Sei sulla pagina 1di 110

Cine y conflicto armado

en Colombia
Martín Agudelo Ramírez

Cine y conflicto armado


en Colombia
791.4309861
A282

Cine y conflicto armado en Colombia / Martín Agudelo Ramírez, José


Rodrigo Flórez Ruiz, prólogo. Medellín : Ediciones UNAULA, 2016
110 p. (Humanismo)

ISBN : 978-958-8869-40-7

I. 1. CINE COLOMBIANO
2. CONFLICTO ARMADO - COLOMBIA
3. VIOLENCIA EN EL CINE
4. CINE COLOMBIANO – ASPECTOS SOCIALES

II. 1. Agudelo Ramírez, Martín


2. Flórez Ruiz, José Rodrigo

Serie Humanismo
Ediciones UNAULA
Marca registrada del Fondo Editorial Unaula

Cine y conflicto armado en Colombia


Martín Agudelo Ramírez

Primera edición: marzo 2016

ISBN: 978-958-8869-40-7
Hechos todos los depósitos legales
© Universidad Autónoma Latinoamericana
© Martín Agudelo Ramírez

Impresión
Editorial Artes y Letras s.a.s.

Impreso y hecho en Medellín - Colombia

Universidad Autónoma Latinoamericana UNAULA


Cra. 55 No. 49-51 Conmutador: 511 2199
www.unaula.edu.co
El cine es un testimonio para la memoria y para el futuro
Ciro Guerra
Contenido

Prólogo
El cine, la voz de un país dolido............................................. 11

Presentación. .......................................................................... 19

Capítulo I
El día en que Bojayá dejó de soñar........................................ 21

Capítulo II
El averno en la tragedia colombiana..................................... 35

Capítulo III
Testimonio fílmico sobre el conflicto
armado en Colombia................................................................. 45

Capítulo IV
Víctimas que aunque vivan se convierten
en espectros............................................................................. 57

Capítulo V
Unos seres de mirada extraviada en
un mar de mentiras.................................................................. 67

Capítulo VI
“Para acabar con un sueño sólo hace falta
el engaño”................................................................................ 77
Capítulo VII
Según los niños “cualquier hombre armado
inspira terror”......................................................................... 85

Conclusión....................................................................................93

Bibliografía................................................................................101

Filmografía.................................................................................105
Prólogo

El cine, la voz de un país dolido

José Rodrigo Flórez Ruiz

2015 es un año histórico para el cine colombiano por las


cifras de espectadores que han visitado las salas para ver
las películas nacionales: más de cincuenta millones de bo-
letas vendidas a los espectáculos. Lo que dicen los números
es que el cine se ha convertido en un instrumento de en-
tretención, pero también en un medio que posibilita a las
autoridades hacer educación a través del celuloide. El fenó-
meno no es solamente nacional; países como México, Chile
y Argentina también acrecieron sus cifras de películas y
espectadores. Así, los espacios físicos de entretenimiento
recobran sentido; la gente está saturada por la virtualidad
de las redes, y el cine vuelve a su carácter: lugar para la
cohesión social.
En el mundo, las salas de cine crecieron un 6%; Colombia
desde 2012 ha abierto ciento dieciséis salas nuevas, incluso
en ciudades pequeñas; veintiocho películas se estrenaron
en los primeros once meses de 20151. Ese augurio se debe
en buena medida a la oferta de películas de contenido alter-
nativo a los tradicionales de los grandes productores, y que
tocan asuntos de la cotidianidad de los pueblos. En Bogotá,
la película El abrazo de la serpiente cumplió en noviembre
de 2015, cinco meses en cartelera en un solo lugar: Cine
Tonalá.

1
Revista Semana, noviembre 8, 2015, p. 89. El año de los récords.

11
Riesgosa apuesta la de establecer lazos entre un conflicto
secular nacional y una manifestación artística como el cine.
Sólo un pedagogo del derecho se atreve a hacerlo por las
virtudes intrínsecas que lo formaron desde joven.
El arte es una manera de discernir sobre el dolor. A par-
tir de la tragedia de Bojayá, la destrucción de su iglesia y
la muerte de algunos de sus habitantes (recreadas en pelí-
cula), el filósofo reflexiona sobre las maneras que tenemos
los hombres de no entender lo sucedido para no repetir el
dolor, para no herir más a los otros.
Bojayá representa un momento trágico del largo camino
dantesco emprendido por un pueblo sin memoria. Un in-
fierno que emergió en medio de la sociedad olvidadiza. Bo-
jayá enrostra nuestra cobardía. El suceso desgraciado debe
decirnos que es hora de asumir como obligación “el deber
de la memoria”, mandato que, por cierto, permite compren-
der la secularización de la violencia.
Las palabras tienen poder evocador; el cine lo enseña
a partir de las imágenes y el sonido, sean documentales
o ficción. De cualquier manera los espíritus del arrepenti-
miento se hacen manifiestos. “No es lícito olvidar, no es lí-
cito callar; si nosotros callamos, ¿quién hablará”?, nos dice
Primo Levi2.
Colombia, singular en su historia de violencias repeti-
das, desde su origen republicano, ha sido caldo de cultivo
para la conformación de unas patologías bien denunciadas
en el cine. Y este es un medio que no puede quedar ajeno a
los propósitos de los hombres que intentan comprender esa
espiral de violencia. Como lo expresa de manera convin-
cente el autor, “tendrá que hacerse del cine un auténtico
espejo en el que puedan verse reflejadas las múltiples des-
dichas padecidas en distintas partes del país”. Por esto, qué

2
Levi, Primo. Vivir para contar; Escribir tras Auschwitz. Tr. por Albert Fuentes. Barce-
lona: Alpha Decay, 2010. p. 30.

12
bueno que el espectador, a partir del cine, pueda contribuir
a generar espacios de consciencia, reconociendo su propia
vergüenza.
Lo que se traduce de las explicaciones de cada película
colombiana abordada por el analista es que ya el grueso de
los artistas ha dado voz a un país dolido, y dotado de un
canto memorable por el que se registra un turbio pasado.
Es tautológico decirlo: la ausencia de Estado es la géne-
sis de los infiernos sin ley que son nuestros territorios de
frontera, los montes y valles sin gobierno, con hombres sin
normas que los civilicen: esos territorios son el espacio de
reflexión para el artista. “El cine hace visible lo que desde
las instancias de poder es invisible”. Las víctimas vuelven
a tener palabra con el cine de testimonio. Lo olvidado se
rescata con cada fotograma que se filma. Rico que haya
cine así, diría Alberto Aguirre. El arte se alimenta del ho-
rror, transformando el dolor que produce en los hombres,
en imágenes sutiles que rescatan sus historias sin nombre
de la violencia colombiana.
Es necesario que se establezcan responsabilidades: me-
morar, señalar culpabilidades, condenar moralmente a los
victimarios. Enrostrar permanentemente la maldad del ser
humano que gobierna, que ordena, que abusa del poder. El
caso de los “falsos positivos” de Soacha. ¡Horror! Terrible
comportamiento humano, azaroso ese ejército de bestias
que recorre el país en busca de inocentes para asesinar.
Así, ¿qué puede decirse sobre los puentes establecidos
por un analista perspicaz entre el conflicto armado en Co-
lombia y el cine local? Esta cuestión es la que motiva el
desarrollo del trabajo del profesor Martín Agudelo. El texto
Cine y conflicto armado en Colombia constituye un atisbo
metódico sobre distintos filmes realizados por cineastas co-
lombianos en treinta y seis años, período en el que, en el
país, la muerte se instaló en el espacio en el cual se creía
que la vida humana podía estar a salvo, en un paraíso terrenal

13
de aguas abundosas y verdes generosos donde alguna vez
se creyó que podría darse rienda suelta al mandato bíblico:
Henchid la tierra y sojuzgadla.
A partir de las diversas piezas fílmicas analizadas se
comprende la política como ausencia y como defecto; se avi-
zora una actitud que no se hace visible en la vida cotidiana
para salvaguardar las libertades, bastante indiferente fren-
te al actuar de los actores armados no estatales. Cada uno
de los documentos fílmicos –bien desde la ficción, la recrea-
ción estética del hecho histórico o el documental– pueden
constituir un alimento intelectual, una caja de resonancia
para un ejercicio de memoria. Y esto es muy importante en
una “sociedad olvidadiza”, nación amnésica, irónicamente
calificada como un país de gentes felices.
En Colombia, ante la imposibilidad de parar las tra-
gedias –las de la naturaleza, las de todas las indolencias
e imprevisiones, las del llamado conflicto armado que se
expresa en una dinámica terrorífica–, una guerra absurda
termina desfigurando las identidades de sus participantes
y sumergiendo a la sociedad civil en un letargo dañino. El
arte, en esta dirección, encuentra un terreno fértil. Hay
que recrear la dura realidad para no sucumbir en ella, para
entenderla, para exorcizarla. Para no olvidarla.
El autor se traza un propósito: tender puentes entre
nuestros padecimientos y el cine. Se enfoca en los mártires
porque “recordar a las víctimas es reconocer su existencia
y su sacrificio”. Las horas aciagas de Colombia son todas.
Ahí tenemos veintisiete documentos para enrostrar esa
realidad.
En América Latina el nacimiento del cine tiene diver-
sos orígenes. El cine mexicano, por ejemplo, está inscrito
al nacimiento de su Estado. Pero en el caso colombiano,
el cine, como memoria, como representación y catarsis de
representación de lo que somos, está relacionado con la
violencia producto de los problemas estructurales de su

14
historia. El libro del profesor Agudelo sienta –no una con-
tinuidad temática– sino una mirada sensible y poética de
un apasionado del cine que ve en imágenes las injusticias y
la violación permanente de los derechos humanos. Para de-
cirlo con sus palabras: “un país constantemente atormen-
tado por el olvido de sus habitantes, y en los que aparecen
comprometidos fuerza pública, guerrilla y paramilitares,
en medio de una población civil […] damnificada por [los]
falsos positivos, [los] desplazamientos forzados, [las] desa-
pariciones y reclutamientos indebidos de menores”. El cine
en Colombia es eso, nuestra radiografía cotidiana; desbor-
da la ironía de lo que somos. En esta medida, el libro es una
postura filosófica.
El texto, escrito de forma reflexiva, apasionante, sin
pretensiones de crítico, sí de un escritor que vive el cine
como dechado de la realidad, es un espejo en espiral del
tiempo nuestro. El cine siempre nos regresa a lo que fuimos
y a lo que somos. El doctor Agudelo, en Conflicto armado en
Colombia, invita a visitar el río del filósofo, pero en imagen
–tiempo. Tinieblas, desesperanzas, ilusiones, pesadillas,
las voces perdidas de la infancia... Abundante filmografía
sobre la violencia en Colombia. Uno no imagina tantas pe-
lículas sobre el tema, porque tal vez no hay información
adecuada para un lector desprevenido. Y como lo enfatiza
el mismo autor, “el cine es una oportunidad única para des-
nudar nuestra vergüenza”.
Textos como el del profesor Agudelo nos enseñan que ha-
brá que “repensar la verdad, la política y la moral, teniendo
en cuenta la barbarie”, para usar las palabras de Reyes
Mate3. “La memoria entra en escena como consecuencia de
dos experiencias: que no todo es pensable, es decir, que hay
lo impensable; y que lo impensable ha tenido lugar”, afirma
el mismo tratadista español de la memoria de los vencidos.

3
Reyes Mate, Manuel. Tratado de la injusticia. Barcelona: Anthropos, 2011, p. 193.

15
La perfidia como el constante trasegar del pueblo co-
lombiano no puede permitir más que la tierra y los ríos de
Colombia sigan convertidos en cementerios de insepultos.
Por eso tendrá que hacerse del cine un auténtico espejo en
el que se vean reflejadas las múltiples desdichas de sus
territorios.
A la Universidad, como guardiana del acervo cultural de
la nación, le compete ir más allá. Está obligada a generar
condiciones para adelantar sin temores. A eso le apuesta
el profesor Agudelo. Este esfuerzo es el que la UNAULA
destaca con la publicación de su trabajo. Es nuestra la obli-
gación contribuir a la construcción de una memoria de la
barbarie que nos azota como sociedad, con la íntima espe-
ranza de que alguna vez superemos una fatalidad que ha
condenado por muchos años a generación tras generación.

¡Corten!

Medellín, febrero de 2016


En los cincuenta años de celebración de la UNAULA

16
Foto: Archivo ElEspectador.com
Presentación

[…] Dijeron primero que eran guerrilleros, después que


no, que paracos, después que narcos, después que… que el
ejército. Pero al fin de cuentas lo que uno sabe es que están
muertos, hermano, como yo
(Ciro Guerra, La sombra del caminante)

Soy solo un presente que es angustiada sobrevivencia,


un pasado que se asume como una herida interminable, y
un futuro cuyo olvido es la única circunstancia que anhelo
(Pablo Montoya, Tríptico de la infamia)

El extremo septentrional de Suramérica es un lugar pró-


digo. Un auténtico paraíso, hasta el presente azotado por
una plaga de muerte causada por el odio y la indiferencia.
La ciudad de Babel se alza entre los actores armados de un
conflicto singular, todos ellos perdidos en el horizonte, sin
capacidad alguna para justificar sus luchas; agentes que
siguen sin hacer una apuesta definitiva por la vida, sin que
se proyecten como emisarios de una armonía que vaya más
allá de asegurar prebendas y acuerdos para sus beneficios
personales. La historia reciente de Colombia confirma que
pese a que sus habitantes moran en lugar idílico y pródigo,
la voluntad se ha visto impotente para desplazar un desti-
no trágico tan hondamente alojado.

19
Cine y conflicto armado en Colombia

Numerosos registros, en distintos ámbitos, se avizoran


para dar testimonio de un contubernio que parece existir
entre quienes manifiestan estar en bandos diferentes, pero
que al fin y al cabo se encuentran unidos en el propósito de
no permitir que se salga del fango. El arte, ciertamente,
es un instrumento importante para registrar esas huellas
infaustas que se hacen presentes en un espacio extraordi-
nario como es el suelo colombiano. Bajo esta perspectiva,
el artista, sin que sea su pretensión la de imponer reglas
morales de conducta, puede propiciar una reflexión impor-
tante a la hora de comprender la crueldad dada por una
cultura de tanatos que se ha impuesto por muchos años en
un país tan pródigo como Colombia.
Dentro de las artes, el cine se constituye en una pie-
za valiosísima para emprender una aproximación sobre la
crudeza de un conflicto en donde Hades pareciera hacerse
visible. Son numerosos los proyectos fílmicos recientes que
muestran la cruenta realidad que ha irrumpido en Colom-
bia; un país constantemente atormentado por el olvido de
sus habitantes y en los que aparecen comprometidos fuerza
pública, guerrilla y paramilitares en medio de una pobla-
ción civil que resulta ser la gran damnificada, por hechos
tan delicados como los causados por falsos positivos, des-
plazamientos forzados, desapariciones y reclutamientos
indebidos de menores.
¿Qué puede decirse sobre los puentes que pueden esta-
blecerse entre el conflicto armado en Colombia y el cine?
Esta cuestión es la que motiva el desarrollo del siguiente
trabajo.

20
Capítulo I

El día en que Bojayá dejó de soñar

Dos de mayo de dos mil dos. Día fatídico. Un pequeño po-


blado de la selva pacífica colombiana fue mancillado en un
lugar en el que los miembros de la comunidad esperaban
que sus vidas estuvieran protegidas. En la iglesia de Bo-
jayá se alojó el olor fétido del horror, acabando con la vida
de setenta y nueve personas, luego de explotar una pipeta
de gas en ese sacro lugar. La muerte se instaló en el es-
pacio en donde se creía que la vida humana podía estar a
salvo.
¿Por qué en la casa de Dios ocurrió algo tan escabroso
que desborda nuestra capacidad de comprensión sobre los
límites del pánico? Es inevitable hacerse esta pregunta.
En su momento la plantearon quiénes creyeron que en el
templo podían encontrar una protección providencial, pero
que finalmente sintieron que no lograron su propósito. Las
palabras de Ernesto Ortiz, uno de los testigos de ese suceso
brutal, resuenan dentro de nosotros: “Yo tomé a mi esposa
y a mis hijos y nos metimos en la iglesia porque pensé que
allí Dios nos protegería”1.
La balacera proveniente del ataque entre guerrilleros y
paramilitares había obligado a la población civil de Bojayá

1
Armando Neira, “¿Cómo fue la tragedia de Bojayá?”, Revista Semana, dis-
ponible en: http://www.semana.com/nacion/articulo/como-fue-la-tragedia-
de-bojaya/50635-3, consulta: 26 de junio de 2015.

