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LA IGLESIA TRAICIONADA-EL SACERDOCIO DE JUDAS-CAPITULO PRIMERO-

Contiene este libro, por un lado, un retrato duro pero veraz, del Cardenal Jorge Mario Bergoglio.
El autor no vacila en calificarlo como un pastor infiel a la Iglesia Católica. Mas llega a tan
categórica conclusión con argumentos fundados y solventes, tomados en su totalidad del mismo
itinerario del obispo, de su actuación pública llena de gravísimas heterodoxias, de sus
declaraciones y conductas nutridas de errores y duplicidades, y de funestas contemporizaciones
con los enemigos de la Fe Verdadera.

Son muchos los motivos -y se verán en estas páginas- por los cuales el Cardenal Bergoglio puede
y debe ser acusado de constituirse en un antitestimonio activo de la Realeza de Jesucristo.

Pero la obra no se reduce a la descripción de éste u otros personajes análogos. Va más allá, y a
partir de lo que tales sujetos representan o encaman, emprende un análisis de la actual situación
de la Iglesia, sobre cuya crisis han dicho palabras terminantes y severas voces tan autorizadas
como las de los últimos Pontífices. El Cardenal Ratzinger, por ejemplo, en el Via Crucis de 2005,
poco antes de ser ungido como Benedicto XVI, sostuvo que la Barca «hace aguas por todas
partes». Bueno sería entonces que todo el ímpetu se volcara a su rescate.

El diagnóstico aquí emprendido de esta penosa enfermedad eclesial, está hecho con sobradas
pruebas y nutridas informaciones. Pero sobre todo, está hecho con el dolor un bautizado fiel, y la
esperanza de quien cree firmemente que, por el honor de la Verdad, merece librarse el mejor de
los combates.

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"Os he escrito por carta, que no os juntéis con los for¬nicarios de este mundo, o con los avaros, o
con los la¬drones, o con los idólatras [...] Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que,
llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón;
con el tal ni aun comáis. Porque ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fue¬ra? ¿No
juzgáis vosotros a los que están dentro? Por¬que a los que están fuera, Dios juzgará. ¡Quitad,
pues, a ese perverso de entre vosotros!"

San Pablo, I Corintios 5, 9-13

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LA IGLESIA TRAICIONADA

EL SACERDOCIO DE JUDAS
Capítulo Primero

DE LA IGLESIA CLANDESTINA A LA IGLESIA INFIEL

TRAS LAS HUELLAS DE LOS TESTIGOS:

Cuando en 1970 Carlos Alberto Sacheri publicaba La Iglesia Clandestina, casi al inicio de ese
memorable escrito asentaba con palabras del Crisóstomo una sentencia que acertadamente
juzgó "unánime entre los Santos Padres". La tal sentencia nos recuerda: "Digo y protesto que
dividir a la Iglesia no es menor mal que caer en herejía".

De allí en más -y quien haya leído atentamente esta obra ya clásica podrá corroborarlo- las
páginas valientes y luminosas de Sacheri, se prodigan en fundadas denuncias, en examinadas
acusaciones y en legítimas protestas contra quienes ajenos a la ortodoxia católica, se dedican a
asediar a la Iglesia desde adentro, corroyendo sus cimientos bajo las apariencias de ser sus
servidores o puntales. No detuvo su necesaria y doliente vivisección si de prominentes y
extraviados prelados se trataba. Mucho menos ante los clérigos revolucionarios, objeto de los
favores de ese mundo por el que Cristo no oró (Jn. 18, 36).

Y si no tuvo respetos humanos ni carnales prudencias -sabiendo los riesgos que de tal conducta
podrían seguirse y se siguieron- fue, porque amén de la gracia que lo asistía, consideraba con
exacta visión sobrenatural, que la acción emprendida por estos personeros de la clandestinidad
eclesiástica, era literalmente demoníaca. Lo dejó dicho con una sentencia de San Cipriano,
tomada de su De Catholicae Eclesiasté Unitate: "Más peligroso y alarmante es el enemigo que,
bajo las apariencias de una falsa paz, repta con ocultos designios, y por tal proceder ha merecido
el nombre de Serpiente".

Nada de amarillismo periodístico contiene su formidable apostrofe. Nada de superficiales


diagnósticos o de fenomenológicas perspectivas. Mucho menos ese cobarde y pedante
anonimato tras el que se esconden hoy ciertos adalides informáticos de las recriminaciones a la
crisis eclesial. Dio la cara, la voz y el nombre para atestiguar que la Verdad es una sola y que,
ocupen los cargos que ocuparen, quienes la niegan, tergiversan u ofenden, merecen el único e
inamovible mote de herejes.

Desde este pórtico a su propio libro hasta su martirio, Carlos Alberto Sacheri siguió declarando
que la finalidad de sus denuncias no era otra que la de prestar un servicio a esa venerable
Verdad, procurando acabar con la horrenda confusión que escandaliza a tantos fieles, y
"reafirmar la unidad de Fe y de Caridad en la Iglesia argentina". Como todo lo que hizo en su
vida, este testigo privilegiado de la Cruz, lo hizo pensando también en su patria terrena.

Tras las huellas de tan noble paradigma, que ratificó con su sangre cuanto proclamaba desde los
tejados, siempre nos será legítimo y recomendable a los católicos argentinos, tratar de obrar del
modo como él obró, salvando -lo sabemos- las insalvables distancias.

Siempre será legítimo, reiteramos, señalar por amor a Jesucristo, a los responsables del insidioso
asedio, a los nuevos verdugos de Su pasión, a los salteadores reptantes de la Barca, a los arteros
agresores de la Esposa, tanto más peligrosos si han alcanzado la condición de Pastores. O como
en el caso que nos ocupa, si se trata del Cardenal Primado de la Iglesia en la Argentina, Jorge
Mario Bergoglio.

En España, hacia el año 1998, bajo el sello editorial de Fuerza Nueva, lo tuvo que hacer otro
caballero sin miedo y sin tacha, dedicando un libro entero a responder cada una de las
barrabasadas del Cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Hablamos, claro está, de Don Blas Pinar y
de su "Réplica al Cardenal Tarancón".

También él principia su libro con una aclaración imprescindible: "Es extremadamente doloroso
ocuparse de lo que [ha dicho y hecho] alguien al que, por razón de su ministerio, conviene la alta
calificación de "maestro". Pero cuando el maestro, no obstante su dignidad y si responsabilidad
como docente, ha sembrado el confusionismo ideológico y el relativismo moral [...] no queda
otro recurso que tomar la pluma y dejar constancia de la Verdad".

Sabedor de los efectos que su reacción habría de provocar, mas incentivado por sobrenaturales
motivos, declaró para su consuelo y el nuestro, que emprendería la denuncia teniendo como
divisa lo que enseñara San Gregorio Magno en sus Homilías sobre los Evangelios: "Es una
ganancia sufrir desprecios por amor a la Verdad".

Sin mengua de los innúmeros y calificados testigos de la tradición nos ofrece en tan delicada
materias estos modelos contemporáneos de católica y legítima reacción a la herejía y a los
heresiarcas, queremos encolumnarnos. Porque próximos a nosotros, nos dan la prueba de que la
lucidez y el coraje, aún hoy son posibles.

Pero a pesar de la diafanidad del propósito, un par de clarificaciones se imponen.

LA OBLIGACIÓN DE HABLAR:

La primera es que los males que estamos desenmascarando -el de los pastores devenidos en
lobos, el de los religiosos convertidos en mercenarios, el de la abominación de la desolación, y el
de la Casa de Dios demudada en madriguera- están previstos y enunciados explícitamente en las
Sagradas Escrituras, y advertidos de modo específico por Jesucristo. Asombrarse es desconocer
la trama de la Revelación. Cerrar los ojos es ocultar el sentido parusíaco de los tiempos. Callar es
flojedad de ánimo y fuga del compromiso militante. Pero acusar de desubicado o de soberbio al
simple fiel que se atreve a llamar a los inicuos por sus nombres y sus fechorías es,
redondamente, un acto de pura ruindad.

Ese fiel no está haciendo otra cosa más que cumplir con su deber, exponiéndose para ello a
padecer de los estultos, de los ciegos y de los pusilánimes, ese desprecio al que aludíamos antes
con el apotegma de San Gregorio.

Hemos aprendido con el Cardenal Newman que, a los simples fieles, precisamente en razón de
su nombre -que de fidelitas proviene- les corresponde una ineludible obligación, y tanto más en
tiempos de desventuras: "si saben de qué hablan, que hablen". El mutismo -cuando la
conculcación de la Verdad está en juego- es complicidad con el pecado, si no pecado mismo de
omisión.

El gran converso inglés, aludiendo expresamente y a modo de ejemplo, al papel desempeñado


por los laicos en la batalla contra el arrianismo, mientras la Jerarquía claudicaba, no trepidó en
llamar heroica a esa conducta laical aguerrida y lúcida. Porque si hay un lamento constante que
recorre la Biblia es el comportamiento del Pastor desleal y felón. Y si hay un encomio que
igualmente la traspasa, es para el varón justo que puede blasonar sin destemplanza: "Mi boca
dice la Verdad, pues aborrezco los labios impíos" (Prov. 8, 7).

Le debemos a Don Marcelino Menéndez y Pelayo un vivido relato histórico que ayudará a
comprender más concretamente estos conceptos, acaso algo distantes para algunos. Lo narra en
el volumen V, capítulo IX del libro IV de su inimitable Historia de los heterodoxos españoles.

Sucedió en pleno siglo XVI, cuando el canónigo Constantino Ponce de la Fuente, entonces
designado Predicador de Carlos V, incurrió públicamente en enseñanzas contrarias a la Fe y en
no pocas inconductas. "Constantino era de sangre judaica" -aclara Don Marcelino- "y esquivaba,
además, el examen público, temeroso de que se descubriese su herejía".

Todo un personaje encumbrado, el hombre. él parecían sonreír las lisonjas temporales y las
adulaciones del común. "Pero aconteció un día que al salir de un sermón de Constantino el
magnífico caballero Pedro Megía, veinticuatro de Sevilla [...] católico rancio y a macha martillo,
dijo en alta voz, y de suerte que todos le oyeren: '¡Vive Dios, que no es esta doctrina buena, ni es
esto lo que nos enseñaron nuestros padres!'. Causó gran extrañeza esta frase, e hizo reparar a
muchos, por ser de persona tan respetada en Sevilla. Y como por el mismo tiempo hubiera
venido a Sevilla San Francisco de Borja, y repetido al oír otro sermón de Constantino, aquel verso
de Virgilio: 'Aut aliquis latet error: equo ne credite, Teucrí', perdieron algunos el miedo y
arrojáronse a decir en público que Constantino era hereje".

Por si hiciera falta glosar texto tan transparente y edificante, digamos que el ejemplo de Don
Pedro Megía es el que debe guiarnos en todo momento y lugar. " Gesto de un laico vigoroso, con
su Catecismo bien sabido; pero con el agregado fundamental de que un santo ratificó su pública
denuncia.

Porque ese es otro de los rodeos que suelen utilizar los impugnadores de quienes nos hemos
impuesto la carga de incriminar a la jerarquía traidora: aceptar que en pasados tiempos así lo
hicieron los santos, y que no caben reproches para ellos; pero que al no ser santos al presente
carecemos de autoridad para hablar. ¡Cómo si quienes hablaron en su momento -demandando,
inculpando e imprecando- lo hubieran hecho en tanto estatuas beatas colocadas sobre un ara,
con fecha en el Santoral para su veneración pública! ¡Cómo si Catalina o Atanasio, o Sofronio o
Norberto hubieran salido a pelear contra las autoridades eclesiásticas desviadas, no desde sus
respectivas vidas cotidianas, sino escapados de la hagiografía de algún devocionario sulpiciano!
¡Cómo si el camino de santidad que ellos recorrieron, no hubiera estado empedrado por la
fortaleza con que tuvieron que lidiar contra los pérfidos! Y cómo si, en el peor de los casos,
nuestra inexistente santidad demostrara, cual silogismo inexorable que, entonces, lo que
decimos es mendaz. San Pablo se consideraba un aborto, pero estando en juego la integridad de
la Fe, dice de la máxima jerarquía con la que tuvo que lidiar: "Le resistí cara a cara, porque
merecía represión" (Gal.2,11). Ventas, a cuoqumque dicitur, a Deo est. ¿Tanto cuesta recordarlo?

Digamos, al fin, para coronar esta primera aclaración, que fue el mismo Mons. Bergoglio, en
carta particular que nos remitiera el 14 de octubre de 1992, el que nos proporcionó un sólido
argumento para animarnos a esta reacción contra los pastores embusteros. Expresa la misiva en
su más saliente fragmento: "San Cesáreo de Arles decía que los fieles tienen que ser -para con el
obispo- lo que el ternero a la vaca: así como el ternero le hociquea la ubre para que descienda la
leche, así los fieles deben golpear, hociquear, al obispo para que les dé la leche de la divina
sabiduría. Tenía razón el santo obispo. Y a mi humilde entender, la mejor ayuda que un obispo
puede tener de sus fieles es que no lo dejen tranquilo".

San Cesáreo, magnífico monje del siglo V, llegó a ser Obispo de su ciudad, sin olvidar ni
abandonar sus elevadas reglas monásticas. Y cuando le tocó defender su ciudad natal, asediada
por los francos, no le tembló el pulso para desbaratar las maniobras arteras de de los judíos,
dispuestos a cooperar con el poderoso invasor. Sirvió, pues, a Dios y a la Patria.

Está clarísimo entonces -y búsquese el ejemplo que mayor convenga- que la obligación de hablar
a tiempo y a destiempo es obrar virtuoso. Porque la obediencia está al servicio de la Fe, y nadie
puede acatar sin protestas a una autoridad eclesiástica cuya defección de la ortodoxia se ha
vuelto evidente e injuriante.

El Padre Castellani, con el inefable gracejo que lo distinguía, lo explicó en dos trazos con su
anécdota sobre el Padre Cobos, inserta en su libro San Agustín y Nosotros. Érase una vez "un
predicador gallego que hizo un panegírico de San Agustín en la Catedral de Santiago, en una misa
solemne; y le fue muy mal. Porque explicaba las virtudes de San Agustín, su castidad, su pobreza,
su valentía, su sabiduría, su espíritu de trabajo; y después de cada párrafo se volvía hacia el
trono donde estaba encapotado y con su gran mitra y báculo el Obispo, y decía: «¡Aquéllos sí
que eran Obispos, Excelentísimo Señor, aquéllos sí que eran Obispos». Lo hicieron bajar; pero en
España todavía hoy, para referirse a una indirecta que es demasiado directa se la llama «una
indirecta del Padre Cobos»".

No tenemos miedo a que nos hagan bajar. No tememos tampoco la vacua acusación de rebeldía.
Pero sí nos atemoriza perder el cielo por la flojera de no pronunciar el ineludible "sí, sí; no, no".

LA RESPONSABILIDAD DEL PAPA:

Una segunda aclaración queda pendiente, y hemos de hacerla.

Ocurre que así como están los que critican a los testigos cuando se atreven a desmistificar a los
falsarios, están también los maximalistas, los que piden siempre dar un paso más extremo,
acusando concretamente al Papa de estos malos operarios; sea de prohijarlos, de no castigarlos
a tiempo, o de no apartarlos del cuidado de la grey. Según algunos de ellos, mientras no se
declare que la Sede está vacante, o que el Concilio Vaticano II en bloque debe ser arrojado al
fuego, toda protesta nuestra es incoherente e incompleta.

No creemos contarnos entre los defensores de la llamada "Iglesia Conciliar", de cuyos graves
perjuicios y funestísimos corolarios hemos podido dar razones abundantes en nuestro módico
ejercicio de la docencia durante las últimas tres décadas. Por si no hubiera otro ejemplo que
citar, la lectura atenta de los cuatro volúmenes del Padre Bernardo Monsegú, titulados "El
Posconcilio", editados en Madrid a partir del año 1975, por la Editorial Roca Viva, nos han
servido de fundado antídoto para carecer de cualquier optimismo sobre los pregonados frutos
del Vaticano II. No; decididamente, no nos parecen frutos benéficos, ni salvíficos ni
regeneradores.

Tampoco nos alinearíamos entre los apologistas sin matices de los textos del Concilio, pues bien
nos consta que en algunos de ellos, como Nostra Aetate o Dignitatis humanae, están presentes
-de mínima- la riesgosa anfibología, y de máxima, la confusión doctrinal lisa y llana. Ni la luz
invicta de Nicea, ni la univocidad indestructible del Syllábus, ni el éxtasis de Efeso, ni la
reciedumbre de Trento, informaron las páginas pastorales de los documentos del Vaticano II.

Pero no podría decirse que, necesariamente, todo mal obispo es un fruto del Concilio Vaticano
II; hasta debería sostenerse con ecuanimidad que si se leen atentamente las páginas del capitulo
III de la Lumen Gentium sobre la Constitución Jerárquica de la Iglesia, no es aquí donde podrán
justificar sus tropelías los mercenarios. Antes bien las encontrarán reprobadas en la línea de la
tradición de- la Iglesia. Porque algún día habrá que decir también todo lo que el Concilio
Vaticano II refrendó de la Iglesia de Siempre, y fue dejado de lado insensata y aviesamente, con
culpas graves para quienes así lo permitieron.
Tampoco creemos contarnos entre aquellos que San Francisco de Sales llamara "los cortesanos
del Papa", o simplemente ridículos papólatras. Cuando creímos necesario hacer oír nuestra filial
perplejidad y doliente estupor, ante enseñanzas o actitudes de los últimos pontífices, lo hicimos.
El Señor sabe con qué dolor)(con qué responsabilidad y con qué respeto. Pero lo hicimos. La silla
petrina, lo sabemos, no está libre de culpas.

Mientras escribimos estas líneas, por ejemplo, ha visto la luz en España, bajo el sello editorial
Ojeda, un libro colectivo titulado "El obispo Williamson y el otro negacionismo". Contiene dos
capítulos de nuestra autoría en los que objetamos la explícita y nefasta judaización a la que se ha
llegado en Roma, refrendada y alentada lamentablemente por el mismo Santo Padre
actualmente reinante. Y hemos sentido pesadumbre cuando en el n° 52 de la revista Diálogo, del
año 2010, el Padre Muñoz Iturrieta, del Instituto del Verbo Encarnado, reseñando sin acuidad
suficiente una obra de Rubén Calderón Bouchet, llamó a Juan Pablo II "el Papa más grande que
ha tenido la Iglesia después de San Pedro". Esto es desproporcionada papolatría, cortesanismo
pontificio y temeridad de juicio. Con nada de esto nos sentimos identificados. Como bien dice
Federico Mihura Seeber en el capítulo V de su De Prophetia, -publicado por Gladius en 2010- si
para algo sirve el dogma de la infalibilidad pontificia, es para saber, precisamente, cuándo y
cómo debemos obedecer al Papa; y no para concluir en que deben ser idolatrados todos sus
dichos.

Mas cabe aquí la misma reflexión que en el acápite anterior. Si se lee la Exhortación Apostólica
Pastores gregis, de Juan Pablo II, fechada el 16 de octubre de 2003, o la Induite Dominum lesum
Christum, de 1982, o la Instrucción Donum Veritatis, de la Sagrada Congregación para la Doctrina
de la Fe, de 1990, no se puede decir, sin pecar gravemente contra la justicia, que el modelo de
obispo que el Santo Padre propiciara guarda alguna relación con el Cardenal Bergoglio. Por el
contrario, en esos bellos textos pontificios, todos cuantos como Bergoglio actúan -¡y son tantos!-
encuentran su repudio y su expresa desaprobación.

Del mismo modo, hemos leído con profundo gozo, el libro de Benedicto XVI, Los Padres de la
Iglesia, que contiene las catequesis de los días miércoles del 2008, pronunciadas en Roma por el
Vicario de Cristo. Los arquetipos de pastores que aquí propone el Papa, los paradigmas de
jerarquías eclesiales, los dechados de obispos, son hombres singulares y magníficos,
antagonistas de esta clerecía inaudita que hoy padecemos y denunciamos con fuerza.

San Cirilo de Alejandría, San Hilario de Poitiers, San Cromacio de Aquileya, San Paulino de Ñola,
están en las antípodas de los innúmeros bergoglios que hoy pueblan nuestras diócesis. ¡Qué
nuevo y confortador regalo nos vuelve a hacer la Patrología, a través de Benedicto XVI y sus
oportunas exégesis de aquellos inigualables Padres!

Tiene lógica, lo admitimos, quejarse de la debilidad de gobierno de uno o más pontificados por
no segregar a los lobos y hasta por nominal los en sus respectivos cargos. Tiene lógica, por cierto
elevar quejas y reproches filiales hacia el Papa, por no obrar en consecuencia con la recta
doctrina propiciada, castigando a los desertores con enérgicas medidas. Y también logicidad
posee, quien aplique al caso que nos ocupa la proverbial consigna de Ovidio: Video rneliora
proboque, deteriora sequor. El Papa ve el bien que debe encarnar un obispo, ¿por qué lo tolera,
mantiene, encumbra o guarda impune su cargo si ese obispo se manifiesta como conjunción de
males y de yerros? La lenidad nunca es atributo que beneficie a la Autoridad.

Mucho menos a la autoridad del Papa.

Pero a la hora de evaluar la responsabilidad de Roma en el mantenimiento de estos clérigos


descarnados, no debe omitirse que, por encima de las supuestas o reales fragilidades de quien
los unge, está la traición de los ungidos, que tampoco guarda necesaria correspondencia con la
responsabilidad del Santo Padre. Al mismo Paulo VI le escuchamos decir, el 28 de enero de 1976,
que existía "la traición del clero" y que "los traidores se sentaban a su mesa".

Es el eterno drama del que nos habla la Primera Carta de San Juan (2,18-19): "Ellos salieron de
entre nosotros mismos, aunque realmente no eran de los nuestros. Si hubieran sido de los
nuestros se habrían quedado con nosotros. Al salir ellos, vimos claramente que no todos los que
están dentro de nosotros son de los nuestros". Esos "ellos" aludidos, son llamados "anticristos"
en el mismo texto. Acaso convenga aplicar aquí los versos de Sor Juana para descifrar el
entuerto: "¿Y quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga?".

La solución, al menos en teoría, parece sencilla. El Santo Padre no debería ni nombrar ni


conservar en sus cargos episcopales a reconocidos malaventurados. Debería castigarlos con todo
el peso de su báculo y segregarlos de la grey. Pero los perjuros no deberían cargar sobre los
hombros ya bastante llagados del Pontífice, el peso de su abisal infidelidad. Si la balanza ha de
tener dos platillos, que los tenga. Si ambos fallan, que se procure la enmienda cuanto antes, con
energía y caridad. Pero nadie nos convencerá de que para desenmascarar a los pastores canallas,
necesaria, forzosa e ineluctablemente tenemos que echar las culpas al Papa. Porque Cristo no
tuvo la culpa de la artera apostasía de Judas. Y el mismo Cristo lo incorporó primero a la decena
fundante del Cenáculo, llamándolo "uno de vosotros" (Mt 26,21; Me 14,18). Que cada quien
cargue sus propias culpas, y más le lluevan a quienes tienen potestad para el remedio pero
aplican la enfermedad como regla.

Es difícil que puedan establecer estas diferencias y estos matices ciertas almas toscas, para las
cuales, como decimos, todo se reduce y se explica estableciendo que a partir de Pío XII, la
calamidad irredimible se apoderó de la Iglesia. Y que, por ende, todo se resolvería con un simple
giro cronológico y lineal.

El Beato Francisco Pallau -una vida carmelitana y española al servicio de las virtudes cristianas en
su obra Mis relaciones con la Iglesia, no vacila en descubrir las infidelidades y miserias de la
Esposa, que fueron muchas -¡y en pleno siglo XIX!-, pero tampoco vacila en decirle místicamente
a la Amada: "dispon de mi vida, de mi salud, de mi reposo, y de cuanto soy y tengo".
Lo que queremos decir, ya sin rodeos, es que nunca le será legitimo a un católico criticar a su
Madre y a su Padre, si no lo hace movido por amor extremo sino por pugilatos rencorosos. Dios
nos permita de lo primero y nos libre de lo segundo.

BERGOGLIO: PRIMADO DE PÉRGAMO, CARDENAL DE LAODICEA:

Aclaraciones sostenidas, hemos de decir del mismo modo que si escribimos este
pronunciamiento es porque a pesar de los apocados y de los maximalistas con sus respectivos
aguijones, está tambien la enorme cantidad de amigos -sacerdotes y laicos que nos alientan a
proclamar la verdad completa, a proseguir vengando agravios y desfaciendo entuerlos, por
decirlo al modo quijotesco.

No estamos solos en este mester de clerecía, si así pudiera llamárselo; pero bien quisiéramos
que muchos de los tantos que empujan silentemente, se decidieran alguna vez a levantar el
tono, a crispar el puño y mostrar la cara, amén de solidarizarse en la privacidad del diálogo
fraterno. Al fin de cuentas, es de Jesucristo el consejo aquél: "cobrad animo y levantad la
cabeza" (Le. 21, 25).

Pero brota precisamente de ese intercambio amical de ánimos y bríos, la pregunta acerca del
por qué ocuparse tanto en estas páginas de Monseñor Bergoglio, cuando en rigor él no es más
que uno en su especie, y una repetición casi clonada de otros tantos de análoga o peor y triste
laya.

El planteo ha de servir para una nueva aclaración. En la Argentina de las últimas décadas
-dejemos ahora, por un momento, la crisis de la Iglesia Universal y los análisis de larguísima
data- no han abundado los obispos sobresalientes. Tendríamos un haz de nombres memorables
para encomiar, pero no han sido la regla.

Al día de hoy -ya acotando el diagnóstico- los pastores de la patria parecen cortados todos por la
misma tijera. Está de más decir que lo antedicho contiene una generalización abusiva, a fuerza
de didáctica; y está de más decir que existen entre aquellos diferencias de talantes y talentos
que sería injustificado omitir. Pero la malsana uniformización de los obispos existe, los identifica,
los engloba, los embardurna, y ella toma las formas trágicas de varios y despreciables
denominadores comunes. Enunciemos algunos sin ánimo de exhaustividad.

Todos son políticamente correctos, concibiendo a la política en términos modernos y


revolucionarios. El programa de la Contrarrevolución ha periclitado en sus enseñanzas. Declarar
la perversión ingénita del sistema democrático, no existe siquiera como conjetura en el
pensamiento único que los domina.
Reclamar la Reyecía Social de Jesucristo, les resulta una ofensa a su concepción pluralista de las
modernas sociedades.

Todos practican o aceptan con absoluta naturalidad el sincretismo plurireligioso, convencidos de


que el Catolicismo es una opción más en paridad de ofertas para conformar al creyente. El
axioma de que la Verdad tiene todos los derechos y el error ninguno tiene, ha desaparecido en el
horizonte de sus magisterios.

Todos tienen un temor servil a los poderes mundanos, y la contemporización o alianza con ellos
es moneda corriente, querida y buscada. Los grandes y endemoniados enemigos de la
Cristiandad, el Judaismo y la Masonería, resultan ahora cordiales compañeros de rutas, cuyas
recíprocas y frecuentes visitas a los respectivos templos son exhibidas como la máxima prueba
de madurez religiosa. El combate contra la Sinagoga de Satanás no ocupa papel alguno en sus
idearios. La herejía judeo-cristiana es un hecho dramáticamente consumado.

Todos son medrosos ante la aborrecible tiranía liberal-marxista que hunde a la nación.
Consideran legítimas a las autoridades gubernativas en vigencia, y si alguna objeción
circunstancial les deslizan, se insiste en dejar a salvo la permanencia de las instituciones
democráticas. El deber de movilizarse contra un poder despótico que todo lo subvierte
-considerando incluso la posibilidad de que tal movilización pueda y deba tomar las formas
heroicas de las grandes contiendas, como la guerra cristera- no tiene la menor cabida en sus
predicaciones. Mencionárselo tan sólo, puede hacerlos sobresaltar de pánico.

Todos han adquirido una cosmovisión inmanentista y horizontalista que, además de


reconciliarlos con el mundo y su Príncipe, les facilita el irenismo que desean practicar para no ser
tildados de arcaicos discriminadores. El esfuerzo misionero por sacar al judío de su deicidio, al
ateo de su condena, al protestante de su herejía, al agnóstico de su confusión, a los evangelistas
de su estupidez y a los cultores de falsísimos credos de sus miserias, no tiene carta de ciudadanía
en el país plural en que han decidido cómodamente vivir. No hay hipótesis de conflictos con los
adversarios seculares de la Verdad. Hay solidaridad, diálogo, consenso, inclusión y fluidas cuanto
amables relaciones.

No hay sapiencialiedad substancial en sus homilías o documentos públicos; ni un lenguaje


inequívoco y varonil, ni excomuniones a los malvados contumaces, ni perspectivas
genuinamente sobrenaturales que pudieran lanzar gozosamente a los fieles al arrojo del buen
combate. La guerra semántica los ha derrotado. Son exponentes del bustrofedismo, como ya lo
explicamos alguna vez tomando prestado un valioso término de Romano Amerio en su Iota
Unum. Zigzaguean, ondulan, oscilan, van en busca casi desenfrenada de la elipsis, de la
ambigüedad y del circunloquio. Huyen de las palabras irrevocables, que se sostienen con el
cuerpo y con la sangre. Definir y condenar son verbos que ya no se conjugan. Excepto, claro,
cuando tienen que referirse a nosotros, los perros.

Todos son de cultura teológica escasa, de insuficiente anclaje en la Filosofía Perenne, de


formación manualística ajena a los grandes textos nutricios del viejo tronco de la Tradición; y de
un prosaísmo verbal o escrito que ha renunciado a contemplar y a acercarse a Dios bajo el
nombre de Belleza Suprema. En la liturgia populachera con guturalidades y ondulaciones, se
sienten a sus anchas. Prefieren administrar el Orden Sagrado en estadios deportivos sudorosos
antes que en las grandes basílicas amanecidas de cirios. Entre la juventud adocenada, masificada
y sin recta doctrina, encuentran sus interlocutores válidos. El pulchrum no suele habitar en el
género homilético que habitualmente practican.

Todos son, al fin, huérfanos ignorantes y miedosos de la necesaria visión parusíaca de los
tiempos. No hay Anticristo, ni Segunda Venida, ni necesidad de penitencia y de conversión, ni
batalla postrimera entre la Mujer y el Dragón. Los males de la sociedad -algunos nunca vistos
antes, de tan prostituyentes y demoledores- se explican sociológicamente, y la sensata
convicción de que Dios castiga, y al que hay que cesar de ultrajar para detener su santa ira, sería
tomada por una amenaza inadmisible a los derechos del hombre. Si Cristo no vuelve, no
necesitamos a los veraces profetas de las calamidades postrimeras y de la verdadera esperanza
que Su Regreso justiciero contiene. Nos basta con un Cristo tierno y dulzón, cuyo látigo lanzado
en ardiente volea contra los malditos mercaderes, ha sido trocado por el signo de la paz
intraterrena y naturalista.

Pues bien; estos y tantos otros comunes denominadores de la apostasía, homogeneizan hoy al
grueso de nuestros pastores. ¿Por qué, entonces, Bergoglio, decíamos antes?

Por nada personal, quede en claro de una vez. Por ninguna cuestión privada pendiente,
disipemos ya esta inverosímil versión. Ni siquiera por el valor simbólico del que goza hoy su
figura en amplios sectores del catolicismo mistongo e indocto.

Simplemente por el motivo que todos conocen, y es su condición de Cardenal Primado de la


Argentina y Arzobispo de Buenos Aires, que es la capital de la Nación.

Bergoglio está hoy en el lugar de la cabeza, del eje, de la conducción, del norte impuesto a la
Barca en estas ásperas y desangeladas orillas argentas; y está incluso en esa nómina potencial de
papabiles que gustan elaborar los que no creen en el Espíritu Santo.

