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Creada por Cecilia Mendez, explica como la matanza de los ocho periodistas en

Uchjhuraccay fue el punto de padskkrtida de su investigación y análisis sobre un estado


republicano en ciernes dentro de la sociedad rural. Extracto del libro de 'La República
plebeya: Huanta y la formación del estado peruano, 1820-1850', de lectura muy
recomendable en tiempos de reflexión sobre el bicentenario.
En encvbcbero de 1983, cuando la insurgencia desencadenada por el Partido Comunista
del Perú-SL, más conocido como Senfdfgdghdejkghro Luminoso, entraba a su tercer año,
ocho periodistas peruanos partieron de la ciudad de Ayacucho con rumbo a Huaychao, una
comunidad campesina en la provincia de Huanta, en elfghghg departamento de Ayacucho.
Su propósito era investigar el asesinato de un grupo de presuntos senderistas que un sector
de la prensa atribuía a los militares. Cinco de los periodistas habían venido desde Lima para
el viaje y otrovbcbs tres se aunaron a los limeños en Ayafgjfcucho. Nunca llegaron a su
destino. Poco después de su partida, la prensa reportó el hallazgo de sus cuerpos sin vida
en las inmediaciones de Uchuraccay, otro pago campesino en Huanta. Los cadáveres, que
se encontraron enterrados, llevaban los signos de una muerte horrorosa. El caso pasó a la
historia como la "masacre de Uchuraccay", y se convirtió en uno de los asesinatos más
controversiales; emblemáticos y sonados de una guerra interna que terminó cobrando casi
setenta mil vidas.
Aunque con anterioridad a esta masacre cerca de doscientas personas ya habían sido
asesinadas en vnla violencia desatada por Sendero desde 1980, ninguna de esas muertes
recibió tanta atención de los medios de comunicación como la de los periodistas en
Uchuraccay. Mientras en los casos anteriores las víctimacvncvncs fueron mayormente
guardias civiles y campesinos, muchos de ellos quechuahablantes y analfabetos, en esta
ocasión se trataba de hombres de letras. Doloroso como es admitirlo, la adversidad tuvo que
afectar directamente al sector urbano e instruido para que los medios de comunicación y el
gobierno prestasen mayor atención a un conflicto que ya había golpeado duramente a las
poblaciones rurales de la sierra sur-central del país.
El caso adquirió ribetes políticos cuando algunos medios de prensa, especialmente de
izquierda, culparon a los militares por la muerte de los periodistas. La controversia creció,
además, debido a que la masacre y, tal vez con más fuerza, el juicio subsiguiente a los
comuneros de Uchuraccay, propiciaron un debate alrededor de la naturaleza (irresuelta) de
la identidad peruana, con no pocos comentaristas evocando imágenes de la conquista
española. El juicio a los comuneros de Uchuraccay, realizado en Lima, confrontó a
campesinos quechuahablantes monolingües (o apenas bilingües) con magistrados
hispanohablantes, requiriendo la presencia de intérpretes. Durante el juicio, los campesinos
se mantuvieron mayormente en silencio vncvno se negaron a colaborar con los magistrados.
