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Este rico personaje de Cien Años de Soledad irrumpe como elemento andino en el crecimiento de
un pueblo caribeño, de una familia costeña en ese momento conformada por una matrona
aguerrida que va perdiendo las riendas de su hogar; su hijo, un general en decadencia, dedicado a
la monótona evasión de su vida como patriota, a través del círculo vicioso de la orfebrería; una
mujer increíblemente hermosa, como ella, pero exageradamente simple, con una inocencia que
raya en la indolencia y lo idiota; unos hermanos gemelos, uno ensimismado en gallos, con el temor
de la muerte, otro, su esposo, un arquetipo de lo que muchos llaman “costeño”: bebedor,
mujeriego, parrandero, despilfarrador.
En ese contexto de desparpajo, crudeza, simplificaciones, entra Fernanda del Carpio al ser traída
de un glacial pueblo del interior del país por Aureliano Segundo, un rico ganadero costeño de
Macondo, dado al acordeón y al deleite, quien queda deslumbrado por su belleza en un desfile de
una de sus parrandas y la pide como esposa. Ella representa lo ultraconservador que, ante la
pérdida de autoridad de Úrsula por su vejez y enfermedad, lucha por imponer a través de rígidos
modales de una nobleza en decadencia, de una aristócrata ya sin dinero, ademanes, formas de
actuar, relacionarse, hablar y hasta de llamar a las cosas, no por su verdadero nombre, sino con
eufemismos; él, representa el peso cada vez mayor de la mundanalidad en la burguesía. La fuerza
del etnocentrismo de Fernanda, de su endoculturación, de su extremada religiosidad, se muestra
en esa actitud insolente y paternalista ante la familia Buendía, al verlos como animales que
necesitan de su formación, defendiendo ella la perspectiva de un cachaco con ínfulas de europeo y
unos ritos huecos. Por su parte la familia Buendía ironiza la actitud acartonada con comentarios
hirientes como los de Amaranta o la pasiva insumisión del Coronel Aureliano Buendía.