Sei sulla pagina 1di 48

Jóvenes cristianos: retrato con fondo

José Luis Moral

Misión Joven 300-301

Esquema del Artículo

I Manuscrito: un nuevo modo de ser y vivir.

II Jeroglífico: rostros de los jóvenes.

III Pergamino o palimpsesto: jóvenes cristianos.

IV Texto: reconstruir con los jóvenes la fe y la religión.

José Luis Moral es Director del Instituto Superior de Teología «Don Bosco» (Madrid)
y Director de Misión Joven.

Se trata de un retrato en «blanco y negro» y, sobre todo, de un retrato con


muchos fondos. Faltan datos para una foto más precisa o para una imagen en «primer
plano». Intentamos realizarlo, progresivamente, con diferentes capas de pintura o,
mejor, escritura.

La vida de los hombres puede imaginarse como un texto. A cada cual, por así
retratar el asunto, se nos consigna al nacer un manuscrito, en gran parte ya elaborado,
con diversos utensilios para seguir escribiendo. Día a día, rellenamos el pergamino de
nuestra existencia y, cuando nos paramos, no pocas veces y a primera vista, aquello nos
resulta una especie de jeroglífico, necesitado de interpretación, de transformar en
verdadero texto.
En todos los casos, pero en el de los jóvenes particularmente, la escritura o
retrato se construye sobre un palimpsesto, no un pergamino virgen sino otro cuya
escritura ha sido borrada para escribir de nuevo en él.

Antes de entrar en tema, dos palabras sobre eso de «hablar de los jóvenes».
Aunque hablamos mucho de ellos, aunque se multiplican los estudios, aunque sentimos
vivamente la necesidad de conocerlos, no es nada sencillo hablar de los jóvenes. Y no es
fácil, en primer lugar, porque la mayoría de nosotros no somos jóvenes y nos ponemos a
hablar de quienes seguramente preferirían hablar por sí mismos, aunque no estén muy
acostumbrados. Es difícil llegar a convencerse de que muchas de las cosas que el joven
piensa o hace no las entiende el que no es joven sino después de un profundo proceso de
simpatía y compasión, en el que no es infrecuente quedarse a medio camino, es decir, en
formas más o menos solapadas de paternalismo y de apenamiento. Sin darnos cuenta, los
utilizamos como terreno gratuito para nuestras proyecciones y justificaciones de adultos: a
los jóvenes se les pueden achacar muchos desmanes y atribuir la falta de sentido que
notamos en tantos campos de la vida. Así, la manía de vincular jóvenes y futuro termina
por apartarnos, no pocas veces, de la realidad o por inventarnos un juicio sobre ellos en
virtud de las expectativas de futuro que nos hacemos. Definitivamente, los jóvenes están
sirviendo más de lo conveniente para controlar, esconder y proyectar las incertidumbres
y/o esperanzas personales y sociales de los adultos.

Por otra parte, nadie piense que se puede hablar de la juventud como si de una
categoría real y uniforme se tratara. Cada día descubrimos más palpablemente la inutilidad
actual de la categoría sociológica de juventud: no hay juventud sino jóvenes –si algo
caracteriza a la realidad juvenil es su diversidad y pluralidad– y la necesidad de conseguir
un denominador común para todos ellos también nos mete en el mundo de la caricatura. Y
ya se sabe: comenzamos con una caricatura y terminamos creyendo que se trata de un
retrato. Por ahí se encuentra uno de los problemas centrales del sinfín de investigaciones
sobre la juventud. De ellas mismas está surgiendo la conciencia de sus limitaciones y la
necesidad de un replanteamiento: existe una creciente crítica metodológica de su
cuantitantivismo ingenuo (que, más o menos, hace equivalentes medir y explicar) o del
ideologismo subyacente (aquellos estereotipos culturales que enmascaran o esconden), así
como a la pretensión de postular unos extremos en la definición juvenil (militante o
comprometido y pasota) que se elevan a la categoría de clave de comprensión de toda su
realidad. Es necesario integrar esos estudios con otros de carácter cualitativo1[1]. Para una

1[1] Existen muy pocos estudios cualitativos y todos ellos centrados en temas parciales. Tras Historia social de la juventud de V.
ALBA (Plaza&Janés, Barcelona 1979, recientemente se ha publicado en España una obra con grandes pretensiones –G. LEVI-J-C.
SCHMITT (DIR.), Historia de los jóvenes (2 vol.), Taurus, Madrid 1996–, pero pese a lo ambicioso de los objetivos y del título no
deja de ser una colección de artículos que tratan, con desigual acierto, diversas situaciones particulares de algunos tipos relevantes
de jóvenes de la historia contemporánea. Además se trata de una historia reducida a Francia, Alemania, Estados Unidos e Italia (hay
artículos ciertamente muy logrados, como los dedicados al fascismo y nazismo u otros dos que abordan los ritos de consumación de
la juventud en el servicio militar y en la participación en las fiestas a través de las que se forjaba la juventud en los pueblos). Tres
podrían ser las tesis centrales de la obra: 1/ La juventud ha estado marcada por las características del género masculino y las clases
mayor complicación del tema, ser joven hoy es algo cada vez más relativo, una realidad
cada vez menos en función de la biología y más determinada por la cultura y la sociedad.

Además, si tuviéramos que apuntar una de las novedades más significativas de


las nuevas generaciones, quizá debiéramos referirnos, por desgracia, a las pocas
diferencias que las separan de las adultas. Las disparidades intergeneracionales no son
muy grandes: cada vez los jóvenes se parecen más a quienes ya no lo somos, sobre todo,
en las contradicciones que los mayores no sabemos o no queremos evitar. Por otra parte,
en todas las épocas, el debate alrededor de los jóvenes ha sido uno de los temas a través
de los cuales la sociedad ha reflexionado acerca de sí misma; por lo cual corremos el
peligro de olvidar que, propiamente hablando, no hay problemas o cuestiones juveniles,
sino problemas sociales que se reflejan o condensan en los jóvenes.

La juventud ha sido frecuentemente una metáfora en manos de las ideologías. En


cualquier caso, sí constituye una imagen –y bien elocuente– del cambio experimentado
por el ser humano a lo largo de los últimos cien años. Comenzamos el XX asidos a una
especie de «metafísica de la juventud» que idealizaba su identidad hasta convertirla en
paradigma de futuro y novedad –«La juventud está en el centro donde nace lo nuevo»,
exclamaba Walter Benjamin allá por 1914–. Al comienzo de esta nueva centuria, ese
tipo de metafísica suena a mentira sarcástica.

Las generaciones jóvenes han sido las más explotadas para los caprichos de la
modernidad. A estas alturas, nadie se atrevería a definirlas como imagen y prefiguración
del futuro, pese a no querer reconocer que son el fiel reflejo de los disparates de nuestra
sociedad y que sí anticipan el rostro de las víctimas del mañana que esbozamos hoy2[2].
De todos modos, en el indudable proceso de configuración cultural de una forma inédita
de ser y vivir en el mundo o de un «nuevo hombre» en que nos encontramos, ya
disponemos de una anticipación de resultados: el rostro y la vida de los jóvenes3[3].

medias y altas; 2/ La juventud es frecuentemente una metáfora de las ideologías; 3/ El debate sobre los jóvenes es uno de los temas a
través de los cuales la sociedad reflexiona sobre sí misma.

2[2] Cf. J. MARTÍNEZ CORTÉS, ¿Qué hacemos con los jóvenes?


(Juventud/Sociedad/Religión), Cuadernos «FyS», Madrid 1989; ID., ¿Cómo son los
jóvenes?: el «nuevo individuo», en «Misión Joven» 231(1996), 25-32; J. GARCÍA
ROCA, Constelaciones de los jóvenes, Cristianisme i Justícia, Barcelona 1994; J.M.
LOZANO, ¿De qué hablamos cuando hablamos de los jóvenes?, Cristianisme i Justícia,
Barcelona 1991.
3[3] Ya en 1950, D. RIESMAN (La muchedumbre solitaria), por ejemplo y al hablar de
los diversos tipos de jóvenes en USA, se refería al formado por aquellos que no se
atenían a la tradición, ni a principios de orden general, sino que se dirigían «desde
fuera» como si se dejaran conducir por un radar incorporado a la propia persona. D.
BELL (Las tradiciones culturales del capitalismo) describió el nuevo alumbramiento
con el paso de una personalidad puritana a la nueva que calificaba como hedonista;
mientras que CH. LASCH (La cultura del narcisismo) interpretó el cambio de hombre
con el deslizamiento de modelos edípicos a los narcisistas. En Europa se acentúa
particularmente la frágil identidad del nuevo individuo que nace en este siglo. G.
Sin embargo, cualquier intento de componer una «imagen del joven actual»
comporta el riesgo de distorsionar su rasgo más distintivo: su vocación plural. No es
posible construir un «retrato robot» del joven actual; aunque sí lo sea entrever rasgos,
ideas y visiones, experiencias y coyunturas vitales de las que participa esta generación.

Juventud y sociedad, por lo demás, forman un binomio mal avenido. Esa es la


razón por la que siempre se ha invocado un aparente o real divorcio para explicar y
hasta justificar la visión social de los jóvenes sobre la base de una respuesta-tipo –
cuando no vulgar esterotipo–. Sírvanos de ejemplo estas palabras de Salustio, de hace
un par de milenios: “Los jóvenes de hoy no son como los de otras épocas; aquéllos eran
respetuosos con sus mayores, generosos y honrados, pero los contemporáneos, están
invadidos por la disolución, son de ánimo blando, resbaladizo, fáciles de prender en los
engaños..., amancebados, jugadores y despilfarradores”4[4].

LIPOVETSKY (La era del vacío, por ejemplo) ha sido uno de los que han apuntado
más rasgos del resultado de lo que denomina una «revolución individualista».
4[4] Conjuración de Catilina, XIII, 2-3; XIV, 5-6.
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

I. Manuscrito: nuevo modo de ser y vivir

Yo soy el que los filósofos me han contado

J.L. BORGES

SÍNTESIS DE LA PARTE I
Vivimos no tanto una «época de cambios» cuanto un particular momento de cambio
epocal. Las jóvenes generaciones son las que sufren más directamente la incertidumbre
que comporta la situación. Esta parte del artículo analiza tres aspectos de tales
repercusiones: los jóvenes anticipan ya el «nuevo hombre» surgido de las profundas
transformaciones en curso; aunque muy semejantes a los adultos por imposición del
sistema imperante, los jóvenes –más víctimas que culpables– son también muy
diferentes de las generaciones mayores; en último término, por desgracia, han pasado...
¡de esperanza a problema!

La vida es siempre un quehacer encomendado a cada cual. Pero, al tiempo que


se hace, la vida y nosotros somos también una realidad hecha o construida de antemano.
En fin, somos un manuscrito: algo en parte ya escrito, una escritura que nos precede,
que hemos de aprender a leer..., pues solo descifrándola alcanzaremos a escribir una
historia propia, personal e irrepetible.

«Descifrarnos», entonces, constituye el empeño básico; viene a ser una de las


condiciones esenciales de posibilidad para que la existencia adquiera el carácter humano
que la identifica por encima de cualquier otro.

En el caso de los jóvenes y aplicado el asunto a unos cuantos aspectos concretos,


el «manuscrito» que se les consigna hoy, para caminar hacia la madurez, contiene tres
escenas donde no resulta fácil interpretar la propia vida: una realidad en estado de
cambio profundo, una sociedad escasamente modélica y una pobre imagen de cuanto
significa ser joven en esta época y sociedad. Las desmenuzamos o desciframos
brevemente a continuación.

1. Ya nada es como era antes


No es posible entender cuanto nos pasa o, en nuestro caso, entender lo que pasa
a los jóvenes sin remitirnos al contexto. Huelgan las descripciones del mismo, por lo
que nos limitamos a recordarlo en pocas palabras. Antes de nada, asistimos más que a
una época de cambios a un particular momento de cambio epocal. La humanidad
camina hacia unas configuraciones sociales, económicas, políticas y religiosas de una
novedad tan radical como para romper todos los esquemas de los que hasta ahora nos
servíamos para entender la vida. Vale a decir, están caducando las imágenes del mundo
que aseguraban el conocimiento y la acción, al tiempo que se reconstruyen la
racionalidad y el sentido.

Sin entrar en grandes honduras, que no hacen al caso, lo mismo el «estado de


conciencia» del hombre5[5] que el paradigma explicativo moderno están consagrando
irreversiblemente la autonomía y libertad como bases de identidad del ser humano y la
secularidad como ámbito donde desarrollar su vida.

Vivimos, en la perspectiva que apuntamos, un momento de transición entre un


orden agrietado por todas partes y un orden novedoso del que desconocemos muchas de
sus caras. De ahí la inseguridad y hasta la angustia: nos resulta casi imposible reconocer
y afirmar el «sentido del todo» como unidad del hombre y del mundo.

Además, si las tradicionales «sociedades simples» aseguraban el sentido a través


de instancias que transmitían una identidad colectiva –repleta de convicciones y
certezas– en la que se reconocían los individuos sin mayores problemas; en las
«sociedades complejas» existe un ilimitado número de propuestas que dificulta la
construcción de la identidad personal y frecuentemente nos sume en un fondo de
incertidumbre.

En definitiva, el pluralismo, la democratización, la complejidad, el cambio de


imagen del mundo y del hombre, la secularización y laicización, el acto de conocer
como acto de interpretar –todo ver es interpretar–..., nos tienen a todos un poco
confundidos y no nos permiten sino caminar a través de acuerdos, fatigosamente
trabajados. Esta intemperie está sometida a la tentación de inventarnos falsos refugios y
olvidarnos –en el entorno cristiano y con palabras de Kasper– que «nuestro mundo
actual sin Dios, es en parte una consecuencia de haber predicado un Dios sin referencia
al mundo».

Transitando derroteros semejantes, por un lado, hemos llegado a un punto en


donde el hombre de nuestros días no encuentra el camino para poder ser, a la par,
cristiano e hijo del tiempo que vive. Pannemberg y Moltmann lo expresaron con notable
maestría gráfica hace bastantes años: «El cristianismo ya no es algo que pertenezca
connatural y aproblemáticamente a nuestro mundo. El problema ahora consiste en saber
si el hombre moderno puede ser todavía cristiano, sin sufrir un resquebrajamiento

5[5] Cf. C. GEFFRÉ, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Cristiandad, Madrid 1994, 205-227. Ahí se puede
encontrar un buen dibujo del «estado de conciencia» al que ha llegado el hombre moderno.
dualista de su conciencia, y de si un cristiano puede ser un hombre moderno sin perder
por ello su identidad». En efecto, «la existencia cristiana de teologías, iglesias y
hombres se encuentra hoy más que nunca en una doble crisis: de relevancia y de
identidad. [...] Cuanto más intentan incidir en los problemas de la actualidad, tanto más
profundamente se adentran en una crisis de identidad cristiana; cuanto más intentan
reafirmar su identidad en dogmas, ritos e ideales morales tradicionales, tanto mayor se
hace su irrelevancia y falta de credibilidad»6[6].

Por otro lado y aunque a nadie se le escapen sus no pocos disparates, la


modernidad ha propiciado un nuevo dinamismo y creatividad socio-culturales gracias,
entre otros motivos, a la ruptura de los esquemas fixistas –a veces, hasta
pretendidamente inmutables– de tradición y autoridad. Todo ello forma parte de un
cambio radical en la imagen de hombre y de mundo: mundo definido más como historia
que como naturaleza, produciéndose la caída de la clásica visión estable y jerarquizada
–que inculcaba y parecía propia del pensamiento católico–; hombre cual ser en perpetua
creación de sí mismo, con la consiguiente transformación de las estructuras de
credibilidad, trasladadas hacia el valor absoluto de la persona, la autonomía de la
conciencia, la creatividad, libertad y pluralismo de proyectos.

