Evolución histórica de la geografía: reivindicando espacios, sujetos y saberes.
Juan David Rodríguez Rincón
11 de julio de 2019
La historia del pensamiento geográfico, su epistemología y ontología está estrechamente
ligada al proceso de modernidad que sufrieron todas las ciencias, junto con las sociales, desde la revolución científica del siglo XIX, y sus postulados se han ido modificando y nutriendo de perspectivas en la medida en que los diferentes momentos históricos de las ciencias humanas se han sucedido. Es decir que, a grandes rasgos, la geografía ha seguido el proceso histórico desde de la racionalidad científica en los planteamientos positivistas a neopositivistas, pasando por planteamientos existencialistas y fenomenológicos, para diversificar sus corrientes en lo que se ha denominado como la “Ola Postmoderna”. A lo largo de esta transformación, la geografía ha construido y discutido categorías de análisis a partir de la formulación de epistemologías y ontologías distintas, en relación a lo que se entiende como espacio, lugar, paisaje, territorio, y a la metodología adecuada para abordar el estudio de cada uno. Estas epistemes y ontologías se conjugan en grandes paradigmas que engloban la naturaleza de sus definiciones, y son a la vez el lugar de encuentro de un conjunto específico de marcos teóricos que se establecen a partir de sus premisas. Como se ha mencionado, el surgimiento de la ciencia geográfica estuvo vinculado a los procesos de modernización y revolución científica que tuvieron lugar en Europa en el siglo XIX. Allí, la necesidad de romper con las promesas de la tradición católica acerca del sufrimiento y la recompensa post-mortem, conformó un movimiento de racionalización del entendimiento de las cuestiones humanas, universalista y naturalista, que incorporaría conceptos y herramientas analíticas propias de las ciencias naturales en áreas como la economía, la filología y la sociología (Hobsbawm, 2009). En relación a esta tendencia, la geografía se erigía principalmente como una ciencia descriptiva de los fenómenos físicos que se presentaban en un área determinada. Fue gracias a la escuela alemana, en cabeza de Friedrich Ratzel y luego Karl Ritter, quienes dan luces a las primeras relaciones de la geografía física y el ser humano, por medio del estudio del proceso histórico de la distribución de los grupos humanos en el medio natural (antropogeografía en Ratzel) y el análisis de las relaciones y conformación de regiones fruto de la interacción naturaleza-sociedad (Vargas , 2012). La intención detrás de ambas iniciativas involucraba un entendimiento universalista del fenómeno, que permitiera distinguir unas leyes directoras de esta interacción dualista de actores geográficos. Esto tuvo lamentables repercusiones en las colonias de finales de siglo XIX y principios del XX, puesto que se entendía que la vocación de las regiones no europeas era la de proveer riquezas a quienes supieran aprovecharlas, marginando a los habitantes de dichas regiones en favor del desarrollo expansivo de las economías europeas. A pesar de las implicaciones prácticas de este paradigma universalista, naturalista o positivista, se destacan en él una primera ontología sobre el espacio, el conocimiento que se puede adquirir en relación a éste y la manera de aproximarse a dicho conocimiento. En primer lugar, el espacio se plantea como una dimensión absoluta y concreta de análisis, netamente físico, que es pre-existente e independiente del fenómeno humano. Este último punto va a cambiar gracias a los aportes de Paul Vidal de la Blache y la escuela francesa, que introducen el Posibilismo a la geografía positivista el cual subraya la importancia de la acción humana en la adaptación y transformación de ese medio físico, el cual no actuaría solo como una entidad de determinación del “género de vida” humano de sus habitantes (Claval, 1974). No obstante los aportes novedosos de la escuela francesa de Vidal de la Blache, el espacio seguía siendo ontológicamente absoluto, compuesto por elementos objetivos que son medibles con exactitud, donde el observador es claramente neutral en relación al fenómeno u objeto de estudio y formula tesis objetivas acerca de éste. Desde esta paradigma surgen corrientes como la Geografía regional y la geografía cultural (Carl Sauer y la Escuela de Berkeley; Lindon y Hienaux, 2006), interesadas en el análisis de regiones o paisajes, respectivamente, como la unidad espacial de análisis básica, donde se producen transformaciones recíprocas del espacio y de las costumbres humanas. En el contexto de las guerras mundiales de la primera mitad del siglo XX, varias de las ideas positivistas y progresistas de la ciencia entran en una crisis filosófica, donde se produce un agotamiento de la visión universalista de las ciencias y su aplicación en los asuntos sociales, que repercuten fuertemente en la geografía y la acercan a los debates