En carácter de tal, sin embargo, no trepida en incurrir en todos y en cada uno de esos nefastos
denominadores comunes que hemos señalado. Sin excluir escandalosos y provocativos gestos,
como el connubio con rabinos favorabes a la sodomía, el homenaje a uno de los capellanes de
Montoneros, Padre Mujica; la pleitesía a una mutual sionista de explícito y agresivo itinerario
anticristiano y antiargentino, o la entrega del premio Juntos Educar, el 8 de septiembre de 2006,
a un personero del mundialismo masónico, como Bernardo Klisberg, a un dirigente socialista
como Norberto La Porta, o a un ideólogo vinculado al Instituto Nacional contra la Discriminación,
la Xenofobia y el Racismo (INADI) -esto es, a la principal usina local de la cultura de la muerte-
como Carlos Eróles, acompañado para tal ocasión de un convicto y confeso judeo-marxista como
Daniel Filmus, entonces Ministro de Educación. Sin olvidarnos, antes bien subrayándolo, de
aquella patochada tragicómica de hacerse bendecir e imponer las manos públicamente por una
comparsa de evangélicos, carismáticos y pentecostalistas, como sucedió en junio del año 2006,
en el Luna Park, a la vista de todos.

Que un descendiente de los Apóstoles en quien se supone mora la plenitud del Espíritu
Santificante y el poder de comunicarlo; que un Príncipe de la Iglesia cuya gracia de estado no
necesita complementos exotéricos y espurios, se rebaje impíamente a aceptar esta ceremonia
como si a su estado sacramental faltara algo, no comete sólo una parodia plurireligiosa sino un
claro y condenable sacrilegio.

De allí la pregunta y la respuesta consiguiente contenida en este acápite. ¿De qué Iglesia es
Arzobispo y Primado Jorge Mario Bergoglio?

De la Iglesia de Pérgamo, de la que dice el Apocalipsis que "ha abrazado la doctrina de Balaam,
el que enseñaba a Balac a dar escándalo a los hijos de Israel, para que comiesen de los sacrificios
de los ídolos y cometiesen fornicación" (Apo.II, 14). Fornicación -glosa con maestría Monseñor
Straubinger-"aplicada aquí en sentido religioso, como fornicación espiritual, que es con los
poderosos de la tierra; es decir, a la que vive en infiel maridaje con el mundo, olvidando su
destino celestial y la fugacidad de su tránsito por la peregrinación de este siglo".

Volvemos al interrogante anterior: ¿qué Iglesia preside Monseñor Bergoglio?. La Iglesia de


Laodicea, la de mayor negritud y pecado que describe el mismo Apocalipsis de San Juan.
"Conozco tus obras; no eres ni frío ni hirviente. ¡Ojalá fueras frío o hirviente! Así, porque eres
tibio, y ni hirviente ni frío, voy a vomitarte de mi boca" (Apo. III, 15).

Fue Pío XII, en la Summi Pontificatus (n° 4), el que sostuvo que estas durísimas admoniciones del
Apocalipsis podrían aplicarse a nuestra época, con su "vacío interior tan crecido y su indigencia
espiritual tan íntima". Por lo demás, ya sabe el lector advertido, que exégetas de valía han hecho
similar aplicabilidad de Laodicea a la presente y patente Iglesia, en la que el humo de Satanás
parece haber entrado en ella, según célebre confesión del mismo Paulo VI.

Y no deberíamos desechar tampoco -en orden a inteligir mejor lo que estamos diciendo- que en
el memorable y dramático guión para el Via Crucis del año 2005, elaborado por el Cardenal
Ratzinger poco antes de su elevación al trono de Pedro, dirigió su plegaria al Altísimo, diciendo:
"Señor, a menudo tu Iglesia, nos parece un barco que está por hundirse, un barco que hace
aguas por todas partes". Estremecido por tamaña declaración, Monseñor Brunero Gherardini, en
su Concilio Ecuménico Vaticano II. Un discorso da fare, creyó conveniente acotar que, hasta el
mismo Juan Pablo II, "no obstante todo su optimismo conciliar" (sic), había constatado "un
estado de apostasía silenciosa" recorriendo los meandros de la Esposa de Cristo.

Si Bergoglio no ha perdido aún enteramente su mirada sobrenatural, (él mismo la predicó alguna
vez, en el año 1978, en sus Meditaciones para religiosos, hablando de quien ejerce la autoridad
como "un hombre ad aedificationem") lejos de encolerizarse por esta adscripción que le
hacemos a las Iglesias de Pérgamo y de Laodicea, debería hallar en los mismos textos revelados
el camino a seguir.
En efecto, a la Iglesia de Pérgamo, Dios le dice: "Arrepiéntete, pues que si no vengo a ti presto, y
pelearé contra ellos con la espada de mi boca" (Apo. II, 16). Y más tarde a la de Laodicea: "Ten,
pues, ardor y conviértete. Mira que estoy a la puerta y golpeo (Apo. III, 19-20). No somos
nosotros, simples laicos de a pie y carentes del más mínimo poder temporal, quien se lo
decimos. Es Nuestro Señor Jesucristo, ante cuyo altar, alguna vez, juró fidelidad eterna como
soldado de la Compañía de Jesús.

LA SOMBRA DE JUDAS:

Dicen que el nombre de Iscariote admite distintos significados. Desde el que aludiría a su pueblo
de origen, Keriot, hasta al que maneja la sica o sicario. Sin embargo, es generalizada la versión,
según la cual, el ya universal y temible apodo procede de una raíz hebreo-aramea que se traduce
redondamente corno "el que iba a entregarlo". Y eso hizo con Nuestro Señor.

"Los Evangelios nos permiten entrever su indigna catadura. Gesta y ejecuta la traición en dos
momentos tenebrosos. Cuando concuerda con los enemigos el precio de la entrega (Mt 26, 14-
16); y cuando lo besa a Jesús en Getsemaní para señalárselo así a sus crudelísimos captores.
Giotto captó el instante, y en su pintura maestra, la boca del entregador tiene un rictus
atrabiliario que estremece.

La explicación de su aborrecible felonía también ha dado lugar a ciertas conjeturas entre los
legos. Incluso, como se sabe, ciertas sectas gnósticas lo han reivindicado en el pasado remoto, y
hoy ese neognosticismo, bien que abaratado y mostrenco, se permite expresarse a través de
obras literarias o cinematográficas que rozan lo blasfemo. Sin ir más lejos, en 1944, Borges
publica su cuento Tres versiones de Judas, en el cual, por vía de eruditos juegos de ficciones,
termina admitiendo que el Mesías se habría encarnado en el Iscariote. Aterra pensar que de este
escritor, y de su amistad con él, hace admirativa referencia el Cardenal Bergoglio en su libro El
Jesuíta (p. 57), que luego analizaremos.

Pero más allá de las hermenéuticas desencaminadas, hijas de la malicia, del torpor o de esa
inclinación insensata a declarar al mal como una opción romántica, la fuente más confiable para
medir la abdicación de Judas ha sido y sigue siendo el Nuevo Testamento; y en él no quedan
rastros de dudas sobre el por qué del inconcebible móvil. "El diablo había entrado en su
corazón", dice San Juan (Jn. 13,2). "Satanás entro en Judas", reitera San Lucas (Le. 22,3); y otra
vez San Juan: "Jesús les respondió: ¿No os he elegido yo a vosotros los doce? Y uno de vosotros
es un diablo" (Jn. 6, 70-71).

Estamos, pues, ante un temible misterio luciferino, sólo cabalmente inteligible sub specie
aetemitatis. Porque, en el fondo, todo pecado mortal es un misterio, y cuánto más éste que
acabó con los días temporales de Jesucristo, habiendo sido la misma Víctima -que todo lo sabía-
quien lo invitó a seguirlo y acompañarlo. Está claro, no obstante, que la mistagogía real o
presuntiva de su traición no borra su culpa ni atempera la sordidez de su infidelidad.

Que Judas se arrepiente y se ahorca, también está en el Evangelio. "Acosado por el


remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: 'Pequé entregando sangre inocente' " (Mt.27, 3-4). Y a renglón seguido: "luego se alejó
para ahorcarse" (Mt. 27, 5). Orígenes extrañamente suponía que Judas se había ahorcado para
buscar a Cristo en el otro mundo y pedirle perdón. (In Matt., tract. xxxv).

A San Pedro, sin embargo, le debemos el conocimiento de otro dato que podría modificar
levemente el final del Iscariote. "Habiendo comprado [Judas] un campo con el precio de su
iniquidad, cayó de cabeza., se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. Y la cosa
llegó a conocimiento de todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó
Haceldama, es decir, campo de sangre". (Hechos, 1, 16-20).

Quienes se han ocupado de concordar sendos textos, han blandido la hipótesis de que la soga
con la que el traidor buscaba su propio castigo, no aguantó el peso de su cuerpo, y quebrándose
produjo su caída, y su caída el reventón fatal que derramó sus entrañas sobre una tierra
adquirida al precio de la iniquidad.

Detalles más o menos -que al sentido esencial de la historia no logran modificar- lo que aquí
queremos decir, es que la sombra de Judas se sigue cerniendo sobre el Tabernáculo, sigue
acosando al Redentor, sigue dando rondas y fintas serpenteadas, idénticas a las que dio Luzbel
alrededor de aquel árbol inaugural del Paraíso. Y esa sombra monstruosa ha terminado por
constituirse en La Iglesia de Judas, como la llamó magistralmente Bernard Fay en su obra
homónima, L'Eglise de Judas, publicada tempranamente, en 1970.

Si hay, pues, una Iglesia de Judas, sus pastores han de tener los rasgos de quien la fundó. Esos
rasgos, como hemos visto, aparecen con toda nitidez en las páginas neo testamentarias. Y nos
muestran a un alma dominada por el espíritu inmundo.

Pero ha sido Paul Claudel, en su incisiva obra Autodefensa de Judas y de Pilotos, quien agregó a
su perfil unos caracteres que conviene tener en cuenta al momento de aplicar cuanto decimos a
la actual situación. En la versión claudeliana, en efecto, el Iscariote es un racionalista, con "un
apetito de lógica"; un admirador de los fariseos, de quienes dice que "el orden público, el buen
sentido, la moderación, estaban de su parte"; es un protokantiano que para justificar el fin de
toda heteronomía -empezando por la que se asienta en el Nomos Dívino-sostiene sin más que
"se debe obrar siempre de manera tal que la fórmula de tu acto pueda ser erigida en máxima
universal"; y es, además, un rabioso pluralista. Porque "en la Cruz" -se queja- "no hay más que
dos direcciones secamente indicadas, el bien o el mal. Esto le basta a los espíritus simples. Pero
el árbol que nosotros colonizamos nunca se acaba de darle la vuelta. Sus ramas, indefinidamente
ramificadas, abren en todas direcciones las posibilidades más atrayentes:

filosofía, filología, sociología".


Puede verse ahora, con visibilidad mayúscula, a qué modelo de pensar y de obrar responden los
obispos de la "Iglesia de Judas".

Pero hubo otro retratista del tránsfuga cuya perspicacia para la captación de sus miserias no
queremos desatender. Se trata de Giovanni Papini, quien en su Historia de Cristo dice del
renegado entregador: "Jesús no fue solamente traicionado, sino vendido: traicionado por dinero,
vendido a vil precio, cambiado por moneda circulante. Fue objeto de intercambio, mercadería
pagada y entregada. Judas, el hombre de la bolsa, el cajero, no se presentó solamente como
delator, no se ofreció como sicario, sino como negociante, como vendedor de sangre. Los judíos,
que entendían de sangre, cotidianos degolladores y descuartizadores de víctimas, carniceros del
Altísimo, fueron los primeros y los últimos clientes de Judas".

Fariseo, racionalista, pluralista, políticamente correcto y en maridaje con los judíos mediante
tramoyas indignas: he aquí, ya más completa, la fisonomía del pastor de la iglesia de Judas. A la
que bien podría agregarse, la que con su habitual finura elabora Romano Guardini, en el capítulo
primero del volumen segundo de su obra El Señor. Judas, dice Guardini, no pudo soportar "a
cada instante la pureza sobrehumana de Jesucristo. Esa disposición de víctima, esa voluntad de
sacrificarse por los hombres. Ya es muy difícil soportar la grandeza de un hombre cuando se es
pequeño. Pero ¿y cuando se trata de grandeza religiosa, de grandeza divina, de sacrificio, de la
grandeza del Redentor? Si no hay una fe inmensa y un amor perfecto que nos induzca a aceptar a
este santo excelso como norma y punto de partida, su presencia ha de envenenar forzosamente
el alma".

Entonces sobreviene el estólido perjurio, a pesar o por lo mismo de ser uno de los Doce. Porque
"este puesto está para caída y levantamiento de muchos" (Lc.II,34).

Lo que Guardini resalta en el felón, en suma, es la incurable pusilanimidad, vicio opuesto y


adversario de la virtud de la magnanimidad. El pusilánime -su misma etimología lo asienta- tiene
el alma invadida por la parvidad, la bajeza y una ruindad ominosa que lo hace preferir el
beneficio al sacrificio, el acomodo al desafío, la contemporización a la lid.

Entre nosotros, ha sido Alberto Caturelli quien ha terminado de echar lumbre sobre esta
angustiante aunque vital cuestión de la sombra de Judas. En el capítulo XV de la segunda edición
de su obra, La Iglesia Católica y las catacumbas de hoy, publicada por Gladius en el año 2006,
analiza con su habitual hondura metafísica lo que bien da en llamar "El Iscariotismo en la Iglesia
y en él mundo".

Para Caturelli las palabras traición y tradición tienen una raíz común, aunque un destino
fatalmente inverso. Porque mientras la segunda exige la existencia de un sujeto o de una
comunidad fiel, la primera implica la existencia del traidor que es, justamente, el que obra lo
antitético: "no cuidar, no trasmitir fielmente, quebrar la lealtad o fidelidad al depósito recibido".
El Iscariote -prosigue Caturelli- "no anuncia el acontecimiento de la Palabra Encarnada y
Sacrificada en la Cruz, [pues] frecuentemente es tributario de pseudos maestros. [...] No quiere
confrontaciones ni recios testimonios, sino compromisos equívocos, 'ponderados' y 'prudentes',
que le permitan seguir viviendo en 'paz' con el mundo. No le preocupa traer las ovejas perdidas
a la Casa del Padre, sino trasquilar sus ovejas, hacer de ellas obsecuentes cortesanos y
desempeñar hasta el fin su papel de mercenario entregado al mundo [...] Ha sustituido el
compromiso con Cristo por la 'ética del discurso' que se funda en el 'consenso' [en la "cultura del
encuentro", agregaríamos nosotros]. En fin, "los Iscariotes de la Iglesia y del mundo no se
atreven a oponerse a las mayorías. Ante la posibilidad del heroico testimonio, se limitan a
preguntar al mundo: 'qué me dais, y yo os lo entregaré' (Mt, 26,15)"

Tengan mucho cuidado nuestros pastores; tenga especial cuidado Monseñor Bergoglio, si la
fisonomía aquí dibujada del Iscariote se les acerca

peligrosamente a la realidad de sus propias vidas.

Sin embargo, algo conclusivo querernos sumar a esta meditación sobre el sacerdocio de Judas.

No es en el Campo de Haceldama donde esperamos ver concluir las carreras de estos ministros
del Iscariote. Es en el campo del honor, conversos y arrepentidos, obedeciendo con temor de
Dios lo que Dios les advirtió con verbo tronitonante y flamígero en las páginas del Apocalipsis.

No es suspensos de un horcón donde anhelamos su final terreno. Es en el Sagrario, limpios de


genuina metanoia, de expiación y de mortificaciones abundantes y regeneradoras; celebrando
nuevamente la Santa Misa en la intacta magnificencia de su tradicional liturgia.

No es devolviendo las treinta monedas como mejor quisiéramos imaginar el desenlace de sus
contriciones. Sino no habiéndolas aceptado nunca jamás, y acaudillando en una carga final,
rosario en puño, al rebaño maltrecho, hacia el frescor vivificante de los pastos del Cordero.
Imitando a aquellos pastores guardianes y celosos, varoniles y osados. Como Martín de Finojosa,
obispo de Sigüenza, fraile cisterciense verdaderamente austero y humilde, de quien mereció que
se escribiera: "Fue modelo del clero, luz de la patria, dechado de costumbres, doctor de la
Verdad, norma para los buenos, azote para los culpables, luz de los pontífices".

No es, por último, repitiendo bellaquerías y guarangadas como quisiéramos escucharlos hablar.
Sino siguiendo aquel sabio remedio de ese otro abad del Cister medieval, Isaac de Stella, quien
este buen consejo nos daba y repetimos: "Lo suficiente es fácil decirlo. El gozo, el amor, la
delectación, la visión, la luz, la gloria, es lo que Dios exige de nosotros, aquello para lo cual Dios
nos hizo. El orden y la religión verdadera es hacer aquello para lo cual fuimos hechos.
Contemplemos lo que es la belleza suprema, luchemos vehementemente contra lo que se opone
a ello. Todas nuestras actividades, el trabajo como el reposo, la palabra como el silencio, estén
encaminados a este fin. Lo que no está encaminado a él, lo que no hacemos por el fin para el
cual fuimos hechos por Dios, haciendo coincidir la razón y la intención de su obra y de la nuestra,
no es una virtud y no merece recompensa".

Este es el desenlace que nuestra caridad desea, y por el cual rezamos cada día.
Si no está en la voluntad de los malos pastores convertirse y enmendar sus culpas, que se
cumpla en ellos la sentencia de San Gregorio, asentada en su Regla Pastoral: "Los prelados deben
saber que son dignos de tantas muertes, cuantos ejemplos de perdición transmiten a los
subditos". Pero si está en la voluntad de Dios darnos obispos santos, corajudos y sabios, ha de
llenarnos de sobrenatural esperanza el relato contenido en el capítulo primero de los Hechos de
los Apóstoles.

Allí, San Pedro, constituido ya en el primer Pontífice, tiene que proceder al reemplazo de Judas
Iscariote, pues tras su muerte el puesto estaba fatalmente vacante. La alocución petrina trasunta
misericordia e indulgencia hacia el desventurado Judas. Pero trasunta también una firmeza
inspirada; y citando al Salterio exhorta reciamente: "Que su campamento quede desierto y no
haya nadie que lo habite. Que otro ocupe su cargo"

(Hechos 1, 20).

Ambas cosas pide y hace Pedro. Y de esa decisión, tras encomendarse al Señor, "que conoces los
corazones de todos" (Hechos 1, 24), es elegido Matías, el que habría de compensar con su
anonadante santidad las defecciones incalificables de Judas.

Veinte siglos después, en la catequesis del 18 de octubre de 2006, otro Pedro, Benedicto XVI, ha
vuelto a referirse a San Matías, alimentando aquella misma esperanza antigua: "Después de la
Pascua, fue elegido para ocupar el lugar del traidor [...] No sabemos nada más de él, salvo que
fue testigo de la vida pública de Jesús, siéndole fiel hasta el final [...] De aquí sacamos una última
lección: aunque en la iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos
corresponde contrarrestar el mal que ellos realizan con nuestro testimonio fiel a Jesucristo,
nuestro Señor y Salvador".

Permita el Señor que su Vicario al presente, velando por la salud de la Esposa y despreciado a los
Sacerdotes de Judas, reedite el gesto inmensamente caritativo y justiciero de Pedro, diciendo de
aquellos: Que sus campamentos queden desiertos.

Que otros ocupen sus sitios.

EL JESUÍTA:
Finalmente, ha salido a la luz el anunciado libro cuyo propósito es trazar una semblanza oficiosa
y una biografía autorizada del Cardenal Jorge Mario Bergoglio.

Se trata de un largo reportaje, pautado y ejecutado prolijamente entre los autores y el


personaje; y con la plena anuencia del entrevistado quien, además, promueve formalmente la
obra desde la Agenda Informativa Católica Argentina. De modo que cuanto allí se dice debe
darse por expresamente avalado y refrendado entre las partes. No hay lugar para el pro-verbial
recurso a la descontextualización mal intencionada.

Los reporteros elegidos para tan singular retrato, retratan a la par las preferencias dialoguistas e
intimistas del prelado: Sergio Rubín, el circunciso encargado de "los temas religiosos" en Clarín, y
Francesca Ambrogetti de Parreño, la psicóloga social de la Agencia Ansa. Párrafo aparte para el
prologuista seleccionado por Su Eminencia, el Rabino Abraham Skorka, ferviente justificador de
las coyundas homosexuales, pues "aunque la opinión de la Biblia dice que la homosexualidad
está prohibida, en una sociedad democrática hay que apelar a informes antropológicos y
sociológicos [...] Estamos viviendo en una realidad democrática y sabemos perfectamente bien
que existen personas que tienen una sexualidad definida en otro sentido respecto de la
concepción bíblica" (Cfr. Agencia Judía de Noticias, 30-6-2008, http://www. prensajudia.com /
shop/detallenot.asp?notid= 19608).

La democracia por encima de la Ley de Dios. ¡Presentador acorde a sus criterios políticamente
correctísimos se buscó el Pastor!

Son simples los datos bibliográficos de la obra, para quien quiera ubicarla: Sergio Rubín,
Francesca Ambrogetti, El Jesuíta. Conversaciones con el Cardenal Jorge Bergoglio, S.J, Buenos
Aires, Vergara, 2010, 192 ps.

Castellani contaba que el torpón de Franceschi lo reprendió por aquella humorada de "Las
Canciones de Militis", pues -según él- tal título evocaba "Les chansons de Büithis" de Pierre
Louis, un libro presuntamen-te Inmoral. Bergoglio tuvo más suerte, o no, según se mire. Porque
El Jesuíta es el mismo título de una obra decididamente anticristiana de Rubén Darío, pero nadie
le sugirió que lo modificara. La verdad es que al acabar este inicuo libelo bergogliano, la voz
otrora impía del nicaragüense parece hallar, al menos en este caso, su justificación más plena:

"Bien: ahora hablaré yo. Juzga después, lector, tú:

el jesuíta es Belcebú que del Averno salió".

Jorge Mario Bergoglio. El Jesuíta. De él tratan las páginas que a continuación reseñamos.

ANTES ERA FANFARRÓN, AHORA SOY PERFECTO:


Varias obsesiones recorren estas cartillas. Y nada se ha improvisado para darles cauce.

Bergoglio necesita probar que él es un hombre humilde, modesto, austero. Un pibe de barrio
que puede hablar de fútbol y de tango -como de hecho lo hace y con abundancia- lo más alejado
posible de la imagen tradicional de un Príncipe Cristiano. Acorde con los tiempos y los gustos, y
con la línea vulgarizante impuesta por alguno de sus antecesores, lo estimable ya no será el
señorío jerárquico sino el muchachismo populista. No la estricta ortodoxia sino la mirada plural,
contemporizadora, con calculados barnices de herejía. Tampoco y mucho menos la actitud
magistral de quien por ministerio debe ser tenido como Maestro de la Verdad. Por el contrario,
lo estimable será la duda, la vacilación, el enjuague, el espacioso mundo donde las ideas se
pueden negociar, como quería John Dewey. "Alguien puede pensar que un creyente que llega a
Cardenal tiene las cosas muy claras", le plantea la dupla interrogadora. "No es cierto", le asegura
enfáticamente el interrogado (p. 53). Y en él, tan mísero aserto es verdad pura, patética y
funesta.

El modelo a seguir, claro, ya no es el de los eminentes Varones de Cristo, como los Cardenales Pie
o Billot, sino el de aquel monsignori tránsfuga que describiera Hugo Wast, en cuya corona se
había incrustado una cuarta diadema en señal de adoración hacia la democracia. No
prediquemos entonces el deber de batirse por la Verdad Única, Crucificada e Indivisa, sino "la
aceptación de la diversidad que nos enriquce a todos" (p. 169). No la Verdad Revelada sino las
verdades múltiples y consensuadas "con diálogo y amor" son "la celebración" preferida por el
obispo (p. 169).

Concorde con este clima intelectual y moral se presenta "prefiriendo el simple traje oscuro a la
sotana cardenalicia" (p. 18), hincha de San Lorenzo, buen cocinero, antiguo bailarín de milonga
(p.120) y ex laburante en un laboratorio (capítulo dos). Y por eso, verbigracia, interrogado acerca
del ocio, no recurre para definirlo a los seguros autores clásicos que de él se ocuparon, ni a los
modernos como Pieper o Guardini, que dice haber estudiado, sino a Tita Merello cantando: "che
fiaca, salí de la catrera" (p. 37). Dar pruebas de "normalidad" para Bergoglio, no es apelar a lo
normativo y eximio sino a lo que abunda, a lo populachero y sensibloide. Ser hijo del Siglo, diría
Ernesto Helio.

Nadie podrá escribir de él lo que se anotó del Quijote, para su gloria: "parecíales otro hombre de
los que se usaban". No; él es un hombre bien ad usum: vulgar, ordinario, arrabalero, pluralista y
prosaico. Moderno. Y en esto, según su errática perspectiva, está la prueba de su obsesiva
humildad y de su progreso espiritual en el arte de aprender a superar los defectos. El Rabino
Skorka lo pondera desde el comienzo, no sólo como alguien con quien trabó "la verdadera
amistad" que "define el Midrash", sino como un modelo de humildad, ya que "todos coincidirán
en la ponderación del plafón (sic) de humildad y comprensión con que encara cada uno de los
temas"(ps.10-11).

Bergoglio deja correr insensatamente el juego del "bajo perfil", sin querer advertir la paradoja -y
aún (-1 pecado- de esta autocomplacencia infatuada en ser descripto como un sencillo y
componedor bonachón. La egolatría de mostrarse cual l'uomo qualunque sigue siendo
manifestación de la soberbia, no por la naturaleza de lo que se ostenta sino por el vicio de la
ostentación. Pero esta es, como decimos, una de las obsesiones psicológicas del biografiado: que
se lo perciba como un hombre del montón; alguien que continúa "viajando en colectivo o en
subterráneo y dejando de lado un auto con chofer" (p. 17).No son pocas las veces en que los
periodistas interrogadores -salvajemente indoctos en materia religiosa- le regalan este tipo de
ponderaciones. Y Bergoglio las acepta, con esa fanfarronería del humilde profesional que decía
Jorge Mastroianni. Desechando el consejo ignaciano de contemplar la rebelión de los ángeles
caídos, para evitar que nos suceda como a ellos, que "veniendo en superbia, fueron convertidos
de gracia en malicia". (E.E,50). Porque ¿quién que tenga realmente esa "corona y guardiana de
todas las virtudes", como llamó San Doroteo de Gaza a la humildad, daría su anuencia para que
se publiquen páginas y páginas ensalzando la posesión de este don? ¿Quién, que a fuer de
genuinamente humilde, practicara ese "laudable rebajamiento de sí mismo" que pedía Santo
Tomás, erigiría en vida su propio monumento a la humaitas? ¿Quién veramente abocado a la
nadeidad evangélica -en preciosa expresión de San Buenaventura- podrá contratar a un puñado
de escribas para que le canten la palinodia de su arrollador recato? ¿Quién que no tuviera ese
"brote metafísico de la soberbia intelectual que es el principio de la inmanencia", según
clarividente análisis de García

Vieyra, prohijaría que se dijera de sí mismo que "su austeridad y frugalidad, junto con su intensa
dimensión espiritual, son datos que lo elevan cada vez más a su condición de papable"? (p.15)
¿Creerá de veras Bergoglio que a la tierra del subte y del colectivo se refería San Isidoro cuando
definió al humilde en sus Etimologías como el quasi humo acclinis, o inclinado a la tierra?
¿Creerá de veras que alguien más que Jesucristo puede decir de sí mismo: "aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11, 29)?

A Bergoglio le sucede lo que al protagonista del chascarrillo aquel que desenmascara la


petulancia invencible del porteño. A la hora de aclarar lo mucho que ha mejorado su vida moral,
le dice a su imaginario interpelador: "antes era fanfa, ahora soy perfecto".

Déjate "sinagoguear"por el mundo Amigo de neologismos y de chabacanerías, el Cardenal supo


acuñar entre otras zarandajas, aquello de "déjate misericordear por Cristo". Pero él -un
exponente más del judeocatolicismo oficial, hoy dominante- ha preferido en principio, dar y
recibir las ternezas de los deicidas.

Se cuentan por decenas los gestos judaizantes del Primado, de los que pueden dar clara y
ominosa cifra su pública amistad con los rabinos Sergio Bergman y Alejandro Avruj, al primero de
los cuales prologó su libelo "Argentina Ciudadana", y al segundo

entregó el Convento de Santa Catalina en noviembre de 2009 para que festejara la impostura de
"La noche de los cristales rotos". Y ambos hebreos, al igual que el prologuista Skorka, explícitos
justificadores de la sodomía. El fantasma contranatura de Marshall Meyer los protege a todos, y
a todos reúne bajo el humo desolador de Gomorra1.
Mas aquí estamos ante la segunda obsesión del Cardenal. Se ha impuesto probar su afinidad y su
afecto con el mundo israelita; y no conforme con las definiciones eclesiales públicas dadas en tal
sentido, abunda ahora en El Jesuíta, en testimonios menores, intencionalmente escogidos para
agradar al Sanedrín.

Los reporteros -a cuya tribal insipiencia teológica ya hemos aludido- le plantean como una
objeción para la aceptación de la Fe Católica, el hecho de que "el principal emblema del
catolicismo es un Cristo crucificado que chorrea sangre" (p. 41). "Usted no puede negar" -le
reprochan cortésmente- "que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio como camino
hacia la santidad" (p.42).

Cabían varias y bien sazonadas respuestas católicas, todas ellas partiendo del enfático rechazo
de la 1-El Cardenal Bergoglio está directamente ligado a una multinacional sionista, la Fundación
Raoul Wallenberg, de la que recibió una distinción honorífica el 30 de marzo de 2004. Entre los
miembros argentinos de dicha agrupación se cuentan conocidos exponentes de la izquierda
gramsciana como Francisco Delich o Adolfo Gass, blasfemos profesionales como Marcos Aguinis,
cipayos como Carlos Escudé, o simples corruptores del cuerpo social como Alejandro Romay.
Quede constancia de que todos estos datos son públicos, y de que cualquiera puede acceder
libremente a ellos buscando la web oficial de la precitada Fundación Wallenberg. El 28 de
Febrero de 2006, el Cardenal Bergoglio recibió a los mienbros de esta Fundación en la Catedral
Metropolitana, en una ceremonia plurireligiosa, en la cual, entre otros propósitos, se le rindió
homenaje a Moseñor Quarracino (cfr. Zenit, 8-3-2006).

infame petición de principios de los periodistas, según la cual, la sangre y el martirio son
pianíavotos, y eso explicaría el alejamiento popular de la Iglesia. Cabía una lección magnífica
sobre "la sangre por amor a la Sangre" de Santa Catalina de Siena, y el valor inacallable del
martirio con efusión sanguínea para conquistar el Cielo por asalto, como rezan los Evangelios.
Cabía, en suma, decirles a los escribas con sus propias palabras: "No, por supuesto, yo no puedo
ni debo negar que la Iglesia destacó en sus dos milenios al martirio como camino hacia la
santidad. Y no puedo ni debo negarlo porque es la pura y gloriosa verdad que la Iglesia siempre
ha enseñado y siempre enseñará".

Pero no; Su Eminencia no elige ninguna respuesta católica. Sostiene sin rubores que "asociar con
lo cruento" al martirio, ligarlo con la idea de "dar la vida por la Fe", es la consecuencia de que "el
término [martirio] fue achicado" (p. 42). El peculiar "achicamiento" consistiría, nada más y nada
menos, que en llevar hasta el extremo previsto y deseable las enseñanzas de Jesucristo: "Todo el
que pierda su vida por mí la ganará" (Mt. 10, 39). Lo que para la Iglesia fue su corona; esto es,
que el discípulo se asemeje a su Maestro aceptando libremente la donación de la propia vida,
para Bergoglio es su empequeñecimiento, su reducción, su "achique".

En consecuencia, él se inclina por "La Crucifixión Blanca, de Chagall, que era un creyente judío;
no es cruel, es esperanzadora. A mi juicio es una de las cosas más bellas que se pintó" (p. 41).
Esta "cosa más bella", según declaró el mismo artista en 1938, es un Cristo rodeado de
ornamentos, personajes, objetos y judaicos en homenaje a las víctimas de los nazis quienes
expresamente aparecen como los verdugos del Señor, por ser judío. En la línea de otros
dogmáticos de la Shoa, el cuadro de Chagall desplaza el centro del holocausto, de Jesucristo a las
presuntas víctimas de Hitler. Se trata, pues, de una profanación hebrea del Santo Sacrificio de la
Cruz. Pero para Bergoglio es "La" pintura (p. 120).

