o
menor claridad de la gran doctrina central, la doctrina que le da consistencia a todo lo demás; y
la experiencia cristiana también depende para su profundidad y su poder de la manera en que esa
bendita doctrina es abrigada en las profundidades del corazón. El centro de la Biblia, y el centro
del cristianismo, se encuentran en la gracia de Dios; y el corolario necesario de la gracia de Dios
es la salvación a través de la fe solamente.
Somos llevados en este punto a un hecho profundo acerca de la fe, un hecho sin el cual todo
lo demás que hemos intentado explicar no tendría ningún valor. Ese hecho al que nos referimos
es este: que la fe que salva a un hombre no lo hace como una cualidad del alma, sino solamente
como estableciendo contacto con un objeto real de la fe.
Este hecho, en el pensamiento del presente día, es generalmente negado; y de la negación del
mismo proceden mucho de los males, intelectuales y demás, que atosigan al mundo religioso. La
fe está, en verdad, siendo exaltada hasta los cielos; pero el hecho triste es que esta misma
exaltación de la fe está guiando lógica e inevitablemente a un escepticismo sin fondo que es el
precursor de la desesperación.
Todo el problema es que la fe está siendo considerada meramente como una cualidad
benéfica del alma sin referencia a la realidad o irrealidad de su objeto; y en el momento en que la
fe llega a considerarse de esa manera, en ese momento es destruida.
No obstante, a primera vista la actitud moderna parece estar llena de promesas; evita, por
ejemplo, la inmensa dificultad involucrada en las diferencias de credo. Dejemos que un hombre,
se insta, mantenga como verdadero todo lo que pueda ayudarle, y que no interfiera con todo lo
que ayude a su prójimo. ¿Qué diferencia hace, se nos pregunta, qué es lo que haga el trabajo con
tal que de que el trabajo esté hecho; qué diferencia hace el que la enfermedad sea curada por la
ciencia cristiana o por la simple fe en Cristo Jesús? Algunas personas parecen encontrar incluso
el mismo materialismo una doctrina útil—que conduce a una vida calmada y saludable, que
previene los temores mórbidos y estrés nervioso. Si es así, ¿por qué debemos perturbar su ―fe‖
hablando de culpa y retribución?
Desafortunadamente hay un gran obstáculo en el camino de tal amplio eclecticismo. Es un
obstáculo muy real, aunque a veces parece que no es nada práctico. Es el antiguo obstáculo—la
verdad. Ese fue el grandioso esquema del Nathan der Weise de Lessing: dejar al Judaísmo, al
Mahometismo y al Cristianismo vivir pacíficamente uno al lado del otro, cada uno contribuyendo
su cuota al bien común de la humanidad; y el plan ha adquirido enorme popularidad desde el día
de Lessing por la admisión, a la propuesta liga de religiones, de todas las fes de la humanidad.
Pero el gran problema es que un credo solamente puede ser efectivo en tanto que es considerado
verdadero; si hago efectivo mi credo en mi vida, solo puedo hacerlo porque lo considero
verdadero. Pero al hacerlo estoy obligado por una necesidad inexorable a considerar el credo de
mi vecino, si contradice el mío, como falso. Eso debilita su fe en su credo, siempre y cuando él
sea afectado por mis opiniones; él ya no estará más seguro de la verdad de su credo; y tan pronto
como ya no esté seguro de la verdad de su credo, pierde su eficiencia. O si, por respeto a mi
prójimo y a la utilidad de su credo, relego mi credo al fondo, eso tiende a debilitar mi fe en mi
credo; llego a tener el sentimiento de que lo que tenga que guardarse en la oscuridad no verá la
luz del día; mi credo deja de ser efectivo en mi vida. El hecho es que todos los credos demandan
la misma cosa, a saber, la verdad. Consecuentemente, a pesar de todo lo que se ha dicho, los
credos, si van a mantenerse con fervor, si realmente van a tener algún poder, tienen que oponerse
entre sí; simplemente no pueden permitirse trabajar mutuamente en paz. Si, por lo tanto,
queremos que el trabajo proceda, tenemos que enfrentar y decidir este conflicto de los medios;
no podemos invocar las creencias de los hombres para ayudarnos a menos que determinemos lo
que se deba creer. Una fe que consiente en evitar el proselitismo entre otras fes no es realmente
fe en lo absoluto.
Sin embargo, queda una objeción. Lo que hemos dicho tal vez suene muy lógico, y no
obstante parece contradecirse por la actual experiencia de la raza humana. Los físicos, por
ejemplo, son personas muy prácticas; y no obstante nos dicen que la fe en cosas muy absurdas a
veces produce resultados benéficos y de largo alcance. Si, por lo tanto, la fe en tales cosas
diversas y contradictorias da resultado, si alivia la angustia del sufrimiento humano, ¿cómo
podemos tener el corazón en insistir en la consistencia lógica de las cosas que deben creerse? Al
contrario, se insta, satisfagámonos con cualquier clase de fe con tal de que haga el trabajo; no
hace nada de diferencia lo que se crea, con tal que esté presente la actitud proveedora de salud de
la fe. Mientras menos dogmática sea la fe, más pura será, porque será menos debilitada por la
aleación peligrosa del conocimiento.
Es perfectamente claro que tal empleo de la fe está dando resultados. Pero lo curioso es que
si la fe se emplea de esta manera particular, siempre es el empleo de la fe de otras personas lo
que da resultados, y nunca el empleo de la fe de uno. Porque el hombre que habla de esta manera
siempre será un escéptico pero no un creyente. El hecho fundacional acerca de la fe es que toda
fe tiene un objeto; toda fe no solo es poseída por alguien, sino que consiste en la confianza en
alguien. Un observador no pensaría que es realmente el objeto que realiza el trabajo; desde su
punto de vista científico puede ver con claridad que es justamente la fe misma, considerada como
un fenómeno sicológico, el elemento importante, y que ningún otro objeto podría responder tan
bien como ella. Pero el que cree siempre está convencido justamente de que no es la fe sino el
objeto de la fe que lo ayuda; en el momento en que llega a convencerse de que el objeto no era lo
realmente importante y que en verdad era su propia fe lo que lo ayudaba, en ese momento su fe
desaparece. Era esa creencia falsa anterior, entonces —la creencia de que era el objeto de la fe, y
no la fe, lo que hacía el trabajo— era esa creencia falsa lo que lo ayudaba.
Ahora, las cosas que son falsas aparentemente harán algunas cosas muy útiles. Si se nos
permite usar otra vez, y hacer una aplicación ulterior, una ilustración que ya hemos usado en una
conexión diferente, debe remarcarse que un billete falso comprará muchas mercancías —hasta
que se descubre su falsedad—. Por ejemplo, me comprará una comida; y una comida mantendrá
vivo a un hombre no importa cómo se obtenga. Pero justo cuando estoy comprando la comida
para algún pobre hombre que urgentemente necesita comer, un experto me dice que tal resultado
útil está siendo realizado por un billete falso. ―¡Miserable teorizador!‖ me sentiría a exclamar,
―¡miserable tradicionalista, miserable demoledor de todo lo que el pragmatismo valora
altamente! Mientras él está discutiendo la pregunta del origen de ese billete — aunque todo
hombre al día sabe que el origen de algo no es importante, y que lo realmente importante es la
meta a la cual tiende —mientras él va a investigar los detalles precisos acerca de la historia
primitiva de ese billete, un pobre hombre se está muriendo de hambre‖—. Así es también, si la
actual concepción fuese correcta, con la fe; la fe, se nos dice, es tan útil que no tenemos que
hacer preguntas acerca de si las cosas que nos hacer aceptar son verdaderas o falsas.
Son plausibles las maneras en que los hombres están buscando justificar la circulación de la
moneda falsa en la esfera espiritual; es perfectamente correcto, se nos dice, en tanto que no se
descubre su falsedad. Ese principio ha sido incluso aplicado ingeniosamente al uso ordinario del
entorno económico. Si un billete falso fuese absolutamente perfecto, se ha dicho, de tal manera
que no hay alguna posibilidad de que se detecte, ¿qué daño haría a un hombre si se le entrega
junto con el cambio? Probablemente no será necesario señalar —al menos a los lectores de este
libro— la falacia en este tour de force o gran logro moral; y esa falacia realmente se aplicaría al
uso espiritual como también a los billetes de cinco dólares. La circulación de dinero malo
disminuiría el valor del dinero bueno, y estaría robando la generosidad de nuestros
conciudadanos. También estaríamos obteniendo una ventaja por medio de engaños, y eso sería
malo ya sea que el engaño haga daño a otros o no. Pero después de todo, la pregunta es
puramente académica; como un asunto de hecho, los billetes falsos casi con seguridad siempre se
descubrirán. Y también sucede lo mismo con lo falso en la esfera espiritual. Es peligroso
promover fe en lo que no es verdad, solo por el interés de los beneficios inmediatos que tal fe
produce; porque mientras mayor sea el edificio que se erija sobre tal fundamento, mayor será el
inevitable colapso cuando finalmente se derrumbe.
Tales falsedades deben ser removidas, no por mera destrucción, sino a fin de dejar lugar para
el oro puro, cuya existencia se presupone por el uso de la moneda falsa. Hay dinero falso en el
mundo, pero eso no significa que todo dinero es falso. No puede haber dinero falso a menos que
haya dinero genuino que se trate de imitar. Y el principio se aplica al reino espiritual. Hay en el
mundo mucha fe puesta en lo que es falso; pero difícilmente habría fe en lo que es falso a menos
que también hubiera en alguna parte una fe en lo que es verdadero. Ahora bien, nosotros los
cristianos creemos que hemos encontrado la fe en lo que es verdadero cuando tenemos fe en el
Señor Jesucristo como se nos ofrece en el evangelio. Somos muy conscientes de la
impopularidad que acecha a un hombre en el momento en que sostiene cualquiera cosa como
verdadera y rechaza como falsa cualquier cosa que la contradiga; estamos muy conscientes del
riesgo que estamos tomando al abandonar una actitud meramente ecléctica y al poner toda
nuestra confianza en una cosa solamente. Pero estamos listos para tomar el riesgo. Este mundo es
un lugar oscuro sin Cristo; no hemos encontrado otra salvación ni en nosotros mismos ni en
otros; y por nuestra parte, por lo tanto, a pesar de las dudas y temores, estamos preparados para
creer la Palabra de Cristo y obedecer sus mandamientos hasta las últimas consecuencias. Es una
gran aventura esta aventura de la fe; hay dificultades en el camino; no hemos solucionado todos
los misterios o resuelto todas las dudas. Pero aunque nuestras mentes aún están oscurecidas,
aunque no hemos obtenido una prueba rígidamente matemática, hemos obtenido al menos
suficiente certidumbre que nos hace arriesgar nuestras vidas. ¿Nos abandonará Cristo al
comprometernos con Él de esta manera? Hay hombres entre nosotros que nos dicen que sí lo
hará; hay voces dentro de nosotros que nos susurran dudas al oído; pero tenemos que actuar con
la mejor luz que nos es dada, y al hacerlo hemos decidido, por nuestra parte, desconfiar de las
dudas y cimentar nuestras vidas, a pesar de todo, en Cristo.
Entonces, la eficacia de la fe no depende de la fe misma, considerada como un fenómeno
sicológico, sino del objeto de la fe, a saber, Cristo. La fe no es considerada en el Nuevo
Testamento en sí misma como una obra meritoria o una condición meritoria del alma; sino que es
considerada como un medio que usa la gracia de Dios: el Nuevo Testamento nunca dice que un
hombre es salvo por causa de su fe, sino que siempre es salvo a través de su fe o por medio de
su fe; la fe es meramente el medio que el Espíritu Santo usa para aplicar al alma individual los
beneficios de la muerte de Cristo.
Y la fe es un sentido algo muy simple. Nos hemos ocupado, en verdad, en una clase de
análisis de la misma; pero lo hemos hecho, no por interés en la complejidad, sino al contrario, a
fin de combatir las falsas nociones por las cuales se destruye la simplicidad. En ningún momento
hemos querido dar a entender que todas las implicaciones lógicas que hemos encontrado en la fe
estén siempre conscientemente o separadamente presentes en la mente del hombre que cree;
misteriosa es, sin duda, la química del alma, y todo un nuevo mundo de pensamiento como
también de vida se comunica con frecuencia a un hombre en una experiencia de fe que parece ser
tan simple como la caída de una hoja y tan inevitable como el fluir de un poderoso río hacia el
mar. Ciertamente, en lo fundamental, la fe es en un sentido algo muy simple; simplemente
significa abandonar ese vano esfuerzo de ganar nuestra entrada a la presencia de Dios, y aceptar
el regalo de la salvación que Cristo ofrece completa y gratuitamente. Tal es la ―doctrina‖ —no
tengamos miedo de la palabra— tal es la ―doctrina‖ de la justificación a través de la fe
solamente.
Esa ha sido una doctrina liberadora en la historia del mundo; se le debe el rompimiento de la
servidumbre medieval en la época de la Reforma; se le debe ultimadamente la libertad civil que
poseemos hoy. Y ahora que está siendo abandonada, la libertad civil está siendo lenta pero
firmemente destruida por los intereses en un colectivismo destructor del alma que es peor en
algunos aspectos que las tiranías del pasado. Esperemos que ese proceso sea detenido con el
tiempo. Si estamos interesados en lo que Dios piensa de nosotros, no seremos intimidados por lo
que piensen los hombres; el mismo deseo de ser justificados delante de Dios nos hace
independientes del juicio de los hombres. Y si el mismo deseo de la justificación es liberador,
¡mucho más el obtenerla! El hombre que ha sido justificado por Dios, el hombre que ha aceptado
como un regalo la condición de rectitud con Dios que Cristo ofrece, no es un hombre que espera
que posiblemente, con el debido esfuerzo, si no falla, finalmente gane su derecho de llegar a ser
un hijo de Dios. Si nuestro ser hijos de Dios dependiera en lo más mínimo de nosotros, nunca
podríamos estar seguros de que ya hemos alcanzado la posición más alta. Pero como asunto de
hecho no depende de nosotros; depende solamente de Dios. No es una recompensa que hemos
ganado, sino un regalo que hemos recibido.

CAPÍTULO SEIS

LA FE Y LAS OBRAS

Debido a la naturaleza fundamental de la fe como ha sido declarada en el último capítulo sobre la


base de la enseñanza del Nuevo Testamento, es natural encontrar que en el Nuevo Testamento la
fe, como la recepción de un don gratuito, se coloca en abierto contraste con cualquier intrusión
de mérito humano; es natural encontrar que la fe está abiertamente contrastada con las obras. El
contraste está realmente implicado en todo el Nuevo Testamento, y en un libro, la Epístola a los
Gálatas, forma la materia expresa del argumento. Ese libro de principio a fin es una poderosa
polémica en defensa de la doctrina de la justificación por fe solamente; y como tal ha sido
correctamente llamada la Magna Carta de la libertad cristiana. Al principio del siglo dieciséis el
mundo yacía en tinieblas; pero Dios levantó en ese tiempo a un hombre que leyó esta epístola
con sus propios ojos, y así nació la Reforma. Así podría suceder en nuestro propio día. El mundo
una vez más se está hundiendo en la esclavitud; la libertad de los hijos de Dios está cediendo
lugar nuevamente a la servidumbre de una religión de mérito: pero Dios todavía está vivo, y su
Espíritu nuevamente puede sacar a la luz la carta de nuestra libertad.
Mientras tanto una extraña oscuridad cubre los ojos de los hombres; el mensaje de la gran
epístola, tan sorprendentemente clara al hombre cuyos ojos han sido abiertos, está escondida por
una masa de malas interpretaciones tan absurdas como las barbaridades medievales del sentido
cuádruple de la Escritura que la Reforma desechó. La interpretación gramático-histórica todavía
está siendo favorecida en la teología, pero se le desprecia (si no por los estudiosos sí por los
predicadores) en la práctica; y al Apóstol se le hace decir cualquiera cosa que los hombres
desean que hubiera dicho. Una nueva reforma, creemos, como la reforma del siglo dieciséis, se
caracterizaría, entre otras cosas, por un retorno al claro sentido común; y al Apóstol se le
permitiría, a pesar de nuestros gustos y disgustos, decir lo que realmente quiere decir.