filosóficos propios del momento: el existencialismo y la fenomenología. Este nuevo diálogo pone en cuestión las bases naturalistas y esencialistas que la geografía había adoptado hasta el momento, poniendo un énfasis mucho mayor en la experiencia humana del espacio, escapando de criterios absolutos para su definición (Delgado, 2003). Es así como nace la geografía humanística, la cual propone un nuevo paradigma acerca de la relación espacio-humanidad y cuestiona la posibilidad misma de concebir el espacio de manera objetiva, debido a que todos los actores sociales construyen una noción del espacio en virtud de su experiencia cotidiana subjetiva, junto con un conjunto de significados sujetos a la percepción de lo vivido. La crítica que desde esta postura se hace al positivismo en la geografía, apunta hacia la falta de reconocimiento de los sujetos y su capacidad de crear lugares por medio de su experiencia de vida, los cuales no podrían ser alojados dentro de un espacio absoluto, sino que constituyen por el contrario espacios relativos medidos por los fenómenos percibidos en este, y que no pueden ser medidos o cuantificados de manera sistemática, ni clasificados dentro de escenarios espaciales preexistentes que serían insuficientes para explicar y delimitar las relaciones humanas. Uno de los exponentes más importantes de este nuevo paradigma es Yi Fu Tuan (Vargas, 2012), quien propone al “lugar” como un espacio cargado de significados el cual sería la principal unidad de análisis espacial, construido por medio de relaciones afectivas y experiencias estéticas del espacio. De esta manera, el espacio mismo no sería más que una “entidad geométrica abstracta” que cobra valor en la medida en que allí se reproducen experiencias constitutivas de la realidad. Como se reitera estas últimas líneas, en este paradigma Constructivista la ontología del espacio es opuesta a aquella del naturalismo, dándole un carácter relativo y subjetivo, siendo así un escenario para la interpretación individual de la realidad. En respuesta a las suscitadas críticas que recaían sobre el positivismo, surge una corriente neo- positivista, la cual subraya la importancia de integrar las ciencias naturales y las ciencias sociales, que con los aportes de la geografía humanística y la fenomenología estaban cada vez más distantes y parecían seguir un camino independiente una de la otra. Esta corriente rechaza todo dejo de determinismo de la teoría positivista anterior, pero mantiene su intención de enmarcar los elementos analizados en leyes explicativas que fueran más allá de lo meramente descriptivo. Esta segunda fase del positivismo tiene importantes repercusiones en la geografía económica, generando un punto de encuentro de diferentes disciplinas en la formulación de una teoría del espacio que sirva para estudiar y definir los comportamientos espaciales de los actores económicos y sus flujos, categorizando los lugares donde se gestan interacciones y a la vez dando jerarquías que explican las relaciones entre uno y otros. Estas ideas plantean la necesidad de crear conceptos abstractos que desde lo teórico expliquen por qué las distribuciones espaciales se dan de cierta manera, estableciendo al espacio como una categoría central de análisis desde la localización y la distancia (Delgado, 2003). Aunque las repercusiones de este segundo momento en la geografía positivista aún son visibles dentro de la geografía económica, las nuevas posturas críticas y anti-positivistas se erigen un nuevo paradigma en la geografía. La crisis de la modernidad luego de la segunda guerra mundial y las crisis económicas, junto con la entrada a la guerra fría, ponen en cuestión las promesas de progreso y felicidad por medio de la razón, observando las lamentables consecuencias de la industrialización mundial y la reproducción acelerada de desigualdades sociales. La “ola postmodernista” de las ciencias sociales y particularmente en la geografía, hacen fuerte crítica del proceso liberador de la ciencia y su sistematización de la realidad, la ausencia de análisis de conceptos como la ‘naturaleza’, ‘sociedad’, ‘ciudadanía’, y sobre las meta- narrativas de la realidad (Lyotard, 1979). Contemporáneamente a esta coyuntura y quiebre de la tradición de la modernidad, surgen nuevas posturas paradigmáticas con un importante fundamento ideológico, orientado hacia la transformación de la realidad social por medio del estudio y acción: la geografía radical. Uno de sus exponentes más importantes desde el mundo anglo-sajón es David Harvey, quien incorporó una nueva dimensión al materialismo histórico y a la dialéctica marxista, la dimensión espacial, formulando así un materialismo histórico-geográfico (Delgado, 2003). En la geografía radical existe el espacio absoluto y el espacio relativo, ambos contenidos por un espacio socialmente construido y organizado esencialmente para la reproducción del capital y atravesado