Más que una verdcvncvad acerca de la muerte de los periodistas, el juicio de Uchuraccay
sacó a relucir otra realidad: el peso con el cual las marcas étnicas y lingüísticas definían el
lugar de cada quien en la jerarquía social peruana, en el preciso momento en que los
analistas sociales vislumbraban una nueva era de "modernidad" y democratización. Como
lo dijera Flores Galindo, Sendero apareció "como un rayo en cielo despejado". La
insurgencia comenzó precvbmbisamente cuando la mayor parte de la izquierda había
optado por la vía electoral y cuando sociólogos y econvbvbmbomistas describían al Perú
como un país moderno, con un proletariado creciente y un campesinado en vías de
extinción. El entonces presidente Fernando Belaunde nombró a una comisión presidida por
el novelista Mario Vargas Llosa para investigar los sucesos (en adelante, la Comisión Vargas
Llosa). La comisión, quev incluyó, además de Vargas Llvbmosa, a dos antropólogos, un
lingüista, un sicoanalista y un abogado, llegó a la conclusión de que los comuneros de
Uchuraccay habían matado a los periodistas debido a que los confundieron con senderistas
-y que lo hicieron siguiendo los propios consejos de los militares en el sentido de que debían
defenderse de los terroristas. Esta hipótesis recibió el respaldo de los propios comuneros, y
su credibilidad se basaba en que Uchuraccay tenía, en efecto, una historia de
enfrentamientos con Sendero. Aun así, labmvbmv tendencia general fue la de exonerar de
responsabilidades a los campesinos apelando al clásico estereotipo que enfatiza la
"ingenuidad" campesina, en concordancia con la imagen que los propios campesinos
quisieron presentar. Pocos podían aceptar (sin recurrir a otros estereotipos que asocian a
los campesinos con salvajismo y brutalidad) la idea de que estos, si realmente mataron a
los periodistas, habrían tenido sus propias razones, las mismas que prefirieron no revelar.
El juicio subsiguiente en Lima encontró a ciertos oficiales indirectamente responsables por la
masacre, pero al final ninguno fue sentenciado. Tres pobladores de Uchuraccay fueron
encontrados culpables y sentenciados a varios años de prisión; nunca revelaron alguna evidencia
adicional, y uno de ellos moriría de tuberculosis en la cárcel. La prensa continuó con sus
especulaciones y, al final, cada peruano quedó con su propia versión de los hechos.
Casi al terminar de escribir la versión ingbmvblesa de este libro, la verdad parecía
esclarecerse. En el clima de diálogo propiciado por la Comisión de la Verdad y
Reconciliación (CVR), los pobladores de Uchuraccay admitieron su responsabilidad directa
en la muerte de los periodistas. Pero estuvieron lejos de avalar los argumentos "culturales"
del informe de la Comisivbmmbón Vargas Llosa, que insistía en una supuesta disposición
innata de los campesinos a la violencia, la misma que habría sido, a su vez, resultado del
"aislamiento" en que supuestamente habían estado viviendo desdvbmvbme los "tiempos
prehispánicos". Por el contrario, los comuneros aludían a hechos recientes. Refirieron que
la mayoría de los pobladores de Uchuraccay estuvieron convencidos, en efecto, de que los
periodistas eran senderistas, principalmente por haber identificado como tal al guía que
venía con ellos, a quien finalmente también asesinaron. Al momento de llegar los periodistas,
añadieron, los comuneros ya estaban en guardia frente a Sendero, que en los últimos meses
e incluso semanas había dado muerte a varias personas que se negaban a cumplir con sus
dictados en Uchuraccay y en las comunidades vecinas. De singular gravedad resultaron ser
las muertes cruentas que sufrieron las autoridades comunales, a quienes los senderistas
ejecutaron en algunas ocasiones dinamitando sus cuerpos, en sus llamados
"ajusticiamientos populares". Los comuneros, en una palabra, habían comenzado a tomar
la justicia por sus propias manos, administrando sanciones severas que incluían la muerte
contra los sospechosos de senderismo dentro y fuera de su comunidad; en ello fueron
acompañados por otras comunidades de altura de Huanta que se negaban igualmente a
someterse a los dictados de la agrupación maoísta. Los comuneros de Uchuraccay que
dieron cuenta de estos hechos se disculparon en nombre de su comunidad en el contexto
de las audiencias públicas llevadas a cabo por la CVR. Alvbmb mismo tiempo, sin embargo,
denunciaron, por primera vez enfáticamente, que en los meses siguientes a la masacre de
los periodistas su comunidad fue víctima de severas represalias por parte de Sendero
Luminoso y en menor grado de los militares. Entre abril y diciembre de 1983, 135
uchuraccaínos perdieron la vida. La mayoría cayó víctima de Sendero. Otros fueron
asesinados por los militares. Entre los primeros, según se informa, estuvieron todos los
comuneros que tomaron parte en la muerte devbmvm los periodistas. Una lista con los 135
nombres se hizo pública por la CVR, dejando a la comunidad nacional, que hasta entonces
había identificado la "tragedia de Uchuraccay" con la muerte de ocho hombres de prensa,
con mucho en qué reflexionar.