2. Iguales, pero diferentes

No se trata de un gratuito juego de palabras. Aunque diferentes por jóvenes, sin


embargo, son cada vez más iguales a las generaciones adultas.

Iguales... porque –pese a encontrarnos, como algunos han afirmado, ante la


generación joven más integrada de toda la historia7[7]– el problema reside en que
estamos configurando mundo donde cada vez nos parecemos más unos a otros. La
civilización contemporánea es una gran domadora y, poco a poco, todos vamos entrando
por el aro: deseamos lo mismo, pensamos lo mismo, vestimos y comemos lo mismo8[8].

6[6] E. MENÉNDEZ UREÑA, Ética y modernidad, UPSA, Salamanca 1984, 78-79 (allí aparece citado el primer texto de
Pannenberg) y J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975, 17, respectivamente.

7[7] Dicho aspecto aparece en todos los estudios sociológicos sobre el tema. Cf. particularmente: M. MARTÍN SERRANO-O.
VELARDE, Informe «Juventud en España 96», Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales-Instituto de la Juventud, Madrid 1996, 23;
A. DE MIGUEL (DIR.), Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales-Instituto de la
Juventud, Madrid 2000, 250-272 y 319-377; J. ELZO ET ALII, Jóvenes españoles ’94, Fundación «Santa María», Madrid 1994 (en
especial los artículos de P. GONZÁLEZ BLASCO, Los jóvenes y sus identidades, Integración en la sociedad; y de J. ELZO,
Ensayo tipológico de la juventud española).

8[8] La lógica de las generaciones jóvenes de los últimos años parece seguir el siguiente desarrollo: jóvenes de los ’60 o «los que
creían que lo serían siempre» (los jóvenes que creyeron en la autonomía como proceso de emancipación, contestación y
solidaridad); jóvenes de los ’70 o «los que son supieron como serlo» (los del pasotismo y del desencanto); jóvenes de los ’80 o «los
que se encontraron condenados a serlo» (la llamada «generación de la madriguera»). Contando con estas herencias, a los jóvenes de
los ’90 no les cabía otra posibilidad que ser la generación de los «jóvenes que ya no lo serán», sobre todo, por ser prácticamente
igual a los adultos y someterse a sus dictados. Cf. J.M. LOZANO, o.c. pp. 8-16 y 18-22; P. GONZÁLEZ BLASCO, Los jóvenes y
sus identidades, en J. ELZO (Dir.), Jóvenes Españoles ’94, o.c., pp. 21-87; M. MARTÍN SERRANO-O. VELARDE, o.c., pp. 203-
227.
Algunos factores clave que igualan los jóvenes a los adultos: la economía
neoliberal-capitalista de mercado, el primero y por encima de cualquier otro, junto a la
globalización e interdependencia que impone el comercio hodierno. A continuación, la
revolución tecnológica y la reorganización tanto de roles sociales como del tiempo en la
vida de las personas. La producción de una información prácticamente inabordable, el
protagonismo que adquiere la mujer o la importancia vital del tiempo libre, serían otros
tantos efectos de dicha revolución y reorganización9[9].

Los aires neocapitalistas inflan la importancia del dinero y del poder, mientras
deshinchan el valor de las ideas y vínculos personales. Esta atmósfera debilita los
marcos de referencia del crecimiento humano, reblandece la identidad y las relaciones,
exalta hasta la apoteosis sentidos y deseos, etc.

¿No suele ser un tanto hipócrita la valoración que ligamos a diversos datos
relativos a los jóvenes puesto que, en el fondo, no son tan diferentes de nosotros mismos?
¿Sus posturas vinculadas o derivadas del individualismo y del consumismo, en qué se
difieren de las de los adultos, si no fuera por ofrecer con perfiles más agudos el reflejo de
la sociedad que estamos construyendo? ¿O es que los adultos no vivimos volcados hacia el
consumo, no estamos contagiados de un vitalismo semejante al suyo o no hemos
convertido la vida y sociedad en un espectáculo permanente? Quizá lo que nos causa
extrañeza sean nuestros propios rasgos de familia tan descaradamente alardeados en sus
vidas.

Acabamos de cerrar un siglo en el que todo se ha sucedido con trepidante rapidez.


Y si durante la primera mitad del mismo, las personas se disfrazaban para aparentar
mayores o más viejas; en la segunda ocurrió exactamente lo contrario. La «juvenilización»
se ha expandido siguiendo un permanente proceso que ahora lo invade todo. Paralela y
burlescamente, se ha producido una injusta e impúdica devaluación de los jóvenes: se les
asigna una identidad, pero se oculta su entidad; «vende» por doquier «lo joven», pero los
jóvenes no cuentan con ningún espacio social propio.

Iguales..., pero más parecen víctimas que culpables. Víctimas atrapadas entre una
estructura económica neoliberal que les niega un puesto de trabajo digno y estable –y la
asunción de responsabilidades a él anejas– y una cultura de consumo que «enerva sus
valores, enfría su entusiasmo, les priva del aliento necesario para realizar utopías y
recorta sus proyectos de futuro»10[10].

Nada más dramático que darse cuenta, mirando y viendo de este modo, que son
otros quienes están imaginando la vida de los jóvenes, que nuestra sociedad les incapacita
para soñar, recluyéndolos en la cárcel de un presente sin futuro.

El «divino tesoro» del poeta, más que irse para no volver, se ha convertido en
una mina explotada con toda clase de intenciones: domesticación consumista,
9[9] Cf. J. ELZO, o.c., pp. 183-202 y 406-411.

10[10] J. GONZÁLEZ-ANLEO, La construcción de las identidades de los jóvenes, en «Documentación Social» 124(2001), 20.
marginación, construcción de imágenes vacías, etc. Curioso, con ciertos tintes
grotescos, que –en momentos de especial incertidumbre– hayamos terminado el siglo
XX proponiendo «lo joven» casi como el único modelo socialmente disponible para
todos, cuando los jóvenes concretos son quienes cargan con el peso inhumano de una
sociedad envejecida y ensimismada en la glorificación cultural del «ser joven».

Con todo, gracias a Dios, siguen siendo diferentes de los adultos. Todos, al caducar
las imágenes del mundo que nos aseguraban inequívocamente el conocimiento y la acción,
nos sentimos un poco perdidos y sin saber por dónde tirar. Pero, mientras los mayores
encaramos un éxodo así con grandes dosis de disimulo e intentos desesperados por
ocultar la inseguridad, los jóvenes se lanzan a tumba abierta en la búsqueda del sentido
para ese «nuevo hombre» que está naciendo y cuyo esqueleto ya es el suyo; por eso les
toca sufrir como a nadie los dolores que lleva consigo una transformación de semejante
índole.

Diferentes también a la hora de manifestar un profundo desengaño ante la


historia, cargado de escepticismo frente a cualquier ideología o propuesta racional con
grandes pretensiones; de ahí que prefieran cócteles de deseo y seducción, de mucho
sentimiento y algo menos de razón. De ahí, igualmente, que opten por una amalgama de
individualismo y gregarismo al dictado del grupo de iguales, del derecho a la diferencia,
de la asimilación mimética de pautas de consumo y del politeísmo moral y religioso.

Diferentes, sobre todo, porque son justamente ellos y ellas, esa generación que
tiene que vivir en un mundo nuevo que está todavía compuesto de edificios viejos.

Un mundo que, sospechosamente, cuando más valora la condición juvenil –y


todos se empeñan en parecer y mantenerse jóvenes– y «lo juvenil» produce sus
mercados específicos –sus propios circuitos de ocio y negocio, sus tiempos y sus
espacios paralelos–... es, precisamente, cuando lanza el ataque más serio a esa condición
juvenil con la ruptura del «pacto social» tácito que regía hasta hace muy poco en la
sociedad, esto es, el trabajo estable como plataforma para pasar de la juventud a la edad
adulta.

Diferentes, pero –al fin y a la postre– iguales porque no les dejamos otra salida.
Bien está, antes de seguir, recodar aquello de «hacedlos cual los queréis o queredlos
cual los hacéis».

3. ¡Jóvenes!: «de esperanza a problema»


«La juventud, de esperanza a problema», así comenzaba González Blasco uno de
los ya clásicos estudios de la Fundación Santa María11[11]. Vamos a revisar, en este
tercer aspecto, la parte del manuscrito que más están reelaborando los jóvenes a su
gusto. Sin embargo, el original sigue siendo el dictado por la sociedad. Aún así las
variaciones introducidas por ellos no son pocas. En fin, esta parte del manuscrito –que
también llevan bajo el brazo los jóvenes cristianos– contiene cuatro rasgos bien
marcados. Los describimos sin distinguir el dictado socio-cultural de las adaptaciones
que introducen los jóvenes.

3.1. La clave de la «nueva imagen»: del trabajo al consumo

Una de las raíces fundamentales del cambio de la identidad de los jóvenes en la


sociedad actual hay que buscarla en la ruptura del «pacto social» que, hasta hace bien
poco, determinaba la autonomía y el paso a la época adulta de cada persona, cuando el
joven se insertaba en la sociedad a través de un trabajo estable, la correspondiente
independencia económica y el hogar propio. Este tácito acuerdo social funcionaba como
gozne regulador e integrador; venía a ser una especie de «percha» donde se colgaba la
identidad y el proyecto vital. Desde el trabajo que cada uno ejercía, se desarrollaban los
vínculos propios de la madurez con las personas, el territorio y las cosas. Se trataba
entonces de una sociedad cohesionada que ofrecía a las generaciones jóvenes un
itinerario –escolar, laboral, etc.– claramente orientado hacia una definición estable de la
propia identidad y proyecto de futuro12[12].

Amén de fuente de identidad, el trabajo constituía también la raíz del estatus e,


incluso, contenía –y contiene– algunos de los gérmenes psicológicos más
imprescindibles para una autopercepción positiva y equilibrada. Tanto el desarrollo de la
autoestima como del autoconcepto, en nuestro modelo social actual, siguen teniendo
mucho que ver con el empleo. Aún hoy, por lo pronto, los otros nos reconocen y valoran
en función del trabajo que desempeñamos.

La (i)lógica del mercado terminó por romper el pacto, cerrando paulatinamente


la posibilidad de construir la identidad en referencia a un trabajo estable. Quizá en estos
momentos no sea del todo exacto hablar, sin más, de jóvenes desempleados –aunque
haberlos haylos y no pocos– sino de jóvenes con períodos de ocupación e inactividad o
sucesión de «trabajillos» más o menos interesantes; pero, en cualquier caso, se ha
quebrado el carácter vertebrador ejercido por el empleo estable. La zozobra introducida
por dicha quiebra desencadena otra serie de fenómenos determinantes para la identidad
y desarrollo cotidiano de la vida. Por ejemplo, la escasez o precarización del mercado
laboral ha conducido a las jóvenes generaciones a desentenderse del futuro, vinculando
trabajos o trabajillos al presente, al dinero y al consumo inmediato y compulsivo.

11[11] P. GONZÁLEZ BLASCO ET ALII, Jóvenes españoles 89, Fundación Santa María, Madrid 1989.

12[12] Cf. J.L. SEGOVIA, ¿Juventud versus sociedad? Un enfoque dialógico y P. FUENTES, Condenados a «juventud perpetua»,
ambos en: «Documentación Social» 124 (2001), pp. 53-73 y 75-95, respectivamente.
Es precisamente el consumo, por desgracia, la alternativa para un «nuevo
consenso», y ocupa ahora el puesto que el trabajo cumplía en el pacto anterior13[13]. No
en vano, nuestro sagaz y tan poco humano sistema capitalista ha descubierto
inmediatamente que los jóvenes, al retrasar su emancipación y obligar a las familias a
consumir más –estrechando las posibilidades de ahorro e inversión–, constituyen un
mercado con alta capacidad de consumo inmediato. De este modo y exacerbando por
todos los medios los sentidos y los deseos, el consumo es percibido por los jóvenes
como un estilo de vida normal y pauta central de integración social.

El trabajo cual factor básico para la construcción del proyecto vital y de la


identidad se sustituye por el consumo que, en el caso de la identidad juvenil, exalta el
ocio y el tiempo libre, desorbitando la importancia del «aquí-ahora-todo y ya»; un
presentismo galopante que, a su vez, provoca un continuo zapping de experiencias,
sensaciones y vivencias, negando valor al esfuerzo y sacrificio necesarios para
engendrar resultados a largo plazo, para construir el futuro.

Se ha producido, de este modo, un cambio substancial en el significado del «ser


joven». La sociedad les venía ofreciendo un horizonte de integración en el mundo
adulto por el camino del empleo–trabajo fijo, a través del cual se accedía a la autonomía
adulta; a cambio, exigía un largo período de esfuerzo y preparación mediante estudios o
la realización de trabajos de aprendizaje. Aunque para una minoría juvenil siga
manteniéndose dicho pacto, para la mayoría de los jóvenes se ha roto ese horizonte de
integración, con el consiguiente descenso del interés por el esfuerzo.

3.2. «Autonomía truncada», familia y amigos

De entrada, estamos ante una juventud feliz, perfectamente integrada en la


sociedad y que ha hecho del consumo y del ocio las piezas claves de identificación: el
82% manifiesta estar contento con la vida que lleva; sólo un 9% señala que cuenta con
menos libertad de la que debiera, cuando el 69% estima adecuado su nivel y hasta un
22% considera que tiene más libertad de la necesaria. Obligados a permanecer en el
nido familiar y alargar la juventud, lejos de molestarse, se acomodan a esa «autonomía
truncada» y, haciendo de la necesidad virtud, permutan el clásico proceso de
identificación por el de experimentación.

Los clásicos modelos de socialización que se asentaban sobre la familia, la


escuela y la Iglesia, han dejado paso a la presencia casi exclusiva de la familia, por un
lado, y a los amigos con quienes van experimentando cómo ser y hacerse ellos mismos,
por otro. Familia, amigos y diversión constituyen los elementos esenciales de la nueva
socialización. En la primera buscan y obtienen seguridad y estabilidad; los amigos son

13[13] Las estadísticas nos indican que los jóvenes disponen mensualmente de una cifra que oscila entre las 12.000 pts. (Encuesta
del CIS, 1997) o las 17.000 (Jóvenes españoles 99) y las 35.000 (cf. J.GONZÁLEZ-ANLEO, La construcción de las identidades...,
o.c., p. 25). La primera de las encuestas citadas también constata que un 98% de los jóvenes entre 15 y 29 años compra ropa todos
los meses.
el otro referente socializador y la diversión el ambiente de autoformación por
excelencia.

La familia es muy valorada por los jóvenes: sienten una verdadera «querencia
por el hogar familiar» y la mayoría vive satisfactoriamente en él, siendo la familia la
principal donadora de sentido y fuente de ideas tanto para construir su concepción del
mundo como para definir su existencia en él.

También los amigos cotizan muy alto como agente socializador y son el segundo
elemento crucial de su vida juvenil. Tras la familia y por encima de la escuela u otras
instancias de socialización, la pandilla –el grupo, los colegas...– conforma el factor
cardinal transmisor de ideas e interpretaciones del mundo. Solo con los amigos y al
margen de la familia y demás instituciones, viven «su» tiempo –el libre, el del ocio...– y
hacen lo fundamental, es decir, divertirse.