Pero, ¿qué fue lo que realmente quiso decir el Apóstol en la epístola a los Gálatas; en contra
de qué estaba escribiendo esa gran carta polémica; y qué estaba poniendo en lugar de aquello que
se estaba esforzando en destruir?
La respuesta que muchos escritores modernos están dando a esta pregunta es que el Apóstol
está arguyendo meramente en contra de una religión ceremonial externa a favor de una religión
basada en grandes principios; que está arguyendo en contra de una concepción fragmentada de la
moralidad que hace consistir a la moralidad en una serie de reglas desconectadas, a favor de una
concepción que extrae la conducta humana naturalmente de una raíz central en el amor; que está
arguyendo, en otras palabras, en contra de la ―letra de la ley‖ a favor del espíritu de la ley.
Esta interpretación, creemos, implica un error que corta los mismísimos órganos vitales de la
religión cristiana. Al igual que otros errores fatales, contiene verdaderamente un elemento de
verdad; en un pasaje al menos en la epístola a los Gálatas, Pablo parece señalar el carácter
externo de la ley ceremonial como siendo inferior a la etapa superior (o para usar la terminología
moderna, más ―espiritual‖) a la que la religión, bajo la nueva dispensación, ha llegado. Pero ese
pasaje es un pasaje meramente aislado, y con certeza no proporciona en sí mismo la clave para el
significado de la epístola. Al contrario, incluso en ese pasaje, cuando se toma en su contexto, la
inferioridad de la antigua dispensación como involucrando requerimientos ceremoniales es
realmente puesta meramente como una señal de una inferioridad que es todavía más profunda; y
ese esa inferioridad más profunda que la epístola como un todo está interesada en declarar. El
carácter ceremonial de la ley del Antiguo Testamento, tan inferior a la interioridad de la nueva
dispensación, fue diseñada por Dios para marcar la inferioridad de cualquier dispensación de la
ley como distinguida de una dispensación de la gracia.
Por supuesto, debemos una vez más dar una palabra de precaución. Pablo nunca quiso decir
que la antigua dispensación era meramente una dispensación de la ley; él siempre admite, y de
hecho insiste, en el elemento de la gracia que la recorre de principio a fin, el elemento de gracia
que apareció en la promesa. Pero sus oponentes en Galacia habían rechazado ese elemento de la
gracia; y su uso de la ley del Antiguo Testamento, como distinguido de su uso como un ayo a
Cristo, realmente hizo de la antigua dispensación una dispensación de la ley y nada más.
Entonces, ¿cuál era, de acuerdo a Pablo, la real y subyacente inferioridad de esa dispensación
de la ley; cómo iba a ser contrastada con la nueva dispensación que Cristo había introducido? Es
difícil ver cómo la respuesta a esta pregunta realmente puede ser considerada como oscura; el
apóstol derramó toda su alma para clarificar el asunto. Muy enfáticamente el contraste no era
entre una ley inferior y una ley superior; no era entre una concepción externa y fragmentada de la
ley y una concepción que la reduce a los grandes principios subyacentes; sino que era un
contraste entre cualquier clase de ley, sin importar cuán sublimizada sea, con la condición
solamente de que fuera concebida como una manera de obtener mérito, y la gracia absolutamente
gratuita de Dios.
Este contraste es enteramente omitido por la interpretación que prevalece en la iglesia
modernista: los abogados de ―la salvación por el carácter‖ han supuesto que la polémica del
apóstol estaba dirigida meramente en contra de ciertos olvidados ceremonialistas de antaño,
cuando en realidad va dirigida en contra de ellos completamente. En realidad, va dirigida en
contra de cualquier hombre que busca permanecer delante de Dios sobre la base de su propio
mérito en vez de sobre la base del sacrificio que Cristo ofreció para satisfacer la justicia divina
sobre la cruz. La verdad es que la prevaleciente interpretación modernista de Gálatas, que en
algunos aspectos es aparentemente la misma interpretación favorecida por la iglesia romana,
hace decir al apóstol casi exactamente lo opuesto de lo que él quiso decir.
El retorno modernista al medievalismo en la interpretación de Gálatas no es algo aislado,
sino que es solamente un aspecto de una mala interpretación de toda la Biblia; en particular es
estrechamente semejante a una mala interpretación de una gran declaración en una de las otras
epístolas de Pablo. La declaración a la que nos referimos se encuentra en 2 Corintios 3:6:
―porque la letra mata, mas el espíritu vivifica‖.
Esa declaración es tal vez la sentencia más frecuentemente mal usada en toda la Biblia. En
este sentido, tiene ciertamente mucha competencia: muchas frases en el Nuevo Testamento están
siendo usadas hoy para decir casi exactamente lo opuesto, como por ejemplo, cuando a las
palabras ―Dios en Cristo‖ y similares, se las hace expresar un vago panteísmo tan popular justo
ahora, o como cuando a todo el evangelio de la redención se le considera como un mero símbolo
de una perspectiva optimista del hombre en contra de la cual aquella doctrina era en realidad una
estupenda protesta, o ¡como indicando la unicidad esencial de Dios y el hombre! A uno se le
recuerda constantemente en nuestro tiempo de la manera en que los gnósticos del segundo siglo
usaban textos bíblicos para apoyar sus sistemas completamente abíblicos. El método histórico de
estudio, en Estados Unidos al menos, está siendo generalmente abandonado; y a los escritores del
Nuevo Testamento se les está haciendo decir casi cualquier cosa que los lectores del siglo veinte
hubieran deseado que ellos dijeran.
Este abandono del método histórico científico en la exégesis, que es meramente una
manifestación de la decadencia intelectual de nuestro día, aparece en innumerables puntos en la
literatura religiosa contemporánea; pero en ningún punto aparece con mayor claridad que en la
conexión con el gran pronunciamiento en 2 Corintios al que nos hemos referido. Las palabras:
―La letra mata, pero el Espíritu vivifica‖ constantemente se interpretan para decir que estamos
perfectamente justificados en tomar la ley de Dios con un grano de sal: se interpretan para
indicar que Pablo no era un ―literalista‖ sino un ―liberal‖ quien creía que el Antiguo Testamento
no era verdadero en cada detalle y la ley del Antiguo Testamento no era válida en cada detalle,
sino que todo lo que Dios requiere es que debamos extraer los pocos principios que la Biblia
enseña y no insistir en el resto. En breve, las palabras se entienden como que involucran un
contraste entre la letra de la ley y ―el espíritu de la ley‖; son tomadas para decir que el literalismo
es mortal, mientras que el poner atención a los grandes principios mantiene a un hombre
intelectual y espiritualmente vivo.
De este modo, una de las grandes declaraciones en el Nuevo Testamento ha sido reducida a
una trivialidad comparativa—una trivialidad con un núcleo de verdad en ella, para estar seguros,
pero una trivialidad de todos modos. La trivialidad, en verdad, es meramente relativa; sin duda es
importante observar que el poner atención al sentido general de un libro o ley es mucho mejor
que tal lectura de detalles que ignora el contexto en que se encuentran los detalles. Pero todo es
muy ajeno al significado del Apóstol en este pasaje, y es, aunque muy cierto y muy importante
en su lugar, trivial en comparación con el tremendo asunto que aquí el Apóstol se esfuerza en
explicar.
Lo que Pablo está haciendo aquí realmente no es contrastar la letra de la ley con el espíritu de
la ley, sino contrastar la ley de Dios con el Espíritu de Dios. Cuando dice: ―la letra mata‖, no está
haciendo una referencia despectiva a un literalismo pedante que reseca el alma; sino que él está
declarando la terrible majestad de la ley de Dios. La letra, ―lo escrito‖, en la ley de Dios, dice
Pablo, pronuncia una espantosa sentencia de muerte sobre el transgresor; pero el Espíritu de
Dios, como distinguido de la ley, vivifica.
La ley de Dios, quiere decir Pablo, es, como ley, externa. Es la voluntad santa de Dios a la
cual tenemos que conformarnos, pero no contiene en sí misma promesa de su cumplimiento. Es
una cosa tener la ley escrita, y otra muy diferente obedecerla. De hecho, debido a la
pecaminosidad de nuestros corazones, debido al poder de la carne, el reconocimiento de la ley de
Dios solamente hace que el pecado asuma la forma definitiva de transgresión; solo hace al
pecado mucho más pecaminoso. La ley de Dios se escribió en tablas de piedra o en los rollos de
los libros del Antiguo Testamento, pero era una cosa muy diferente tenerla escrita en los
corazones y vidas de la gente. Así es también el día de hoy. El texto es de una aplicación muy
amplia. La ley de Dios, como quiera que llegue a nosotros, es ―letra‖; es ―algo escrito‖, externo a
los corazones y vidas de los hombres. Está escrita en el Antiguo Testamento; está escrita en el
Sermón del Monte; está escrita en el estupendo mandamiento de Jesús acerca del amor a Dios y
al prójimo; está escrita en cualquiera manera en que lleguemos a estar conscientes de los
mandamientos de Dios. Que nadie diga que tal extensión del texto involucra tal modernización
anti-histórica que acabamos de denunciar; al contrario, está ampliamente justificada por Pablo
mismo. ―Porque cuando los gentiles‖ dice Pablo, ―que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que
es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos‖ (Romanos 2:14). La ley del
Antiguo Testamento es simplemente una clara y auténtica presentación de una ley de Dios bajo
la cual están todos los hombres.
Y esa ley, de acuerdo a Pablo, pronuncia una temerosa sentencia de muerte eterna: ―el alma
que pecare, esa morirá‖; no es el oidor de la ley el justificado sino el hacedor de ella. Y, ay,
ninguno de nosotros somos hacedores; todos hemos pecado. La ley de Dios es santa y justa, y
buena; es inexorable; y hemos caído justo bajo su condenación.
Eso es lo que fundamental Pablo quiere decir por las palabras: ―la letra mata‖. Él no quiere
decir que poner atención a los detalles pedantes reseca y mortifica el alma. Sin duda que eso es
verdad, al menos dentro de ciertos límites; es un pensamiento útil. Pero sin duda que es trivial
comparado con lo que Pablo quiere decir. La frase paulina significa algo mucho más majestuoso,
mucho más terrible. La ―letra‖ que el Apóstol tiene en mente es la misma que la maldición de la
ley de Dios de la que habla en Gálatas; es la temerosa acta de los decretos que estaba en nuestra
contra; y la muerte con la que mata es la muerte eterna de aquellos que están por siempre
separados de Dios.
Pero ese no es todo el significado del texto. ―La letra mata‖, dice Pablo, ―pero el Espíritu
vivifica‖. No hay duda de lo que él quiere decir por ―el Espíritu‖. No quiere decir el ―espíritu de
la ley‖ contrastada con la letra; ciertamente no se refiere a la laxa interpretación de los
mandamientos de Dios que está dictada por el deseo u orgullo humano; ciertamente no quiere
decir el espíritu del hombre. Ningún verdadero estudiante de Pablo, cualquiera que sean sus
propias perspectivas religiosas, puede dudar, creo, de que el apóstol quiere decir el Espíritu de
Dios. La ley de Dios produce muerte debido al pecado; pero el Espíritu de Dios, aplicando al
alma la redención ofrecida por Cristo, vivifica. Lo que está escrito mata; pero el Espíritu Santo,
en el nuevo nacimiento, o, como dice Pablo, en la nueva creación, vivifica.
El contraste recorre todo el Nuevo Testamento. La desesperanza bajo la ley se describe, por
ejemplo, en Romanos 7. ―¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?‖
(Romanos 7:24). Pero esta desesperanza es trascendida por el evangelio. ―Porque la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte‖ (Romanos
8:2). La justa sentencia de condenación de la ley fue llevada en nuestro lugar por Cristo quien
sufrió en nuestro lugar; el acto de los decretos que estaba en contra nuestra —la temerosa
―letra‖— fue clavada en la cruz, y nosotros tenemos un nuevo comienzo en el favor pleno de
Dios. Y en adición a esta nueva y correcta relación con Dios, el Espíritu de Dios también otorga
al pecador un nuevo nacimiento y lo hace una nueva criatura. El Nuevo Testamento de principio
a fin trata gloriosamente con esta obra de gracia. El dar la vida del cual Pablo habla en este texto
es el nuevo nacimiento, la nueva creación; es Cristo quien vive en nosotros. Aquí se halla el
cumplimiento de la gran profecía de Jeremías: ―Pero este es el pacto que haré con la casa de
Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su
corazón‖ (Jeremías 31:33). La ley ha dejado de ser un mandamiento para el cristiano que tenga
que obedecer por su propia fuerza, sino que sus requerimientos se cumplen a través del gran
poder del Espíritu Santo. Esa es la gloriosa libertad del evangelio. El evangelio no abroga la ley
de Dios, sino que hace que los hombres la amen con todo el corazón.
¿Y qué de nosotros? La ley de Dios nos amenaza; la hemos transgredido en pensamiento,
palabra y hecho; su ―letra‖ majestuosa pronuncia una sentencia de muerte en contra de nuestro
pecado. ¿Obtendremos una engañosa seguridad al ignorar la ley de Dios y refugiándonos en una
ley más fácil inventada por nosotros? O el Señor Jesucristo, como se nos ofrece en el evangelio,
¿borrará la sentencia de condenación que estaba en nuestra contra, y el Espíritu Santo escribirá la
ley de Dios en nuestro corazón, y nos hará hacedores de la ley y no tan solo oidores? Solamente
así es que el grandioso texto se nos aplicará: ―La letra mata, pero el Espíritu vivifica‖.
La alternativa que subyace a este versículo, entonces, y que se hace explícito en Gálatas
también, no es una alternativa entre una religión externa o ceremonial y lo que los hombres
llamarían ahora (por un uso impreciso de una palabra del Nuevo Testamento) una religión
―espiritual‖, por muy importante que esa alternativa fuera, sin duda; sino que es una alternativa
entre una religión de mérito y una religión de gracia. La epístola a los Gálatas se dirige con el
mismo rigor en contra de la moderna noción de ―la salvación por medio del carácter‖ o salvación
―haciendo a Cristo el Amo‖ de la vida o la salvación de un mero intento de poner en práctica ―los
principios de Jesús‖, como también se dirige en contra de los ceremonialistas judíos de antaño;
porque lo que el Apóstol está interesado en negar es cualquier intrusión del mérito humano en la
obra por la cual se obtiene la salvación. Esa obra, de acuerdo a la epístola a los Gálatas y de
acuerdo a todo el Nuevo Testamento, es la obra de Dios y de Dios solamente.
En este punto aparece la gran conmoción de la gran epístola con la que estamos tratando.
Pablo no está meramente arguyendo que un hombre es justificado por la fe —todo esto, sin duda,
lo admitían sus oponentes judaizantes — sino que está arguyendo que un hombre es justificado
por la fe solamente. Lo que los judaizantes decían no era que un hombre no es justificado por
obras, sino que es justificado por fe y obras —exactamente lo que la iglesia Católica Romana
está enseñando el día de hoy—. Sin duda que ellos admitían que era necesario que un hombre
tuviera fe en Cristo a fin de ser salvo: pero ellos mantenían que también era necesario que un
hombre guardara la ley de la mejor manera que pudiera; la salvación, de acuerdo a ellos, no era
por fe solamente ni tampoco por obras solamente, sino por la fe y las obras juntas. La obediencia
de un hombre a la ley de Dios, sostenían, no era en verdad suficiente para la salvación, sino que
era necesaria; y llegaba a ser suficiente al ser suplementada por Cristo.
