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La historia, las cacerolas y sus interpretaciones

El hecho maldito
Por Martín Rodríguez *

Un ideal democrático diría que todo es representable. Cada nota del gran concierto social puede tener su canal
de representación, su político, su partido, su “colectivo”. Empieza en la garganta y termina en la urna. Como
si fuera posible una sociedad democrática sin intemperies o lagunas, o baches de demandas. Contra esa idea
demasiado utópica, las cacerolas también reflejan un síntoma (no el único) de que la democracia incluye
zonas vacías, aún vacías, de representación. Digámoslo así: quizá la gobernabilidad kirchnerista incluye ese
sonido de intemperie.

Un detalle bastante elocuente de la cobertura del último cacerolazo es descriptiva de una de las dificultades de
esa representación: no se podían poner testimonios. No se podía a riesgo de no poder filtrar a algún
energúmeno o energúmena que destiñera la imagen colectiva. Porque toda protesta, aun las más espontáneas,
intenta dar “una imagen”. El canal TN, vinculado afectivamente a la protesta, redujo la cobertura a un largo
paño con imágenes de la masividad y las voces de los cronistas que iban detallando los acontecimientos, las
movilizaciones, las consignas genéricas potables. La sensación que se desprendió de esa sana prudencia
también incumbe al desafío de una oposición que tendrá –de algún modo– que hacer pedagogía sobre sus
representados. Pasar a civilización ese runrún difuso al que TN escapó y que sí fue amplificado a propósito
por el programa Duro de domar exponiendo las declaraciones más crudas de la gente al cronista.

Pero no se trata de invertir siempre la fórmula de civilización o barbarie, donde ahora los nuevos bárbaros del
orden democrático son los sectores de clase media y media alta que no fueron barnizados por la pedagogía
progresista de estos años. No. Esa plaza incluyó muchas cosas, claro que algunas por su consistencia tuvieron
más volumen y densidad y se visibilizaron mostrando su relieve más nítido: el de los afectados por las
restricciones al dólar. Pero la manifestación absorbió otras demandas en la vía de un reclamo de mayor
“transparencia institucional”. La agenda liberal kirchnerista en lo político y su agenda intervencionista en lo
económico, por contraste, deduce el perfil de la libertad amenazada que reclaman. Puedo tener el sexo que
quiero, pero no puedo tener los dólares que quiero. Al revés que en los ’90. Liberales somos todos. Sin
embargo, el telón de fondo estimable de esta protesta, lo que amenaza romper ese dique geográfico tan
subrayado (Callao, teflon, dólar) es la inflación. Un malestar que puede alcanzar a sectores más populares.

Pero la embriaguez retórica que cifra gustosamente en clase media y clase media-alta la raíz del cacerolazo
limita y condiciona una lectura de la naturaleza kirchnerista para la solución de los problemas argentinos:
cuyo populismo real tiene que ver más con la clase media y su ampliación. Un discurso anticlase media puede
ser negador de la movilidad social. La clase media es un resultado social, comprende una narrativa familiar de
movilidades ascendentes. Y, algo más complejo, su demonización suele hacerse desde sectores de esa misma
clase. Peleas de vecinos. Progres versus reaccionarios. Y aunque los energúmenos existen (el “mute” de TN lo
confirma, el temor a que se escuchen los “¡yegua montonera!”) también es cierto que esa clase media urbana
resulta una distinción excepcional en la región. Somos el país con más tradición de clase media del sur. Y si el
peronismo –en versión romántica– es el hecho maldito del país burgués (como decía Cooke) también ahora,
de un modo más real y con un peronismo de estricta raigambre pragmática, la clase media es el hecho maldito
del país peronista. A su vez, es una clase media que tiene proporciones peronistas, frepasistas, católicas,
radicales, laicas, consumistas, antipolíticas y así. Crisol de razas, cuya pertenencia corporativa más
aproximada se dedujo en el consumo de ofertas del Grupo Clarín. Un consorcio líquido.

Pero volvamos al leitmotiv del día después: “que esa plaza se organice”, “que vaya a elecciones”. Ese planteo
modula la crisis de partidos, más que la crisis de representación. ¿Habrá candidatos en un año que toquen
música maravillosa para esos oídos? Seguro que los habrá, porque ya los hubo. Pero el desafío por esas
reestructuraciones partidarias enfrenta una dificultad congénita de nuestra democracia: el peronismo, ese
elefante que ocupa demasiado espacio, impide la partición republicana en dos partidos de centroderecha y
centroizquierda. El peronismo es siempre el mismo, y regula a su modo cuanto de tradición y novedad haga
falta, y se disciplina hacia el signo de cada tiempo. Hoy el kirchnerismo llevó esa estructura hacia la izquierda
pero conservando su articulación territorial.