En la misma línea ideológica, y para seguir avivando el fuego semita, Su Eminencia sale del
ámbito espiritual y artístico para recalar en el terreno moral.

Con un simplismo impropio de un hombre de estudio, y con un relativismo aún más impropio en
un hombre de Fe, afirma que "antes se sostenía que la Iglesia Católica estaba a favor [de la pena
de muerte] o, por lo menos, que no la condenaba". Pero ahora en cambio, merced al progreso de
la conciencia, se sabe que "la vida es algo tan sagrado que ni un crimen tremendo justifica la
pena de muerte" (p. 87).

Entendamos el argumento evolucionista de Bergoglio para valorar adecuadamente lo que dirá


después. La aceptación de la licitud de la pena de muerte -que aparece taxativamente exigida
como tal, tanto en las páginas vetero y neotestamentarias como en un sinfín de doctrineros
católicos y de textos pontificios- debe percibirse como un déficit, un tramo oscuro en el devenir
de la conciencia que busca la luz. Lo mismo se diga de las sociedades.

Cuando "la conciencia moral de las culturas va progresando, también la persona, en la medida
en que quiere vivir más rectamente, va afinando su conciencia y ese es un hecho no sólo
religioso sino humano" (p. 88).

... Para el Cardenal, está claro, no por un análisis per se del hecho, que lo valore
inherentemente, sino ; por la evolución de la conciencia, tanto la Iglesia como la Humanidad
saben hoy que la pena de muerte debe ser rechazada. Clarísimo caso de aquella ruinosa
cronolatría que protestara Maritain en Le Pay san de la Garonne. Pero entonces, cómo no
deplorar, en consecuencia, aquellos momentos aún involutivos en los que se juzgó
erróneamente que algo podría justificar la pena de muerte, incluso "un crimen tremendo"!
¡Cómo no maldecir los tiempos eclesiales y sociales en los que la conciencia aún juzgaba que
bajo determinadas condiciones, circunstancias y requisitos era legítima la aplicación del castigo
capital!

Este era el sequitur lógico del razonamiento bergogliano. Pero un tema irrumpe en el diálogo y la
ineluctable evolución de la conciencia se puede permitir una excepción. ¿Y cuál será ese tema?
Dejémoselo explicar al interesado: "Uno no puede decir: 'te perdono y aquí no pasó nada'. ¿Qué
hubiera pasado en el juicio de Nüremberg si se hubiera adoptado esa actitud con los jerarcas
nazis? La reparación fue la horca para muchos de ellos; para otros la cárcel. Entendámonos: no
estoy a favor de la pena de muerte, pero era la ley de ese momento y fue la reparación que la
sociedad exigió siguiendo la jurisprudencia vigente" (p. 137).
El pequeño detalle -advertido precisamente por los kelsenianos de estricta observancia- de que
"la ley de ese momento", vigente positivamente en Alemania, no volvía criminales a los jerarcas
nazis, se le olvida al Cardenal. El otro detalle más "pequeño" aún, de que en Nüremberg no se
dejó tropelía legal por cometer, ni aberración jurídica por aplicar, ni derecho humanos de los
acusados por conculcar, ni tortura aborrecible por aplicar, ni mentira por aducir, tampoco cuenta.
Ese otro detallecito de que la horca y el tormento atroz para los germanos no fue "la reparación
que la sociedad exigió" sino la venganza monstruosa de la judeomasonería, tras los triunfantes
genocidios de los Aliados, en Hiroshima y Nagasaki, ninguna importancia tiene. El Cardenal está
en contra de la pena de muerte, pero si van a matar nazis seamos comprensivos y hagamos una
excepción hermenéutica. "Era la ley de ese momento", caramba. La evolución de la conciencia
podía esperar un ratito más.

El Cardenal, además, como feligrés y miembro dirigente del judeocristanismo, ya tiene dónde
tranquilizar sus escrúpulos, supuesto que le acometieran. "Hace poco" -les confía a sus socios
biográficos-"estuve en una sinagoga participando de una ceremonia. Recé mucho y, mientras lo
hacía, escuché una frase de los textos sapienciales que nos recordaba: 'Señor, que en la burla
sepa mantener el silencio'. La frase me dio mucha paz y mucha alegría" (p. 151).

Lo que no sabemos es si Su Eminencia se refiere a la burla propia o a la que él le propina a


Jesucristo al visitar obsecuentemente la morada de los negadores de Su divinidad y artífices de
su asesinato. Porque el prete podrá hacer silencio ante la merecida chacota que lo tenga por
objeto, pero Dios no se deja burlar (Gal. 6, 7). Y el día en que regrese en pos de Su Justicia
irrefragable y definitiva, los que se pasaron la vida sinagogueando, a fuer de felones, sabrán qué
quería decir Marechal cuando mentaba en el Altísimo "la vara de hiel de su rigor".

MARXISTAS BUENOS Y CATÓLICOS MALOS:

En plena concordancia con lo hasta aquí exhibido -reiterémoslo: una pseudohumildad grotesca y
un criptojudaísmo vergonzoso- Bergoglio saca a relucir su tercera obsesión. Consiste la misma en
mostrarse ponderativo y encomiástico con los enemigos de la Iglesia, omitiendo todo el vejamen
y todo el daño inmenso que los mismos le han infligido y le siguen infligiendo a la Esposa de
Cristo. En el trazo maniqueo de su criterio -que él pretende encubrir bajo las apariencias de lo
ecuánime- a este polo de positividad sólo puede oponérsele uno de simétrica negatividad; y el
mismo, curiosamente, está encarnado en los católicos. No en todos, claro, sino en los
"fundamentalistas". Hablemos claro: en los católicos ortodoxos.

Un primer ejemplo de bondad enemiga lo constituye Esther Balestrino de Careaga.


Para quienes no lo sepan, esta mujer -junto con todo 'su grupo familiar- era una activa militante
del terrorismo marxista, procedente del Paraguay.

Bajo el sosias de "Teresa" integró las primeras células que constituyeron la Agrupación Madres
de Plaza de Mayo, recibiendo hasta hoy los homenajes laudatorios incesantes de la desaforada
Hebe de Bonafini. (cfr.vg. http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2002
st/2002seg/entrevistas/hebe26-2.html)

No creemos que en la Argentina del presente haya un solo ciudadano que necesite que se le
explique -cualquiera sea su posición ideológica- cuál es la verdadera misión que han cumplido y
cumplen las llamadas "Madres de Plaza de Mayo". Su adscripcion a la guerrilla marxista
internacional, y no sólo argentina, es explícita, frontal, sostenida, virulenta particularmente
belicosa.

Pero para Bergoglio, esta "simpatizante del comunismo" (sic) se trató de "una mujer
extraordinaria", a quien "quería mucho [...] Me enseñaba la seriedad El trabajo. Realmente le
debo mucho a esta mujer | . | Fue raptada junto con las desparecidas monjas francesas.
Actualmente está enterrada en la Iglesia de Santa Cruz" (p. 34). "Tanto me enseñó de política"
(p. 147-148).

Iniquidades de los tiempos de los que Su Eminencia deberá rendir cuentas. No hay templos que
alerguen los cuerpos acribillados de los civiles o militares católicos a quienes abatió el odio
criminal del Comunismo. Pero una iglesia puede ser entrega a las bandas erpianas y montoneras,
para que la conviertan en su bastión y en su cementerio. Y el responsable de tamaña
profanación lo vive como un logro y una fiesta.

La segunda bondad encarnada es, para Bergoglio, la mismísima Bonafini. Los periodistas se la
mencionan dándole pie para alguna observación crítica, para algún llamado tenue de atención,
para algún módico tirón de orejas, habida cuenta de la aversión patológica que esta infame
mujer viene desplegando desde hace décadas, cada vez con más desenfreno e insolencia.

"Hay también quienes ven actitudes de revanchismo, le espetan los escribas. "Por caso, la
presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini". Lo que le están queriendo
preguntar es, en suma, si actitudes rencorosas y vengativas como la de este monumento al odio
"ayudan a la búsqueda de la reconciliación" (p. 139). Y se lo están inquiriendo, no un par de
macartístas, sino dos mascarones de proa de la izquierda nativa, de los tantos que hoy se sienten
perturbados ante esta abisal frankestein que han creado y ya no pueden controlar.

El Cardenal no admite las premisas implícitas y explícitas contenidas en el interrogante de los


reporteros. Quien ya ha hecho el elogio de los desaparecidos, como si la condición de tal probara
su inocencia y la justicia de su causa, justificará ahora plenamente a Bonafini: "Hay que ponerse
en el lugar de una madre a la que le secuestraron sus hijos y nunca más supo de ellos, que eran
carne de su carne; ni supo cuánto tiempo estuvieron encarcelados, ni cuántas picaneadas,
cuántos latigazos con frío soportaron hasta que los mataron, ni cómo los mataron. Me imagino a
esas mujeres, que buscaban desesperadamente a sus hijos, y se topaban con el cinismo de
autoridades que las basureaban y las tenían de aquí para allá. ¿Cómo no

comprender lo que sienten?" (p. 139).

Hubo otras muchas mujeres -esposas, madres, hijas, novias, hermanas- a quienes los múltiples
retoños de Bonafini asesinaron a mansalva. Mujeres cuyo dolor no subsidió el Estado, cuyo luto
no financió la Internacional Socialista, cuyo llanto no rentaron los terrorismos estatales soviético
o cubano, cuya venganza monstruosa no prohijó el oficialismo, cuyo rencor satánico no respaldó
la jurisprudencia del Poder Mundial. Para estas mujeres heridas, anónimas y silentes, a quienes
las actuales autoridades "basurean", Su Eminencia no tiene una palabra de comprensión ni de
consuelo. Tampoco para los cientos de soldados arbitrariamente detenidos por la tiranía
kirchnerista, detrás de cada uno de los cuales existen otras muchas centenas de mujeres
-católicas prácticas en gran número- a quienes se les ha cercenado la jefatura del hogar.

Hay más "buenos" previsibles nombrados al pasar. Angelelli, Mugica, los palotinos, las monjas
francesas, los curas tercermundistas con el Padre Pepe Di Paola a la cabeza (p. 106), los grandes
heresiarcas "Hesayne, Novak y De Nevares" (p. 140), los "teólogos de la liberación" que "se
comprometieron como lo quiere la Iglesia y constituyen el honor de nuestra obra" (p. 82), los
redactores de "Nuestra Palabra y Propósitos", publicaciones ambas del Partido Comunista (p.
48), y hasta el mismísimo Casaroli, a quien insensatamente pone de ejemplo (p. 78), omitiendo
que fue el artífice de aquella siniestra y ruinosa felonía denominada Ostpolitik. Para el glorioso
Cardenal Mindszenty (cada llaga recibida en las cárceles comunistas lo nimbó de gloria) Casaroli
era la imagen negra y enlodada de la "Iglesia de los Sordos", negociadora ruin de la sangre
mártir. Para Bergoglio, Casaroli es un modelo de la "Iglesia Misionera" (p. 78).

"Helada y laboriosa nadería, fue para este jesuíta" la Barca de Pedro, diría Borges de Su
Eminencia, perdonando por contraste y post mortem a Gracián. Porque en rigor, tanto sorprende
la gélida conducta con la que encomia a los peores lobos, como la nadeidad a la que reduce a
quienes debería tener por arquetipos, si un verdadero creyente. Los óptimos, para el obispo,
están cruzando la raya de la Iglesia y confrontando con Ella.

Al fin, y como anticipábamos, si los buenos de la cinematografía bergogliana son todos rojos,
aquellos pasibles de reproches y de acrimonias son ciertos católicos claramente identificables
como tradicionalistas, o simplemente católicos, apostólicos y romanos. Por ejemplo, los que
esperaban que Benedicto XVI criticara "al gobierno de Rodríguez Zapatero por sus diferencias
con la Iglesia en varios temas", como el "del matrimonio entre homosexuales", sin darse cuenta
de que "primero hay que subrayar lo positivo, lo que nos une" (p. 80). Qué puede unir a un
católico con un gobierno manifiesta y exacerbadamente anticatólico, no se aclara. Pero la
intención es evidente: Zapatero tiene cosas "positivas" que nos permitirían "el caminar juntos"
(p. 80). Los desviados son los fundamentalistas que anhelan que el Vicario de Cristo condene a
un rufián y a un régimen político en el que Satán se enseñorea a su antojo.
Otros católicos impresentables son los preocupados por "si hacemos o no una marcha contra un
proyecto de ley que permite el uso del preservativo" (p. 89). "Con ocasión de la llamada Ley de
Salud Reproductiva, algunos grupos de élites ilustradas de cierta tendencia querían ir a los
colegios para convocar a los alumnos a una manifestación contra la norma porque consideraban,
ante todo, que iba contra el amor [...] Pero el Arzobispado de Buenos Aires se opuso a que los
chicos participaran por entender que no están para eso. Para mí es más sagrado un chico que
una coyuntura legislativa [...] De todas maneras, aparecieron algunos colectivos con alumnos de
colegios del Gran Buenos Aires. ¿Por qué esta obsesión? Esos chicos se encontraron con lo que
nunca habían visto: travestís en una actitud agresiva, feministas cantando cosas fuertes. En otras
palabras, los mayores trajeron a los chicos a ver cosas muy desagradables" (p. 90).

Es curioso el razonamiento de Su Eminencia. Por lo pronto, minimizando los alcances y los


fundamentos de la Ley de Salud Reproductiva, claramente encuadrable en lo que Roma condena
como "cultura de la muerte". El vocero de esta medida, Ginés González García, Ministro de Salud
de Néstor Kirchner, no dejó un solo instante de manifestarse agresivamente contrario al
Magisterio de la Iglesia, ni de exteriorizar socarronamente su contento porque con tal
disposición legal se coronaba la embestida contra la moral cristiana. La sociedad entera lo
recuerda aún con estupor -a él y a su mandante difamando, calumniando y persiguiendo a
Monseñor Baseotto, por haber osado recordarle las prescripciones evangélicas pertinentes.

Sin embargo, tamaña embestida legal contra el Orden Natural, tamaño intento orgánico y oficial
por alterar la Ley de Dios, tamaño proyecto gramsciano opuesto al Decálogo, tamaña revolución
cultural de inequívoco signo marxista, sería apenas para Bergoglio "una coyuntura legislativa"
contra la que no vale la pena movilizar a la juventud tras las clásicas banderas del catolicismo
militante.

¿No advierte el Cardenal que ese "chico" que le resulta "sagrado" es el primer damnificado de
esta "coyuntura legislativa" contra la cual no desea que se combata? ¿No advierte asimismo que
si la ley inicua no se detiene, ese "chico sagrado" empezará por no poder nacer, por ser
abortado, o por no poder ser criado en un hogar con padre y madre? ¿No advierte, al fin, que la
susodicha Ley de Salud Reproductiva, forma parte de un proyecto mayor, que lejos de ser una
mera coyuntura legislativa que "va contra el amor", instala coactivamente una cosmovisión
radicalmente opuesta y contraria a la moral cristiana?

Los "malos", los merecedores del repudio y de la condena, no son para Bergoglio los
gobernantes y sus aliados que promulgan este tipo de normas inicuas, sino los "grupos de élite
ilustrada", los católicos pro vida, que quieren movilizarse con sus familias para hacerle frente a
tamaña iniquidad. Y en el colmo del desbarre conceptual, el Cardenal, en vez de encomiar el celo
de esos hogares misioneros y de instar a los jóvenes al heroísmo y al testimonio gallardo, juzga la
actitud católica como una "obsesión" y aún como una imprudencia. ¡Los "chicos" fueron llevados
"a ver cosas muy desagradables"! ¿Es que hay algo más desagradable que pudiera ver un joven,
que la ruina de su patria y del lugar santo, sin intentar siquiera una reacción vigorosa y
entusiasta? ¿Es que la culpa de la desagradable visión no la tienen los degenerados que arman el
espectáculo indecente de su impudicia, sino los que instamos a concurrir a todos en defensa del
Bien?2

Su Eminencia nunca podría haber escrito ese maravilloso elogio que hizo Eugenio D'Ors al gesto
impar de Ananías, Azarías y Misael, pidiendo para sus propios hijos que "en el horno ardiente de
la España roja"

2 A propósito de este tema, ya en el año 2000, escribimos el siguiente artículo que nos parece
pertinente reproducir: "En el Boletín Eclesiástico del Arzobispado de lucran capaces de ofrendar
sus vidas por la Realeza de Cristo. Maldito el profeta Daniel que no comprendió que estos tres
muchachos son más sagrados que la "coyuntura legislativa" de Nabucodonosor. Así razona el
Primado.

Buenos Aires (Año XLII, n° 409, 6-6-2000, p. 212, rubro Varios), se da cuenta del Informe que
presentó el Padre Klappenbach sobre la movilización que se llevaría a cabo el 8 de junio contra la
llamada Ley de Salud Reproductiva. Agregándose que, al respecto, Monseñor Bergoglio dio dos
criterios claves. El primero, que esto es tarea de los laicos católicos, ya que son ellos los que
deben meterse en política; dejándose pues expresa constancia de que el Arzobispado no
organiza la movilización. Y el segundo, que a esa movilización no pueden ir bajo ningún concepto
niños y jóvenes de los colegios primarios y secundarios, pues es actividad de adultos.

Varias cosas sorprenden en tamañas directivas. Que se considere "meterse en política" -así,
toscamente expresado, cual si fuera adscribirse a un comité o alborotar en un mitin- el salir en
defensa del orden moral natural, violado a sabiendas por esta ley inicua. Que de pronto, cuando
está enjuego nada menos que la vida de los inocentes y la salud espiritual de la población, se
repliegue el Arzobispado sobre una asepsia o neutralidad temporal que no sabe tener cuando de
adherir a la democracia se trata, o solidarizarse con la permanencia del sistema y sus fautores.
Que la política pase a ser cosa de laicos cuando hay que combatir con riesgos y en la calle a los
artífices de la cultura de la muerte, pero pueda ser cosa de clérigos y de obispos cuando hay que
sumarse cómodamente a los augurios pluralistas, derechohumanistas, socialdemócratas y
masónicos.

Pero la mayor sorpresa y el mayor dolor es el llamado a la inmovilización, nada menos que de los
niños y de los jóvenes, que son precisamente los grandes damnificados y perjudicados por esta
legislación perversa. No fue esto lo que le pidió el Papa Juan Pablo 11 a los niños, en su Carta del
13 de diciembre de 1994, sino que estuvieran advertidos sobre la crueldad de los nuevos
Heredes. Ni fue tampoco lo que les exigió a los jóvenes en su Carta Apostólica del 31 de marzo
de 1985, sino que aceptaran la fatiga y el esfuerzo para dar testimonio de la Verdad, oportuna e
inoportunamente. Ni fue la retaguardia sino la vanguardia la que les reclamó a los sacerdotes en
la Carta del primer Jueves Santo de su pontificado, o en el Directorio para el ministerio y la vida
de los presbíteros, de 1994.

Pueden, pues, quienes lo deseen, abocarse al análisis de estos criterios episcopales. Nosotros
seguiremos movilizándonos pro aris et focis con nuestros hijos y nietos, con nuestros alumnos y
discípulos; plenamente convencidos de que no fueron de tamaña naturaleza las enseñanzas
eclesiales que engendraron un San Tarcisio y un San Luis Gonzaga. Como no fueron las palabras
del Boletín del Arzobispado las que pronunció la madre de los Macabeos, o aquellos viriles
pastores que iban a la cabeza de las tropas juveniles durante las cruzadas más honrosas de la
Cristiandad, (cfr. Antonio Caponnetto, Llamativa cautela, Cabildo, 3a.época, n° 9, Buenos Aires,
2000, p. 17).Malos son también los católicos "restauracionistas, para los cuales la patria es
aquello que recibí y que tengo que conservar tal como la recibí", cuando "todo patrimonio debe
ser utópico", porque "las utopías hacen crecer" (p. 112-113).

Alérgico al uso de la palabra "nacionalista" -"de una persona que ama el lugar donde vive no se
dice que es [...] un nacionalista (p. 164)-, el Cardenal rechaza de plano al Nacionalismo Católico
cuando alude al restauradonismo, y brega neciamente por el utopismo, esa herejía perenne que
con sobrados fundamentos desenmascarara Thomas Molnar.

Véase si no, esta innecesaria referencia. Cuando se repatriaron los restos de Rosas "los
nacionalistas se apropiaron de este hecho y lo transformaron en un acto sectario [...] Hasta el
cura que rezó el responso se colocó [el característico poncho rojo]; se lo colocó arriba de la
sotana, algo aún más desacertado, porque el sacerdote debe ser universal" (p. 110).

Bergoglio debería saber que el restauracionismo que rechaza tiene su fundamento en San Pío X,
y que a él han remitido siempre sus desdeñados nacionalistas para proponerse la empresa de
restaurar en Cristo una patria que en Cristo nació. Debería saber igualmente que el anhelo de
conservar la patria tal cual la recibimos, es un mandato del Génesis, no de Mussolini, y que el
Apóstol no predicó "guardad las utopías" sino "conservad las tradiciones".

Debería saber, además, que la repatriación de los restos de Rosas no fue un acto del que se
apoderaron los nacionalistas -que tenían todo el derecho del mundo a hacerlo- sino que manejó
discrecionalmente, desde el principio al final, el gobierno que entonces tomó la decisión política
de traer al Restaurador de las Leyes. Otros fueron los sectarios en aquellas jornadas.
Precisamente quienes adscriptos a vetustas sectas y logias masónicas pretendieron deslegitimar
la repatriación del Héroe. Pero para ellos no llegan las reprimendas.

Si el Cardenal repasara a San Pablo, se encontraría con la Carta a los Hebreos (10, 32), diciendo:
"Traed a la memoria los días pasados, en que después de ser iluminados, hubisteis de soportar
un duro y doloroso combate". Y comprendería por qué los nacionalistas -que soportamos un
duro y doloroso combate por desagraviar la memoria de Rosas- sentimos como propia la
repatriación de sus restos, a pesar de que el Menemismo no fue nunca otra cosa que una
pluriforme cloaca. Pero sentir y vivir algo como propio, no significa apropiárselo sectariamente.

Este agravio gratuito al Nacionalismo Católico, halla su canallesco estrambote en el ataque al


Padre Alberto Escurra, el aludido cura de poncho rojo que le rezó a Don Juan Manuel el responso
más apoteósico y vibrante del que tengamos memoria.

Verdaderamente, llama la atención tanta infamia.


El "Padre Pepe" -uno de los confesos ídolos del Cardenal- va vestido con deliberado aspecto de
zaparrastroao. Idéntica facha marginal y rotosa adopta como un emblema la clerecía progresista
de todo pelaje.

Del modo más aseglarado y secularizante va disfrazado el grueso del clero cuya disciplina
depende teóriricamente del Arzobispo. Y hasta los altos dignatarios de la Jerarquía- Su
Eminencia incluido- no portan más que un traje de calle, en las antipodas del hábito talar cuya
preferencia y dignidad predicara obstinadamente, entre otros, Juan Pablo II. Pero al Cardenal
Bergoglio lo único que le molesta es el poncho federal del Padre Alberto Ezcurra. Lo único que le
parece "un desacierto" es que un destacadísimo sacerdote patriota ande emponchado como
supo hacerlo Brochero o Fray Luis Beltrán. Que ese poncho insigne -con el que fueron al combate
los criollos de ley y sus viriles capellanes, sirviendo de pendón y de mortaja a tanto paisanaje
fiel- le parezca al Cardenal que le "quita universalidad al sacerdote", lo único que prueba es la
profunda desafección que tiene de nuestras genuinas raices nacionales. Y el desconocimiento de
aquel axioma clásico que sintetizara Tolstoi: "pinta tu aldea y serás universal".

¿Debe extrañarnos? Quien puede lo más puede lo menos. Criptojudío, filomarxista, pro
tercermundista, propagador de heterodoxias -de manera formal, externa, pública y notoria- ¿por
qué no habría de menospreciar a un cura gaucho y patricio, rezándole un responso a Rosas,
ataviado con su poncho punzó, cruzando la vieja, gastada y noble sotana? ¿Por qué la
aristocracia de este gesto sacerdotal habría de sintonizar con el plebeyismo más rancio que él
ostenta cotidianamente?3

3 El Anexo al libro que reseñamos lo constituye un ensayo de Bergoglio titulado "Una reflexión a
partir del Martín Fierro ", mensaje que dirigió a las comunidades educativas de Buenos Aires, en
el 2002. En el mismo omite decir lo que el poema expresamente dice; esto es, que en tiempos de
Rosas el gauchaje vivía espléndidamente. En cambio, atribuye la descripción de esa época resista
próspera, concorde y feliz, a un mero "recurso literario" consistente en "pintar una realidad
idílica", una "situación ideal" (p. 172-173). Hernández no habría retratado el período de la
Confederación, como concretamente hizo, sino echado mano de un recurso literario. Si algo le
faltaba a Bergoglio era su adscripción al antírrosismo. Ahora, ya tiene todas las carencias
necesarias.

EL COLABORACIONISTA:

Hemos dejado para el final la obsesión central y recurrente de este libro. Posiblemente su causa
eficiente y uno de sus principales motores.
Aunque con toda deliberación no se lo menciona, el fiero y terrible replicado en El Jesuíta es
Horacio Verbitsky. Porque fue y es este sicario mendaz quien más lo hostilizó a Bergoglio
inventándole un pasado supuestamente derechista, un presente opositor antikirchnerista y unos
antecedentes o comportamientos que lo vincularían con el Proceso. En suma, para Verbitsky, el
Cardenal sería culpable del mayor de los males concebibles en todos los tiempos, períodos,
latitudes y esferas: no haber hecho nada a favor de los desaparecidos, convirtiéndose así en
aliado de la represión militar. A efectos de replicar esta especie -que para un hombre como
Bergoglio es mucho más grave que si lo acusaran de calvinista, de arriano, de sacrílego. de
invertido- lo primero que hace es comprar el paquete entero de la historia oficial elaborada por
el marxismo dominante. Y demostrar, además, que el paquete comprado le merece plena
confianza.

Es de suma importancia hacer notar aquí que entre el terrorista Horacio Verbitsky y el Cardenal
Bergoglio, existió una corriente mutua de amistad, alterada en el año 2004, cuando el primero
dio a conocer unos documentos que halló en la Cancillería, demostratorios de una de las tantas

duplicidades maquiavélicas del Primado. Dice al respecto el mismo Verbitsky: "El Cardenal te
tenía mucha estima -me dijo un sacerdote conocido de Bergoglio. -Yo también a él-le respondí. -
¿Pero entonces qué pasó?. Que encontré esos documentos en el Archivo de la Cancillería ". Cfr.
Horacio Verbitsky, Doble juego. La Argentina católica y militar, Buenos Aires, Sudamericana,
2006, p. 73. La pregunta se impone con el peso de la obviedad.

¿Cómo podía existir de parte del Cardenal "mucha estima" por un hombre que carga sobre sus
hombros una frondosa militancia homicida y un odio enfermizo y endemoniado a la Iglesia
Católica?

Por eso los elogios a la terrorista paraguaya, la amplísima comprensión y ninguna condena; a la
Bonafini y su banda comunista, las majaderías hacia el clero tercermundista, la aquiescencia
frente a la Teología de la Liberación, las decenas de contemporizaciones con el marxismo, los
intencionales aplausos a los "luchadores por los derechos humanos", y la canonización del clero
y del monjerío participes activos de la Guerra Revolucionaria. Por eso el guiño constante de
aprobación para los nombres de Mugica, Angelelli, Argibay o Zaffaroni, y el llanto y rechinar de
dientes para las Fuerzas Armadas y de Seguridad.

En los disturbios del 20 de diciembre de 2001 -causados, sin duda, por el nefasto gobierno de De
la Rúa-, varios policías cayeron salvajemente agredidos por la turbamulta de piqueteros que
invadió la Plaza de Mayo. Uno de ellos fue literalmente linchado, sin que sus compañeros
pudieran rescatarlo a tiempo. Bergoglio, que observaba los trágicos sucesos, sólo vio lo que
quiso. "Llamó al Ministro del Interior [...] para detener la represión [...] al ver desde su ventana
en la sede del Arzobispado cómo la policía cargaba sobre una mujer" (p. 18). Es apenas un
primer ejemplo, pero el maniqueísmo ideológico queda retratado; y el servilismo al
pensamiento único también. La policía represora es siempre malvada. Los manifestantes
populares son fatalmente buenos.
"Durante la última dictadura militar -cuyas violaciones a los derechos humanos, como dijimos los
obispos, tienen una gravedad mucho mayor ya que se perpetran desde el Estado- hasta se llegó a
hacer desaparecer a miles de personas. Si no se reconoce el mal hecho, ¿no es eso un modo
extremo, horripilante, de no hacerse cargo?" (p. 138).

Es apenas un segundo ejemplo, pero bien que K presentativo. El mito basal de las izquierdas es
asumido íntegramente por el discurso oficial del Cardenal. El "Proceso" fue una "dictadura"; el
Estado Argentino fue terrorista (pero no así los Estados Cubano, Soviético y Chino que sostenían
la guerrilla); los desaparecidos se convierten en incuestionables seres en virtud de la inmoralidad
del procedimiento que los hizo desaparecer; y el metro patrón para medir la maldad de un
gobierno es la violación a los derechos humanos, concebidos ya sabemos cómo: como se
conciben desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Bolchevique.

Esta es, pues, la obsesión hegemónica de Su Eminencia. Que se lo tenga por un hombre
políticamente correctísimo, depósito y heraldo del pensamiento único, lo que implica, en primer
lugar, haber combatido "la Dictadura" y cooperado con sus "víctimas". Gran parte del capítulo
trece esta dedicado a probarlo. "A mi me costó verlo [se refiere al sistema represivo], hasta que
me empezaron a traer gente y tuve que esconder al primero" (p. 141).

Su Eminencia, claro, da por sentado lo que los reporteros y el imbecilizado público en general
acepta a priori y sin condicionamientos: que el escondido era un joven idealista, perseguido
injustamente por las brutales fuerzas del orden. La posibilidad de que estos escondidos, al igual
que los palotinos y las monjas francesas -a cada rato llorados por Bergoglio- fueran activistas
guerrilleros, ideólogos o cómplices activos de la Guerra Revolucionaria que asolaba a la Nación,
ni se le pasa por la cabeza. Ni siquiera ante la abundancia de constataciones que hoy permiten
saberlo.

Nada le importan la verdad ni el juicio ecuánime sobre los hechos pasados. Su conciencia no
sufre mella alguna con mirada tan unilateral y tendenciosa. Los militares eran artífices de "la
paranoia de caza de brujas" (p. 149). Sea anatema su obrar, sin matices. Sus perseguidos, en
cambio,

-como los dos "delegados obreros de militancia comunista" (p.148) por los que procuró
interceder y rescatar- son presentados amorosamente como

"los dos chicos" de una "viuda" que "eran lo único que tenía en su vida" (p. 148). Inofensivos
chicos los guerrilleros. Paranoicos cazadores de brujas los militares. ¿Se necesita algo más para
insertarse en la burda dialéctica de la historia oficial?

Huero de toda templanza en los juicios, y asustado cuanto ansioso por demostrar que estuvo en
el bando de los derechos humanos, lo que le importa a Bergoglio es cohonestar cuanto antes la
versión instalada: la represión castrense fue repudiable, todo el que la padeció merece ser
defendido, protegido y homenajeado por la Iglesia. Es más, la Iglesia se justifica y se lava en la
medida en que pueda demostrar que, durante aquellos años, estuvo del lado de los perseguidos
por las Fuerzas Armadas, y tuvo sus propios "mártires" causados por la soldadesca procesista.

Por eso el empeño de Bergoglio en narrar con detalles cómo "en el Colegio Máximo de la
Compañía de Jesús, en San Miguel, escondí a unos cuantos" (p. 146), resultando ser hasta "los
largos ejercicios espirituales" en el instituto "una pantalla para esconder gente" (p.147). Cómo
"luego de la muerte de Angelelli" (a cuyo homenaje cuenta haber asistido) "cobijé en el Colegio
Máximo a tres seminaristas de su diócesis" (p.146). Cómo sacó del país "por Foz de Iguazú, a un
joven que era bastante parecido a mí, con mi cédula de identidad, vestido de sacerdote, con el

clergyman y, de esa forma, pudo salvar su vida" (p.147). Cómo hizo todo lo posible por liberar a
"dos delegados obreros de militancia comunista", por cuya vida le había pedido que mediara
Esther Balestrino de Careaga (p.148).