En contra de esta solución comprometedora del problema, el apóstol insiste en una aguda
alternativa: un hombre puede salvarse por obras (si guarda la ley perfectamente), o puede
salvarse por fe; pero no es posible que pueda salvarse por fe y obras juntamente. Cristo, de
acuerdo a Pablo, lo hará todo o nada; si la justicia en lo más mínimo se obtiene por nuestra
obediencia a la ley, entonces Cristo murió en vano; si confiamos en lo más mínimo en nuestras
propias obras, entonces nos hemos alejado de la gracia y Cristo no nos beneficia en nada.
Para el mundo eso parece ser una fuerte declaración; pero no lo es para el hombre que ha
estado al pie de la cruz; no es una declaración fuerte para el hombre que primero ha conocido la
servidumbre de la ley, el esfuerzo agotador de establecer su propia justicia delante de Dios, y que
después ha llegado a entender, como en un rayo de luz, que Cristo lo ha hecho todo, y que la
servidumbre desgastante fue en vano. ¡Qué gran teólogo es el corazón cristiano —el corazón
cristiano que ha sido tocado por la gracia redentora! El hombre que ha sentido la carga del
pecado deslizarse ante la cruz, que ha dicho del Señor Jesús: ―me amó y se entregó a sí mismo
por mí‖, que ha cantado con Toplady: ―Nada traigo en mis manos, simplemente de tu cruz me
agarro‖— ese hombre sabe en lo más profundo de su corazón que el apóstol tiene la razón, que
confiar en Cristo solamente en parte no es confiar en Él para nada, que nuestra propia justicia es
insuficiente incluso para puentear el espacio más pequeño que haya entre nosotros y Dios, que no
hay esperanza a menos que podamos decir con seguridad al Señor Jesús, sin ninguna sombra de
reserva, sin ninguna sombra de auto-confianza: ―Salva Tú, y sólo Tú‖.
Ese es el centro de la religión cristiana —la gracia absolutamente inmerecida y soberana de
Dios, salvando hombres por el don de Cristo en la cruz. La condenación es ganada por mérito; la
salvación llega solamente por gracia: la condenación es ganada por el hombre; la salvación es
dada por Dios—. El hecho de la gracia de Dios recorre todo el Nuevo Testamento como un hilo
dorado; en realidad, el Nuevo Testamento existe para la gracia. Se encuentra en las palabras que
Jesús habló en los días de su carne, como en las parábolas del siervo que venía del campo y de
los labradores en el viñedo; se encuentra más plenamente declarada después que se realizó la
obra redentora, después que el Señor proclamó su triunfante: ―Consumado es‖ en la cruz. En
todas partes la base del Nuevo Testamento es la misma — la misteriosa, incalculable y
maravillosa gracia de Dios—. ―La paga del pecado es muerte; más la dádiva de Dios es vida
eterna en Cristo Jesús Señor nuestro‖ (Romanos 6:23).
La recepción de ese regalo es la fe: la fe no significa hacer algo sino recibir algo; no significa
ganar una recompensa sino la aceptación de un regalo. Un hombre nunca puede decir que obtuvo
algo por sí mismo si lo obtuvo por fe; en verdad, decir que lo obtiene por fe es solo otra manera
de decir que no lo obtuvo por sí mismo sino que permitió que alguien más lo obtuviera por él. La
fe, en otras palabras, no es activa sino pasiva; y decir que somos salvos por fe es decir que no nos
salvamos nosotros mismos, sino que somos salvos solamente por Aquel en quien depositamos
nuestra fe; la fe de un hombre presupone la gracia soberana de Dios.
Mas sin embargo, incluso hasta ahora no hemos sondeado las plenas profundidades de la
enseñanza del Nuevo Testamento; ni siquiera hemos establecido plenamente el lugar que la
Biblia le asigna a la gracia de Dios en la salvación. Pareciera que en lo que hemos dicho hasta
ahora, el hombre podría encontrar una clase de refugio para su orgullo. El hombre no se salva a
sí mismo, hemos dicho. Pero el hombre acepta esa salvación por fe; y la fe, aunque un acto
negativo, parece ser una clase de acto: la salvación es gratuitamente ofrecida por Dios; su oferta
no depende para nada del hombre; no obstante el hombre parecería obtener una clase de mérito al
no resistirse a esa oferta una vez que le es dada por Dios.
Pero incluso este último bastión del orgullo humano es rastreado y destruido por la enseñanza
de la Palabra de Dios; porque la Biblia representa inclusive a la fe misma —por poco mérito que
pudiera implica en cualquier caso— como la obra del Espíritu de Dios. El Espíritu, de acuerdo a
un verdadero resumen del Nuevo Testamento, opera la fe en nosotros y por medio de ella nos
une a Cristo en el llamamiento eficaz; la gracia de Dios es soberana e irresistible; y nuestra fe es
meramente el medio que el Espíritu usa para aplicarnos los beneficios de la obra redentora de
Cristo.
El medio Dios lo escogió, no nosotros; y no nos compete decir: ―¿Qué haces tú?‖ Incluso
nosotros mismos, débiles e ignorantes como somos, podemos ver, creo, por qué Dios escogió
este peculiar medio para unirnos a Cristo; por qué la fe se escogió en vez del amor, por ejemplo,
como el canal por el cual la salvación pudiera entrar a nuestras vidas. El amor es activo; la fe es
pasiva; por ello se escogió la fe, no el amor. Si la Biblia hubiera dijera que somos salvos por el
amor, entonces a pesar de que nuestro amor fuese del todo un regalo del Espíritu Santo,
podríamos pensar que era nuestro, y de esa manera poder reclamar la salvación como nuestro
derecho. Pero tal y como son las cosas, no solamente fuimos salvos por gracia, sino debido al
medio peculiar que Dios usó para salvarnos, sabemos que fuimos salvos por gracia; es de la
naturaleza de la fe hacernos saber que no nos salvamos nosotros mismos. Incluso antes de amar
como debíamos amar, incluso antes de que pudiéramos hacer algo o sentir algo correctamente,
fuimos salvos por fe; fuimos salvos abandonando toda confianza en nuestros propios esfuerzos o
sentimientos o acciones y simplemente permitiendo que Dios nos salve.
En un sentido, es cierto, fuimos salvos por amor; ese es verdaderamente un hecho aún más
profundo que haber sido salvos por fe. Sí, fuimos salvos por amor, pero fue por un amor más
grandioso que el amor en nuestros corazones apáticos y pecaminosos; fuimos salvos por amor,
pero no fue nuestro amor a Dios sino el amor de Dios a nosotros, el amor de Dios por nosotros
por el cual entregó al Señor Jesús para morir por nosotros en la cruz. ―En esto consiste el amor:
no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo
en propiciación por nuestros pecados‖ (1 Juan 4:10). Ese amor solamente es el amor que salva. Y
el medio por el cual salva es la fe.
De este modo, el principio de la vida cristiana no es un logro sino una experiencia; el alma
del hombre que es salvo no es, en el momento de la salvación, activa, sino pasiva; la salvación es
la obra de Dios y de Dios solamente. Eso no quiere decir que el cristiano esté inconsciente
cuando la salvación entra a su vida; no significa que él entra en trance, o que sus facultades
ordinarias queden en suspenso; al contrario, la gran transición a menudo parece ser una cosa muy
simple; la subyugación del estrés emocional de ninguna está siempre presente; y la fe es siempre
una condición consciente del alma. Además, hay un aspecto volitivo de la fe, en el que le parece
al hombre que cree estar inducido por un esfuerzo consciente de su voluntad, un esfuerzo
consciente de su voluntad por el cual resuelve dejar de salvarse a sí mismo y aceptar, más bien,
la salvación ofrecida por Cristo. El predicador del evangelio debe apelar, creo, siempre que
pueda, a la vida consciente del hombre que está tratando de ganar su salvación; debe remover
objeciones intelectuales en contra de la verdad del cristianismo, y aducir argumentos positivos;
debe apelar a las emociones; debe buscar, por medio de la exhortación, mover la voluntad. Todos
estos medios pueden usarse, y han sido usados innumerables veces, por el Espíritu de Dios. No
tenemos la presunción de estudiar aquí la sicología de la fe; y ciertamente no creemos que tal
sicología de la fe sea completamente necesaria para el hombre que cree; en realidad mientras
menos piense en sus propios estados de conciencia y más piense en Cristo, será mejor para su
alma. Pero lo que sí podemos decir es esto: incluso estados conscientes pueden ser inducidos de
una manera sobrenatural por el Espíritu de Dios, y tal estado consciente es la fe por la cual el
hombre por primera vez acepta a Cristo como su Salvador del pecado.
Pero si el principio de la vida cristiana no es, entonces, un logro sino una experiencia, si un
hombre no es realmente activo, sino pasivo cuando es salvo, si la fe se contrasta agudamente con
las obras, ¿qué llega a ser del carácter ético de la religión cristiana, qué llega a ser del estímulo
que siempre ha dado a la individualidad humana y al sentido de la dignidad humana, qué llega a
ser de la vigorosa actividad que, en marcado contraste con algunas de las otras grandes religiones
del mundo, siempre ha promovido entre sus adherentes? Tales preguntas son perfectamente
legítimas; y muestran que estamos muy lejos, hasta ahora, de haber dado un relato adecuado de
la relación, en la religión cristiana, entre la fe y las obras o entre la doctrina y la vida.
Esa relación, por lo tanto, tiene que ser analizada ahora un poco más en detalle, aunque sea
de manera breve.
El análisis puede empezarse de la mejor manera por medio de una consideración de lo que
algunos lectores devotos de la Biblia han considerado como una seria dificultad, a saber la
aparente contradicción entre Gálatas 2 y Santiago 2. ―sabiendo que el hombre no es justificado
por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo‖ (Gál. 2:16) dice Pablo; ―Vosotros veis, pues,
que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe‖ (Sant. 2:24), dice Santiago.
Estos dos versículos en su yuxtaposición constituyen una antigua dificultad bíblica. En el
versículo de Gálatas se dice que un hombre llega a estar bien con Dios por la fe solamente aparte
de las obras; en el versículo de Santiago se dice que un hombre llega a estar bien con Dios no por
la fe solamente sino por la fe y las obras. Si los versículos son sacados de su contexto más
amplio y colocados uno al lado del otro, se hace evidente una completa contradicción.
La doctrina paulina de la justificación por fe solamente, que acabamos de tratar de una
manera considerable, es, como hemos visto, el mismo fundamento de la libertad cristiana. No
hace que nuestra posición delante de Dios dependa en lo absoluto de lo que hemos hecho, sino
completamente de lo que Dios ha hecho. Si nuestra salvación dependiera de lo que hemos hecho,
entonces, de acuerdo a Pablo, todavía estaríamos esclavizados; todavía seguiríamos
esforzándonos frenéticamente en guardar la ley de Dios tan bien hasta que posiblemente
fuésemos finalmente favorecidos por Él. Sería un esfuerzo vano debido a la culpa mortal del
pecado; seríamos como deudores tratando de pagar, pero al esforzarnos nos endeudamos más y
más. Pero tal y como es, de acuerdo al evangelio, Dios nos ha dado su favor como un regalo
absolutamente gratuito; nos ha puesto en una relación correcta con Él no sobre la base de algún
mérito nuestro, sino completamente sobre la base del mérito de Cristo. La culpa de nuestros
pecados es muy grande; pero Cristo la tomó toda sobre Él al morir por nosotros en el Calvario.
Entonces, no necesitamos hacernos buenos nosotros mismos antes de llegar a ser hijos de Dios;
sino que podemos venir a Dios tal y como somos, cargados con todos nuestros pecados, y tener
la certeza de que la culpa del pecado será removida y que seremos recibidos. Cuando Dios nos
ve, para recibirnos o echarnos fuera, no nos considera a nosotros sino a nuestro gran Abogado,
Cristo Jesús el Señor.
Tal es la certeza gloriosa del evangelio. La salvación del cristiano está segura porque
depende completamente de Dios; si dependiera en lo más mínimo de nosotros, dicha certeza
desaparecería. De esto se deduce la importancia vital de la gran doctrina de la Reforma de la
justificación por fe solamente; esa doctrina está en el mismo corazón del cristianismo. Significa
que la aceptación con Dios no es algo que ganamos; no es algo que está sujeta a las miserables
incertidumbres del esfuerzo humano; sino que es un regalo gratuito de Dios. Parece extraño que
debamos ser recibidos por el Dios santo como sus hijos; pero Dios ha escogido recibirnos como
tales; Él mismo se hace responsable de ello, no nosotros; Él tiene el derecho de recibir a quien
quiera en su presencia; y en el misterio de su gracia ha decidido recibirnos.
Esa doctrina central de la fe cristiana se presupone realmente en todo el Nuevo Testamento;
pero se hace particularmente clara en las epístolas de Pablo. Pasajes tales como Romanos 8;
Gálatas 2 y 3, y 2 Corintios 5, que declaran de la manera más clara el corazón mismo del
evangelio.
Pero en la epístola de Santiago parece haber, a primera vista, una nota discordante en este
gran coro del Nuevo Testamento. ―Vosotros veis‖, dice Santiago, ―que el hombres es justificado
por las obras, y no solamente por la fe‖. Si eso significa que un hombre es declarado justo
delante de Dios en parte por el mérito de sus propias obras y únicamente en parte por el sacrificio
de Cristo que se acepta por fe, entonces Santiago tiene exactamente la posición de los reacios
oponentes de Pablo que son combatidos en la epístola a los Gálatas. Esos oponentes, los
―judaizantes‖ como se les llama, creían, como hemos visto, que la fe en Cristo es necesaria para
la salvación (en eso estaban de acuerdo con Pablo), pero también creían que el mérito de nuestra
propia observancia de la ley de Dios era también necesario. Un hombre es salvo, no por fe
solamente y no por obras solamente, sino por la fe y las obras juntamente—esa era
aparentemente la fórmula de los oponentes judaizantes de Pablo. El apóstol correctamente
entendió que esa fórmula significaba un regreso a la servidumbre. Si Cristo nos salva solo en
parte, y deja un vacío para ser llenado por nuestras propias obras, entonces no podremos estar
seguros de que somos salvos. La debilitada conciencia ve claramente que nuestra propia
obediencia a la ley de Dios no es la clase de obediencia que realmente se requiere; no es esa la
pureza del corazón que demanda la enseñanza y el ejemplo de nuestro Señor. Nuestra obediencia
a la ley es insuficiente para puentear incluso el vacío más pequeño; somos siervos inútiles, y si
algún día le vamos a dar cuentas a nuestro Juez, estamos deshechos. O Cristo lo ha hecho todo
por nosotros, o no ha hecho nada; depender en la medida más mínima de nuestro propio mérito
es la esencia misma de la incredulidad; o tenemos que confiar en Cristo completamente o no
confiamos en Él en lo absoluto. Tal es la enseñanza de la Epístola a los Gálatas.
Pero en la Epístola de Santiago parece, a primera vista, que estamos en un círculo diferente
de ideas. ―Justificados por la fe solamente‖, dice Pablo; ―Justificados no por la fe solamente‖,
dice Santiago. Esto ha sido una dificultad para muchos lectores de la Biblia. Pero al igual que
otras aparente contradicciones en la Biblia, resulta ser una contradicción meramente de forma y
no de contenido; y sirve solamente para guiar al lector devoto a un entendimiento más profundo
y completo de la verdad.
La solución de la dificultad aparece en la definición de la palabra ―fe‖. La aparente
contradicción se debe simplemente al hecho de que cuando Santiago en este capítulo dice que la
―fe‖ solamente es insuficiente, quiere decir algo diferente por la palabra ―fe‖ de lo que Pablo
quiere decir por ella cuando dice que la fe es todo-suficiente.