Por lo demás, los padres no ponen las cosas demasiado difíciles... Predominan
unas relaciones paterno-filiales distendidas y complacientes. Sin embargo, además de
apoyo y refugio, este «encontrarse a gusto» guarda una estrecha relación con la actual
debilidad de la familia. En efecto, más que autoridad y modelos, los jóvenes encuentran
en sus padres una especie colchón protector; hay «buenas relaciones», si bien es escaso
el intercambio de contenidos temáticos con los que confrontarse y dar sentido a la vida.

En el caso de los colegas, dos peligros rondan la vida de los jóvenes. El


«solipsismo grupal», sobre todo: “Están solos en medio de un grupo de amigos, así
llamados impropiamente, pues, en realidad, no pasan de ser, en la gran mayoría de los
casos, meros compañeros. Sospecho, concluye J. Elzo, que se comunican poco entre
ellos”14[14]. No es menor el riesgo de soledad en aquellos más tímidos y encerrados en
sí; de hecho las tipologías juveniles hablan de un 28’3% de jóvenes entre 15 y 24 años
caracterizados como «retraídos sociales»15[15].

3.3. Juventud, noche, diversión y consumo

Condenados a vivir durante mucho tiempo «dependiendo de», sin poder


independizarse, transforman el ocio y el tiempo libre en espacios donde decidir y
«diferenciarse», canonizando una especie de ley del «doble vínculo»: obedientes
durante la semana, transgresores durante el fin de la misma. «Finde» y diversión, noche
y consumo son las coordenadas de la búsqueda de autosatisfacción con las que se
resarcen de la condena.

14[14] J. ELZO, El silencio de los adolescentes, Temas de Hoy, Madrid 2000, 209.

15[15] Cf. Jóvenes españoles 99, oc., pp. 13-37; cf. también y para los aspectos relativos a la familia y los amigos, pp. 121-182;
412-419.
Prácticamente un 65% de los jóvenes sale todos o casi todos los fines de semana.
La huida nocturna, por añadidura, se inicia en edades cada vez más tempranas y con
progresivo incremento de la frecuencia. Alejados del mundo adulto y fuera de la mirada
familiar, la noche se convierte en «su» espacio exclusivo, rodeados de música y alcohol
u otras sustancias estimulantes, viviendo la sexualidad –según se tercie– bien como una
forma peculiar de comunicación bien como simple diversión.

Ocio y tiempo libre adquieren la importancia de ámbitos donde los jóvenes


encuentran la capacidad de decisión que se les niega en el resto; en cierto modo, desde
ahí reclaman independencia y libertad para escoger su propia vida. Lejos de los
controles a los que todos nos vemos sometidos en las actividades «formales», con razón
el tiempo libre aparece como tiempo informal y flexible.

La llamada «cultura del fin de semana» –noche y diversión, sobre todo–, es para
nuestra sociedad –y no solo por quererlo los jóvenes– una fórmula capital para avivar el
gasto, donde adolescentes y jóvenes conforman un sector de mercado con alta capacidad
de consumo.

En fin, las jóvenes generaciones han fracturado astutamente el tiempo,


separándolo con los mojones de cada fin de semana. Tiempo libre, diversión, noche,
consumo... terminan por concebirse como fines en sí mismos, además de adquirir un
nuevo «valor simbólico» con el que justificar o resarcirse del resto del tiempo y
actividades.

Sin ninguna pretensión de negar responsabilidades, hemos de aclarar que


semejante corriente es más social que específica de los jóvenes; los cuales han sido
socializados y hasta educados con pautas de actuación en las que el ocio y la diversión
discurren por vericuetos semejantes. A lo sumo, en el dualismo con el que vivimos los
mayores –«sujetos disciplinados» los días laborables y «relajados consumidores» los
fines de semana– ellos tienden a restar valor, hasta suprimirlo si pueden, al primero de
los elementos16[16].

3.4. Identidad abierta e «implicación distanciada»

Por derroteros como los descritos hasta ahora, alcanzan los jóvenes una
identidad débil, abierta y acomodaticia que lo tiñe todo de esas mismas características:
no quieren más revolución que la cotidiana, ésa que les permite sentirse cómodos,
felices hasta donde el cuerpo aguanta. Domina en ellos la «razón instrumental» y una
despreocupada alegría de vivir: si hay que estudiar, por ejemplo, será casi
exclusivamente para conseguir un título y obtener un empleo; al considerarse como
presos entre rejas escolares, quieren y consiguen mucho ocio y muy diverso –siendo
16[16] Cf. Jóvenes españoles 99, o.c., pp. 355-371; M.T. LAESPADA, La nueva socialización de los jóvenes: espacios de
autoformación, en «Documentación Social» 124(2001), 185-202.
capaces de dedicar en un fin de semana más tiempo a la diversión que al estudio en toda
la semana–; ensanchan la permisividad y estrechan el compromiso, administrando
frívolamente rechazos –más o menos racistas– y simpatías.

Cuesta abajo semejante nos conduce a uno de los rasgos más pronunciados de la
juventud actual: la «implicación distanciada» respecto a la vida y sus problemas. En los
jóvenes existe una falla profunda, un hiatus entre los valores finalistas y los
instrumentales: invierten en valores finalistas –pacifismo, ecología, tolerancia, lealtad,
solidaridad, etc.–, no obstante se despreocupan de los instrumentales –esfuerzo,
autorresponsabilidad, compromiso, participación, abnegación, trabajo bien hecho, etc.–,
con lo que todo lo anterior corre el riesgo de reducirse a puro discurso bonito.
“Apuestan fuertemente por fines nobles, pero les falta el ejercicio de la
disciplina”17[17].

Dos rasgos particularmente problemáticos alberga tanto la identidad abierta


como la citada implicación distanciada: por un lado, la ética se reduce o concentra en el
«culto al yo», entendido más en dirección de un «yoísmo normativo» que de la mera
egolatría; por otro, abandonan la preocupación por el futuro y los proyectos para
construir la personalidad y actuar sobre el mundo y la sociedad.

Sobreestiman la autonomía posible y rechazan visceralmente toda norma que


venga «de fuera». Han roto con cualquier tipo de código moral donde absolutos o
totalidades pretendan asociar, cual principios unificadores, todas las dimensiones y
fenómenos de la persona. Se impone el relativismo moral, el «hacer lo que me sale de
dentro» y sin apenas prestar atención a cuanto digan los demás.

Mantienen el optimismo a base de defenderse frente a la incertidumbre y miedo


al futuro desentendiéndose o desinteresándose de él. Y no les interesa ni obsesiona,
porque, sencillamente, han dejado de guiarse por él.

Se impone el presentismo. Nada de inquietarse con proyectos y ni tan siquiera


implicarse o conectarse en serio al entorno social; nada de vinculaciones que no se
realicen de forma personalizada, sin cesiones ni delegaciones, sin adscripciones o
compromisos duraderos. De ahí, el escaso interés por la política o la baja estima de las
instituciones; de ahí también, la falta de participación social, los bajísimos niveles del
asociacionismo juvenil e implicación en tareas solidarias (voluntariado, ONGs, etc.).

También al respecto de la moral y siempre sin mitigar responsabilidades, debe


subrayarse que no estamos ante algo privativo de los jóvenes: así piensan un buen
número de ciudadanos adultos españoles, para quienes elegir entre lo bueno o lo malo
debe ser un ejercicio libre, tan solo dependiente de la propia conciencia y confiado a las
capacidades personales para optar. Los niveles juveniles de permisividad, se podría
decir, no muestran tanto que estemos ante una generación que abdica de referentes
éticos cuanto ante unos jóvenes que, siguiendo pautas sociales imperantes, optan por su

17[17] Tantos estas opiniones como la afirmación textual conclusiva son de Javier Elzo: cf. Jóvenes españoles 99, o.c. 401-433 –la
cita textual en p. 433–.
aceptación parcial y selectiva. Es más, la permisividad –en su caso– no pretende ser
expresión de convicciones o justificación de comportamientos, sino una especie de
desafío a la moral vigente y a las autoridades civiles o eclesiásticas que la
sostienen18[18].

18[18] Cf. J. GONZÁLEZ-ANLEO, La construcción de las identidades jóvenes y J. DEL VALLE DE ISCAR, La participación y
el compromiso socio-político de los jóvenes, ambos en «Documentación social» 124(2001), 13-29 y 175-183, respectivamente.
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

II. Jeroglífico: rostros de los jóvenes

No se puede abordar la vida creyéndola evidente...

La ambigüedad es la primera prueba de eternidad

B. BETTELHEIM

SÍNTESIS DE LA PARTE II
La vida tiene no poco de jeroglífico; en el caso de los jóvenes, para entenderlo de
verdad, hay que dejarse llevar por la «simpatía». Además, será necesario distinguir entre
imágenes tópicas y el rostro verdadero, profundo, de los jóvenes, el cual esconde una
verdadera metáfora de búsqueda del sentido. Vistos así, sus mensajes se tornan profecía
para demandar «ser acogidos», para denunciar la exclusión que padecen y manifestar
sus deseos de «sentirse necesarios»

La vida de los jóvenes quizá sea, sobre todo, un jeroglífico: una escritura cuyas
ideas o palabras, figuras o signos... son difíciles de entender o descifrar. Un jeroglífico
cargado de ingenio: algo escrito por uno mismo y por otros; algo hecho y, sin embargo,
todavía por hacer, pues se debe seguir interpretando y escribiendo con caracteres
distintos para, al menos, permitir que uno mismo conozca su verdadero significado.

En este sentido y por lo que respecta a los adultos, solo la mirada guiada por una
«razón misericordiosa», esto es, solo acercándonos a los jóvenes con benevolencia y
compasión seremos capaces de ir descifrando la compleja diversidad de sus rostros y la
no menos complicada ambigüedad de sus mensajes. En cualquier caso, más de una vez
tratan de expresarnos cosas muy distintas de lo que aparentemente parecen decirnos.

Cuando se instala la «simpatía en la mirada» se ve mucho mejor, incluso se


recrea a las personas y se penetra tan profundamente su realidad como para imaginar
sentidos nuevos a los jeroglíficos y metáforas de la vida, para acoger la profecía de la
que es capaz todo ser humano o para entrever signos de esperanza que se escapan a las
miradas superficiales o simplemente técnicas.
1. Imágenes planas de los jóvenes

Frecuentemente leemos la vida de los jóvenes en ojeadas rápidas y superficiales.


Tales lecturas suelen apoyarse sobre tópicos vinculados en cada época a eso de «¡ya
sabemos cómo son los jóvenes!». El resultado: un conjunto de imágenes planas –chatas
al pretender sostenerse en sí mismas sin referencia a sus causas e implicaciones–, como
algunas de la utilizadas profusamente para describir en la actualidad sus actitudes y
acciones. Sirvan de muestra las siguientes.

q Parámetros de su visión del mundo

Rechazo de los sistemas y amnesia frente a la historia: los jóvenes viven del
zapping, no tienen un saber sistemático, y conforman una «generación sin memoria». Han
perdido la percepción del futuro, la vida queda reducida al presente y, más
específicamente, a experiencias sensoriales concretas que les permiten sentirla. A su modo,
tratan de mantener una relación de amor con el medioambiente, sin prejuicio de utilizar la
naturaleza según su provecho o para los «ejercicios de grupo» que les interesen.

q Búsqueda de la autorrealización posible

Los «jóvenes del tiempo presente» son, sobre todo, vitalistas: quieren acceder a
todo de modo inmediato y personal, no de oídas o después de tal o cual proceso. Buscan la
felicidad aquí y ahora, y la quieren agarrar en el ámbito privado, más que referirla a logros
colectivos y públicos en los que apenas si creen. No encuentran otra salida a la
inautenticidad de nuestra sociedad que este deseo de autorrealización frente a la fachada y
la cáscara que predominan en el mundo de las relaciones adultas.

q Perspectivas éticas

Encuadrado en el paso de la llamada «ética de la perfección» a la de la satisfacción,


el verdadero sentido moral no cuenta demasiado en sus vidas. Incapaces para percibir la
norma, ajenos a la culpa, nada es bueno o malo mientras las circunstancias no lo tiñan de
uno u otro color. Existe, sin embargo, una creciente importancia de los valores expresivos e
inmateriales (autoexpresión, espontaneidad, autenticidad de relaciones personales,
solidaridad, sinceridad, amor y calidad de vida) frente a los puramente instrumentales. Ser
joven es sentir como tal y mostrarse en una comunión que proporcione cierto sentido de
pertenencia e identidad.
2. La metáfora que encierra el jeroglífico

También los adolescentes y los jóvenes, como hace tiempo mostró Erikson, se
defienden contra las exigencias o los miedos que les produce la sociedad aprendiendo a
no comprometerse, a no implicarse en los problemas que se viven dentro de ella.

El descompromiso, sus múltiples y juveniles manifestaciones, suele impedirnos captar


un segundo aspecto del jeroglifo de su existencia: la metáfora del cambio que encarnan
los jóvenes. Es decir, con su formas de comportamiento nos hacen llegar un mensaje
claro y agudo, el de las quejas por el mal estado en que les queremos dejar el mundo
(guerras, injusticia, sin sentido, etc.). La hoja de servicios de los adultos no está muy
limpia.

La mayor denuncia que los jóvenes hacen a nuestra civilización está en el


desinterés que muestran por ella. Ni tan siquiera persiguen acusar o atacar: simplemente
ignoran sus instituciones, sus voces. Tiran por su lado, sin preocuparse mucho por los
caminos que toman con tal de no repetir los de antes, los de los adultos, que ya saben
adónde conducen.

A su modo, la juventud nos está diciendo que, así como somos los mayores, no
les interesamos. Cargadas de escepticismo, pluralismo y adaptabilidad, las generaciones
jóvenes perciben las instituciones de la sociedad adulta y sus cuadros éticos de
referencia como mantenedores de unas fachadas sin casi nada detrás, como estructuras y
principios en los que esa misma sociedad cree poco y practica menos.

Según una inmensa mayoría de jóvenes, en las instituciones sociales, políticas y


religiosas, predomina con creces la cáscara sobre el contenido. Bajo esta luz de lo
inauténtico, se encuentran las «autoridades» –con el desprestigio que se han ganado a
pulso– y tantas relaciones humanas que estiman cargadas de prejuicios morales carentes
de significado y actualidad.

También a su aire, los jóvenes proclaman la necesidad de transformar las


instituciones, de reconstruirlas según las necesidades humanas de nuestros días.

Las variaciones metafóricas, en este asunto, están atravesadas por el deseo de


una sociedad y unas relaciones nuevas –experimentadas en grupos que retornan a
emociones primordiales...– y salpicadas de indiferencia ante una normatividad social
que consideran cínica. Pero, sobre todo, está su práctica –real o ficticia– de la libertad,
su afán de novedades, sus deseos de universalidad que no ahoguen la diferencia, su
redescubrimiento del cuerpo, la variación en la exteriorización de sus afectos, una cierta
capacidad de protesta que no suele acompañarse de rebeldía y la desconfianza en los
discursos sociopolíticos y culturales clásicos.
Los jóvenes no sólo viven una encrucijada en la que resuenan de manera
especial los problemas fundamentales de la persona y de la sociedad, sino que además
con sus gestos, palabras y actuaciones, denuncian el presente y anuncian el sueño o la
«utopía pequeña» de una sociedad distinta, más comunitaria y humanizadora, más justa
y fraterna19[19].