Entusiasmado por dar noticias de sus proezas a favor del partisanismo marxista, Bergoglio ni
siquiera repara en que está confesando públicamente la comisión de delitos. Hasta que llega al
punto central de su riña con el incalificable Verbitsky, y entonces jura y rejura, en largas
parrafadas, (p.148-151) que estuvo siempre del lado de Yorio y Jalics, dos de los tantos jesuítas
que fungieron de apoyo -intelectual y físico- a los planes de la Guerra Revolucionaria.

Son páginas sin desperdicio para medir el fondo del pecado y del temor servil al que ha llegado
este desventurado pastor. Su afán de mostrarse colaboracionista del Marxismo alcanza aquí a su
punto culminante. Porque esta es la tragedia veraz que no podrán seguir ocultando los artesanos
del lavado de cerebro colectivo.

Durante aquellos años, la patria argentina fue blanco de una guerra, declarada, conducida y
financiada por el Internacionalismo Marxista, como parte del programa total de la Guerra
Revolucionaria. En esa contienda, Bergoglio estuvo del lado de los enemigos de Dios y de la
Patria.

5 Aportemos un dato más. En el año 2007, Lucas Lanusse edita su libro Cristo Revolucionario. La
Iglesia militante, Buenos Aires, Editorial Vergara. El libro es una rotunda y explícita apología de
aquellos curas y monjas que tuvieron parte Con cálculo preciso, y para que la delimitación de
posiciones ideológicas ya no admita vacilaciones, se le cede la palabra a Alicia Oliveira. Por si
algún lector desprevenido no registrara a esta vieja militante izquierdista, los escribas nos la
presentan de este modo: "Firmante de cientos de habeas corpus por detenciones ilegales y
desapariciones durante la última dictadura, se desempeñó como letrada e integró la primera
comisión directiva del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una de las más emblemáticas
ONGs dedicada a luchar contra las violaciones a los derechos humanos [...] Con la llegada de
Néstor Kirchner a la presidencia [se desempeñó] como Representante Especial para los Derechos
Humanos de la Cancillería" (p.152).
Y Oliveira habla. Declara su "larga amistad" con el Cardenal "que la terminaría convirtiendo en
una testigo calificada de buena parte de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar"
(p.152). Cuenta qué, dada su ostensible inserción en los planes de la activa en las luchas
guerrillleras de los años '70 o en su justificación ideológica plena. Cada capítulo contiene una
semblanza biográfica y un largo reportaje a personajes bien conocidos, la mayoría de ellos
denunciados en su momento por Carlos Alberto Sacheri.. Al llegar al capítulo dedicado al jesuíta
Alberto Sily, agitador de las famosas Ligas Agrarias Chaqueñas, que trabajaban en visible
maridaje con las organizaciones subversivas, y uno de los dirigentes del CÍAS (Centro de
Investigación y Acción Social, donde se cobijaba la intelligentzia de la herejía progresista), el
susodicho Sily confiesa que Bergoglio, entonces Provincial de la Compañía, le entregó el
rectorado del Colegio de la Inmaculada. "Bergoglio insistió y Alberto [Sily] acató el pedido",
explica Lucas Lanuse. Agregando después las palabras que le dicta el mismo Sily: "No entendía la
medida, pero consideraba que el Provincial estaba orientando de una manera muy creativa y
positiva a la Compañía [...] Con el paso de los años, Alberto [Sily] percibiría en Bergoglio un
cambio, [... ] un lento giro hacia posiciones mucho más políticas que espirituales, un pasaje del
discernimiento espiritual al discernimiento político"

(Cfr. Lucas Lanuse, ob.cit, p.351). ¡Y pensar que esto -el tránsito de la Fe a la praxis política de
izquierda- se dice en tributo y homenaje a un sacerdote! guerra revolucionaria -que ella llama
eufemísticamente "compromiso con los derechos humanos" (p.153)- el Cardenal "temía por mi
vida" y le ofreció el Colegio Máximo como aguantadero. Cuenta cómo confió sus cuitas a Carmen
Argibay -entonces Secretaria del Juzgado de Oliveira- y cómo "tras la caída del gobierno de Isabel
Perón" sus "reuniones con Bergoglio se hicieron más frecuentes" (p.153). También sus
coincidencias ideológicas sobre "los militares de aquella época" (p. 154), y la necesidad de
salvarles la vida a quienes ellos perseguían (ídem).

"Yo iba con frecuencia, los domingos, a la Casa de Ejercicios de San Ignacio, y tengo presente que
muchas de las comidas que se servían allí, eran para despedir a gente que el padre Jorge sacaba
del país [...] Bergoglio también llegó a ocultar una biblioteca familiar con autores marxistas" (p.
154).

Emocionada con los altos y muchos servicios que su amigo, el Padre Jorge, prestaba a la causa,
Oliveira recuerda que no sólo puso el Colegio Máximo al servicio del ocultamiento de los zurdos,
sino la misma Universidad del Salvador, pues "muchos nos fuimos a resguardar allí" (p.155). Ella,
en efecto, dictaba Derecho Penal con Eugenio Zaffaroni, y "en sus clases hablaba con libertad",
analogando la "ley de ordalía" -que "los alumnos me decían que eso era horroroso"-"con lo que
estaba pasando en el país" (p.155).

Una anécdota más le sirve a Oliveira para su apología de Bergoglio. Como el sodomita Zaffaroni
estaba empeñado en traer al país a Charles Moyer, ex Secretario de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos, al solo objeto de que fogoneara la eterna acusación contra las Fuerzas
Armadas argentinas, y encontraba obstáculos para lograrlo, "le preguntó a ella qué podían hacer
para que igual viniera, pero con un motivo falso. Oliveira recuerda: '¿Qué hice? Recurrí, claro, a
Don Jorge, que me dijo que no me preocupara. Al poco tiempo cayó con una carta en la que la
Universidad invitaba a Moyer a dar una charla sobre el procedimiento de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos [...] A su regreso, Moyer le envió a Bergoglio una carta de
agradecimiento'" (p. 156).

El afecto la desborda al evocar todos estos gestos tan significativos para la causa de los
marxistas, y Oliveira culmina diciendo: "La verdad es que si lo hubieran elegido Papa, habría
experimentado una sensación de abandono, ya que para mí es casi como un hermano y, además,
los argentinos lo necesitamos" (p.157).

Los "argentinos", "varones" y "mujeres" tan bien definidos, como Argibay y Zaffaroni, sin
ninguna duda. Otrosí la cáfila de comunistas -laicos o clérigos- a quienes cobijó con complicidad
activa. Los argentinos de verdad y los católicos en serio, difícilmente sientan necesidad de un
lobo disfrazado de cordero.

El Cardenal aún no ha terminado de proferir su credo para el regocijo del mundo y de su


príncipe. "Creo en el hombre", declara (p.160). E interrogado sobre Kirchner, y específicamente
sobre la fama que se le ha hecho de ser un opositor a su gestión, se ocupa con diligencia de
redondear su pulcra corrección política. "Considerarme a mí un opositor me parece una
manifestación de desinformación f...l En 2006 le mandé [a Kirchner] una carta para invitarlo a la
ceremonia de recordación de los cinco sacerdotes y seminaristas palotinos asesinados durante la
dictadura, al cumplirse treinta años de la masacre perpetrada en la Iglesia de San Patricio [...]
Más aún, como no era una misa lo que iba a realizarse, cuando llegó a la iglesia, le pedí que
presidiera la ceremonia, porque siempre lo traté, durante su mandato, como lo que era: el
presidente de la Nación" (p. 114-115).

Está claro. Si hubiera sido por Su Eminencia, la profanación hubiera sido doble. Rendirle
homenaje a quienes coadyuvaron a los planes de la guerrilla, y hacer presidir dicho homenaje,
en una parroquia, a quien a todas luces repugna de la Fe Católica y la persigue sin hesitar. Vamos
entendiendo algunas de sus palabras esparcidas en el libro: "Muchos curas no merecemos que la
gente crea en nosotros", (p.101). "Algunos podrán aseverar: '¡qué cura comunista éste'! (p.106).

LA IGLESIA ADÚLTERA:

Nosotros, digámoslo claramente, no creemos que Bergoglio sea comunista, ni peronista, ni nada
en particular. En sus opciones temporales debe aplicársele lo que Don Quijote utilizó para zaherir
la inconducta de Sancho: "en esto se nota que eres villano, en que eres capaz de gritar ¡viva
quien vence!". Toda esta exhibición de colaboracionismo marxista no brota tanto de un
convencimiento ideológico serio, sino de una actitud villana. Si mañana se dieran vuelta las
cosas, podríamos escucharlo cantar Giovínezza con acento piamontés.

Su problema es más hondo, más grave, más profundo; más difícil de que merezca el perdón del
buen Dios. Es el escándalo del Pastor que se vuelve mercenario, cuya semblanza maldita y
reprobación consiguiente ha trazado y sentenciado Nuestro Señor Jesucristo con palabras de
vida eterna (cfr.

Jn.10, 11-13). "Oh mercenario! -grita San Agustín en su Comentario al Evangelio de San Juan-,
viste venir al lobo y has huido. Has huido porque has

callado, y has callado porque has temido".

No es, por cierto, el suyo, un caso aislado. Es en este momento, en la Argentina, la cabeza de un
conjunto de pastores que tienen similar conducta, y cuya última explicación encontramos en el
Apocalipsis, cuando se protesta a la iglesia ramerizada, fornicando con los poderosos de la tierra
y siendo infiel al Divino Esposo.

Pero dejemos las honduras de los Novísimos y ciñámonos al tema del que veníamos hablando.

La Iglesia ha sido puesta en el banquillo de los acusados por sus peores enemigos. Liberales y
marxistas insisten en sostener que, durante aquellos difíciles años de la lucha contra la guerrilla,
la Jerarquía calló, cohonestando así, de algún modo, las conductas ilegítimas que habrían
cometido las Fuerzas Armadas. La respuesta de la acusada Jerarquía -Bergoglio el primero- fue
tan frágil cuanto penosa. Pues consistió, por un lado, en recordar sus documentos a favor de los
derechos humanos, emitidos durante la convulsa época (p.141); y por otro, en señalarse como
damnificada, reivindicando un martirologio "católico" compuesto por personajes de inequívoca
filiación o conexión terrorista.

Si al responder con el recuerdo de textos pro derechohumanistas centraba la cuestión


exactamente donde no debía hacerlo, esto es, en el núcleo de la mitología enemiga,
convalidándola indirectamente; al atribuirse como víctimas propias o como testigos eclesiales a
quienes habían sido cómplices de la escalada subversiva, pidiendo incluso la beatificación para
ellos, sembraba la confusión y potenciaba el engaño hasta límites dolorosísimos por el escándalo
que ello comporta.

En efecto, ¿qué clase de Iglesia es ésta que, para defenderse de las acusaciones de haber estado
asociada a la lucha contra la Revolución Comunista, rehabilita el tener caídos o ideólogos del
bando de la misma, los homenajea efusivamente y los reclama en los altares y en el santoral?
¿Qué clase de pastores son éstos que para levantar el cargo de la complicidad con la represión
castrense, aducen haber izado la misma bandera de los derechos humanos que enarbolaron
como divisa nuclear de su ficción ideológica las bandas subversivas? ¿Qué clase de coherencia,
en suma, pueden exhibir los obispos que hoy no trepidan en contemporizar con los montoneros
y erpianos devenidos en funcionarios públicos, como no vacilaron ayer en incumplir el deber
irrenunciable que tenían de hablarles claro a los hombres de armas, sea para que no
delinquieran ni pecaran, o para que combatieran con cristianos criterios? ¿Qué confianza pueden
inspirarnos estos funcionarios eclesiales llenos de movimientos dúplices, medrosos,
acomodaticios y heterodoxos?
No; no ha salido airosa del banquillo esta irreconocible Iglesia. Acusada por los protervos de "ser
la dictadura", cuando debió serlo si aquella hubiera existido y en aras del bien común de la
patria, sólo atina a sacarse el incómodo sayo de encima del peor modo posible: reduciendo su
naturaleza salvífica a un internismo de derechas e izquierdas, en el que los exponentes de las
primeras habrían sido culpables y las segundas constituirían proféticas voces demandantes de
los sacros derechos del hombre.

Por eso ha abandonado a su suerte al Padre Christian von Wernich, ultrajado y preso mediante
falsías inauditas. Por eso consintió el escarnio público de Monseñor Baseotto. Por eso no tiene
una palabra ni un gesto de apoyo para los centenares de militares encarcelados arbitrariamente
por la tiranía kirchnerista. Por eso niega todo reconocimiento de beatitud martirial a Genta y a
Sacheri, mas anda pronta en canonizar a Angelelli, Pironio, los palotinos o las monjas francesas.
Por eso no puede contarse con ella para que en los templos se rinda honores públicos a la
memoria de los caídos en el combate contra los rojos, pero entrega al rabinato y a la masonería
la mismísima Catedral Metropolitana o la Basílica de Lujan.

Esta es la iglesia por la que lloró el entonces Cardenal Ratzinger, cuando en el Via Crucis del
último Viernes Santo del pontificado de Juan Pablo II, dijo de ella que la cizaña prevalecía sobre
el trigo. Y es la iglesia por la que lloramos nosotros, con llanto sostenido. Porque se nos crea o no
-ya nada importa-no nos causa la menor gracia tener que denunciar a Bergoglio. Sólo Dios sabe
el dolor indecible que esto significa. Ya quisiéramos tener un buen señor al que servir, y no un
mercenario al que desenmascarar. Un Príncipe al que rendirle nuestro vasallaje, y no un lobo del
que tomar prudente distancia.

ENVÍO PARA NECIOS:

Pero el último enunciado merece un párrafo final aclaratorio. Dirigido a los necios, de quienes la
Sacra Escritura nos advierte en fecundos pasajes, para que estemos prevenidos, así sea de su
ignorancia como de su malicia, de sus calumnias como de sus enojos.

Estos necios pueden ser tanto laicos como religiosos, lo mismo da. Y ante estas páginas nuestras
podrán formular diversos cargos, como de hecho ya ha sucedido en anteriores ocasiones.

Por respeto a los justos, sólo levantaremos preventivamente algunas de las posibles objeciones
de la vocinglería necia.

1°.- No es atacar a la Jerarquía poner en evidencia la existencia de obispos felones, adúlteros,


fariseos o heresiarcas. Es no pecar de omisión ni de encubrimiento ni de complicidad.
Precisamente por amor a la verdadera Jerarquía.

Mientras escribimos estas líneas, en Mayo de 2010, el Papa Benedicto XVI ha viajado a Portugal
y le hemos escuchado decir que "la gran persecución de la Iglesia no viene de sus enemigos de
afuera sino que nace del pecado dentro de la Iglesia". El Santo Padre no calla ni simula ni
atempera esos pecados, así sean repugnantes como de hecho consta públicamente que son en
tantos casos. A imitación del Vicario de Cristo, todo laico fiel debe secundar su prédica,
repudiando los pecados internos, amonestando a sus cultores, previniendo de sus acechanzas a
los desprevenidos, y proponiendo como único antídoto la práctica de la virtud y la predicación
de la Verdad entera.

Ya en la Catequesis del miércoles 10 de muyo de 2006, el mismo Benedicto XVI enseñaba que
"obispo es la palabra que usamos para traducir la palabra griega 'epíscopos'. Esta palabra indica
a una persona que contempla desde lo alto, que mira con el corazón. Así San Pedro mismo, en su
primera carta, llama al Señor Jesús 'pastor y obispo - guardián - de sus almas' (1 P. 2, 25)". Y
citando a San Ireneo de Lyon, agrega: "Los Apóstoles querían que fuesen totalmente perfectos e
irreprochables aquellos a quienes dejaban como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia
misión de enseñanza.

Si obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero si hubiesen caído, la mayor calamidad".

Celebramos, honramos y obedecemos a "los guardianes". Pero estamos moralmente obligados a


detestar a los artífices de "la mayor calamidad", no siendo ciegos que se dejen guiar por otros
ciegos (Mt. 15,14). Sigue siendo válido lo que santamente escribió el Capitán de Loyola a San
Pedro Canisio, el 13 de agosto de 1554: que "los pastores católicos que con su mucha ignorancia
pervierten al pueblo, parece deberían ser muy rigurosamente castigados, o al menos separados
de la cura de almas", pues "más vale estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo".

2°.- Existe, efectivamente, esa obligación moral antes aludida, y se nos aplica a los simples
"subditos de celo y libertad, para que no teman corregir a los prelados, especialmente si el
crimen es público y corre peligro la mayoría de los fieles". Son palabras de Santo Tomás de
Aquino (In Gal. 2,11, n° 76-77), pero podríase sobre el particular citar una multitud de textos
escriturísticos, patrísticos, escolásticos, conciliares, canónicos y pontificios de todos los tiempos,
conformando todos ellos un corpus doctrinal que en buena hora redondeó admirablemente
Melchor Cano -teólogo de Carlos V en Trento- diciendo: "cuando los pastores duermen, los
perros deben ladrar". Esta es doctrina católica, y no lo es su negación o intencional olvido.

Ahora bien, en lugar de considerar esta doctrina de los deberes de los subditos en orden a hacer
valer los derechos de Dios; en lugar de tener en cuenta que no pocos santos la aplicaron, sin
mengua de su obediencia a la Iglesia Jerárquica, sino por fidelidad a la misma; en lugar de
discernir que de la enérgica y necesaria reprobación de los errores de ciertas autoridades
eclesiásticas no se sigue la negación o el cuestionamiento de la Iglesia Jerárquica, per se,
intrínsecamente y en su totalidad; en lugar, en síntesis, de dirigir la censura a los heresiarcas y
rescatar la actitud de quienes para preservar a la susodicha Iglesia Jerárquica cumplen con el
deber de señalar públicamente los extravíos, los necios nos condenan diciendo que no se puede
"desautorizar públicamente a los superiores jerárquicos, ni criticar sus enseñanzas".

Lo peor de todo es que para darle carácter apodíctico a este juicio -que contradice, como vimos,
expresa enseñanza de Santo Tomás y del Magisterio-
invocan a veces los necios "la regla 10 a para sentir con la Iglesia" (Ejercicios Espirituales n° 362).
Pero dicha regla de San Ignacio se refiere a la obediencia a las autoridades legítimas, punto que
aquí no está en discusión. Y en plena congruencia con la doctrina antes asentada sobre los
deberes de los subditos, concluye aclarando: "de manera que, así como hace daño el hablar mal,
en ausencia, de los mayores a la gente menuda, así puede hacer provecho hablar de las malas
costumbres a las mismas personas que pueden remediarlas".

Un autorizado comentarista ignaciano, el célebre escritor ascético, R.P. Mauricio Meschler S.J.,
ha precisado sobre el particular: "lo que el Santo recomienda aquí [en la Regla n° 10, E.E, n° 362]
es un principio conservador de gran valía; se refiere a la observancia del cuarto Mandamiento de
Dios, del orden y de la paz del pueblo cristiano. Tal espíritu de sumiso respeto a las autoridades
constituidas siempre ha sido una prueba del genuino sentimiento cristiano católico. Siempre ha
salido la Iglesia en defensa de la obediencia debida a la autoridad. Por esta razón, el que
legítimamente advirtiera o hiciera advertir a los superiores sus yerros, sería muy benemérito así
de la sociedad como de la Iglesia" (Mauriio Meschler y Enrique

Pita, Sentir con la Iglesia y Discernimiento de Espíritus según San Ignacio de Loyola, Buenos
Aires, Editora Cultural, 1943, p. 40).

Porque, además, así como aplican indebidamente los necios la Regla n° 10 de San Ignacio,
indebidamente aplican también el versículo 26,31 de San

Mateo: "heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño", para hacernos responsables del
"pecado abominable a los ojos de Dios" de "censurar

públicamente a la Jerarquía, incitando a la confrontación y a la división del Cuerpo Místico".

Pero dicho pasaje del Evangelio de San Mateo tiene precisamente otros destinatarios, pues es
dolorosa y profética respuesta de Cristo a la promesa de los Apóstoles de no escandalizarse de
Él, "aunque todos se escandalizaren en Ti".

El Señor entonces le asegura con tristeza a Pedro, portavoz de los Apóstoles en la escena, que
"esta noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces". "La fe de esta predicción"
-comenta Santo Tomás de la mano de San Jerónimo y de San Hilario- "estaba fundada en la
autoridad de una antigua profecía; por eso añade: hiere al Pastor y las ovejas se descarriarán"
(Santo Tomás, Caleña Áurea, II, 2, Mateo XXVI, v. 30-35). Es a los sucesores de los Apóstoles,
según este oportuno texto, a quienes hay que recordar que no nieguen a Cristo ni se
escandalicen de Él, pues de lo contrario se dispersarán las ovejas.

En 1970, el notable Carlos Alberto Sacheri, escribía su libro La Iglesia Clandestina, en el cual, con
documentación fidedigna de toda índole, denunciaba el aparato marxista-tercermundista,
compuesto por sacerdotes y hasta por obispos, que socavaba los cimientos mismos de la Esposa
de Cristo.
También -o tal vez, principalmente- por este libro, lo asesinaron. Ahora bien; a Carlos Alberto
Sacheri, que dio su sangre por Cristo Rey, quitándoles las máscaras a estos lobos, ¿también se le
aplica la Regla n° 10 de San Ignacio, el versículo de San Mateo y los epítetos vulgares con que los
necios quieren acallarnos? Curioso razonamiento: si un Cardenal de la Santa Madre Iglesia
prédica heterodoxias, y obra iniquidades, los necios jerárquicos se llaman a silencio. Si un laico
recuerda la ortodoxia, es pecado abominable.

3°.- Suelen aducir los necios que con estas denuncias les hacemos el caldo gordo a los enemigos
de la Iglesia.

Los enemigos de la Iglesia son, ante todo, los falsos pastores, los fundadores infieles, el clero
ganado por el vicio nefando y por el pecado mayor de traicionar la integridad de la Fe. No
necesitamos informarles a los lectores despabilados que liberales y marxistas, judíos y masones,
ateos y gnósticos -y toda la gama posible de enemigos de la Iglesia- son los socios habituales de
nuestra Jerarquía. Con ellos se sienten cómodos, no con nosotros.

No necesitamos agregar tampoco hasta qué punto -en nombre del ecumenismo y
desfigurándolo, en nombre del diálogo interreligioso y corrompiéndolo-se ha dado pasto en
abundancia a las fieras anticatólicas, desde las mismas autoridades eclesiásticas. El caldo gordo
del enemigo lo cocinan muy bien los pastores devenidos en mercenarios.

Bergoglio se sabe papabile. Toda la primera parte de su libro está dedicada a probar que estuvo
muy cerquita de suceder a Juan Pablo II. Hay quienes dicen incluso que, El Jesuíta, pretende ser
su plataforma electoral para el próximo Cónclave. Al mejor estilo de los purpurados europeos,
como Giacomo Biffi con sus más que interesantes y aprovechables Memorie e digressioni di un
italiano cardinále, Su Eminencia ha querido tener su propio relato biográfico. Este es el peligro
que debe movilizarnos: que un enemigo declarado de la Verdad como el Cardenal Bergoglio
pueda presentarse impunemente como papabile. ¿Cuál es la parte que no entienden los
múltiples necios que dicen que desenmascarar a un enemigo es hacerles el caldo gordo a los
enemigos? ¿Cuál es el principio de identidad y de contradicción del que no llegan a percatarse?

4°.- Una aclaración postrimera nos queda en el tintero y hemos de reiterarla. No nos causa
alegría andar de desencuentro en desencuentro con curas y obispos, incluso con algunos de
estos últimos, con quienes habiendo tenido cierta amistad o trato cordial antes de que fueran
investidos, nos niegan ahora como si estuviéramos leprosos. Tampoco nos causó alegría en su
momento el haber tenido que salir públicamente a discrepar con el Santo Padre por el
tratamiento de la cuestión judía.

Somos nadie para decir estas cosas. Individualmente considerados, carecemos de todo rango, de
todo encumbramiento y, si se quiere, de todo mérito o autoridad. Pero no es nuestra valía
personal lo que aquí está en juego, ni nos importa defender prestigios subjetivos. En esto,
coincidimos con Federico Mihura Seeber: "Nuestro móvil no puede ser ya más la fama [...]
Trabajamos, sin duda que en la tierra, pero para la Ciudad que baja del Cielo" (De Prophetia,
Buenos Aires, Gladius, 2010, p.250).
No obstante, y si individualmente considerados somos nada, como miembros vivos del Cuerpo
místico de Cristo, nadie puede impugnar nuestro derecho y nuestra obligación de hablar. "Hasta
el pelo más delgado hace su sombra en el suelo", dice Fierro. Tanto más cuando ese delgado
pelo forma parte, por el sacramento del bautismo, de la cabellera regia de la Esposa de Cristo,
cuya belleza exaltara el Cantar de los Cantares.

Respondiéndole a otro Cardenal Primado, que cayera también él en la confusión doctrinal,


principalmente en la relación judeocatolicismo, en el año 1989, el Dr. Carlos Disandro tuvo que
decirle al Cardenal Aramburu: "mi fuerza y mi autoridad procederá de esa Ecclesia y de esa Fe
Intemeratta y Sublime, que ustedes traicionan y niegan [...] Mi voz será sofocada y mi persona
vilipendiada. Importa poco eso, o nada [...] La Semántica Divina una vez proferida) perdura, en el
aire cósmico que la recepta y la enhena al Espíritu Paráclito, para que la trasiegue, la planifique e
ilumine, y la haga un viviente, cuando todo parece morir".

No diremos ahora lo mucho que nos separa y nos aleja del autor de esta cita. Diremos
simplemente que lo que acaba de decir es verdadero.

No hemos sido educados para tener que rebelarnos contra curas y obispos, sino para
arrodillarnos frente a la Jerarquía, orgullosos de la sujeción y del honor de poder rendir nuestros
servicios. Nos lastima hasta la fibra más honda del alma constatar que, en líneas generales,
nuestros pastores y clérigos son medrosos, ambiguos, heresiarcas y hasta poco o nada viriles,
como diría Santa Catalina de Siena. Tal situación nos provoca una desazón y un tormento que,
insistimos, sólo Dios conoce, y sólo El sabrá porqué lo permite.

Pero no debemos callar. En nombre propio, en el de los tantos y tantos que padecen similar
dolor, en el de nuestros maestros mártires y en el de nuestros potenciales discípulos. No
debemos callar, porque la esperanza está puesta en el triunfo de la Verdad Crucificada, oportuna
e inoportunamente testimoniada. No debemos callar ni retroceder, porque a pesar de la
jerarquía prevaricadora y de sus obsecuentes necios, alguien tiene que decir la Verdad.

"MUESTRARIO DE INFIDELIDADES"

Esta segunda parte del libro está constituida

por artículos que aparecieron en publicaciones

digitales o en sucesivos números de la revista

Cabildo durante los últimos años o inéditos.


En cada uno de ellos el lector podrá determinar

la fecha en que fueron escritos.

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Capítulo 1

EL FORO JUDEO CATÓLICO

Entre el 5 y el 8 de julio de 2004, en Buenos Aires, en las instalaciones del Hotel Intercontinental,
tuvo lugar el 18° Encuentro Internacional del Comité de Enlace Católico-Judío.

No se trató de un encuentro circunstancial, de alcance privado, sino de una reunión formal,


oficial y planificada, tanto desde las altas instancias del catolicismo como desde las del judaismo.

Cuatro Cardenales estaban presentes: William Kasper, Jorge Mejía, Wiliam Keeler y Jorge
Bergoglio; tres Consejos Pontificios representaban los tres primeros; a la Iglesia Católica en la
Argentina, el último. Autoridades de la UCA, del Consudec, de la Universidad Austral y el Vicario
del Opus Dei, fueron de la partida. Asimismo, destacados clérigos del culto judeocristiano, como
Laguna, Pérez del Viso, Rivas y Rafael Braun. Entre los laicos, diversos representantes del
Gobierno o de sus propias preferencias ecumenistas. El Presidente de la Conferencia Episcopal,
por cierto, hizo llegar su adhesión; y todo se inició y transcurrió con la explícita anuencia y
patrocinio del Vaticano.

Del lado israelí estaban representados, entre otros, el Congreso Judío Mundial, la DAZA, el
Seminario Rabínico Latinoamericano, la B'Nai B'rith, el Consejo Rabínico de América y el
Congreso Judío Latinoamericano. Y un número considerable de individualidades hebreas, como
Marcos Aguinis, que no necesariamente representan a una determinada institución. En su
conjunto, como se advierte, fue lo que se llamaría una reunión calificada. Detalles, pormenores,
ponencias, asistentes y adherentes, pueden conocerse siguiendo los periódicos de la semana que
insumió el Foro. En internet, está claro, los datos sobreabundan, empezando por los que
proporcionaron las propias agencias informativas católicas, nacionales o extranjeras. La
declaración final conjunta circuló profusamente.

Cuatro cosas deben ser dichas al respecto, sin el más mínimo asomo de precipitación en el jaicio,
talante irónico o afán contestatario. Cuatro cosas, que sólo Dios conoce el dolor que nos causan.
La primera, que los católicos asistentes -ostenten las jerarquías que ostentaren- profirieron
heterodoxias graves e incurrieron en omisiones culposas. Piénsese, por ejemplo, en lo que
significa la defensa expresa del sionismo, callando su naturaleza racista, xenófoba1, anticristiana
y homicida. O en la unión de ambas religiones, la judía y la católica, predicada por Kasper, puesto
que "ambas son mesiánicas" y "el mesianismo tiene que ver con la esperanza", enmudeciendo la
afirmación de que Cristo es el Mesías a quien Israel rechazó primero y consintió su muerte
después. Heterodoxias graves, reiteradas y múltiples, que en su conjunto, si queremos
despojarnos de circunloquios, no podremos sino llamar con el duro nombre de herejía.

Lo segundo es que tales pastores, precisamente por lo que dijeron y por lo que no quisieron
decir, por lo que obraron y por lo que no supieron obrar, in

ducen al rebaño fiel a una confusión atroz, llevándolo al límite mismo del escándalo. Incurren en
la misma falta quienes -a pesar de no haber asistido y de conocer la verdad- no han sido capaces
de hablar "sí, sí; no, no".

Lo tercero, es que el grueso de las instituciones judías asistentes, tienen un largo, probado y
documentado historial de militancia anticatólica, empezando por la siniestra agrupación
masónica B'Nai B'Bríth. De modo que de ser cierta la parte de la declaración final conjunta,
según la cual "la comunidad judía deplora el fenómeno del anticatolicismo en todas sus formas",
esa misma comunidad debería empezar por cuestionar a las mencionadas entidades, así como
sus profusos y respectivos medios de difusión, que son otras tantas pruebas del "anticatolicismo
en todas sus formas".

Lo cuarto, al fin, es que bien estará que se recuerde la incompatibilidad entre catolicismo y
antisemitismo. Pero semitismo y sionismo -cuya misma naturaleza ha quedado reconocida en
buena hora, bien que por motivos espurios- poseen unos principios y unos fines, unos
protagonistas y unos antecedentes, no sólo enteramente incompatibles y hostiles a la fe católica,
sino también a la misma patria argentina, en cuyo seno tal reunión internacional se llevó a cabo.

Este judeocatolicismo que en nombre de un desencaminado ecumenismo ha quedado instalado,


es una ignorancia tan enorme cuanto culposa, una mentira intencional y una profanación impía.
Y es además una traición a las raices fundacionales de la argentinidad. Quede dicho desde estas
páginas, por modestas que sean, para que algún día y en algún sitio se sepa, que conviene decir
la Verdad, ante el mutismo ominoso de los que deberían hacerse crucificar por ella.