21
Cine y conflicto armado en Colombia

a refugiarse en la iglesia; no obstante, el sitio en el que se


esperaba encontrar protección se constituyó en un lugar
para el desaliento sepulcral. Por esta razón se comprende
ese continuo preguntar de quienes estimaban que era in-
viable que la maldad se alojara en sitios “santos” como lo
es un templo católico, en el sentido de indagar las razones
de lo sucedido. No resulta suficiente justificar lo acontecido
sosteniendo que en la zona había un fuego cruzado entre
actores armados, financiados con recursos provenientes del
narcotráfico, que buscaban consolidar el dominio en un te-
rritorio bastante estratégico para sus intereses. Al margen
de esta justificación habrá de tener presente la interpela-
ción proveniente de las víctimas de esos hechos atroces.
Cuestionamientos profundos, como los vinculados con el
sentido de la existencia, emergen, todos ellos constituidos
en manifiestos requerimientos, de una entidad tal, que se
pueden comparar con la hondura revelada en el sufriente
Job.
El cortometraje animado de María Cecilia Aponte Isaza,
artista plástica de la Universidad de los Andes, Conversa-
ción con Dios: un regalo a Bojayá (2015), es un testimonio
muy sentido proveniente de las víctimas que sollozan por
los sufrimientos causados por la violencia. En forma de
cuento, a través de la mirada de un niño, el corto registra
los hechos ocurridos el dos de mayo de dos mil dos, el día
en que Bojayá “dejó de soñar” por el odio. La acusación que
se le hace a Dios por parte de un hombre que perdió a su
mujer y la perplejidad de su pequeño hijo, como se presenta
en el corto de Aponte, son hechos visibles en seres dolien-
tes que gimen por su desdicha. El grito de dolor del Job
sufriente se hace palmario en las víctimas sobrevivientes
de la tragedia. Siguiendo a Rüdiger Safranski, podríamos
encontrar en ese padre a un Job que “se aferra a Dios por-
que no quiere renunciar a sí mismo, a su pasión por Dios”;
hay un ser doliente que encuentra una imagen del mundo

22
Martín Agudelo Ramírez

“destruida”, aunque, “si Job se apartara de Dios, también


se destruiría a sí mismo”2.
Hechos como los de Bojayá evidencian un holocausto,
cuya comprensión escapa a toda lógica. El cortometraje
de Aponte ilustra esa angustia. Un padre clama al cielo
en medio de su enorme confusión y el dolor sufrido por la
muerte de su mujer. No obstante, aunque la congoja de la
víctima estremece, no se advierte una renuncia definitiva a
un mensaje de esperanza, y que en últimas expresa el an-
helo de seguir buscando incesantemente la justicia tratan-
do de dar sentido a su vida. Es posible considerar, en este
contexto, un mensaje de íntima potencia como el que puede
encontrarse en el “Libro de la Sabiduría”. El hombre habrá
de volver al polvo y mientras el soplo de vida esté presente
en él tendrá que entender que la sombra de la muerte y la
presencia de la iniquidad no pueden constituirse en causas
para que desfallezca en su búsqueda de hallar la sabiduría
(Sb 1, 12-15)3, de la cual fue apartada luego de la caída. En
medio de tanto desconsuelo la esperanza se hace presen-
te. Coexiste una apuesta última por la justicia divina que
habrá de dar sentido al ser humano, pese a la perplejidad
que arroja la tragedia. Se trata de una opción que sigue
alentando la marcha por un camino espinoso, en el que
seguirá cohabitando el mal y este continuará jalonando
mientras que el último aliento desaparezca. No obstante,
la esperanza tendrá un puesto destacado. Imposible que
la razón pueda entender estas paradojas que se alojan en
el ser humano. Será el espíritu el que en últimas exponga
sobre aquello que en un ámbito absolutamente racional re-
sulta inexplicable. Paradójico este encuentro de opuestos.
La finalidad de este escrito consiste en presentar un tes-
timonio sobre la desolación, teniendo en cuenta las aproxi-

2
Rüdiger Safranski, El mal o el drama de la libertad, Buenos Aires, Tus-
quets, 2014, p. 268.
3
La Biblia, Madrid, Cristiandad, 1975, pp. 1081-1082.

23
Cine y conflicto armado en Colombia

maciones ofrecidas en el cine. Pero, por más que la niebla


pareciera ser el punto de llegada en un capítulo final de un
libro con mucha zozobra, en el que aún no se ha puesto el
punto final, hay una resistencia para que la historia trágica
no concluya de este modo. Hay quienes consideran que aún
existe una oportunidad valiosa, configurada a partir de la
esperanza. Renunciar a ella sería catastrófico. Pero tampoco
se descarta que el horror siga prolongándose, como cuando la
apuesta que se hace significa emprender el rumbo hacia una
auténtica caja de Pandora. El cortometraje de Aponte Isaza
busca dar testimonio de esa resistencia promovida por quie-
nes estiman que aún hay salidas sin que el libro, hasta ahora
narrado de manera infausta, haya llegado a su colofón.
Bojayá representa un momento trágico del largo ca-
mino dantesco emprendido por un pueblo “sin memoria”.
Un infierno emerge en medio de una sociedad olvidadiza.
Después de tantos años, buena parte de la población co-
lombiana sigue sin reconocer su indolencia. Entre tanto, el
sufrimiento presente en un sinnúmero de personas segui-
rá reclamando nuestra atención. Las danzas y los cantos
provenientes de los sobrevivientes de Bellavista, muchos
de ellos desplazados, continúan presentes para hacernos
recordar lo que sucedió en el pequeño poblado chocoano del
Pacífico colombiano, como lo muestra el documental Allá,
desplazados en la gran ciudad, realizado por César Romero
y Natalia Zapata4. Habrá de hacerse un punto de quiebre,
decir no más a tanto dolor.
Hay una fractura presente. Su intervención no hará que
desaparezcan las secuelas de una herida profunda. Bojayá

4
Allá, desplazados en la gran ciudad, César Romero y Natalia Zapata (realizadores),
documental, Colombia, 2013. [Disponible en: http://www.centrodememoriahistorica.
gov.co/centro-audiovisual/videos?start=4-, consulta: 10 de julio de 2015]. Se
sugiere también el documental Bojayá: la guerra sin límites, Memoria Histórica
(realizador), documental, Colombia, 2010. [Disponible en: https://www.youtube.com/
watch?v=ZRsV8mwWA_w, consulta: 3 de octubre de 2015].

24
Martín Agudelo Ramírez

enrostra nuestra cobardía, compartida por muchos, en una


sociedad que no ha puesto a sus cuestas el luto vivido por
unas personas que durante toda la historia del país han
sido marginadas. Por esto, decir no más al olvido es un paso
importante para la reconciliación y quienes trabajan con lo
fílmico, tanto en lo documental como en la ficción, tienen
muchos retos para encarar la problemática, sin abdicar
frente a actitudes pesimistas sobre la condición humana.
El corto de Aponte Isaza es un buen ejemplo para entender
una posible alternativa de apaciguamiento, luego de tanta
turbulencia. Se trata de construir puntos de apoyo que les
permita sobrevivir a las víctimas y para que se luche por
la superación de holocaustos como el de Bojayá, para que
esto no se repita.
No nos referiremos al “olvido” que habrá de llegar por la
presencia ineludible de la muerte, como bien lo exterioriza
Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos; se pien-
sa, más bien, en la sin memoria que imposibilita hacer un
esfuerzo consciente por recordar nuestro pasado. El olvido,
como ausencia de memoria que adormece nuestra concien-
cia, es la gran ruina que imposibilita la reconstrucción de
nuestros tejidos sociales descompuestos. Se trata de una
fuga deliberada para ignorar al otro, en quien jamás se qui-
siera verse reflejado como a través del espejo. Habrá que
precisar la forma de entender el olvido. Apoyándonos en el
escritor antioqueño, uno, es el ardor incansable de alguien
que busca recordar, a través de sus escritos, brindando un
homenaje “a la memoria y vida de un padre ejemplar”, y
que lucha “por rescatarlo del olvido por otros años más […]
con el poder evocador de las palabras”5. Otro asunto es el
olvido de todo un pueblo por lo que fue; nos referimos a la

5
Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, Bogotá, Planeta, 2014, pp.
286-288. Véase también Carta a una sombra, Daniela Abad y Miguel Sala-
zar (realizadores), documental, Colombia, 2015, basado en la obra de Abad
Faciolince.

25
Cine y conflicto armado en Colombia

sin memoria del huidizo que no quiere saber del sufrimien-


to presente en sus hermanos. Esta es la opción de quien
prefiere estar adormecido, de aquel que se siente muy có-
modo por pertenecer a un pueblo integrado por seres que
se proclaman como los más felices del mundo, dispuestos a
gozar, haciendo alarde de sus ferias y reinas6.
Uno, es el tipo de olvido que, para Abad Faciolince, se
configura como un rasgo de nuestra condición, sabiendo
que la muerte es inevitable para todos; olvido que igual-
mente resulta resistido por la memoria que se proyecta a
través de la palabra7, muy a pesar que la memoria, como lo
evoca el escritor antioqueño, “sea un espejo opaco y vuelto
añicos, o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas
de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos”8.
Otro es el olvido de un pueblo por sus víctimas, causado por
su propia indiferencia y desmemoria endémica; esta es una
real enfermedad que nos sumerge en la vergüenza total. El
escamoteo y el silencio tendrán que ser desplazados, para
que un rostro oculto y de marginalidad salga a la luz públi-
ca denunciando lo que hemos hecho hasta la fecha.
El conflicto armado en Colombia se expresa en una di-
námica terrorífica. Una guerra absurda termina “desfigu-
rando” las identidades de sus participantes y sumergiendo
a la sociedad civil en un letargo dañino. No obstante ese es-
tado demencial de violencia, resulta prioritario que se bus-
quen soluciones sin ignorar las heridas que siguen abiertas

6
Puede consultarse el informe de Gallup de 2014, http://www.infobae.
com/2015/01/04/1618853-colombia-el-segundo-pais-mas-feliz-del-mundo
7
El final de El olvido que seremos resulta ser bastante revelador: “Lo que
yo buscaba era eso: que mis memorias más hondas despertaran. Y si mis
recuerdos entran en armonía con algunos de ustedes, y si lo que yo he sen-
tido (y dejaré de sentir) es comprensible e identificable con algo que uste-
des también sienten o han sentido, entonces este olvido que seremos puede
postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas,
gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas
letras”. H. Abad Faciolince, op. cit., p. 288.
8
Ibíd., p. 144.

26
Martín Agudelo Ramírez

en medio de una sociedad en la que se hace imprescindi-


ble el “deber de memoria”. Son numerosos los retos que se
asumen cuando en este sentido se busca apostar hacia la
denominada justicia transicional. Uno de ellos consiste en
decir, parafraseando el título de uno de los videos que se
hizo sobre la tragedia, que: “¡Bojayá está en mi memoria!”9.
Evocando la voz de un superviviente del holocausto nazi,
Primo Levi, vale la pena que clamemos firmemente por lo
siguiente: “No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si noso-
tros callamos, ¿Quién hablará?”10.
Es inevitable que se establezcan relaciones entre el
conflicto armado en Colombia y las tragedias presentes en
otras partes del orbe. Resulta interesante tratar de com-
prender a partir del esfuerzo emprendido por numerosos
pensadores, en áreas como la filosofía. En este escenario se
destaca la reflexión realizada a partir del holocausto judío;
numerosos elementos pueden rescatarse para que pense-
mos sobre lo que ha sucedido en el país suramericano y
para que hagamos un ejercicio consciente sobre nuestras
posibles responsabilidades en tragedias como la de Bojayá.
El influjo de Adorno ha sido decisivo al enseñar una
nueva versión del imperativo categórico kantiano, consis-
tente en la necesidad de actuar de tal forma que Auschwitz
no se repita. Contextualizando en el caso colombiano, po-
dríamos preguntar: ¿cómo actuar para que Bojayá no se
repita? Una filosofía negativa y de angustia suspenderá la
reflexión sobre la moral e impulsará la reformulación del
principio de dignidad humana tal como lo concibió el filó-
sofo de Königsberg, planteando una peculiar máxima de
universalización. Pero, ese alto en el camino no impidió que
se generara una reflexión ulterior sobre las posibilidades

9
“¡Bojayá está en mi memoria!”, Vimeo, disponible en: https://vimeo.
com/41423895, consulta: 3 de octubre de 2015.
10
Primo Levi, Vivir para contar: escribir tras Auschwitz, Barcelona, Alpha
Decay, 2010, p. 30.

27
Cine y conflicto armado en Colombia

que tiene el ser humano para direccionarse correctamente


en sus relaciones con los otros. Pensar sobre lo que debe
ser correcto seguirá siendo una alternativa válida, aun-
que Auschwitz haya sucedido. El asunto se torna complejo
cuando nos detenemos en la enorme capacidad que tiene el
hombre para destruir, y bajo una mirada hobbesiana extre-
ma vemos a un ser que sólo encuentra en un Estado fuerte
su control y los dispositivos necesarios para subsistir en
paz con los otros. Sin embargo, las puertas para que obre el
espíritu están siempre presentes para contrarrestar cual-
quier apuesta del hombre por lo aciago, permitiendo que el
hombre pueda crear cosas realmente maravillosas.
El cine ha sabido retratar muy bien las heridas registra-
das en las víctimas. En lo que concierne a las huellas deja-
das por la experiencia vivida en los campos de concentra-
ción, construidos en diversas partes del suelo europeo, se
destaca la magistral presentación que se hace en la pelícu-
la Shoah (1985). En el documental francés de Claude Lanz-
mann se presentan tres fases diferenciadas en el proceso
de exterminio del pueblo judío: una primera, en la que la
consigna consistía en “no podéis vivir entre nosotros como
judíos”; en un segundo momento se proclamó una fase que
produjo el desplazamiento forzado: “no podéis vivir entre
nosotros” y, finalmente, encontramos el exterminio cuando
se indicó: “no podéis vivir”. A propósito, estaría muy bien
que la gente comprometida con el séptimo arte en Colom-
bia emprendiera una apuesta seria y titánica, como la que
hizo Lanzmann, con trabajos que respondan a un guión lo
suficientemente inteligente y que sean dignos para regis-
trar ante el mundo nuestro testimonio.
Paradojas numerosas se hacen visibles en el ámbito del
pensar. Apuestas en sentidos distintos, y hasta opuestas,
surgen por todos lados, confundiéndonos realmente. El vi-
raje filosófico a partir de la Segunda Guerra Mundial, a raíz
del replanteamiento del quehacer en el ejercicio del pensar,

28
Martín Agudelo Ramírez

provocado por la invasión del sinsentido en un mundo que


buscaba adjurar de la racionalidad instrumental, sigue
teniendo una actualidad significativa. Hay quienes consi-
deran que no hay posibilidad de encontrar el paraíso en
medio de una violencia que se enseñorea generando desa-
rraigos y un desconsuelo enorme en un ser que se percibe
como caído. Todo está perdido, y sin ninguna posibilidad de
redención. Según Delumeau: “Hoy en día […] el pesimismo
invade los espíritus”11. Pero tanta desilusión envolvente
tiene su contrapartida: se avizoran numerosas evidencias
de resistencia; son cuantiosas las apuestas, incluyendo las
presentes en Colombia, a efectos de erradicar tantos entor-
nos enclenques que proliferan en el mundo como resultado
de las violencias existentes.
Cuando examinamos lo que ha sucedido en Colombia,
buscamos establecer puentes necesarios con esas miradas
foráneas sobre el sufrimiento; pero debemos emprender
nuestros propios caminos para considerar las particulari-
dades del conflicto vivido en este país. Todas esas variables
tienen que ser consideradas cuando se indaga por lo que ha
sucedido y cuando queremos, de manera consciente, en cada
uno de nosotros, decir que “¡Bojayá está en mi memoria!”
Habrá que discernir sobre lo que debe hacerse para que
esos hechos de manifiesta “inhumanidad” no vuelvan a su-
ceder. El dos de mayo de dos mil dos Bojayá dejó de soñar;
de nosotros depende si queremos o no ser indiferentes ante
tamaña pesadilla. Si queremos sostener que Bojayá está en
nuestra memoria no podemos evadir el problema, como si
la tragedia nunca hubiese sucedido. La justicia transicio-
nal, por esto, es un espacio valioso para reflexionar sobre el
asunto; lo que debe importar es que se erradique cualquier
manipulación política dirigida a obstaculizar una visión
clara de los distintos rostros sufrientes de la violencia.

11
Jean Delumeau, En busca del paraíso, México, Fondo de Cultura Económica,
2014, p. 164.

29
Cine y conflicto armado en Colombia

¿Qué caminos seguir? El dilema no es sencillo, con ma-


yor razón cuando recordamos lo acaecido en Bojayá. Sin
embargo, escuchar a las víctimas es una labor importante
cuando se pretende apostar por una sociedad más decente.
Los testimonios de las víctimas directas, en otras latitudes,
pueden ser reveladores para no desistir en un esfuerzo en-
trañable y necesario para nuestro propio reconocimiento.
De pronto, es posible que el espejo pueda reflejar nuevas
imágenes. La voz de Viktor Frankl, un sobreviviente del
holocausto judío, en El hombre en busca de sentido, resul-
ta bien reveladora. El psiquiatra austriaco, víctima de un
campo de concentración, interpela frente a cualquier voz
de desaliento cuando expone que: “Debemos aprender por
nosotros mismos, y también enseñar a los hombres deses-
perados que en realidad no importa que no esperemos nada
de la vida, sino que la vida espere algo de nosotros”12. La
vivencia del horror y la experiencia dura del sufrimiento no
le impide al atormentado que haga una apuesta por la vida,
aunque se sienta constantemente amenazado por la nada.
Episodios fatídicos como el de Bojayá hacen que el pesi-
mismo sea persistente; sin embargo, es importante desta-
car que el corto de Aponte Isaza nos pone en otro contexto.
Hay una variable. El desconsuelo no cierra la historia del
cortometraje sino la necesidad de memorar, aceptando la
existencia de la brutalidad que limitó las posibilidades de
crecimiento de un país entero.
En este orden de ideas, el “deber de memoria”, siguien-
do a Reyes Mate, se constituye en una pieza indispensable
para permanecer firmes; posiblemente, gracias a un nuevo
imperativo categórico. Habrá que “repensar la verdad, la
política y la moral teniendo en cuenta la barbarie”13; sin

12
Viktor E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 1979,
p. 101.
13
Manuel Reyes Mate, Tratado de la injusticia, Barcelona, Anthropos, 2011,
p. 193.