por profundas relaciones de poder. La configuración espacial obedecerá entonces a una serie de momentos activos de acumulación y de reproducción de clases sociales, enmarcados en una estructura social, económica y política dominante, como lo es el capitalismo. Si el análisis de los aspectos geográficos a diferentes escalas están gobernados por un sistema mayor global, que define el valor del espacio en relación a los modos de producción que allí se generan, se puede ver que el paradigma que abarca a la geografía radical no obedece a procesos naturales propios de los lugares, ni a condiciones particulares desconectadas a nivel regional y mundial, sino que responden a la naturaleza de unas grandes estructuras que configuran el espacio geográfico. Es por este motivo que a este nuevo paradigma se le denomina Estructuralismo. El estructuralismo sitúa al espacio, en términos ontológicos, como una construcción social atravesada por una serie de relaciones de poder, que en el caso de la geografía crítica marxista se basan en asuntos de clase. De esta manera, la realidad puede ser estudiada y entendida desde las estructuras que la configuran, no solo con una finalidad descriptiva sino con el objetivo de cambiarlas y generar una transformación social. Dentro de este paradigma se suscribe también la geografía feminista. Sin embargo, a diferencia de la geografía marxista, la geografía feminista logra situar al patriarcado como la estructura principal reproductora de relaciones de poder desiguales y que se basan en el género; Dixon y Jones (2006) describen tres estrategias de análisis de estas relaciones situando al género en distintos lugares como categoría de análisis: el género como diferencia, el género como producto de la relación social, y el género como construcción social, cada una mostrando un conjunto de condicionamientos y desigualdades que sufren las mujeres en su relación con el espacio, que categorizan las espacialidades desde el discurso y excluyen a la mujer de múltiples escenarios de acción, participación, representación, decisión, entre otros (McDowell, 1999). Quiere decir esto, que dentro del paradigma estructuralista donde el espacio es socialmente construido, las relaciones de poder que en este se generan pueden ser de distintos tipos, conjugando diferentes actores y enmarcados o no en el capitalismo como el sistema de regulación y configuración del espacio, incluyendo toda relación de poder que se produzca ya no solo a escala global sino local. Siguiendo la última afirmación, Román y García (2008) en diálogo con la geógrafa feminista británica Doreen Massey, afirman que la dimensión personal, local, no solamente está regulada por la estructura global o el sistema estructurante de la sociedad, sino que a su vez es su lugar de reproducción, íntimo y cercano a la realidad y la vida diaria, dando una visión complementaria a las teorías estructuralistas en el sentido en que no basta con analizar la estructura y la configuración espacial que de esta se desprende, sino también es necesario entender cómo esta estructura se reproduce desde las prácticas cotidianas locales y no sucede en un espacio reducido sino en un espacio vivido. En la discusión de las geografías críticas, como se ha visto, se acumulan un conjunto de autores y tradiciones de escuelas anglo-sajonas, francesas y alemanas, que han hecho crítica unas a otras y han ido modificando y creando ontologías y epistemologías según el momento histórico-social de las ciencias sociales. Es claro, entonces, que la geografía parece reformularse y teorizarse siempre desde el hemisferio norte, siguiendo un desarrollo histórico propio de estos lugares. La evolución de los centros de pensamiento de otras latitudes ha llevado al surgimiento muy pertinente de nuevos actores de la geografía mundial, no solo como sujetos de estudio sino como formuladores de teoría. Si bien la relación entre estos “nuevos” sujetos aún está por construirse a profundidad, su progresiva visibilidad ha dado pie al surgimiento de una nueva postura ideológica dentro de la geografía crítica, que apunta hacia la identificación de las tradiciones colonialistas en los centros de pensamiento situados en antiguas colonias y a la emancipación de éstas en aras de la construcción de una teoría propia. Acompañando las críticas hechas a la modernidad en la “ola postmoderna”, surge esta lectura crítica de la construcción de conocimiento occidental, que engloba una serie de corrientes y posiciones acerca de cómo occidente ha construido su cuerpo de conocimiento en relación a un “otro” no occidental, agenciando la posible representación que ese “otro” tiene de sí mismo. Bartra (2001) analiza y caracteriza esta estrategia de observación occidental y de auto- representación de occidente por medio de la identificación de un mito esencial para la cultura occidental: el mito del salvaje. En su ensayo, Bartra da cuenta de la presencia