EL MISMO DIOS:

Finalmente, el 9 de agosto de 2005, el Cardenal Bergoglio, junto con León Cohén Bello por la
DAIA, Luis Grynnwald por la AMIA, y Omal Helal Massud por el Centro Islámico, suscribieron una
declaración conjunta contra "toda forma de fundamentalismo y terrorismo".
Interesante iniciativa, si las hay, y que no podía tener mejor inicio. Tanto que en el trascendental
documento fundante, el Cardenal Primado -disipando las dudas de quienes aún creíamos con el
Catecismo que la Iglesia Católica era el Cuerpo Místico de Cristo- se apresuró a aclararnos
públicamente que en rigor, se trata sencillamente de una de las "entidades comprometidas con
la realidad del país". Una ONG más, que en paridad de condiciones con otras, puede suscribir
convenios y contratos. Incluso comerciales, aprovechando que -según lo dijera un afamado
pastor el 6 de agosto en Claves para un mundo mejor- "la economía argentina ha accedido a
rumbos mejores [...] tomando una orientación que en términos generales se puede considerar
correcta".

El otro error del que nos libró en la ocasión nuestro Primado, fue el del Evangelio que por boca
del mismísimo Jesucristo nos tenía acostumbrados a repetir, refiriéndose a los israelitas:
"Vosotros no sois hijos de Abraham; si sois hijos de Abraham haced las obras de Abraham.
Vosotros tenéis por padre al diablo y queréis hacer los deseos de vuestro padre" (Jn.8, 44).
Ahora sabemos, pues fue dicho por el Pastor presentando el gran texto inaugural, que «tenemos
cosas en común: adoramos al mismo Dios, somos hijos de Abraham" (La Nación, 10-8-05, p.10).

Pero no escribimos estas líneas sólo para dar gracias por el Nuevo Culto Trimonoteísta que nos
ha sido dado, sino para formular un pedido, que podría derivar en un ofrecimiento. En efecto,
dice el sacro texto que los firmantes del mismo se comprometen a "crear una Comisión
destinada al estudio y a la prevención de las causas que generan el terrorismo y el
fundamentalismo".

Hace tiempo que deseamos saber, entre tantas cosas, por qué a instancias de la DAIA y de la
AMIA no se pudo enseñar más la religión católica en las escuelas catamarqueñas; por qué bajo
los auspicios de tan ecumenistas entidades, se propuso suprimir la Cruz de la bandera tucumana,
o declarar antisemita la hipótesis de la implosión en la Embajada de Israel, o culpar al Estado
Argentino de los atentados contra sus custodiados blancos. Por qué, el Estado de Israel -el mismo
que legaliza las torturas y prohija el terrorismo- puede patotear al Santo Padre Benedicto XVI,
mientras la primera ciudadana Cristina Kirchner lo pone como modelo de política estatal.

Inquietudes todas que bien podrían disipar los integrantes de esta anunciada Comisión. Para
cuya constitución ofrecemos desinteresadamente buscar algún colaborador, selecionado con
cautela, pues el hombre elegido, fiel a las enseñanzas bergoglianas, según las cuales "adoramos
al mismo Dios" (La Nación, ibidem), debe creer simultáneamente en Alá, Jesucristo, el Becerro
de Oro y el Gauchito Gil.

LA BESTIA Y LOS PASTORES MAJADEROS:

El perfil de Laguna
En declaraciones públicas hechas al diario Perfil (domingo 13 de noviembre de 2005, p.56)
Monseñor Justo Laguna -siguiendo con una línea de conducta tristemente habitual en él- ha
desbarrado a sabiendas, con plena conciencia de la confusión que causa, del daño que ocasiona
y del escándalo que acarrea. En esta ocasión, el tema elegido para el desmadre doctrinal fue uno
de los preferidos por los medios, y también por el pastor, que parece sentirse cómodo en
lúbricas cavilaciones. Hablaron así de sexo, Damián Glaz, el perfilado periodista, y Justo Laguna,
el sedicente purpurado. Una foto del prete en la cama completa e ilustra la noteja, como para
que no se abriguen dudas sobre el amarillismo del suelto al que interrogador e interrogado se
acaban de prestar.

Laguna dice lo suyo, que no es lo de la Iglesia sino lo de sus enemigos y persecutores. Dice,
verbigracia, que «este gobierno es lo mejor que nos puede pasar» y que ya la ve «como
presidenta a Cristina». Que «debe ser revisado y discutido» el criterio vigente y aprobado en el
último Sínodo de prohibir la comunión a los divorciados. Que «habría que despenalizarlo [al
aborto] para algunos casos». Que está de acuerdo con la educación sexual en las escuelas, pues
contrariamente, a lo que indica la tradición» «el sexo es para muchas cosas», y «el colegio no
cumple con su función si no enseña la totalidad de la sexualidad» y si «a los adolescentes que no
quieran ser castos» no se les enseña que «no lo hagan mal, sin nada», al acto sexual.

Fingiendo algún asombro e inocultando la admiración ante tan sabrosas heterodoxias, apenas el
prelado concluye su frase favorable a la despenaliza-ción del aborto, el escriba le pregunta si
«cree que llegará a ser ése el pensamiento institucional de la Iglesia». «Eso no lo conseguiremos
nunca», se lamenta Laguna. «Hemos tenido un Papa muy duro en toda esa materia [se refiere a
Juan Pablo II]. Y el que tenemos ahora [se refiere a Benedicto XVI] está en la misma línea, pero
con más inteligencia, para colmo de males» (¡sic!).

'Ninguna interpretación es preciso ejercitar para advertir que Laguna acaba de plantar el árbol
de la ciencia del bien y del mal. Perverso arbusto que ya no es el lignum vítae de la sabiduría
divina ante el que se prosternan los hombres de buena voluntad -y ante el cual estamos
obligados a la obediencia los miembros de la Iglesia- sino la planta torcida, cizañosa y ruin de sus
propios y mendaces puntos de vista. Pero haber extirpado aquella señal paradisíaca de la
omnisciencia del Creador, para sustituirla por una doxa frivola, irresponsable y calumniosa, es
reeditar el gesto luciferino de la rebelión contra el Altísimo.

No llegarán las sanciones canónicas que le corresponderían a este prelado felón, después de esta
última manifestación de su descaro. Ni por haber ofendido a dos Pontífices, ni por declararse en
los términos que lo ha hecho en pro de la cultura de la muerte. Seguirán llegando en cambio los
favores del mundo, de los que nutre su vanidad y su ridículo en-golamiento. Y habrá para él
nuevos almuerzos televisivos o nuevas funciones en la Comisión Episcopal de Ecumenismo.

No importa. Lo que ya le ha llegado de seguro es el vómito de Dios. Y no hay perfil que pueda
mejorar un rostro una vez recibida tan fortísima sanción.

LA CIUDAD CAÍNICA:
Escándalo aparte es el que dan ciertos pastores y ciertas agrupaciones católicas, al asociarse
pública y reiteradamente con la B'nai B'rith, en la mayoría de los casos para celebrar juntos las
efemérides impuestas coactivamente por el sionismo internacional.

Así sucedió en la parroquia porteña de San Nicolás de Barí, el pasado 9 de noviembre, con la
asistencia del mismísimo Cardenal Bergoglio. Y en el Museo de la Catedral de La Plata, y aún
después, en la Universidad Austral, bajo el patrocinio de Monseñor Patricio Olmos, Vicario del
Opus Dei (Cfr. La Nación, Buenos Aires, 14-11-05)

Fenómeno trágico y ya de larga data, si los hay, el de la judaización del catolicismo, el del
pseudoecumenismo convertido en irenismo y el del diálogo interreligioso trastrocado en
monólogo herético. Nada diremos de ello en la ocasión. Fenómeno igualmente trágico el de la
falsificación intencional de la historia, en virtud del cual Israel viene ofreciendo
compulsivamente una visión amañada y unilateral del pasado europeo, a partir de la victoria
aliada en 1945. También callaremos ahora sobre el punto.

Fenómeno muchísimo más desgarrador aún el de la constante agresión judía a las creencias, a
los símbolos y a las doctrinas cristianas. Baste apenas como ejemplo -por la contemporaneidad
con el hecho central que motiva esta nota- el lacerante testimonio del Padre Artemio Vítores,
Vicario de la Custodia de Tierra Santa en Jerusalén, sobre los atropellos hebreos contra los
lugares santos que ponen «en alto riesgo de que desaparezca completamente la presencia
cristiana en Belén», ante la indiferencia de los bautizados (cfr. Zenit, 17-11-2005). Haremos
silencio de igual modo en estas circunstancias.

'Fenómeno, al fin, documentalmente constatable hasta el hartazgo, el largo historial


explícitamente masónico de la B'nai Brifh, desde su fundación en los Estados Unidos a mediados
del siglo XIX. No ha habido causa de la Revolución Mundial Anticristiana, que no dejara de
apoyar fervorosamente. No ha habido ideologismo ruinoso que no propagara. No ha habido, en
suma, opción política, cultural y espiritual contraria a la recta doctrina, que se privara de su
adhesión. El peligro de esta logia judeomasónica se ha considerado tan extremo, que hasta se
han escuchado voces de alerta procedentes de quienes no podrían tildarse de antisemitas, como
Henry Ford, Jacques Zoilo Scyzoryk, o el Executiue Intelligence Review. Pero insistimos: ninguna
de estas gravísimas realidades serán hoy objeto de análisis. Y no por considerarlas poco
entitativas, sino porque teniendo la relevancia que tienen nos demandaría un espacio
inabarcable al tiempo de redactar estas líneas.

Un hecho menor y casero, en cambio, podría haber sido considerado por los pastores, las
prelaturas y las catedralicias autoridades; y es la repartija insensata de anticonceptivos -orales o
de látex- que la aciaga logia judaica ejecuta prolijamente en los hospitales o centros de salud de
nuestra invadida patria, como parte del apoyo que le presta a las campañas infames del
inverecundo Ginés González García, Ministro de Salud del Kirchnerismo.

A la vista está, y sólo a guisa de ejemplo, el diario El Día de Gualeguaychú, del pasado 10 de
octubre de 2005, para dar exacta cuenta de lo que decimos. Que uno de los precitados pastores,
que practicó la anfitrionía y la coyunda con la B'nai Britli, haya sido el mismo que paralelamente
sostuvo una valiente discrepancia con las obscenas políticas estatales en materia de sexualidad,
y que suele hablar lúcida y doctamente en tantas ocasiones, acentúa el dolor de nuestra
protesta.

Fue en la Basílica porteña de San Nicolás de Barí, ya aludida, donde el Cardenal Bergoglio,
llorando con la B'nai Brifh los cristales rotos de 1938, se lamentó de «nuestro cainismo
humano». Una repasada a la vera historia, y a la de la B'nai Brifh en particular, podría hacerles
patentes a estos judeocatólicos el sustento cabalístico del cainismo humano, múltiple y
antiquísimo en su fatal despliegue, desde las primeras persecuciones a la Iglesia, por poner un
hito, hasta los crímenes perpetrados en nombre de la humanidad por los vencedores de la
Segunda Guerra. Podría hacerles patente del mismo modo, la frondosidad de enseñanzas
rabínicas que dan doloroso fundamento a aquello que Guénon llamara la dudad caínica, o el
cainismo moderno, si se prefiere la denominación más ortodoxa de Monseñor Keppler.

A su vez, otra repasada a la teología, de la mano de los Padres para mayor seguridad, podría
tornarles comprensible el aciago parentesco entre la Sinagoga y Caín. Drama doloroso de los
tiempos, que con caridad y claridad admirables, y glosando a San Pablo, explicara el Padre Julio
Meinvielle cuando escribió que «el judío es el verdadero Caín». Y que, por lo tanto, Dios no
dispone su exterminio, como en las ideologías racistas, sino el castigo de que vaya «llevando en
su carne el testimonio de Cristo en el misterio de la iniquidad». Hasta que arrepentido del
horrendo crimen -y de los tantos cometidos como una 'resonancia fatídica de la muerte del justo
Abel- vuelva penitente y contrito a la casa del Padre.

Pero a ninguna casa del Padre querrán volver los judaicos caínes, a ninguna mansión
abandonada y traicionada querrán regresar, si los pastores de la Iglesia Católica, lejos de
instarlos a la conversión, se judaizan con ellos y con ellos se unen en la ingrata tarea de
descristianizarlo todo. Y si en vez de rezar y luchar para que Caín acorte sus días fugitivos e
infecundos, se van con él a «las tierras de Nod» de las que habla el Génesis (IV, 16). Tierra de
nadie, sin patria, sin raices, sin hogar ni consuelo ni gracia.

SOMBRAS NADA MÁS:

Sigue dando que hablar la Carta Pastoral del Episcopado Argentino titulada Una luz para
reconstruir la Nación (Buenos Aires, Pilar, 12-11-2005)

Si hemos de ser justos con la misma, diremos que no es desacertado el criterio elegido por sus
redactores de recordar «cinco principios básicos de la Doctrina Social», con sus consiguientes
«proyecciones sobre la realidad social argentina»; para hacer lo mismo después con «cuatro
valores fundamentales de la vida social».

Lo desacertado -por decir lo menos- es el acento marcadamente naturalista e inmanentista de


los conceptos vertidos bajo aquellas categorías. El tono temporalista y horizontalista, vacío de
toda perspectiva sobrenatural y de un talante genuinamente religioso. Lo desacertado es el
enfoque reducccionista que malbarata y hace pasar la Doctrina Social de la Iglesia por la
declaración de principios de cualquier agrupación partidocrática. Lo desacertado, en suma, y
moralmente pecaminoso, es que aquello necesario de decir fue pusilánimemente callado, y que
lo dicho llevó el sello del derechohumanismo, de la deificación de la democracia, del culto
antropocéntrico y hasta del siempre invocado y confuso solidarismo, convertido ahora en
principio de la Doctrina Social. Lo desacertado -completemos el juicio- es el tributo que el texto
paga, con inaudita displicencia, al núcleo de las ficciones ideológicas de la modernidad, tanto las
de sesgo liberal como las de cuño marxista.

Sirvan de botones al proverbial muestrario, ante todo, el párrafo 29, que proclama abolida la
enseñanza tradicional de la Iglesia, según la cual «el error no tiene derechos». Olvidando el
pequeño detalle de que tal enunciado doctrinal fue expresado, entre otros, por León XIII en la
Libertas, y que a la totalidad del magisterio leoniano pidió volver Juan Pablo II en la Introducción
de su Centessimus annus, como un modo de «satisfacer la deuda de gratitud que la Iglesia entera
ha contraído con el gran Papa» y de manifestar «también el verdadero sentido de la Tradición de
la Iglesia».

Y luego el párrafo 30, en el cual -distorsionando facciosamente la naturaleza de la guerra


revolucionaria que el comunismo internacional desató contra la Nación- se establece una
explícita asimetría de culpas, dictaminando que los actos de la guerrilla que «contribuyeron a
enlutar a la patria» no son comparables al «terror de Estado» con sus «consecuentes crímenes
de lesa humanidad». Como si toda represión estatal -aún la lícita, necesaria y justísima-fuera per
se terrorismo; y como si los requisitos legales que tipifican de lesa humanidad a un crimen, no se
aplicaran uno a uno al crapuloso accionar de la guerrilla. Y como si la acusación de "lesa
humanidad" contra las Fuerzas Armadas Argentinas, no se supiera ya, sobradamente, que
constituye una chicaría política de las izquierdas sin real sustento jurídico.

Para los Obispos, los problemas vitales que deben señalarse y corregirse son de índole
sociológica: desocupación, subempleo, exclusión social, inseguridad, pobreza. Y entre los
«muchos signos positivos» que han escrutado les parece enunciable, en primer lugar, el
aumento «del índice de votantes» (par.20).

La tragedia de una patria católica intencionalmente descristianizada, de la Fe perseguida y


profanada, de la Cátedra de Pedro escarnecida, de la blasfemia y de la impiedad promovidas a
mansalva, de la cultura de la muerte entronizada, y del ultraje religioso y moral hecho política
oficial, no aparece mencionada. La tragedia de una Argentina en la que Cristo ha sido destronado
y los deicidas se reparten con insolencia sus despojos, tampoco los inquieta. La tragedia
consiguiente de una población masificada y acostumbrada a la aceptación del vicio y de la
contranatura, cuyos integrantes han sido degradados del rango de ciudadanos al «de votantes»,
no los perturba ni les quita sus episcopales sueños. El hecho igualmente trágico de un gobierno
crapuloso y corrupto, integrado por la gusanería marxistoide más revulsiva, y por los sirvientes
más dóciles al Imperialismo Internacional del Dinero, no se menciona en el listado de
inconvenientes.

Todo el sinfín de males enormes que se siguen de estar padeciendo la acción devastadora de
quienes niegan los derechos de Dios, ha sido silenciado. Y mientras se calla el deber de resistir
valientemente tamaña perversión, hasta el derramamiento de la propia sangre si fuera
menester, se insta «a luchar para transformar la pasividad de muchos en una auténtica
participación democrática» (par. 21).

El Evangelio no manda luchar por la democracia, sino librar el buen combate por amor a Cristo
Rey. Un combate en el que se está dispuesto a donar la vida, y en el cual, históricamente,
muchos santos y muchos héroes cristianos segaron vidas de enemigos públicos. Porque no es lo
mismo la muerte de un inocente, que la muerte de un culpable en guerra justa o en custodia
propia, o en legítima contienda defensiva de bienes cuyo agravio no puede consentirse.

No trae, pues, la Carta de los Obispos, una luz para reconstruir la nación. Sombras, nada más,
como en el tango de Contursi. Lo que debieran saber los pastores es que, como lo enseñara
Castellani, Dios no es un cantor de tangos, que al final, enternecido, abrirá las anchas puertas
para que todos pasen al cielo. No; no, enseñaba el gran cura. La puerta es estrecha. Golpearán
queriendo entrar los mercenarios que dejaron el rebaño a merced de los lobos. Y detrás se
escuchará la voz firme y gimiente del Señor recitando: «Algún día haz de llamar / y no te abriré
la puerta / y me sentirás llorar».

LA BESTIA:

Pero como vivimos bajo el signo de lo paródico y de la apariencia sin ser, tamaño documento
episcopal -anodino, heterodoxo y tibio- fue presentado por los medios como un «durísimo
ataque» al Gobierno; una especie de bula condenatoria que lo arrojaba al averno. Y así durante
días y días de libérrima ignorancia periodística. La especie llegó a oídos de la Bestia y reaccionó
como es del dominio público. En su boca de dicción canibalesca se agolparon los sones guturales
que hicieron las veces de palabras reprobatorias. En sus zarpas se crisparon las pulsaciones que
remedaron humanos gestos desdeñosos.

Porque Néstor Kirchner, que a él mentamos cuando decimos la Bestia, es un calco de Dudard,
aquel personaje progresista de El Rinoceronte de lonesco, cuyas últimas palabras antes de
animalizarse fueron declarar que lo hacía pues era necesario ir con el tiempo. La Bestia no lee, ni
medita, ni reflexiona, ni jerarquiza, ni distingue. La Bestia es incapaz del ensimismamiento, de la
contrición, del perdón otorgado o requerido. Gruñe, manotea y depone. Es inútil hacerle inteligir
la naturaleza de la Iglesia a la que cree pertenecer, y la naturaleza de la herejía que hoy corroe a
esa Iglesia y a cuyos profetas exalta dialécticamente. Es inútil pretender inculcarle la noción del
sacramento de la penitencia, en virtud del cual, lo que quiso señalar como un defecto: «confesar
a los torturadores», no sería sino un mérito, amén de un deber. Es inútil proporcionarle los
rudimentos de la lógica, según los cuales, un texto es veraz o falso per se, no per accidens; esto
es, en el caso que nos ocupa, por el apoyo de la Iglesia a la legítima represión militar a la
guerrilla. Es inútil solicitarle la fina motricidad del alma, y la virtud de la veracidad conexa a la
justicia. La recua terrorista a la que lo une su pasado de módico estudiante subversivo y su
presente de garante del rencor setentista, lo acompaña en su odio a la Cruz. Que es lo único que
queda en pie después de su grotesca soflama contra lo que él creyó inadmisible.

Hubiera sido edificante que ante este estallido feral -por el cual, como en el poema de Manuel
Machado, el animal «bufa, ruge, roto, cruje», y encuentra como respuesta la figura esbelta del
torero «que se esquiva jugando con su enojo»- la Bestia se hubiera encontrado con la firmeza de
los Herederos de los Apóstoles haciéndolo rodar por la arena. En su lugar, los obispos y el
Cardenal Primado, Monseñor Bergoglio, se apresuraron a aclarar con prontitud que la traída y
llevada Carta Pastoral no estaba dirigida contra el Gobierno. Diversidad de voceros oficiales y
oficiosos de la Conferencia Episcopal dieron la buena y tranquilizadora nueva... ya vieja para
nosotros.

Gracias al Cielo, entre los desertores de la Eternidad y la Bestia, todavía existen católicos y
argentinos dispuestos a pelear por Dios y por la Patria.

SEÑOR, HIEDE....

«Los Pastores deben tomar cada vez más conciencia de un dato fundamental para la
evangelizarían: en donde Dios no ocupa el primer lugar, allí donde no es reconocido y adorado
como el Bien Supremo, la dignidad del hombre se pone en peligro. Es por lo tanto urgente...
recordar que la adoración no es un lujo, sino una prioridad»-

Benedicto XVI, Ángelus del 28 de agosto de 2005

Cuando el dolor lacera y sacude al alma, es difícil andar enhebrando discursos, mas también es
difícil permanecer callado. Obren como quieran aquellos obsecuentes que se saben conminados
a salir en defensa de la Jerarquía Eclesiástica, aún en las ocasiones en que ella se muestra
contraria a su misión doctrinal. Obren también como quieran, quienes prefieran enmudecer o
fingir. Lo cierto es que cuantas veces nos toca hablar de la infidelidad de los Obispos, lo hacemos
con una pesadumbre que sólo Dios conoce y pesa. Dígase entonces con aflicción, pero dígaselo
de una vez, lo que hay que afirmar sobre el inaudito caso del pastor sodomita, Monseñor
Maccarone.
1 -Maccarone pecó en primer lugar contra Dios. Pecó con vicio nefando, faltó contra natura,
depravó su cuerpo y su mente, ensució el Orden Sagrado, llevó una vida sacrilega a fuer de
doble, siendo una de ellas la de Ministro de la Eucaristía, y la otra la de un relapso en materia de
perversión sexual. Pecó contra la castidad y dio escándalo grave a sus subditos. Sacrilegio,
sodomía, escándalo: así enunciemos sus culpas.

Nada de esto ha sido dicho, faltándose entonces a esa primera caridad que es la verdad, según
recta enseñanza agustiniana. Y por tamaña falta de omisión, quebrantóse la justicia, pues la
omisión de lo necesario es tan injusta como la afirmación del error. Y aquí lo necesario era llamar
a las cosas por su nombre, desagraviando a Dios primero, el gran traicionado.

2 -Maccarone no es sólo ni principalmente un desventurado invertido, sino uno de los tantos


clérigos descarriados por la herejía progresista, uno de los tantos activistas de la Iglesia
Clandestina al servicio de la Revolución Marxista. Pruébase lo dicho de modo terminante por
quienes le dieron su grotesco y ostensible apoyo una vez apartado de su cargo, en septiembre de
este año 2005. Desde el lipoma Bonafini hasta el extorsionista Castell, pasando por toda la gama
de los izquierdistas mass media y de las agrupaciones ideológicas afines. Pruébase por la
cuidadosa elección de su amparo eclesial buscada por la impía y montoneril dupla del
matrimonio Kirchner. Pero pruébase por sus frutos y por sus enseñanzas, cuyo tributo al hereje
Karl Ranhner, verbigratia, salió a relucir precisamente en carta de lectores de una de sus
discípulas y defensoras (cfr. La Nación, 25-8-05, p.16).

Nada de esto fue dicho, callándose nuevamente la existencia de ese mal enorme, que
autodemuele a la Iglesia. Un mal cuya acción real no se entiende separada del Maligno,
enseñoreado hoy a sus anchas en el mismo lugar sacro. Heresiarca y manfloro: tales pues los
adjetivos que retratan al prelado depuesto.

3 -La reacción del Episcopado Argentino, con el Cardenal Bergoglio a la cabeza, ha sido tan errada
cuanto impropia, tan exasperante como pusilánime, resultando en la práctica una triste
complicidad con el pastor felón. Elipsis y subterfugios múltiples reemplazaron el perentorio
lenguaje viril que la ocasión reclamaba. Minimizaciones eufemísticas del horrendo pecado,
ocuparon el lugar de las indispensables reprobaciones morales. Elogios, ponderaciones y
unánimes encomios a la labor del descarriado, sustituyeron la legítima reprensión y la exigencia
de la reparación del escándalo ocasionado, para que cese la contumacia. Perdones, disculpas y
humanitarias comprensiones ante la náusea, desplazaron toda palabra de amonestación, todo
llamado a la enmienda, toda urgente e impostergable imprecación del reo. Lisonjas y majaderías
impropias de varones, hallaron cabida para "acompañar con afecto" al contumaz, pero no hubo
lugar para el celo de suplicar clemencia a los pies del Señor.

Con una prontitud y un consenso que no se tuvo en anteriores y necesarios casos, se le agradeció
formalmente a Maccarone el servicio prestado "a quienes tienen la fe amenazada"; como si la
principal amenaza a la Fe del rebaño no fuera ver la conversión de sus mayorales en mercenarios
y en lobos. Y en el colmo del dislate -que sería jocundo si no rozara la blasfemia- se pretende
hacer girar la cuestión no en la ofensa mortal infligida al Altísimo, no en la infracción al Decálogo
ni en la infidelidad a Jesucristo y al Magisterio de la Iglesia, sino en el espionaje político y en el
avasallamiento de la privacidad.

De resultas, lo pecaminoso ya no sería el amancebamiento contra natura sino su indiscreta


filmación con fines extorsivos. ¿Por quiénes nos toman realmente los Obispos? ¿Por quiénes se
toman, una vez abajados de su rango de maestros de la Verdad? ¿En tan poca monta se tienen y
nos tienen, para ofender la inteligencia con estas baratijas argumentativas? ¿Es tan fuerte el
pacto de la colegialidad, acalla el forzado mayoritarismo hasta la fuerza natural de las hormonas,
para que ni uno solo de los Obispos haya quebrado el complaciente discurso unánime diciendo
que el príncipe estaba desnudo, ¡ay!, literalmente, y en camastro villano? La filosa y justiciera
metáfora de la rueda de molino, tan aplicable otrora como ahora, no tuvo esta vez una boca
pastoril que la recordara.

4 -La supuesta disculpa de Maccarone, que tomó estado público a partir del 26 de agosto de este
2005, leída sobrenaturalmente asusta por el torpor que delata, estado propio de un espíritu
acédico. Pero leída naturalmente es una prueba más, de que tanto él como sus pares, son
incapaces de superar la perspectiva horizontalista, inmanentista y sociológica. El amadamado
prete refiere "un proyecto de extorsión", un "acontecimiento preparado por intereses y
tecnología" que "se aprovechó" de "su buena voluntad", hiriendo "la calidad moral de su
persona". En todo lo cual ve "el costo" pagado por una "actitud" de lucha "contra la prepotencia
y la injusticia" de los poderosos políticos santiagueños. Ausente el perdón a Dios por las ofensas
múltiples y gravísimas. Ausente el decoro y el pudor para llamarse a silencio sempiterno.
Ausente el puño que se golpea con furia el pecho, clamando cien veces mea culpa. Ausente el
sentido común para evitar expresiones como buena voluntad o calidad moral. Ausente la
conciencia del pecado, el propósito de enmienda, la disposición penitencial, el inacabable
pedido de misericordia al Señor, para con sus vellaquerías primero, y para con la grey que sus
escándalos azotó.

5 -En el vigente Código de Derecho Canónico, un canon, el 1387, tiene previsto hasta "la
expulsión del estado clerical" para el religioso que "con ocasión o pretexto de la confesión",
"solicita al penitente a un pecado contra el sexto mandamiento". Dictamen que no literalmente
pero sí a fortiori se le aplica a Maccarone. Y en el antiguo Pontifical Romano -como lo ha
recordado en una homilía luminosa el Padre Gustavo Podestá- se detallaban los momentos
solemnes, reparadores y justicieros, de la ceremonia de degradación a la que podía someterse a
un pastor corrupto y ladino. Uno a uno, en restauradora pedagogía litúrgica, se le despojaba al
traidor de los atributos sacros que se le habían conferido al ordenársele. Para que nadie pudiera
decir que la lenidad se había impuesto. Para que el maldito agravio al Redentor no quedara
impune ni triunfante la apostasía. Para que sus manos ensuciadas por el dolo no se atrevieran
jamás a tomar la Sagrada Forma.

Nada de eso sucederá en este caso, como nada de eso sucedió en situaciones análogas o más
graves. Porque salvo honrosísimas excepciones, estos pastores, que por dolorosa permisión de
Dios, ejecutan, encubren y toleran hoy la consumación de tantos atropellos doctrinales y
morales, no son en rigor la Verdadera Iglesia. Son la Iglesia Clandestina, cuya protesta le costó la
vida a Carlos Alberto Sacheri. La que pide canonizar a los palotinos, a Angelelli, a Pironio o a
cuanto aprendiz de Judas cambió al Señor por denarios. La que dice optar por los pobres, como
escaramuza para servir a la Revolución. La que dice enfrentarse con los poderosos pero
complace a los tiranos. La que dice oponerse a los poderes políticos, pero se prosterna ante la
democracia y sacraliza al Régimen. La que por boca del Cardenal Primado, Jorge Bergoglio, ha
dicho el pasado 10 de agosto -sin que uno sólo de sus pares o subalternos saliera a enmendarlo o
siquiera a suplicarle enmiendas- que católicos, judíos y musulmanes "adoramos al mismo Dios".
Iglesia de la Publicidad, la llamaba el Padre Julio Meinvielle; de la que el intemperado
Maccarone quedará como un emblema sombrío y vil, en el que se amalgaman el progresismo y
la contranatura, la inverecundia y la herética pravedad.

6 -No prevalecerán en la Barca sus polizontes cuatreros. Hay legiones de curas acorazados en la
Fe Verdadera, blandiendo la Cruz como se empuña el mandoble en la batalla, ornamentados
para el sacrificio, dispuestos con hombría a servir a los menesterosos, a tutelar a los débiles, a
enfrentarse con los mercaderes, a despreciar a los partidócratas, a conservar la pureza, y sobre
todo a rezarle a Dios en cada Pésame, "antes querría haber muerto que haberos ofendido".
Conocemos bien a esos curas gauchos e hidalgos, esparcidos sobre el paisaje patrio, anónimos
en su apostolado y eficientes en su diaria oblación. A ellos, no les parece, como al Vocero del
Episcopado, que «la primera y mayor preocupación es la credibilidad pastoral de la Iglesia», cual
si se tratara de una empresa pronta a recuperar sus clientes perdidos. A ellos les importa amar a
Dios sobre todas las cosas, y al prójimo por amor a Dios.

Y si la Barca hiede por sus presencias indignas, como el sepulcro de Lázaro, según nos cuenta el
Evangelio, el Rey Invicto puede restituirle el aliento y el paso firme, la resurrección entera para
que camine y avance, ya sin mortaja ni remoras ni obstáculos.

No prevalecerán en la Barca los sembradores de cizaña ni los hijos de las tinieblas, ni los
eclécticos componedores de diálogos irenistas y sincretistas, ni los pederastas ni los heresiarcas.
Porque la Barca la conduce Pedro, que -pescador veterano y reciamente masculino- se guía por la
voz tronitonante de su Caudillo, Jesucristo, quien le ordena irrevocablemente: ¡Duc in altum!
Conduce hacia lo Alto. Navega hacia Alta Mar.

Capítulo 5

UNA CLARA Y OLVIDADA LECCIÓN DEL CARDENAL BERGOGLIO


En La Nación del 31 de diciembre de 2004 [p.15], se da a conocer el fragmento esencial de la
homilía pronunciada por el Cardenal Bergoglio en la Catedral de Buenos Aires, «con ocasión de la
tradicional misa de Nochebuena». En la misma -y en una expresa alusión a las reacciones viriles
suscitadas por el muestrario pseudoartístico del blasfemo León Ferrari- el Pastor las descalifica,
pidiendo «poner la otra mejilla y mantener la ternura».

Si el consejo se ciñe al caso particular de la provocación de León Ferrari y de quienes lo


respaldan, y pudiera resumirse en el criollismo refranero de «no gastar pólvora en chimangos»,
podríamos coincidir con el Obispo. Al fin de cuentas, ante las embestidas torpes de un león,
como ante las de un toro o cualquier otro bruto, puede caber el señorío de «la gracia contra la
ira», que festeja Manuel Machado retratando la faena del torero.