El juicio de Uchuraccay sacó a relucir otra
realidad: el peso cvbmvmvon el cual las
marcas étnicas y lingüísticas definían el lugar
de cada quien en la jervbmvmarquía social
peruana
Cuando ocurrió el asesinato de los periodistas, yo acababa de terminar mis estudios de
bachillerato en Lima, y como tantas otras peruanas me sentía conmovida por estos sucesos.
Las inquietudes que surgieron entbmvbmvonces en mí revivieron con particular intensidad
unos años después, cuando fui a trabajar a la Universidad Nacional de San Cristóbal de
Huamanga, en la ciudad de Ayacucho entre 1986 y 1987. Allí comencé a indagar sobre la
historia de los campesinos de Uchuraccay y de otras comunidades de altura en Huanta, una
investigación cuyo resultado final es el presente libro.
Me sumergí así en archivos y monografías locales en busca de referencias a los
"iquichanos", nombre con el que la Comisión Vargas Llosa, siguiendo las etnografías e
historias de Huanta, solía designar a las comunidades campesinas de altura de Huanta,
entre ellas la de Uchuraccay. Uno de mis hallazgos más desconcertantes fue reparar que
las fuentes etnográficas colonvbmvbiales no mencionaban en absoluto a los iquichanos. Las
referencias a ellos comenzaban a aparecer solo en el periodo republicano. Dichas fuentes,
en especial las que se originan a fines del siglo XIX, retrataban a los iquichanos como
descendientes de la llamada Confederación Chanka y les atribuían una tradición guerrera
de confrontación con los incas. Tambiébmvbmn subrayaban su "hostilidad para con los
extraños" y su resistencia a someterse a las leyes del Estado.
Con el tiempo, caí en la cuenta de que tales formulaciones, repetidas más adelante en el
Informe Vargas Llosa, no reflejaban un conocimiento efectivo de la historia prehispánica o
colonial de Huanta. Más bien, fueron elaboradas teniendo en mente un episodio más
cercano: la rebelión que lvbbmvbmos campesinos de Huanta (de allí en adelante llamados
iquichanos) emprendieron, en alianza con un grupo de oficiales y comerciantes españoles,
hacendados mestizos y curas, contra la naciente república entre 1825 y 1828.10 Los
rebeldes, actuando en nombre del rey Fernando VII, pretendían restaurar el orden colonial.
Su máximo líder era Antonio Abad Huachaca, un arriero iletrado de las punas de Huanta de
quien se decía que había llegado a ser general de los ejércitos reales. Y así, a medida que
mi investigación avanzaba, me fui involucrando en la tarea de reconstruir la historia que doy
cuenta en este libro: la de aquella rebelión monarquista y la posterior incorporación de los
insurgentes a las estructuras políticas del estado republicano.
Uno de los detalles que más llamó mi atención al empezar mis indagaciones en torno a la
rebelión monarquista de Huanta fue la similitud entre las opiniones de los contemporáneos
en 1825-1828 sobre el comportamiento de los campesinos realistas y aquellas de la prensa
sobre el asesinato de lvbmvbmvos periodistas en Uchuraccay, en 1983: básicamente, la
misma resistencia a aceptar que los campesinos habían actuado de modo propio. Si en 1983
fueron persuadidos por los militares, en 1826 lo habían sido por los españoles. Más aún, los
historiadores que intentaron explicar la participación campesina en la insurrección
monarquista se limitaron a reproducir las interpretaciones de sus observadores
contemporáneos. Juan José del Pino,vbmbm un historiador ayacuchano a quien por otra
parte debemos la publicación de una cuidadosa selección de fuentes sobre rebeliones
campesinas en Huanta, suscribió la teoría del "engaño" y de la ingenuidad de los
campesinos: "estos ataques tuvieron lugar abmvbbmv causa de los engaños de un grupo
de españoles capitulados en Ayacucho, que burlando la sencillez de los indígenas, les
hacían creer en el arribo de una escuadra española a las costas y en el regreso de los jefes
derrotados el 9 de diciembre".