30
Martín Agudelo Ramírez

que esto sea una traba para reconocer que hay límites que
imposibilitan pensar, como cuando se trata de auscultar
cuál ha sido la fuente primordial para que semejante es-
panto haya ensombrecido a un pueblo. Para el filósofo es-
pañol, “la memoria entra en escena como consecuencia de
dos experiencias: que no todo es pensable, es decir, que hay
lo impensable; y que lo impensable ha tenido lugar”14. Es-
tas palabras son perfectamente aplicables el caso Bojayá.
Reyes Mate precisa que los “supervivientes” de Auschwitz
han puesto en evidencia “una experiencia tan extrema de
inhumanidad”, siendo indispensable que se memore, ya
que “la humanidad no puede permitirse una repetición de
ese horror porque sucumbiría en el intento”15. Los colom-
bianos también tendrán que asumir esa faena siguiendo el
rastro de los “supervivientes” de Bojayá.
Asumir el “deber de memoria” implica que se emprenda
un camino arduo de evaluación sobre el conflicto armado
reciente, sin que se pueda marginar la reflexión sobre las
dificultades vividas durante toda la historia del país, por
razones múltiples. La perfidia ha sido una constante en ese
trasegar del pueblo colombiano, y esto es necesario que lo
reconozcamos. Es importante que se haga un autoexamen
y se concrete una confesión sincera que contribuya a que la
memoria se haga visible, aceptando las peculiaridades de
cada sitio en donde se aloja la violencia. No puede olvidarse
que el conflicto en Colombia no tiene parangón.
Una Hidra de Lerna se aposenta en el edén septentrio-
nal de América del Sur. El conflicto se manifiesta como un
monstruo con muchas cabezas, infligiendo daño enorme a
gente que sigue y sigue “sobreviviendo” en medio de un la-
berinto apocalíptico. Parece que aún no se ha llegado al
límite de aguante que tuvo en su momento el inolvidable

14
Ibíd., p. 192.
15
Ibíd., p. 190.

31
Cine y conflicto armado en Colombia

Aureliano Buendía sin embargo, no puede claudicarse. El


legendario personaje protagónico de Cien años de soledad,
luego de promover treinta y dos levantamientos armados,
todos ellos perdidos, terminó por cansarse de un conflicto
irracional en el que ya no se luchaba por ideales, sólo por
el “poder”. ¿Qué puede decirse de los actores implicados en
el conflicto armado reciente?, ¿es viable indicar que cuen-
tan ideales claros, desprovistos de intereses políticos mez-
quinos y de simples aspiraciones a ciertas satisfacciones
personales?
Aureliano había comprendido “el círculo vicioso de
aquella guerra eterna que siempre lo encontraba a él en
el mismo lugar, sólo que cada vez más viejo, más acabado,
más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuándo”16. Había
participado en una “guerra infinita”, en la que ya no era
posible derrotar al enemigo y en la que “la normalidad era
precisamente lo más espantoso”17. En Colombia, estamos
hechos de la misma materia del Coronel; por esto, habrá
que decir “no más”, sostener que no vale la pena seguir
en ese círculo vicioso del cruento conflicto armado, para de
esta manera terminar con una guerra absurda en la que
estamos cansados por la “incertidumbre”. Bienvenidas las
apuestas responsables por la paz.

16
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Bogotá, Real Academia de
la Lengua Española, 2007, p. 195.
17
Ibíd., p. 195.

32
http://www.proimagenescolombia.com/secciones/cine_colombiano/pelicu-
las_colombianas/pelicula_plantilla.php?id_pelicula=1762
Capítulo II

El averno en la tragedia colombiana

Deimos, el mitológico dios griego del dolor, se ha posado


en medio de una sociedad que, pese a jactarse de estar en-
tre las más felices del mundo, sigue dando testimonio de
consternación ante la magnitud de la tragedia presente a lo
largo de su historia. Pero, representar y narrar lo que es el
horror es una labor compleja; basta preguntarle al artista
para que informe sobre el esfuerzo que realiza cuando se
aproxima al asunto; podría pensarse que la forma de su
manifestación hace imposible la representación. El horror,
en sentir de una de las voces de Pablo Montoya, “[…] es tan
puro y elemental que no exige explicaciones y la descrip-
ción de sus maneras resulta fútil. Llega en su momento y
nos enmudece y nos enceguece y nos sumerge por siempre
en la detención”1.
La tierra en Colombia se convirtió en un cementerio.
La lista de muertos y desaparecidos es interminable, sin
que aún se tenga claridad sobre su extensión. Resulta la-
pidaria la sentencia de Santiago Gamboa, al narrar sobre
esa cruenta situación: “Huesos y más huesos alimentando
nuestro rico ecosistema”2. Numerosos episodios fatídicos en
los últimos dos siglos han bañado de sangre toda la geogra-
fía colombiana, sin que aún se haya llegado al final, como

Pablo Montoya, Tríptico de la infamia, Bogotá, Random House, 2014, p. 173.


1

Santiago Gamboa, La guerra y la paz, Bogotá, Debate, 2014, p. 201.


2

35
Cine y conflicto armado en Colombia

bien lo enuncia el literato colombiano: “Cuando sobrevuelo


Colombia, pienso siempre en esto: bonito país, qué verde
y cuántos tonos de verde. Es una hermosa y espesa alfom-
bra floral, pero si uno pudiera levantarla, ¿qué encontraría
debajo? Miles de huesos quebrados, cráneos perforados,
tristes calaveras mutiladas. Las de mucho antes, las de
después y las de ahora”3. Son numerosas las causas, entre
otras, la violencia partidista, el narcotráfico, el paramilita-
rismo, la guerrilla, la ausencia de Estado y la corrupción
de una dirigencia que durante todo el periodo republicano
ha estado ausente, por regla, en la adopción de soluciones
para los problemas centrales de inequidad presentes en el
país. En últimas, la violencia del sistema lo envuelve todo;
termina por corroer enteramente a la sociedad en la que se
aloja, como bien puede entenderse a partir de lo explicitado
por Mario Mendoza:

Hay un entorno enfermo que presiona de mala manera


al individuo hasta acorralarlo y obligarlo a responder
en forma salvaje. La violencia preponderante hoy en día
es la violencia del sistema, invisible, soterrada, que nos
está minando a todos en medio de una sociedad cada vez
más injusta que privilegia a unos cuantos para segregar
a unos muchos4.

Siguiendo a García Márquez, es posible evocar la tragedia


de un país que ha heredado la peste cíclica de Macondo. Se
confirma la existencia de un pueblo apresado por el olvido.
El barroquismo presente en la obra literaria de Gabo no
resulta incompatible para interpretar unos hechos que son
verosímiles en el espacio colombiano, sin que haya lugar
para cuestionarlos. Por esto es legítimo apelar a unos recur-

3
Ibíd., p. 201.
4
Mario Mendoza, La locura de nuestro tiempo, Bogotá, Planeta, 2013, pp.
256-257.

36
Martín Agudelo Ramírez

sos literarios como los que surgen cuando se hace segui-


miento al Macondo de García Márquez. Colombia es terre-
no apto para entender que “cualquier cosa pueda pasar”.
Las exageraciones son perfectamente creíbles en medio del
ensueño, y en medio de ellas surge un infierno profundo.
Es importante que se tenga presente que en el caso del
país suramericano la tragedia adquiere su propia singu-
laridad. Hay un tiempo cíclico que emerge como regla de
condena entre buena parte de los habitantes de un pueblo
que ha apostado por la sin memoria. La maldición tendrá
que superarse. Resuenan las palabras de Úrsula Iguarán,
aunque en este caso para entenderlas en un sentido aciago:
“Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéra-
mos vuelto al principio”5. Pero aquí ya no nos referimos a
la magia macondiana sino a la historia sin fin de una vio-
lencia endémica, que carcome a todos los que están compro-
metidos en ella. En este sentido, la interlocución de Juan
Gabriel Vásquez es muy clarificadora: se busca leer Cien
años de soledad como “novela histórica” e incluso atreverse
a “malinterpretar la novela”. Vásquez invita a reinventar,
leyendo “según las claves de la dimensión histórica”, lo que
significa que no nos olvidemos del realismo mágico expresa-
do a través de la violencia. En esta línea, la hermenéutica
busca que nos centremos más en lo histórico, en episodios
como la Masacre de las Bananeras. Esta mirada resulta ser
una opción para estos tiempos de crisis, sin apostar por un
“inventario de frívolas magias parciales”, como “la prolife-
ración de curas que levitan tomando tazas de chocolate, de
mujeres tan hermosas que suben al cielo entre sábanas”6.
En los primeros lustros del siglo xxi el conflicto sigue arro-
jando unos datos alarmantes: miles de personas asesinadas y

5
G. García Márquez, op. cit., p. 225.
6
Juan Gabriel Vásquez, El arte de la distorsión, Bogotá, Alfaguara, 2009,
pp. 31-43.

37
Cine y conflicto armado en Colombia

desaparecidas, más de cinco millones de desplazados y miles


de casos de reclutamiento forzoso, como lo enseña el infor-
me presentado por el Centro Nacional de Memoria Histórica.
Desconciertan los registros que se presentan en el texto Basta
ya: Colombia, memorias de guerra y dignidad7, así como los
ilustrados en el documental No hubo tiempo para la tristeza
(2013)8.
Una bestia apocalíptica captura un país. El infierno se
hace visible en la tierra, dando paso a una pesadilla que
abruma con intensidad. Hay un cautiverio indiscutible,
siendo la dirigencia política la primera responsable por la
falta de dirección y liderazgo en los momentos de tragedia.
La peste cíclica se desarrolla por la voluntad de hombres
acartonados y crueles que la propagan extendiendo el ho-
rror, con estrategias parecidas a las del patriarca ideado
por García Márquez. Los hombres de ese tipo de estirpes
han impuesto una condena a la desolación.
En un país sin memoria, el imperio del terror puede
instalarse sin mayores dificultades. Lo único que puede
esperarse es que se albergue a un auténtico averno. Una
“fiesta carnicera” orquestada por agentes armados habrá
de consolidarse; sus promotores son unos sujetos impíos
que muy bien podrían estar representados en el frívolo per-
sonaje protagónico de El otoño del patriarca. Desde García
Márquez puede sostenerse que estos “patriarcas” han op-
tado por un poder demencial y excluyente, sin dar cabida
a la diferencia. Son unas personas sombrías que han cer-
cenado cualquier posibilidad de vida a quien se presente

7
Centro de Memoria Histórica, Basta ya: Colombia, memorias de guerra y
dignidad, Bogotá, Centro de Memoria Histórica, 2013.
8
No hubo tiempo para la tristeza, Centro Nacional de Memoria Histórica
(realizador), documental, Colombia, 2013, relata distintas tragedias ocurridas
en el país a partir de la década de los noventa del siglo pasado: Chorrera,
Bojayá, San Carlos, cercanías al río Carare, Valle Encantado y Comuna 13
de Medellín. (Disponible en: http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/
micrositios/informeGeneral/documental.html, consulta: 7 de octubre de 2015).

38
Martín Agudelo Ramírez

como posible interlocutor. Despóticas y tiránicas figuras se


dispersan por un país. Todas ellas bien saben aplicar el
criterio espeluznante de que “todo sobreviviente es un mal
enemigo para toda la vida”, lo que se comprende cuando se
reconoce que buscan mandar de manera excluyente, “sin
perros que ladren”9.
La inhumanidad es la protagonista central de ese con-
flicto anacrónico. Numerosos crímenes de lesa humanidad
cometidos por paramilitares, guerrilleros y miembros de la
fuerza pública concretaron el desalojo y el exterminio de
vidas y anhelos de gente sensible. Lo más conmovedor, en
palabras de Ospina, es conocer que “[…] la inmensa ma-
yoría de esas víctimas fueron civiles, que de nuevo en esta
guerra no hubo batallas sino ejecuciones, que de nuevo fue
el pueblo, y sobre todo el pueblo campesino, quien padeció
otra vez la peste cíclica”10.
Volvamos a Aureliano Buendía. El singular personaje
macondiano que pudo escapar del círculo vicioso del conflic-
to armado en el que él participaba. El cansancio que venía
fatigando al Coronel y el no encontrar sentido alguno a la
lucha vil fueron factores decisivos para que se apartara de
lo absurdo. Los actores armados participantes reconocie-
ron que había que darle fin a la guerra. Pero en Colombia,
después de tantos años ese límite aún no se hace presen-
te. El umbral del dolor sorprende. En esto, la paciencia de
Macondo quedó superada por el aguante de una sociedad
paquidérmica, con una absurda capacidad de resistencia
mayor, y que al parecer se encuentra envuelta por la lógica
absurda de un conflicto que arroja datos alarmantes.

Colombia. Un paraíso de tan cegadora belleza y a la vez


tan cruelmente estremecido por tantos cuerpos sacrifica-
dos, por tantas vidas destinadas al sacrificio. Las víctimas

9
Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, Bogotá, Norma, 2008, p. 39.
10
William Ospina, Pa’que se acabe la vaina, Bogotá, Planeta, 2013, p. 228.

39
Cine y conflicto armado en Colombia

de la tanatomanía más exacerbada y cruel han llegado in-


cluso a formar parte del paisaje cotidiano. Deambulan a
cualquier hora por las calles de Cali, Cartagena o Bogotá,
piden ayuda en los transportes colectivos y los semáforos,
algunos incluso intentan regresar a la tierra de la que hu-
yeron. Otras se organizan, exigen a los actores armados
que les dejen vivir en paz y al margen de las confrontacio-
nes, construyen experiencias reveladoras del infatigable
afán de vida en estas tierras. Desde 1985 hasta la actua-
lidad, se acumulan casi cinco millones y medios de almas
en destierro dentro de las fronteras colombianas, lo que
representa una de cada diez personas, en su gran mayo-
ría niños y niñas, por delante de Sudán, Irak y cualquier
otro lugar del mundo que siga sufriendo la guerra. Un
país que huye11.

El conflicto armado interno sigue cíclicamente desga-


rrando la sociedad, mientras continúa en aumento el nú-
mero de víctimas. Es imposible sostener, después de tan-
tos años, que los grupos insurgentes pudieron mantener
intactos sus nortes ideológicos. Los hechos confirman una
realidad totalmente diferente. Siguiendo a Ospina, es ne-
cesario comprender que los tiempos que se tenían para
desatar una revolución y alcanzar sus nortes ya se ago-
taron; ni siquiera puede pensarse en una quimera: “Cin-
cuenta años no suele ser el tiempo que tarda en hacerse
una revolución: suele ser más bien el tiempo que tarda en
deshacerse”12.
No obstante, aún con revolución “deshecha”, hay un con-
flicto que continua. Por esto, resulta bastante cuestionable
que el Estado se haya demorado tanto tiempo para reco-
nocer la existencia del conflicto armado interno en el país,
sólo hasta el año 2011. Sin embargo, más vale tarde que

11
Héctor Arenas Amorocho y Antonio Girón Serrano, Gotas que agrietan la
roca, Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 2014, p. 185.
12
W, Ospina, op. cit., p. 219.

40
Martín Agudelo Ramírez

nunca. La aparición de un orden normativo regulador de


la problemática da cuenta del reconocimiento del conflicto;
pudo concretarse una ley de víctimas (ley 1448 de 2011),
aunque nadie puede ignorar que hay un camino largo y tor-
tuoso por recorrer. En parte, esa peculiaridad se entien-
de por la debilidad y ausencia de un estado en el que se
hacen manifiestas las “características que un observador
desprevenido consideraría esquizofrénicas”13; un estado
que “no se vislumbra necesariamente como algo realmente
importante en la vida de las personas, a lo sumo como una
circunstancia molesta con la que hay que vivir y a la vez
tratar de evitar”14.
La responsabilidad del Estado resulta manifiesta por su
ausencia y no apuesta seria en garantizar la vida e integri-
dad de las personas que habitan en el territorio colombiano.
Los pronunciamientos de la Corte Interamericana de Dere-
chos Humanos, proferidos en las dos primeras décadas del
milenio, expresan un reproche claro frente a esa debilidad
estatal. Se destacan las siguientes sentencias correspon-
dientes a los siguientes casos: 19 comerciantes (5 de julio
de 2004), Mapiripán (15 de septiembre de 2005), Pueblo
Bello (31 de enero de 2006), Ituango (1 de julio de 2006), La
Rochela (11 de mayo de 2007), Escué Zapata (4 de julio de
2007), Valle Jaramillo (27 de noviembre de 2008), Manuel
Cepeda (26 de mayo de 2010) y Santo Domingo (30 de no-
viembre de 2012). En todos esos fallos hay juicios de repro-
che por lo que se ha dejado de hacer; pero la constatación
jurisdiccional sobre la violación de derechos humanos por
parte del Estado no puede quedar en el papel. Se necesitan

13
Según Koessl: “El Estado formal reconoce, protege, cuida, demanda, exige,
ofrece y da todos los derechos y las obligaciones que en un país significan
la presencia estatal […] Sin embargo, en la práctica cotidiana y la mayoría
de la población no percibe esta presencia, y esto sucede no solo en zonas
con presencia armada, sino en todo el país”. Manfredo Koessl, Violencia y
habitus: paramilitarismo en Colombia, Bogotá, Siglo Editores, 2015, p. 83.
14
Ibíd., p. 83.