histórica de un sujeto extraño y opuesto al sujeto occidental, que representa el conjunto de características contrarias a lo que se entiende por Occidente, dando a lo no-occidental un carácter de incivilizado, de inculto, de salvaje e irracional, acercándolo a lo Natural y alejándolo de lo Racional. Es basado en esta profunda creencia, dice Bartra, que occidente ha interactuado con el resto del mundo y ha formulado sus cuerpos de conocimiento en todas las áreas de las ciencias sociales. Siendo así, ha sido más que pertinente la aparición de estas nuevas geografías que trasciendan la tradición académica y teórica de ese occidente otralizador, y que propongan nuevas maneras de construir conocimiento. En América Latina, por ejemplo, dos de los más grandes exponentes de esta posición teórica, social y política, son los brasileños Milton Santos (1990) y Boaventura de Souza Santos (2009), quienes enarbolan una crítica muy consistente sobre los orígenes de las corrientes modernas y contemporáneas de las escuelas latinoamericanas y su herencia europea, además de plantear la necesidad de prescindir del pensamiento universalista occidental, con la intención de formular un nuevo cuerpo epistemológico que surja desde formas no-occidentales de comprender el mundo. Pajuelo (2001) propone cinco postulados que serían la base del pensamiento post-colonial: (1) el rechazo al legado cognoscitivo y socio-cultural eurocentrista; (2) el cuestionamiento de la objetividad y universalismo de las ciencias durante la conquista y colonización; (3) polemizar la conexión Poder – Conocimiento y la distribución territorial desigual del mundo; (4) la invitación a la relocalización del lugar de enunciación del conocimiento hacia otras regiones; y (5) la necesidad de formular conocimiento que dé cuenta de la agencia histórica que se ha hecho de los subalternos. Es importante apuntar que muchas de las discusiones aquí planteadas no se han zanjado, más allá del éxito de algunas de estas críticas en la conformación de nuevas ideas y corrientes; la coexistencia de enfoques y epistemologías es una constante en el estudio de la geografía y las ciencias sociales en general. Sin embargo, es válido disertar brevemente sobre la importancia del espacio como elemento ontológico fundamental de la geografía, y cuál sería su lugar dentro de un análisis geográfico. Pensando en el carácter humano de la geografía y tomando este como un eje principal de investigación, es posible cuestionar el papel que juega la concepción de un espacio concreto o absoluto: ¿qué preguntas podemos hacerle a un espacio limitado físicamente, en relación a las espacialidades y la producción y uso que de este espacio se hace por parte de los seres humanos? ¿Son sus límites unos que realmente enmarcan un fenómeno humano y contribuyen a su estudio? Las más recientes tendencias en la geografía propenden por una hibridación de la geografía humana y la geografía física para analizar y plantear problemáticas. Es una oportunidad, a la vez, de comunicar desde las culturas ancestrales latinoamericanas y en general del ‘sur global’ las concepciones no dualistas que se tienen sobre la naturaleza y la humanidad/sociedad, pues es posible que sea desde las relaciones que se han tejido en nuestros territorios y desde cosmogonías locales, donde la escisión entre el espacio natural concreto y las construcciones sociales del espacio consigan resolverse fuera de los dualismos y las oposiciones ontológicas tan propias del pensamiento europeo. REFERENCIAS Bartra, R. (2001). El mito del salvaje. Ciencias, 60-61, 88-96. Claval, P. (1974). Evolución de la geografía humana. Barcelona; Oikos. De Sousa Santos, B. & Meneses, M.P. (2016). Introducción. En de Souza Santos & Meneses, M.P. (eds.) Las epistemologías del sur. Madrid: Ediciones AKAL. 2016. Delgado, O. (2003). Debates sobre el espacio en la geografía contemporánea. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Dixon, D. y Jones III, J.P. (2006). Feminist geographies of difference, relation, and construction. En S. Aitkens y G. Valentine. Approaches to human geography (1ra ed., pp. 42– 56). Londres, Sage Publications Ltd. Hobsbawm, E. 2009. Cap. 15 La Ciencia. En La era de la revolución (pp. 281-299). Buenos Aires: Argentina. Crítica. Lindon, A. y Hiernaux, D. (2006). Tratado de geografía humana. Madrid: Anthropos. Lyotard, J.F. (1979). La condición postmoderna. Madrid: Ediciones cátedra McDowell, L. (1999). Género, identidad y lugar. Un estudio de las geografías feministas (trad. Linares, P). Madrid, Ediciones Cátedra, 2000. Santos, M. (2006). Por una nueva geografía. Madrid: Espasa-Calpe. Pajuelo, R. (2001). Del "poscolonialismo" al "posoccidentalismo": una lectura desde la historicidad latinoamericana. Revista del Centro Andino de Estudios Internacionales no. 2, 113-131. Vargas, G. 2012. Espacio y territorio en el análisis geográfico. Revista Reflexiones, no. 91 (1), 313-326