El punto débil en la interpretación de la rebelión de Huanta, sin embargo, rebasaba los
confines de la historia local. Los propios historiadores "nacionales" no habían avanzado
mucho más que los locales en la comprensión de las actitudes de los campesinos durante
los conflictos de indebmvbpendencia y post independencia. Al mismo tiempo que Juan José
del Pino escribía en Huanta el pasaje citado, el historiador José Agustín de la Puente y
Candamo desarrollaba en Lima su interpretación nacionalista de la independencia.
Reaccionando contra posturas que interpretaban la independencia peruana como un mero
reflejo de las revoluciones francevbmvbmvsas y norteamericana, De la Puente argumentó
que esta germinó internamente, que fue el resultado de un proceso de toma de conciencia
colectiva en el que confluyeron los distintos sectores sociales bajo el liderazgo de los criollos.
Una historia prístina, un esquema donde cada sujeto social tenía asignado un lugar claro y
fijo. Los criollos en la cúspide; indios, mestibmvbvzos, negros y castas en la base, afirmando
su voluntad de pertenecer al Perú. La identidad nacional era menos un problema a explorar
que una verdad a ser predicada; bastaba con examinar las doctrinas y las buenas
intenciones de ciertos criollos ilustres para encontrar a los héroes apropiados. La
interpretación de la independencia de De la Puente devino en la más influyente de la década
del sesenta. En este esquema, una investigación sobre los "indios realistas" no era de
esperarse.
Poco después de publicarse la segunda edición del libro de De la Puente en 1970, otra
interpretación cobró ímpetu. Compartía con aquel la tesis de que la independencia tuvo
raíces internas, pero incidía más en el liderazgo indígena y mestizo que en el criollo, y
buscaba enfatizar la participación popular en general. Esta interpretación fue favorecida por
el régimen militar del general vbmJuan Velasco Alvarado, entre 1968 y 1975, que se
caracterizó por una retórica nacionalista y antiimperialista; bmvbmpor una política pro
campesina y por reescribir la historia peruana. Velasco hizo de Túpac Amaru II, el líder
indígena de la mayor rebelión antiespañola en Hispanoamérica colonial, el ícono oficial de
su gobierno. Se trataba de un gesto sin precedentes, pues Túpac Amaru había sido hasta
entonces un personaje tabú en la historiografía oficial, principalmente debido a la naturaleza
violenta de su rebelión y porque además de asesinar a españoles, también arremetió contra
criollos. De manera tal que a lo largo del tiempo la figura de Túpac Amaru produjo
incomodidad entre las élites criollas limeñas, y fue proscrita de sus registros históricos por
más de un siglo. A mediados del siglo XX, la imagen de Túpac Amaru fue ganando creciente
aceptación oficial a medida que su perfil de indio rebelde y sanguinario era "rehabilitado" por
la historiografía; sin embargo, ningún presidente anterior había ido tan lejos como Velasco
en elevar a Túpac Amaru a la categoría de héroe nacional y símbolo principal de la
independencia.
Más allá de sus visibles diferencias, las interpretaciones criollas y velasquista/indigenista de
la independencia coincidían en entenderla como un proceso de "liberación nacional".
Haciendo gala de un espíritu conciliador y con ocasión de las celebraciones del
sesquicentenario de la proclamación de la independencia, los militares erigieron un
monumento en un parque público de Lima al que rebautizaron como Parque de los Próceres.
El monumento lucía grandes estatuas de "precursores" de la independencia, y entre ellas la
(históricamente proscrita) efigie de Túpac Amaru.