41
Cine y conflicto armado en Colombia

compromisos concretos y una apuesta seria para que se


generen los cambios requeridos al interior de una sociedad
bastante fracturada. Habrá que esperar los resultados de
los procesos de paz emprendidos y los alcances de la justi-
cia transicional.

42
http://www.grandmagazine.gr/uploaded_images/articles/1280/LaSirga-
640x360.jpg
Capítulo III

Testimonio fílmico sobre el


conflicto armado en Colombia

Cuando se ha pretendido ilustrar la crudeza del conflicto


armado, tanto el cine de ficción como el documental han
entregado piezas valiosas para dar un testimonio impres-
cindible en el deber de memorar. Ahora bien, al emprender
este esfuerzo, cuando se le encomienda al artista, resulta
difícil ejecutarlo. El artista tendrá que superar numerosos
dilemas, entre ellos el de evaluar si vale la pena desgarrar-
se para cicatrizar sus propias heridas. En ese ámbito habrá
de insertarse el realizador de un proyecto fílmico, buscando
denunciar y construir, en medio de una sociedad fuerte-
mente marcada por el dolor. Las palabras de Pablo Monto-
ya, a través del artista Dubois, resuenan ante el profundo
escepticismo que se alberga en él a la hora de establecer
un testimonio, en el que no puede ocultarse el profundo
malestar que se siente por tanta iniquidad. Son perfecta-
mente aplicables a los registros fílmicos que dejan nuestros
realizadores colombianos en el caso del conflicto armado.

Por un lado, estoy convencido de que no es bueno ocuparse


de las turbulencias provocadas por los hombres, esos seres
minúsculos destinados a desvanecerse en el aire como un
humo sin nombre. Y, por el otro, me pregunto ¿de qué servi-
rá entrometer mi experiencia del desarraigo en la orfandad
de una población que fue exterminada y nada hasta ahora
puede redimirla? ¿Podría la fractura de un óleo curarme no

45
Cine y conflicto armado en Colombia

sólo de mis heridas aún no cerradas, sino de las laceracio-


nes que padecen mis contemporáneos de Ginebra?1

Profusos directores y productores, en Colombia, han in-


tentado retratar el conflicto a través de varias películas con
un toque decisivamente “neorrealista”. Vienen desarrollan-
do un proceso similar al experimentado en Italia duran-
te las décadas del cuarenta y cincuenta del siglo pasado,
ofreciendo un diagnóstico demoledor de lo que se vive en el
momento. Cada uno de ellos brinda un aporte valioso; hay
un argumento fílmico marcado por la propia interpretación
que se tiene de la problemática que se aborda, sin dejar
de lado la mirada política e incluso moral que se asume
sobre el asunto. Aunque debe reconocerse que lo que se ha
mostrado hasta ahora es una parte. Aún falta mucho por
ilustrar. Por esto, tendrá que hacerse del cine un auténti-
co espejo en el que puedan verse reflejadas las múltiples
desdichas padecidas en distintas partes del país. En ese
espacio resulta dable mostrarse de acuerdo con la impor-
tancia de “consolidar una tradición cinematográfica”, como
lo manifiesta el profesor Oswaldo Osorio, contribuyendo a
“crear una identidad nacional y hacer parte de la solución
del conflicto desde lo que corresponde, esto es, crear un re-
conocimiento y una conciencia reflexiva en el espectador”2.
El cine colombiano, en numerosas ocasiones, ha sabido
manifestar una estética del horror, y también ha sido una
pieza invaluable para asumir el deber de hacer memoria.
Los registros con los que ya se cuenta son importantes.
Siguen sin agotarse, ya que pueden evaluarse numerosos
tratamientos para abordar de manera peculiar el conflicto
armado en Colombia, aunque finalmente el intérprete en-
cuentre lugares comunes para su análisis.

1
P. Montoya, op. cit., p. 168.
2
Oswaldo Osorio, Realidad y cine colombiano: 1990-2009, Medellín,
Universidad de Antioquia, 2010, p. 20.

46
Martín Agudelo Ramírez

En todo caso, hay un cine que encuentra una fuente neo-


rrealista con auténticos materiales de denuncia, como son
los que se constatan en los primeros años del nuevo mileno.
Ciertos proyectos emprendidos desde los finales del setenta
del siglo pasado son influyentes en el trabajo venidero. Los
filmes de Dunav Kuzmanich, Canaguaro (1979) y Ajuste
de cuentas (1983), en primer lugar, hicieron visible una so-
ciedad descompuesta que no se sentía representada en los
políticos de turno y que se preparaba para albergar las ma-
nifestaciones más cruentas de inhumanidad; una sociedad
fracturada por la corrupción de la política dirigente y aban-
donada al narcotráfico. En un momento ulterior sobresalen
las películas del director antioqueño Víctor Gaviria, en las
décadas del ochenta y noventa, en las que se muestran los
efectos nocivos del narcotráfico en la gente más marginal y
abandonada en la ciudad; sobresalen las películas Rodrigo
D. no futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998), obras
que presentan la intensidad de la violencia vivida en Mede-
llín, una ciudad particularmente afectada por una cultura
mafiosa que venía imponiéndose en sus distintas comunas
y barrios.
En las primeras dos décadas del nuevo milenio, pródigos
registros fílmicos se han constituido en testimonio de pri-
mera mano para entender las diversas peculiaridades de
un conflicto sin igual. Las películas han puesto en evidencia
el recrudecimiento de la violencia a partir de los noventa,
generando conciencia. Un espectador crítico emerge, luego
de examinar unos filmes que han terminado por situarnos
ante un espejo que enrostra nuestra propia vergüenza. Y
esa cobardía que nos aflige no es otra cosa que la tragedia
de no poder negar la responsabilidad compartida de buena
parte de quienes integramos la sociedad civil.
Siguiendo a Reyes Mate, somos “responsables de lo
que ocurre a nuestro alrededor porque ante el sufrimiento
de los demás no nos está permitido mirar a otro lado”, y

47
Cine y conflicto armado en Colombia

“si el ser humano quiere conquistar a lo largo de su vida


dignidad moral no puede remitirse a las exigencias de su
conciencia sino que tiene que hacerse cargo del otro”3. Qué
bueno por el cine, que pueda contribuir a generar espacios
de consciencia a partir del reconocimiento de nuestra pro-
pia vergüenza. En últimas, somos responsables por lo que
se ha dejado de hacer en relación con el “otro” sufriente,
que de todas formas habrá de pensarse como un ser “único
e irrepetible”, y sin que nadie pueda redimirle su propio
“sufrimiento”4. El tratamiento que haga el séptimo arte re-
sultará decisivo en esa búsqueda de responsabilidad, en el
sentido que se viene exponiendo. Como ejemplo puede con-
siderarse la posibilidad de permitir que un buen filme sirva
para ilustrar en ciertos procesos pedagógicos importantes
de denuncia o diagnóstico, como los correspondientes a las
aulas de clase. Estamos ante una herramienta valiosa para
combatir la apatía que hemos tenido a cuestas y que ha
impedido que nos preocupemos por el ser doliente de la víc-
tima, tantas veces ignorada.
El cine de los últimos años ha enseñado la aspereza de
un cruento conflicto circular que se extendió a lo largo y a lo
ancho del país; el impacto es inevitable. Vale la pena desta-
car que hay filmes que posibilitan inspeccionar la continui-
dad de los distintos tipos de violencia presentes a lo largo
de la historia. Por ejemplo, pueden compararse elementos
comunes del conflicto actual con la violencia resultante de
la confrontación liberal-conservadora de la mitad del siglo
pasado. La presencia paramilitar de los últimos veinticinco

3
M. Reyes Mate, op. cit., p. 250.
4
Frankl señala: “Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de
aceptar ese sufrimiento, porque ese sufrimiento se convierte en una única
y peculiar tarea. Es más, ese sufrimiento le otorga el carácter de persona
única e irrepetible en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento,
ni sufrir en su lugar. Nada le sirve, ni el sufrimiento mismo: se personifica
según la actitud que adopte frente a ese sufrimiento que la vida le ofrece
como una tarea”. V. Frankl, op. cit., p. 102.

48
Martín Agudelo Ramírez

años es una manifestación más de las viejas autodefensas


de la época de la Violencia de finales de los años cuarenta
y la década del cincuenta. En la película Cóndores no en-
tierran todos los días (1983), dirigida por Francisco Nor-
den, basada en la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal,
se presenta una historia de pánico, ejecutada a instancia
de los “pájaros”. Este grupo conservador dirigido por León
María Lozano (personaje interpretado por Frank Ramírez)
realiza un plan de asesinatos selectivos de líderes regio-
nales, amenaza a contradictores liberales y lleva a cabo el
desalojo de las tierras habitadas por campesinos pobres. El
protagonista de la película defendió su actuar “justiciero”,
expresando como motivación básica: “Es una cuestión de
principios”; este es el lema asumido para ejecutar un plan
de exterminio frente a una población que políticamente era
considerada como diferente; se trataba de matar muchos
liberales burdos y “sin principios”, a quienes se les negaría
su derecho a existir por ser rudos y estar dispuestos a “ca-
garse en el glorioso partido conservador”.
Existen numerosos filmes lúcidos que enseñan que hay
una hediondez insoportable en el entorno, y en los que la
circularidad horrenda se exterioriza. El disenso sigue sien-
do combatido por “cuestión de principios”, abriendo paso a la
extensión de la marginalidad. Sobre todo, quienes habitan
en la periferia están perdidos. Como bien lo ha retratado el
séptimo arte, hay un espacio cerrado que atrapa a la gente
frágil y que termina por sacrificarla. El cine nos entrega
interesantes piezas para ser evaluadas. En este sentido, a
modo de referente, vale la pena destacar el guión construido
para el lúcido cortometraje animado Ruta natural (Andrés
Huertas, 2014) y las fracturas que se enrostran en la pelícu-
la La sociedad del semáforo (Rubén Mendoza, 2010).
El corto de Andrés Huertas, en un género experimental,
provoca un importante impacto visual y auditivo. El joven
director nariñense expresa muy bien en su trabajo fílmico

49
Cine y conflicto armado en Colombia

animado computarizado, de dos minutos aproximados, su


visión sobre el conflicto armado en Colombia. Una mancha
negra, envolvente, se cierne sobre unos niños que corren y
juegan con un avión de papel, y que antes de encontrarse
con la desgracia habitaban un entorno verde, especialmen-
te esperanzador. La violencia corta los sueños de unos ino-
centes, en medio de unos círculos trágicos. Luego de encon-
trar unos sujetos armados amenazantes las experiencias
lúdicas de esos seres frágiles son destruidas. Su juego y
sus sonrisas desaparecen dando paso a los sonidos de la
guerra; los colores grises y negros dominan el desaliento
reinante y al final sólo estará presente una casa destruida,
totalmente desolada.
Ahora bien, en La sociedad del semáforo, filme rodado
con actores naturales, se advierte un testimonio imprescin-
dible para evaluar esa circularidad trágica presente en los
habitantes de la calle en las ciudades colombianas. La pe-
lícula muestra el entorno propio en el que se desenvuelven
unos desamparados peculiares, como son los indigentes.
Su marginalidad les ha asegurado un espacio para el olvi-
do, en las calles de una gran urbe como Bogotá. Son ellas
receptoras de gran parte de la población desplazada por
causa del conflicto armado. Mendoza ofrece un aporte im-
portante en el que se reconoce la huella del cine de Víctor
Gaviria. La película pone de presente la vergüenza de la
marginación de los habitantes de la calle, lugar reservado
para muchos de los desplazados que no esperan ser benefi-
ciados por la memoria. Esta es la tragedia de Raúl Tréllez
(Alexis Zúñiga), un reciclador desalojado por la violencia
en el Chocó que junto con sus otros compañeros de la calle
construye un espacio alternativo. Raúl espera que éste le
permita mantenerse en pie y le ayude a construir lazos de
fortaleza para sobrevivir en medio de las sombras y la des-
esperanza reinantes. Sin embargo, el indigente no puede
encontrar redención alguna en una ciudad fría e inhóspita

50
Martín Agudelo Ramírez

que terminará sacrificando a seres muy importantes para


él, como son el niño y Cienfuegos.
Las anteriores dos muestras fílmicas son sólo dos ejem-
plos de la calidad de los trabajos realizados en Colombia.
No son justas las críticas que muchos formulan, sin hacer
un esfuerzo por rastrear lo que se ha hecho más allá de ese
cine estereotipado con el que se pretende cuestionar todo el
conjunto. Craso error. El cine colombiano contemporáneo
es un testimonio valioso de enseñanza sobre el alcance de
la violencia en las últimas décadas. Muestra en qué térmi-
nos la población civil ha sido afectada por el actuar demen-
cial de los múltiples actores armados del conflicto. Revela,
además, la ausencia y debilidad del Estado colombiano en
cuanto al manejo de ese mal endémico que se ha alojado
por tantos años, sin que haya podido extirparse. A partir
de diversas piezas fílmicas se comprende la política como
ausencia y como defecto; se avizora una política que no se
hace visible en la vida cotidiana para salvaguardar las li-
bertades y que ha sido bastante indiferente frente al actuar
de los actores armados no estatales.
Una tierra salvaje se impone en un espacio en donde el
Estado siempre debió hacerse presente. Las palabras con
las que se introduce el documental Impunity resultan inol-
vidables para intentar comprender las condiciones propias
de un territorio habitado por el mal: “En esta selva no hay
Estado, aquí hay guerra. Desde siempre. Guerra civil, un
conflicto armado interno, amenaza terrorista, lucha ideoló-
gica. Los extremos: izquierda, derecha. Los mismos méto-
dos: competencia de crueldad”5.
El cine ha sabido retratar muy bien ese espacio bestial
a través de unos recursos “estéticos” que hacen visible el
horror. En el escenario internacional, una película como
Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979) es un buen

5
Impunity, Hollman Morris y Juan José Lozano (dirs.), Colombia, 2011.

51
Cine y conflicto armado en Colombia

ejemplo de ese cine excepcional que muy bien podrían ex-


plorar los directores colombianos.
Apocalipsis Now presenta un territorio que se hace sal-
vaje a medida que la violencia se apodera de sus distintos
entornos. No hay ningún tipo de presencia estatal. El fil-
me de Coppola es una adaptación brillante de la obra El
corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, un texto que
ha servido de fuente de inspiración en el trabajo literario
del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez. Hay tierra
salvaje y espectral creada por la violencia, un lugar aterra-
dor, pero igualmente bello. Hay un territorio sombrío que
se posiciona para despojar al ser humano de su humani-
dad. Y mientras exista abandono estatal habrá un hombre
frenético como Kurtz que se imponga en medio del caos. Un
camino especial hacia este tipo de reconocimiento es el que
emprende Ciro Guerra, como luego se expondrá.
Esa ausencia estatal sólo puede dar cabida a una tierra
en la que el sentido se diluye. Cuando se visionan películas
como Los colores de la montaña (Carlos Arbeláez, 2010) y
Pequeñas voces (Jairo Eduardo Carrillo y Óscar Andrade,
2010), encontramos testimonios puntuales para entender
qué significa el viaje hacia las tinieblas. Se comprende en
qué medida se impone una tierra salvaje en la que resulta
manifiesta esa ausencia estatal. Encontramos unos niños
sufrientes, totalmente indefensos y degradados; menores
que han sido desplazados, que se encuentran mutilados y
que están llenos de profundo dolor y miedo en una tierra
hostil. Según Rüdiger Safransk:

La tierra salvaje se desenmascara como algo que rechaza


por completo cualquier sentido; hasta tal punto carece de
significado, que la orientación por la que el hombre bus-
ca una significación se ha perdido irrevocablemente, y se
encuentra solitario. Lo salvaje, precisamente, en su vita-
lidad pululante, muestra la contingencia absoluta.

52
Martín Agudelo Ramírez

El aspecto perturbador de lo salvaje no es su salvajismo,


sino un mutismo que rechaza todo sentido. El territorio
salvaje “susurra” al hombre, en forma sobrecogedora, que
no tiene nada que decirle. De esto se horroriza Kurtz, del
vacío de significado. Por ello, todo es posible en un espacio
lleno de manantiales y, sin embargo, vacío. Si el territorio
salvaje tiene algo que decir, su mensaje es: ¡haz lo que
quieras, no tendrá significado alguno! La tierra salvaje
pasará indiferente por encima de eso, tenderá por do-
quier sus verdes zarpas, como si nada hubiera sucedido.
Seguirá proliferando, sin sentido, fértil y temible6.

El testimonio fílmico sobre el horror en Colombia segui-


rá presente, mostrando los huellos de un conflicto atroz, fi-
nanciado en buena parte con los recursos del narcotráfico.
Se trata de una exigencia mínima que impone el deber de
memorar. Los realizadores de películas actuales, a través de
sus obras, han asumido como regla de oro el deber de infor-
mar y de denunciar sobre lo que ha sucedido en el país. Esto,
por sí, justifica que continúe haciéndose cine sobre la proble-
mática, a efectos de evidenciar lo que no podemos ignorar,
como lo expone el director Jairo Eduardo Carrillo:

Mientras nos toque como colombianos la violencia, nunca


terminarán las películas sobre ese tema, porque es algo
que nos toca como artistas además. Siempre será recu-
rrente hasta que no pare. Es necesario que nosotros siga-
mos contando esas historias hasta que pare la violencia
en Colombia7.

Numerosas películas, en la modalidad de ficción, y sig-


nificativos documentales se destacan como pruebas repre-

6
R. Safranski, op. cit., pp. 191-192.
7
Miguel Cabanillas, “‘Pequeñas voces’: el conflicto colombiano, en dibujos
animados”, El Espectador, disponible en: http://www.elespectador.com/
entretenimiento/agenda/cine/pequenas-voces-el-conflicto-colombiano-
dibujos-animados-articulo-222823, consulta: 21 de junio de 2015.