La clase de fe que Santiago declara ser insuficiente es clarificada en 2:19: ―Tú crees que Dios
es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan‖. La clase de fe que Santiago
declara como insuficiente es la fe que los demonios tienen también; es una mera aprehensión
intelectual de los hechos acerca de Dios o Cristo, y no involucra ninguna aceptación de esos
hechos como un regalo de Dios para nuestra propia alma. Pero no es ésa la clase de fe que Pablo
tiene en mente cuando dice que un hombre es salvo por la fe solamente. La fe es ciertamente
intelectual; involucra una aprehensión de ciertas cosas como hechos; y es vano el esfuerzo
moderno de divorciar a la fe del conocimiento. Pero aunque la fe sea intelectual, no es
meramente intelectual. No puedes tener fe sin tener conocimiento, pero tampoco tendrás fe si
solamente tienes conocimiento. La fe es la aceptación de un regalo de las manos de Cristo. No
podemos aceptar el regalo sin conocer ciertas cosas acerca del regalo y acerca del dador del
regalo. Pero podríamos conocer todas esas cosas, y aún así, no aceptar el regalo. Podríamos saber
qué es el regalo, y aún así, no aceptarlo. El conocimiento, pues, es absolutamente necesario para
la fe, pero no es todo lo que se necesita. Cristo viene para ofrecernos esa relación correcta con
Dios que Él ganó para nosotros en la cruz. ¿Aceptaremos el regalo o lo despreciaremos? La
aceptación del regalo se llama fe. Es algo muy maravilloso; involucra un cambio de toda la
naturaleza humana; involucra un nuevo odio del pecado y una nueva hambre y sed de justicia.
Tal cambio maravilloso no es la obra del hombre; la fe misma nos es dada por el Espíritu de
Dios. Los cristianos nunca se hacen a sí mismos cristianos; sino que son hecho cristianos por
Dios.
Todo eso está claro de lo que ya se ha dicho. Pero es muy inconcebible que a un hombre se le
dé esta fe en Cristo, que acepte este regalo que Cristo ofrece, y aún así seguir viviendo
felizmente en el pecado. Porque lo primero que Cristo nos ofrece es salvación del pecado —no
solo salvación de la culpa del pecado, sino también salvación del poder del pecado. Lo primero
que el cristiano hace, por lo tanto, es guardar la ley de Dios: ya no la guarda como una manera de
ganar su salvación—porque la salvación le ha sido dada gratuitamente por Dios— sino que la
guarda gozosamente como una parte central de la misma salvación. La fe de la que habla Pablo,
como él mismo dice, es una fe que actúa a través del amor; y el amor es el cumplimiento de toda
la ley. Pablo estaría muy de acuerdo con Santiago en que la fe de la que habla Santiago en
nuestro pasaje es muy insuficiente para la salvación. La fe que Pablo tiene en mente cuando
habla de la justificación por fe solamente es una que actúa.
Pero si la fe considerada insuficiente por Santiago es diferente de la fe recomendada por
Pablo, así también las obras recomendadas por Santiago son diferentes de las obras consideradas
ineficaces por Pablo. Pablo está hablando de la ley, está hablando de las obras que tienen la
intención de adquirir méritos a fin de ganar el favor de Dios; Santiago, por otro lado, está
hablando de las obras como el sacrificio de Isaac por Abraham, que son el resultado de la fe y
manifiestan que la fe es una fe real.
La diferencia, entonces, entre Pablo y Santiago es una diferencia de terminología, no de
significado. Esa diferencia de terminología manifiesta que la epístola de Santiago fue escrita en
una época muy temprana, antes que surgiera la controversia con los judaizantes y antes de que la
terminología llegara a fijarse como tal. Si Santiago hubiera escrito después de que la
terminología había quedado establecida, lo que él hubiera dicho sería que aunque un hombre es
justificado por la fe solamente y no por las obras en absoluto, no obstante uno tiene que
asegurarse que la fe es una fe real y no un mero asentimiento intelectual como la fe de los
demonios que creen y tiemblan. Lo que en realidad hace es decir justamente eso en palabras
diferentes. Santiago no está corrigiendo a Pablo, entonces; no está ni siquiera corrigiendo una
mala interpretación de Pablo; sino que inconscientemente está preparando el camino para Pablo;
él está preparando muy bien la llegada de la enseñanza más clara y más gloriosa de las grandes
epístolas.
A la epístola de Santiago se le debe de dar su debido lugar en la educación de la vida
cristiana. Algunas veces ha sido considerada como la Epístola de las obras. Pero eso no quiere
decir que esta epístola ignora los elementos más profundos y más meditativos de la vida
cristiana. Santiago no es promotor de un mero ―evangelio de limpieza‖; no es promotor de lo que
falsamente se llama hoy un cristianismo ―práctico‖, como distinguido de un cristianismo
doctrinal; no es un hombre que busca ahogar una actitud interna mediante una desbordante
filantropía. Al contrario, él es un gran creyente en el poder de la oración; exalta la fe y denuncia
la duda; humilla al hombre y glorifica a Dios: ―¡Vamos ahora! los que decís: Hoy y mañana
iremos a tal ciudad, y estaremos allá un año, y traficaremos, y ganaremos; cuando no sabéis lo
que será mañana. Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un
poco de tiempo, y luego se desvanece. En lugar de lo cual deberíais decir: Si el Señor quiere,
viviremos y haremos esto o aquello‖ (Sant. 4:13ss). El hombre que escribió estas palabras no era
un mero promotor de una religión ―práctica‖ de este mundo; él no era un mero defensor de lo que
hoy se llama ―el evangelio social‖; sino que él era un hombre que veía este mundo, como todo el
Nuevo Testamento lo ve, a la luz de la eternidad.
Así que la lección de Santiago debe aprenderse sin violentar las cosas más profundas de la fe
cristiana —ciertamente sin violentar el evangelio que Pablo proclama—. Eran tan claro para
Pablo como para Santiago que los hombres salvos por fe no podían continuar viviendo vidas
pecaminosas. ―No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni
los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes,
ni los estafadores, heredarán el reino de Dios‖ (1 Corintios 6:9–10). Es difícil ver cómo algo
puede clarificarse más que eso. Pablo con la misma seriedad que Santiago insiste en el carácter
ético o práctico del cristianismo; Pablo como también Santiago insiste en la pureza y generosidad
de la conducta como una marca absolutamente necesaria de la vida cristiana. Un cristiano, de
acuerdo a Pablo (como también de acuerdo a Santiago realmente), se salva no por sí mismo sino
por Dios; pero no es salvo por Dios a fin de continuar viviendo en pecado, sino a fin de que
pueda conquistar el pecado y vivir en santidad.
En verdad, Pablo es sumamente serio en este asunto que a veces parece como si creyera que
los cristianos en esta vida deberían ser completamente impecables, como si creyera que si
pecaran no eran cristianos para nada. Tal interpretación de las epístolas sería realmente
incorrecta; queda contradicha, en parte, por el cuidado amoroso con que el apóstol exhortaba y
animaba a aquellos miembros de su congregación que habían sido sorprendidos en alguna falta.
Como pastor de almas, Pablo reconocía la presencia de pecado incluso en aquellos que estaban
dentro de la familia de la fe; y lidió con ella no solo severamente sino también con paciencia y
amor. No obstante, el hecho es profundamente significativo de que en los grandes pasajes
doctrinales de la Epístolas, Pablo escasamente se refiere (aunque tal referencia no está ausente) a
la presencia de pecado en los hombres cristianos. ¿Cómo explicamos ese hecho? Yo creo que
debe explicarse en base a la profunda convicción del Apóstol de que aunque el pecado en
realidad se encuentra en los cristianos, ya no pertenece a ellos; no se le debe consentir ni por un
momento, sino que debe ser tratado como una terrible anomalía que simplemente no debe estar
allí.
De este modo, de acuerdo a Pablo el principio de la nueva vida va seguido por una batalla —
una batalla en contra del pecado—. En esa batalla, como no es el caso con el principio de la
misma, el cristiano sí coopera con Dios; el Espíritu de Dios lo ayuda, pero es él mismo, y no solo
el Espíritu de Dios en él, quien está activo en la pelea.
Al principio de la vida cristiana hay un acto de Dios y de Dios solamente. Se llama en el
Nuevo Testamento el nuevo nacimiento o (como Pablo lo llama) la nueva creación. En ese acto
el hombre que nace de nuevo no contribuye de ninguna manera. ¡Y qué maravilla! Un hombre
que está muerto —ya sea muerto físicamente o ―muerto en pecados y delitos‖— no puede hacer
nada absolutamente, al menos en el ámbito en que está muerto. Si pudiera hacer algo en ese
ámbito, no podría estar muerto. Tal hombre que está muerto en delitos y pecados es resucitado a
una nueva vida en el nuevo nacimiento o la nueva creación. En ese nuevo nacimiento él mismo
no puede contribuir para nada, no más de lo que puede contribuir a su nacimiento físico. Así es
también en el reino espiritual. No contribuimos en nada para nuestro nuevo nacimiento; ese fue
un acto de Dios solamente. Pero ese nuevo nacimiento va seguido por una nueva vida, y en la
nueva vida se nos ha dado por aquél que nos engendró de nuevo el poder de acción; es ese poder
de acción que está involucrado en el nacimiento. De este modo, la vida cristiana es iniciada por
un acto de Dios solamente; pero es continuada por la cooperación entre Dios y el hombre. La
posibilidad de tal cooperación se debe solamente a Dios; no ha sido lograda por nosotros en la
menor medida; es la suprema maravilla de la gracia de Dios. Pero una vez dada por Dios, ya no
la retira.
De esta manera, la vida cristiana en este mundo no es pasiva sino activa; consiste de una
poderosa batalla en contra del pecado. Esa batalla es una batalla ganada, porque el hombre que
participa en ella ha sido revivido en primer lugar por Dios, y porque tiene al grandioso
Compañero que lo ayuda en cada paso de la batalla. Pero, aunque es una batalla ganada, es una
batalla de todos modos; y no es solo una batalla de Dios sino nuestra. La fe de la cual hemos
hablado consiste no en hacer algo sino en recibir algo; pero va seguida siempre por una vida en
la que cosas grandes son hechas.
Este aspecto de la fe el apóstol Pablo la pone en su forma clásica en una maravillosa frase en
la epístola a los Gálatas. ―Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo‖, dice Pablo, ―ni la
incircuncisión, sino la fe que obra por el amor‖ (Gál. 5:6). En esa frase, ―la fe que obra por el
amor‖, o más literalmente, ―la fe que trabaja/funciona/opera a través del amor‖, se comprende
todo un mundo de experiencia dentro del compás de cuatro palabras.
Con toda seguridad, ese es un texto para una era práctica; el mundo puede ser que otra vez se
llegue a interesar en la fe si ve que esa fe es algo que funciona o actúa. Y ciertamente que nuestra
era práctica no puede darse el lujo de rechazar cualquier ayuda donde pudiera encontrarla; pero
la verdad es que esta era práctica parece justo ahora estar dando señales de fallar en lograr
resultados incluso en su propio terreno; parece estar dando señales de fallar ―en hacer que las
cosas funcionen‖.
Irónicamente el actual fracaso del mundo en hacer que las cosas funcionen se debe justo al
énfasis que se pone en la eficiencia que pareciera hacer imposible que algo fracase; es la
paradoja de la eficiencia que puede obtenerse solo por aquellos que no la tienen como el objeto
explícito de su deseo. El énfasis unilateral en lo práctico ha obstaculizado el progreso de la
humanidad, creemos, en al menos dos maneras.
La primera manera ya ha sido tratada en lo que precede. Los hombres están ansiosos por el
trabajo, observamos, que han olvidado de hacer una elección correcta de los medios para
lograrlo; piensan que pueden usar la religión, como un medio para un fin, sin solucionar la
cuestión de la verdad en cada religión particular; piensan que pueden usar la fe como un
fenómeno sicológico benéfico sin determinar si lo que se cree es verdadero o falso. Todo el
esfuerzo, observamos, es en vano; tal uso pragmatista de la fe realmente destruye aquello que se
usa. Si, por lo tanto, el trabajo va a proceder, no podemos en esta moda pragmatista evitar, sino
que primero tenemos que encarar y decidir la cuestión de los medios.
En segundo lugar, los hombres de hoy en día están tan ansiosos acerca del trabajo que a
veces son indiferentes a la cuestión de qué clase particular de trabajo será. El hombre energético
y eficiente a menudo es admirado por el mundo en general, y particularmente por él mismo, muy
aparte del carácter de sus logros. Con frecuencia parece que no hay mucha diferencia si un
hombre se involucra en la acumulación de riqueza material o en la búsqueda de poder político o
en la administración de escuelas y hospitales o de instituciones caritativas. Sea que se dedique a
robar o a las misiones, con seguridad se le reconocerá con la única condición de que tenga éxito,
y con la condición de que sea ―un hombre que haga las cosas‖. Pero no importa cuán estimulante
sea tal valoración del trabajo para el individuo, obviamente no conduce por sí misma a grandes
avances para la humanidad como un todo. Si mi trabajo va a ser opuesto al trabajo de mi
prójimo, los dos podríamos disfrutar de un buen, anticuado y cómo descanso, en lo que concierne
a cualquier progreso en general. Nuestros esfuerzos simplemente se cancelarían mutuamente.
Consecuentemente, aunque se exhibe mucha energía en el mundo de hoy, uno no puede sino
tener el sentimiento de que muchísima energía está siendo desperdiciada. La verdad es que si
vamos a ser verdaderamente prácticos, primero tenemos que ser teorizadores. Primero tenemos
que ponernos de acuerdo en una sola gran tarea y en un gran esfuerzo para llevarla a cabo.
El texto paulino presenta propuestas en ambas direcciones. Propone tanto una tarea como una
fuerza para llevarla a cabo. ―La fe que obra por medio del amor‖—el amor es la tarea o trabajo,
la fe es el medio—.
Debe notarse en primer lugar que este trabajo y este medio están disponibles para todos. En
Cristo Jesús no vale la circuncisión ni la incircuncisión; no hay judío ni griego, no hay esclavo ni
libre, no hay varón ni hembra; nada se requiere excepto lo que es común a todos los hombres. Si
nos gusta el trabajo, no podemos decir que está más allá de nuestro alcance.
El trabajo o tarea es el amor, y lo que esto significa Pablo lo explica en la última división de
la misma Epístola. No es una mera emoción, no es ni siquiera un mero deseo benevolente: es
algo práctico. Algunas veces decimos de un hombre muy disipado y sin principios: ―es débil,
pero tiene un buen corazón‖. Tal mera bondad de corazón no es amor cristiano. El amor cristiano
incluye no meramente el deseo del bienestar de nuestros prójimos, sino también el poder. A fin
de amar en el sentido cristiano del término, un hombre no solamente tiene que ser benevolente,
sino que también tiene que ser fuerte y bueno; tiene que amar a sus prójimos suficientemente
para desarrollar su propia fortaleza a fin de usarla para el beneficio de sus prójimos.
Tal tarea es muy diferente a mucho del trabajo que se está realizando en el mundo. En primer
lugar, es un trabajo espiritual, no material. Es realmente asombroso cuántos hombres están casi
del todo absorbidos en cosas puramente materiales. Muchos hombres parecen no tener una
concepción más alta del trabajo que la de hacer mucho polvo por así decirlo: se piensa que la
mejor nación es la que tiene la mayor cantidad de ingresos o los barcos de guerra más grandes; se
piensa que la mejor universidad es la que tiene los más finos laboratorios. Tal materialismo
práctico no necesariamente es del todo egoísta; la producción de productos materiales puede ser
deseable para el bien de los demás como también para uno mismo. El socialismo puede ser
tomado como un ejemplo. No es completamente egoísta. Pero —al menos en sus formas más
consistentes —yerra en suponer que la distribución propia de la riqueza material será la cura de
todos los males. Ciertamente, tal hábito de pensamiento no ha estado del todo ausente en la
iglesia misma—. Doquiera se abriga la noción de que el alivio del sufrimiento físico es de alguna
manera más importante —más práctico— que el bienestar del espíritu humano, estas cosas
materiales se convierten en el objeto principal de búsqueda—. Y eso no es amor cristiano. El
amor cristiano no descuida, en realidad, el bienestar físico de los hombres; no le da a un hombre
un sermón cuando necesita pan. Alivia la aflicción; se deleita en proporcionar incluso el placer
más simple a un niño. Pero siempre hace estas cosas estando consciente del regalo inestimable
que tiene reservado para ofrecer.