Una crónica militante que se extiende en redes y medios nac&pop dicta que esos cacerolazos están poblados
con personas de menor cultura política, en la tradición de ocupación del espacio público, y cuya revelación
del “sentido colectivo” por el que se manifiestan suele ser menos elaborado, más brutal y racista. Esas plazas
tienen algo intraducible, algo de defensa de privilegios de clase en un primer plano y que convive más
vagamente con el llamado a una universalidad nacional. Suenan más mezquinas y desafían a la construcción
de un discurso más amplio, uno que sí o sí debería incluir –como mínimo– un lugar para los beneficiarios de
la AUH. ¿Cuál es el borrador del programa por la positiva?

Pero atenuemos entonces la fantasía de creer en la representación total. La política no es una sábana flexible
que no deja nota sin tocar. Y la demanda de representación (campanas que sonaron para el arco opositor) no
significa la amplificación de ese abajo, sino la tarea más difícil de hundir las patas en ese yuyo, separar la paja
del trigo y sacar sueños posibles en limpio. Porque una interpretación didáctica y simple de esas demandas
puede acabar en riesgo de desfinanciamiento estatal. Una sensación: si se les da todo lo que piden, nos
quedamos sin Estado. La política debería ayudar a traducir también en gobernabilidad la expectativa de ese
sonido y esa furia.

* Periodista.

Marchas
Por Jorge Coscia *

En estos días se habla de una posible convocatoria en respuesta a las marchas y los cacerolazos a los que
distintos sectores han adherido. Los medios han bautizado a esa hipotética convocatoria “la contramarcha”.
¿Contra qué marchar? Como en un vehículo, la historia y la política parecieran contar con distintas
alternativas de marcha. Haciendo un poco de “parasociología” (como reconocía hacerlo Jauretche),
descubrimos que la “caja de cambios de la historia” ha permitido marchas de avance a distintas velocidades,
siempre en pos del adelanto económico y social, y la marcha atrás, que tantas veces nos retrotrajo a la
dependencia y el retroceso.

Laclau ha explicado el modo en que algunos de esos avances se movieron en torno de múltiples demandas
convergentes. Al hacerlo, reconoce la existencia de un populismo progresivo. El 17 de octubre de 1945 es, sin
duda, un ejemplo en el que millares de trabajadores marcharon para adelantar la historia y su propia realidad,
promoviendo sus demandas de justicia social, soberanía política y autonomía económica. De ese modo
garantizaron avances que sólo se detendrían diez años después, aunque quedaron grabados a fuego como
derechos irrenunciables de las mayorías.

¿Fue el 17 de octubre una contramarcha? Detenido Perón en la isla Martín García, los miles de movilizados,
en realidad, marcharon contra el riesgo de perder las conquistas obtenidas. Lo hicieron defendiendo su
derecho a agremiarse, las mejoras salariales, las vacaciones pagas y el aguinaldo, pero también con un sentido
que excedía el interés de clase, para evitar el regreso del fraude político, la sumisión servil al imperio
británico y la hegemonía de una clase terrateniente sin proyecto amplio de país. Un mes antes, entre el
Congreso y la plaza San Martín había tenido lugar otra gran convocatoria, conocida como la Marcha de la
Constitución y la Libertad. Fue multitudinaria y convocó a un amplio espectro de la sociedad argentina.
También confluían en ella múltiples demandas, expresadas por la participación de todos los partidos políticos
tradicionales: el conservador, el radicalismo, los socialistas y los comunistas.

Eran el esbozo amplio de lo que luego sería la Unión Democrática, con el común reclamo de destituir al
gobierno de Farrell y Perón, y convocar a elecciones. Muchos de sus objetivos pueden considerarse válidos
aún hoy, pero, como en todo reclamo colectivo y multitudinario, el vector de su dirección sería la resultante
principal de las fuerzas entremezcladas. La presencia del embajador norteamericano Spruille Braden del brazo
de la dirigencia política argentina, junto con la activa convocatoria realizada por las mismas fuerzas que
habían sido protagonistas de la Década Infame, dio a la Marcha de la Constitución y la Libertad una dirección
reaccionaria, que proponía el retroceso a épocas todavía recientes de injusticia, fraude y dependencia. Era lo
que podríamos llamar una inequívoca propuesta de “marcha atrás”. Hubo otras marchas en los años
siguientes, como pruebas de que la historia no se detiene. Claro que puede ir hacia atrás o hacia adelante,
según cómo los conflictos se resuelvan en una sociedad en permanente construcción y, por qué no decirlo,
indefinición de un proyecto perdurable de país.