53
Cine y conflicto armado en Colombia

sentativas del tema en estudio. Todos esos textos fílmicos


posibilitan entender por qué la violencia se aloja de mane-
ra circular en la ancha geografía colombiana y la necesidad
de configurar una memoria. Se relacionan, entre otros, los
filmes siguientes: Como el gato y el ratón (Rodrigo Tria-
na, 2002), Primera noche (Luis Alberto Restrepo, 2003), La
sombra del caminante (Ciro Guerra, 2004), Heridas (Ro-
berto Flores Prieto, 2006), PVC-1 (Spiros Stathoulopoulos,
2007), La pasión de Gabriel (Luis Alberto Restrepo, 2009),
Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), La
sociedad del semáforo (Rubén Mendoza, 2010), Los colores
de la montaña (Carlos Arbeláez, 2010), Impunity (Hollman
Morris y Juan José Lozano, 2011), Silencio en el paraíso
(Colbert García, 2011), Postales colombianas (Ricardo Co-
ral Dorado, 2011), Pequeñas voces (Jairo Carrillo, 2011),
Todos tus muertos (Carlos Moreno, 2011), Porfirio (Alejan-
dro Landes, 2011), La Sirga (William Vega, 2012), El pá-
ramo (Jaime Osorio Márquez, 2012), Carta a una sombra
(Daniela Abad y Miguel Salazar, 2015), Alias María (José
Luis Rugeles, 2015) y Violencia (Jorge Forero, 2015).
El cine hace visible lo que desde las instancias de poder es
invisible. El material es abundante. Encontramos cine sobre
falsos positivos, desplazados, desapariciones forzadas, des-
pojos de tierras, matanzas, violencia contra la mujer, reclu-
tamiento de niños, etc. Películas como las relacionadas dejan
entrever que hay un país dominado por la amnesia causada
por la apatía de unas instancias de poder sin horizontes cla-
ros. El séptimo arte ha sabido retratar la presencia de una
sociedad fragmentada e indiferente. Por esto, es importante
celebrar las apuestas fílmicas que se han hecho; todas ellas
contribuyen a que se configure una mayor consciencia sobre
nuestras apuestas políticas y direccionamientos éticos que
son inexcusables. Habrá que darle un sí rotundo al cine para
que tengamos elementos importantes que contribuyan a que
afrontemos con responsabilidad los tiempos de crisis.

54
http://www.proimagenescolombia.com/secciones/cine_colombiano/peliculas_
colombianas/galeria_de_imagenes_peliculas.php?nt=274
Capítulo IV

Víctimas que aunque vivan


se convierten en espectros

En lo que concierne a la víctima, son notables los proyectos


cinematográficos emprendidos en los últimos años. Algunos
de ellos han introducido, con actores naturales, personajes
inolvidables que ponen en evidencia su propio dolor. Son
varios los directores comprometidos que evalúan el conflic-
to colombiano de manera crítica y profunda, destacando el
papel de la víctima. Así pues, siguiendo a Reyes Mate sobre
el concepto de víctima, resulta oportuno tener en cuenta los
siguientes puntos de identificación: en primer lugar, “hay
víctimas y hay verdugos”, lo que significa que no todo el
que sufre es víctima; asimismo, debe tenerse presente que
“víctima es quien sufre la violencia, causado por el hombre,
sin razón alguna. Por eso es inocente”; en tercer lugar, el
sentido de la víctima hay que buscarlo en ella misma, “la
víctima es en sí misma significativa”1.
La víctima, desde la mirada del séptimo arte, cobra un
papel importante. El cine reconoce el sufrimiento de los hi-
jos de una tierra que grita desde lo más profundo de sus
“entrañas”. Como ejemplos notables se destacan los recien-
tes filmes Porfirio (Alejandro Landes, 2011) y La Sirga (Wi-
lliam Vega, 2012). Ambas películas, a través de sus planos,
interpelan dando cuenta del registro de la violencia en los
rostros y miradas de sus protagonistas.

1
M. Reyes Mate, op. cit., pp. 210-212.

57
Cine y conflicto armado en Colombia

Porfirio relata una historia real. La película muestra


los momentos vividos por una víctima del conflicto (Porfi-
rio Ramírez Aldana) antes de tomar una decisión generada
desde su desesperanza. El personaje decide secuestrar un
avión. Su propósito era reclamar por la falta de atención
oportuna en su caso. Antes había demandado al Estado por
la discapacidad originada a raíz de un acto violento en el
que al parecer estaban comprometidos agentes estatales.
El filme de Landes, rodado en Florencia (Caquetá), no se
centra en ese último acto de justicia por mano propia eje-
cutado por Porfirio. Su propósito fundamental, a través de
números primeros planos, es mostrar a un “ser común” en
su vida cotidiana, atrapado por los límites de su cuerpo, y
sin que se tengan que realizar juicios de reproche, que son
los que posteriormente hará la institucionalidad.
La película dirigida por Landes, ante el público, expo-
ne el dolor de una víctima del conflicto. Lo hace mediante
un enfoque bastante intimista. El filme sabe retratar los
detalles propios de las distintas facetas de un ser huma-
no que, aunque marcado por la desesperanza, se resiste a
renunciar a sus sueños. Porfirio lucha por vivir y desafía
las condiciones hostiles en las que se encuentra, debido a
la invalidez que le causó un acto de violencia. La película
de Landes es una lección que sabe situar a la víctima, pu-
diéndose apreciar en unos planos estáticos inolvidables. Se
avizora un auténtico espejo en el que podrá reflejarse el
rostro de un ser bastante atribulado. De ahí que resulte
determinante insistir en las miradas que registra el perso-
naje protagónico, atormentado por habitar en medio de un
pueblo indiferente.
La Sirga presenta la historia de Alicia (Joghis Seudin
Arias), una campesina víctima del conflicto. Su familia ha
sido masacrada. Alicia huye luego de presenciar la muerte
de sus padres y el incendio de su casa causados por actores
violentos; pretende encontrar en un hostal en ruinas, “La

58
Martín Agudelo Ramírez

Sirga”, un espacio para reconstruir su vida. En ese sitio,


ubicado en los alrededores de la laguna de La Cocha, de
propiedad de su tío Oscar, la adolescente buscará erradi-
car el dolor que la ha perseguido. Sin embargo, la sombra
de la violencia seguirá siendo compañera inseparable de
la joven. La película no “muestra” directamente. Hay un
paisaje que permite comprender lo que le está sucediendo
a Alicia, sin que se tenga que explicitarse una narrativa de
diálogos. Esto, precisamente, es uno de los recursos más
significativos de la notable película en comento.
En La Sirga la metáfora se enseña a través de un ros-
tro y de sus silencios. La profunda soledad de la protago-
nista se hace palmaria. La película de Vega, a través de
las miradas y los mutismos de los personajes, da cuenta
de una fotografía que abre paso a una alegoría sobre el
efecto propio de la amnesia causada por la violencia. No
se hace imperioso demostrar el dolor en las voces huma-
nas; no se requiere enunciar un sinnúmero de palabras
para entender el miedo que invade íntegramente a Ali-
cia. Más valen las imágenes. Esto Vega logra enseñarlo.
Con gran acierto la obra intimista del director colombiano
permite contemplar unos entornos de crueldad, y de ahí
lo que sigue es la interpelación que con seguridad hará el
espectador.
En realidad, de manera recurrente, los directores colom-
bianos tratan a la víctima como un ser condenado por la
desmemoria y sin posibilidad de ser escuchado por “una
dirigencia que abdicó de la historia, que no siente el llama-
do de la tierra, la grandeza de una tradición, la necesidad
de símbolos compartidos”2. Ciro Guerra, en este sentido,
ofrece una mirada bastante peculiar de la víctima en la ale-
górica La sombra del caminante (2004), una película que
“[…] traslada el sentido y las implicaciones del conflicto

2
W. Ospina, op.cit., p. 230.

59
Cine y conflicto armado en Colombia

colombiano a los desheredados de la fortuna que deambu-


lan con gesto atribulado por las calles de Bogotá”3.
El filme de Guerra, con un estilo muy peculiar de narrar
y a través de una fotografía en blanco y negro impecable,
“hace más anónima y hostil la ciudad para los personajes”4.
La sombra del caminante, filmada en video digital, es una
historia en la que no se recurre, como lo comenta el director
a “balas, rifles, ejércitos en combate, muertos”. Un guión
inteligente es suficiente, en compañía de una banda sono-
ra bella, ambientada por un piano, para que el espectador
reconozca un propósito: mostrar la crudeza de un conflicto
que ha provocado profundas honduras.
Las vidas de dos hombres solitarios se cruzan en la pe-
lícula. El primero es un hombre discapacitado, víctima del
conflicto. Se trata de Mañe (César Badillo), vive en un in-
quilinato en Bogotá, un lugar en el que se ha acentuado su
profunda soledad. En el cuerpo de Mañe se registra una
secuela irreversible. Ha perdido una pierna. Aunque ha
sobrevivido, el hombre lisiado se siente como una persona
“muerta”. El otro personaje, sin nombre, es un silletero de
la calle (Ignacio Prieto), un ser atormentado por un mundo
de tonalidad manifiestamente gris; es un hombre solitario
y testigo presencial de la violencia, interlocutor constante
de Mañe durante el desarrollo del filme. Ambos son seres
que buscan superar su aislamiento profundo en medio de
constantes encuentros y desencuentros. Las voces de la
tragedia se desatan, máxime cuando sus desventuras pro-
vienen del fuego cruzado de grupos disímiles al margen de
la ley.
En realidad, Mañe dialoga con un hombre a quien no
se le ha ofrecido ningún tipo de alternativa para recons-
truir su vida. Las palabras, bastante aciagas, del personaje

3
O. Osorio, op. cit., 2010, p. 39.
4
Ibíd., p. 40.

60
Martín Agudelo Ramírez

interpretado por Badillo, revelan una manifiesta margi-


nalidad. Esto lo confirma magníficamente la escena en el
cementerio, cuando Mañe hace una confesión sobre lo que
piensa acerca de la crudeza de una violencia absurda que
ha generado demasiado dolor y que ha convertido a los so-
brevivientes en unas sombras.

Yo sí que conozco la muerte. Lo que necesita uno en este


país para enriquecerse es montar un cementerio privado,
hermano. Sobran los clientes como mi papá y mi mamá
[…] los descuartizaron, los colgaron después allá frente
a la casa.
[…] Dijeron primero que eran guerrilleros, después que
no, que paracos, después que narcos, después que… que
el ejército. Pero al fin de cuentas lo que uno sabe es que
están muertos, hermano, como yo5.

En un país marcado durante tantos años por la desdi-


cha, y en donde los vivos se sienten “más muertos” que los
propios “muertos”, como lo señala el silletero de la película
de Ciro Guerra, las víctimas tienen sus propias maneras de
afrontar su padecimiento. Pero la mirada de Mañe se cruza
con la comprensión que tiene ese otro singular personaje
protagónico, un hombre con un pasado igualmente trági-
co. El silletero, habiendo pertenecido a un grupo armado
al margen de la ley, deja la hipocresía; habla sin tapujos,
explicando la compresión que tiene sobre la violencia en el
país y exteriorizando en qué medida lo ha afectado. Su tes-
timonio de víctima directa no puede disociarse del hecho de
haber infligido igualmente sufrimiento; la culpa le acecha.
El silletero se ha convertido en un espectro. No encuen-
tra en la urbe un espacio que le acoja y redima. Su dolor le
permite tener una experiencia que determina una mirada

5
La sombra del caminante, Ciro Guerra (dir.), Colombia, 2004.

61
Cine y conflicto armado en Colombia

peculiar sobre la manera de diferenciar el muerto y quien


sigue viviendo, como lo manifiesta en la escena del cemen-
terio. “Los muertos cagados de la risa allá en el infierno y
los vivos que se quedan esperando a ver qué les toca”. El
reconocimiento de la muerte, por parte de ese singular per-
sonaje, habrá de ser un referente básico para generar con-
ciencia de las condiciones con las que se vive actualmente:
“ser muerto colombiano es un orgullo que cuesta”.
La voz de quien lleva su silla a cuestas, en la película de
Guerra, será la voz de ese “otro” indispensable para que el
lisiado pueda escucharse. Será, asimismo, un puente para
la interlocución, indispensable para que haya conciencia
y se pueda rememorar. Y si bien hay un profundo resen-
timiento, posteriormente, en el filme se muestra que la
muerte es un momento especial para que el perdón pueda
alojarse. Los protagonistas, en sentir de Pérez La Rotta,
“[…] conectarán simbólicamente la necesidad de que los
muertos hablen, de que un pasado sepultado en el olvido
surja nuevamente, y precisamente no como venganza, sino
como reconocimiento”6.
Qué paradoja. ¿Por qué envidiar la muerte, como trági-
camente se describe en La sombra del caminante, pese a
que tenemos un país desbordado en recursos, suficientes
para que sus habitantes puedan vivir bien? La víctima del
conflicto, desde la presentación que hace Guerra, no tiene
esperanza. Sólo en el diálogo entre los personajes prota-
gónicos se va construyendo un encuentro de experiencias,
siendo el dolor una constante. Por esto uno de ellos expre-
sa: “Sólo queda el recuerdo y nosotros”. La nada invade a
la víctima. Esta se siente sola; y lo que más preocupa, en
principio, es que no se otean soluciones decisivas para en-
carar el problema.

6
Guillermo Pérez La Rotta, Cine colombiano: estética, modernidad y cultura,
Popayán, Universidad del Cauca, 2013, p. 223.

62
Martín Agudelo Ramírez

Muchas interpretaciones caben a la hora de evaluar el


final del filme de Guerra, siendo inevitable preguntar por
las posibilidades que se tienen de poder cambiar las vidas
de unas personas que, por culpa de la violencia, se han
convertido en unos espectros ignorados por el resto de la
sociedad. No obstante, vale la pena resaltar que al final,
en esta película alegórica, se redimensiona el sentido de la
muerte, al destacarse la necesidad de erradicar el olvido y
promover el desagravio. Según Pérez La Rotta ese tiempo
límite permite considerar:

[…] el momento culminante donde el personaje retrotrae


para Otro la vida que llevó, en la misma medida en que
entrega su visión de los acontecimientos a ese Otro que
hizo sufrir indirectamente. En medio de la muerte, los
dos personajes pueden sellar un pacto de verdad y liber-
tad que no se deja incólume a la acción ocurrida ante-
riormente, sino que la salva, porque no promueve una
muerte para el olvido sino para el resarcimiento dentro
del curso de la vida7.

7
Ibíd., pp. 223-224.

63
http://montages.no/files/2010/10/retratos-en-un-mar-de-mentiras.jpg
Capítulo V

Unos seres de mirada extraviada


en un mar de mentiras

Los temas de desplazamientos forzados y matanzas cam-


pesinas a manos de grupos paramilitares son ilustrados
en la película Retratos en un mar de mentiras (Carlos Ga-
viria, 2010). Este es un filme de ficción sobre una de las
manifestaciones más dramáticas del conflicto: los rostros
de las víctimas desplazadas por la violencia causada por
los paramilitares. Estos grupos armados han desplegado
acciones criminales, con diversos fines, en contra de la po-
blación civil, con pretensión de asegurar dominios territo-
riales. Los paramilitares son “agentes armados”, como lo
expone Koessl, que recurren al “uso de la violencia”, apo-
yando “objetivos políticos, sociales y económicos”, y que
se encuentran “estrechamente relacionados con las élites
colombianas”1.
La película neorrealista de Gaviria presenta el drama
de una joven desalojada de su hogar. Su familia fue ma-
sacrada cuando aún era niña. El desplazamiento marcará
el destino de Marina. El personaje interpretado por Paola
Baldión representa al desplazado que es lanzado hacia una
ciudad inhóspita, poco acogedora, y que nunca podrá sentir
como suya. La parte inicial del filme pone de presente el
rostro de un ser que se consume en una ciudad cada vez
más hundida en la “vergüenza”.

1
M. Koessl, op. cit., pp. 66-68.

67
Cine y conflicto armado en Colombia

Marina es un símbolo del dolor causado por la violen-


cia proveniente de un conflicto absurdo. Hace parte de ese
gran grupo de desplazados del campo que engrosan los cin-
turones de miseria de las ciudades. La joven es un ser a
quien el terror le ha robado la identidad. El rostro de la
víctima se encuentra sumido en un padecimiento extremo.
Esta es la consecuencia de un episodio devastador que ha
dejado a la mujer muda y amnésica.
Los desplazados podrían identificarse con los seres
anónimos y perdidos en la ciudad, presentados por Mario
Mendoza, como seres de “mirada extraviada, idos, famé-
licos, que no reconocen a nadie, que no hablan, que pare-
cen no tener memoria”, seres que “no tienen futuro, que
no van hacia ninguna parte”, que son rechazados en una
ciudad ya que “reflejan horrores que no nos son desconoci-
dos”, y también con aquellos “seres fantasmales que arras-
tran su presencia negra a lo largo de las avenidas o que
dormitan debajo de los rascacielos, y que ya no son como
nosotros”2; en estas condiciones la “vergüenza” se hace pre-
sente en nuestra vida. “No es la vergüenza personal, sino
la vergüenza de pertenecer a una especie deleznable que
es capaz de reducir a sus iguales hasta desaparecerlos por
completo en vida”3.
No obstante ese signo trágico presente en el rostro de
una persona desplazada por la violencia, Retratos en un
mar de mentiras muestra una variable provocada por la
resistencia de la víctima. La protagonista no se queda iner-
me. Marina lucha contra el olvido forzado por los violentos.
Trata de memorar, buscando recuperarse de su amnesia.
Marina quiere salvar sus raíces caribeñas. Busca recupe-
rar una identidad perdida por causa del accionar paramili-
tar que la arrojó a un lugar en el que no podrá reconocerse.