En segundo lugar, el amor cristiano no es meramente intelectual o emocional, sino que es
también moral. Envuelve nada menos que guardar toda la ley moral. ―Porque toda la ley en esta
sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo‖ (Gál. 5:14). El cristianismo
puede proporcionar una cosmovisión satisfactoria, puede dar a los hombres consuelo y felicidad,
puede quitarle a la muerte sus terrores, puede producir una exaltación de la emoción religiosa;
pero no es cristianismo a menos que haga mejores a los hombres. Además, el amor es una clase
peculiar de observancia de la ley moral. No es un mero exhibicionismo de un conjunto de actos
externos. Eso sería hipocresía o puro interés propio. Tampoco es una mera devoción al deber por
el deber mismo. Eso es admirable y loable, pero es la etapa pueril de la moralidad. El cristiano ya
no está más bajo ayo; su cumplimiento de la ley no brota de una obediencia a una voz rigorista
del deber sino de un impulso irresistible; él ama la ley del Señor; hace el bien porque no puede
hacer otra cosa.
En tercer lugar, el amor conlleva, creo, una concepción peculiar del contenido de la ley.
Considera a la moralidad primariamente como abnegada. ¡Y la cultura del mundo actual, con
toda su pompa y algarabía, es vastamente egoísta hasta la médula! El hombre genial explota al
hombre sencillo; Cristo murió por ellos: y sus discípulos tienen que seguir las pisadas de su
Señor.
En cuarto lugar, el amor cristiano no es meramente amor hacia el hombre; es también, e
incluso primariamente, amor hacia Dios. Hemos observado que el amor a Dios no es el medio
por el cual somos salvados: el Nuevo Testamento no dice: ―Tu amor te ha salvado‖, sino ―Tu fe
te ha salvado‖; no dice: ―Ama al Señor Jesucristo y serás salvo‖, sino ―Cree en el Señor
Jesucristo y serás salvo‖. Pero eso no significa que el Nuevo Testamento desprecie el amor; no
significa que si hombre amó, y siempre ha amado, a Dios el Padre y al Señor Jesucristo y a sus
prójimos, como debe amarlos, no sería salvo; solamente significa que debido al pecado ningún
hombre no regenerado que jamás haya vivido en realidad puede amar así. El amor, de acuerdo al
Nuevo Testamento, no es el medio de la salvación, sino que es el fruto más preciado del mismo;
un hombre es salvo por la fe, no por amor; pero es salvo por la fe a fin de que pueda amar.
Tal, entonces, es el trabajo. ¿Cómo puede realizarse? ―Simplemente realizándolo‖, dice el
hombre ―práctico‖; no necesitamos sino solamente la voluntad soberana; siempre que un hombre
desea detener sus malos caminos y empezar a servir a Dios y a sus semejantes, el camino está
completamente abierto para él‖. A pesar de ello aquí se halla algo excepcional: el camino
siempre está perfectamente abierto, y si bien el hombre no entra; siempre puede, pero nunca lo
hace. Algunos de nosotros sienten la necesidad lógica de buscar una causa común para tal efecto
uniforme. Y la causa común que encontramos es el pecado.
Por supuesto que si no hubiera tal cosa como el pecado, entonces nada necesita ser vencido, y
nada se interpondría en el camino del amor cristiano. La existencia del pecado, como
observamos, es negada generalmente en el mundo moderno. Se le niega al menos de dos
maneras. En primer lugar, los hombres dicen en efecto que no hay pecado, sino solamente
imperfección; lo que llamamos ―pecado‖ es solo otra forma de imperfección. Si es así, bien
puede argüirse que la voluntad humana es suficiente para las tareas humanas. Obviamente ya
hemos progresado en algo, se dice; hemos avanzado más allá de la ―edad de piedra‖; una
continuación de los mismos esfuerzos sin duda nos llevará más lejos en nuestro camino; y en
cuanto a la perfección—eso es tan imposible para nosotros en su misma naturaleza como lo es la
infinidad. En segundo lugar, se dice, no hay pecado sino solamente una pluralidad de pecados.
Se admite que el mal moral es diferente en su clase a la imperfección; se cree que cada elección
individual es independiente de las demás; se cree que un hombre es libre cada vez que elige ya
sea el bien o el mal; nadie más puede ayudarlo, se dice, nadie lo ayuda.
La concepción de Pablo acerca del pecado se opone a estas dos concepciones. En primer
lugar, el pecado, de acuerdo a Pablo, es culpa mortal, y en segundo lugar no es inherente
meramente a los actos individuales. Es una fuerza poderosa, ante cuya presencia el hombre se
sabe impotente. ―De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en
mí‖ (Rom. 7:17). ―Pero‖, puede surgir la objeción, ―¡qué forma de expresarse tan peligrosa es
esa! Si ya no soy quien lo hace, entonces ya no soy responsable; ¿cómo puedo aún seguir
sintiéndome culpable? Si voy a ser culpable, entonces el pecado tiene que ser con propiedad
simple y únicamente un acto que realizo conscientemente‖. No obstante, la experiencia
curiosamente revierte tal razonamiento a priori; la historia enseña que los hombres que en
realidad han sentido más profundamente la culpa del pecado han sido justamente los hombres
que lo consideraron como una gran fuerza residiendo mucho más debajo de los actos
individuales. Y un análisis más meticuloso revela la razón. Si cada acto permanece por sí mismo,
entonces una mala elección en cualquier momento particular es, comparativamente hablando,
algo trivial; fácilmente podría rectificarse en la siguiente ocasión. Tal filosofía difícilmente
puede generar algún horror y temor del pecado. Pero si el pecado es considerado como un poder
unitario, irreconciliablemente opuesto a lo que es bueno, entonces los actos del pecado,
aparentemente baladíes en sí mismos, muestran que estamos bajo el dominio de tal poder; la
acción pecaminosa ya no puede considerarse en sí misma, sino que supone un asentimiento a un
poder satánico, el cual después conduce lógica e irresistiblemente a la destrucción de cada
sentimiento correcto, de cada movimiento de amor, de piedad, de simpatía. Cuando llegamos a
ver que lo que Pablo llama la carne es una fuerza poderosa, que nos arrastra irresistiblemente
hasta un abismo de maldad que no tiene fondo, entonces sentimos nuestra culpa y miseria,
entonces buscamos algo más fuerte que nos ayude que nuestra propia débil voluntad.
Tal poder lo encuentra el apóstol Pablo en la fe; es la fe, dice, la que produce, o realiza, la
vida de amor. Pero, ¿qué quiere decir Pablo cuando dice que ―la fe actúa u obra‖? Ciertamente
no quiere decir lo que el escéptico pragmatista moderno quiere decir cuando usa las mismas
palabras; ciertamente no quiere decir que es meramente la fe, considerada como un fenómeno
sicológico, e independiente de la verdad o falsedad de su objeto, la que hace el trabajo. Lo que sí
quiere decir queda muy claro en la última sección de esta misma epístola a los Gálatas, donde la
vida de amor es presentada en detalle. En esa sección no se dice nada acerca de la fe; no es la fe
que se representa allí como produciendo la vida de amor sino el Espíritu de Dios; el Espíritu se
representa allí como haciendo exactamente lo que, en la frase ―la fe que obra por el amor‖, se
atribuye a la fe. La aparente contradicción nos conduce a la concepción correcta de la fe. La
verdadera fe, estrictamente hablando, no hace nada; no da, sino que recibe. Por eso cuando uno
dice que hacemos algo por medio de la fe, esa es solo otra manera de decir que no hacemos
nada—al menos no hacemos nada por nosotros mismos. Pertenece a la misma naturaleza de la fe,
estrictamente hablando, hacer nada. Así que cuando se dice la fe obra por medio del amor, eso
significa que a través de la fe, en vez de hacer algo por nosotros mismos, permitimos que alguien
más nos ayude. Esa fuerza que penetra nuestra vida al principio a través de la fe, antes de que
pudiéramos hacer algo en lo absoluto para agradar a Dios, y que después nos fortalece y sustenta
en la batalla que nos ha capacitado para que la iniciemos, es el poder del Espíritu de Dios.
Así pues, en medio de un mundo práctico, el cristiano exhibe una vida práctica de amor—una
vida ocupada de utilidad, alimentando al hambriento, dando de beber al sediento, acogiendo a los
forasteros, vistiendo al desnudo, visitando a los enfermos y a los encarcelados. Y todo ello se
realiza no por sus propios esfuerzos, ni siquiera por su propia fe en sí misma, sino por el gran
objeto de su fe: el Dios todopoderoso.
Entonces, el predicador cristiano se presenta ante el mundo con una grandiosa alternativa.
¿Continuaremos dependiendo de nuestros propios esfuerzos, o recibiremos por la fe el poder de
Dios? ¿Nos contentaremos con los materiales que este mundo proporciona, buscando
interminablemente nuevas combinaciones para producir un edificio que perdurará; o
construiremos con los materiales que no son defectuosos? ¿Daremos nuevas motivaciones a los
hombres, o le pediremos a Dios que les dé un nuevo poder? ¿Mejoraremos el mundo, u oraremos
a Dios para que cree un nuevo mundo? Las alternativas anteriores han sido probadas y resultaron
ser defectuosas: los mejores arquitectos no pueden construir edificios indestructibles si todos los
materiales son defectuosos; las buenas motivaciones son impotentes si el corazón es perverso.
Por mucho que nos esforcemos, seguimos siendo tan solo una parte de este mundo malo hasta
que, por la fe, clamamos: ―No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová
de los Ejércitos‖.

CAPÍTULO SIETE

LA FE Y LA ESPERANZA

Se ha demostrado en el último capítulo que la vida cristiana es una vida de amor, y que es
producida por el poder del Espíritu de Dios que se recibe a través de la fe en Cristo. Tal es la
obra cristiana, y tal es el poder que la realiza. Pero, ¿cuál es la meta, cuál es el fin para el cual se
realiza la obra?
El mismo carácter de los medios por los cuales realizamos esta tarea actual sugiere que sí hay
una meta más allá de todo. Así como el poder del pecado no fue agotado por las malas acciones
cometidas aquí y ahora, también el poder del Espíritu no es agotado por Sus frutos del presente.
Así como el pecado se sentía que contenía posibilidades infinitas de maldad, que estaba guiando
hacia profundidades insondables aterradoras, que contenía una cierta búsqueda temerosa de
juicio, así también el Espíritu se siente ser mucho mayor que todo lo que actualmente está
produciendo. El cristiano tiene dentro de él un poder misterioso de bondad, que lo guía por
sendas que desconoce hacia un país desconocido y bendito. El hombre ―práctico‖ del mundo no
ve sino muy poco de la verdadera vida del cristiano. No ve sino la escueta manifestación externa
del poder infinito interno. No es ninguna prueba de la verdad absoluta del cristianismo que haya
mejorado al mundo; ya que tal logro lo comparte tal vez con otras religiones, aunque sin duda
tales religiones lo tienen en un grado mucho menor. Otras religiones mejoran a los hombres: pero
solo el cristianismo hace buenos a los hombres; porque solo el cristianismo puede exhibir una
vida humana absolutamente buena, y con ella la promesa de que otras vidas un día serán hechas
semejantes a tal vida. Solo el cristiano tiene realmente un contacto cercano y vital con la bondad
absoluta—una bondad que contiene en su misma naturaleza y presencia la promesa de que cada
último vestigio de maldad será removido.
Luego entonces, el amor del cristiano por sus semejantes, que es tan admirado por el mundo,
parece ser para el cristiano tan solo un sub-producto; no es sino un efecto del amor mayor hacia
Dios y una escala en su desplegamiento. La relación del cristiano con esa fuerza que lo sostiene y
guía no es la de un instrumento muerto en manos del obrero, sino la de un hombre libre con su
padre amoroso. La obra se siente que es más nuestra propia obra en todos los sentidos porque es
también la obra de Dios. Esa relación personal de amor entre el cristiano y su Dios no es vista
por el mundo, pero para el cristiano ella y solamente ella contiene la promesa de la bondad final
y perfecta.
Entonces, el cristiano produce la vida práctica de amor de camino hacia algo mayor; el
cristiano vive en esperanza. A veces eso se convierte en una razón de reproche. El cristiano hace
lo que es bueno, se dice, por la recompensa del cielo. ¡Mucho más noble es el hombre que hace
lo correcto simplemente porque es correcto, o porque conducirá a la felicidad de las generaciones
por venir, a pesar de que crea que para él la tumba es el final de todo! El reproche tal vez quede
justificado si el cielo supusiera un disfrute meramente egoísta. Pero como asunto de hecho, el
cielo supone no un mero disfrute, no una mera felicidad, sino también bondad, y la bondad
realizada en comunión con Aquél que es el único bueno. Considerar esa comunión como
finalizada para siempre en la muerte no conduce en la práctica real, como a primera vista
pareciera que naturalmente lo hace, a un alto grado de servicio abnegado en el cual sin pensar en
la sobrevivencia individual un hombre daría su vida por el bien de la raza. Porque la raza es
digna del servicio de un hombre, no porque esté compuesta de meras criaturas temporales cuya
vida es esencialmente como la vida de las bestias, sino solamente porque está compuesta de
hombres con almas inmortales. Una concepción degradada de la vida humana por la cual es
privada de su significado eterno no conduce a largo plazo a un servicio abnegado, sino que
conduce a la decadencia y desesperación. En el mismo corazón de la religión cristiana, de
cualquier modo, a pesar de lo que se diga hoy, yace la esperanza del cielo. Esa esperanza no es
egoísta, sino que es el pensamiento más alto y noble que tal vez haya sido colocado en la mente
del hombre; es el pensamiento más alto y noble porque no supone un mero disfrute egoísta sino
la gloria de Dios. Debido a la gloria de Dios, realizada a través de las criaturas que Él ha hecho,
la eternidad no será muy larga. El fin principal del hombre no es meramente glorificar a Dios y
disfrutar de Él, sino ―glorificar a Dios y disfrutar de Él para siempre‖.
Este pensamiento del cielo recorre todo el Nuevo Testamento; y es particularmente
prominente en la enseñanza de Jesús. No solo es importante en sí mismo, sino que además tiene
una relación muy importante en torno al tema de este librito. La fe está estrechamente conectada
en el Nuevo Testamento con la esperanza; y es contrastada en pasajes notables con la vista.
Contrastada con la vista, la fe es representada como una manera en que podemos aprender de las
cosas que serán nuestras en el mundo futuro. Por lo tanto, si vamos a entender de alguna manera
adecuada lo que el Nuevo Testamento dice acerca de la fe, tenemos primero que poner mucha
atención a lo que el Nuevo Testamento dice acerca del cielo.
Pero no podemos entender para nada lo que el Nuevo Testamento dice acerca del cielo, a
menos que también atendamos a lo que Nuevo Testamento dice acerca del infierno; el cielo e
infierno del Nuevo Testamento se hallan en contraste. Ese contraste se encuentra de la forma más
clara, extraño como les parezca a algunas personas, en la enseñanza de Jesús. Jesús habla no
solamente acerca del cielo sino que también, con grandiosa claridad, acerca del infierno. ―Y no
temáis a los que matan el cuerpo‖, dijo nuestro Señor (para citar una declaración típica), ―mas el
alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el
infierno‖ (Mateo 10:28).
Estas palabras no fueron dichas por Jonathan Edwards; no fueron dichas por Cotton Mather;
no fueron dichas por Calvino, o por Agustín, o por Pablo. Sino que fueron dichas por Jesús.