Pero al margen de la circunstancia concreta que la motiva, la homilía del Cardenal es heterodoxa,
amén de inoportuna; desmoviliza a los católicos justí-simamente indignados por las continuas y
planificadas afrentas oficiales que sufre hoy la Fe Verdadera, y confunde la ascética de la mejilla,
válida para el inimicus o agresor privado, con la legítima ascética del látigo, válida y exigible
frente a la acción criminal del hostis o enemigo público. Certera, elemental y olvidada distinción
bimilenaria que ha hecho siempre el Magisterio, de la mano de sus santos y doctores, y que no
ha sido abolida por ningún Pontificado ni por Concilio alguno. Tradicional enseñanza que explica
y justifica el por qué de tantos héroes cristianos que han alcanzado los altares combatiendo en
guerras justas contra los más nefandos adversarios de la Cristiandad. El por qué, verbigracia,
pudo escribir el Crisóstomo: «si alguien blasfema corrígele, si vuelve a blasfemar corrígele otra
vez; si vuelve a blasfemar golpéale, rómpele los dientes, santifica tu mano con el golpe».

De investigar y de exponer este apasionante tema me ocupé hace más de una larga década,
siendo el resultado de mis estudios una modesta obra titulada El deber cristiano de la lucha
(Buenos Aires, Scholastica, 1992, 356 p). El entonces Monseñor Jorge Mario Bergoglio, a la sazón
Vicario Episcopal de Flores, recibió mi libro, y me respondió con una larga, generosa e
iluminativa carta, fechada el 18 de noviembre de 1992, escrita en hojas membretadas de la
misma Vicaría.

En sus partes más significativas dice la epístola: «Me felicito por tener en las manos una obra así.
Hace falta en un momento en que la 'tranquilidad de la paz' se ha adulterado en su significación.
Todo se sacrifica en aras del 'pluralismo de convivencia', en el que el Decálogo puede reducirse a
estos dos principales mandamientos: Vos con lo tuyo y yo con lo mió', Vos no me jorobas y yo no
te jorobo'.

Ese pluralismo en el cual la verdad 'se remata' en el relativismo valorativo ambientado por un
Neustadt o Grondona; en el cual la belleza pasa por los liftenings de Mirtha Legrand o las
guarangadas degradantes de otras 'estrellas' (por no decir meteoritos que destrozan lo que
tocan) y en el que el bien pasa a ser una mera adjetivación del verbo 'pasarla'. En un momento
en que el tal pluralismo de convivencia atenta contra la gramática más elemental de la bonhomía
y dignidad [...] hay cosas que no se prestan, que no se negocian.

Cuánto nos hace falta hoy día que venga aquella vieja Macabea que, con las entrañas
destrozadas por el dolor, tenía la valentía de burlarse del tirano con sus siete hijos. Claro, la vieja
no les hablaba de pluralismo, de convivencia. Dice la Escritura (y lo dice dos veces) que les
hablaba 'en dialecto materno'. Y el dialecto materno, ese que mamamos con la gracia del
Bautismo, es el que nos da la gracia y el aguante para toda lucha. Cuánto nos hace falta hoy día
que venga otra Judith y que nos 'cante' la historia de vencedores que llevamos dentro, como lo
hizo con aquellos ancianos corruptos por la cobardía que querían pactar. Les habló claro, y
después no roscó ni zafó ni negoció ni trenzó: simplemente le cortó la cabeza al enemigo de Dios.

Que la Santa Trinidad, a quien nos sea dada la gracia de adorar siempre, tenga piedad de
nosotros, y no nos deje caer en lo que aquellos "hijos rebeldes' que surgieron en Israel (1
Macabeos, 11,15), que para ser 'modernos' pactaron con todo: rindieron culto al pluralismo de
convivencia».

Bueno sería que el Cardenal, leyera hoy su propia epístola.

Pero hay más. Hacia la misma época de esta valiosa carta, visité a Monseñor Bergoglio en su
despacho de la Vicaría, en la calle Condarco 581, corazón mismo del barrio de Flores. Sabedor de
mis inquietudes sobre el tema que había motivado mi libro precitado, me obsequió un tratado
de C. Spicq, Vida Cristiana y Peregrinación según el Nuevo Testamento (Madrid, BAC, 1977),
aclarándome que el ejemplar estaba leído, usado, marcado y aprovechado por él mismo en su
formación sacerdotal. Conmovido por esta inusual delicadeza me sumergí de lleno en las páginas
de Spicq, profesor de Sagrada Escritura en la Universidad de Friburgo.

Están subrayadas con lápiz, por el hoy Arzobispo de Buenos Aires, estos párrafos vigorosos de las
páginas 154-155: «El cristiano debe ser fuerte, porque ha de luchar [...] tanto más cuanto hay
que vérselas con el diablo, cuyas estratagemas son terriblemente capciosas y agresivas; [...] No
se trata tan sólo de ganar una batalla, sino de emprender una guerra prolongada, con todas las
vicisitudes, renunciamientos, y múltiples esfuerzos, incluso heroicos en los momentos críticos,
pero teniendo en cuenta que el buen soldado, tras haber cumplido con todos sus deberes,
permanece dueño del campo de batalla, queda de pie. De ahí la llamada al combate del v.14
[San Pablo, Carta a los Efesios, 6]. 'En pie, pues', una vez por todas, no sólo para revestirse de las
armas que son medios de gracia y disponerse al combate, sino ya como un soldado en campaña;
la guerra ha comenzado y es continua».

Estamos prontos a restituirle su carta y su libro al Cardenal. Para que el penoso magisterio
ghandiano que hoy lo paraliza y con el que confunde y acobarda a la grey que le ha sido
confiada, ceda su lugar a la recia semántica de la milicia cristiana, apasionado por la cual, alguna
vez, suponemos, decidió ingresar a las filas combatientes de San Ignacio de Loyola.
Capítulo 6

ANTE UNA NUEVA Y GRAVE

PROFANACIÓN DE LA CATEDRAL

DE BUENOS AIRES

El próximo martes 11 de noviembre de 2008 -si la ira justiciera de Dios no dispone lo contrario- la
Catedral Metropolitana de Buenos Aires sufrirá un nuevo y gravísimo agravio.

No se trata en la ocasión del regular desfile sacrilego que frente a ella, y con la anuencia explícita
del Gobierno, realizan en tropel los sodomitas y sus aliados de depravada especie. Tampoco de la
invasión de las Madres de Plaza de Mayo, cuya sola presencia es una deposición irreverente y
procaz. Ni del arribo oficial de la masonería, ultrajando el espacio sacro so pretexto de un
indebido homenaje al Gral. José de San Martín. Hechos ambos que sucedieron con el
consentimiento del Cardenal Primado1.

Si las relaciones del Cardenal Bergoglio, tanto con el judaismo como con el sionismo, son
concretas y explícitas, no aparecen -por lo menos hasta hoy- tan claras sus vinculaciones con la
masonería. En varios reportajes concedidos por Sergio Nunes, Gran Maestre de la Gran Logia de
la Argentina de Venerables y Libres Masones, sobre todo en dos periódicos provinciales de
Gualeguaychú y de San Juan, hacia fines del 2007, el susodicho Nunes manifestó su coincidencia
"con el Cardenal Bergoglio, sobre la pobreza, las asimetrías sociales y la necesidad de llegar a
una igualdad de oportunidades para los seres humanos" (cfr. http:/ /radiocristiandad.
wordpress.com/2007/12/1 l/la-masoneria-argentina-dice-tener-muchas-cosas-en-comun-con-la-
iglesia-catolica/); como manifestó asimismo su deseo de tener un encuentro con el obispo. Pero
lo que es innegable es que Bergoglio jamás llamó al orden a Monseñor Karlic, cuya
escandalizadora confraternización pública con la Masonería tuvo lugar en Paraná, el 12 de abril
de 2000. Tampoco lo hizo cuando el referido Karlic, en vísperas de la Navidad del 2008, en No;

en la Festividad del Patrono de la Ciudad, la Arquidiócesis de Buenos Aires mediante su


Comisión de Ecumenismo y Diálogo Interreligioso, por un lado; y la tenebrosa B'Nai B'rith por
otro, cocelebrarán una "liturgia de conmemoración" en el "70 aniversario de la Noche de los
Cristales Rotos". Tamaño oficio religioso -según lo anuncia la invitación oficial que tenemos a la
vista- suma, además, los auspicios y las adhesiones de cinco instituciones judaicas, unidas todas
con la jerarquía católica nativa para "honrar y recordar" a las víctimas de "los nazis" que "en la
noche del 9 de noviembre de 1938, profanaron y destruyeron más de 1000 sinagogas, mataron a
decenas, encarcelaron a 30.000 judíos en campos de concentración [saqueando] negocios y
empresas".

El hecho, por donde se lo mire, constituye una mentira infame y una abominación que clama al
cielo.

Mentira es que se acuse, sin más, a los nazis, de los luctuosos y reprobables hechos conocidos
como la Kristallnacht o Noche del Cristal, repitiendo por enésima vez la versión canonizada por la
propaganda sionista y las usinas aliadas, ya varias y científicas veces rebatida en trabajos como
los de Ingrid Weckert (Cfr. "Flash Point, Crystalnight 1938. Instigators, victims and beneficiarles").

el programa / Viva la Radio! que se emite por la Cadena 3 Argentina, de Córdoba, recomendó el
libro de Antonio María Baggio, El principio olvidado: la Fraterni¬dad, editado con el auspicio y el
patrocinio de la Fundación AVINA, creada por el masón Stephan Schmidheiny. En dicho
reportaje, además, Karlic hizo la justificación de los "sacerdotes tercemundistas que se
comprometieron con la guerrilla, porque creían en la dimensión social en términos más
cristianos" (cfr. http:// www.youtube.com/watch?v=flOkTXL3uOfi ). Es evidente que el silencio
de Bergoglio ante tan desembozadas manifestaciones pro masónicas y pro marxistoides de
Karlic, guarda plena sintonía con sus propias convicciones.

Mentira es que se oculte el asesinato, a manos del judío Herzel Grynscpan, del diplomático
alemán Ernst von Rath, cuya alevosía -sumada a otras acciones judaicas de similar tono- motivó
la reacción violenta contra los israelitas aquella noche trágica y condenable. Mentira es que se
calle la evidente responsabilidad -tanto en el crimen de otro funcionario alemán, W. Gustloff,
como en el aprovechamiento político de los desmanes- de la siniestra Ligue Internationale
Contre VAntisémitisme (LIGA), sobre cuyo mentor Jabotinsky podrían escribirse páginas de
negras acusaciones.

Mentira es que se silencien las fundadas sospechas de la provocación intencional de este


pogrom por la mencionada LIGA, eligiéndose cuidadosamente para su estallido la noche del 9 de
noviembre, fecha emblemática en la historia del Partido Nacionalsocialista. Mentira es que se
escamoteen arteramente los repudios públicos y privados, enérgicos todos, de los principales
dirigentes nacionalsocialistas a aquella jornada de desmanes y tropelías, que incluyen
declaraciones de Goebbels, Himmler, Hess y Frie-drich de Schaumburg; así como órdenes
expresas de reponer el orden y de castigar a los culpables, a cargo del mismo Hitler, de Viktor
Lútze, jefe de las S.A, y del precitado Goebbels, en su famoso discurso de la madrugada del 10 de
noviembre. Mentira es que se omita el Protocolo del 16 de diciembre de 1938, firmado por el
Ministro del Interior de Hitler, Dr. Whilhelm Frick, repudiando tajantemente el criminal atropello,
no sin analizar seriamente sus reales motivaciones.
Mentira es que se hable de "7000 sinagogas destruidas", cuando no llegaron a 180, a manos de
una chusma incalificable, y de "30.000 judíos encarcelados en campos de concentración",
cuando 20.000 fueron los detenidos para su propia protección, y liberados pocos días después de
aquella demencia nocturna, según consta en el Informe de R. Heydrich del 11 de noviembre de
1938, aceptado en el «juicio» de Nüremberg.

Mentira canallesca, al fin, la que se asienta en el volante oficial de invitación a los festejos, y
según la cual "el mundo se mantuvo en silencio". En el mundo entero no se habló de otra cosa
que de la supuesta barbarie germana, consiguiéndose ipso facto ventajosos acuerdos de
emigración para los judíos alemanes hacia Palestina, lo que se consumó ese mismo año 1938,
con un número aproximado de 117.000 hebreos. El mismo Hitler envió a Hjalmar Schacht a
Londres para que gestionara la recepción de 150.000 judíos, mientras el presidente Roosevelt
reunió en Evianles-Baine a representantes de 32 ríáciones para organizar la preservación de los
hebreos.

Se movilizaron por la causa judía más de 1500 diarios en 165 países, como bien lo relata Salvador
Borrego. Hasta tal punto que -con razón pudo decir Schopenhauer- "si se le pisa un pie a un judío
en Francfort, toda la prensa, desde Moscú hasta San Francisco, levanta vivas manifestaciones de
dolor".

Los tres objetivos sionistas se habían cumplido con creces: la difamación sin retorno del régimen
nacionalsocialista, el principio del movimiento internacional que llevaría a la caída del Tercer
Reich, y el abandono de su supuesta tierra natal, Alemania, de los israelitas allí radicados,
trazándose cuidadosamente el plan de ocupar Palestina. ¿A quién benefició aquella noche de
sangre y fuego? ¿Quiénes la armaron realmente, si los más destacados jerarcas del
Nacionalsocialismo se quejaron amargamente de la misma y ordenaron su inmediato cese?

Somos católicos, y se nos crea o no, lo mismo da, nuestras espadas no se cruzan por defender
una ideología sobre la cual han recaído oportunas y sucesivas reprobaciones pontificias. Pero por
modestos y mellados que puedan estar nuestros aceros, saldrán siempre en defensa de la verdad
histórica, de los vencidos de 1945, a quienes ningún alegato en su defensa se les permite. Y
saldrán siempre en repudio y en ataque de la criminalidad judaica, por cuyas víctimas, que
suman millones -sí, decenas de millones- no hay un solo obispo guapo que quiera rezar un
sencillo responso.

Capítulo 7

LA NOCHE DE LOS CRISTALES ROTOS


El próximo lunes 9 de noviembre de 2009 la Iglesia de Santa Catalina de Siena, de nuestra Ciudad
de Buenos Aires, sufrirá un gravísimo agravio, como lo padeciera la Catedral Metropolitana en
años anterio¬res, ante las mismas circunstancias. Para que el dolor resulte aún más lacerante, los
primeros responsables de tamaña profanación serán nuestros propios pasto¬res.

Se trata de una falsa celebración ritual que se ha vuelto pecaminosa e impune costumbre. La
Arquidió-cesis de Buenos Aires, por un lado, mediante su Comi¬sión de Ecumenismo y Diálogo
Interreligioso; y la tene¬brosa B'Nai B'rith por otro, co-celebrarán una 'liturgia de
conmemoración" en el "un nuevo aniversario de la No-che de los Cristales Rotos".

Tamaño oficio religioso -según lo anuncia regu¬larmente la invitación oficial de rigor- suma,
además, los auspicios y las adhesiones de una diversidad de instituciones judaicas, unidas todas
con la jerarquía católica nativa para "honrar y recordar" a las víctimas de "los nazis" que "en la
noche del 9 de noviembre de 1938, profanaron y destruyeron más de 1000 sinagogas, mataron a
decenas, encarcelaron a 30.000judíos en cam¬pos de concentración [saqueando] negocios y
empresas".

El convite oficial correspondiente al 2009, por su parte, agrega que el episodio recordado
"significó el inicio de la Shoa [...] que llevó a la muerte a más de seis millones de judíos, entre
ellos un millón y medio de niños" (Cfr.AICA, 3-XI-09); esto es, el mito completo y canonizado,
presentado con la misma categorización dogmática de siempre, contra las más elementales
reglas de la estadística demográfica objetiva.

El hecho, por donde se lo mire, constituye una mentira infame y una abominación que clama al
cielo [...]

Mentiras múltiples, por un lado, decíamos. Pero abominación que clama al cielo, por otra. Y esto
es lo más desconsolador, porque peor que la falsificación del pasado es la falsificación de la Fe.
Lo primero es oficialismo historiográfico y puede tener el remedio del buen revisionismo. Lo
segundo es la entronización del Anticristo y sólo hallará el remedio definitivo con la Parusía.

En efecto; nada les importa a los obispos que las entidades judaicas con las que se unirán en esta
parodia litúrgica, tengan un amplio y ruinoso historial de militancia anticatólica. Nada les
importa que la B'nai Brith sea sinónimo documentado de malicia masónica, mafia mundial,
ideologismo revolucionario y plutocratismo expoliador y artero. Nada les importa si una de esas
instituciones, el Seminario Rabínico Latinoamericano, amén de su frondoso prontuario sionista y
marxista, ostente con insolencia el nombre público de Marshall Meyer, conocido y castigado
otrora por su flagrante inmoralidad.

Nada les importa que uno de los cocelebrantes de la parodia ritual, junto con el inefable Padre
Rafael Braun, sea el Rabino Alejandro Avruj, Director Ejecutivo de Judaica, organización que se
exhibe ostensiblemente "en red" junto con JAG (Judíos Argentinos Gays) para propiciar
públicamente las uniones "maritales" entre degenerados (cfr. http://jagargentina. blogspot.com,
y Agencia Judía deNoticias, 30-6-08). Nada les importa a estos pastores devenidos en lobos, que
todas y cada una de estas entidades, hoy llamadas a una concelebración farisea y endemoniada,
hayan sido y sean la prueba palpable del odio a Cristo, a su Santísima Madre y a la Argentina
Católica.

LA HEREJÍA JUDEO-CRISTIANA

No; lo único que les importa es consolidar la herejía judeo-cristiana, convertirse en sus acólitos y
adalides, y exhibirse impúdicamente ante la sociedad, no como maestros de la Verdad,
crucificados por ella, sino como garantes del pensamiento único, tramado en las logias y en las
sinagogas.

Bergoglio el primero, y tras él sus diversos heresiarcas -más o menos activos o pasivos,
acoquinados o movedizos- no quieren ser piedra de escándalo ni signo de contradicción, ni sal de
la tierra y luz del mundo. Quieren ser funcionarios potables a la corriente, empleados dóciles de
la Revolución Mundial Anticristiana.

Dolorosamente hemos de acotar -como hijos sufrientes y perplejos de la Santa Madre Iglesia-
que en tal materia, el mal ejemplo llega de la misma Roma, desde donde parten y se extienden
las más innecesarias majaderías y adulaciones a los deicidas. Empezando por la más grave de
todas, cual es precisamente la de exculparlos del crimen del deicidio, renunciando a su
conversión.

Nuestro respeto es sincero y creciente por los tantos Natanaeles, en cuyos corazones no hay
dolo, según lo enseñara el Señor. Nuestra veneración es mayúscula hacia aquellos que, como los
gloriosos hermanos Lémann, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, el inmenso Eugenio Zolli, o
nuestro cercano Jacobo Fijman abandonaron las tinieblas para arrodillarse contritos -victoriosos
en su metanoia- ante la majestad de Cristo Rey.

Pero nuestra guerra teológica sigue siendo sin cuartel y declarada contra este sincretismo
indigno, ilegítimo y herético, cuyos fautores eclesiásticos -ya hueros de todo temor de Dios y de
toda genuina fe neotestamentaria- no trepidan en ofrecerles a los enemigos de la Cruz uno de
los templos más emblemáticos de la Ciudad, otrora llamada de la Santísima Trinidad.
Hospitalarios con los perversos para celebrar la mentira, quede marcado para ellos el estigma
irrefragable de quienes traicionan el Altar del Dios Vivo y Verdadero.

DECÍRSELO EN LA CARA

En la Homilía pronunciada durante la Misa Arquidiocesana de Niños en el Parque Roca, el pasado


24 de octubre de 2009, entre murgas y marionetas gigantes -según la noticia oficial publicada en
AICA-el Cardenal Primado, con esa facilidad ilimitada que posee de aplebeyarlo todo, les dijo a
los pequeños: "Nunca le saquen el cuero a nadie. Si ustedes le tienen que decir algo a alguien, se
lo dicen en la cara".
Se lo estamos diciendo en la cara, Eminencia, pero ¿qué es lo que no comprende? ¿Qué no se
puede cometer sacrilegio, que no se debe homenajear una mentira, que no es posible la unidad
de los opuestos y la coyunda con los enemigos de la Cruz, que no se debe permitir la
concelebración de un ritual mendaz entre un modernista cripto judío y un hebreo promotor de la
contranatura, que es inadmisible profanar un antiguo templo porteño para cultivar la
obsecuencia con el poder judaico? ¿Cuánto más cara a cara tenemos que seguir proclamando
estas dolientes verdades para que sean inteligidas?

Con palabras eternas del Evangelio les llegue, a los intrusos del lunes 9 de noviembre y a quienes
les abren las puertas, la admonición jamás periclitada: "¡Matasteis al Autor de la Vida,
crucificasteis al Señor de la Gloria!".

Con palabras veraces seguiremos repitiendo lo que todos cobardemente callan: el único
holocausto de la historia, los tuvo a los judíos por victimarios y a Nuestro Señor Jesucristo por
Víctima inmolada.

Con palabras de Santa Catalina de Siena -la dueña de casa del Convento que profanarán estos
malditos- repetiremos en alta voz: "Gracias, gracias sean dadas al Dios Soberano y Eterno, que
nos ha colocado en el campo de batalla para luchar como valientes caballeros por Su Esposa, con
el escudo de la Santa Fe".

Con palabras del martirologio seguiremos proclamando: Cristo Vence, Cristo Reina Cristo Impera.
¡Viva Cristo Rey!

Capítulo 8

DOBLE Y SILENCIADA AFRENTA

El pasado 12 de diciembre de 2009, cuando la Cristiandad celebra el día de Nuestra Señora de


Guadalupe, la plana mayor de la masonería vernácula -esto es, de la Sinagoga de Satanás, según
impericlitable sentencia de León XIII- presidida por un sujeto que dice responder al nombre de
Sergio Nunes, ingresó a la Catedral de Buenos Aires para rendirle homenaje, según se dijo, al
Gral. José de San Martín.

De acuerdo con la información proporcionada por los mismos interesados fue la «primera vez en
la historia [que] un grupo de masones ingresó en la Catedral, en un hecho [...] casi sin
antecedentes en el mundo». «Con traje oscuro», «reencontrándose como hermanos», con
«todas las manos en el corazón», aquellos invasores escucharon el «breve discurso» de Nunes o
Nones, y tras celebrar la memoria de quien consideran «el más ilustre iniciado», se retiraron del
lugar para seguir con sus estropicios ordinarios (cfr. Justo y postergado homenaje, en Símbolo-
net, n.69, diciembre de 2007. Publicación digital de la Secretaría de Prensa de Gran Logia de la
Argentina de Libres y Aceptados Masones).

La gravedad notoria y pública del sacrilegio, obliga a las siguientes consideraciones:

1.- Son responsables de esta grotesca profanación las autoridades religiosas naturalmente a
cargo de custodiar el templo mayor de la Ciudad, quienes en vez de impedirles el acceso a los
siniestros y condenados sectarios, les franquearon las puertas con complicidad manifiesta y
escandaloso beneplácito. Es responsable el Cardenal Primado, Arzobispo de Buenos Aires, Jorge
Mario Bergoglio; el Nuncio Apostólico, y todos aquellos miembros de la Jerarquía que, por
acción u omisión, han consentido o callado frente a tan provocador atropello.

2.- Todavía rige la condena terminante a la masonería, firmada al menos en dos ocasiones, de
puño y letra, por el actual Pontífice Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger, cuando el 17 de
febrero de 1981 primero, y el 26 de noviembre de 1983 después, la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe que lo tenía por Prefecto, ratificó no sólo la incompatibilidad entre catolicismo
y masonería, sino la pena de excomunión prevista para quien tenga inserción en tan nefasta
conjura. Rige asimismo el canon 1374, que 'establece condignos castigos a los que prestan su
concurso a cualquier «asociación que maquina contra la Iglesia»; y el canon 1376 que señala
similares penas a «quien profana una cosa sagrada». Caben estos drásticos sayos no
primeramente a los inmundos enmandilados, que son enemigos visibles y explícitos de la Fe,
sino a todos aquellos que, por razón de su ministerio, deberían proteger a la Cruz y se comportan
en cambio como coautores de su vejamen.

3.- No es la primera vez en estos tiempos recientes, que nos toca presenciar con dolor el ultraje
de algunos de nuestros más venerados templos. Sólo al pasar, y recordando lo sucedido en los
meses postrimeros de este año que se esfuma, apuntamos los penosísimos episodios de la
Basílica de Lujan, de San Francisco, de San. Ignacio, de la Santa Cruz o de San Patricio. En un caso
fue cedido el altar mayor como podio proselitista a la infame dupla de los Kirchner y sus
secuaces; en otro el espacio sacro todo, como solaz para un grupo de estólidos que conforman
un club privado; en otros la parroquia entera como escenario y emblema del odio marxista
presidido por las Madres, las Abuelas, los Hijos y cuanta parentela homicida y depredadora
ejerce hoy poder en la patria estaqueada; y en otro caso, el de nuestro templo más antiguo,
como tinglado cabalístico para alimentar la mentira judaica del holocausto.

4.- Muchas y crueles profanaciones de sus espacios sagrados ha padecido la Santa Madre Iglesia
en veinte largos siglos. Pero es el nuestro un caso desdichadamente único, de templos que son
entregados por los propios pastores a las hordas marxistas, a las bandas talmúdicas, a las logias
masónicas y a las bacanales del mundo.

En tiempos heroicos, los obispos morían mártires junto a sus sacerdotes y feligreses, para
impedir la horrenda blasfemia. Ahora, andan compitiendo presurosos para recibir los halagos de
los peores verdugos de la Fe. En tierras sojuzgadas por el comunismo, creció en estatura y en
bizarría el legendario Cardenal de Hierro. Aquí, cuando los acomodados clérigos se entregan
ostensiblemente a la masonería -como lo hizo a la vista de todos Estanislao Karlic, el 12 de abril
de 2000- los nombran Cardenales.

5.- El Gral. José de San Martín no fue «el más ilustre iniciado» de sus endemoniadas filas, como
fementidamente repiten los trespunteados agentes.

Sobran las pruebas para demostrar que los masones fueron sus pertinaces enemigos, dentro y
fuera del país; para demostrar que los caudillos federales -con sus pendones altivos que gritaban
¡Religión o Muerte!-fueron en cambio sus camaradas y amigos. Para probar, en suma, que el
hombre que persiguió con vara implacable a los masones, haciéndolos hocicar y rendir, fue el
heredero de su sable corvo, y el destinatario de los mayores elogios. «Los pueblos» -le escribió
San Martín a Quiroga el 20 de diciembre de 1834-«están en estado de agitación contaminados
todos de unitarios, de logistas, de aspirantes de agentes secretos de otras naciones, y de las
grandes logias que tienen en conmoción a toda Europa».

Una doble profanación se ha consumado, aunque entre la una y la otra haya una distancia que
sabemos calibrar. A Dios y a la Patria, a los Santos y a los Héroes, a la Cruz y a la Espada, al
Sagrario y al Soldado, al Altar y a la Historia.

iTal vez quede en esta tierra yerma alguna guardia de granaderos desvelados, leales a la misión
que se les impuso de tutelar los restos del procer en la Catedral de Santa María de los Buenos
Aires. Si así fuera, bueno sería que en la próxima ocasión desalojaran a mandoblazos limpios a
estos apatridas y amorales, usurpadores insolentes de la Casa del Padre. Y aplicaran contra ellos
el merecido castigo previsto por el Libertador para «todo aquel que blasfemare el nombre de
Dios y el de su adorable Madre», como rezaba el artículo primero del Código de Deberes
militares y penas para sus infractores.

Por si alguien lo ha olvidado, el tal castigo suponía la mordaza primero y la horadación de la


lengua después, con un hierro al rojo vivo. Tanta rudeza, explicaba San Martín, para que la patria
no resultase «abrigadora de crímenes».

MUESTRARIO DE INFIDELIDADES

Capítulo 9

SEPULCROS BLANQUEADOS

La impostura oficial, abocada a glorificar a los guerrilleros marxistas que le declararon la Guerra
Revolucionaria a la Argentina con el apoyo internacional de varios Estados Terroristas, desde el
cubano hasta el soviético, ha recibido el pasado Martes Santo de 2009 una nueva bendición del
Cardenal Bergoglio. El Martes Santo, para que la profanación fuera completa. Cuando el centro
de toda contemplación y de toda conducta cristiana, no debía ser otro sino el misterio de la
inminente resurrección; cuando las lecturas del día remitían al profeta Isaías definiendo la
vocación del siervo de Dios como el oficio de ser luz para las naciones (Isaías, 49, 1-6); cuando la
tierra se prepara para el sepulcro y el cielo para la gloria, el Cardenal y los suyos celebraron la
memoria de quienes se alistaron con el ateísmo.

Fue en San Patricio, más que parroquia -como la de la Santa Cruz, como tantas otras- verdadero
museo de la propaganda anticatólica y antro de agitación irreligiosa. Aguantadero de tenebrosas
organizaciones, podio de fariseos, teatro de la amnesia, vidriera de la malaventurada progresía.

La verdad es muy distinta a la versión amañada que dan gobierno y clerecía. Angelelli, Mujica,
las monjas francesas o los palotinos, integrantes todos de la nómina de "mártires" que el
Cardenal considera beatificables si no canonizables, eran activos militantes de las bandas
terroristas, traidores consumados a Cristo y a la Iglesia. Compañeros de ruta, socios y cómplices
de los innúmeros crímenes cometidos por los rojos; desembozados o agazapados miembros de
los forajidos pelotones de erpianos y montoneros. Ellos mismos lo han testimoniado con
desparpajo y abundancia de pruebas. Ellos mismos, sabiéndose impunes y poderosos, han
reivindicado las sangrientas trapisondas. Como lo hiciera en el 2000 Ernesto Jauretche,
precisamente en relación con el papel de los palotinos. Ésta es la verdad, se busquen para
encubrirla o edulcorarla los eufemismos que se buscaren.

Sin embargo, para tales apóstatas abundan los homenajes "litúrgicos", los servicios
interreligiosos, las "misas" ecuménicas, los santuarios con votivas lumbres, las trágicas parodias
rituales de un sincretismo atroz, en el que convergen judíos, masones, herejes y vulgares
patanes. Todo suma a la alucinación colectiva de una feligresía errática a la que le han
trastrocado el sentido más hondo de la vida martirial.

Para el montonero Jorge Taiana, actual Canciller, el Cardenal Bergoglio y sus acólitos tienen
pronta la preocupación por sus presuntos padecimientos en tiempos de la "dictadura". Para sus
víctimas inocentes, el mutismo, la desaprensión y el olvido. Para el protervo Telerman, Jefe de la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, las visitas de cortesía y los recíprocos augurios. Para quienes
padecen su gestión, desde los tiempos de Aníbal Ibarra, edificada en el apoyo a la cultura de la
muerte, la contranatura, la subversión y la blasfemia, no hay pastorales tan caritativas ni
beneplácitos efusivos.

La tenida de San. Patricio no sólo fue una fiesta de la nueva y ficta historia oficial. Fue casi
-porque el paralelismo es inevitable- la sombría consolidación de lo que en las negras horas de la
Rusia leninista se dio en llamar Iglesia Renovada, con el traidor Alexander Vedensky a la cabeza;
esto es, una asamblea dócil y funcional a los requerimientos del bolchevismo. La Iglesia deja de
ser así "la basura" identificable con "la dictadura", poniéndose del lado de los marxistas, y
llorando con ellos los comunes muertos de una guerra inicua que supieron librar codo a codo.
Los sepulcros de los demonios se blanquean. Quienes lo hacen posible se convierten en
sepulcros blanqueados. Ya se sabe qué dijo de ellos el Señor.