3. La profecía de su jeroglífico

Los jóvenes exponen, aunque de modo balbuciente, el deseo de una sociedad


alternativa, una voluntad de ver las cosas de otra manera, de vivir de otra forma.
Inventan signos y liturgias laicas que tratan de dar nombre y significado a lo que se
encuentra en lo profundo de sensibilidades que aún no han podido hallar expresiones
sociales –y eclesiales– concretas. Sus vivencias, lo experimentado, lo intuido y lo
soñado... van más allá de la simple metáfora para convertirse en «fuerza profética» en
pos del sentido. Seguidamente, desmenuzamos un poco más esa profecía de los jóvenes.

3.1. Demanda de «acogida»

Una de las primeras notas con las que se suele caracterizar a los jóvenes de hoy
se resume en la extendida afirmación de que lo tienen o han tenido todo.

Puede ser verdad que hayan crecido como la generación más protegida. Sin embargo, se
les ha dado de todo, menos de lo que más necesitaban. Se les ha llenado la vida de cosas
y vaciado de afecto, de compañía, de modelos para aprender a vivir.

El actual concepto de bienestar conduce frecuentemente a dar a los jóvenes


aquello que faltaba a los adultos, sin caer en la cuenta de lo que verdaderamente tienen
necesidad. No creo que debamos considerarlos extraordinariamente afortunados por
todas las cosas que tienen a su disposición, cuando darles cosas ha conducido a
desentenderse de la preocupación por acogerlos o de la responsabilidad de
acompañarlos con autoridad.

Protegidos sí, pero a costa de quedar como rehenes, prisioneros de las mismas
cosas que les entregamos y hasta insatisfechos pese a tener tantas, porque muchos de
sus deseos, hasta los más simples, les resultan inalcanzables. Jóvenes protegidos sí, pero
pobres hasta el extremo de no saber formular ni siquiera aquello que de verdad desean.

19[19] Cf. Tanto para este aspecto de la profecía como el relativo al jeroglífico: E.
FALCÓN, ¿Cómo ven el mundo los jóvenes. Aproximación a las narraciones juveniles
de hoy, Cuad. Cristianisme i Justícia, Barcelona 2001.
¡Claro que ni saben lo que quieren! Nadie ha educado sus sentimientos y su voluntad.
De ahí que tampoco su inteligencia alcance a prolongar los deseos en proyectos.

El denominado debilitamiento o eclipse de la familia es una de las causas


principales que explica la falta del calor y la luz que necesitan los niños y las niñas para
crecer. Solo el clima acogedor de la familia permite esa imprescindible educación
primera que funciona por vía del ejemplo y se apoya en gestos de cariño e imitación.

Pero, junto a la dificultad para cumplir con esta tarea y entre otros muchos datos, hay
una grave crisis de autoridad en las familias. Nos referimos, por supuesto, al sentido
etimológico de autoridad, al «ayudar a crecer» encomendado a los padres.

Todavía más. A la falta de padres, por muchos y diferentes motivos, suele acompañar la
carencia de maestros. Nuestra sociedad, en fin, es una sociedad muy poco modélica o,
si queremos y con otras palabras, es una sociedad repleta de modelos de pacotilla.

Vivimos, en suma, una particular carencia de padres y maestros, una crisis de compañeros
y acompañantes, unida a lo que algunos llaman la «plasticidad de los deseos»: la
generación actual padece, quizá más que las anteriores, el déficit del querer que no llega
a fraguar sólidamente.

Todo esto sin contar, por otro lado, que nuestro mundo está vacío de utopías, de
proyectos para cambiar las relaciones injustas que presiden la vida de los seres
humanos.

Muchas de las formas de encarar la vida que tienen los jóvenes, en este aspecto y
con la ambigüedad que les caracteriza, manifiestan la humilde profecía que se concreta
en la petición de acogida, en la búsqueda de compañeros, de padres y maestros.

3.2. Deseo de «sentirse necesarios»

Es el nuestro un «tiempo de espera» para los jóvenes y tiempo también de


profundas transformaciones. Esa espera, hasta descubrir en qué ocupar la vida –para largo,
como bien sabemos–, y las transformaciones en curso, les obligan a reconstruir una
identidad que hasta ahora se orientaba con la preparación para la vida adulta (trabajo,
matrimonio, etc.).

La complejidad y las nuevas perspectivas de ordenamiento de la vida social


dificultan gravemente la construcción de la identidad personal. En la mayoría de los
casos, los jóvenes sólo pueden aspirar a una identidad débil y fragmentaria, sometida a
frecuentes cambios. No les queda otro remedio que alargar la estancia en el hogar
paterno y los estudios (quienes pueden). Por supuesto que estas prolongaciones se van
configurando más como instalación u ocupación alternativa y cada vez menos como
preocupación y responsabilidad.

La redefinición de la identidad juvenil se teje al hilo de la redistribución de


funciones y recursos que se produce en la sociedad. Los cambios estructurales que
acaecen dentro de ésta última son la razón más profunda de los axiológicos,
convivenciales y comportamentales producidos en la población juvenil.

Las formas de vida de la gente joven han experimentado modificaciones muy


drásticas, que afectan sobre todo a sus ocupaciones, sus relaciones, sus recursos y sus
necesidades; con los consiguientes «ajustes axiológicos» –en relación directa con el
retraso del desarrollo de una personalidad autónoma– cuyo verdadero calado todavía
desconocemos.

La espera que tienen que soportar los jóvenes en nuestra sociedad, hace que se
tomen la vida con la filosofía que mejor les conviene. ¿Qué hacer cuando uno se encuentra
en «lista de espera», sabedor de que no le tocará el turno hasta transcurrido tiempo y
tiempo? Pasar el rato lo mejor posible, jugar, divertirse, «hacer el tonto»... para aligerar esa
tediosa cola que sería capaz de amargar la vida al más pintao. Aunque sea por huir,
entonces, terminan por considerar la vida como un simple espectáculo –por lo menos hasta
ser acogidos en cualquier ventanilla–. Es claro que, en la fila, la vida entera pierde valor o
resulta algo muy relativo.

Por esos vericuetos discurre su denuncia de la «exclusión social» a la que se ven


condenados. Pero la profecía no se queda ahí.

Los jóvenes intentan llamar la atención de todos los modos posibles. Por debajo de los
parámetros de su visión del mundo o de una fácil búsqueda de autorrealización –más o
menos narcisista, hedonista y carente de sentido moral–..., está latiendo la necesidad de
sentirse vivos, de sentirse necesarios, de encontrar sentido.

No sólo denuncian, también anuncian o comunican el deseo, la necesidad de un sentido no


tanto filosófico cuanto concreto para algún otro. «Ser necesario para otro» que tiene
necesidad de ti y sentir que se cuenta para él, bien a través de la solidaridad, de la amistad
o del amor: tres modalidades que los jóvenes utilizan para manifestar la necesidad de
servir, sintiéndose necesarios; la necesidad de entrega a algo o a alguien.

Es verdad que su profecía aparece envuelta en ambigüedad. En los jóvenes, todo


parte de la necesidad: se es generoso más por uno mismo que por el otro; se es generoso,
valga la expresión, para sentirse generoso. Además, en los jóvenes ningún sentimiento
parece lo suficientemente estable como para no sospechar que forma parte más de un
conjunto de estrategias con las que se trata de vencer el miedo cotidiano que una verdadera
opción con la que ir construyendo el proyecto vital. Pero la profecía está ahí.
Con frecuencia olvidamos que el sentimiento de miedo tiene una constante
presencia en la vida de los jóvenes. El miedo mayor proviene de la soledad, y no tanto del
vacío que intentan llenar con la tele, el compac-disc, el teléfono o el ordenador. Con lo
que la soledad fragua amargamente en ese intento de sedar y ocultar el sentimiento de
aburrimiento que no logran sacudirse de encima.
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

III. Pergamino o palimpsesto: jóvenes


cristianos

El ser humano es la «gramática de Dios» (K. RAHNER)

Nuestro Dios es un ser «chiflado por el hombre» (F. SCHELLING).

Síntesis de la Parte III


Se analiza aquí, inicialmente, la relación de separación y alejamiento de los jóvenes
respecto a la Iglesia. Después, se estudia quiénes y cómo son los jóvenes cristianos, qué
quieren y qué hacen. Diversos indicios permiten afirmar que dichos jóvenes sintonizan
con un «nuevo cristianismo» y, a lo sumo, ya están llevando adelante la «reconversión»
en la dirección de un «cristianismo más humanitario y autónomo». Revisados aspectos
de este estilo, una vez relacionados con la actual pastoral juvenil, surge un interrogante
fundamental: ¿estamos ante dos lógicas eclesiales y pastorales?

La vida de muchos jóvenes, de los jóvenes cristianos en particular, viene a ser un


pergamino manuscrito cuya escritura ha sido borrada para reescribir sobre él de nuevo:
un palimpsesto. Así es como han de crecer, con cierta bruma de fondo. Aunque exista
tanta pauta con la pretendemos guiarlos, tanto texto que les quisiéramos transmitir o, a
veces, imponer... el conjunto les resulta borroso. Hay siempre varias escrituras que
pelean entre sí. En este palimpsesto, con todo, su vida sigue siendo algo inacabado, algo
por hacer, aunque las páginas sobre las que escribir nunca sean del todo vírgenes.

1. Jóvenes e Iglesia: entre separación y alejamiento


Antes de nada, unos cuantos datos20[20]. Los jóvenes entre 15 y 29 años
representan una cuarta parte del total de la población española. Suman concretamente el
24’44% y son 9.599.404 (4.896.636 los varones y 4.702.768 las mujeres). A pesar del
declive de la natalidad, España, junto con Irlanda, tiene la mayor proporción relativa de
población joven dentro de los países de la Unión Europea.

El cuadro siguiente relaciona esos datos con la identidad religiosa. No es fácil


funcionar con las categorías sociológicas que sirven para definir tal identidad; las
grandes oscilaciones numéricas son más que reveladoras de la dificultad e imprecisión
que rodea al tema, en particular la delimitación de los conceptos «practicante» y «no
practicante».

Jóvenes católicos: PRACTICANTES NO


No practicantes CATÓLICOS «Jóvenes cristianos»
Totales [%] 191 352 541 322 26 ¡ Jóvenes-adolescentes
15-17 años 25 38 51 27 25
[1.700.000] [15-17]: 400.000.
19 27 52 31 30
18-20 años ¡ Jóvenes [18-24]:
[1.900.000] 19 34 53 40 29
650.000.
21-24 años [2.600.000] 15 — 58 — 29
¡ Jóvenes-adultos
25-29 años [3.300.000]
¡ Varones [4.896.639] 151 521 35
[25-29]: 400.000.
¡ Mujeres [4.702.768] 24 56 23
¡ Grupos: 3’5% [15-
24]

FUENTE: Dos generaciones de jóvenes 1960-1998; Jóvenes españoles ’99; Informe


«Juventud en España 96»

Los jóvenes de 15 a 24 años que se declaran creyentes, practicantes y no


practicantes, son unos 7 millones (73%). Los católicos, como tales, entre practicantes
habituales o alguna que otra vez, son algo más de 3 millones (35%). Las proyecciones –
estimaciones amables– de esos datos, acogidas bajo la categoría de «jóvenes
cristianos21[21]», supondrían aproximadamente un millón de jóvenes españoles (17-24
años) con una identidad cristiana básica. Los jóvenes adultos (25-29 años) que entrarían
en esta última estimación rondarían los 400.000. Los datos disponibles también nos
20[20] Tomamos los datos generales del último «Censo Nacional de Población»,
correspondiente a 1991 (INE, Madrid 1996).
21[21] En función de distinguir la categoría sociológica de «jóvenes católicos», y sin
mayores pretensiones, entendemos aquí por «jóvenes cristianos» aquéllos que tienen
una identidad cristiana básica, que va más allá de la simple identidad sociológica
católica vinculada a los residuos de cuanto hoy podría mantenerse de la llamada
«cristiandad» o «imaginario colectivo» propio de una especie de religión o religiosidad
social.
permiten indicar que, entre los jóvenes de 17 a 24 años, un 3’5% se asocia en grupos de
«tipo religioso», representado a poco más de 200.000.

Las significativas diferencias que aparecen en el gráfico precedente, además de


ser expresión de la dificultad de aferrar sociológicamente la cuestión religiosa, tienen su
lógica. Los datos provenientes de la reciente encuesta de la Fundación «Santa María»
(2), Jóvenes españoles ’99, analizan la población juvenil de 15 a 24 años e incluyen en
la categoría «católicos practicantes» tanto a éstos como a los «católicos poco
practicantes». El último Informe del Instituto de la Juventud (1), Juventud en España
’96, se refiere a un arco de edad mayor (15-29 años) y utiliza un concepto más
restrictivo de «práctica religiosa». Finalmente, hemos tenido también en cuenta –en
particular, a la hora de las proyecciones de la columna de los «jóvenes cristianos»– el
libro de A. de Miguel Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, que propone unos
esclarecedores análisis comparativos a través de los cuales queda patente el progresivo
descenso de los jóvenes practicantes hasta la estabilización que se produce en torno a
1998. En ese año, los datos hablan de un 16% de católicos practicantes entre los jóvenes
de 16 a 20 años y de un 12% entre los de 21 a 29 años.

También Jóvenes españoles ’99, pese a que sus cifras aparecen lastradas con el
engorde provocado por la laxitud del término practicante, reconoce que, si
consideramos como practicantes a cuantos dicen ir semanalmente a la Iglesia, nos
encontramos tan solo con un 12% de jóvenes entre 15 y 25 años22[22].

Al fijar específicamente los ojos en la relación que mantienen los jóvenes con la
fe, la religión y la Iglesia nunca hemos de olvidar los datos anteriores sobre el
manuscrito. Solo con tal entorno se entenderá, por ejemplo, por qué se sienten y sienten
a la Iglesia como algo lejano. Mirando directamente a dicha relación hay un doble dato
que salta inmediatamente a la vista: el «agotamiento de la socialización religiosa» y el
correspondiente alejamiento de la religión.

El declive de la socialización religiosa se palpa en cifras de este estilo: en 1960, se


declaraban católicos el 91% de los jóvenes españoles, el 45% en 1994 y tan solo el 35%
en 1999; frente al 78% que afirmaba creer en Dios en 1981, ahora lo hace el 65%; la
práctica religiosa de la juventud ha disminuido un 50% en los últimos 15 años y,
actualmente, apenas el 12% aparece cada semana por la Iglesia; un parecido y
progresivo descenso sufre la pertenencia a «grupos religiosos», siendo hoy un escaso
3’5% el número de jóvenes que participa en ellos.

22[22] Tanto el gráfico como las notas ulteriores se basan en los datos tomados de las
siguientes obras: M. MARTÍN SERRANO-O. VELARDE, Informe «Juventud
Española ‘96», o.c., pp. 262-267 y 442-445; J. ELZO (DIR), Jóvenes españoles ’99,
o.c., pp. 263-354; A. DE MIGUEL, Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, o.c., pp.
319-377.
Los jóvenes españoles son cada vez menos religiosos y, por supuesto, muchas y
complejas las causas. Pero, sin duda, un buen número de ellas apunta hacia ese
alejamiento que nos ocupa. El que un 70% de los jóvenes no esté preparado para ser
«receptivo» a la dimensión religiosa, según la hipótesis de J. Elzo23[23], amén de otras
razones vinculadas a la familia y a la sociedad, guarda una estrecha dependencia con el
distanciamiento de la Iglesia respecto a la vida de los jóvenes.