Y cuando son puestas juntas con otras muchas palabras similares en los evangelios,
demuestran la total falsedad del retrato de Jesús que se está construyendo en años recientes. De
acuerdo a ese retrato, Jesús predicaba lo que esencialmente era una religión de este mundo;
promovía una actitud filial hacia Dios y promovía una vida más abundante del hombre, sin
interesarse en detalles vulgares como lo que sucede después de la tumba; en las palabras del
Profesor Ellwood, Jesús ―se preocupaba poco de la cuestión de la existencia después de la
muerte‖.
A fin de destruir este retrato, es necesario solamente ir a través de una armonía de los
evangelios y notar los pasajes donde Jesús habla de la bienaventuranza y la miseria en una vida
futura. Si haces eso, puede que te sorprendas del resultado; ciertamente serás sorprendido por el
resultado si previamente has sido afectado en el grado más mínimo por la mala representación de
Jesús que domina la literatura religiosa de nuestro tiempo. Descubrirás que el pensamiento no
sólo del cielo sino también el pensamiento del infierno recorren toda la enseñanza de Jesús.
Están presentes en las parábolas más características de Jesús—las solemnes parábolas del
hombre rico y Lázaro, el mayordomo injusto, las minas, los talentos, el trigo y la cizaña, el siervo
malvado, la boda del hijo del rey, las diez vírgenes. Es igualmente prominente en el resto de la
enseñanza de Jesús. La escena del juicio de Mateo 25 es solamente la culminación de lo que se
encuentra en todas partes en los evangelios: ―E irán estos al castigo eterno, y los justos a la vida
eterna‖ (Mateo 25:46). No hay nada peculiar en este pasaje entre las enseñanzas de Jesús. Si
alguna vez hubo un maestro religioso a quien no se podía apelar para apoyar una religión de este
mundo, si alguna vez hubo un maestro que veía este mundo bajo el aspecto de la eternidad, es
Jesús de Nazaret.
Estos pasajes y una gran masa de otros pasajes similares están implantados en todas partes de
la tradición del evangelio. Hasta donde sé incluso la crítica más radical apenas ha intentado
remover este elemento en la enseñanza de Jesús. Pero no es meramente la cantidad de la
enseñanza de Jesús acerca de la vida futura que es impresionante; lo que es incluso más
impresionante es el carácter de la misma. No parece ser una excrecencia en los evangelios, como
algo que pudiera ser removido y con todo dejar intacta el resto de la enseñanza. Si este elemento
fuese removido, ¿qué quedaría? Ciertamente no el evangelio mismo, ciertamente no las buenas
nuevas de la obra salvadora de Cristo; porque las buenas nuevas tienen que ver con estos temas
prominentes de la vida y muerte eternas. Pero ni siquiera quedaría la enseñanza ética de Jesús.
No pude haber mayor error que suponer que Jesús alguna vez separó la teología de la ética, o que
si remueves su teología —sus creencias acerca de Dios y el juicio, acerca del dolor del futuro
para los malos y la bienaventuranza futura para los buenos— podrías tener intacta su enseñanza
ética. Al contrario, la formidable seriedad de la ética de Jesús está enraizada en el pensamiento
constante del tribunal de Dios. ―Y si tu ojo te es ocasión de caer, sácalo y échalo de ti; mejor te
es entrar con un solo ojo en la vida, que teniendo dos ojos ser echado en el infierno de fuego‖
(Mateo 18:9). Estas palabras son características de toda la enseñanza de Jesús; la formidable
seriedad de sus mandamientos está íntimamente conectada con la alternativa de la
bienaventuranza o de la aflicción.
Esa alternativa la usa Jesús para despertar el temor en los hombres. ―Y no temáis a los que
matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el
alma y el cuerpo en el infierno‖ (Mateo 10:28). Lucas registra un dicho similar de Jesús: ―Mas os
digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero
os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene
poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed‖ (Lucas 12:4–5). Están aquellos que nos
dicen que el temor debe ser desterrado de la religión; ya no debemos, se dice, sostener ante la
mirada de los hombres el temor del infierno; el temor, se dice, es algo innoble. Aquellos que
hablan de esta manera ciertamente no tienen derecho de apelar a Jesús; porque Jesús
verdaderamente empleó, e insistentemente, el motivo del temor. Si evitas del todo ese motivo en
la religión, estás en abierta contradicción con Jesús. Aquí, como en muchos otros puntos, tiene
que hacerse una decisión entre el Jesús real y mucho de lo que porta su nombre el día de hoy.
Pero, ¿quién tiene la verdad? ¿Tiene la verdad Jesús, o aquellos que sacan de su mente el temor
del infierno? ¿Es el infierno algo completamente innoble; queda degradado necesariamente un
hombre por tener miedo?
Creo que depende completamente de lo que uno entiende por miedo. Las palabras del texto
que hemos estado considerando, con la solemne inculcación del temor, son también una
denunciación resonante del temor; el ―temed más bien a Aquel‖ es balanceado por ―No temáis‖.
Aquí se hace del temor de Dios una forma de vencer el temor del hombre. Y las heroicas
centurias de la historia cristiana han proveído abundante testimonio de la eficacia de esa forma.
Con el temor de Dios delante de sus ojos, los héroes de la fe permanecieron audaces delante de
reyes y gobernantes y dijeron: ―Aquí estoy, no puedo actuar de otra manera, que Dios me ayude.
Amén‖. Es ciertamente algo innoble tener miedo de los lazos y la muerte en manos de los
hombres; es ciertamente innoble temer a aquellos que usan el poder para suprimir el derecho. Tal
temor siempre ha sido superado por verdaderos hombres de fe.
Incluso el temor de Dios, en verdad, pudiera ser degradante. Todo depende de la clase de ser
que tú creas que Dios es. Si crees que Dios es completamente como tú mismo, temerle sería algo
degradante. Si te lo imaginas como un tirano caprichoso, envidioso de las criaturas que ha hecho,
nunca te levantarás por encima de los temores humillantes de Calibán. Pero es muy diferente
cuando permaneces en la presencia de todo el orden moral en el universo; es muy diferente
cuando Dios viene caminando en el huerto y no tienes excusa; es muy diferente cuando piensas
en ese temeroso día en que tus insignificantes engaños quedarán al descubierto y permanezcas
indefenso delante del tribunal justo. Es muy diferente cuando no los pecados de otros sino tus
propios pecados están siendo juzgados. ¿Realmente podemos venir delante del tribunal de Dios y
permanecer impávidos reclamando nuestros derechos? ¿O realmente podemos decir con Henley
las bien conocidas palabras:
Desde la noche que me cubre,
negra de polo a polo,
le doy gracias a cualquier dios que exista
por mi alma inconquistable.

o estas:
No importa cuán estrecha sea la puerta,
cuán cargado esté el rollo de castigos,
Yo soy el amo de mi destino:
Yo soy el capitán de mi alma?

¿Es esta la manera de vencer el temor? Seguro que no. Podemos repetir tales palabras
solamente disfrazados de valentía ignorando los hechos.
Como un asunto de hecho, nuestra alma no es inconquistable; no somos los amos de nuestro
destino o capitanes de nuestra alma. Muchos hombres han contemplado algún hecho fétido por
primera vez con horror, y dijeron: ―¿Soy un perro para que haga esto?‖ Pero después llegó el
fácil descenso al abismo, el debilitamiento gradual de la fibra moral, de tal manera que lo que
parecía horrible ayer parece excusable hoy; hasta que al fin, en algún momento triste, todavía
con el recuerdo del horror del pecado en la mente, un hombre despierta a la conciencia de que ya
está sumergido en la ciénaga. Tal es el espantoso endurecimiento que proviene del pecado.
Incluso en esta vida no somos los amos de nuestro destino; ciertamente no somos los capitanes
de nuestros cuerpos, y no somos, me temo, ni siquiera capitanes de nuestras almas.
Es una mísera cobardía intentar superar el temor ignorando los hechos. No llegamos a ser los
amos de nuestro destino diciendo que lo somos. Y tal flagrancia de orgullo, fútil como es, no es
ni siquiera noble en su futilidad. Sería noble rebelarse en contra de un tirano caprichoso; pero no
es noble rebelarse en contra de la ley moral de Dios.
¿Estamos, entonces, sujetos para siempre al temor? ¿No hay nada para nosotros pecadores
sino una segura búsqueda de juicio e indignación? Jesús vino para decirnos: ¡No! Él vino para
liberarnos del temor. No lo hizo, en realidad, ocultando los hechos; no pintó una pintura falsa de
la vida futura como una vida de futilidad indiferenciada tal como la que los ―médium‖ revelan;
no promovió una noción falsa de un Dios complaciente que pudiera pactar con el pecado. Sino
que liberó a los hombres del temor guiándolos a confiar en Él. El problema de la vida eterna y
muerte eterna es terrible; ay del hombre que aborda ese problema con su propia justicia; pero
Cristo nos da la fuerza para encarar incluso eso.
Inclusive el cristiano, es verdad, tiene que temer a Dios. Pero es una nueva clase de temor. Es
un temor, mayormente, de castigo y reprimenda, no de ruina total; no es un temor, en verdad, de
lo que pudo haber sido sino de lo que es; es un temor de lo que nos hubiera pasado si no
estuviéramos en Cristo. Sin tal temor no puede haber, para nosotros pecadores, verdadero amor;
porque el amor hacia un salvador se halla en proporción al horror que uno tiene de donde ha sido
salvado. ¡Y cuán fuertes son las vidas de aquellos que están llenos de tal amor! Son vidas de
valentía no porque se hayan ignorado los hechos, sino porque han sido encarados; son vidas
fundadas en el fundamento sólido de la gracia de Dios. Si ese es el fundamento de nuestras vidas,
no temeremos cuando lleguemos a la hora que de otra manera sí temeríamos. Es algo hermoso
cuando un cristiano que ha recibido a Jesús como su Salvador llega al momento de la muerte; es
algo hermoso dormir en Jesús, y, cuando uno entra a ese país oscuro del cual nadie más puede
hablarnos, es hermoso confiar en el querido Señor y Salvador y creer que allí veremos su rostro.
De este modo, la fe no está meramente fundada en el conocimiento; sino que también
conduce al conocimiento. Provee información acerca de un mundo futuro que de otra manera
permanecería desconocido. Nuestra discusión sería incompleta si no analizáramos un poco más
plenamente este aspecto de la fe.
El análisis puede basarse en un gran versículo de la Epístola a los Hebreos en el capítulo que
trata expresamente con la fe. ―Es, pues, la fe‖, dice el autor de Hebreos al principio de ese
capítulo, ―la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve‖ (Hebreos 11:1).
Estas palabras no son una definición o un relato completo de la fe: nos dice qué es la fe, pero
no nos dicen todo lo que es, ya que no la separan de todo lo que no es. Hay otras declaraciones
también en el Nuevo Testamento, las cuales a veces son tratadas como definiciones y si bien no
son definiciones para nada. De esta manera, cuando Santiago dice que ―la religión pura y sin
mácula delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus
tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo‖ (Sant. 1:27), no está dando una definición o
una descripción completa de la religión; nos está diciendo lo que es la religión, pero no nos dice
todo lo que es: la religión pura es visitar a los huérfanos y a las viudas y guardarse sin mancha
del mundo, pero es mucho más que eso. O cuando se dice que ―Dios es amor‖ (1 Juan 4:8), eso
no significa que todo lo que Dios es solamente amor. Es un error lógico muy grande
particularizar tal afirmación y tratarla como si fuera una definición; muchas afirmaciones como
esa serían necesarias a fin de obtener algo así como un relato completo de Dios; Dios es amor,
pero El es muchas cosas más también.
Así que cuando se dice que la fe es ―la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no
se ve‖, eso no quiere decir que la certeza de las cosas que se esperan o la convicción de las cosas
que no se ven sea siempre fe, o que la fe es solamente lo que aquí se dice que es. Aquí en este
versículo no tenemos todo lo que es la fe, sino un aspecto particular de la misma. Pero ya que
este aspecto particular es un aspecto que usualmente es descuidado hoy en día, este texto tal vez
debe considerarse justo ahora para sacar una ganancia provechosa. El aspecto de la fe que aquí se
coloca en primer plano es una parte especial del aspecto intelectual de la misma; la fe se
considera aquí como contribuyendo a la suma del conocimiento humano.
En el tiempo actual está de moda ignorar este aspecto de la fe: ciertamente la fe y el
conocimiento, como ya hemos observado, con frecuencia son divorciados; son tratados como si
pertenecieran a dos esferas enteramente diferentes, y por lo tanto nunca podría de ninguna
manera ni entrar en relación mutua ni en contradicción mutua. Esta separación entre la fe y el
conocimiento ya se ha considerado en lo que concierne a la base de la fe; la verdadera fe, hemos
observado, está siempre basada en el conocimiento. Pero la verdadera fe no solamente está
basada en el conocimiento, sino que también conduce a más conocimiento; y es este aspecto de
la fe que se presenta en forma clásica en el gran versículo al principio de Hebreos 11.
―La fe‖, dice el autor de Hebreos, ―es la certeza de lo que se espera‖. La palabra aquí
traducida ―substancia‖ (N del T: la Biblia que usa el autor lee ―substancia‖ en vez de ―certeza‖)
se traduce en la Versión Revisada como ―seguridad o certeza‖. Pero la diferencia no es
importante. El punto en cada caso es que por medio la fe los eventos futuros llegan a ser seguros;
la antigua traducción meramente expresa lo mismo de una manera un poco más fuerte: los
eventos futuros, quiere decir, a través de la fe llegan a ser tan ciertos que es como si ellos ya
hubieran acontecido; las cosas que se nos prometen llegan a ser, por nuestra fe en la promesa, tan
ciertas que es como si tuviéramos la mismísima substancia de ellos en nuestras manos aquí y
ahora. En cualquier caso, ya sea que la traducción correcta fuese ―substancia‖ o ―seguridad‖, la
fe se considera aquí como proveyendo información acerca de eventos futuros; se presenta como
una manera de predecir el futuro.
Hay varias maneras de predecir el futuro; la fe es una manera, pero no es la única manera.
Otra manera es provista, por ejemplo, por la astronomía. El 24 de Enero de 1925 hubo un eclipse
total de sol en la parte este de los Estados Unidos. Se hicieron los arreglos necesarios a fin de
hacer observaciones; los expertos estaban tan firmemente convencidos de que el eclipse
acontecería que grandes sumas de dinero se invirtieron sobre la base de la convicción. En
conexión con otro eclipse que tuvo lugar pocos años antes, se hicieron incluso arreglos más
caros. En esa ocasión el eclipse fue visible en una región mucho menos accesible, y las
expediciones tuvieron que ser enviadas a miles de millas de distancia a fin de que se pudieran
realizar las observaciones; los astrónomos parecían estar firmemente convencidos de que
realmente el eclipse iba a acontecer.
Es verdad que en algunos casos el trabajo fue todo un desperdicio. En los lugares a los cuales
algunas de las expediciones fueron, llovió o estaba nublado; el mal tiempo arruinó aquellas
elaboradas expediciones científicas tan efectivamente como si hubieran sido cualquier picnic
ordinario de Escuela Dominical. Puede ser, por supuesto, que los científicos aprenderán a
eliminar incluso esta fuente de error; o incluso controlar el clima. Ciertamente esperamos que no
suceda en nuestro día. Porque si sucede en nuestro día, sin duda que el bloque agrario querrá una
clase de clima y los trabajadores industriales otro, de tal manera que lo que ahora es casi el único
tópico realmente seguro de conversación casual llegará a ser una causa de guerra civil. Pero
aunque el clima no puede ser predicho con mucho tiempo de anticipación, y aunque obscureció
el eclipse, no obstante sin duda el eclipse tuvo lugar a la hora predicha. En la última ocasión,
creo, el eclipse se retrasó unos cuatro segundos solamente: pero esos cuatro segundos no me
preocuparon casi para nada como preocuparon a los astrónomos; desde mi punto de vista laico
estoy obligado a decir que pienso que los astrónomos tuvieron éxito dentro de lo que cabe en su
manera de predecir el futuro.