2
M. Mendoza, op. cit., pp. 208-209.
3
Ibíd., p. 210.

68
Martín Agudelo Ramírez

Luego de la muerte del abuelo (Edgardo Román), Ma-


rina y su primo Jairo (el fotógrafo ambulante, interpreta-
do por Julián Román), emprenderán en un pequeño carro,
viejo y destartalado, un viaje de regreso hacia esa tierra de
donde fueron despojados de sus sueños. Ambos recorrerán
unos extensos caminos por el territorio colombiano. Hay
un viaje desde el sur de Bogotá hasta un pueblo del Caribe,
que se realiza con el propósito de recuperar lo que los vio-
lentos se robaron.
Marina y Jairo viajan por las carreteras de un país fas-
tuoso: un lugar de montañas imponentes, de formas geomé-
tricas únicas y con un verdor intenso que confirma la riqueza
de los suelos; un sitio paradisíaco de ríos cristalinos; un jar-
dín con flora y fauna variadas. El personaje interpretado por
Román expresa muy bien ese sentimiento de reconocimiento
de la magia del país en el que habita. Jairo, en medio de
su contemplación de una hermosa catarata, manifiesta con
contundencia: “Este país es una berraquera. Por más que in-
tentemos cagárnoslo, no podemos. Que vividero tan bueno”4.
Jairo no pierde su sensatez. Tiene la inteligencia sufi-
ciente para acudir al sarcasmo. Su inconformidad radica
en no sentirse representado por un Estado constantemente
ausente. Indica su insatisfacción frente a una instituciona-
lidad manifestada a través de unos símbolos y que no ha po-
dido ser asimilada por los habitantes de las periferias y zo-
nas rurales. Jairo, con ironía, expresa que no entiende por
qué una canción Para-parranda de Leonardo Gómez Jattin
no sustituye al “Gloria inmarcesible” del himno nacional co-
lombiano, tan alejado de lo que vive y siente el pueblo:

Mi apá me lo decía
las cosas que usted quiera,
las puede ir consiguiendo

4
Retratos en un mar de mentiras, Carlos Gaviria (dir.), Colombia, 2010.

69
Cine y conflicto armado en Colombia

por encima de quien sea.


Si mi apá me decía,
vaya consiga plata,
mejor si es trabajando
usted verá a quién baja.
Pa conseguir la plata
hay que ser inconsciente,
si no encuentra a quién roba
le toca honradamente.
Pa conseguir la tierra
hay que ser inclemente,
no importa que usted pase
por encima de la gente5.

El dedo en la llaga es puesto por el personaje. Hay que


rechazar todo aquello que no se perciba como una apuesta
decisiva en favor de la vida misma. Jairo encuentra en la
corrupción la causa principal de las desgracias presentes en
un país con gran riqueza natural. La letra de Para-parran-
da lo inspira, y por esto le expresa a su prima: “Esa canción
debía ser el himno nacional en vez de esa güevonada que
le ponen a uno todos los días […] ¿Qué es inmarcesible?”6.
Los paisajes que presenta el filme de Carlos Gaviria son
hermosos. La posibilidad de contemplarlos, siguiendo la
música colombiana con interpretaciones como las del grupo
María Mulata, reconfortan durante todo el viaje de carre-
tera emprendido por los protagonistas. Pero el sentimiento
opuesto resulta inevitable cuando se muestran las enormes
desigualdades existentes a lo largo del recorrido. Junto con
el asombro causado por la contemplación de tanta maravi-
lla aparece el estremecimiento que se produce cuando se
observa el dolor reflejado en los rostros de numerosos seres
marginados. Cuando el viaje llega a su final se impondrá lo

5
Ibíd.
6
Ibíd.

70
Martín Agudelo Ramírez

trágico; nuevamente el actuar paramilitar sacrificará una


vida más: la de Jairo.
En la película de Gaviria los protagonistas emprenden
el regreso a unas tierras en las que se ha impuesto la au-
sencia de memoria en sus habitantes. La ciudad (Bogotá)
no es el escenario para la redención de esas víctimas ya que
no es su tierra prometida; pero tampoco habrá redención
en el lugar de donde las víctimas fueron desalojadas. El es-
fuerzo de Marina y Jairo será infructuoso. Silencios, muer-
te y un mar en el que se sepulta a un desalojado cerrarán
esta historia de profundo sufrimiento.
La ficción que nos presenta Retratos en un mar de men-
tiras trae a colación tragedias como las de El Aro y La
Granja. Masacres y desplazamientos forzados son el resul-
tado de unos fatídicos sucesos, sin que las víctimas sigan
sin ser atendidas adecuadamente. El Estado colombiano
aún no ha cumplido íntegramente con sus obligaciones,
pese a existir un pronunciamiento expreso en su contra por
parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos,
mediante sentencia de 1o julio de 2006, en el caso “Las ma-
sacres de Ituango vs. Colombia”.
El Estado fue condenado por los hechos ocurridos en los
años 1996 y 1997 en los que participaron paramilitares en
contra de la población civil y que, en el caso de El Aro, ve-
nían controlando al corregimiento durante los días de la
incursión. Se trata de un episodio inolvidable. Resulta im-
portante hacer un seguimiento al juicio de reproche que la
Corte Interamericana de Derechos Humanos, en relación
con la responsabilidad estatal. Para ese alto tribunal, la “in-
cursión ocurrió con la aquiescencia o tolerancia de agentes
del ejército colombiano”.7 La Corte Interamericana encon-
tró una omisión estatal gravísima en lo que corresponde a

7
Corte Interamericana de Derechos Humanos, sentencia de 1 de julio de
2006, caso de las masacres de Ituango vs. Colombia.

71
Cine y conflicto armado en Colombia

la protección de la vida y las libertades individuales, lo que


a su vez se ha traducido en impunidad. Por esto, el referido
cuerpo colegiado jurisdiccional profirió una sentencia en la
que impuso al Estado un compromiso con los derechos hu-
manos de la población vulnerable. Hay aún mucho trabajo
por hacer para que se produzca el real restablecimiento de
los derechos a los afectados.
Retratos en un mar de mentiras desnuda nuestra ver-
güenza. En una tierra tan pródiga como Colombia ha fal-
tado la capacidad suficiente para memorar; las víctimas
están solas en su proceso de alcanzar la “verdad”; su dolor
aún sigue marginado por la indolencia. Siguiendo a Reyes
Mate: “Sin memoria no hay realidad ni verdad, es decir, sin
memoria no hay posibilidad de verdad […] Tampoco hay
realidad. Sin memoria desaparece el derecho mismo”.8
Pero, no es fácil memorar cuando la trivialidad y la su-
perficialidad se hacen manifiestas. La sociedad colombia-
na se encuentra manipulada por múltiples intereses, y por
causa de ciertas instancias de poder sigue sin reconocer la
gravedad y las dimensiones del conflicto interno. La actua-
ción espléndida de Paola Baldión nos muestra lo difícil que
resulta superar la amnesia presente en la víctima despla-
zada. Cualquier posibilidad de recordar y recuperar lo suyo
la pondrá en un riesgo inminente. El viaje por carretera,
un viaje por la memoria, concluirá en el mar, sin que se
haya logrado el propósito buscado.
“¿A dónde van?”, la cumbia colombiana interpretada por
María Mulata introduce una cuestión de real incertidum-
bre, sin que aparezcan soluciones claras: “¿A dónde van las
huellas que atrás quedaron? [….] ¿A dónde van los sueños
que se olvidaron tras la partida? ¿A dónde van las pisadas
perseguidas por el dolor? ¿A dónde van las almas que han
arrastrado con tanta vida? ¿A dónde van las lágrimas de-

8
M. Reyes Mate, op. cit., p. 204.

72
Martín Agudelo Ramírez

rramadas por el rencor? ¿A dónde van las sonrisas de los


niños?”
Una película como Retratos en un mar de mentiras nos
hace pensar en la importancia de superar una banalización
que ha terminado por excluir a miles y miles de personas.
El problema agrario presente en Colombia tiene que asu-
mirse con responsabilidad. Los grupos ilegales han impo-
sibilitado que los desarraigados de la tierra encuentren un
lugar tranquilo en el que puedan recuperarse. El problema
diagnosticado en el filme nos hace pensar en la importancia
de adoptar una reforma agraria íntegra y de emprender un
compromiso institucional para que la restitución de tierras
y la reparación a la población desplazada se haga efectiva.
La problemática sobre el desplazamiento forzoso debe
ser evaluada con suma responsabilidad. Para la compren-
sión del fenómeno son importantísimos los procesos edu-
cativos que se emprendan. Por esto, quienes trabajan en
el séptimo arte tienen una enorme responsabilidad en el
tratamiento de la violencia.9 Se trata de encarar sin evadir.
Mostrar sinceramente es un reto. Retratar lo que ha sido
“un mar de mentiras” es una alternativa decente para em-
prender un camino certero en nuestro “deber de memorar”.

9
Cfr. M. Koessl, op. cit., pp. 97-98.

73
http://www.proimagenescolombia.com/secciones/cine_colombiano/peliculas_
colombianas/galeria_de_imagenes_peliculas.php?nt=2008
Capítulo VI

“Para acabar con un sueño


sólo hace falta el engaño”

Los “falsos positivos” hacen parte de un episodio más de la


historia fatídica del conflicto interno en Colombia. La polí-
tica estatal de lucha contra la insurgencia, entre los años
dos mil dos y dos mil ocho, no fue lo suficientemente exito-
sa. Unos decretos provenientes del Ejecutivo de entonces
crearon incentivos y estímulos a favor de la fuerza públi-
ca. El deseo de algunos de sus posibles beneficiarios por
mostrar resultados, en cuanto al número de “bajas” en ope-
raciones militares, dio lugar a que se orquestara un plan
macabro. Resultado final: un sacrificio horrendo de nume-
rosas víctimas inmoladas, civiles no combatientes. Varios
militares estuvieron comprometidos en las ejecuciones de
jóvenes que fueron presentados como guerrilleros. La de-
nuncia Human Rights Watch pone de presente trasgresio-
nes atroces en relación con los derechos humanos.

Entre 2002 y 2008, la ejecución de civiles por brigadas


del Ejército fue una práctica habitual en toda Colombia.
Soldados y oficiales, presionados por superiores para que
demostraran resultados “positivos” e incrementaran el
número de bajas en la guerra contra la guerrilla, se lle-
vaban por la fuerza a sus víctimas o las citaban en para-
jes remotos con promesas falsas, como ofertas de empleo,
para luego asesinarlas, colocar armas junto a los cuer-
pos e informar que se trataba de combatientes enemi-
gos muertos en enfrentamientos. Estos casos de “falsos

77
Cine y conflicto armado en Colombia

positivos”, cometidos a gran escala durante siete años,


constituyen uno de los episodios más nefastos de atroci-
dades masivas ocurridos en el hemisferio occidental en
las últimas décadas.
En septiembre de 2008, el escándalo mediático sobre la
ejecución por soldados de hombres jóvenes y adolescen-
tes de Soacha, un suburbio de Bogotá, influyó en que el
gobierno se viera obligado a adoptar medidas serias para
frenar estos delitos, incluido el pase a retiro de tres gene-
rales del Ejército […]
Los falsos positivos —básicamente ejecuciones extrajudicia-
les y asesinatos— constituyen graves violaciones de dere-
chos humanos. Son además graves violaciones del derecho
internacional humanitario aplicable en conflictos no inter-
nacionales y, como tales, constituyen crímenes de guerra.
Cuando se comete como parte de un ataque generalizado
y sistemático contra una población civil, el asesinato pue-
de comportar un crimen de lesa humanidad. Evidencias
abundantes descriptas en este informe indican que nu-
merosos incidentes de falsos positivos constituyen críme-
nes de lesa humanidad1.

El cine colombiano ha sabido retratar ese episodio de-


solador del conflicto colombiano. Se trata de un suceso sin
parangón a nivel mundial, y el cine encuentra en Silencio
en el paraíso (Colbert García, 2011) un buen exponente. La
película es un testimonio de ficción sobre los “falsos posi-
tivos”, que relata la tragedia de Ronald, personaje inter-
pretado por Francisco Bolívar, un habitante del barrio El
Paraíso, sector bastante deprimido de Ciudad Bolívar, en
el sur de Bogotá.

1
Human Rights Watch, “El rol de los altos mandos en falsos positivos: Evi-
dencias de responsabilidad de generales y coroneles del ejército colom-
biano por ejecuciones de civiles”,disponible en: http://www.hrw.org/es/
news/2015/06/24/colombia-altos-mandos-militares-vinculados-con-ejecu-
ciones-extrajudiciales, consulta: 28 de junio de 2015.

78
Martín Agudelo Ramírez

En la película de Colbert García se narra la historia


de un joven de veinte años que lucha honradamente para
obtener unos ingresos que le permitan sobrevivir y darle
sustento a su familia. Las condiciones del barrio en el que
habita y en el que labora son bastante hostiles. Ronald con-
sigue sus recursos por medio de un megáfono y una original
bicicleta (especie de triciclo), instrumentos para realizar su
trabajo en publicidad. El joven es un muchacho sencillo y
bastante cálido, enamorado de una chica llamada Lady, a
quien conquista con sus cartas.
El filme se torna decisivamente trágico cuando la bici-
cleta de Ronald es hurtada por el no pago de extorsiones
(“vacunas”) impuestas por jóvenes del sector. Esto incita
a que Ronald busque otro tipo de trabajo. Se encuentra
desesperado. En este momento, el “engaño” acabará con
su sueño. El muchacho terminará siendo víctima de un
“negocio” de vacantes, en el que se requerían jóvenes para
realizar determinadas labores fuera de la ciudad. Ronald
creyó encontrar un trabajo que aligerara provisionalmente
su difícil situación económica pero era una nueva víctima
de un plan siniestro. La muerte le esperaba.
El muchacho protagonista de Silencio en el paraíso es
ejecutado. Cae en manos de unos militares que mataron a
un sinnúmero de jóvenes presentados como bajas en com-
bate, a cambio de obtener recompensas. Un sueño es des-
truido. Ha sido silenciado un paraíso configurado en los
ideales de un chico que no renunciaba a ser feliz, pese al
entorno hostil en el que se encontraba.
El Paraíso no era un edén en la Tierra. No obstante las
condiciones miserables del barrio, muchachos como Ronald
hacen lo posible para que el paraíso sea más real en la Tie-
rra. Con gran dosis de humor, Ronald manifestaba que El
Paraíso era el “único lugar donde la gente quiere estar una
encima de otra”. Estar en el Edén, desde la óptica del in-
genuo muchacho, era prioritariamente un estado, más que

79
Cine y conflicto armado en Colombia

estar rodeado de riqueza, la que no podía encontrar en el


sector en el que vivía. El cariño de Lady era el paraíso bus-
cado por Ronald. El amor le permitía escapar del “paraí-
so al revés”. Esto, precisamente, era lo que significaba el
barrio para el chico. Hay una apuesta por una dimensión
nueva. Hay una búsqueda hacia un estado en el que Ro-
nald quería proyectarse, y en el que el joven creía que era
posible encontrar su redención, pese a tanta miseria.
El contenido de la carta que Lady lee, cuando los dos
enamorados se encuentran sentados, dándose la espalda
en lo alto de un promontorio, es bastante revelador. El
mensaje es claro: dejar ver el espíritu de un hombre aún
no contaminado por el “mal”. Ronald pareciera ser el Adán
aún no expulsado del paraíso, un ser bueno anterior a la
caída. Ronald se revela como un ser que no merece la pri-
vación del Edén, al menos del paraíso con el que el joven
venía fantaseando.

Me atrevo a escribirle porque siento que la conozco des-


de siempre. Yo no sabía por qué este barrio se llama El
Paraíso. Si tengo que enfrentar todos los días el mismo
tierrero que se levanta, sin que parezca que se vaya a
acabar nunca, y el miedo del mañana que no logran es-
pantarme los atardeceres. Pensaba que este era un paraí-
so distinto; no de esperanzas sino de desesperanzas, uno
del que todos se quieren ir, aunque la mayoría ya puede
irse solamente cuando se ha muerto, como el paraíso de
verdad, pero al revés. Entonces un día la vi; fue como si
una de las estrellas que a veces me sientan en la ventana
hubiera bajado en forma de uniforme de colegio por el
medio de la calle. Entonces comprendí, este es el paraíso
porque usted está aquí.