La Iglesia, en concreto, apenas si suscita interés en medio de los jóvenes: en una


lista de 14 instituciones, ocupa el último lugar cuando se mide la confianza que les
merece cada una de ellas; sólo un 2’7% de los jóvenes españoles señala a la Iglesia a la
hora de indicar dónde se dicen cosas importantes para orientarse en la vida; religión
(6%) y política (4%) son, por otro lado, las cenicientas entre los 10 aspectos
fundamentales de su vida. También la impronta de la Iglesia en ellos ha descendido
notablemente en los últimos cinco años: 36% decía estar de acuerdo con sus directrices
en 1994, mientras en la actualidad es el 28%; el 64% afirmaba en 1994 que “era
miembro de la Iglesia católica y pensaba continuar siéndolo”, en 1999 se manifiesta en
ese sentido el 51%.

De modo que nos encontramos ante la «primera generación de jóvenes que no


han sido educados religiosamente», fruto de la brutal aceleración del cambio religioso
en España, mas efecto igualmente vinculado a una especie de «pérdida de la realidad»
por parte de la Iglesia y sus miembros. Por eso, a los ojos de los jóvenes aparece cual
institución antigua y pasada, en la que no hallan referentes atractivos puesto que ni los
sacerdotes ni los religiosos –por esa parte– son para ellos modelos a imitar, ni
encuentran cristianos significativos –por esta otra– en la vida cultural, intelectual o
política y, en fin, las parroquias son un espacio lejano a sus vidas. Tampoco deberíamos
echar en saco roto, cuando de valorar la religión y la Iglesia se trata, el hecho de que las
respuestas de los jóvenes más pertinentemente religiosas no son las positivas –que
suelen quedarse en aspectos externos: el «talante de los curas» o el ambiente– sino las
negativas –sentido y coherencia vital, etc.–.

En general y según palabras de J. González-Anleo, el legado de los adultos a los


jóvenes españoles está muy claro: “un soberano desinterés por la religión y el sentido
religioso”. Con similar entorno, no resulta fácil a la Iglesia presentar su mensaje. Sin
embargo es que, amén del espontáneo distanciamiento de los jóvenes, se ha ganado a
pulso la irrelevancia en sus vidas, por exceso e inenteligibilidad de palabras, falta de
sintonía e, incluso, divorcio...24[24]

Por lo demás, entre jóvenes e Iglesia no hay sintonía. Incluso, más que alejarse
de la Iglesia y de la religión, somos nosotros –los miembros de la primera con las
formas de vivir la segunda– quienes nos alejamos de los jóvenes, aunque también éstos
gestan, por su parte, un espontáneo distanciamiento. La tesis encontraría una clara
confirmación en el aludido «agotamiento de la socialización religiosa de los jóvenes»
23[23] J. ELZO (DIR), Jóvenes españoles ’99, o.c., p. 299. Cf. también y para los datos
anteriores, pp. 312-321.
24[24] Ibíd., pp. 312-321. Cf. también y para los datos anteriores, pp. 57-80 y 294-307.
que sobreviene tanto por una inadecuada o mala transmisión del cristianismo como por
una deficiente incorporación de los jóvenes a la vida y acción de la Iglesia.

2. Jóvenes cristianos

Ya presentamos a grandes trazos cuántos son los jóvenes cristianos. Más o


menos nos referimos a un 1.400.000, de los que 200.000 están asociados en grupos de
«tipo religioso». Sobre la triple división que ya fijamos –Jóvenes-adolescentes (15-17
años), jóvenes (18-24 años) y jóvenes-adultos (25-29 años)– emprendemos una
descripción más pormenorizada dentro de lo factible.

2.1. Quiénes y cómo son

Resulta prácticamente imposible, por la penuria de datos y estudios al respecto,


ir más allá de las simples notas que siguen. Añadir más aspectos supondría un
atrevimiento injustificable, aunque sí se disponga de ejemplos particulares para
justificar otros muchos elementos de cada uno de los tres grupos de jóvenes.

Los «jóvenes-adolescentes» cristianos (15-17 años) serían unos 400.000


(1.700.000 el total de la población juvenil en esta edad). Especialmente, son los chicos y
chicas de la Confirmación, aunque la praxis de las distintas diócesis es bastante diversa.
En cualquier caso, su vida cristiana gira en torno a la preparación de este sacramento
que, pese a no pretender ser una respuesta global ni contener toda la pastoral juvenil, de
hecho, a él se reduce. Por eso, la pastoral juvenil en esta edad se identifica con un
«proceso catequético» en el que se desarrolla el contenido del mensaje cristiano,
esencialmente presentado como respuesta al «sentido de la vida».

Los «Jóvenes» cristianos propiamente dichos (18-24 años) suman algo más de
600.000 (4.500.000, el total de jóvenes con estas edades). La etapa viene marcada por
un hecho comprobado: a los 18 años, una vez terminada la Confirmación, se da un
alejamiento de los jóvenes respecto a la religión y la Iglesia. Es el «tiempo del
desengache». La vida cristiana se mueve en torno a los movimientos diocesanos de
juventud presentes en las parroquias, los menos, y a los grupos vinculados a
movimientos juveniles de religiosos y religiosas, la mayoría. Un buen número también
se integra en los llamados «nuevos movimientos eclesiales». Existe una doble línea
fundamental en la identidad y formación de los jóvenes cristianos en esta edad: los
modelos de propuestas «fuertes» e identidad clara y aquéllos en los que predomina la
dimensión educativa. Las deficiencias más significativas: la pastoral rural y obrera, por
un lado; la universitaria, por otro, en la que –a Dios gracias– existen ya experiencias
renovadoras.

Los «jóvenes-adultos» cristianos (25-29 años) representan unos 400.000 de los


3.300.000 que constituyen el total de la población juvenil. Ultimado ya el desenganche,
componen un colectivo en el que ahora se integran tanto quienes han terminado su
«tiempo de grupos» sin encontrar ninguna alternativa –diversa de la simple pertenencia
a una parroquia– donde «sentirse a gusto», como los que forman pequeñas comunidades
juveniles. Estas últimas no parecen ser demasiadas, por lo que la imagen predominante
nos muestra a muchos de ellos integrándose sin demasiado entusiasmo en los ritmos
parroquiales.

Necesariamente hemos de ir más allá del elemental acercamiento precedente.


Por supuesto, habrá que hacerlo más por vía interpretativa que simplemente enunciando
hechos. Trataremos de responder al cómo son y qué quieren los jóvenes cristianos
dejándonos guiar, básicamente, por distintos indicios proporcionados por la sociología
del conocimiento. Bajo esta óptica, los procesos y la línea de identidad que van
adquiriendo los jóvenes cristianos está directamente relacionada, en primer lugar, con el
«imaginario colectivo» o conjunto de representaciones e interpretaciones sociales
vinculadas a la religión de los españoles y españolas, en donde encontramos los apoyos
o estructuras que nos la hacen «plausible».

Referimos la plausiblidad a cuanto podemos pensar, imaginar, buscar, etc., por


disponer de base o soporte social, es decir, por contar con referencias o apoyaturas que
nos permiten entender cuanto pensamos, imaginamos o buscamos. En principio,
entonces, la plausibilidad de las ideas –especialmente aquéllas que sostienen las
convicciones y creencias personales– no depende de ellas mismas, sino de encontrar en
la sociedad y en la cultura los apoyos (o estructuras de plausibilidad) necesarios.

La identidad social, además, comporta ser «alguien» en el trato corriente. El que


una persona sea médico da lugar, sin más, a que los otros se formen una idea de quién es
uno. Desde esta perspectiva, la identidad cristiana que tiene una sociedad concreta
conduce a tratar a los creyentes de un modo peculiar, lo mismo que impulsa a éstos
últimos a manifestarse para confirmar, repudiar o esconder tal identidad25[25].

En suma, cuanto comúnmente se supone socialmente que significa la identidad


cristiana, sea o no teológicamente correcto, funciona como el primer significado que
guía a las personas en la construcción de su propia identidad, bien para admitirlo o bien
para rechazarlo. Así que, en un caso extremo que no es ajeno a la vida de los jóvenes,

25[25] Nos guiamos en esto y en los datos que siguen por la obra de A. TORNOS-R.
APARICIO, ¿Quién es creyente en España hoy?, PPC, Madrid 1995.
cuando ser creyente termina por entenderse como «algo de antes» que impide vivir «a
tope» como personas de hoy, muchos jóvenes escapan sin más de la religión para no
cargar con dicho sambenito.

Estando como están las cosas de la religión y por complejas causas –entre las
que, sin duda, se encuentran tanto el legado del «clásico catolicismo español» como la
actual realidad e imagen de la Iglesia–, entre nosotros, sólo se admiten como plausibles
tres formas o escenarios de identidad creyente. Quiere esto indicar que, digamos lo que
digamos, lo primero que se nos entiende o interpretan los demás de cuanto afirmamos se
corresponde con alguna o varias de las esas formas o escenarios26[26]. En España, la
identidad cristiana se va configurando, en concreto, conforme a la dinámica de estos tres
escenarios:

q Cristianismo de ajuste existencial

En este primer escenario o forma de identidad católica, se entiende que creyente


es quien se remite a Dios, especialmente, cuando le «aprieta mucho la vida», esto es,
cuando llegan los grandes dolores y alegrías que amenazan con trastocar la existencia.
Entonces, incluso si la fe es muy débil, se reza y –aunque la oración no obtenga lo
pedido– se consigue deshago y consuelo, por una parte; sentido y ensanchamiento de la
felicidad, por otra.

q Cristianismo de autolegitimación

Dios y la fe se relacionan con normas y modos de vivir, particularmente, cuando


la culpa, duda o desorden de la vida hacen que uno pueda «sentirse mal». Se mete a
Dios en los conflictos morales: en ciertas ocasiones, al actuar con una especie de miedo
y queriendo estar a buenas con Él; en otras, al creer necesario vivir conforme a
«criterios rectos»; existiendo, finalmente, quienes pretenden así sentirse muy dignos y
hasta autosatisfechos por su «excelencia moral».

q Cristianismo de interdependencia

Mejor deberíamos hablar de «demanda de interdependencia», puesto que se


identificaría al creyente con conductas referidas a la «participación en ritos, fiestas o
actos comunes». En el fondo, se busca una seguridad cuando la soledad o la pequeñez
nos hace sentirnos inseguros. Por eso mismo, el creyente se suma a cuanto «desde
siempre vienen haciendo muchos de sus conocidos»; no quiere quedarse «sin el suelo
firme de las antiguas costumbres».

26[26] Ibíd., cf. pp. 27-47.


Apenas si existe y, por tanto, tampoco pertenece al discurso social, a la
referencia y plausibilidad –por no ser visible ni reconocible socialmente, dado que
carece de realidad significativa–, el «cristianismo vocacional» que se correspondería
con el verdadero y propio ser cristiano tal como quedó definido tras el concilio Vaticano
II, antes, resulta inexistente cual algo increíble, por inimaginable.

n «Cristianismo vocacional»

Representa el cristianismo que surge como respuesta libre a Jesús y a su mensaje


del Reino; una respuesta estrechamente unida tanto a la historia personal como a la del
resto de los hombres. El Dios de Jesús, aquí, responde a las gozos y tristezas humanas,
acompañando y comprometiendo al hombre que acoge el Evangelio. Para esta clase de
cristianos ni seguir a Jesús, ni orar o reunirse en comunidad... pueden entenderse como
mera respuesta a presiones puntuales de sufrimientos o alegrías, como alivio de la mala
conciencia u otras angustias morales, tampoco como refugio o simple ayuda en la
inseguridad. «Vivir de fe», en esta perspectiva, es un proceso libremente asumido con el
que se responde al Evangelio, de donde brota la oración como diálogo constante, una
moral más de iniciativas que de obligaciones o la comunión sobre la que se asienta la
comunidad.

Esta identidad cristiana aparece, y no siempre, en religiosos o religiosas,


sacerdotes y laicos bastante formados. Lo más grave, pues: esta manera de ser creyente
no pertenece al «discurso social», es decir, no cuenta con apoyos o estructuras de
plausibilidad para servir como modelo de identidad cristiana al igual que los otros tres.
Una forma semejante de cristianismo brilla por su ausencia en el sentir común de los
españoles.

Entonces, cuando entra en juego la identidad cristiana en procesos catequéticos o


pastorales, inicialmente, se entiende en clave de ajuste existencial, de autolegitimación o
de demanda de interdependencia, sin que ninguno de ellos congenie con la mentalidad
del hombre moderno o con los jóvenes de nuestros días.

Fenómenos como el agotamiento de la socialización religiosa o el alejamiento de


los jóvenes de la religión y de la Iglesia evidencian palpablemente que esos tres
escenarios básicos para construir la identidad cristiana –a los que directa o
indirectamente, conducen las habituales formas catequéticas o pastorales–, no sólo no
sirven sino que constituyen un obstáculo para la «educación a la fe» de las nuevas
generaciones.

La alternativa se vincula a la pregunta sobre qué tipo de identidad y escenario


creyente cuenta con los necesarios apoyos en el modo de vivir de los jóvenes como para
enlazar con ellos y ellas, constituyendo –a la par– un punto de partida adecuado para la
«educación a la fe»27[27]. Pese a la necesaria cautela con la que hemos de conducirnos,
debido a no contar apenas con análisis consistentes en el ámbito de la religión y
religiosidad juvenil, creemos que existen datos suficientes para dibujar la identidad
básica del creyente según los jóvenes28[28]. Podríamos denominarla como «cristianismo
humanitario y autónomo». Con semejante base es posible hacer confluir el «cómo son»
y el «qué quieren» los jóvenes con la propuesta cristiana.