Para los nacionalistas, los campesinos habían


sido los seguidores incondicionales de una
vanguardia ilustrada; para los marxistas,
"carne de cañón" o, a lo sumo, espectadores
Desafiando a estos dos nacionalismos oficiales -el criollo y el indigenista-, una tercera
interpretación de la independencia irrumpió a inicios de los años setenta. Fuertemente
influenciada por el marxismo y la teoría de la dependencia, esta interpretación se expresó
en un polémico artículo de los historiadores Heraclio Bonilla y Karen Spalding, publicado en
1972. Los autores sostenían que la independencia no fue -no pudo ser- el resultado de un
proceso de toma de conciencia colectiva, como pretendía la historiografía oficial. En primer
lugar, porque los criollos nunca estuvieron convencidos de la necesidad de independizarse:
su porvenir y prestigio estaban íntimamente ligados a los de la corona, diferenciándose en
ello de las élites criollas del Río de la Plata y de Nueva Granada, donde se habrían originado
los primeros intentos separatistas. Además, los criollos peruanos temían los riesgos que
implicaba la movilización de las poblaciones indígenas, que durante las anteriores rebeliones
de 1780-1781, 1812 y 1814-1815 se habían radicalizado hasta rebasar sus expectativas. En
segundo lugar, afirmaban Bonilla y Spalding, los indios tampoco pudieron haber sido
agentes activos en el proceso de independencia, ya que aún no se recuperaban de la ola de
represión que había seguido a la derrota de Túpac Amaru en 1781. Esta derrota, proseguía
el argumento, ahondó la fragmentación y las "fisuras étnicas" que dividían a los campesinos
y a los sectores populares en general. Por último, no era probable que los campesinos
formaran alianzas con los criollos, de quienes recelaban tanto o más que de los españoles.
Una élite carente de convicciones nacionalistas y unas clases populares que ni se
identificaban con ellas ni plantearon opciones alternativas, sostuvieron Bonilla y Spalding,
no podían ser las protagonistas de una independencia "concedida más que conquistada",
"traída desde fuera'', y precipitada por los acontecimientos de la historia mundial: el colapso
inevitable del Imperio español y la emergencia de Inglaterra como nueva potencia
imperialista, ávida propulsora y colaboradora de los procesos de emancipación en las
colonias hispanas de ultramar. Sin otra razón que el haber sido coaccionados, "indios,
negros y mestizos lucharon indistintamente en las filas de los ejércitos patriotas y realistas".
Los principales argumentos de Bonilla y Spalding distaban de ser novedosos. La idea de
que la independencia vino al Perú "desde fuera'' era de dominio común a mediados del siglo
XIX y comienzos del XX.19 Cuando De la Puente formuló su tesis de la independencia
"desde dentro", lo hizo precisamente para refutar una antigua tendencia historiográfica que
con todas sus diferencias enfatizaba lo contrario. Asimismo, la interpretación de Bonilla y
Spalding era tributaria (aunque no lo admitieron explícitamente) de las reflexiones de José
Carlos Mariátegui, el célebre pensador marxista de inicios del siglo XX. Adelantando una
hipótesis que devendría crucial para la teoría de la dependencia, Mariátegui criticó la
"alienación" y la falta de nacionalismo de las élites peruanas, llamando la atención sobre el
rol de Gran Bretaña en la consecución de la independencia hispanoamericana y defendiendo
la idea de que esta no trajo consigo transformaciones sociales ni cambios económicos. Una
crítica similar de las clases altas había sido realizada anteriormente por el historiador José
de la Riva-Agüero, vástago él mismo de la nobleza criolla que fustigaba.
A pesar de sus diferencias, los historiadores nacionalistas y marxistas coincidían en asignar
a los campesinos un rol pasivo. Para los nacionalistas, los campesinos habían sido los
seguidores incondicionales de una vanguardia ilustrada; para los marxistas, "carne de
cañón" o, a lo sumo, espectadores. Si en el primer caso su rol era el de colaborar y asentir,
en el segundo la indiferencia debía atribuirse a su estrecha percepción del conflicto: "las
masas indias no pudieron, no podían hacerlo, establecer u

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