Sin embargo, la pesadilla se impuso. No hay albergue


para la felicidad. Las dichas de jóvenes como Ronald son
estados pasajeros, presentes en unos seres destinados

80
Martín Agudelo Ramírez

a ser olvidados definitivamente. El paraíso se esfumó: el


sueño del chico terminó siendo destruido por hacer parte
del grupo de los marginados. Ronald había “clasificado” fi-
nalmente; pudo pertenecer al grupo de “mano de obra” no
tan “cualificada” que era el que se buscaba en el negocio
de “vacantes”. De esta manera, el desenlace fatídico se va
anticipando con las palabras que, antes de su partida, ma-
nifiesta el personaje central de la historia. No hay espacio
para los proyectos, no es posible expresarlos. “Dicen que es
de mala suerte contar los proyectos en voz alta”. Aunque
Lady quiere que Ronald vuelva pronto porque desea ser
feliz esto ya no será posible.
El vaticinio lóbrego que Ronald albergaba, plasmado en
la carta final que le entrega a Lady, y que esta lee cuando
el joven sale de la ciudad, se cumplió. Los oscuros presa-
gios y la espera de destino desconocido se impondrán. Aun-
que Ronald quiera regresar y estar entre los brazos de su
amada no lo podrá hacer. El muchacho no tendrá derecho
a la felicidad. Haber pertenecido a un lugar perdido y sin
redención, sin presencia estatal, ha sido su gran tragedia.
Los sueños de Ronald no podrán ser realizados.
El averno finalmente tomó un paraíso vinculado con un
proyecto personal. Acciones imputables a agentes estatales
son responsables de esta desdicha. La decadencia se im-
puso y el futuro se cerró para un joven que, a partir de la
película, carga con la misma maldición que se cierne sobre
el barrio en el que vivía. El final del filme es dramático.
Ronald muere. El paraíso anhelado en la Tierra ha sido
sacrificado por la paranoia proveniente de unas huestes de
la muerte, sin que podamos justificar jamás lo que pasó. La
imagen de la mano del joven asesinado, cuando la abre y
deja ver su pequeña bicicleta con la bandera tricolor colom-
biana, es espeluznante.
Silencio en el paraíso expone un signo trágico de una
entidad significativa. El filme pone en suspenso la apues-

81
Cine y conflicto armado en Colombia

ta optimista por ese mundo mejor que ha estado presen-


te entre los modernos. Cobran actualidad las críticas que
se presentan en contra de quienes piensan que los nuevos
tiempos son mejores, celebrando el triunfo de la racionali-
dad instrumental. Tantos “horrores” han “hecho retroceder
y luego naufragar el optimismo resultante de la conjunción
del milenarismo tradicional y la filosofía del Siglo de las
Luces”2.
El paraíso parece perdido en medio de un mundo conde-
nado a la locura y en donde los “sueños del hombre” no son
más que una “ilusión”;3 no otra afirmación puede conside-
rarse a partir de la película de García cuando se expone la
infamia del alejamiento de una fantasía por culpa de una
artimaña.

2
Jean Delumeau, En busca del paraíso, México, Fondo de Cultura Económica,
2014, p. 163.
3
Ibíd., p. 159.

82
http://www.proimagenescolombia.com/secciones/cine_colombiano/peliculas_
colombianas/galeria_de_imagenes_peliculas.php?nt=1893
Capítulo VII

Según los niños “cualquier


hombre armado inspira terror”

Los colores de la montaña (Carlos Arbeláez, 2010) es un


texto fílmico excepcional en cuanto a sus imágenes. Su foto-
grafía tiene la fuerza suficiente para saber retratar lo que
es el miedo. La película muestra, de manera dramática, el
cerco que se cierne sobre unos rostros inocentes. Manuel,
Julián y Poca Luz, unos niños que viven en las montañas
de Antioquia, son los protagonistas de esta historia de des-
venturas. Los chicos aún no han sido desplazados por el
accionar violento de los grupos armados, pero la región ya
ha sido acorralada por la peste endémica de la violencia.
Cuando se hace una aproximación al conflicto armado
desde el cine se encuentra en la apuesta de Arbeláez un
testimonio invaluable. El filme sabe transmitir, con gran
inteligencia, el miedo, como bien lo explicita William Ospina
en su columna de El Espectador:

Una obra sobre la violencia sin la obviedad de la violen-


cia, la atrocidad narrada con los recursos del pudor y de
la sencillez, la evocación de cómo el mundo de los afectos,
de las amistades, de la solidaridad, va naufragando en la
trama insidiosa de las guerras, pero también la demos-
tración de que más poderoso que el odio es esta vocación
profunda de normalidad y de convivencia.
Sin discursos, sin proclamas, Los colores de la montaña
nos hace sentir, con el sencillo lenguaje de la cotidianidad

85
Cine y conflicto armado en Colombia

y en estos hermosos paisajes, que ninguna guerra hace


palidecer, cuán poderosos y perdurables son los senti-
mientos del común de la humanidad, cómo la guerra no
podrá destruir esa almendra de nobleza y de discreto he-
roísmo. El de ese padre que intenta resistirse a la inercia
de la enemistad, la de esa profesora solitaria que trata de
salvar la dignidad de su escuela. Pero Carlos César ha lo-
grado algo más profundo: no sólo crear para nosotros tres
personajes memorables por su sencillez y por su verdad,
tres amigos unidos por las pequeñas fiestas de la infan-
cia y separados por una adversidad que avanza como una
erosión por casas y almas, sino, sobre todo, en un país
donde la pobreza siempre fue asunto de caricaturas, esta
capacidad de mostrar la persistente humanidad de las
gentes humildes, esas víctimas de las largas violencias,
que sólo podrán cambiar su vida cuando comprendan fi-
nalmente la profunda dignidad que hay en ellas.
[…]
Lo que nos está diciendo es cuán humanos podemos ser
en cualquier circunstancia, cuán hechos de la sustancia
común de la humanidad; y es por ello, no porque somos
víctimas, sino porque somos miembros de una especie que
siempre supo aprender y prevalecer, es por eso que me-
recemos el final de estas guerras estúpidas y el comienzo
de un vivir más generoso y más pleno. Las circunstancias
que viven estos niños son anormales, pero ellos son nor-
males, son estremecedoramente humanos, como los niños
de Dickens o de Mark Twain, y esa nuez es más firme que
todos los poderes del mundo1.

Los niños de La Pradera no entienden bien lo que está


sucediendo en la zona. Día a día se reduce el número de
compañeros que asisten a la escuela, los adultos viven en

1
William Ospina, “Los colores de la montaña”, El Espectador, disponible en:
http://www.elespectador.com/opinion/los-colores-de-montana, consulta: 4
de octubre de 2015.

86
Martín Agudelo Ramírez

zozobra constante, los esfuerzos de la maestra por imponer


colores de esperanza se esfuman; en últimas, hay un aire
que enrarece el espacio en el que han habitado. Entretanto,
Manuel, Julián y Poca Luz juegan. Mantienen sus lazos
de amistad a través de sus experiencias lúdicas, y el balón
será un motivo más para fortalecer sus vínculos. Pero la
pelota se pierde en un campo minado; los niños la quieren
recuperar y el alto nivel de tensión es inevitable para to-
dos los espectadores que se encuentran en sus butacas por
primera vez visionando este espejo sobre el horror. Este es
el registro sobre el conflicto interno que Arbeláez entrega,
ilustrando muy bien en qué consiste esa atmósfera amena-
zante que proviene de una violencia aterradora que impon-
drá el desplazamiento. No puede esperarse otro final. Sólo
hay dos alternativas: salir de la región o morir en ella.
El desasosiego se apodera de niños que son víctimas
del conflicto armado. Los colores de la montaña describe
un antes del desplazamiento. Pero también encontramos el
testimonio del séptimo arte sobre las tragedias presentes
en los niños que han salido de sus regiones, con sus sueños
ya arrebatados. La guerrilla tiene una cuota de responsa-
bilidad enorme. Son cuantiosos los casos de reclutamientos
forzados de niños en las filas de los grupos insurgentes,
así como los de muertes y lesiones de menores de edad en
los campos minados. Películas como Pequeñas voces (Jai-
ro Carrillo, 2011) y Alias María (José Luis Rugeles, 2015)
muestran los efectos del daño causado en relación con ese
grupo vulnerable.
Pequeñas voces es un filme animado que muestra las
huellas del conflicto en los menores desplazados. Es “una
historia contada por los niños que viven la guerra, dibujada
por ellos […]”2. Sus protagonistas son Margarita, Pepito,
John y Juanito. Todos explican sus trágicas experiencias y

2
Pequeñas voces, Jairo Carrillo (dir.), Colombia, 2011.

87
Cine y conflicto armado en Colombia

qué los conduce a salir de una tierra en la que se sentían


bien. Los niños terminan viviendo en una ciudad que no les
gusta y en la que se siente bastante extraños. La tragedia
expuesta por uno de ellos, engañado por la guerrilla para
combatir en la selva, resulta impactante. Esa pequeña voz
es un testimonio dramático sobre la participación decisiva
de los grupos insurgentes en la sustitución de los sueños de
muchos niños por auténticas pesadillas.

Había muchos niños, como 36 o 37. El mayor tenía como


15 años y nos enseñaba tiro al blanco. Nos ponían a ca-
minar sobre troncos, para hacer equilibrio. Pero siempre
era alto. Y los que no podían pasar se lastimaban, y si se
lastimaban, los castigaban. Nos hacían madrugar entre
tres y cuatro de la mañana y explotaban bombas para
ver si estábamos atentos. En los entrenamientos nos po-
nían a saltar casi desde tres metros de altura. A los que
estaban bien lastimados los mataban, si no sálvese quien
pueda […] Yo estuve en un combate, pero tuve miedo de
apretar el gatillo ese día, me escondí detrás de un árbol
y todo el mundo disparaba menos yo. Entonces, un cabo
me encontró y me dijo que debía disparar o me mataba.
[…] Entre todos los pequeñitos hicimos un plan para es-
caparnos. Pero ellos mantenían un guardia toda la noche
como de 25 años. Cuando íbamos a salir mataron como a
cinco niños. Por suerte mi primo apareció. Y pude salir.
Yo estuve tres meses en la guerrilla.

Al niño se le prepara para matar. Se trata de una vícti-


ma obligada a consumar actos de victimario; el niño es pre-
sionado a que se convierta en un instrumento de terror. He
aquí una de las manifestaciones más degradadas del con-
flicto interno en Colombia. En la película de Jairo Carrillo
uno de los niños expresa que “cualquier hombre armado
inspira terror”. Las tinieblas desplazan las ilusiones y lo
único que queda es la desesperanza.

88
Martín Agudelo Ramírez

En Pequeñas voces los niños enseñan sobre la necesidad


de terminar con una larga pesadilla. Son las voces de los
niños las que interpelan, para igualmente decir “no más”.
Ellos quieren soñar, jugar y retornar a los sitios de donde
fueron desalojados; escucharlos es un paso obligado para
que se abra paso a la reconciliación.
El reclutamiento infantil es igualmente abordado en
Alias María. La película, rodada en la zona del Magdale-
na Medio, describe la tragedia de una niña de trece años
que es reclutada en la guerrilla, involucrándose como una
víctima más del conflicto armado. María se encuentra en
embarazo y pasa por un momento difícil en el que debe
resolver si tiene al bebé. Mientras define su dilema se le
encomienda la tarea de llevar a un recién nacido hasta el
sitio en el que se encuentra un comandante guerrillero de
la zona.
El cine sobre el reclutamiento de menores pone en evi-
dencia una de las facetas más brutales del conflicto interno
en Colombia. El séptimo arte enseña sobre la injusticia de
despojar a los niños de su inocencia, cubriendo la vida de
estos por la crueldad. Hay un espejo que nos muestra cómo
el ensueño infantil es suplido definitivamente por el terror.
El cine, de esta manera, visibiliza unos actos atroces que,
como lo confirman testimonios abundantes, no pueden con-
siderarse como casos de vinculaciones realizadas por vo-
luntad propia.

En ningún caso en el reclutamiento media la voluntad


de los niños y las niñas. El reclutamiento, en naturaleza,
se asimila en gran medida a los mecanismos usados por
las mafias dedicadas al tráfico de personas. Es un acto de
fuerza, facilitado por la vulnerabilidad social y económica
de los afectados, pero que, de ninguna manera, tendría
lugar sin la existencia de un conflicto armado, cuya vio-
lencia produce dinámicas que alienan todos los derechos

89
Cine y conflicto armado en Colombia

y las libertades de las comunidades sometidas y arrastra


consigo, especialmente, a los más vulnerables3.

El reclutamiento forzado de menores es un delito atroz,


sancionado por las normas del Derecho Internacional Hu-
manitario (DIH). En Colombia el tema sigue pendiente. Pe-
lículas como Pequeñas voces y Alias María muestran una
herida profunda que no es fácil sanar por las condiciones de
extrema vulnerabilidad en la que se encuentran los niños
en varias zonas marginadas del país. Estos filmes son re-
latos de una ignominia aún presente. Los niños terminan
asimilando vidas ajenas que no les corresponden, a través
de lecciones de terror y de destrucción de sus individuali-
dades. Los actores responsables de estas acciones buscan
“erradicar, por la vía del miedo y el trauma, la estructura
emocional de estos niños y niñas y subvertirla, suplantarla
por patrones antisociales”4.
El derecho de Ginebra prohíbe que grupos armados,
bajo ninguna circunstancia, recluten y utilicen en las hos-
tilidades a menores de dieciocho años. Sin embargo, la pro-
tección jurídica internacional de los niños aún no se hace
efectiva en Colombia. El tema sigue pendiente aunque se
hayan reconocido unos componentes mínimos para mar-
ginar a los menores de esa manifestación tan cruel de la
violencia, como se hizo con la sentencia C-240 de 2009 de
la Corte Constitucional. Tendrá que evaluarse sobre qué
puede hacer la justicia transicional para mitigar los efec-
tos nefastos generados por el infortunio del reclutamiento
forzoso de niños.

3
Natalia Springer, Como corderos entre lobos: del uso y reclutamiento de
niñas, niños y adolescentes en el marco del conflicto armado y la criminalidad
en Colombia, Bogotá, Springer Consulting Services, 2012, p. 31.
4 Ibíd., p. 40.

90
http://www.proimagenescolombia.com/secciones/cine_colombiano/peliculas_
colombianas/galeria_de_imagenes_peliculas.php?nt=2118
Conclusión

Lo malo no es vivir soñando, lo malo es dejar de soñar


(Nazly Jiménez, víctima sobreviviente,
taller organizado por Natalia Botero)

El cine sobre el conflicto armado en Colombia ha mostrado


el horror. Encontramos un escenario que posibilita recor-
dar y pensar, aunque no es fácil hacerlo cuando hay un
estigma que sigue presente en una “gente sin historia”, tal
como lo describe García Márquez. Los colombianos están
llamados a superar esta terrible maldición, rompiendo las
ataduras de la indiferencia y la profunda soledad. “[…] en
esa patria que no escogí por mi voluntad sino que me la
dieron hecha como usted la ha visto que es como ha sido
desde siempre con este sentimiento de irrealidad, con este
olor a mierda, con esta gente sin historia que no cree más
que en la vida, ésta es la patria que me impusieron sin pre-
guntarme, padre […]”1.
El olor a mierda no puede ser excusa para marginarnos
y desentendernos del conflicto. Los hedores de la violen-
cia son bastante desagradables, pero tenemos que aceptar
nuestras responsabilidades. El conflicto no puede asumir-
se como si fuera algo extraño para cada uno de nosotros.

1
G. García Márquez, El otoño del patriarca, op. cit., p. 167.

93
Cine y conflicto armado en Colombia

¿En dónde hemos estado durante los distintos episodios de


una tragedia que enluta al pueblo? ¿Por qué hemos sido tan
indiferentes? “Visitar” el cine de los últimos quince años
sobre el conflicto armado en Colombia es una oportunidad
valiosa para evaluar la degradación y la miseria causadas
por las distintas manifestaciones de la violencia, pero tam-
bién es un momento para abrirle paso a la memoria.
El cine nos ilustra sobre todos los actores del conflicto
armado (guerrilla, paramilitares y el Estado a través de
varios agentes) y los crímenes cometidos (desplazamiento
interno, secuestros, genocidios, reclutamientos indebidos,
falsos positivos, etc.). Heridas profundas han sido mostra-
das en diferentes filmes. Está bien que ese diagnóstico se
haga ya que es ineluctable que no se borre el pasado de un
“plumazo”, como producto de nuestras decisiones2. En últi-
mas, habrá de emprenderse un embate en contra de senten-
cias o decretos que resultan imperdonables cuando se trata
de memorar, y que fácilmente se comprenden desde esos
personajes caricaturescos como el alcalde de la película La
deuda (Nicolás Buenaventura y Manuel Álvarez, 1997). Es
absurdo que se ordene olvidar. También habrá que descon-
fiar del sinsentido proveniente de cualquier historia con-
feccionada por discursos de poder que pretenden hacer de
la mentira una regla, para que no se generen los cambios
requeridos en una sociedad decente. Por esto, habrá que
reconocer una historia que, siguiendo a García Márquez,
fue haciendo “la mentira más cómoda que la duda, más útil
que el amor, más perdurable que la vida”3.
El cine es una oportunidad única para desnudar nuestra
vergüenza. Sin embargo, como sucede con todas las artes,
no es tarea fácil representar algo que ha provocado tanto
dolor como el conflicto colombiano. Resulta titánico el es-
fuerzo que emprende el artista para registrar en su memoria

2
Ibíd., p. 182.
3
Ibíd., p. 284.

94
Martín Agudelo Ramírez

los silencios que produce el conflicto, los ruidos apocalípti-


cos que en los múltiples combates se generan por parte de
los actores armados implicados, los olores de putrefacción
provenientes de la muerte que se esparce por todas partes.
Se trata de una labor compleja que plantea numerosos di-
lemas, de los cuales no puede escapar un director o realiza-
dor en el campo del séptimo arte. Por ejemplo, apropiándo-
nos de los cuestionamientos de Pablo Montoya, a través de
Bry, pintor grabador y uno de los personajes protagónicos
de Tríptico de la infamia, resulta pertinente parafrasear e
indagar por esos límites en los siguientes términos: “¿Cómo
aproximar los derramamientos de sangre a nuestro diario
vivir y hacer que ellos vulneren nuestra comodidad? […].
La realidad siempre será más atroz y más sublime que sus
diversas formas de mostrarnos”4.
No obstante, la pantalla se nos presenta como un espejo
a través del cual resuena la miseria convertida en terror.
Es inevitable que sentados en una butaca nos sintamos an-
gustiados por nuestra indolencia. Asimismo, es posible que
el cine aporte para que hagamos un esfuerzo por memorar
sobre lo sucedido, sin que importe que “el futuro, como un
equilibrista que está pendiente de la cuerda en que anda y
de la vara que ayuda a sostenerse” esté siempre “mirando
con temor y reverencia”5. Como se ha venido destacando,
sólo la memoria se constituye en un momento decisivo para
reconciliar a una sociedad tan fracturada como la colombia-
na. Sin apostar por una absurda victimización se requiere
de una memoria colectiva que permita que la sociedad civil
se comprometa, para que la víctima se encuentre en ella,
con el correspondiente reconocimiento histórico que se me-
rece6. He aquí una posibilidad habilitante para reivindicar

4
P. Montoya, op. cit., p. 278.
5
Ibíd., p. 279.
6
Manuel Reyes Mate, Justicia de las víctimas. Terrorismo, memoria, recon-
ciliación, Barcelona, Anthropos, 2008.