2.2. Qué quieren: un «cristianismo humanitario y autónomo»

Aparece difusa y profusamente en los estudios sociológicos sobre la religiosidad


29
juvenil [29]. Más de la mitad de los adolescentes y jóvenes españoles de 15 a 29 años
27[27] Hemos de repetirlo una vez más: no encontramos con un grave obstáculo a la
hora de tratar de responder a semejante interrogante, pues faltan estudios específicos
sobre la religión y religiosidad de los jóvenes. Para mayor desgracia, desarrollamos una
pastoral juvenil alimentada con escasos estudios y sin reflexión mantenida (ni tan
siquiera existe un solo centro de carácter universitario que se ocupe de ella). Nada
extraño que se origine –conforme denunciaron los propios obispos– “una pastoral
ocasional y de iniciativas dispersas que dificulta una labor continuada y orgánica”
(CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Orientaciones sobre Pastoral de
Juventud, Edice, Madrid 1991, n. 4).
28[28] Contamos con estudios particularmente valiosos sobre algunos aspectos que nos
permiten orientarnos en la dirección de la conclusión que apuntamos. Cf. uno de los más
completos, ISTITUTO DI TEOLOGIA PASTORALE-UNIVERSITÀ PONTIFICIA
SALESIANA, L’esperienza religiosa dei giovani (6 vols.), Elle Di Ci, Leuman (Torino)
1995-1997, particularmente los datos ofrecidos en los tomos 2/1 y 2/2.
29[29] Además de los datos extraídos de los estudios sociológicos que venimos citando,
contamos con indicios originados en confluencias analíticas que pueden verse
confrontado, por ejemplo, artículos como los siguientes: F.F. FERNÁNDEZ, Sentido y
dirección de los cambios sociorreligiosos en los adolescentes y jóvenes españoles...,
«Sociedad y Utopía. Revista de Ciencias Sociales» 15(200), 219-229; D. SIGALINI,
Linee di impegno per la pastorale giovanile dopo la GMG, «Cuaderni della Segretaria
Generale CEI» 30(2000), 108-118; C. GARCÍA DE ANDOAÍN, La iniciación
cristiana, en CEAS-D. DE PASTORAL DE JUVENTUD DE LA CEE:, Pastoral de
juventud y etapa catecumenal, EDICE, Madrid 2000, 7-36; D. SIGALINI, La etapa
catecumenal en la Pastoral de Juventud, en: CEAS-D. DE PASTORAL DE
JUVENTUD DE LA CEE, La etapa catecumenal, EDICE, Madrid 1999, 11-32; S.
MOVILLA, Las comunidades cristianas juveniles en la diócesis de Madrid, Extracto-
Tesis Doctoral, Madrid 1999, 23-70; A. TORRES QUEIRUGA, Recuperar los caminos
de Dios con los jóvenes, «Misión Joven» 264-265(1999), 5-16; R. TONELLI, Retrato
de un joven cristiano, «Misión Joven» 268(1999), 23-32; J. GONZÁLEZ-ANLEO,
¿Una Iglesia irrelevante para la juventud actual?, «Sal Terrae» 4(1999), 309-319;
AA.AA, Dossier abierto: Cristianos de treinta años, «Misión Abierta» 7(1998), 15-37;
J. GONZÁLEZ ANLEO, Reconfiguración de la religiosidad juvenil, «Misión Joven»
261(1998), 5-13; J. MARTÍNEZ CORTÉS, Jóvenes, religión e Iglesia: ¿entre la fe y la
indiferencia?, «Misión Joven» 261(1999), 15-23; F. VIDAL, Caracterización de los
jóvenes católicos de la España 1990, «Cuadernos de Realidades Sociales» 37-38(1991),
andaría por ahí, por lo que podemos decir que el «imaginario colectivo» de los jóvenes
cristianos se mueve en esa dirección. Las nuevas generaciones sintonizan con un
«nuevo cristianismo» en las numerosas formas de cuanto se ha dado en llamar ser
«creyentes cristianos a su modo». Denominamos «cristianismo humanitario y
autónomo» a esta especie de «reconversión cristiana» que se da en los jóvenes, por
responder a dos características fundamentales:

¡ Unos, aceptan a Dios, creen y se remiten a Él con la oración, por encima de todo, y
con alguna práctica más o menos religiosa; otros, realizan una traducción humanista
de lo anterior, sin apenas referencias trascendentes. Para estos últimos jóvenes, es
verdadero creyente y religioso quien es honrado, ayuda a los necesitados y, según
dichas claves, se pregunta por el sentido de la vida.

¡ La pertenencia a la Iglesia, en general, no forma parte de los requisitos de identidad


cristiana. Son «aeclesiales»: pasan de la Iglesia católica, pero sin particular
beligerancia en el tema; por lo que, al respecto, esta identidad se extiende desde los
que dicen sentirse católicos y proyectarse como tales, hasta quienes se excluyen de la
pertenencia a la Iglesia.

De ser verdad, como apuntan numerosos índices, que los adolescentes y jóvenes
son capaces de sintonizar con un cristianismo así, que una identidad de ese tipo cuenta
con algunos apoyos o estructuras de plausibilidad en el ámbito particular de las nuevas
generaciones, aquí radicaría el quid de la praxis cristiana con ellas.

Directamente ligado a cuanto denominábamos «nuevo hombre» o nuevo modo


de ser y vivir, también en este aspecto podemos hablar de la anticipación en los jóvenes
de un «nuevo cristiano» y, en forma casi telegráfica, éstas serían algunas de las notas
particulares con las que los jóvenes recomponen el cristianismo en una dirección más
humanitaria y autónoma:

q Claves de identidad y realización humana

Subrayan los jóvenes, por delante de todo, la dimensión personal, abierta y


configurada en el «grupo de iguales»; aspectos que comportan, por un lado, el
subrayado de la «vivencia personal», de las opciones libres y, por otro, el recelo y
rechazo de las instituciones, amén de la democratización de las relaciones humanas, etc.

173-182; A. TORNOS, La fe de los grupos. Un cristianismo de interdependencia, «Sal


Terrae» 10(1995), 777-790; R. TONELLI, Criteri per un corretto annuncio di Cristo ai
giovani, en: A. AMATO-G. ZEVINI, Annunciare Cristo ai giovani, LAS, Roma 1980,
283-299. Especial relieve adquiere en nuestra consideración la novedosa «tipología
religiosa» de J. Elzo en el último estudio de la Fundación «Santa María», donde se
entreve la dirección del modelo de «cristianismo humanitario y autónomo» que
postulamos.
Tanto el acento en estos aspectos como la propia vinculación a la fe religiosa, se
muestran muy permeables a la cultura ambiental y, en general, a los valores de la
modernidad. Al mismo tiempo, estas y otras demandas de «autorrealización» se
entremezclan con denuncias, carencias y deseos de toda índole.

q Núcleos –desestructurados– de fe

Antes de nada, afirman la idea de Dios como «Padre» y la de Jesús como


«Amigo», ambas relacionadas con sentimientos de solidaridad, fraternidad,
compañerismo y, a su estilo, con un hombre más humano y una sociedad más
humanizada. En ellas reside la base de la fe y señalan las relaciones fundamentales del
cristiano. Pero, tanto Dios como Jesucristo o las relaciones... se rigen por leyes
subjetivas. Eso sí, casi la mitad de los jóvenes –se sientan o no dentro de la Iglesia–
afirman la necesidad de orar y dicen rezar habitualmente. El resto de las verdades de la
fe (Resurrección, sacramentos, pecado, moralidad, Iglesia...) se presenta con formas
sumamente variables en contenido y jerarquización. En definitiva, para los jóvenes solo
parece admisible y aceptable una fe y religión que ratifiquen la confianza en la vida y
autonomía de las personas.

q Una religión más «humanitaria»

En general, para los jóvenes cristianos, «lo religioso» visible debe equivaler más
a «lo humanitario» y menos equipararse a prácticas cultuales; en este sentido, una buena
mayoría afirma eso de que «se puede ser un buen cristiano sin ir a misa todos los
domingos» o sin la práctica tradicional de los sacramentos... Por semejante camino
exigen y buscan una mayor autenticidad en la relación entre vida cotidiana y fe. Por otro
lado, aunque no perciben fácilmente la «dimensión cristiana» del amor, sí intuyen que
ha de ser la raíz de la religión cristiana.

q Predisposiciones, sospechas e inestabilidad

Bien dispuestos ante la dimensión comunitaria y los pequeños grupos o


comunidades, siempre que se muestren flexibles en el compromiso y propicios a la
vivencia íntima. Sin estar de acuerdo con la jerarquía y con una permanente
desconfianza frente a la «Iglesia-institución», también manifiestan una incipiente
necesidad de limitar el poder de los sacerdotes o religiosos y religiosas. Los jóvenes, por
último, son sensibles a la construcción de la justicia del Reino, pero inestables en su
responsabilidad y compromiso30[30].
30[30] Cabría preguntarse si no está ya ocurriendo que muchos de los «jóvenes
cristianos» habitan o están fuera de la Iglesia. Ahora bien, el desenganche eclesial
juvenil, según no pocos analistas, ni significa pérdida real de vínculos con la fe ni tan
siquiera desprendimiento de la religión. No sería tanto la religión, sino su práctica
concreta lo que parece haber perdido sentido; tampoco se desligan de la fe religiosa,
cuanto de una Iglesia que no suscita interés.
2.3. Qué hacen los jóvenes cristianos

Nos limitamos en este apartado a una sencilla reseña de los grupos parroquiales
y comunidades juveniles, hilvanada a través del enunciado de distintos modelos que los
englobarían31[31].

El modelo, evidentemente, es una abstracción construida a base de indicadores,


en este caso tres: el horizonte antropológico, la identidad cristiana y la propuesta
metodológica. Considerando tanto las comunidades como los grupos juveniles –
vinculados a movimientos diocesanos, a congregaciones e institutos religiosos o a los
llamados «nuevos movimientos eclesiales»– nos resultarían cinco modelos básicos: el
histórico-objetivo, experiencial-carismático, antropológico-existencial, el modelo de
pastoral de la liberación y el educativo. Citamos brevemente algunos rasgos centrales
que cada uno propone como proyecto de juventud cristiana32[32].

q Modelo histórico-objetivo

Coloca en un primer plano las exigencias del «deber ser», sin que constituya un
problema importante su adaptación a los destinatarios y situación. Directa o
indirectamente, termina por acentuar la confrontación entre la norma revelada y la
realización personal, sin resultar infrecuentes los juicios descalificativos sobre el mundo
y su relación con la Iglesia, en los que se asocia modernidad y secularización con
agnosticismo, humanismo sin Dios, relajación moral, etc.

Precisamente por ofrecer «propuestas fuertes» y perseguir una «identidad clara»,


la dirección metodológica se centra en la autoridad y palabras de maestros y modelos
que nos enseñan cómo ser cristianos, al tiempo que se fijan «señas de identidad» con las
que sentirse formando parte de un grupo que protege y da seguridad. Un grupo, por lo
demás, preparado para posiciones de ataque a la indiferencia ante Dios, al vacío de
sentido propio de la razón moderna o al amoralismo que produce.

Aunque diferentes, más difícilmente encasillable en esquemas previos el


segundo, por aquí andarían los proyectos de pastoral juvenil del Opus Dei y de
Comunición y Liberación. A destacar la consistente organización de ambos y la
particular incidencia del último en el mundo universitario.

31[31] Además de los grupos parroquiales particulares y comunidades cristianas


juveniles, los grupos y/o movimientos juveniles cristianos inscritos en la Subcomisión
de Juventud de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar son unos cuarenta.
32[32] Ante la imposibilidad de citar aquí una bibliografía detallada de cada uno de los
grupos y movimientos, cf. los siguientes análisis generales y particularmente
orientadores al respecto: A. FAVALE ET ALII, Movimenti ecclesiali contemporanei,
LAS, ROMA 1991; R. TONELLI, Gruppi giovanili e esperienza di Chiesa, LAS, Roma
1983; M. MIDALI-R. TONELLI (DIR), Chiesa e giovani, LAS, Roma 1982.
q Modelo experiencial-carismático

La acentuación de la dimensión espiritual de la existencia cristiana, así como la


insistencia en su radical diferencia respecto a los procesos de la vida y existencia
cotidianas, termina por abocar a una visión antropológico-cultural negativa. El segundo
acento fundamental lo ponen en la vivencia comunitaria de la fe, sobre la base de
teologías sencillas, organizadas en torno al kerigma, la Palabra y la «acción del
Espíritu», las celebraciones litúrgicas y los compromisos morales.

En semejante contexto, la propuesta metodológica se funde y concentra en las


experiencias personales y, sobre todo, comunitarias, particularmente intensas en ciertos
momentos celebrativos. De ahí que no existan diferencias substanciales entre la vivencia
cristiana de los adultos y de los jóvenes. Neocatecumentales y movimientos como el de
«Renovación carismática» formarían parte de este modelo, con una señalada influencia
en las clases más populares.

q Modelo antropológico-existencial

Muy relacionado con la renovación introducida por el concilio Vaticano II y con


la sensibilidad participativa de los años ’70. Confiados en las posibilidades que encierra
cada hombre, privilegian el terreno de la autorrealización y de la experiencia de la vida
diaria como lugar de la fe. Unen estrechamente la identidad cristiana a rasgos de
compromiso y militancia.

La propuesta metodológica se concreta en el ya clásico método de la «revisión


de vida», con la intención de actuar concretamente la transformación de la propia
persona y de la sociedad. Con sus diferencias de acentuación, caben en el modelo los
distintos movimientos juveniles de la Acción Católica –JOC, JEC y JAC–, al igual que
el conjunto de los grupos parroquiales integrados en la pastoral juvenil diocesana. El
subrayado particular debería colocarse en que casi solo estos grupos se ocupan de la
pastoral juvenil obrera y rural.

q Modelo de «pastoral de liberación»

Inspirado en la «lógica» de la teología de la liberación y la experiencia de las


«comunidades de base», entre nosotros adquiere rasgos propios particularmente
derivados de la eclesiología de comunión, del Pueblo de Dios y su compromiso por el
Reino. Frente a un mundo desigual, frente a su injusta organización social, cada
persona, cada joven ha de empeñarse en un compromiso liberador en el nombre y desde
la experiencia suscitada por la fe en Jesús de Nazaret. Por otro lado, ha de ser en la
comunidad cristiana, al estilo de las primeras, donde se alimente, cultive y celebre dicho
compromiso.
El grupo o pequeña comunidad es la clave metodológica del crecimiento y
maduración de la fe. Se encuadraría en este marco la pequeña red de «comunidades
juveniles» en las que desembocan algunos grupos o que se generan en torno a
parroquias y congregaciones de religiosas o religiosos. Sin duda son uno de mejores
modos de responder al reto más difícil de la praxis cristiana con los jóvenes adultos.

q Modelos de «educación a la fe»

Se inscribirían en este modelo un buen y variado grupo de movimientos


impulsados por distintas congregaciones religiosas. De una u otra manera, se asientan
sobre la hipótesis de que el servicio al hombre, indispensable para la construcción del
Reino y actuación de la salvación, no puede realizarse sino a través de procesos
educativos. En este sentido, la educación a la fe no es otra cosa que la humanización
más plena del hombre.

Subrayan especialmente el «paradigma encarnación» como acontecimiento y


como método, haciendo del grupo no solo la plataforma educativa fundamental, sino
también como mediación o lugar donde hacer experiencia de Iglesia. Entre los más
numerosos, se encontrarían aquí el «Movimiento Juvenil Salesiano» y las «Juventudes
Marianas Vicencianas». La aportación más peculiar, amén de su vinculación a la
escuela cristiana, vendría dada por los «centros juveniles» y las actividades que se
generan dentro de ellos33[33].

3. ¿Dos lógicas eclesiales y pastorales?

J. Elzo, tras constatar que, en verdad, existe un núcleo de jóvenes identificado


con una «definición fuerte» de Iglesia, junto a quienes recelan o prescinden de ella,
afirma que “se trata, en el fondo, de dos lógicas eclesiales distintas que tienen su
correspondiente correlato en los propios jóvenes. [...] Una Iglesia centrada en sí misma,
en búsqueda de sí misma, apostando fuertemente por sus señas de identidad
diferenciada en y del mundo..., frente a una Iglesia que invierte más en entrar el mundo,

33[33] No es posible hacer justicia, tanto si se citan como si no, a cada uno de los
grupos o movimientos. Además de los nombrados, tienen una especial relevancia
también: JVM (Movimiento Juvenil «Vicenta María» de las Religiosas de María
Inmaculada), MTA (Movimiento Teresiano de Apostolado), Acit-Joven (Institución
Teresiana-Padre Poveda), Jufra, Montañeros y montañeras de Santa María, los Scouts
católicos, etc. Entre las experiencias de jóvenes cristianos con particular significatividad
hoy y que difícilmente pueden encuadrarse en los modelos reseñados, merecerían
citarse: Taizé o el GEN de los focolares y tantas otras iniciativas con cierto gancho entre
los jóvenes, léase «Oasis», «Comunidades de San Egidio», «Fe y luz», etc.
tal como el mundo es, desde su singularidad eclesial, esperando enriquecer y
enriquecerse en el contacto...”34[34].

Por diferentes razones, este trasfondo condiciona en gran manera el desarrollo de


la praxis cristiana con los jóvenes. El mismo autor hipotiza con la tesis de que la
«socialización católica» alcanza en el presente a jóvenes “practicantes y de derechas,
pero no es lo suficientemente sólida como para permitirles discernir y contrarrestar la
socialización religiosa no católica que reciben a través de otra serie de órganos de
socialización, haciendo, a la postre, a muchos de estos jóvenes más crédulos que
creyentes”35[35].