El miserable de Kirchner conoce bien los trucos. Por eso asiste a estas funciones de "su" iglesia
católica, como asistió ayer a los sacrilegios del sodomita Maccarone, o a la toma de posesión del
oficialista Monseñor Romanín o a los despliegues canallescos del Padre "Pocho" Brizuela. La
Iglesia Renovada es ahora, para Kirchner, su nueva madre y maestra. Y ella, como una barca
invertida y desleal, lo recibe en su seno, le da la mano y lo acoge con holgura. Navegan en
bajamar o en aquerónticas aguas. Con esta "iglesia", claro, no miente al decir que "nunca tuvo
problemas".

Pero en la patria hubo católicos a quienes, por odio a la Fe, mató arteramente la guerrilla
marxista. La misma a la que sirvieron los palotinos, las monjas francesas, Angelelli y Mujica.
Católicos cabales, asesinados por ser testigos valientes de la Cruz. Católicos como Jordán Bruno
Genta y Carlos Alberto Sacheri. Católicos como tantos humildes soldados o policías, abatidos a
mansalva, sin tiempo a veces para musitar una oración. Católicos como los guerreros de
Tucumán, que portaban escapularios en sus pechos y ataban el rosario al caño del fusil.

¿Qué Misa celebró públicamente por ellos, Cardenal Bergoglio? ¿Qué llanto derramó por sus
memorias, qué consuelo para sus deudos, que confortación para sus familiares, qué homenaje
visible y orgulloso tributó en el altar para sus conductas de combatientes de Dios y de la Patria?
¿Qué santuario alberga sus restos y ante ellos su responso y su homenaje? ¿Qué proceso de
beatificación promueve o acompaña Usted, para quienes por luchar por el Amor de los Amores,
mató el odio desalmado y oscuro? ¿Qué secreta lista de mártires integran estos gloriosos caídos
para que ninguno de sus nombres egregios resuenen entre los muros posesos del templo de San.
Patricio? Al final era cierto. Existe él Evangelio de Judas. Pero no es un apócrifo de la gnóstica
secta cainista. Es una triste realidad que parece escribir a diario la Jerarquía nativa.

Caídos en la guerra justa contra el marxismo: primero por sus almas hemos elevado esta Semana
Santa nuestras más encendidas plegarias. Y no habrá pastor medroso ni gobernante crápula que
puedan impedir que lleguen, piadosas e invictas, ante el Dios de los Ejércitos.

Caídos en la guerra justa contra el marxismo: a la diestra del Padre, donde no llegan las felonías
del clero ni las crueldades de los resentidos, descansen en paz. Caídos en la guerra justa contra el
marxismo: ¡Presentes!

Capítulo 10

MARICONES CON O SIN "MATRIMONIO"


"Los que son más aparejados para huir que no para luchar, más vale verlos en los escuadrones
de los contrarios que en los nuestros"

Jenofonte, Anábasis, III, 2,17.

Cuando hacia fines del año 2009 el imbécil de Mauricio Macri decidió aprobar la parodia
siniestra del «matrimonio» homosexual, Bergoglio se le quejó invocando las leyes positivas,
según las cuales, tal acto no debería haberse consumado, y el Jefe de la Ciudad Autónoma
debería haber apelado legalmente para evitar la irregularidad reglamentaria.

La declaración bergogliana o badogliana -lo mismo da- no pasaba el terreno del positivismo
jurídico. Nada de invocaciones al Decálogo, a la Sacra Escritura, a la Verdad Revelada, a la Ley
Divina o al Magisterio intangible de la Iglesia. Nada de excomuniones ni de confrontaciones
celestes. Nada de invocar los derechos de Dios y los deberes de los supuestos bautizados. Nada
de recuerdos comprometedores como los de Sodoma y Gomorra, ni de inoportunos textos
paulinos mandando al infierno a los sodomitas. Todo medido y prolijito dentro del presunto
orden constitucional. Lo que se dice una queja liberal y democrática; y limitada a Macri, claro.
Porque los Kirchner son propulsores explíctos de esta depravación, pero para ellos no ha llegado
aún ni este suave tironcito de orejas clerical.

A pesar de la evidente y calculada pusilanimidad de la reacción eclesiástica, algunos católicos


vieron poco menos que una epopeya en la declaración del Primado. Como la Fundación Komar y
su Centro de Estudios Sabiduría Cristiana que, el 1-12-2009, en la página 7 de La Nación, sacaron
una solicitada en la que se «agradece y apoya incondicionalmente la posición firme y clara de
nuestro Arzobispo». ¿Cuál es la posición firme y clara? ¿No haberse atrevido a actuar como
Cardenal Primado de la Verdadera Iglesia, sino como un moderado jurisconsulto iuspositivista?
¿Cuál es la posición firme y clara? ¿No blandir el báculo para asentarlo con vigor viril en las
testas putoides de estos aberrantes funcionarios?

Pocos días después, a Página 12 se le obstruían sus carótidas, por disciplina partidaria; y
reventando como sapo, una de sus habituales cretinas inventaba una conspiración nazifascista
contra el «matrimonio gay», de la que Cabildo era el eje y el motor (Cfr. Página 12, 5-12-09, La
InquiSSición). Como en la tal «conspiración» quedaba involucrado el abogado Pedro Javier María
Andereggen, tres días después, su amigo judío Ricardo Miguel Tobal, en La Nación del 8-12-09, p.
5, sacaba también una solicitada. Para aclarar que Andereggen «no pertenecía a grupos de
ideología nazi-fascista», y que él, «como integrante de la colectividad judía argentina» daba
«público testimonio [...] del respeto por parte del nombrado y de su familia -reconocidamente
católicos- a las tradiciones religiosas judías en ocasión de asistir a actos de ese culto, de su
fraternidad social con numerosos miembros de la colectividad, del carácter republicano y
democrático de sus opiniones políticas, y de su condena y dolor moral por la Shoá».

Evidentemente los que piden casarse entre sí no son los únicos maricones de esta trágica
historia.
Pero hay más. En la misma línea medrosa, el pasado 25 de febrero de 2010, Bergoglio volvió a
emitir un nuevo Comunicado reprobando la negativa de Macri a impugnar la contranatura.

Entonces, Eduardo Rafael Carrasco, Director del Programa Padres de Familia y con nutrida
trayectoria en la lucha por la Cultura de la Vida, dio a conocer una didáctica Declaración que nos
place reproducir:

Coméntanos al comunicado del Arzobispado de Buenos Aires del 25-02-10

1.- Argumentación

El comunicado se atiene estrictamente a la legislación civil, partiendo: a) de que la legislación


argentina reconoce el matrimonio como integrado por un hombre y una mujer; b) y asimismo,
como así es entendido desde épocas ancestrales, su reafirmación no implica discriminación
alguna; c) en conclusión, el Poder Ejecutivo de la CABA tiene la obligación de apelar el fallo.

2.- Observaciones particulares

El razonamiento presenta fallos para la mentalidad actual, severamente acosada por la ideología
del género. Veamos: a) Defender el matrimonio apoyándose en una ley civiles sumamente débil,
pues esa ley puede -y va camino a- ser modificada por otra, presentada como más acorde a los
tiempos presentes; b) que rija el matrimonio convencional desde la prehistoria, es otro motivo
más para alterar la institución, puesto que la ideología del género en boga imagina la historia
como una lucha de clases derivada del abuso masculino, que requiere ejercer su dominio en esa
institución; c) plantear la obligación del Poder Ejecutivo sería relativo, pues argumentarán que
fue votado para gobernar sin presiones y respetando la voluntad popular.

3.- Reflexiones generales

a) Omitir la invocación constitucional a Dios, fuente de toda razón y justicia, debilita toda la
argumentación, regalando el uso de la autoridad que la propia Carta Magna confiere. Sin duda la
sociedad espera razones religiosas directas de una autoridad religiosa. Para el caso, oír de los
ministros de la Iglesia la interpretación de qué es lo que Dios quiere al respecto, y qué nos dice
indirectamente la naturaleza creada por Él; b) los argumentos jurídicos servirían de respaldo
adicional, ya que incumben principalmente a las instituciones competentes en el tema, como
podrían ser los colegios públicos de abogados, y ajenos a toda confesión religiosa; c) no hay en el
comunicado una sola referencia al derecho natural, como fundamento insoslayable de la ley
positiva; d) ¿No hay advertencias y sanciones para los católicos que eludan su responsabilidad
ante estos hechos?»

Fieles a nuestra antigua consigna, celebramos que alguien diga la Verdad. Deploramos que no
sea el Cardenal Primado, e instamos a quienes tengan un resto de amor por la veracidad que
dejen de urdir la fábula de Bergoglio como el gran impugnador del Gobierno. Ambos son
funcionales entre sí, y los dos lo son al reino de la mentira.
Capítulo 11

EL MAL COMBATE

El conflicto con él homosexualismo

En un inteligente Ensayo sobre Chesterton, Gustavo Corcao ha distinguido entre combate y


conflicto. El primero corresponde a los admirables tiempos medievales y es propio de los
caballeros, que bregan por la defensa armada de la Verdad desarmada. No necesariamente con
unas armas corpóreas o metálicas -siempre bienvenidas en la justiciera lid- pero sí
necesariamente con un arsenal viril, de hombres antes dispuestos a batirse que a rendirse. El
conflicto en cambio, es lo propio del sujeto moderno. Se alimenta de negociaciones, debates,
dudas, retrocesos, discrepancias y avenencias. Su heráldica es la del civilizado disenso, mientras
el blasón del combate es la sangre martirial trasegada en desigual torneo.

Así las diferencias, era lógico que los obispos tuviesen conflictos con el homosexualismo
desatado, y en particular con el abyecto propósito kirchnerista de legalizar los apareamientos
contranatura, considerándolos "matrimonios". Conflictos propios de espíritus pacifistas,
racionales, discutidores; permeables al diálogo y abiertos a las disidencias. ¡Que a nadie se le
ocurra andar pidiendo la pena de muerte para los sodomitas, Levitico en ristre, como osó
hacerlo el Rabino Samuel Levin! ¡Qué a nadie se le ocurra asimismo solicitar el castigo fatal para
los gomorritas, como se aplica aún hoy en Afganistán, Irán, Mauritania o Yemen, países
mahometanos! ¡Que a nadie se le ocurra tampoco andar mentando los textos del
fundamentalista Pablo de Tarso, según los cuales, es el infierno lo que les aguarda a los
promotores y ejecutores del festín horrendo contra el Orden Natural!

Conflictos sí; combates no: tal la consigna de los pastores y de su arrebañada grey.

Por distintas fuentes nunca desmentidas -y por una de la que hemos tenido directa constatación-
se supo que en este conflicto Monseñor Bergoglio propuso una salida a la altura de sus
antecedentes. Consistía la misma en acordar la legalización de la llamada "unión civil", como
supuesto mal menor preferible al mal mayor del "matrimonio igualitario". Para eso contaba con
la opusdeísta Liliana Negre de Alonso, y con otras figuras mamarrachescas del catolicismo oficial
-altos pretes incluidos- políticamente correctos y tributarios del pensamiento único. Pacifistas
como son, a tales "católicos" y a su Cardenal Primado, la batalla sin cuartel y acaso cruenta les
parecía una desmesura. Lo razonable era amortizar el conflicto con algún paliativo que no dejara
vencedores ni derrotados. Las "uniones civiles" -tan comprensivas, tan sin máculas de antañonas
discriminaciones- eran un encantador remedio.
No analizaremos ahora la falacia del llamado mal menor en política1, ni creemos pertinente
aclarar que tanto clama al cielo que dos invertidos se acoplen

Lo hemos hecho profusamente en Antonio Caponnetto: La per-versión democrática, Buenos


Aires, Santiago Apóstol, 1998, p. 228-265. bajo una ley que los declare civilmente unidos, o bajo
otra que, por vía de cruel sarcasmo, denomine al acople con el título de matrimonio. Ambas
realidades son ultrajantes y vejatorias, y en mejores tiempos, por ofensa a Dios muchísimo
menor que ésta, los pastores fieles hubiesen calzado clámide, moharra y gorguera. Bajo
cualquier denominación o instituto, legalizar la mancebía promiscua de un par de seres
depravados, es un pecado enorme y escandaloso.

Sin embargo, sea por la furia maloliente de los Kirchner contra todo lo que lleve el signo de la
Iglesia; sea por el grueso equívoco mediático de suponerlo al Cardenal en la primera línea de
fuego contra el Gobierno; sea por las nutridas movilizaciones provinciales en pro de la familia, o
por la presión de varias declaraciones episcopales, más en consonancia con el rechazo vigoroso
de Benedicto XVI a la cultura de la muerte, lo cierto es que Monseñor Bergoglio abandonó
temporariamente su medianía en la materia, tuvo una misteriosa epojé en su ininterrumpida
heterodoxia, y dio a luz una misiva "A las monjas carmelitas de Buenos Aires", fechada el 22 de
junio de 2010.

La carta no empardará a las Pónticas de Ovidio ni las Epístolas de Eustacio de Tesalónica, pero es
redondamente buena, tanto de criterio como de contenido y de espíritu. Y dice cosas
gratamente disonantes con el magisterio irenista de Su Eminencia. Dice, por ejemplo, que la
iniciativa oficial del "matrimonio homosexual" es "la pretensión destructiva del Plan de Dios".
Que "no se trata de un mero proyecto legislativo (éste es sólo el instrumento), sino de una
'movida' del padre de la mentira que pretende confundir y engañar a los hijos de Dios". Que es
una manifestación de "la envidia del Demonio", quien "arteramente pretende destruir la imagen
de Dios: hombre y mujer que reciben el mandato de crecer, multiplicarse y dominar la tierra".

Dice además, para nuestro inusitado regocijo, que "hoy, la patria", ante "el encantamiento de
tantos sofismas con que se busca justificar este proyecto de ley" [del matrimonio homosexual],
necesita el auxilio del "Espíritu de Verdad", del "Espíritu Santo, que ponga la luz en medio de las
tinieblas del error". Al fin, y al modo de un encomiable corolario, la carta termina pidiendo el
apoyo sobrenatural de la Sagrada Familia, para que sus miembros "nos socorran, defiendan y
acompañen en esta guerra de Dios" y en "esta lucha por la Patria".

Era demasiado. Demasiado por donde se lo mire, gíitar este manojo de verdades rotundas y dar
un puñetazo en la infausta mesa del diálogo para hablar, siquiera una vez, el lenguaje inequívoco
de las definiciones tajantes. Era demasiado y el mundo no le perdonó al Cardenal que rompiera
su alianza con él, aunque fuera circunstancialmente y por fugaces momentos. En esta ocasión,
incluso, el Centro de Estudios Sabiduría Cristiana, no sacó ninguna solicitada apoyando
"incondicionalmente la posición firme y clara de nuestro Arzobispo".
Llovieron las críticas feroces, a cual más indignas e ignorantes. Llovieron asimismo las
justificaciones y las corteses reconvenciones de los católicos bien-pensantes, la una más inaudita
que la otra; y no faltaron los intentos por exculpar al Cardenal de tan insólita exaltación de
ortodoxia, haciendo recaer "las culpas" del "exceso" a las presiones de cierta línea eclesial
demasiado romanista.

El mismo Monseñor Antonio Marino -a quien tenemos por un hombre de bien, y que se prodigó
en esfuerzos para que los senadores no votaran la ley del homosexualismo "conyugal"-
interrogado por Sergio Rubín, en el Clarín del domingo 18 de julio de 2010, acerca de si no fue
"contraproducente para la Iglesia que Bergoglio dijera que estaba el diablo tras la iniciativa" [del
matrimonio homosexual], en vez de trompear al desubicado con palabras contundentes, dio la
siguiente y desconcertante respuesta: "El Cardenal se dirigía a las monjas contemplativas. No me
parece que deba estar prohibido emplear el lenguaje de la Biblia, sobre todo para hablar con
religiosas". Una traducción penosa pero no falaz de las palabras de Monseñor, podría ser la que
sigue: "Caballeros, no sean duros con el Cardenal. Ustedes saben cómo son las monjas, creen en
el demonio y todo eso. Además se trata del lenguaje de la Biblia, con sus simbolismos como el
diablo, el infierno, etc. Sean comprensivos. Si no se hubiera dirigido a las monjitas, el Cardenal
hubiera usado otras palabras".

Sin embargo, quien se llevó las palmas de la interpretación de la misiva bergogliana, fue la
mismísima Cristina Kirchner. El 12 de julio, desde Pekín, le dijo a los medios: "Este discurso [el de
Bergoglio] es agre¬sivo y descalificador. Sobre todo proveniente de aquellos que deberían instar
a la paz, la tolerancia, la diversidad y el diálogo, o por lo menos eso es lo que siempre dijeron en
sus documentos".

Director del DEPLAI, la principal institución oficial de la Iglesia que tomó bajo su responsabilidad
la organización de aquel olvidable encuentro en el Congreso.

La carta está fechada el 5 de julio de 2010, y circuló masivamente por los medios, entre otras
cosas, porque el destinatario de la misma vivió por esos días su propia novela de Wilde, sólo que
la importancia era ahora la de llamarse Justo y resultar portavoz de La Iglesia Infiel

Tres afirmaciones erróneas enhebra el Cardenal en su misiva.

-Dice la primera: "Sé, porque me lo has expresado, que no será un acto contra nadie, dado que
no queremos juzgar a quienes piensan y sienten de un modo distinto [...] En una convivencia
social es necesaria la aceptación de las diferencias".

1 El vicio nefando hecho política de Estado, práctica impúdica y ariete político expreso contra el
Catolicismo, no puede ser reducido eufemísticamente a "un pensar y sentir de modo distinto".
Debe ser juzgado moralmente, y condenado de modo enérgico y ejemplar todo aquel que lo
practique con inverecundia, lo promueva con estulticia, lo difunda obscenamente y lo convierta
en herramienta explícita para enfrentarse con la autoridad de la Iglesia. El acto, pues, debió ser
planteado, y de un modo vigoroso, como una sacra batalla contra todos aquellos que, desde el
Gobierno y la partidocracia, consumaron la profanación del matrimonio y legalizaron la
contranatura. ¿Por qué no habría de ser "un acto contra nadie", si los enemigos que ocupan el
poder desembozadamente nos persiguen y atacan, expresando de manera formal que buscan la
destrucción del Orden Cristiano y la entronización de una nueva "construcción social y cultural",
tal como lo enunció Cristina Kirchner? ¿Por qué ha de quedar anulado el agere contra ignaciano,
si no sólo estamos ante nuestras propias tendencias pecaminosas, sino ante el intento homicida
de hacer del pecado una ley para toda la sociedad? ¿Por qué es necesaria la aceptación de las
diferencias, cuando las mismas no brotan de la naturaleza sino de la ideología del género,
lanzada aviesamente al mercado de fórmulas gramscianas para destruir la ley natural? ¿Por qué
se nos pide la renuncia a la confrontación, si los adversarios que tenemos a la vista, no lo son de
nuestra persona privada sino de las personas públicas de la Iglesia y la Nación Argentina? ¿Qué
inconmensurable taradez ha llevado a pensar que el Régimen torcería su rumbo desquiciado
ante el chocarrero amontonamiento de adminículos color naranja?

-La segunda afirmación errónea dice: "la aprobación del proyecto de ley en ciernes significaría un
real y grave retroceso antropológico [...] Distinguir no es discriminar sino respetar; diferenciar
para discernir es valorar con propiedad, no discriminar. En un tiempo en que ponemos énfasis en
la riqueza del pluralismo y la diversidad cultural y social, resulta una contradicción minimizar las
diferencias humanas fundamentales".

No debemos apelar a las categorías mendaces del mundo moderno, ni pagar tributo a la
semántica amañada del enemigo. La ley del matrimonio homosexual no es mala porque
signifique "un retroceso antropológico". Podría significarlo y constituir un gran bien. Por
ejemplo, si ese retroceso significara rescatar el concepto creatural del hombre, hecho a imagen y
a semejanza del Creador, o la antigua y olvidada noción antropológica del horno transfigurationis
que surge del mismo Evangelio (Jn.3, 1-21)

Tampoco debemos seguir aceptando la mentira de la discriminación como un acto


intrínsecamente malvado, cuando miles de veces se ha aclarado -desde la lingüística, el derecho,
la gnoseología, la psicología, la lógica y la moral- que discriminar es un acto perfectamente
legitimo y necesario toda vez que significa distinguir, separar, discernir, examinar, diferenciar o
vislumbrar con entera justicia y completa lucidez. Contrariamente a lo que dice Bergoglio
-usando su neoparla de contemporización con el mundo- distinguir es discriminar, valorar con
propiedad es discriminar, diferenciar para discernir es discriminar. Y esta triple discriminación es
buena, justa, encomiable, aprobada por Dios y por los hombres de buena voluntad.

"En un tiempo en que ponemos énfasis en la riqueza del pluralismo y la diversidad cultural y
social", la contradicción de los homosexuales y sus padrinos no consiste, como cree Bergoglio, en
"minimizar las diferencias humanas fundamentales"; sino -y ésta es la aberración de la cultura
de la muerte- en otorgarle derechos y leyes a aquellas diferencias que brotan de la violación
intencional de la ley natural y de la ley divina.
Además, siempre corresponderá preguntarse, como lo han hecho los últimos Pontífices con
insistencia, cuál es la conveniencia de poner "énfasis en la riqueza del pluralismo y la
diversidad", cuando a la vista de tal énfasis convertido en imposición coactiva, no es la Verdad la
que ha salido gananciosa sino la que ha sido vilmente conculcada. El 21 de julio de 1974, en un
Mensaje dirigido al Congreso Nacional de las Asociaciones de Padres de los Alumnos de la
Enseñanza Libre Francesa, el Papa Paulo VI pedía proponer las enseñanzas de Jesucristo, como
una necesidad perentoria, "que se deja sentir hoy más que nunca en un mundo pluralista, a
menudo secularizado, que duda sobre sus razones de vivir". Y en su Alocución del 24 de abril de
2004, Benedicto XVI, ante el evidente e insoslayable retrato de una sociedad diversa y plural,
insistía en tener en cuenta que a todas las herencias culturales, por respetables que resulten, hay
que "purificarlas de aquellas prácticas que son contrarias al Evangelio".

Pero Monseñor Bergoglio compra el paquete entero de la cultura moderna y revolucionaria: lo


bueno es no volver al pasado, no discriminar, promover el pluralismo, la diversidad y la
convivencia de los opuestos. Los Kirchner ya pueden dormir sin sobresaltos. Otra vez el Cardenal
habla el lenguaje del siglo XXI. El paréntesis católico ha durado lo que un suspiro.

-La tercera afirmación errónea de Bergoglio dice: "Te encargo que, de parte de Ustedes, tanto en
el lenguaje como en el corazón, no haya muestras de agresividad ni de violencia hacia ningún
hermano. Los cristianos actuamos como servidores de una verdad y no como sus dueños. Ruego
al Señor que, con su mansedumbre, esa mansedumbre que nos pide a todos nosotros, los
acompañe en el acto".

Hemos escrito un libro entero para refutar esta desmovilizante zoncera; y si el lector tuvo la
paciencia de acompañarnos hasta aquí, sabrá que se trata de "El deber cristiano de la lucha", y
que contó en su momento con una encendida felicitación del mismo Monseñor Bergoglio2.

Repasemos apenas un par de líneas básicas del asunto: a) Ni la agresividad ni la violencia son
malas per se; b) El prójimo es mi hermano en tanto reconozca a Dios como Padre; c) Nosotros no
somos los dueños de la Verdad, pero somos los hijos del Dueño, y por lo tanto, nada
inconveniente hay en actuar como un hijo celoso que custodia un bien del que se es propietario
por legítima herencia; d) Los mansos que resultarán bienaventurados, con la promesa de poseer
la tierra; esto es, la vida eterna, no son los pacifistas que responden los misiles con flores, y la
inmundicia sodomítica con arrumacos pietistas, sino los soldados probados, veteranos y diestros
en la guerra de Dios y en la lucha por la Patria. Contiendas ambas a cuya participación instaba el
mismo Cardenal en su carta a las Carmelitas.

Acaso sea el momento de que Monseñor Bergoglio repase la arrumbada Parábola de las Minas
-parábola parusíaca de la creatividad, la llamó Castellani-en la cual dice tajantemente el Señor:
"En cuanto a mis enemigos, los que no han querido que yo reinase sobre ellos, tráedlos aquí y
degolladlos en mi presencia" (Le. 19, 27). Explicando la durísima sentencia, afirma el Crisóstomo
que "es evidente que el Padre y el Hijo hacen una misma cosa; porque el Padre envía
2 Cfr. El capítulo 5 de la segunda parte de la presente obra.

un ejército a su viña, y el Hijo hace matar en su presencia a los enemigos" (cfr. Santo Tomás,
Catena Áurea, Lc.XIX, 11-27).

No le pedimos a Su Eminencia ninguna exégesis comprometedora de las temibles perícopas,


pero al menos podía dejarse de desparramar ternezas y mansedumbres a granel.

Y si no es mucho pedir, podía dejar de sostener -como lo ha hecho in fine en la carta a


Carbajales-que "los únicos privilegiados son los niños". Porque la frase, amén de su discutible
validez conceptual y endeblez política, no corresponde al Salterio, claro, después del Laúdate
pueri Dominum, sino a un hombre cuyas contribuciones a la moral sexual en la sociedad no se
cuentan precisamente entre las más edificantes.

Por lo pronto, su segunda esposa no ocultó jamás su amistad acrisolada con el sodomita Paco
Jamandreu. Y si es cierto que a Pavón Pereyra, Perón le manifestó su desagrado porque en
Inglaterra "el homosexualismo es una cosa legal", no es menos cierto que el empresario Mario
Rotundo sostiene ante quien quiera escucharlo que, en las conversaciones que tuviera con Juan
Domingo en el exilio, a principios de la década del '70, para escribir sus propias Memorias, el
General "estaba a favor del matrimonio de personas del mismo sexo, por una cuestión de
respeto al ser humano e igualdad ante la ley" (http://www.laarena.com.ar/el_paissolo_se_vota
ra por_matrimonio_homosexual-50021-l 13.html). Asimismo, y que sepamos, las autoridades del
Partido Peronista no han impedido que exista y que actúe pública y activamente la Agrupación
Nacional Putos Peronistas (cfr.http://putosperonistas.blogspot.com/) -con perdón de las
palabras- cuyos miembros reivindican expresamente el ideario del líder justicialista.

Escatologías históricas al margen, quede registrada esta nueva y desoladora deserción del
Cardenal Primado. Con el agravante de haber dicho la verdad -sabrá Dios si por convicción o por
conveniencia- y de haberla contradicho a las pocas horas, mientras se oía en lontananza,
entrecortado y lúgubre, el canto de algo que semejaba un gallo neotestamentario.

Capítulo 12

BODAS DE INFIERNO

La falacia del constructivismo sexual


En 1967, un par de gemelos univitelinos, varones ambos, fueron llevados al Hospital de
Winnipeg, Canadá, cuando tenían ocho meses de edad. El propósito de esa visita -corregir una
fimosis en los niños-terminó en un drama altamente ejemplificador.

Uno de los gemelos, como consecuencia de una falla técnica en el electro bisturí, acabó con su
órgano sexual destruido.

Ante la comprensible desesperación, los padres acudieron al Dr. John Money, entonces un
afamado psicólogo neozelandés del Hospital John Hopkins de Baltimore. Money era el director
de una clínica especializada en trastornos sexuales y, lo que es más importante, era uno de los
principales mentores y promotores de la teoría del género. Su teoría -la misma que prevalece
hoy- es que la sexualidad no depende del orden natural sino que se construye y se elige.

Tenía Money la triste pero fabulosa ocasión de probar su postura, pues nunca antes había caído
en sus manos un caso así. Alguien nacido varón con un testigo casi clonado, su hermano gemelo,
de que genéticamente pertenecía al sexo masculino. El mundo científico quedó expectante del
caso. Lo mismo se diga del "lobby gay", siempre presuroso por contar con la ciencia para
justificar sus perversiones.

El niño fue castrado, se le practicaron las primeras intervenciones para dotarlo de un órgano
sexual femenino y comenzó a ser criado como mujer. Sin embargo, su rechazo por la figura de
Money, que supervisaba la horrible mutación, fue siempre total y en aumento. Igualmente
sucedió con la familia del niño, cuyos padecimientos psicológicos, morales y espirituales
causaron gravísimas perturbaciones.

En mayo de 1978, entrando el niño en la pubertad, Money intentó una nueva intervención
quirúrgica, para la que había estado preparando artificialmente el cuerpo del paciente mediante
la ingesta de determinadas drogas. A la par que, en cada foro científico del que participaba,
exhibía su caso como trofeo del éxito de su perspectiva del género.

El niño se resistió por la fuerza a ser operado. Todo en su ser, en su naturaleza, sentía un
inmenso rechazo por lo que le estaban haciendo. Apareció entonces, providencialmente, la Dra.
Mckenty, quien no sólo se puso del lado del niño, sino que le planteó a sus padres la urgente
necesidad de que le contaran su verdadera historia, hasta entonces desconocida por la víctima.

Conocida la verdad, no sin sobresaltos, como se comprende, el niño decidió reasumir la


identidad masculina que le había sido criminalmente negada. Se bautizó y eligió el significativo
nombre de David, en alusión a su lucha desigual y solitaria contra el enorme mal que lo acosaba.

Un equipo de la BBC de Londres siguió el caso de cerca con serios enjuiciamientos de la


inconducta del Dr. Money, cuya mendacidad e inescrupulosidad fueron quedando en evidencia.
Mucho tuvo que ver en este desenmascaramiento del degenerado sexólogo, la presencia del Dr.
Milton Diamond, quien comprendió -por sentido común y por su propia ciencia médica- que se
estaba ante una aberración.
David encaró del mejor modo posible la ardua pero gozosa tarea de reconstituir la natura que le
habían negado. Profundamente religioso, le pidió a Dios la gracia de poder ser un buen padre y
un buen esposo. Ayudado en el legítimo empeño por su familia, y de un modo muy especial por
su hermano gemelo, el 22 de septiembre de 1990, a los 23 años, contrajo matrimonio con Jane,
una joven de 25 años, en una iglesia de Winnipeg.

Dio un paso más. Decidido a refutar testimonialmente la insensata perspectiva del género, y
siempre con el respaldo de su familia, se puso en contacto con el escritor John Colapinto, a
efectos de que su historia fuera conocida por todos. El resultado fue el libro As notare made him.
The boy who was raised as a girl, New York, Harper Colins, 2001, de 289 páginas.

La reacción heroica y el drama conmovedor de David Reiner -se suicidó en el 2004, y un poco
antes lo había hecho su hermano- sólo permiten extraer un par de conclusiones rotundas, y
todas ellas sustentadas en ese inapelable veredicto de la empiria y de las ciencias duras, que
suelen ser las únicas creencias de los progresistas promotores del homosexualismo.

-Existe el orden natural. Su negación es demencia, malicia, ceguera ideológica o todo ello
combinado. La naturaleza es siempre la naturaleza, y aunque se la expulse por la fuerza, también
por la fuerza sabe volver por sus fueros, porque es inderogable. Fue Horacio, un poeta pagano
del siglo primero antes de Cristo, quien supo decirlo taxativamente: "Expulsa a la naturaleza a
golpes de horca; ella, porfiada, retornará, e indomable, sin que tú lo sientas, destruirá los
hábitos desdeñosos" (Epístolas, I, 10,v.24-25).

-La perspectiva del género es una vulgar mistificación, para encubrir con ropajes
pseudocientíficos lo que no puede llamarse sino como siempre se llamó: antinaturaleza. No
existen sino dos sexos, y si hoy se pueden "construir" otros, como se pueden construir otras
"familias", ello no prueba que el "constructo sociocultural" sea válido o deseable; prueba
únicamente el grado de descomposición al que se ha llegado. Las nuevas alternativas "nupciales"
o parentales, no demuestran los beneficios del relativismo ético. Diagnostican el triunfo de la
consigna leninista: la putrefacción es el laboratorio de la vida. Si el engendro de Frankestein, en
vez de permitirnos deducir que es aborrecible el amontonamiento de carnes para dar vida a una
realidad monstruosa, nos lleva a sostener la licitud y la posibilidad de una antropología
frankesteiniana, pues entonces habrá que prever para los "constructores" de la nueva
humanidad relativista, el mismo destino que soportó el mítico creador de aquel monstruo
horripilante.