95
Cine y conflicto armado en Colombia

a la víctima y para contrarrestar el averno presente por


tantos años en Colombia, en la historia de un “[…] país
magullado y herido que, sin embargo, anhela curarse, que
debe hacerlo para volver a estar de pie, porque la historia
es aún corta y el futuro no da tregua”7.
A partir del cine es posible encontrar una herramienta
efectiva de inserción en el ámbito de la acción, que contri-
buya a nuestro propio reconocimiento. Una vez la pantalla
visibiliza se hace inevitable cuestionar por la insensibilidad
que ha carcomido a una sociedad que no ha reconocido una
Colombia invisible profundamente desgarrada, una Colom-
bia en la que en muchas ocasiones la víctima ha sido con-
ducida a una especie de metamorfosis kafkiana. La víctima
se convierte en una especie de “bicho” excluido por el “asco”
producido en medio de la indolencia. En estas condiciones
hay que decir “no más”. Actuar, el paso siguiente, resulta
ser mucho más complejo, en atención a los numerosos obs-
táculos provenientes de una dirigencia no comprometida y
apoyada, en buena parte, por una sociedad civil indiferente.
El cine, el de ficción y el documental, es una pieza inva-
luable para emprender ese camino alternativo de diagnósti-
co y de búsqueda de soluciones. Es bueno que se haga cine
sobre el conflicto armado interno; los filmes son una herra-
mienta invaluable de enseñanza para el reconocimiento his-
tórico. De ahí la importancia de que el cine contribuya con el
deber de memoria, evitando que la víctima sea desconocida.
Este asunto ya supone incursionar en la acción, lo que a
su vez implica apostar por la construcción de paz para así
“exigir e imaginar un nuevo país”, como lo expone Gamboa8.
Ahora bien, centrados en la memoria, hallamos en esta
una ocasión valiosa para liberar las cargas impuestas por
un nihilismo presente en las sociedades contemporáneas.

7
S. Gamboa, op. cit., p. 218.
8
Ibíd., p. 219.

96
Martín Agudelo Ramírez

Para esto, como lo entiende Reyes Mate, habrá de enten-


derse que la memoria es “el supuesto que permite a la razón
ser razonable”, por lo que se tendrá que “anclar el pensar
en el pensar mismo” y “proponer una estructura anamnéti-
ca de la razón”9. Es este un paso obligado para que también
puedan construirse espacios de reconciliación10 que son ne-
cesarios en la justicia transicional.
La memoria histórica es el mejor antídoto contra el olvido.
Macondo tendrá que reconocerse en medio de sus espectros
y en Colombia habrá de adoptarse esta dirección como una
regla de conducta, si se quiere que una sociedad más decen-
te emerja. Por esto, se aplaude el esfuerzo hecho por direc-
tores, productores, realizadores y actores involucrados en
el séptimo arte. Todos ellos realizan un testimonio valioso
para que nuestros muertos sean por fin reconocidos. Sólo
así se le podrá dar cabida a una nación más incluyente;
lo que supone, “[…] por doloroso que sea, de empezar a le-
vantar nuestra bonita alfombra vegetal, poco a poco, para
que esos millares de huesos que están ahí vayan diciendo
quiénes son, quiénes fueron. Para que hablen. La reconci-
liación será definitiva cuando los huesos de huesos de este
país dejen de ser huérfanos […]”11. La sociedad civil tiene
que comprometerse en este proceso, y el cine puede apor-
tar en ese sentido. Se trata de reconstruir, comunicando lo
que sucedió, pese a tantas fracturas existentes, sin que se
imponga el olvido de los victimarios. Resulta muy oportuno
citar, sobre esa memoria histórica, lo expuesto por Reyes
Mate, quien a partir de la obra de García Márquez sostiene:

9
M. Reyes Mate, Tratado de la injusticia, op. cit., p. 205
10
A propósito, siguiendo a Paul Ricoeur, resulta decisivo afrontar los dilemas
que plantea la relación entre ofensa, confesión y perdón. Se comprende que
la reconciliación deberá agrupar víctimas y no víctimas, todas articuladas
en una sociedad civil que debe recomponerse de las fracturas manifiestas,
gracias a la generosidad de sus integrantes. Cfr. Paul Ricoeur, La memoria,
la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
11
S. Gamboa, op. cit., p. 220.

97
Cine y conflicto armado en Colombia

Cien años de soledad, una historia fratricida de luchas y


violencia. La solución a sus males estriba en recobrar la
memoria, reconciliarse con su pasado, averiguar su ori-
gen, igual que el Edipo griego y el Moisés judío. Como su-
cedió con Edipo y con Moisés, la estirpe de los Buendía tie-
ne que averiguar su origen para evitar la catástrofe. Este
regreso al origen perdido o raptado, es decir, olvidado, es
necesario para curarse y para conjurar la fatalidad12.

A partir de García Márquez, un clásico desde el que siem-


pre resultará posible interpelarnos, urge que nos pregunte-
mos cuándo podrá anunciarse “la buena nueva de que el
tiempo incompatible de la eternidad” ha “terminado”13. Para
esto habrá que registrar los distintos testimonios sobre in-
humanidad, para saber qué hacer. El cine facilita este pro-
ceso, siendo inexcusable afrontar la prueba; de lo contrario
las heridas provocadas por la violencia seguirán presentes.
El cine es un material valioso para testificar sobre un
conflicto endémico que ha degradado a los actores involu-
crados. También es una herramienta importante de reco-
nocimiento para superar los hilos de un poder, decrépito y
anacrónico, que no ha contribuido en la solución del conflic-
to. Una película intimista de la profundidad de La sombra
del caminante (Ciro Guerra, 2004) es una muestra de lo
importante que es hacer este tipo de ejercicios; las voces del
lisiado y del silletero nos interpelan en un filme en el que
resulta posible visitar “[…] la conciencia de los personajes,
confundida con la reconstrucción histórica de su propio pa-
sado, para llegar finalmente a la posibilidad constructiva
de una intimidad compartida”14.
El arte permite reconstruir memoria, y el cine como ma-
nifestación artística lo hace. Se comprende lo afirmado por

12
M. Reyes Mate, Tratado de la injusticia, op. cit., p. 259.
13
G. García Márquez, El otoño del patriarca, op. cit., p. 286.
14
G. Pérez La Rotta, op. cit., p. 225.

98
Martín Agudelo Ramírez

José Luis Rugeles, director de Alias María: “El cine debe


aportar a que se construya la memoria del conflicto”. Hay
toda una encrucijada en la que el séptimo arte sigue co-
brando un protagonismo notorio. El cine es el gran espejo
de nuestra cobardía. A partir de él, es posible establecer
puentes, como el del mensaje contenido en Si esto es un
hombre (¡Ecce Homo!). Con seguridad, el trabajo emprendi-
do de manera juiciosa por numerosos directores ha permi-
tido identificar distintos personajes que representan a esos
seres degradados, como son los referidos por Primo Levi.
¿Si esto es un hombre? ¿Qué sucedió con Raúl, Porfirio,
Alicia, Mañe, el silletero, Marina, Jairo, Ronald, Manuel,
Juanito, John, María, entre otros? Las voces de todos estos
personajes, y también sus “silencios”, continuarán retum-
bando en nuestros oídos. Estas víctimas son seres despoja-
dos de su humanidad, por cuenta de un conflicto absurdo
que hizo de ellos unos espectros. Seguirán deambulando
entre nosotros para que no olvidemos. Aún no sabemos a
dónde van. “¿A dónde van?”, “¿A dónde van las huellas que
atrás quedaron?”, “¿A dónde van las pisadas perseguidas
por el dolor?”. Habrá que recordar, como lo enseñó con gran
maestría Levi, sólo sobre esa base habrá perdón y recon-
ciliación, lo que ya supone una inestimable apuesta ética.
Que la manifestación de un sobreviviente del holocausto
siga interpelando en un país con una aterradora tendencia
a la sin memoria. No vaya a suceder que por la inobservan-
cia de la exhortación de Levi15, por no pensar en lo que ha
sucedido, se siga la maldición anticipada por el inolvidable
escritor: que nuestra casa se derrumbe, que la enfermedad
nos imposibilite y que nuestros descendientes nos vuelvan
el rostro, por no memorar que el horror se hizo presente
y que la indiferencia impidió reconocerlo. No otro destino
trágico puede esperarse en una sociedad en la que la víctima

15
Primo Levi, Si esto es un hombre, Barcelona, El Aleph, 2011.

99
Cine y conflicto armado en Colombia

sobreviviente, convertida en una sombra, se siente tan


muerta como todos aquellos a quienes su vida ha sido su-
primida por el actuar de los violentos, como lo enseña una
de las voces de La sombra del caminante. Nos referimos a
las palabras de un desarraigado que, al compararse con los
abatidos, expone: “al fin de cuentas lo que uno sabe es que
están muertos, hermano, como yo”.

100
Bibliografía

Abad Faciolince, Héctor, El olvido que seremos, Bogotá, Planeta,


2006.
Agudelo Ramírez, Martín, Cine y derechos humanos: una aventu-
ra fílmica, Medellín, Fondo Editorial Unaula, 2015.
Arenas Amorocho, Héctor y Antonio Girón Serrano, Gotas que
agrietan la roca, Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 2014.
“¡Bojayá está en mi memoria!”, Vimeo, disponible en: https://vi-
meo.com/41423895, consulta: 3 de octubre de 2015.
Cabanillas, Miguel, “‘Pequeñas voces’: el conflicto colombiano,
en dibujos animados”, El Espectador, disponible en: http://
www.elespectador.com/entretenimiento/agenda/cine/peque-
nas-voces-el-conflicto-colombiano-dibujos-animados-articu-
lo-222823, consulta: 21 de junio de 2015.
Centro de Memoria Histórica, Basta ya: Colombia, memorias
de guerra y dignidad, Bogotá, Centro de Memoria Histórica,
2013.
Delumeau, Jean, En busca del paraíso, México, Fondo de Cultura
Económica, 2010 [2014].
Frankl, Viktor E., El hombre en busca de sentido, Barcelona, Her-
der, 1979.
García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, Bogotá, Real
Academia de la Lengua Española, 1967 [2007].
————, El otoño del patriarca, Bogotá, Norma, 1975 [2008].

101
Cine y conflicto armado en Colombia

Gamboa, Santiago, La guerra y la paz, Bogotá, Debate, 2014.


Human Rights Watch, “El rol de los altos mandos en falsos positi-
vos: evidencias de responsabilidad de generales y coroneles del
ejército colombiano por ejecuciones de civiles”, disponible en:
http://www.hrw.org/es/news/2015/06/24/colombia-altos-
mandos-militares-vinculados-con-ejecuciones-extrajudiciales,
consulta: 28 de junio de 2015.
Koessl, Manfredo, Violencia y habitus: paramilitarismo en Co-
lombia, Bogotá, Siglo Editores, 2015.
La Biblia, Madrid, Cristiandad, 1975.
Levi, Primo, Si esto es un hombre, Barcelona, El Aleph, 1947
[2011].
—————, Vivir para contar: escribir tras Auschwitz, Barcelona,
Alpha Decay, 1986 [2010].
Mendoza, Mario, La locura de nuestro tiempo, Bogotá, Planeta,
2013.
Montoya, Pablo, Tríptico de la infamia, Bogotá, Random House,
2014.
Neira, Armando, “¿Cómo fue la tragedia de Bojayá?”, Revista Se-
mana, disponible en: http://www.semana.com/nacion/arti-
culo/como-fue-la-tragedia-de-bojaya/50635-3, consulta: 26 de
junio de 2015.
Osorio, Oswaldo, Realidad y cine colombiano: 1990-2009, Mede-
llín, Universidad de Antioquia, 2010.
Ospina, William, Pa que se acabe la vaina, Bogotá, Planeta, 2013.
————, “Los colores de la montaña”, El Espectador, disponi-
ble en: http://www.elespectador.com/opinion/los-colores-de-
montana, consulta: 4 de octubre de 2015.
Pérez La Rotta, Guillermo, Cine colombiano: estética, moderni-
dad y cultura, Popayán, Universidad del Cauca, 2013.
Reyes Mate, Manuel, Justicia de las víctimas. Terrorismo, memo-
ria, reconciliación, Barcelona, Anthropos, 2008.

102
Martín Agudelo Ramírez

————, Tratado de la injusticia, Barcelona, Anthropos, 2011.


Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica, 2000 [2004].
Safranski, Rüdiger, El mal o el drama de la libertad, Buenos Ai-
res, Tusquets, 1997 [2014].
Springer, Natalia, Como corderos entre lobos: del uso y recluta-
miento de niñas, niños y adolescentes en el marco del conflicto
armado y la criminalidad en Colombia, Bogotá, Springer Con-
sulting Services, 2012.
Vásquez, Juan Gabriel, El arte de la distorsión, Bogotá, Alfagua-
ra, 2009.
Voltaire, Cándido o el optimismo, Madrid, Alianza Editorial,
1756 [1974].

103
Filmografía

Canaguaro, Dunav Kuzmanich (dir.), Colombia, 1979.


Ajuste de cuentas, Dunav Kuzmanich (guión), Colombia, 1983.
Cóndores no entierran todos los días, Francisco Norden (dir.),
Colombia, 1983.
Rodrigo D. no futuro, Víctor Gaviria (dir.), Colombia, 1990.
Edipo alcalde, Jorge Alí Triana (dir.), Colombia, 1996.
La deuda, Nicolás Buenaventura y Manuel Álvarez (dirs.),
Colombia, 1997.
La vendedora de rosas, Víctor Gaviria (dir.), Colombia, 1998.
Como el gato y el ratón, Rodrigo Triana (dir.), Colombia, 2002.
Primera noche, Luis Alberto Restrepo (dir.), Colombia, 2003.
La sombra del caminante, Ciro Guerra (dir.), Colombia, 2004.
Heridas, Roberto Flores Prieto (dir.), Colombia, 2006.
PVC-1 Spiros Stathoulopoulos (dir.), Colombia, 2007.
La pasión de Gabriel, Luis Alberto Restrepo (dir.), Colombia,
2009.
Bojayá: la guerra sin límites, Memoria Histórica (realizador),
documental, Colombia, 2010.
La sociedad del semáforo, Rubén Mendoza (dir.), Colombia, 2010.
Los colores de la montaña, Carlos Arbeláez (dir.), Colombia, 2010.

105
Cine y conflicto armado en Colombia

Retratos en un mar de mentiras, Carlos Gaviria (dir.), Colombia,


2010.
Impunity, Hollman Morris y Juan José Lozano (dirs.), Colombia,
2011.
Pequeñas voces, Jairo Carrillo (dir.), Colombia, 2011.
Porfirio, Alejandro Landes (dir.), Colombia, 2011.
Postales colombianas, Ricardo Coral Dorado (dir.), Colombia,
2011.
Silencio en el paraíso, Colbert García (dir.), Colombia, 2011.
Todos tus muertos, Carlos Moreno (dir.), Colombia, 2011.
El páramo, Jaime Osorio Márquez (dir.), España, Argentina, Co-
lombia, 2012.
La Sirga, William Vega (dir.), Colombia, Francia, México, Con-
travía Films, 2012.
Allá, desplazados en la gran ciudad, César Romero y Natalia Za-
pata (realizadores), documental, Colombia, 2013.
No hubo tiempo para la tristeza, Centro Nacional de Memoria
Histórica (realizador), documental, Colombia, 2013.
Ruta natural, Andrés Huertas (autor), cortometraje, Colombia,
2014.
Alias María, José Luis Rugeles (dir.), Colombia, 2015.
Carta a una sombra, Daniela Abad y Miguel Salazar (realizado-
res), documental, Colombia, 2015.
Conversación con Dios; un regalo a Bojayá, María Cecilia Aponte
(autora), cortometraje, Colombia, 2015.
Violencia Jorge Forero (dir.), Colombia, 2015.

106
Cine y ConfliCto armado en Colombia
se terminó de imprimir en marzo de 2016
Para su elaboración se utilizó papel Propalibros beige 70 g
en páginas interiores y Propalcote 250 g en carátula.
Fuente tipográfica: Century Schoolbook 10.5 pt

Potrebbero piacerti anche