Ciertamente estamos asistiendo a un proceso de «reconstrucción de la dimensión


religiosa» en los jóvenes, que en buena medida se realiza a base de elaboraciones
propias, muy personales y subjetivas. No obstante, otra parte importante corresponde a
la influencia innegable de dos factores: lo recibido en la transmisión religiosa familiar,
etc., y la referencia permanente de la comunidad eclesial.

Como ya apuntamos, la transmisión religiosa de la fe atraviesa una indudable y


profunda crisis; por lo tanto, resta como factor determinante para dicha reconstrucción
la «imagen de Iglesia» que perciben los jóvenes. Considerando los estudios sociológicos
salta a la vista que las jóvenes generaciones topan con una Iglesia en la que predomina
lo institucional y sobresale por doquier su estructura jerárquica. Tornaremos sobre el
asunto más adelante.

34[34] J. ELZO, Aspectos de la religiosidad de los jóvenes, en «Documentación Social»


124(2001), 97-112 (el texto citado aparece en p. 109).
35[35] Ibíd., p. 102.
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

IV. Texto: reconstruir con los jóvenes la


fe y la religión

Habrá que «palparse el alma» (M. DE UNAMUNO)

y recuperar el oído para el misterio. Habrá que «educar la mirada» (T. DE CHARDIN)

para entender la historia de Dios con el hombre.

SÍNTESIS DE LA PARTE IV
Realizado un breve diagnóstico de la situación y tras señalar las notas específicas de la
pastoral juvenil o praxis cristiana con jóvenes, esta parte sugiere la necesidad de
establecer una verdadera «alianza» con los jóvenes para reconstruir con ellos la fe y la
religión. Reconstrucción que pasa por arrancar de sus vidas, compartirlas con las
nuestras y recuperar «sentido» para todas ellas.

Manuscrito, jeroglífico o pergamino, al final, destaca más la «tarea por hacer»


que la gran cantidad de cosas ya hechas –bien sean recibidas e impuestas como tales o
construidas y reelaboradas por cada uno–. Somos, por encima de todo, un texto por
escribir; por mucho que vivamos al dictado de otros, en el fondo, albergamos la
sensación de que sería posible «ser nosotros mismos», distintos. Siempre está ahí el
texto propiamente dicho, el original y auténtico que podríamos escribir de nuestro puño
y letra.

A la hora de contar con referencias para escribir el texto de la vida, hubo un


momento histórico especial en que ver, oír y acoger a un hombre era ver, oír y acoger a
Dios en persona. Desde aquel encuentro sorprendente e imprevisto con el hombre Jesús,
toda praxis cristiana o pastoral deben aparecer como «sabiduría para la vida», camino de
salvación en donde correlacionar profundamente la situación histórica y la tradición
cristiana.
1. Diagnóstico sobre la situación de los jóvenes cristianos

Apunta A. de Miguel, al considerar ciertas reconversiones que sugieren una


«religión civil» en las nuevas generaciones, que «hay algo radicalmente religioso en los
jóvenes» cuando no se sienten contentos con este mundo36[36]. Otros sociólogos vienen
desde hace tiempo señalando que hay una evidente demanda religiosa en muchos
jóvenes.

Pero no debemos engañarnos, ni con afirmaciones de este estilo ni con fotos de


grandes concentraciones juveniles. Por encima de todo, la Iglesia debe confrontarse
seriamente con las demandas y esperanzas de los jóvenes. No abundamos en las
reflexiones ya insinuadas. Sí insistir en la necesidad de ir más allá de las imágenes
superficiales que nos hacemos o solemos tener de los jóvenes, hasta calar en lo
profundo de sus vidas37[37].

A la hora de realizar un rápido diagnóstico de la situación de los jóvenes


cristianos, surge inmediatamente un interrogante esencial que lo condiciona todo: ¿qué
Iglesia y qué jóvenes cristianos queremos?

El momento que vive la Iglesia –según ya dejamos entrever– encierra el peligro


de la polarización de cara a la pastoral juvenil. Ante el contexto socio-cultural
contemporáneo, la realidad eclesial –máxime cuando aún no ha sabido integrar con la
necesaria lucidez crítica el concilio Vaticano II– corre peligro de primar reacciones
defensivas o beligerantes y, con buenas dosis de maniqueísmo, dividir las posturas ante
la situación: unos inclinados hacia el mundo, persiguiendo a toda costa la adecuación de
la fe cristiana y de la Iglesia a los hombres y cultura presentes; otros, por el contrario,
separándose del mundo mientras denuncian la excesiva adaptación del cristianismo y
toman distancias respecto de la sociedad. Éstos pondrían el acento en la identidad
propia, concentrándola en la relevancia institucional, con sucesivas vueltas y revueltas a
la tuerca del eclesiocentrismo; aquéllos apostarían por una práctica disolución de la
identidad cristiana.

No habrá que olvidar que las estructuras de plausibilidad de la fe cristiana no


han de buscarse, ni tienen por qué encontrarse, en principio, en la cultura del momento
sino en la comunidad de creyentes, en la Iglesia. Pero no es menos cierto que no hay
cristianismo sin encarnación, como tampoco comunidades eclesiales cuyo fin sean ellas
mismas. Es más, Dios se hizo hombre no sólo para asumir así todo lo humano, a partir
de su descenso (cf. Flp 2,6-11), «alcanzar a Dios» –valga la expresión– nada tiene que
ver con la salida de lo humano, al contrario: el rostro, la vida y las palabras del hombre
son el lugar central para descubrir a Dios, la fe en Él tiene su más importante condición
de posibilidad en una extraordinaria fe en el hombre; en fin, a partir de la Encarnación

36[36] A. DE MIGUEL, Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, o.c., p. 160.


37[37] Cf., además de lo expuesto anteriormente: A. ANDREOLI, Giovani, Rizzoli,
Milano 1995; C.G. VALLÉS, Los jóvenes nos evangelizan. Dinámica de dos
generaciones, San Pablo, Madrid 1998 y J. ELZO, El silencio de los adolescentes, o.c.
solo se puede hablar sensatamente de Dios sobre el fundamento de nuestras experiencias
humanas.

Y, sobre todo, ¿qué identidad y qué jóvenes cristianos queremos? Todo nos
conduce aquí; en buena medida, todo pende de este interrogante al que no acabamos de
encontrar una respuesta adecuada. Los cambios históricos en curso, con los que abrimos
estas reflexiones, no pueden interpretarse primordialmente sobre la base –negada por la
crítica histórica– de que el interés primordial de la cultura ilustrada que desemboca en la
modernidad iba dirigido contra la religión. Antes, como ahora, las profundas
transformaciones culturales hacen sentir a muchos la necesidad de una nueva
comprensión de la fe y de la religión cristianas. Sin ir más lejos, el concilio Vaticano II
tomó conciencia de la inadecuación del cristianismo respecto a la realidad del mundo
contemporáneo y de la necesidad de proceder a una profunda clarificación de su sentido
en nuestro tiempo.

Pero no acabamos los cristianos de asimilar, no ya las transformaciones socio-


culturales, sino ni tan siquiera el concilio. De hecho, al poco de terminar, empezó a
fraguarse la explicación de numerosos cambios en términos de «pérdida» (de poder
social, de significación, etc.). Hasta que volvieron las estrategias de reagrupamiento, la
pastoral de neo-mantenimiento y reconstrucción catequética para tornar a ser y «hacer
cristianos de verdad». Nada extraño, entonces, que la jerarquía eclesiástica centre los
problemas en las cuestiones de identidad, confesionalidad y presencia pública de la
Iglesia, otros tantos aspectos de la búsqueda de seguridad ideológica y de relevancia
social que domina el paisaje de no pocas de sus intervenciones oficiales. Por ahí,
difícilmente conseguiremos unos jóvenes cristianos con fe adulta y comprometida.

Por último, es verdad también que el escenario juvenil del «cristianismo


humanitario y autónomo» se asocia con facilidad a una «religiosidad de baja intensidad»
o «cristianismo difuso», en auge por tratarse de una religiosidad que socialmente cuenta
con numerosas estructuras de apoyo y porque configura una religiosidad en la que
muchos jóvenes cristianos empiezan a reconocerse. El peligro existe.

Aunque no debamos contentarnos con ese perfil de «cristianismo humanitario»,


a nuestro juicio, ésta religiosidad es una de las piedras angulares para mantener en pie la
casa cristiana de los jóvenes. Desde y sobre ella habrá que trabajar para conseguir
«cristianos adultos» a través de una adecuada educación y maduración de la fe.

No hay condiciones para exigir de inmediato que los jóvenes cristianos se


adhieran de primeras al denominado «cristianismo vocacional», aunque tampoco
podemos permitir que se rebaje la calidad de la identidad cristiana a una difusa y
«pequeña trascendencia» que cada cual gestiona a su gusto.
2. «Especificidad» de la praxis cristiana con jóvenes

Pese a tantas como son las realizaciones pastorales desde el último concilio hasta
nuestros días, permanece la impresión de que la disciplina de la Teológica Práctica o
Pastoral sigue presa del eclesiocentrismo, dudosamente ha influido con profundidad en
los contenidos dogmáticos, en orden a una reformulación más acorde con la cultura y
los hombres de hoy, y tampoco está confirmando la apertura de la Iglesia al mundo que
quiso el Vaticano II38[38].

Si de la Pastoral en general hablamos de este modo, ¡qué no podríamos decir de


la Pastoral Juvenil! Materiales, técnicas, canciones... de eso sí hay bastante y quizá
resulte suficiente –permítasenos el comentario, sin ánimo ofensivo– para seguir
organizando jornadas de encuentros multitudinarios. Sin embargo, para establecer una
auténtica comunicación entre la Iglesia y la juventud, para reformular la fe y práctica
religiosa en referencia a su vida real, a la par que concretarlas con la propuesta de una
espiritualidad nueva; para contar con proyectos educativos cercanos a su mundo o para
reinterpretar y experimentar pastorales alternativas... es necesario un planteamiento
riguroso del tema, sin abandonarlo a la buena voluntad y entrega de tantos y tantos
agentes de pastoral (por eso mismo, condenados más tarde o más temprano a
experimentar el sabor amargo de un fracaso anunciado).

Centrándonos en un solo y crucial aspecto, creemos que el problema capital de


la pastoral juvenil o praxis cristiana con jóvenes reside en su práctica reducción a
«catequesis juvenil». Ésa también parece ser la razón de que el proyecto-marco –
Jóvenes en la Iglesia, cristianos en el mundo– no haya conseguido un verdadero cambio
de rumbo en la Iglesia española. Las mejoras logradas corresponden más a los aspectos
externos del tema –organizativas, elaboración de proyectos diocesanos a partir del
nacional, escuelas de pastoral juvenil, etc.– que a las medulares de la educación a la fe.

Pues de eso se trata y en ello reside el meollo de la identidad-especificidad, en


entender la pastoral de juventud como un camino de «educación a la fe» o un espacio
pastoral en el que educación y fe son por igual fundamentales, sin que empleemos la
primera como un simple instrumento en manos de la segunda. Hablamos de educación
«a o para» –no de educación «en» o «de» la fe– pues nos referimos, sin más y por este
lado, al crecimiento y maduración de las personas, y no a «pedagogía religiosa», ni
38[38] Sigue siendo voz bastante común que hablar de «Teología Práctica o Pastoral» y
encontrarnos en un terreno movedizo e incierto es todo uno. Sigue sin desterrarse la idea
de que no sería más que una disciplina al servicio de las afirmaciones dogmáticas –
siendo éstas tan complejas y difíciles de entender, la pastoral ha de ocuparse en hacerlas
un poco más atrayentes con los envoltorios de la simpatía del pastoralista, de sus
técnicas, su música, etc.–. No contentos con esa obligada dedicación de la teología
pastoral a componer partituras para las letras de las canciones dogmáticas, después se le
achaca la superficialidad del contenido de cuanto cantan los pobres pastoralistas. A tal
desmedida ha llegado el asunto, que hasta en el ámbito práctico no es infrecuente
comprobar cómo se estima más y mejor una orientación doctrinal que las referencias a
intervenciones pastorales.
tampoco a preámbulo de la fe o primera evangelización. Igualmente, por otro,
remitimos a la fe en tanto que experiencia cristiana específica. Como resultado, la
«educación a la fe» implica ambos dinamismos, entendiendo que el hecho educativo
contiene la posibilidad de la experiencia cristiana, al igual que ésta comporta esa
maduración que persigue la educación.

Es necesario entrelazar profundamente educación y fe, hasta fundirlas –sin


confundirlas– en procesos de «mutua implicación»39[39], es decir: madurar como
personas y crecer como cristianos se involucran recíprocamente. Ubicados en esa
implicación mutua, debemos ser escrupulosos con la identidad y autonomía científica de
la pedagogía y de la teología, si bien la interrelación ha de plasmarse en una verdadera
interdisciplinaridad que, por ejemplo, no reduzca el hecho educativo a simples
preliminares de la fe.

Al respecto y en síntesis, la novedad educativa fundamental de nuestros días


radica precisamente en la sustitución del objeto mismo del crecimiento y aprendizaje, en
el paso de la transmisión a la elaboración de respuestas. Frente al clásico «objeto
educativo» encerrado en un saber constituido y administrado, el nuevo está formado por
«el grupo» de educadores/agentes de pastoral y jóvenes que “afronta y estudia los
desafíos de la propia vida colectiva. Así se educan –crecen, construyen– juntos”40[40].

Nadie educa a nadie, sino que nos educamos unos a otros o, por el contrario, nos
cerramos en nuestras propias ideas, estrecheces o raquitismos. En la «educación a la fe»,
desde esta óptica, los jóvenes tienen no poco que enseñarnos; nosotros, mucho que
aprender; y hemos de educar atendiendo a los verdaderos desafíos, aunque no coincidan
con nuestros intereses, visiones o interpretaciones de la realidad.

A partir de aquí, ha de quedar claro que la praxis cristiana con jóvenes orienta la
preocupación pastoral no tanto hacia el objeto de la propuesta –tema de estudio de otras
disciplinas teológicas–, cuanto hacia la condición existencial de los destinatarios:
preocupación que empuja a estar atentos a las reacciones y disposiciones del sujeto, a
sus ritmos de maduración y a sus crisis. En esta perspectiva y sin descuidar el carácter
esencial de «propuesta» que lleva consigo la fe, se intenta ayudar directa y
fundamentalmente a los jóvenes a descubrir «respuestas» adecuadas a sus esperanzas
más profundas, tratando de restituirles la dignidad que muchas veces les niega la vida y
sociedad actuales41[41].

39[39] Cf. J.L. CORZO, Razón pedagógica y acción pastoral, «Misión Joven»
278(2000), 27-32 y 49-52.
40[40] Ibíd., p. 30 y cf. también: J.L. CORZO, La razón pedagógica en la teología y la
catequesis, «Teología y Catequesis» 66(1998), 27-53.
41[41] Cf. R. TONELLI, Per la vita e la speranza. Un progetto di pastorale giovanile,
LAS, Roma 1996.
No es el caso de extendernos más sobre la cuestión que, indirectamente,
retomamos en cuanto sigue. La pedagogía lo tiene claro: educar es enseñar a vivir, por
lo que la educación ha de entenderse no tanto como transmisión cuanto como
construcción de respuestas a los «gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias»
de la vida. Algo semejante ha de ocurrir con la fe y, por ende, con la pastoral ocupada en
su anuncio y maduración42[42].