Pero aunque la astronomía es una manera de predecir el futuro, y una manera muy buena
también, no es la única manera. Y lo que debe observarse con cuidado es que la fe es tan
científica como la astronomía. El futuro es predicho por medio de la fe cuando uno depende para
su conocimiento del futuro de la palabra de un ser personal. Y en la vida ordinaria ese método de
predicción se usa constantemente. De ese método depende, por ejemplo, toda la conducta
ordenada de la vida económica, política y social. Los negocios se llevan a cabo por medio de
créditos, y es perfectamente científico hacerlo así; es perfectamente científico sostener que
hombres de negocios de reputación, especialmente cuando eliminan idiosincrasias personales
actuando colectivamente, cumplirán con sus obligaciones. La vida política es posible solamente
por la fe depositada en el gobierno, y donde tal fe se destruye uno queda en una anarquía
desesperanzadora. La vida social es posiblemente solamente por la fe—la vida social en sus
aspectos más generales y también los detalles más humildes y más individuales. Es realmente tan
científico predecir que una madre le dará la medicina a su hijo enfermo en el tiempo correcto
como es tan científico predecir un eclipse de sol. Sin duda que hay factores más perturbadores en
el primer caso que en el último, y sin duda aquellos factores perturbadores deben ser
debidamente considerados; pero eso no afecta el carácter científico esencialmente saludable de la
predicción. En cualquier planeación científica ideal y completa del futuro curso del mundo, la
probabilidad de que la madre le dará la medicina al bebé tendría que tomarse en consideración
tan ciertamente como la probabilidad del eclipse de sol.
Algunas veces una predicción de la conducta futura de una persona se puede establecer con
cierto grado de precisión matemática; se descubre que cierta persona ha cumplido con sus
obligaciones 99 veces de 100 casos en el pasado; por lo tanto, las probabilidades, se dirá,
favorecen fuertemente que cumpla con sus obligaciones en un caso similar en el futuro. Ciertas
formas de contratos de seguros, me imagino (aunque conozco muy poco de ello), están basadas
en tal cálculo. Pero muy a menudo las predicciones de uno en cuanto a la conducta futura de una
persona, aunque adquiriendo un alto grado de probabilidad, no se basan meramente en tal
razonamiento matemático: una persona a veces inspira confianza por toda su forma de ser; el
alma habla al alma; e incluso aparte de conocer por mucho tiempo la confiabilidad de esa
persona, uno sabe que es confiable. Esa clase de confianza tiene mucho más que ver, a propósito,
al producir convicción cristiana de lo que a veces se supone. Incluso esa clase de confianza es
completamente razonable; añade a la suma total del conocimiento, y es en un sentido verdadero
de la palabra ―científica‖. La experiencia común confirma las palabras del texto de que la fe es
―la certeza de lo que se espera‖.
El texto también dice que la fe es la ―convicción de lo que no se ve‖. Esa aserción incluye a
la otra. Las cosas futuras —lo que se espera— siempre son también ―cosas que no se ven‖. El
cristiano, por ejemplo, al pensar en su comunión en el cielo con Cristo, camina por fe no por
vista, ya que ahora él no ve el cielo. No tiene una evidencia visible, pero necesita confiar en
Cristo para que el cielo sea real para él.
Pero esta segunda afirmación del texto, aunque incluye a la primera, va más allá de ella; la fe
a veces se necesita no solamente para predecir el futuro sino también para dar información
acerca de las cosas ocultas que ya existen. Ya sea que la información tenga que ver con el futuro
o el presente, se basa en la fe si depende de la palabra de un ser personal.
La fe, entonces, aunque tiene otros aspectos, siempre es —si es que es verdadera fe— una
manera de obtener conocimiento; nunca debe ser contrapuesta a la ciencia—. En verdad, en
cualquier verdadera ciencia universal —una ciencia que obliteraría los límites departamentales
artificiales que hemos erigido por pura conveniencia y como una concesión a las limitaciones
humanas— en cualquier verdadera ciencia universal, la confianza en seres personales tendría un
lugar reconocido como un medio de obtener conocimiento tan válido como las balanzas químicas
o los telescopios.
Por lo tanto, es solo con gran precaución que podemos aceptar la distinción establecida por
Tennyson al principio de In Memoriam:
Poderoso Hijo de Dios, Amor Inmortal,
A quien nosotros, que no hemos visto tu rostro,
Por medio de la fe, y solo por la fe, aceptamos,
Creyendo lo que no podemos probar.

―Creyendo lo que no podemos probar‖ —todo depende de lo que quieras decir por
―probar‖—. Si por ―probar‖ quieres decir ―obtener conocimiento por medio de tu propia
observación sin depender de la información recibida de otras personas‖, entonces por supuesto la
distinción entre creencia (o fe) y prueba es válida, y puede admitirse rápidamente que en ese
sentido la religión cristiana depende de la fe más que de la prueba. —Pero en lo que se debe
insistir sobre todas las cosas es que ―creencia‖ o fe, en el sentido Tennysoniano, puede
proporcionar un alto grado de certitud científica tanto como una ―prueba‖ —en el sentido más
estrecho de la palabra—. En verdad, en innumerables casos proporciona un grado mucho más
alto de certitud. Tal vez el lector me disculpe una ilustración de la vida ordinaria. Tengo una
cuenta en uno de los bancos de Princeton. No es una gran cantidad como me gustaría tener, pero
allí está. Cada mes el banco me envía un reporte de mi estado de cuenta. También obtengo
información sobre lo mismo que yo mismo calculo en mis talones de mi libro de cheque. La
información que obtengo por mis propios cálculos se obtiene por medio de ―pruebas‖ en el
sentido Tennysoniano de la palabra (o el sentido que correcta o incorrectamente le hemos
atribuido a Tennyson). La información que obtengo del banco, por otro lado, la obtengo por fe
—depende de mi confianza en la exactitud e integridad de los empleados del banco—. No tengo
la menor idea de cómo los bancos alcanzan tal grado maravilloso de exactitud. Uno de los
primeros maestros de matemáticas que tuve me dijo, creo, algo con la idea de que los oficiales de
un banco a veces se pasan toda la noche buscando en los libros un centavo que no se ha
registrado. Reciente creo que leí en el Saturday Evening Post o alguna revista parecida, para mi
gran desilusión, que si falta un centavo se van a dormir tranquilos. ¡Fue un ídolo de juventud
hecho trizas! De cualquier manera no sé como lo hacen; para nada he seguido los pasos de su
cálculo de mi estado de cuenta; no obstante acepto el resultado con una confianza perfecta. Es un
asunto de fe pura. Ahora bien, con mucha frecuencia al fin del mes emergen diferencias de
opinión entre el banco y yo con respecto a la cantidad de mi estado de cuenta; la ―fe‖ en el
reporte del banco se contrapone contra la ―prueba‖ basada en mis propios cálculos. Y lo curioso
es que la fe es mucho más fuerte, mucho más científica que la prueba. Solía pensar que mi
cálculo podía ser correcto y el del banco equivocarse, pero ahora confío en el banco todo el
tiempo. Es verdad, tengo el deseo de que los dos medios de obtener conocimiento converjan;
tengo el deseo intelectual de unificar mi mundo financieramente. Pero lo hago no corrigiendo el
reporte del banco sino corrigiendo mi propio cálculo. Corrijo la ―prueba‖ porque he obtenido
mejor información por la ―fe‖.
Ese caso, tan simple como eso, creo que ilustra un gran principio que atañe a los elementos
vitales de la religión. No es cierto que las convicciones que se basan en la palabra de otros
necesariamente tengan que ser menos firmes y menos científicas que las convicciones que se
basan en el cálculo y observaciones de uno mismo. El cálculo y observación de uno mismo
pueden resultar incorrectos como también la confianza de uno en la palabra de otra persona.
Así es en el caso de la religión cristiana. Las convicciones centrales de la religión cristiana, al
menos en lo que concierne al evangelio de la salvación, se basan no sobre nuestra propia
observación, sino sobre el testimonio; están basadas, en primer lugar, en el testimonio de los
escritores bíblicos con respecto a cosas dichas y hechas en el primer siglo de nuestra era en
Palestina. Ese testimonio concebiblemente puede ser verdadero o falso; pero decir por anticipado
que no puede ser verdadero es caer en un error intelectual muy serio. Si el testimonio es
verdadero, entonces el rechazo del mismo es tan acientífico y la aceptación del mismo es tan
científica como el rechazo o la aceptación de resultados asegurados en el campo de las ciencias
de laboratorio.
Como asunto de hecho, nosotros los cristianos creemos que el testimonio es verdadero. ¿Por
qué lo creemos? Sin duda hay varias razones; probamos las aserciones de los escritores bíblicos
de muchas maneras diferentes antes de aceptarlas como verdaderas. Pero una razón a veces no ha
dado el grado de prominencia que merece. Una razón muy importante para aceptar el testimonio
del Nuevo Testamento acerca de Cristo es que llegamos a familiarizarnos personalmente con los
escritos que nos dan el testimonio, y sobre la base de esa familiaridad llegamos a tener una
impresión poderosa de que nos están diciendo la verdad. Si tienes problemas con dudas acerca de
la verdad del Nuevo Testamento, si las cosas maravillosas que el Nuevo Testamento narra te
parecen demasiado extrañas como para que hubieran sucedido alguna vez en esta tierra, me
gustaría recomendarte un ejercicio que me ha sido útil; me gustaría sugerirte el plan de leer
rápidamente grandes secciones de la narrativa de los evangelios como si fuera la primera vez. El
evangelio de Marcos, por ejemplo, se presta fácilmente para este propósito; tal vez esa sea la
razón por qué Dios nos ha dado un evangelio que es muy corto. Lee el evangelio de Marcos
completamente entonces en una sentada; no lo estudies esta vez (sin importar lo significativo que
resulte el estudio en otras ocasiones), sino simplemente léelo; simplemente deja que tu mente
reciba la impresión completa del evangelio. Si haces eso sentirás que has llegado a conocer bien
al autor; y tendrás una poderosa impresión de que él está diciendo la verdad. Es inconcebible,
dirás, que este estupendo retrato de Jesús haya podido ser el producto de la invención o de la
imaginación mitologizante de la iglesia; si se pudiera colocar al autor del evangelio de Marcos en
el tribunal de testigos, resultaría ser un buen testimonio abrumador y convencería a la mente de
cualquier jurado abierto a los hechos.
Lo mismo puede hacerse también en el caso de un libro que es tan atacado como el Cuarto
Evangelio. En el curso de mi vida, he leído mucho que se ha escrito en contra de la confiabilidad
de ese libro. Algo de ello a veces me ha parecido plausible; a veces me he angustiado por serias
dudas. Pero en tales ocasiones me he alejado de lo que se ha escrito acerca del libro para
acercarme al libro mismo; he intentado leerlo como si fuera la primera vez. Y cuando he hecho
eso, la impresión ha sido a veces muy poderosa. Claramente el autor está reclamando ser un
testigo ocular, y claramente enfatiza el testimonio de los sentidos. Si no hubiera sido realmente
un testigo ocular de la vida de Jesús, entonces se hubiera inmiscuido en pieza refinada de
decepción, mucho más nefasta que si meramente hubiera puesto un nombre falso al principio de
su libro. Que se inmiscuya en tal pieza de decepción puede parecer plausible cuando uno
meramente lee lo que ha sido escrito acerca del autor por otras personas; pero parece ser una
hipótesis verdaderamente monstruosa cuando uno se familiariza personalmente con el autor
leyendo su libro por uno mismo. Cuando uno hace eso, la convicción llega a ser abrumadora de
que este autor en realidad era, como él mismo lo reclama, un testigo ocular de las maravillas que
narra, de que realmente contempló la gloria de la Palabra encarnada, y de que la estupenda
Persona de quien escribe en verdad caminó en esta tierra.
Descuidar esta clase de evidencia —la clase de evidencia que se basa en el testimonio
personal— mantenemos que es algo completamente acientífico. Hay una amplia apertura de
mentalidad acerca de la verdadera ciencia que muchas personas no parecen tener ni la menor
idea. Se sumergen en una clase de evidencia; dentro de una esfera limitada sus observaciones son
buenas: pero con respecto a otras clases de evidencias son completamente ciegos. Tal ceguera
necesita ser superada si vamos a tener avance científico real; el verdadero científico abre su
mente no meramente a unos, sino a todos los hechos. Y si abre los ojos a todos los hechos, no
descuidará lo que se le dice por testigos creíbles acerca de Jesucristo.
Mucho menos debemos descuidar lo que Jesús mismo nos dice si queremos ser
verdaderamente científicos. Los escritores del Nuevo Testamento nos hablan de Jesús; basados
en su testimonio estamos convencidos de que el Jesús del Nuevo Testamento realmente vivió en
este mundo, que realmente murió por nuestros pecados, que realmente se levantó de los muertos,
y que ahora vive para que pueda ser nuestro Salvador. Si hemos aceptado ese testimonio acerca
de Jesús, entonces tenemos a Jesús mismo; y si tenemos a Jesús mismo, es razonable confiar en
Él no solamente en este mundo sino también en el venidero.
Por lo tanto, es muy desorientador decir que la religión y la ciencia están separadas, y que la
Biblia no tiene la intención de enseñar ciencia. Sin duda que la aserción de que la Biblia no tiene
la intención de enseñar ciencia contiene un elemento de verdad: es realmente cierto que hay
muchos departamentos de la ciencia en que la Biblia no entra; y muy posiblemente es ventajoso
aislar ciertos departamentos provisionalmente y realizar investigaciones en aquellos
departamentos sin pensar en los otros por el momento. Pero tal aislamiento es meramente
provisional; y en último análisis debe haber una síntesis real de la verdad. Por principios, no
puede negarse que la Biblia enseñe ciertas cosas acerca de las cuales la ciencia tiene derecho de
hablar. El asunto es particularmente claro en la esfera de la historia. En el mismo centro de la
Biblia hay aserciones acerca de eventos en el mundo externo de Palestina en el primer siglo de
nuestra era —eventos cuya narración constituyen el ―evangelio‖, las buenas nuevas sobre la que
se basa nuestra fe cristiana—. Pero los eventos en Palestina en el primer siglo de nuestra era son
con mucho un tema propio para la historia científica como lo son los eventos en Grecia o Roma.
Y en un relato ideal científico completo del universo físico la emergencia o no emergencia del
cuerpo de Jesús fuera de la tumba —una pregunta de la que depende la existencia misma del
cristianismo —tendría que haberse registrado tan ciertamente como las observaciones que se
hacen en el laboratorio.
Por lo tanto, tendremos que rechazar una apologética fácil del cristianismo que simplemente
declara que la religión y la ciencia pertenecen a esferas independientes y que la ciencia nunca
puede de ninguna manera contradecir a la religión. Por supuesto, la verdadera ciencia no puede
nunca en realidad contradecir a ninguna religión que sea verdadera; pero decir que la ciencia de
ninguna manera puede contradecir a la religión, antes de decidir la cuestión de si la religión es
verdadera o falsa, es despreciar tanto a la religión como a la ciencia. Es una religión pobre la que
deja a la ciencia todo el ámbito de la verdad objetiva, a fin de reservarse meramente un reino de
ideales. Tal religión de cualquier manera, sin importar cómo se le estime, no es ciertamente el
cristianismo; porque el cristianismo está completamente fundado no meramente sobre ideales,
sino sobre hechos. Pero si el cristianismo está fundado en hechos, entonces no es completamente
independiente de la ciencia; porque todos los hechos tienen que relacionarse de alguna manera.