EL ODIO AL MATRIMONIO

Pero más allá del mortificante caso de David Reiner -que paradójicamente no esgrimen nunca los
que apelan al emocionalismo para justificar las coyundas invertidas- hay otras conclusiones que
queremos dejar asentadas, sin ánimo de exhaustividad.
l.-Los argumentos en pro del matrimonio contranatura -amén de pecar todos ellos contra la
estructura lógica del pensamiento- poseen el común denominador de la hipocresía. De una
hipocresía mucho peor de la que los homosexuales atribuyen como un tópico a la sociedad
tradicional que los "condena y victimiza". Algo similar al fariseísmo que denunciaba Chesterton
en "La superstición del divorcio", cuando decía que los divorcistas no creen en el matrimonio,
pero a la vez creen tanto que desean poder casarse una infinidad de veces.

Si los homosexuales fueran coherentes e inteligentes, no deberían haber reclamado jamás el


matrimonio. Lo que condice con sus prácticas y con sus ideas es el apareamiento transitorio,
sucesivo o simultáneo, hedonista y soluble, sin vestigio alguno del institucionalismo burgués. El
matrimonio, en cambio, es una institución de Orden Natural, anclado en aquellas categorías
tradicionales que los mismos sodomitas dicen rechazar. Pedir matrimonio homosexual es pedir
anarquía ordenada, caos conservador, delito virtuoso, desgobierno gobernado y subversión
subordinada a la autoridad instituida. No piden matrimonio los homosexuales porque crean en
él. Lo piden porque lo odian y porque saben que, asumiéndolo ellos, es el modo más vil de
destruirlo.

2.-Las respuestas que suelen darse al conjunto de argumentaciones homosexuales, no suelen ser
satisfactorias, incluyendo, en primer lugar, la de la mayoría de los obispos. Y esto no únicamente
porque se quedan en el plano del derecho positivo, sino porque no se atreven a enfrentarse con
los sodomitas, empezando por acusarlos pública y enfáticamente de falsarios y de mentirosos
contumaces, como acabamos de hacerlo.

La prédica insana a favor de la indiscriminación, del igualitarismo, de la solidaridad, de la cultura


del encuentro, y otras tantas naderías que ellos mismos han inculcado entre los fieles, les impide
ahora reconocer en este proyecto homosexual la acción de un enemigo declarado y contumaz de
la Verdad. Porque hablemos claro: no estamos aquí ante un caso desgarrador de una o más
personas con tendencias e inclinaciones desordenadas que bregan por enderezarse y que, en ese
caso, merecerían nuestra conmiseración, ayuda y respeto. Estamos ante una explícita embestida
de la Internacional del Vicio contra el Orden Natural y el Orden Sobrenatural, movida
prioritariamente por odio a Dios. "No a Dios. Ateísmo es libertad", levantaron como consigna los
homosexuales, reunidos sacrilegamente en la Plaza de San Pedro, el 1° de agosto de 2003.

Esta parálisis frente a los depravados, esta incapacidad para llamarlos por sus verdaderos
nombres, debilita todas las respuestas. Monseñor Arancedo -y es apenas un caso delirante entre
muchos más- ha dicho seriamente que "no se está en contra de que las personas del mismo sexo
quieran convivir y tengan los mismos derechos sucesorios" (La Nación, 18-7-2010, p. 27), sin
mentar aquí los exabruptos nauseabundos de Alessio, Farinello et caterva, a quienes nunca
alcanzan los castigos rotundos, efectivos, se-verísimos, irrecusables y ejemplares que sus
gravísimas infamias deberían dar lugar.

Se repite hasta la saciedad, por ejemplo, que no se trata de estar en contra de la noble igualdad,
de la sacra indiscriminación y de los derechos humanos. Cuando es exactamente al revés. No
somos iguales que los protervos. No hay forma alguna de igualar el bien con el mal. El pecado no
puede tener ningún derecho ni convertirse en ley, y siempre será acertado discriminar
justísimamente, para que nadie se atreva a llamar matrimonio a su caricatura agraviante y soez.
Ningún respeto nos merecen quienes bre-gan por la contranaturaleza. Llegue para ellos,
contrariamente, la manifestación clara de nuestro repudio, de nuestro desprecio y de nuestra
mayor repugnancia.

3.-La existencia del Orden Natural no está sujeta a la opinión de las mayorías, ni a las discusiones
parlamentarias, ni a las tramoyas sufragistas. Es un error seguir el juego democrático, que hoy
instala como tema dominante el "matrimonio" sodomítico y mañana las coyundas con animales
o con cadáveres. Es el error de las reacciones de quienes están insertos en el sistema, y creen en
él. Entonces nos convierten en sujetos dependientes de las maquinaciones enemigas. Hoy nos
obligan a discutir si se pueden casar dos hombres. Mañana si se puede seguir creyendo en Dios.

La democracia es una forma ilegítima de gobierno. Es, en rigor, la contranaturaleza llevada a la


política.

Y tanta es la perversión ingénita que la caracteriza, que ahora puede votar a favor de una
aberración moral o determinar, por el cuántico procedimiento de la mitad más uno que, a partir
de este momento, les asiste a dos seres disolutos el derecho de casarse y de adoptar hijos.

Nuestra respuesta no puede ser la de demostrar que los homosexuales son una minoría. Ni la de
fabricar mayorías postizas, aglomerando a los católicos con las histriónicas sectas evangelistas o
con los truhanes del protestantismo. Tampoco la de pedirle a los indignos senadores que tengan
a bien recapacitar y no legalicen el amancebamiento de los emponzoñados.

Nuestra respuesta consistirá en señalar la ilevantable culpabilidad histórica que le cabe a la


democracia por permitir el agravio más infame a la familia argentina que se haya pergeñado
hasta hoy. ¡Malditos sean los tres poderes políticos, sus miembros y la partidocracia que los
prohija, malditos sean los Kirchner y sus secuaces, oficialistas y opositores en tropel, toda vez
que del rejunte de sus actos inicuos se ha seguido la profanación del verdadero hogar! ¡Malditos
sean ante Dios, ante la Historia y ante las generaciones pasadas, presentes y futuras de patriotas
honrados! Todo cuanto legisle este régimen ominoso lleva el sello de la insanable nulidad e
ilicitud. Se pueda o no enmendar mañana el insensato estropicio de esta tiranía, todo católico y
argentino bien nacido está obligado a rebelarse activamente contra la ley injusta.

Aclarémoslo una vez más de la mano de Aristóteles. El que pregunta si la nieve es blanca no
merece respuesta. Merece un castigo porque ha perdido el sentido de lo obvio. Merece la
reacción punitiva porque ha degradado a sabiendas el sentido común. Merece la trompeadura
justiciera por tergiversar adrede el significado de las palabras, sabiendo que al hacerlo, está
ofendiendo al mismísimo Verbo de Dios. Por eso, ante la guerra semántica, que adultera los
significados, veja el Logos, calumnia los nombres y desacraliza la palabra, nosotros no tenemos
nada que debatir. Que debatan los opinólogos de la democracia. Cuando se ofende a Dios y a su
Divina Ley, la discusión es algo en lo que no creemos; y lo que creemos no está sujeto a
discusión. Apliquemos al caso, nuevamente, las enseñanzas de San Jerónimo citadas por el
Aquinate (S.Th, III, q. 16, art. 8, r): "con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las
palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error".

4.-El demonio es el gran negador del misterio nupcial, recuerda y resume magistralmente
Alberto Caturelli en su obra "Dos, una sola carne" (Buenos Aires, Gladius, 2005). "El demonio
odió (y odia) a Dios en el hombre porque es imagen del Verbo y, desde el principio odia al
hombre. Si el hombre es varón-varona, y la sexualidad pertenece a la imagen; si la unidualidad
logra su plenitud en la unión conyugal, el demonio quiere, desde el principio, la desunión y la
muerte del amor conyugal. Después de la Redención, odiará inconmensurablemente más el
misterio nupcial por ser copia de la unión esponsal del Verbo Encarnado y la Iglesia. Desde el
principio, el demonio odia la unión conyugal: él será el gran Negador, el gran Homicida y el gran
Separador".

Y por eso, concluye Caturelli, que en "la red del odio teológico [contra la familia] que cubre el
mundo", la homosexualidad reclamante de "matrimonios" e "hijos" cumple "un ritual tenebroso
de profanación de lo sagrado". "Los acoplamientos homosexuales en todas sus formas no son ni
pueden ser jamás 'uniones': constituyen una agresión gravísima al orden natural y una
profanación nefanda del cuerpo humano como tal y del misterio nupcial".

He aquí el fondo último de la cuestión que hoy nos estremece y consterna. El fondo teológico,
religioso y metafísico. Esta propuesta del "matrimonio homosexual" no es otra cosa, no puede
serlo, más que una expresión demoníaca en el sentido más estricto, ajustado y pertinente de la
palabra. Va de suyo que si los católicos y sus pastores no se atreven a llamar mentirosos,
depravados y pecadores a los militantes de la homosexualidad, mucho menos se atreverán a
llamarlos demonios. Pero eso es lo que son, guste o disguste, y tengan estas líneas el alcance que
tengan.

Quienes autodenominándose católicos propusieron, promulgaron, apoyaron o votaron la ley del


"matrimonio homosexual", deben ser excomulgados. De la presidenta para abajo, todos ellos.
No lo decimos por entender de cánones, que no es nuestro oficio. Tampoco lo decimos porque
creamos que a los presuntos destinatarios de la sanción los perturbe recibirla. Lo decimos para
salvar el honor de la Fe Católica. Para que tomen nota los buenos creyentes, de que no pueden
seguir llamándose miembros de la Iglesia los que han cometido contra la ley de Dios un acto
público de hideputez extrema. La Santa Sede, a su vez, debería expulsar ya mismo al embajador
argentino en el Vaticano. No -repetimos porque consideremos la hipótesis de que pueda
importarles el castigo diplomático a los promotores de la contranatura. Si no para que el mundo
entero tome debida nota de que no se puede profanar impunemente a la Iglesia. En todas estas
gestiones -excomunión y ruptura de relaciones- debería estar empeñado el Cardenal Primado,
con todas sus fuerzas. Lamentablemente no parece suceder así.

Nacimos en La Argentina. Tierra de varones y de mujeres dignos. Tierra de antepasados viriles;


de esposas, madres, hermanos, viudas, padres, cada quien cumpliendo su vocación de hombre y
de mujer, asignada por el Autor de la naturaleza. Cada quien aceptando gozosamente su
identidad, sus límites, su necesidad de ayuda y de complemento, de amor y de comprensión
recíproca.

Nacimos en La Argentina. Una nación con cálido nombre femenino, masculinamente fecundada y
labrada a lo largo de los siglos.

Nacimos en La Argentina. No queremos morir en Sodoma. Queremos, como DIOS manda,


defender en la PATRIA el verdadero HOGAR.

Ante el “mea culpa” que, con motivo del Jubileo, ha entonado la Jerarquía de la Iglesia parece
oportuno y a la vez honesto formular tres aclaraciones. Todas las cuales -necesarias en sí
mismas- se vuelven perentorias por el agravante de la horrenda e intencional falsificación
llevada a cabo desde algunos medios de comunicación, o el silencio que, en otros casos, ha
lastimado tanto como la tergiversación. Por eso es necesario resaltar:

1) Lo bueno que se dijo y que se ha ocultado por los medios

2) Lo que se dijo y con amor filial nos preocupa

3) Lo que, respetuosamente, quisiéramos que se hubiera dicho

1) Lo bueno que se dijo y que se ha ocultado por los medios

-“La Iglesia, desde siempre, ha sabido discernir las infidelidades de sus hijos (…) La Iglesia es
también maestra cuando pide al Señor perdón” (monseñor Piero Marini, maestro de las
Celebraciones Litúrgicas Pontificias, 7-3-2000, con ocasión de explicar el alcance de la
celebración litúrgica pontificia del mea culpa del 12 de marzo)

-“Es importante recalcar que (Memoria y Reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado) se
trata de un documento de la Comisión Teológica Internacional. Esto no significa que sea un
documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. No es por tanto, un texto de la
Santa Sede y mucho menos del Papa. El mismo Cardenal Ratzinger, al presentarlo esta mañana,
explicó que con este texto la Iglesia no pretende erigirse en juez del pasado, ni encerrarse de
manera pesimista en sus propios pecados” (Comunicado de la Comisión Teológica Internacional,
Agencia Zenit, 7-3-2000)

-“El documento (Memoria y Reconciliación…etc) no es más que el resultado de un grupo de


teólogos (…) Cuando se habla del pasado de la Iglesia, se cuentan muchas cosas que, con
frecuencia, son calumnias, mitos. La verdad histórica es la primera exigencia” (Padre Georges
Cottier, Secretario de la Comisión Teológica Internacional, autora del texto, 8-3-2000)

-“La Iglesia del presente no puede constituirse como un tribunal que sentencia sobre el pasado.
La Iglesia no puede y no debe expresar la arrogancia del presente (…) El protestantismo ha
creado una nueva historiografía de la Iglesia con el objetivo de demostrar que no sólo está
manchada por el pecado, sino que está totalmente corrompida y destruida (…) La situación se
agravó con las acusaciones de la Ilustración, que desde Voltaire hasta Niezstche, ven en la Iglesia
el gran mal de la humanidad que lleva consigo toda la culpa que destruye el progreso (…)
Necesariamente hubo de surgir una historigrafía católica contrapuesta para demostrar que , a
pesar de los pecados, la Iglesia sigue siendo la Iglesia de los santos: la Santa Iglesia (…) No se
pueden cerrar los ojos ante todo el bien que la Iglesia ha hecho en estos últimos dos siglos
devastados por las crueldades de los ateísmos” (Cardenal Joseph Ratzinger, 7-3-2000, con
ocasión de presentar en la Sala de Prensa de la Santa Sede, el documento Memoria y
Reconciliación…)

-“La confessio peccati, sostenida e iluminada por la fe en la Verdad que libera y salva (confessio
fidei), se convierte en confessio laudis dirigida a Dios, en cuya sola presencia es posible
reconocer las culpas del pasado y las del presente (…) Este ofrecimiento de perdón aparece
particularmente significativo si se piensa en tantas persecuciones como los cristianos han sufrido
a lo largo de la historia” (Memoria y Reconciliación, Introducción)

-“La dificultad que se perfila es la de definir las culpas pasadas, a causa sobretodo del juicio
histórico que esto exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o
la culpa atribuibles a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la
sociedad (…) o de las estructuras de poder(…) Una hermenéutica histórica es, por tanto,
necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada entre la acción de la Iglesia (…) y
la acción de la sociedad (…) Es justo por otra parte, que la Iglesia contribuya a modificar
imágenes de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos en los que, por ignorancia o
por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo y la
intolerancia” (Memoria y Reconciliación, 1, 4)
-“¿Se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una “culpa” vinculada a fenómenos históricos
irrepetibles, como las Cruzadas o la Inquisición? ¿No es demasiado fácil juzgar a los
protagonistas del pasado con la conciencia actual, como hacen escribas y fariseos, según Mt. 23,
29-32…? (Memoria y Reconciliación, 1, 4,)

-“(…)Es convicción de fe que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia
divina: ¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelos y ayuda
para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría
o de relación dialéctica (Memoria y Reconciliación, 3, 4)

-“Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que
se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos
interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha
sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con
el Evangelio (…) Hay que evitar(…) una culpabilización indebida que se base en la atribución de
responsabilidades insostenibles desde el punto de vista histórico” (Memoria y Reconciliación, 4).

-“Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración histórico-teológica de la actuación de la


Inquisición: ‘El magisterio eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto
de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un
modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las
imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo
sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva (…) El
primer paso debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales se les debe pedir que
ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los acontecimientos, de las
costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del contexto histórico de la época”
(Memoria y Reconciliación, 4)

-“Debe evitarse cualquier tipo de generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la


actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los sujetos más directamente
encausados(…) La Iglesia es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de
condena respecto a las diversas épocas históricas. Confia la investigación sobre el pasado a la
paciente y honesta reconstrucción cientifica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico…
(Memoria y Reconciliación, 4, 2)
-“(…) No caer en el resentimiento o en la autoflagelación, y llegar mas bien a la confesión del
Dios ‘cuya misericordia va de generación en generación’ ” (Memoria y Reconciliación, 5, 1)

-“Nunca se puede olvidar el precio que tantos cristianos han pagado por su fidelidad al Evangelio
y al servicio del prójimo en la caridad” (Memoria y Reconciliación, 6, 1)

-“Además, hay que evaluar la relación entre los beneficios espirituales y los posibles costos de
tales actos (de perdón) también teniendo en cuenta los acentos indebidos que los ‘medios’
pueden dar a algunos aspectos de los pronunciamientos eclesiales(…) Hay que subrayar que el
destinatario de toda posible petición de perdón es Dios (…) Se debe evitar(…) la puesta en
marcha de procesos de autoculpabilización indebida (Memoria y Reconciliación, 6, 2)

-“Lo que hay que evitar es que actos semejantes (los del perdón) sean interpretados
equivocadamente como confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo. Sería
deseable por otra parte, que estos actos de arrepentimiento estimulasen también a los fieles de
otras religiones a reconocer las culpas de su propio pasado (…) La historia de las religiones (no se
refiere aquí a la católica) está revestida de intolerancia, superstición, connivencia con poderes
injustos y negación de la dignidad y libertad de las conciencias” (Memoria y Reconciliación, 6, 3)

-“Su petición de perdón (el de la Iglesia) no debe ser entendida como (…) retractación de su
historia bimilenaria, ciertamente rica en el terreno de la caridad, de la cultura y de la santidad”
(Memoria y Reconciliación, Conclusión)

-“Se debe precisar el sujeto adecuado que debe pronunciarse respecto a culpas pasadas (…) En
esta perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas pasadas e indicar los
referentes actuales que mejor podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre magisterio y
autoridad en la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio, por lo que un
comportamiento contrario al Evangelio, de una o más personas revestidas de autoridad no lleva
de por sí una implicación del carisma magisterial (…) y no requiere por tanto ningún acto
magisterial de reparación” (Memoria y Reconciliación, 6, 2)
El católico al menos, tiene que saber entonces, que es falso que la Iglesia le haya pedido perdón
al mundo o a sus adversarios y no a Dios; que haya renunciado a su pasado de glorias y triunfos
de la Fe; que haya negado a sus santos y a sus héroes; que haya aceptado las mentiras históricas
elaboradas por sus difamadores y detractores; que haya admitido las argumentaciones
masónicas que la retratan como oscurantista o inhumana, que haya condenado a las Cruzadas, a
la Inquisición, a la Evangelización o a la Conquista de América; que haya obviado toda referencia
a las persecuciones de que fue y es objeto y a los gravísimos errores de los ateísmos y de las
demás religiones. Es falso que este mea culpa sea un nuevo dogma, una resolución ex catedra o
una retractación del Magisterio. Es falso incluso que toda palabra o conducta de una autoridad
eclesial deba ser tomada como docente, incluyendo las palabras y las conductas de los
intérpretes o aplicadores de este pedido de perdón. Todo esto y tantísimo más es falso, pero se
ha propalado desde los medios, desde ciertas cátedras seglares o religiosas y desde las usinas de
la intelligentzia, sin encontrar al menos el elemental correctivo de remitirse a las fuentes.

2) Lo que se dijo y con amor filial nos preocupa

-Nos preocupa que se pida perdón cuando no se advierte culpa. La Iglesia, por ejemplo, no es
culpable de la división de los cristianos causada por la herejía protestante, o por el accionar de
otros tantos heresiarcas, antes y después de la Reforma. No es culpable de los cismas, aunque
una vez provocados alguien pudiera señalarle actitudes aisladas poco caritativas. No es culpable
del extravío del paganismo, como la esclavitud o el menoscabo de las mujeres; ni de los
crímenes del capitalismo, como el abandono de los pobres o el desprecio por necesitados; ni de
las aberraciones del materialismo, como la supresión de los no nacidos; ni de los atropellos del
imperialismo, del neopaganismo y del sionismo, como la persecución a razas y etnias, ni de las
atrocidades del marxismo, como las campañas genocidas. No sólo no es culpable la Iglesia sino
que es víctima, y en gran medida por oponerse sistemáticamente con su testimonio a tan graves
pecados.

-Nos preocupa que tras las disculpas por presuntas faltas de respeto a otras culturas y creencias ,
se pueda justificar el salvajismo, el tribalismo y la idolatría, cayendo en un relativismo cultural,
religioso y ético que vuelve ilícita cualquier tarea apostólica o inhibe todod fervor misionero o el
obligado llamamiento a la conversión. O que desacredite las grandes gestas evangelizadoras de
la historia, las hazañas de sus testigos, las epopeyas martiriales de sus guerreros santos.

-Nos preocupa que pueda sasociarse toda violencia con la negación del Evangelio; cuando es un
hecho que, tanto de las fuentes vétero y neotestamentarias surge la legitimidad de una fortaleza
armada al servicio de la Verdad desarmada. Este deber cristiano de la lucha halla su fundamento
y su necesidad tanto en las Escrituras como en las enseñanzas patrísticas y escolásticas, tanto en
las obras de los grandes teólogos de todods los tiempos como en la mismísima hagiografía y en
la Cátedra bimilenaria de Pedro, hasta la actualidad y sin exclusiones.

-Nos preocupa que se les reproche a los católicos el poco esfuerzo “por remover los obstáculos
que impiden la unidad de los cristianos”, sin hacer referencia a la única unidad posible y
duradera cual es la que brota del arrepentimiento y de la conversión de quienes están en el
error, y de su consiguiente regreso a la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación, aún teniendo en
cuenta los casos de ignorancia invencible, ya que quien se salva, se salva dentro de la Iglesia.

-Nos preocupa que se imponga como criterio de autoacusación la falta de respeto por la libertad
de la conciencia individual, cuando el fundamento de la conciencia no es la libertad sino el
dictado de la sindéresis o recto sentido moral objetivo. Que prevalezca asimismo la criteriología
de los derechos humanos -su conculcación o su respeto irrestricto como divisoria universal de
aguas- sin tomar jamás expresa distancia de la ideologización, desnaturalización, y manipulación
que se viene haciendo de esos derecchos desde el Iluminismo y hasta pareciendo a veces que se
coincide con tal perspectiva.

-Nos preocupa que para atemperar las hipotéticas faltas de la Iglesia en el pasado, se cuestione
la unión de lo temporal con lo espiritual durante “los siglos llamados de cristiandad”; o que se
aluda a los cambios de paradigmas situacionales en el transcurso de los tiempos. Lo primero
puede conducir a la convalidación del secularismo, lo segundo a la adopción del historicismo.

-Nos preocupa que una vez reconocida la existencia de una historiografía facciosa, alimentada
por el odium Christi, se desaliente la apologética. Y que una vez reconocidas igualmente, tanto la
necesidad como la urgencia de la rigurosidad cientifica en el terreno de los estudios del pasado,
se omita toda mención a las grandes obras y a los autores magistrales que ya han dilucidado
períodos, acontecimientos y actores justamentte vilipendiados. Incluyendo aquellos que han
tenido lugar en el transcurso del siglo XX.

-Nos preocupa que la jerarquía eclesiástica presente, eleve a los altares a quienes entregaron su
vida durante guerrras justas por la defensa del sentido cristiano de sus respectivas patrias-
verbigratia los Cristeros y los combatientes de la Cruzada Española- y desapruebe a la vez “las
formas de violencia ejercida en la represión y corrección de los errores”. Tamaña paradoja podría
dar pie a una visión pacifista, ajena al espíritu de la doctrina católica, como al riesgoso equívoco
de creer que el bien se impone sin el esfuerzo y sin el sacrificio del buen combate.

-Nos preocupa que en la condena al nacionalsocialismo prevalezcan más esos prejuicios de la


opinión pública a los que sensatamente se alude en relación con otros hechos pretéritos, antes
que los juicios suscitados por la rigurosidad de los estudios científicos, por negativos que
pudieran resultar; o los tópicos de la propaganda aliada antes que las claras y empinadas
admoniciones de Pío XI en la Mit brennender Sorge. Que no se tengan en cuenta las teorías
anticristianas de sus fundadores, ni ciertas prácticas anticatólicas de sus gestiones
gubernamentales, ni el martirio a que fueron sometidos, entre otros, Santa Edith Stein o San
Maximiliano Kolbe, sino la discutible cuestión de “la shoah”, más próxima a la propaganda
política de posguerra que a la verad histórica, y más próxima también a la agitación proselitista
de las izquierdas que a la realidad de lo acontecido.

-Nos preocupa que aquella indiscutible condena al nacinalsocialismo, ya aludida, no tenga su


correlato en otra análoga a la intríseca perversidad comunista, responsable de la muerte de cien
millones de cristianos, ni a las sostenidas acciones terroristas y a la justificación de la tortura
sostenida desde el Estado israelí. Que ningún perdón se les exija a aquellos judíos que fueron los
principales ideólogos o ejecutores del marxismo, o que ningún perdón se eleve por los católicos
cómplices de colaboracionismo comunista, ya por acción u omisión. Que ninguna disculpa
implique a los bautizados que, aún con rasgos jerárquicos eclesiales, fueron compañeros de ruta
de la guerrilla roja, responsable de tantas muertes y desolaciones.

-Nos preocupa que se aluda a la hostilidad de numeroso cristianos hacia los hebreos, cuando los
textos religiosos basales del judaísmo están impregnados de una estremecedora animadversión
hacia los cristianos; cuando una gran parte sustantiva y dolorosa de la Iglesia, es la historia de las
maquinaciones hebreas contra Ella.; cuando la documentación seria prueba la existencia de
numerosos casos de católicos víctimas de crímenes perpetrados por judíos, en tanto tales, y por
odio a la Fe de Jesucristo, cuyas víctimas han sido elevadas a los altares por la Iglesia, desde San
Esteban hasta Santo Dominguito del Val, San Simeón de Trento, San Guillermo de Norwich o el
santo Niño de la Guardia. Y cuando es un hecho actual, notorio y visible por todos, el hostil
desprecio y la vulgar agresión de cierta jerarquía judía hacia el santo Padre, hacia su humilde
pedido de perdón y hacia el esfuerzo de su viaje apostólico al corazón de Israel. Sin que faltaran
allí los miembros del Jabad Lubavitch, que envueltos en el taledo y haciendo sonar el shofar
pidieron ritualmente su asesinato, ante la indiferencia de quienes debieron reprobarlos
enérgicamente.
-Nos preocupa al fin, que se hable del antisemitismo cristiano como factor coadyuvante del
antisemitismos nazi, y hasta del retaceo de la ayuda ante el maltrato del que fueron objeto los
judíos durante el Tercer Reich. No existe un antisemitismo cristiano, sino una explicación
cristiana del misterio de la enemistad teológica de Israel; y en el más doloroso de los casos, un
conjunto de prevenciones dadas oportunamente por la Iglesia para evitar los conflictos
recíprocos. Existe en cambio un anticristianismo judaico, teórico y práctico. que arrancó los
primeros gritos de dolor en el Nuevo Testamento: “¡Matásteis al Autor de la Vida!” (Hechos 3,
13-15), “¡Crucificásteis al Señor de la Gloria!” (1 Cor. 2, 8). Existió un Pío XII que se desveló por la
suerte de los hijos de la Antigua Alianza, y no conocemos de la existencia de ninguna autoridad
rabínica equivalente que haya tomado como propia la suerte de los cristianos asesinados en los
gulags.

-Nos preocupa que en el legítimo afán de aliviar las heridas que pudieran haber recibido los
judíos durante su larga historia, se eche al olvido el drama teológico que significó su defección y
apostasía, del que nos habla San Pablo en los capítulos noveno a undécimo de su Epístola a los
Romanos, que se pase por alto el drama mayor del deicidio, corroborado por el Señor cuando
dijo “Sé que sois linaje de Abraham, pero buscáis matarme, porque mi palabra no ha sido
acogida por vosotros” (Jn, 8, 37); y sobretodo, que se evite pronunciar cuidadosamente todo
deseo o reclamo de conversión a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Mesías.

-Nos preocupa en definitiva, que este pedido de perdón, imprudente de por sí, torcido por los
medios, malinterpretado por los pseudointelectuales con poder, escamoteado en sus
significaciones más nobles y capitalizado por innumerables calumniadores de la Fe católica sin
aclaraciones condignas y autorizadas, instale artificialmente -para desconcierto de todos- la
dialéctica de una Iglesia pre-meaculpa y postmeaculpa, de consecuencias tan dañinas como
otras divisiones dialécticas ya probadas

3) Lo que, respetuosamente, quisiéramos que se hubiera dicho

No tenemos dudas de que en la Iglesia ha existido y existe el antitestimonio; de que muchos de


sus hijos – desde la autoridad o desde el llano- han sido y son causa del pecado de escándalo; de
que la memoria necesita purificarse de semejantes vicios.

Hubiera sido oportuno en tal sentido hablar del proceso de autodemolición al que se refiriera,
denunciándolo, Paulo VI, cuyos responsables tienen nombres y apellidos; de la tolerancia,
cuando no de la aquiescencia para con ese “humo de Satán” que se dejó entrar en el templo de
Dios, según dolorosísima expresión del precitado Pontífice; de las “verdaderas y propias herejías
que se han propalado”, tal como lo reconociera Juan Pablo II el 6 de febrerro de 1981, y en
particular de ese “conglomerado de todas las herejías”, como llamó San Pío X al modernismo, así
como de su sucesora, “la concepción que no se puede definir sino con el término ambiguo de
progresista (y que) no es ni cristiana ni católica” (Paulo VI, mensaje a los católicos de Milán, 15-8-
1963)

Hubiera sido oportuno pedir perdón por la desacralización de la liturgia, por la profanación de
tantas celebraciones eucarísticas, por el vaciamiento de los Sagrados Textos, por la falsificación
de la catequésis, por la adulteración de la dogmática, por el escamoteo de la ascética, por la
desnaturalización de la pastoral, por el inmanentismo, el secularismo y y el horizontalismo en
todos los terrenos que han desarrollado muchos sacerdotes. Perdón por el falso ecumenismo y
el sincretismo, por el pluralismo ilimitado e irrestricto, por la protestatización de la Misa, la
marxistización de la teología, la cabalización de la Fe, el aseglaramiento de los clérigos, la
reconciliación con el “mundo”. Perdón por las ceremonias inter-religiosas o pluriconfesionales en
las que el Vicario de Cristo queda homologado con los líderes de las falsas creencias, y el Dios
Uno y Trino con los profetas demasiado humanos de los cultos antiguos o modernos.

Hubiera sido oprtuno pedir perdón por los pastores medrosos, cómplices del liberalismo y del
comunismo; por los curas guerrilleros o agitadores tercermundistas, por los obispos que
confunden a su grey con palabras y hechos que no son sino contemporizaciones con los
enemigos de la Iglesia; por los que ensayaron todos los errores filosóficos del siglo y se olvidaron
de la filosofía perenne; por los innovadores que terminaron siendo socios activos de la
Revolución; por los que llamaron renovación a la apostasía y traicionaron a sabiendas la
Tradición. Perdón por las deserciones en nombre del antitriunfalismo, por el temporalismo, el
activismo, y la malsana mundanización. Perdón por no haber predicado explícita y
contundentemente la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo.

Mas como no sea cosa que se crea que estos deseados pedidos de perdón reconocen su punto
de partida en los días posteriores al Concilio Vaticano II, hubiera sido oportuno además, que se
entonara un mea culpa especialmente doloroso y trágico, por ese mal enorme y antiguo del
fariseísmo que resume y contiene a todos los otros, y que desde lejos viene corroyendo y
afeando el Santo Rostro de la Santa Madre Iglesia.

Hubiéramos deseado que se dijera -enfáticamente, con toda la energía y el ardor de la caridad-
que la Iglesia está acechada por dentro y por fuera, tal vez como no lo estuvo nunca en su
bimilenaria historia. Que semejante situación exige, por supuesto, católicos capaces de
reconocer sus verdaderas culpas y de pedir humildemente perdón a Dios y al prójimo
genuinamente ofendido. Católicos penitentes y rezadores, con el sayo de los peregrinos contritos
y suplicantes; pero también y por lo mismo, católicos militantes, llenos de lucidez y de coraje,
con la armadura de los caballeros victoriosos, conscientes de que Cristo vuelve, de que Cristo
Vence, de que Cristo Reina e Impera. Y de que entonces, como lo dijera San Pablo, “nadie será
coronado, si no ha valientemente combatido”.

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