3. «Alianza» para reconstruir con los jóvenes la fe y la religión

Finalizamos señalando algunos pormenores de la identidad que el tiempo


presente exige a la praxis cristiana con jóvenes en tanto que educación a la fe.

El primer elemento de toda pastoral juvenil, sin el que resultaría imposible


traducir la Buena Noticia que queremos transmitir, no es otro que el de la alianza y
acogida incondicional de los jóvenes43[43].

«Pedagogía de la alianza»; más que amor, alianza: mientras que el amor o


caridad acentúan más el protagonismo de quienes quieren que el de los queridos, la
palabra alianza –además de las resonancias bíblicas– desplaza el acento a la
reciprocidad de la relación –conjugando tanto el amor como el respeto y el derecho a la
diferencia– y subraya el compromiso. Antes de nada, hemos de ponernos descarada e
incondicionalmente de parte de los jóvenes: lo mismo que Dios promete «estar con» su
pueblo, pese a la infidelidad con que Israel vive la alianza; así hemos de estar «con y de
parte» de los jóvenes.

Esta alianza exige la actitud educativa básica de la «acogida incondicional». En


un mundo donde todo se colorea con el tinte de la utilidad, donde todo se compra y se
vende, donde más que amistad existe intercambio, pues lo que importa es tener buenas
relaciones más que buenos amigos, la acogida incondicional viene a ser la profecía por
excelencia de la praxis cristiana con jóvenes.

¿Cómo y hacia dónde orientar esta alianza?44[44]


42[42] Lenta pero inexorablemente vamos comprendiendo cómo las dificultades,
incluida una cierta incapacidad de muchas parroquias y agentes de pastoral para entrar
en contacto con los jóvenes, tienen la raíz común de un cierto descuido de las actitudes
educativas. Aunque el tema sea complejo, básicamente nos enfrentamos a una cuestión
de competencia o incompetencia pedagógica.
43[43] Hemos estudiado más detenidamente el tema, aunque aplicado en otra
perspectiva, en: J.L. MORAL, La acogida incondicional de los jóvenes, clave de
crecimiento y maduración espiritual, «Cuadernos de Formación Permanente»/5, Ed.
CCS, Madrid 1999, 145-166.
44[44] Cf. J.L. MORAL, ¿Qué hacer con los jóvenes? La urgencia de reconstruir la fe
y la religión, «Cuadernos de Formación Permanente»/6, Ed. CCS, Madrid 2000, 129-
150: ahí hemos tratado más específica y ampliamente todos los aspectos que siguen.
3.1. ¿Por dónde comenzar?: el rostro de los jóvenes como «lugar teológico»

Resulta habitual, en nuestros ambientes cristianos, encarar los problemas


recurriendo o comenzando –solemos decir– «por donde siempre hay que comenzar»,
esto es: orando, escuchando la Palabra de Dios, retirándonos a reflexionar y tratar de
discernir, examinando los criterios y demás orientaciones de la Iglesia o de la propia
congregación religiosa, en fin, colocándonos delante del sagrario para que sea Dios
quien nos oriente.

Todas cosas buenas y aconsejables. Pero cuando de teología práctica se trata, en


general, y de la praxis cristiana con jóvenes o pastoral juvenil, en particular,
especialmente desaconsejadas como punto de arranque, puesto que, fácilmente, nos
empujan a desenfocar los problemas: descentrándolos –en lugar de analizar la situación
y las personas dentro de ella, los esfuerzos se dirigen a la aplicación de la «doctrina» o a
trasladar «orientaciones» de un sitio a otro– y «espiritualizándolos» –las situaciones se
sustituyen o suplantan progresivamente por las ayudas, por el bien que se puede y debe
hacer en tales circunstancias–.

Quizá al exegeta o al teólogo dogmático se les exija comenzar y orientarse


preferentemente recurriendo a la Escritura y a la Tradición –aunque imaginamos que sin
los hombres y la historia del momento poco podrán hacer con ellas–. Algo muy
diferente ocurre con la teología pastoral o práctica y con la praxis cristiana. Su «lugar
teológico» por excelencia está en la vida y situación de las personas. Es decir, los
agentes y teólogos pastorales no tratan de pensar e interpretar la palabra de Dios o de
organizar doctrinas para comunicar y ayudar a vivir a hombres y mujeres. Todo lo
contrario: en contacto directo con esos hombres y mujeres descubren sus esperanzas y
frustraciones, sus anhelos y contradicciones, etc.; es desde ahí, con dicho bagaje, desde
donde (re)piensan qué y cómo anunciar la salvación, el «evangelio» o las buenas
noticias de parte de Dios.

Aterrizando en la realidad de los jóvenes, han de ser sus rostros, su vida... el


lugar básico y punto de partida para «educar a la fe». En principio, es cuestión de
reflexionar a fondo «con ellos» cómo y por qué les resulta difícil o imposible creer, y de
reconstruir, después, con una sinceridad radical, lo que queremos decirles a la hora de
hablar de Dios, de Cristo... Muchos jóvenes cristianos no logran la maduración de su fe
en la situación actual, entre otras razones, porque no terminan de casar su búsqueda con
cuanto ofrece la comunidad eclesial.

3.2. Reconstruir con los jóvenes la fe y la religión


El mensaje elemental de la vida cotidiana de los jóvenes, respecto a su relación
con la religión y la Iglesia, no puede ser más elocuente: así como somos y vivimos la fe
los mayores, ni les interesamos ni les sirve nuestra fe y religión. Al constatar la falta de
sintonía, subrayábamos la carencia de alternativas al agotamiento de la socialización
religiosa y la escasa o nula incorporación de los jóvenes a la vida eclesial, donde apenas
si cuentan con espacios y responsabilidades específicas.

¿Qué hacer? No hay otro camino que (re)pensar y (re)construir con los jóvenes
la fe y la religión. Por tanto, obligados a salir de las fortalezas doctrinales o
institucionales a la fragilidad de la intemperie que habitan los jóvenes.

Peligroso camino, por lo mismo, el indicado por quienes propugnan por encima
de todo, dada la realidad de los jóvenes y de cara a su «educación a la fe», una especie
de rearme espiritual. Piensan éstos que el problema de la pastoral juvenil es
principalmente un problema de «calidad espiritual» de los agentes y que, tocando esa
tecla, sonará la música en los jóvenes. Fueras de tono espiritualistas aparte, no parecen
ir por ahí los tiros o, en cualquier caso, se trataría de un problema más en medio de otros
muchos.

Pese a la lógica interrelación de todo –y aunque de poco serviría ser «muy


espirituales» y testimoniales, si no contemplamos a Dios en y con los jóvenes a los que
resulta difícil creer en Él–, calidad espiritual y competencia teológico-educativa ni son
la misma cosa ni necesariamente la una arrastra a la otra.

Y pocas dudas caben en el diagnóstico: el problema central de la pastoral juvenil


es esencialmente educativo. Por una parte, su «frecuencia» de vida no logra captar la
onda del amor y de las palabras de Dios; por otra, existe una comunicación con tantas
interferencias y distorsiones que ni la Iglesia los entiende ni ellos conectan con su vida y
mensaje.

Conforme ya apuntamos, la reconstrucción deberá realizarse a partir del


«cristianismo humanitario y autónomo» con el que sintonizan los jóvenes; en y desde él
habrá de considerarse el objetivo básico de la pastoral o de cualquier proyecto que la
especifique. Habitualmente dicho objetivo se cifra en la «unión de fe y vida»; en este
nuevo contexto, resulta –cuanto menos– poco claro, al dar por descontado cuanto ha de
ser objeto de un trabajo previo –qué tipo de fe y de vida quisiéramos que se unieran–, y
difícilmente orientador de la acción.

Hemos de exigirnos la traducción de la fe y la religión en términos de liberación


humanizadora y sentido salvador para la vida concreta de los chicos y chicas.
«Humanización» podría ser el nombre específico para adentrarnos con hondura en la
dirección que hemos de dar a la unión fe-vida: una ruta para crecer y madurar con tanto
sentido como para implicar y posibilitar la experiencia de fe.

3.3. Compartir con los jóvenes tiempos, espacios y temas


El camino de la «educación a la fe» reclama una profunda y coherente
reconstrucción (humanizadora) de la fe y de la práctica religiosa y pasa por salir al
encuentro de los jóvenes –no simplemente esperarlos o «estar a verlos venir»–, para
compartir con ellos y ellas tiempos, espacios y temas. El tiempo de la vida cotidiana, en
el espacio privilegiado de la escuela, para resucitar constantemente el tema del sentido;
el tiempo libre, tiempo de calle y –¡ojalá!– de centro juvenil, para introducir el tema de
la solidaridad en una identidad tejida en el grupo de iguales y expuesta al peligro del
aislamiento egoísta; el «tiempo interior», amasado en la soledad, para abrir huecos a la
invocación y a la trascendencia45[45].

En definitiva, partiendo del escenario que hemos denominado «cristianismo


humanitario y autónomo», éstos podrían ser tres de los elementos fundamentales de la
tramoya:

n Maduración humana y cristiana de los jóvenes

El crecimiento personal de cada joven es fundamental. Dadas las actuales


características de las nuevas generaciones –importancia capital de lo afectivo y
emocional, subrayado de lo interpersonal y del «sentirse a gusto», etc.– habrá que
atender especialmente a la educación del sentimiento y de la voluntad, al igual que la
participación y el compromiso. Ello exigiría desterrar toda manera funcionalista de
entender la religión, al tiempo que superar el habitual déficit de kerigma e integración
vital del mismo.

n El grupo o la comunidad juvenil

Los jóvenes estiman sobremanera el grupo. A su vez, el panorama de las


pequeñas comunidades, aunque fenómeno minoritario, quizá sea crucial en el nuevo
entramado capaz organizar el paso del grupo a la comunidad cristiana. Los dos, grupo y
comunidad, han de ser considerados, con todas las consecuencias, como lugar de
experiencia de Iglesia y no como simples instrumentos hasta su integración en la
parroquia. Nunca se insistirá lo suficiente en el peligro que entraña la escasez o total
carencia de referencias vividas en grupos y comunidades en cuyo trato pueda
actualizarse lo que objetivamente significa creer.

n La parroquia como «laboratorio permanente de la fe»

Un espacio de encuentro con Dios, comunidad que ayude a comprender las


preguntas vitales y a lanzarlas más allá de las pequeñas y cómodas respuestas de un
«Evangelio simplificado», rebajado o de corte meramente ritualista. Parroquia, por
consiguiente, como laboratorio de lenguajes, celebraciones, de radicalidad profética,

45[45] Cf. R. TONELLI, Ripensare i luoghi ecclesiali, «Note di Pastorale Giovanile»


1(2000), 54-62.
evangélica, etc. En el caso de los jóvenes, por lo demás, adquieren una importancia
estratégica de primer orden las comunidades cálidas, abiertas y comprometidas.

4. El sentido y el «misterio de la voluntad perdida»

Si para muchas personas y en otros tiempos, la cuestión del sentido abarcaba un


cúmulo de realidades esencialmente ligadas a cosmovisiones, valores y modelos, hoy en
día –situados en el caso de los jóvenes– se relaciona primordialmente con la
experiencia. En efecto y conforme dijimos anteriormente, el clásico modelo de
socialización y construcción de la persona a través de procesos de identificación, ha sido
reemplazado por el de experimentación. Como resultante de esta especie de
«socialización porosa», los jóvenes conforman una «identidad abierta» que, por ejemplo
y dadas las condiciones en las que han de desarrollar su existencia, se define más por el
«estar» que por el «llegar a ser».

La experiencia, pues, marca los derroteros del sentido. Y, al respecto, corre hoy
el rumor –según ha comprobado José A. Marina– de que la voluntad ha desaparecido de
este escenario. “El postmodernismo –comenta este autor– rehuye el concepto de
decisión voluntaria, porque considera que el yo, y por lo tanto la responsabilidad, se
diluye en una tupida trama de relaciones”46[46]. Lipovetsky, en su análisis de la
mentalidad contemporánea, corrobora el dato: “El esfuerzo –afirma por su parte– ya no
está de moda. Todo lo que supone sujeción o disciplina se ha desvalorizado en beneficio
del culto al deseo y su justificación inmediata, como si se tratase de llevar a sus últimas
consecuencias el diagnóstico de Nietzsche: la tendencia moderna a favorecer la
«debilidad de la voluntad», a fomentar la anarquía de las tendencias y, correlativamente,
la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquice todo; [considerando, por encima
de cualquier otra cosa,] que un centro voluntario es demasiado rígido”47[47].

Las pesquisas de Marina para descifrar «el misterio de la voluntad perdida» le


conducen a comprobar que la voluntad en tanto que paradigma explicativo dejó su lugar
a la motivación, una especie de sistema determinista que puede ser científicamente
estudiado; algo que la voluntad no permitía tan claramente. Se nos introdujo así en una
particular colonización psicológica y psicologizante que lo invadió todo: muchas veces,
más de la cuenta, la psicología ha estado determinando el modo de ser del sujeto
humano en vez de limitarse a estudiarlo.

Vivimos tiempos en los que socialmente la voluntad es un concepto borroso y,


para mayor inri, cargado de tópicos o dogmas admitidos de muy buen grado –por
ejemplo, la voluntad es siempre voluntad de poder o es, ante todo, disciplina–. En
46[46] J.A. MARINA, El misterio de la voluntad perdida, Anagrama, Barcelona 1997,
13.
47[47] Ibíd., p. 14 (citado allí).
síntesis y pese a que tradicionalmente voluntad y libertad han seguido rumbos idénticos,
una vertiente importante de nuestra cultura es partidaria de la libertad pero desprecia a
la voluntad; asocia la primera con la idea de espontaneidad y hasta de irreflexión,
mientras encierra a la segunda en la de control, rigidez, reglamentación, tiranía.

El descrédito de la voluntad tiene no poco que ver con la dura realidad de las
componendas sociales, políticas, económicas y hasta religiosas que están entrampando
la vida de los jóvenes. Habrá que revisar y situar los procesos educativos con los
jóvenes reconsiderando, antes de nada, esos supuestos arbitrarios.

En principio, hay que arrancar guiados no tanto por referencias de psicología


cuanto por el imperativo de «resucitar la realidad» (J. Baudrillard). Los proyectos de
pastoral juvenil acostumbran a vertebrar la «educación a la fe» conforme a procesos,
directa o indirectamente, dependientes del desarrollo evolutivo; igualmente, dentro de
ellos, se destaca el aspecto del «acompañamiento personal». Serían dos aspectos a
revisar en profundidad. La cultura y la vida de los jóvenes corren el peligro de ocultar la
realidad o de inventarla a su gusto, por eso la necesidad de emplear un modelo de
pedagogía social; también por lo mismo, y por mucho que se tenga en cuenta la
situación del individuo, el modelo no se postula desde el desarrollo de la persona aislada
para que luego entre en relación, sino al revés: se proyectan y programan itinerarios de
las personas en un grupo y contexto social para que ahí tomen conciencia de su
identidad e implicación personal. Con ello, evitaremos el riesgo de los modelos
educativos individualistas y descomprometidos.

Es dentro de esta perspectiva, donde habrá que tornar a las cuestiones ya


indirectamente sugeridas: la recuperación del sentido del trabajo y del consumo, la
implicación directa y el cuestionamiento de la actual identidad de la familia, el
subrayado del grupo de amigos como entorno pastoral básico, el replanteamiento de la
función de la diversión en la vida, la educación, en fin, de la voluntad, los afectos y
deseos para hacer posible que se prolonguen en proyectos humanos y humanizadores. n

José Luis Moral

estudios@misionjoven.org

Potrebbero piacerti anche