Una gran convocatoria contra el peronismo fue la Marcha de Corpus Christi, surgida del conflicto entre el
gobierno y la cúpula eclesiástica. En ella convivían sinceros creyentes, que sentían amenazada su fe, con
militantes liberales, comunistas y ateos, que sólo querían “la caída del tirano”. La marcha haría retroceder a la
Argentina a niveles inimaginables, anticipados días después por el bombardeo a la Plaza de Mayo, que
masacró a cientos de ciudadanos indefensos.

Las marchas de septiembre de 1955 llenaron la Plaza de Mayo para celebrar la caída del peronismo. Muchos
de los manifestantes ignoraban en ese momento que sus hijos, e incluso ellos mismos, terminarían apoyando
el regreso de Perón 17 años después. Curiosa marcha la que, en nombre de la democracia, garantizaría la
proscripción de más de la mitad de los argentinos durante una década y media.

En diciembre de 2001 las movilizaciones expresaron la diversidad de demandas que atravesaban la sociedad:
desde la pobreza extrema y el desempleo hasta el secuestro de los ahorros de los sectores medios y altos. De
allí surgiría la consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. El kirchnerismo nace como fuerza política
y frente nacional y popular para dar respuesta a gran parte de esas demandas insatisfechas y a la vez
asumiendo conflictos irresueltos que, por supuesto, tocaron intereses cómplices, cuando no generadores de
recurrentes crisis.

Diez años después, un ejercicio saludable de la memoria puede reconocer el avance de nuestra sociedad en
indicadores irrefutables tanto económicos como políticos y sociales. Se advierten cuentas pendientes, pero
estas mejoras se han distribuido entre amplios sectores de la Argentina, desde el campo empresarial y
productivo hasta los sectores más excluidos, como lo determina la AUH.

Nuevos problemas aparecieron, no obstante, en una sociedad más productiva, justa y distributiva, pero
amenazada ahora por una formidable crisis global.

Los recientes cacerolazos parecieran expresar el olvido de ciertos sectores medios del padecimiento
compartido con los sectores más postergados durante la crisis de 2001. Como en la Marcha de la Constitución
y la Libertad, probables demandas insatisfechas de sectores medios, razonables y justas, quedan disueltas en
la “sopa reaccionaria” que pareciera hegemonizar las convocatorias actuales.

Del mismo modo en que Braden y la Sociedad Rural determinaron en 1945 el conservadurismo de una
convocatoria con presencia masiva, en el cacerolazo actual, la propuesta supone una alternativa de retroceso
frente a los avances indiscutibles que hacen contrastar a la Argentina con una Europa que se hunde en la
crisis. Habría que recordarles a algunos sectores de la clase media que consumen las permanentes consignas
del desánimo, la fábula del escorpión y la rana: ésta atravesará el río con el escorpión a cuestas, pero,
invariablemente, será picada por la naturaleza inmodificable de su compañero.

Los sectores medios han sido víctimas de todos los modelos que implementaron los grupos más concentrados
del neoliberalismo y la derecha política. Hay que saber que en la segunda década del siglo XXI no existe una
Europa acogedora que reciba a nuestros hijos si fracasa el modelo nacional en curso.

Es válida la protesta, la disidencia y, desde ya, el uso de la calle para disentir con un gobierno. Pero siempre
debemos ver con quién y para qué nos juntamos, a riesgo de que nuestro reclamo genuino sume fuerzas al
vector del retroceso. También debemos prestar atención a esos “hombres brújula” que, con sus consejos, nos
extraviaron desde los medios de comunicación en los ’90. Hoy muchos de ellos nos piden, una vez más, que
“no los dejemos solos” y convocan a acorralar al Gobierno, que amenaza a sus empleadores. Si señalan que el
rumbo es hacia el norte, un memorioso sensato debería dirigirse hacia el sur.

Una marcha podrá ser numerosa y hasta multitudinaria, pero lo que verdaderamente importa es a quién sirve
su energía movilizada y hacia dónde podría llevarnos de lograr sus fines, no ya los de los que sienten un
válido descontento, sino los de los melancólicos de los ’90 y hasta de los “años de plomo”, como lo
demuestran los numerosos mensajes en la web que nos insultan, amenazan y rememoran los fracasos del
neoliberalismo y el odio de la dictadura. Verdaderos adalides de la marcha atrás, cangrejos de la historia.

* Secretario de Cultura de la Nación.

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