Cuando nuevos hechos entran a la mente humana, tiene que proceder a familiarizarse con ellos;
tiene que proceder a presentarse a los nuevos residentes de la casa. Ese proceso de introducción
de los nuevos hechos se llama pensar. Y, contrario a lo que parece suponerse por lo general, el
cristiano no puede evitar el pensar. La religión cristiana no es un epifenómeno inocente aunque
inútil, sin ninguna interrelación con otras esferas de conocimiento, sino que tiene que buscar
justificar su lugar en el reino de los hechos, a pesar de toda la labor intelectual que eso cueste.
Sin embargo, no temamos. Nuestra religión realmente está fundada en palabras de sobriedad
y verdad. No sufre de un exceso de pensamiento, sino de una lamentable deficiencia del mismo;
y una verdadera extensión de conocimiento conducirá de nuevo a la fe. Es, por supuesto, un error
aplicar a una ciencia los métodos de otra; tal vez esa sea la razón de por qué los expertos en la
esfera de las ciencias de laboratorio con frecuencia no son científicos al tratar, por ejemplo, con
la historia. Además la evidencia de la verdad del cristianismo es muy variada, y no es para nada
de la clase que fácilmente puede medirse. El testimonio de los evangelios acerca de Jesús, por
ejemplo, es asombrosamente convincente cuando se le presta atención tal como lo requiere; es
asombrosamente convincente cuando uno lo conecta con los hechos del alma. Además la
evidencia a favor del testimonio del evangelio es cumulativa; nadie que realmente es de
mentalidad abierta la rechazará a la ligera. Y cuando al aceptar ese testimonio acerca de Jesús
llegamos a tener a Jesús mismo, con mucha más claridad podemos confiar en Él para este tiempo
y para la eternidad. El testimonio queda confirmado en el aquí y el ahora por la experiencia del
presente; el cristiano conoce a Aquel en quien ha creído. La fe no necesita ser demasiado
humilde o disculparse excesivamente ante el tribunal de la razón; la fe cristiana es algo
completamente razonable; es, como dice la Epístola a los Hebreos, ―la certeza de lo que se
espera, la convicción de lo que no se ve‖.
Nuestro tratamiento de la fe ya casi termina. Pero todavía queda una pregunta muy práctica.
Hemos visto que la fe es el medio designado de la salvación; sin ella no hay un contacto salvador
con Cristo, al menos para aquellos que han llegado a los años de discreción. Pero la fe es a veces
fuerte y a veces débil: ¿cuán fuerte tiene que ser a fin de que un alma pueda salvarse?
Al responder a esta pregunta, tiene que admitirse sin lugar a dudas que el Nuevo Testamento
reconoce varios grados de fe; y busca con gran seriedad fortalecer la fe en vez de debilitarla. De
acuerdo al Nuevo Testamento una fe fuerte y firme sin mezcla de dudas es algo que Dios usa
para realizar grandes cosas. Esto es particularmente claro en el caso de la oración; la eficacia de
la oración, de acuerdo al Nuevo Testamento, depende hasta cierto punto del grado de fe del que
ora; una fe débil y tambaleante no es por lo general el instrumento que mueve montañas y las
arroja al mar. Pero hay otro aspecto de la enseñanza del Nuevo Testamento que no debe
descuidarse si vamos a tener consuelo en la vida cristiana. Aunque Dios puede usar una fe firme
y fuerte ejercitada en la oración, Él también puede usar una fe que es muy débil. Es una gran
equivocación pensar que la oración funciona de una manera mecánica, de tal manera que
mientras una buena oración produce un buen resultado, una pobre oración necesariamente
producirá un pobre resultado. Al contrario, la eficacia de la oración no depende después de todo
de la excelencia de la oración sino de la gracia de Dios, y con frecuencia Dios se complace en
honrar las oraciones que son muy defectuosas. Gracias a Dios que es así; gracias a Dios que
aunque no sabemos lo que debemos orar, su Espíritu ―intercede por nosotros con gemidos
indecibles‖; gracias a Dios que no nos da lo que merecemos sino ―mucho más abundantemente
de lo que pedimos o entendemos‖.
Así es, entonces, con la oración: tiene que haber fe si la oración va a ser oración del todo y no
una forma vacía de palabras; pero incluso la fe débil Dios a veces la usa en su infinita
misericordia para realizar grandes cosas. Pero si es así con los detalles de la vida cristiana, si es
así con la oración, ¿cómo es con la salvación? La fe es necesaria para la salvación, pero ¿cuánta
fe es necesaria? ¿Cómo trata Dios al hombre de poca fe?
Para responder a esta pregunta tenemos en los evangelios un hermoso incidente que encaja
muy bien con nuestro presente intento de exponer la enseñanza del Nuevo Testamento acerca de
la fe.
El incidente es la sanación del niño endemoniado en Marcos 9:14–29. También se encuentra
en Mateo y Lucas como en Marcos, pero una forma muy breve. Solo Marcos es el que pinta el
retrato en detalle; es Marcos mucho más que los otros dos quien nos capacita para ver con los
ojos de aquellos que estuvieron presentes en la escena. Si la tradición cristiana temprana es
correcta, como sin duda lo es, al sostener que el Segundo Evangelio encarna la predicación
misionera de Pedro, entonces eso explica el carácter vívido de la narrativa. El evangelista nos
capacita para ver con los ojos de Pedro. Pedro con otros dos discípulos habían estado en el
Monte de la Transfiguración; él había visto al Señor en gloria con Moisés y Elías; y ahora al
descender de la montaña nos dice, a través de las palabras del Segundo Evangelio, exactamente
lo que vio abajo. Marcos ha preservado los detalles; no ha intentado mejorar el estilo; su
narrativa es áspera, vigorosa y natural. En ninguna otra parte Marcos es más característicamente
marcano que aquí.
Tal y como está retratada, la escena es una escena de miseria y necesidad humanas. Un
hombre están en angustia; su hijo estaba atrapado por un espíritu malo, sacaba espuma por la
boca y crujía los dientes y ahora estaba revolcándose en el suelo. Ante la presencia de esta
angustia, los hombres eran impotentes para ayudar; incluso los discípulos de Jesús, a pesar de
todo el poder de su Amo, no podían hacer nada. Es una pintura de la necesidad humana y de la
impotencia del hombre. Y la escena no se ha vuelto anticuada hoy. Creo que la causa de la
enfermedad en ese tiempo era diferente a la que se observa en la actualidad; pero la miseria
resultante era en muchos aspectos importantes la misma. La ciencia médica todavía no se ha
deshecho de la miseria humana; y es muy inconcebible que algún día logre hacerlo. Sin duda que
la forma de la miseria puede cambiar; es perfectamente concebible, aunque tal vez altamente
improbable, que la enfermedad pueda ser conquistada. Pero la muerte, al menos en el orden
presente de las cosas, permanecerá; y con la muerte y el dolor habrá clamor de angustia del alma
humana.
El hombre en la escena marcana se hallaba en el mero extremo del sufrimiento. Todos los
recursos habían fallado, y la miseria estaba en su apogeo. Entonces Jesús bajo de la montaña. Él
era el nuevo pero último recurso. Pero Jesús no ayudó inmediatamente. El medio que requirió
para ayudar fue la fe, ¿y creyó el hombre? ―Pero si puedes hacer algo‖, dijo el padre, y era un
―si‖ desesperante más bien que de credulidad. Pero Jesús no se desesperó. La fe no se hacía
evidente, pero Jesús sabía cómo producirla; él sacó a la luz la fe que el hombre tenía. ―¿Cuánto
tiempo hace que le sucede esto?‖ preguntó. Y después dijo, para que la fe se manifestara: ―Si
puedes creer, al que cree todo le es posible‖.
La respuesta del hombre es una de esas exclamaciones inolvidables del espíritu humano;
permanecerá como un clásico en tanto perdura la raza humana. No es meramente la voz de un
hombre, sino expresa el clamor de la raza humana. Supongo que por eso, de la terrible angustia
surgen grandes exclamaciones. El habla ordinaria recubre el pensamiento con adornos
convencionales; pero en tiempos de emociones ardientes la forma de expresión se olvida y un
clamor irrumpe escueto y descubierto desde las profundidades del alma.
Así sucedió con el hombre de este incidente. El camuflaje se olvidó; no pretendió demostrar
una confianza que no tenía; no intentó una armonía lógica entre la fe y la incredulidad que
batallaban ferozmente en el alma. ―Creo; ayuda mi incredulidad,‖ dijo el hombre. Esa era la fe,
una fe débil es verdad, pero una fe que nació de la necesidad.
Supongo que así tiene que hacer toda fe. No quiero decir que la fe en Cristo no pueda surgir
sin que haya una angustia previa del alma. Algunos hijos de hogares cristianos creen en su
Salvador casi tan pronto como comienza su vida consciente plena; y esa fe simple de la infancia
a veces permanece firmemente inamovible a través de todas las tormentas de la vida. Pero una
multitud de personas no creen en Cristo hoy. ¿Cómo serán guiados a la fe en Él? Ya hemos visto
cuál es la respuesta (véase el capítulo 4); solamente pueden ser llevados a la fe a través del
sentido de la necesidad.
La necesidad del hombre en el evangelio de Marcos era clara. Su hijo estaba rechinando sus
dientes y revolcándose en el suelo. Pero la necesidad de todos los hombres si tan solo pudieran
discernir los hechos es igualmente clara. La gran necesidad del alma humana que conduce a la fe
en Cristo se encuentra, como hemos visto, en el hecho del pecado. Una persona nunca acepta a
Cristo como Salvador a menos que se sepa atrapado en los puños del demonio del pecado y
desee ser liberado. Uno podría argüir con otra persona acerca de la materia de la religión tanto
como dure la vida; uno podría presentar argumentos de la existencia de un Dios personal; uno
podría intentar probar sobre la base de la evidencia documentada que solamente la concepción
cristiana de Cristo y solamente su resurrección de la tumba pueden explicar el origen de la
religión cristiana. Las personas escucharán si son de mentalidad abierta (aunque raramente lo son
hoy); pero al ser repelidos por la naturaleza formidable de lo que les pedimos que crean,
rechazarán todos nuestros argumentos y nunca serán convencidos. Pero justo cuando nos
angustiamos por llevarlos a la fe, recibimos la ayuda de un aliado inesperado. De una manera
inesperada la vaciedad y desesperanza de sus vidas se hace real en ellos; reconocen la tremenda
culpa del pecado. Y cuando reconocen eso, las pruebas de la religión cristiana repentinamente
adquieren para ellos una nueva urgencia de convicción; todas las piezas en el sistema cristiano
caen en su propio lugar, y después creen. La creencia en Cristo hoy y siempre solamente se
puede obtener cuando hay un sentido de necesidad.
Eso no quiere decir que despreciemos las pruebas externas de la religión cristiana. Son
absolutamente necesarias; sin ellas el sentido de necesidad solamente conduciría a la
desesperación. Es uno de los errores raíces de la actualidad suponer que debido a que los
fundamentos filosóficos e históricos de nuestra religión son insuficientes para producir la fe, por
lo tanto no son necesarios. La verdad es que su insuficiencia no se debe para nada a ninguna
debilidad propia sino solamente a una debilidad en nuestras mentes. El cristiano debe evitar el
pragmatismo con todas sus fuerzas, como en realidad debe ser evitado por cualquiera que no esté
de acuerdo con el presente decline intelectual lamentable que el pragmatismo ha producido. Los
hechos de la religión cristiana seguirán siendo hechos independientemente de que nos gusten o
no; son hechos para Dios; son hechos tanto para los ángeles y los demonios; son hechos ahora, y
seguirán siendo hechos más allá del fin del tiempo.
Pero como hemos observado en una parte al principio de nuestra discusión, los hechos son
una cosa y el reconocimiento de los hechos es otra. Y para nosotros el reconocimiento de los
hechos depende del sentido de necesidad. El hombre que llega a discernir el pecado de su propia
alma, que ha desmantelado las miserables excusas convencionales del pecado y se ve como Dios
lo ve, es un hombre que como uno que se ahoga se aferrará a una tabla que lo pueda salvar del
abismo. Sin el sentido de una terrible necesidad los formidables y maravillosos eventos de la
venida de Jesús y de su resurrección no son creíbles porque están fuera del orden usual de las
cosas; pero para el hombre que conoce la terrible necesidad causada por el pecado estas cosas
son valiosas porque están fuera del orden usual de las cosas. El hombre que está bajo la
convicción del pecado puede aceptar lo sobrenatural, porque sabe que hay una ocasión adecuada
de su entrada en el curso de este mundo.
Cuando los hombres modernos llegan a tener un sentido real del pecado, a pesar de todo el
prejuicio en contra del relato del evangelio, ellos finalmente clamarán: ―Señor, creo; ayuda mi
incredulidad‖. Ese clamor del hombre angustiado en Marcos no era el clamor de una fe perfecta,
pero a través de ella fue salvo. Y así también sucederá hoy. Incluso una fe muy imperfecta y
débil es suficiente para la salvación; la salvación no depende de la fuerza de nuestra fe, sino
depende de Cristo. Si quieres seguridad de salvación, no pienses en tu fe, sino en la Persona que
es el objeto de tu fe. La fe no es una fuerza que hace algo, sino un canal que recibe algo. Una vez
que se abre ese canal, la salvación entra para nunca más partir. Es una gran equivocación suponer
que los cristianos obtienen su salvación porque se mantienen de pie por sus propios esfuerzos en
una actitud de fe. Al contrario, la fe salvadora significa poner la confianza de uno de una vez y
para siempre en Cristo. Nunca desertará a aquellos que se han encomendado a Él, sino que los
mantendrá a salvo tanto en este mundo como en el venidero.
En la segunda parte del Progreso del Peregrino de John Bunyan hay uno de esos retratos
inolvidables que ha hecho que el libro del hojalatero de Bedford —ese tiernísimo y muy
teológico de los libros ingleses— sea uno de las verdaderas obras maestras de la literatura del
mundo. Es el relato del ―Sr. Temor‖. El Sr. Temor había ―captado la esencia del asunto‖; era un
verdadero cristiano, pero tenía poco consuelo en su religión. Cuando fue a la casa del Intérprete,
tenía miedo de entrar; se tiró al suelo fuera de la casa temblando casi hasta morir de hambre.
Pero después, cuando finalmente se le llevó dentro de la casa, recibió una cálida bienvenida.
―Diré que mi Señor‖, dijo Gran Corazón, ―él fue maravillosamente amoroso con él‖. Entonces
Sr. Temor siguió su camino gimiendo, y al llegar a la entrada del Valle de Sombra de Muerte,
―Pensé‖, dijo el guía, ―que debía deshacerme de él‖. Finalmente llegó al Río que todos tenían
que cruzar, y allí estaba en una situación difícil. ―Ahora sí, dijo, se va ahogar para siempre, y
nunca verá ese rostro consolador que había venido a contemplar recorriendo muchas millas‖.
Pero se nos dice que nunca el agua de ese Río había estado tan baja como lo estaba el día que Sr.
Temor lo atravesó. ―Así que pasó al otro lado finalmente casi sin mojarse los pies. Cuando iba
subiendo a la Puerta, el Sr. Gran Corazón empezó a dejarlo ir, y le deseó buena acogida allá
arriba. Así que Sr. Temor dijo: “la tendré, la tendré”.
Tal es el bendito final del hombre incluso de poca fe. La fe débil no removerá montañas, pero
hay una cosa que al menos sí hará: hará que un pecador esté en paz con Dios. Nuestra salvación
no depende de la fuerza de nuestra fe; la fe salvadora es un canal, no una fuerza. Si realmente has
entregado toda tu vida a Cristo, entonces a pesar de tus subsecuentes dudas y temores le
perteneces a Él para siempre.
2
FIN

2
Machen, J. G. (2014). ¿Qué es la Fe?. (V. A. Martínez, Trad.) (1a ed., pp. 3–231). San José, Costa Rica:
Editorial CLIR.

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